El teatro por dentro - 1

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_Eduardo Zamacois_
EL TEATRO POR DENTRO
AUTORES, COMEDIANTES, ESCENAS DE LA VIDA DE BASTIDORES, ETC.
BARCELONA
Casa Editorial Maucci
Mallorca 166
BUENOS AIRES
Maucci Hermanos
Cuyo, 1059 al 1065
1911
_Es propiedad de la Casa Editorial Maucci de Barcelona._
Compuesto en máquina TYPOGRAPH.--Barcelona.


LA FORMACIÓN DE LA COMPAÑÍA

Para que una compañía de las llamadas «de verso» merezca francamente y
sin limitaciones el calificativo de «buena», no basta que sean notables
todos los artistas que la componen; importa también que entre unos y
otros haya cierta proporción ó equilibrio, pues de ello inmediatamente
se derivará una belleza nueva: belleza de síntesis, belleza de conjunto.
Parece que la formación de una compañía es tarea fácil, sobre todo
cuando el empresario es persona inteligente y propicia á no regatear al
negocio aquellos gastos que éste reclame. Nada, sin embargo, más
difícil, más ingrave y quebradizo, más sujeto á imprevistas mudanzas.
El que la «campaña teatral» haya de celebrarse en Madrid, es detalle que
favorece y allana eficazmente las dificultades con que el director ó
empresario ha de luchar. Los artistas prefieren una contrata modesta en
Madrid, á marcharse á provincias, donde las temporadas generalmente son
cortas, con un buen sueldo. Ellos, gobernados como están por el pueril
sentimiento de la vanidad, adoran los elogios de la Prensa cortesana, y
en los pequeños rincones provincianos la Fama no hace vibrar nunca sus
trompetas gloriosas. En Madrid, además, tienen «su casa», su familia,
hostil casi siempre al molesto ambular de la farándula, y lo que pierden
en sueldos, lo ahorran en viajes y en fondas...
La circunstancia de que la contrata sea para Madrid, es, por
consiguiente, lo único que positivamente favorece los intereses del
empresario. Todo lo demás, á pesar del dinero y de los probables honores
que va ofreciendo, le es inhospitalario y adverso, como la playa de un
país enemigo.
La persona encargada de organizar una compañía, debe hacer con los
artistas algo de lo que las partes de una orquesta realizan para ponerse
de acuerdo ó al unísono. El director, verbi gracia, coge un diapasón, y
golpeándolo contra una mesa que le sirve de caja sonora, levanta una
nota limpia, clara, rotunda..., á la que inmediatamente se ajustan los
diversos elementos orquestales, desde la flauta plañidera al violón
roncador y enfático. Así el empresario, para la organización de su
compañía, necesitará elegir una actriz ó actor «tipo», que encarnará un
grado, X, de perfección artística, y con arreglo á este modelo deberá
luego buscar los otros elementos, procurando celosamente que ninguno de
ellos le sea muy superior, ni tampoco excesivamente inferior, sino que
todos se hallen «á tono», ó, lo que es lo mismo, que ocupen
aproximadamente el mismo nivel, porque nada perjudica tanto al «reparto»
y dichoso éxito de una obra teatral, como esas absurdas compañías
extranjeras que suelen visitarnos, y en las cuales vemos frecuentemente
agrupados, alrededor de un artista de mérito deslumbrante y magnífico,
diez ó doce tipos, borrosos anodinos, insoportablemente vulgares. Con lo
cual, y como justo castigo á cuanto rompe estúpidamente la inexorable
ley de las proporciones, la figura capital, lejos de ser engrandecida y
mejorada, pierde, por efecto de la sombra que sobre ella proyectan los
demás, mucho de su orgulloso relieve y prestigio.
Amén de este equilibrio espiritual, un director inteligente debe
preocuparse de buscar, entre las diversas partes de su compañía, cierta
armonía física. Claro es que en la realidad, ó sea en aquella verdadera
vida de la cual el artificioso microcosmos teatral sólo es trivial
remedo ó mezquino trasunto, no siempre los hombres más altos son los
más fuertes y temidos, ni hay ley fisiológica ninguna que se oponga á
que de un cabeza de familia raquítico y aislado se derive una prole
vigorosa y lucida. Pero en la ficción escénica, los acontecimientos y
las imágenes se encadenan de muy distinto modo, y así el espectador,
bien sea por hábito ó por predisposición caprichosa de sus sentidos, no
comprende que un «barba» débil y pequeñuco pueda ser padre de una
«primera actriz», robusta y alta, ni menos reducirla con sus amenazas á
sumisión y obediencia; ni tampoco que el «segundo galán» aventaje al
«primero» en estatura y gallardía, ya que su misma cualidad de «segundo»
implica cierta noción de inferioridad ó dependencia. ¿Qué queréis? Acaso
sean estos resabios del Teatro romántico, en donde el protagonista,
siempre noble, jarifo y apercibido á la pelea, derrotaba fácilmente á
sus rivales; pero los hechos son así, y no hay para qué rebelarse contra
el vigor todopoderoso de la costumbre.
Quedamos, pues, que si la «primera actriz» es elegante y gallarda, la
«segunda» deberá serle inferior, aunque no con exceso, ya que lo más
seguro es que el corazón veleidoso del protagonista vacile entre ambas,
y necesario será justificar estos momentos de indecisión sentimental.
Por razones análogas, el segundo galán deberá aproximarse bastante, en
cualidades físicas y morales al primero; y el «barba» guardará cierta
armonía--aire familiar ó de parentesco--con la «característica», y las
otras figuras secundarias ó de relleno irán escalonándose de mayor á
menor, pero sin brusquedades y suavemente, de modo que el conjunto no
ofrezca suturas lamentables ni altibajos violentos.
Finalmente, en la nómina ó coste de una compañía, influye mucho, amén de
que la contrata sea ó no para Madrid como antes dije, el que los
artistas vayan solos ó sean matrimonio, hermanos, etc. Actores
acostumbrados á cobrar, por ejemplo, treinta pesetas diarias, y cuyas
esposas disfrutan habitualmente de un sueldo igual, por el lógico deseo
de no separarse de ellas, se avendrían á contratarse por un haber muy
inferior. Detalles son estos de gran importancia, y que un empresario ó
representante de teatros no debe echar en olvido.
Además de este prudente equilibrio y semejanza de unos artistas con
relación á otros, el director de la compañía necesita tener muy bien
determinada la clase de literatura que sus comediantes han de cultivar,
de tal suerte, que las comedias encajen en la arquitectura ó complexión
material y moral de sus intérpretes y parezcan como confeccionadas á su
gusto y medida; pues actores conocemos que no saben moverse dentro de
los moldes pulidos y ricos en policromias interiores de la comedia
moderna, y que en los dramas románticos y violentos, por el contrario,
saben llegar á las notas más agudas de la emoción; y otros, en cambio,
fríos, correctísimos, incapaces de un verdadero gesto trágico.
Terminados todos estos perfiles, acoplados y unidos todos estos cabos
sueltos, el empresario puede poner manos activas á su obra, en la
seguridad de que su labor no será baldía. Los que creen á los actores
gente díscola, interesada y de manejo difícil, se equivocan. El rasgo
característico del comediante es la vanidad: este sentimiento constituye
su acicate mejor, y en ocasiones, su mejor rendaje. Así, quien sepa
sujetarles por esta su gran debilidad, podrá gobernarles á su capricho y
sin esfuerzo.


LOS BAÚLES MAGOS

En París, como en Madrid, al llegar este mes, los teatros sufren esa
crisis económica que nuestros comediantes llaman «la cuesta de Enero»,
pues siempre las festividades pascuales trajeron consigo gastos
imprudentes que desequilibraron el «haber» de las familias; con la
diferencia que allí dicho malestar es menos intenso, por lo mismo que la
población flotante es muy considerable y se renueva mucho.
Los contratos que actores y empresarios firmaron á fines del pasado
Septiembre, terminan ahora, con las primeras claridades del día que
desvanece en la imaginación infantil el encanto brujo de la Noche de
Reyes. Momentos son estos de grave inquietud y trasiego para los
servidores de la farándula: en las _terrases_ de los cafés cosmopolitas
del _Boulevard_, como en los aireados «mentideros» de la calle de
Sevilla, por la tarde, y de la Puerta del Sol, á última hora de la
noche, las buenas y las malas noticias revuelan como bandada de pájaros
sobre bancal de trigo, las discusiones de los descontentos arrecian, y
las ofertas de empresarios fantásticos llueven que es bendición para
desvanecerse horas después como por ensalmo diabólico. Hay que asegurar
el trabajo durante los meses que aún faltan hasta el 30 de Mayo, día que
señala, con la llegada del verano, la clausura de los principales
teatros cortesanos y la completa renovación de las compañías. Por ahora
sólo se trata de cambiar ligeramente el personal de cada coliseo, para
«refrescar» un poco el cartel y así atraer mejor la atención ingrata del
público. Los comediantes que se hallan á disgusto en Madrid, buscan en
provincias compromisos ventajosos; y otros, por el contrario, que
pasaron en ciudades de segundo y tercer orden la primera mitad del
invierno, regresan á la corte con propósitos de éxito y de lucro.
Este vaivén febricitante dura poco, que ni los empresarios pueden
descuidar sus negocios, ni los representantes diligentes desaprovechan
la ocasión de robustecer sus compañías con la adquisición de los buenos
artistas que hallan desocupados. Las «bajas» habidas en los teatros
provincianos, acuden á cubrirlas los comediantes residentes en Madrid y
viceversa; es un cambio rapidísimo de intereses, un flujo y reflujo
pintoresco y alegre, con alegría zumbadora de enjambre, que recorre toda
la nación de un extremo á otro.
Ya los mejores teatros quedaron tomados, ya las compañías principales
salieron... Y en los «mentideros» madrileños sólo quedan los malos
comediantes, los fracasados; ó los inadaptables, los ariscos, los
orgullosos, que no aceptaron las proposiciones que recibieron por
juzgarlas despreciables y hasta ofensivas á sus merecimientos.
Ellos son los que forman después esos negocios efímeros que en el
_argot_ de bastidores se denominan «bolos», y que puede durar ocho días,
dos, uno... Para esto sus organizadores buscan una actriz ó actor de
cierto prestigio, cuyo nombre presta autoridad al cartel, y el resto de
la compañía se improvisa de cualquier modo, utilizando indistintamente
artistas de verso y de zarzuela. La víspera del viaje la compañía se
reúne á ensayar, y para facilitar el trabajo se eligen obras de las que
figuran en el repertorio de todas las compañías: _La Dolores_, _Juan
José_, _Marina_, _Los sobrinos del capitán Grant_... El montaje exacto
de las mismas es lo de menos; lo importante es que los artistas se
conozcan y se acoplen bien, para que el conjunto no padezca mucho. Así,
el ensayo se limita generalmente á repetir las escenas más difíciles,
las culminantes: todo lo demás queda encomendado á su inspiración, al
artificio embaucador de las decoraciones y de la batería.
Y llega la noche, esa noche impregnada de extraña melancolía en que los
pobres comediantes, al volver del ensayo con los párpados cargados de
sueño, se aplican á sacar de su equipaje los trajes que han de necesitar
para el éxodo que emprenderán al siguiente día.
Muchas, muchísimas veces, he asistido á esta operación llena de
evocaciones tristes. ¡Ah, los buenos, los aventureros, los sufridos
baúles magos!... Arcas de hechicería donde se dieron cita armas de todas
clases, pelucas de todos colores, trajes de vivos matices pertenecientes
á épocas separadas en la historia universal por siglos; y en cuyos
costados hay etiquetas con el nombre de ciudades distanciadas entre sí
por millares de leguas. ¡Baúles magos! Al abriros el comediante á quien
acompañasteis en su peregrinación por el mundo, recibe como un perfume
de cosas idas, de luces extintas, de aplausos perdidos en la frialdad
infinita de lo olvidado. Y el artista suspira. Sobre todo las mujeres.
¡Pobres actrices!... Uno tras otro van apareciendo el traje con que
representaron _La niña boba_, las tocas monjiles de «Doña Inés», la
rubia peluca de «María Antonieta», la falda corta y las medias blancas
de «la Dolores...»; y cada objeto despierta en ellas los recuerdos,
punzadores como espinas, de cien noches triunfales. Ya está el hatillo
hecho; ya nada falta; ahora, á dormir, que la noche va muy de vencida y
hay que madrugar.
Y á la mañana siguiente todos se reúnen en la estación: ellas locuaces y
nerviosas, ellos simpáticos, con sus semblantes afeitados y sus
sombreros blandos de fieltro; y todos alegres, por efecto de la
costumbre que tienen de fingir.
--¿Vámonos?
--Vámonos.
Suenan un silbido y una campana. El tren se pone en movimiento. Allá va
la farándula, imagen de la vida...


A PROPÓSITO DE ELEONORA DUSE

Cuenta Ceferino Palencia que hace bastante tiempo, hallándose él en
Buenos Aires con su compañía, fué á visitarle á su cuarto del teatro un
caballero de nacionalidad italiana, verdadero hombre de mundo,
inteligente, elegante y buen mozo. Representaba cuarenta años. Aquel
señor, que había viajado mucho y trataba personalmente á todas las
actrices y actores célebres de Europa, prodigó á María Tubau las más
fervorosas alabanzas.
--Conozco--prosiguió,--varias comediantas que la aventajan en la
interpretación de ciertos papeles, pero dudo que ninguna la iguale en la
riqueza de sus aptitudes, ni en la asombrosa variedad y extensión de su
repertorio.
No sabiendo cómo corresponder á tantas lisonjas, Ceferino Palencia dióse
á encomiar exaltadamente la labor de las artistas italianas: en teatro,
como en pintura, como en ciencias, Italia sería siempre la más gloriosa
de las naciones latinas. Y concluyó:
--Para mí, una de las mejores, por no decir la mejor de las trágicas
contemporáneas, es Eleonora Duse. ¡Qué voz, qué fuerza emotiva, qué
agilidad de expresión tiene!... ¿No opina usted lo mismo?
El interpelado, que había palidecido hasta la lividez, repuso con un
gesto ambiguo. Palencia, aunque sorprendido por aquella frialdad que
atribuyó á un exceso de modestia patriótica, continuó elogiando el arte
extraordinario de la Duse. A cada momento, y á guisa de ilustraciones
interpoladas en el curso de su apasionada jaculatoria, preguntaba:
--¿La ha visto usted en _La dama de las camelias_? ¿La ha visto usted en
_Fedora_?... ¿Y en _Lucrecia Borgia_?... ¿Y en _María Estuardo_?...
Según Ceferino Palencia hablaba, el semblante del caballero italiano iba
nublándose; endurecía sus facciones el fuego de un rencor violento y
recóndito; temblaban sus labios. De pronto, perdiendo el dominio de si
mismo, gritó imperativo:
--¡Señor Palencia!... Yo le ruego, yo le suplico... que no hable jamás
de Eleonora Duse delante de mí.
Estaba rojo, sus manos se crispaban coléricas, su respiración se
convirtió en jadeo fragoroso. Después, recobrándose prestamente en una
transición de voz y de ademán que sus compatriotas Novelli y Zacconi
hubiesen admirado, agregó:
--Perdone usted mi incorrección: no he podido contenerme... El solo
nombre de esa mujer funesta me vuelve loco... Ha de saber usted que yo
soy el marido de Eleonora Duse...
El cronista ignora la historia íntima de la insigne actriz italiana,
pero no duda de su intensidad. Pasiones de fragua y fieros dolores deben
de haber asolado á esa pobre alma, á la vez dulce y sombría. La
existencia de este infierno interior se transparenta en los recursos
insuperables de su arte, en el abismo negro de sus ojos, cargados con la
enorme tristeza de haber visto pasar la dicha, en la nerviosa elocuencia
de sus manos lívidas, en todas las actitudes de su cuerpo raquítico,
delgado, desprovisto de atractivos sensuales, y sin embargo, tan
imponente en los arrebatos homicidas de la tragedia, y tan envolvente,
tan adorable, tan refinadamente femenino, en las horas azules de la
caricia. La gran artista, rival de Sara, sufrió mucho, porque toda su
vida fué de amor, y ese padecer acerbo informa su arte y lo fecunda.
Para desesperarse, como para reír, no necesita Eleonora Duse recurrir á
la vulgaridad de los gestos aprendidos: con asomarse á su propio corazón
habrá hecho bastante. Yo la he visto llorar, lectora; ¿la viste tú
también?... Y si tuviste esa fortuna, ¿no es cierto que en ella el
llanto, más que una ficción, parece un recuerdo?
Acerca de todo esto, un excelso poeta, Gabriel D'Annunzio, podría
referirnos una historia bien triste.
En estos días ha corrido por París la noticia absurda y grotesca de que
Eleonora Duse, que desde hace mucho tiempo vive retirada en Florencia,
se casaba con un opulento modisto de la Ciudad-Sol.
Indignada la ilustre actriz, escribe al director de una revista
francesa:
«Vivo muy alejada de todo y no doy motivos á la prensa para que se ocupe
de mí. Hoy leo la ridícula noticia, lanzada por la Agencia Stéfani, de
mi matrimonio. ¿Quién ha podido inventar eso? He telegrafiado á M. Worth
lo siguiente: «Espero de su caballerosidad que desmienta tal noticia, se
lo suplico. Yo con mi silencio no debo autorizar ese «se dice»
calumnioso y contrario á la línea de conducta de toda mi vida.»
Este telegrama es, sencillamente, el retrato de un alma. Eleonora Duse,
cansada, envejecida, fatigada de sufrir esa inquietud imprecisa y sin
nombre que tortura á los artistas y que raras veces halla término y
reposo, porque más que amor, es deseo de amar, empieza á aborrecer la
popularidad. Para ella, como para otras muchas histrionisas célebres, el
olvido es bálsamo precioso; la que así sobre los escenarios de la
farándula, como en el gran teatro de la vida, fué siempre protagonista
envidiada, ahora solicita un puesto obscuro de comparsa. ¡Por piedad! Un
poco de silencio, un poco de reposo; que no se hable de ella, que los
periódicos no repitan su nombre más, que cuando vaya por la calle nadie
vuelva la cabeza para mirarla: la exclamación admirativa: «Ahí va la
Duse...» que antes llenaba sus oídos de orgullo, ogaño la asusta y la
hiere, y es para su pobre alma desilusionada, un azote.
Vivir, sí, pero vivir en paz, alejada de sí misma, cual si asistiese al
desenlace sereno de su propia historia; vivir en la sombra, en el
olvido, que tiene la serenidad augusta de la muerte...
¿Se comprende ahora el asco con que Eleonora Duse habrá recibido la
noticia estúpida de su matrimonio?...


RAQUEL, LA TRÁGICA

En un salón de la Comedia Francesa y guardado respetuosamente entre los
cristales de una vieja vitrina, hay un zapatito, un zapatito blanco, de
tacón muy levantado y punta muy fina, que perteneció á Raquel. Y el
cronista, que conocía la doliente historia de la gran trágica, se
preguntaba atónito:
«¿Cómo bajo esos pies tan pequeños, tan frágiles, tan lindos, más hechos
para holgar entre pieles que para correr descalzos sobre el polvo ó la
nieve de los caminos, ha podido pasar media Europa?...»
Porque Raquel (Elisa Félix era su verdadero nombre) fué hija de bohemios
y hasta los diez años ella y sus hermanos siguieron á sus padres por
todas las carreteras de Alemania y de Suiza. Sucia, desgreñada, curtida
por los vientos y el sol, desnuda de pie y pierna, el cuerpecito
raquítico y asexual vestido de andrajos, la pobre niña durmió al raso,
donde la noche la sorprendía; y fué de villorrio en villorrio pidiendo
limosna, apurando todas las hieles de desdén que tiene para los mendigos
la caridad pública; y en las calles de Lyón bailó, al son de la
pandereta que golpeaba su padre, sobre la tragedia de sus piececitos
ensangrentados...
Desde Lyón, la familia, andando siempre, se trasladó á París. Allí la
niña también bailó por las calles y cantaba esas tonadillas alegres,
canciones de bohemia que parecen flotar sobre los caminos como un
perfume rústico y que los nómadas aprenden nadie sabe dónde. Su voz de
contralto y las graciosas muecas y arrumacos de su rostro atraían á la
gente.
Entre estos curiosos, acertó á detenerse una tarde M. Choron, profesor
de canto y fundador de la Real Institución de Música Religiosa. La voz
de la niña mendiga le interesó: era extensa y dulce, y había en ella un
ardor extraño. Choron llamó á la futura histrionisa con un gesto.
--¿Qué edad tienes?--la preguntó.
--Once años.
--¿Quieres que yo te enseñe á cantar?
--Sí, señor; ¡ya lo creo!...
Su respuesta fué rápida, terminante; en su cara cobreña, los grandes
ojos artistas brillaron de ambición. La diosa Fortuna acababa de pasar
junto á Raquel, y Raquel la siguió...
Meses después, Elisa Félix dejaba la escuela de canto para concurrir á
la clase libre de declamación que explicaba Saint-Aulaire, comediante
meritísimo, frío, correcto, cuya técnica había de dejar en el espíritu
de su discípula huella perdurable y excelente. En aquella época, Raquel
no pensaba dedicarse á la tragedia; prefería la comedia; sus días de
hambre no habían podido secar la vena caudalosa de su buen humor. Era
indócil, endiablada, aventurera y alegre como un muchacho. Sus
compañeras la llamaban _Pierrot_, y ella misma firmó con este pseudónimo
muchas cartas íntimas que Mlle. Valentina Thomson ha publicado más
tarde.
La primera entrevista de Raquel con el gran actor Samson, que luego
había de dirigirla y favorecerla eficazmente, merece relatarse.
Pequeña, desmirriada, sin otro encanto que el prestigio de sus ojos
magníficos, la pobre niña acababa de cumplir quince años y representaba
doce apenas. Inconsolable, su madre repetía:
--¡Qué desgracia! M. Samson, cuando te vea, dirá que todavía eres muy
joven.
Entonces, con objeto de dar á su hija mayor plasticidad y
representación, la astuta mujer endosó á Raquel varios trajes, unos
encima de otros: ya que no podía ser alta, sería ancha. Raquel, bajo su
disfraz, reía á carcajadas: aquella truhanería, de verdadera bohemia, la
hacía feliz. De este modo, las dos mujeres se presentaron en casa de M.
Samson, que las esperaba. Al ver á Raquel, el célebre actor tuvo una
ruda explosión de sinceridad.
--Imposible, señorita--dijo,--¿por qué vamos á perder el tiempo? Usted
no sirve para el teatro; está usted demasiado gorda... usted ya no
crece...
Hija y madre se miraban consternadas. ¿Qué hacer?... Al fin, la madre,
reconociéndose autora única de aquel descalabro, confesó su superchería.
--Todo esto--balbuceaba,--M. Samson... todo esto... ¿sabe usted?... es
trapo.
El comediante se echó á reír.
--Pues hágame usted el favor de desnudar á esta señorita--repuso,--y
sabré á qué atenerme.
Raquel ingresó en el Conservatorio en 1836, y al año siguiente apareció
como primera actriz sobre el escenario del Teatro Gimnasio, y en un
drama histórico de escaso mérito, titulado _La vandeana_. Nerviosa,
vehemente, dotada de impetuosidades sobrehumanas, poseedora de una voz
capaz de repetir todos los alaridos dantescos de la tragedia, con ella
resucitaron las heroínas sangrantes y solemnes de Corneille y de Racine:
_Cinna_, _Safonisbe_, _Andrómaca_, _Ifigenia_... Pero siempre, á
despecho de tantos triunfos, persistía en ella el recuerdo romántico de
_La vandeana_, su primer drama, con el que salió de la obscuridad y que,
según la frase feliz de Julio Janin, fué para Raquel «_La Marsellesa_ de
sus días de hambre...»
La mendiga que bailaba al son de la pandereta bohemia en las calles de
Lyón y de París, murió agasajada, envidiada, rica; la que anduvo
descalza y alegre por tantos caminos, marchó rápidamente por el de la
gloria. Tenía, al finar su vida, treinta y ocho años. ¿Qué actriz, en
menos tiempo, habrá subido más alto?


ANTE LA BATERÍA

El famoso actor Edmundo Got habla en sus _Memorias_ del desdichado
estreno de _La mariposa_, obra de Victoriano Sardou, á quien yo conocí
septuagenario y con un rostro burlón y astuto, de vieja histrionisa, y
que tenía en la época á que Got se refiere un semblante reflexivo y
dulce, de institutriz.
_La mariposa_, como se dice en la pintoresca jerga de bastidores, «se
hundió».
«El primer acto--cuenta Got,--obtuvo muchos aplausos; pero los otros dos
fueron silbados y pateados, especialmente el segundo. El peso de la
batalla lo llevábamos Agustina y yo. Agustina, que no consigue acoplarse
del todo al repertorio moderno, empezó á vacilar, como de costumbre, y
acabó por perder la cabeza. Me quedé solo y vencido... ó casi vencido.
No obstante, continué luchando valerosamente...»
Estas palabras, que atestiguan la noble abnegación del célebre
comediante francés, no deben sorprendernos, porque ese heroísmo, que ha
llenado la historia del teatro de anécdotas conmovedoras, es una flor de
hidalguía que brota muy fácilmente en el impresionable y generoso
corazón de los siervos de Téspis. Precisa conocer la vida efusiva,
febril, toda emoción y toda sobresalto, de telón adentro, para medir el
cariño fraternal, la amistad desinteresada y llena de sacrificios, que
liga al autor y á sus intérpretes ante las luces de la batería una noche
de estreno.
Hasta entonces, durante el lento devanar de los ensayos, el dramaturgo
fué una especie de pequeño dictador, sin cuyo consentimiento y
beneplácito ninguna iniciativa prevaleció: los actores le pedían la
entonación verdadera de las frases difíciles, el pintor escenógrafo le
expuso sus bocetos, las actrices le consultaron el color de sus pelucas
y de sus trajes, el guarda-muebles aceptó sus órdenes, sin su aprobación
el director de escena no hubiese hecho nada... Y en este vaivén de
discusiones minúsculas, de reprensiones, de enmiendas, de consejos,
seguidos muchas veces á regañadientes y sólo por el imperio de la
disciplina, ¡cuántas vanidades chafadas, cuántos pequeños orgullos
hervidos, cuántos ocultos rencores surgieron aquí y allá, como espinas,
porque el dramaturgo, á pesar de su amabilidad, de la cortés blandura
que ponía en sus réplicas y de su vigilante empeño en no disgustar á
nadie, no pudo, sin embargo, complacer á todos!... Esa misma
impresionabilidad ardiente que caracteriza á los sacerdotes de la
farándula les hace susceptibles y vidriosos: ayer fué la primera actriz
la que se irritó secretamente contra el autor, porque éste, al enseñarle
ella el sombrero con que pensaba «vestir» la obra, no demostró
entusiasmarse mucho; hoy es el galán quien se disgusta, porque el
dramaturgo, en el ensayo, le corrigió un ademán con demasiada viveza;
mañana, en fin, serán la característica, ó la dama joven, ó el actor
cómico, los que se creerán ofendidos por el desdichado autor, que
preocupado con las multiplicadas peripecias de su obra, al marcharse del
teatro no les saludará con bastante afecto...
Semejante á una gran ráfaga de aire, la noche del estreno tiene la
virtud de barrer todas estas pequeñas impurezas. Nadie, mejor que los
comediantes, sabe cuánto arriesga un autor en esas horas, de las que
acaso dependen, no sólo su porvenir personal, sino también el éxito de
la temporada y los intereses de la comunidad. Hay, pues, que defenderle,
porque aquel hombre es como la bandera en quien van vinculados el
prestigio y la gloria y el dinero de todos. Entonces, frente á la
batería, cara á cara con el público, el dulce y temible enemigo de los
artistas, las pequeñas antipatías se olvidan: hay que vencer, aunque
luego, ya en la intimidad y pasado el peligro, los rencores y los celos
retoñen. Así, no hubo comediante famoso que alguna noche de quebranto y
borrasca, cuando la muchedumbre comenzaba á manifestar con bastoneos y
murmullos su disgusto hacia la obra, no sintiese el deseo heroico de
hacer algo genial, extraordinario, para contener la catástrofe.
Hay muchos actores que, como aquella Agustina de que habla Edmundo Got,
se empavorecen y desconciertan ante la hostilidad del público; pero, en
cambio, otros, los más esclarecidos, gustan de luchar con él brazo á
brazo y de fascinarle con su gesto hasta vencerle y obligarle á juntar
las manos para aplaudir. Acerca de todo esto, don José Echegaray podría
referirnos muchos y muy curiosos lances, especialmente si recordase el
estreno de _La escalinata de un trono_, drama que la trágica María
Guerrero, bella, soberbia, irresistible, defendió como una leona.
Pero tan hermoso espíritu de solidaridad y sacrificio sólo late perenne
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