El teatro por dentro - 3

Total number of words is 4567
Total number of unique words is 1797
31.3 of words are in the 2000 most common words
43.8 of words are in the 5000 most common words
49.9 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
empezaba, y murió á los treinta y cuatro años, cuando iba á ser dichoso.
Tal es la triste historia del olvidado Alberto Glatigny, llamado á
ocupar algún día entre los poetas líricos franceses del siglo XIX un
puesto de honor.


LA FARÁNDULA PASA...


VIRGINIA DÉJAZET

Alejandro Dumas hizo inútilmente cuanto pudo para obligar á Virginia
Déjazet, que entonces triunfaba sobre el escenario del «Vaudeville», á
representar «La dama de las camelias».
--Sería un nuevo triunfo para usted--decía el célebre autor adorado de
las mujeres;--¿acaso no le gusta á usted el tipo de Margarita tanto ó
más que el de Frétillon?
--¡No, señor, al contrario!
--¿Cómo? ¿por qué?
--Muy sencillo: porque Frétillon se da, y Margarita Gautier se vende...
Y esta breve contestación, llena de espiritualidad y de delicadeza,
retrata toda el alma de la actriz famosa; alma rebelde, paradójica,
elegante, irónica, cínica y sentimental á la vez, como la de Richelieu ó
la del duque de Lauzun, y que parece una síntesis ó evaporación del
gran espíritu adorable de París.
«Mi vida--escribía la Déjazet á cierto adorador que la invitaba á
publicar sus «Memorias»,--es mucho más sencilla de lo que creen, y no
ofrecería nada de muy interesante, pues ni tengo bastantes vicios para
atraer la curiosidad, ni tampoco las virtudes necesarias para aspirar á
ser admirada».
Así fué, en efecto; aquella mujer indócil, que parecía ingrata porque lo
amaba todo, que se reía malévola de sus adoradores y luego en Lyón
rompía su falda bordada para que envolviesen con ella á un obrero que
sacaron moribundo de un pozo; voluntad amoral, sin más ley ni otro cauce
que su alegre capricho; libertina sin sensualidad y liviana sin codicia,
que llegó á ser citada como modelo de madres amantísimas, sin haber
podido sin embargo, recogerse jamás en la uniforme santidad del
matrimonio.
Nació Virginia Déjazet en París, el día 30 de Agosto de 1798, y á los
cinco años, y bajo la dirección de su hermana Teresa, que pertenecía al
cuerpo coreográfico de la Opera, debutó como bailarina. A los dieciséis
años, Virginia era una criatura llena de seducciones y de gentileza, con
las manos y los pies muy menudos y un cuerpo grácil, que comprendía
todos los ritmos y daba vida á todos los disfraces. El papel de Nabotte,
que creó en «La belle au bois dormant», popularizó el nombre de
Déjazet, quien, después de una larga excursión por provincias, regresó á
París y entró en el teatro del Gimnasio, donde afirmó su popularidad con
los estrenos de «Carolina» y «La hermanita». Por rivalidades con la
Vertpré, entonces omnipotente, trasladóse al teatro de Novedades, y más
tarde al glorioso teatro del Palais-Royal, sobre cuyo escenario había de
merecer aquel prestigio de travesura y de gracia genuinamente francesa,
que había de consagrar su apellido y hacerle inmortal.
--Es la actriz universal--declara su biógrafo Mirecourt,--á cuyo genio
se avienen todos los papeles, como á su cuerpo se acoplan todos los
trajes.
Este rasgo último constituye el mérito capital de su arte.
--Poseía--dicen sus contemporáneos,--una habilidad extraordinaria para
disfrazarse; los trajes varoniles, especialmente, vestíalos á maravilla,
y movíase dentro de ellos con tanto aplomo y desenvoltura, que el sexo
desaparecía por completo en aquella mujer, tan mujer y tan linda. Era
Virginia Déjazet algo más que una actriz; era también una escultora, una
modeladora prodigiosa de sí misma, y sus recursos para transformarse y
dar á su rostro expresiones diversas y á sus ademanes ritmos distintos
parecían inagotables.
Sobre su cuerpo proteico revivieron la silueta pensativa y delicada de
Rousseau, joven; el perfil epigramático de Voltaire, la gracia
conquistadora de Richelieu, la hermosura arrogante de Enrique IV, la
cabeza atormentada de Napoleón, y también la belleza infinitamente
espiritual de Sofía Arnould, la célebre intérprete de Gluck y de Rameau,
y la frivolidad _boulevardier_ de Frétillon, y la hermosura voluptuosa
de Ninon de Lenclos... Para todos estos «elegidos» del talento y de la
gracia, tuvo el genio multiforme de Virginia Déjazet una inflexión
exacta de voz y un gesto feliz.
Además de actriz, fué la Déjazet mujer de fértil y amable conversación.
Tenía el ingenio alerta; la réplica libre y pronta, y «sus frases», á
fuerza de graciosas, solían pecar de crueles.
Alguien, queriendo mortificarla, la dijo, en su cuarto del teatro, que á
Leontina, una belleza pomposa y rosada que gozaba entonces de gran
popularidad, la llamaban «la Déjazet del _boulevard du Temple_». A lo
que, picada Virginia, contestó: «No me extraña; el duque de Orleans
tenía en sus caballerizas un jumento que llevaba su nombre.»
Cierta noche, la Déjazet tomó parte en una representación que la Empresa
del teatro de la Opera había organizado á beneficio de las víctimas de
las inundaciones del Loire. Iba á comenzar la función, y la célebre
actriz atisbaba por una de las mirillas del telón el aspecto de la sala.
En aquel instante, cierto caballero que por su riqueza y noble rango
disfrutaba en aquellos bastidores de gran predicamento y libertad,
llegándose de puntillas á Virginia la cogió por el talle. Ella volvió la
cabeza. «Se equivoca usted, caballero--exclamó,--no soy de la casa.»
Desesperado, uno de sus adoradores llegó á decirla: «Deme usted siquiera
la limosna de un beso». Pero ella, aludiendo con una sonrisa á las
veleidades que la murmuración la atribuía, repuso: «¿Una limosna así?...
Imposible. Tengo mis pobres...»
En sus ratos escasos de soledad y melancolía, la hermana de Frétillon y
de Lisette también era poetisa. Su lirismo tenía un dulzor femenino y
penetrante de poderosa emoción. Claretie cita estos versos que la
Déjazet compuso á propósito del cumpleaños de un amado, que bien pudo
ser el cancionista Federico Bérat:
Ami! Depuis un an, combien de jours de fête
ont fleuri sous tes pas!
Dans le sentier de l'art le bruit de tes conquêtes,
et dans celui du coeur que de palmes discrètes
t'ont salué tout bas!...
Y así continúa la composición, en una fusión delicadísima de triunfos
crepitantes y de intimidad silenciosa.
El éxito más noble de Virginia Déjazet, el más personal, aquel que por
sí solo hubiese bastado á perfumar, con un suave aroma de rosas viejas,
toda su vida, se lo proporcionó «La Lisette de Béranger», canción de
amor, canción sagrada, que todas las bocas jóvenes de París repetían de
memoria.
La compuso Federico Bérat en honor del anciano y glorioso Béranger, y
aquellas notas sencillas, prendidas en no sé qué inexplicable hechizo
romántico, tuvieron la virtud peregrina de hacer latir todas las almas y
de agarrarse á todos los oídos; y Lisette fué un «tipo» que de una
generación á otra ha dejado un rastro de gracia liviana en las
obrerillas sentimentales y alegres de la Ciudad-Sol.
Una mañana, Virginia Déjazet fué á conocer á Béranger á su retiro de
Passy. Allí, cuidando las flores de su jardín, estaba el buen viejo, á
quien el público tornadizo casi había olvidado.
A su alrededor, los árboles, donde susurraba la suave brisa mañanera,
esparcían sombra grata.
--Soy mademoiselle Déjazet--dijo la actriz,--y como usted no puede ir á
verme al teatro, vengo á cantarle la canción de Bérat, esa canción que
usted ha inspirado y que ya conoce todo París.
Acomodáronse los dos sobre un banco, y en el encanto verde y plata del
jardín, la voz de la Déjazet vibró cristalina:
Enfants, c'est moi qui suis Lisette,
la Lisette du chansonnier...
Y mientras cantaba, muy cerca de allí, la señora Judit Frére, la anciana
compañera de Béranger, la verdadera Lisette, oyendo aquella canción que
ella inspiró y que era su juventud, lloraba en silencio.
Cuando la actriz calló, Béranger tenía los dulces ojos arrasados de
lágrimas.
--¡Hija mía!--balbució,--¡hija mía!...
No pudo hablar más, y la besó en la frente. Mucho después, refiriendo
esta escena, la Déjazet llena de admiración, decía:
--¡Me dió un beso! Es la representación que he cobrado mejor.
Y al decir esto, no exageraba aquella mujer, todo corazón, que había
ganado millones...


DE LA FARÁNDULA

Creer que únicamente los españoles padecemos la dulce manía de escribir
para el teatro, es un error. No sé qué hechizo arcano tiene la
literatura teatral, que así atrae y emborracha á los hombres; pero es lo
cierto que ninguno de ellos, amén de vivir el severo drama de su propia
vida, ha dejado de llevar consigo la ilusión de componer un drama, ó por
lo menos una comedia de costumbres. Todos, médicos, abogados, oficiales
de peluquero... conocieron la golosa tentación. Algunos realizaron su
propósito, otros no; de todas maneras, esa obra constituye, en la aridez
de sus almas vulgares, «un rincón verde», un oásis de poesía, y también
su debilidad, su punto vulnerable.
Hace mucho tiempo, cerca de treinta años, que Alejandro Bissón, que
ahora acaba de triunfar en el teatro Vaudeville con su comedia «Mariage
d'etoile», llevó una obra al empresario Mr. Laridel. El celebrado autor
de «Las sorpresas del divorcio», halló á Laridel en un café solitario y
sumido en una desesperación sin gestos ni palabras, ante una copa de
_bitter_.
--¡Estoy arruinado!--exclamó el empresario;--hoy ó mañana debo pagar
cincuenta mil francos, y como no los tengo, me cerrarán el teatro.
--¡Y yo que le traía á usted, en este manuscrito, una mina de
plata!--repuso Bissón.
Laridel se alzó de hombros, con la indiferencia de quien sabe que todo
está perdido: se debía la luz eléctrica; los tramoyistas no habían
cobrado sus jornales; á los artistas se les adeudaba cerca de dos
meses...
--No importa--dijo Bissón,--yo me comprometo á conjurar esos obstáculos
durante dos ó tres semanas, lo suficiente paria que mi obra se ensaye y
se estrene.
Al fin convinieron en que Laridel, so pretexto de ir á buscar á
provincias los cincuenta mil francos que necesitaba, desapareciera de
París, y que Alejandro Bissón asumiría la responsabilidad exclusiva de
cuanto malo ó bueno acaeciese en lo sucesivo de telón adentro.
Al día siguiente comenzaron los ensayos: los actores, entusiasmados con
la nueva obra, trabajaban febrilmente; las actrices, ¡caso
extraordinario! no opusieron el menor reparo al reparto de papeles; Mr.
Bissón se multiplicaba, almorzaba y comía en el teatro, y con lo poco
que producía la taquilla pagaba á los más necesitados y exigentes.
Una tarde, á la hora del ensayo, penetraba en el escenario un
hombrecillo sonrosado, redondo y alegre: era Mr. Chalonette, alguacil
del juzgado.
--Vengo--dijo secamente,--á cerrar el teatro.
Bissón, que ya esperaba aquella visita, recibió á Mr. Chalonette con una
cordialidad envolvente.
--¿Ha visto usted alguna vez un ensayo?--preguntó.
--No, señor.
--Pues, siéntese usted; es muy curioso. Luego hablaremos.
En el segundo acto había un episodio picante, lleno de travesura, que la
hermosa Mlle. Denise interpretaba con gran donaire. Mr. Chalonette la
miraba embobado, y el astuto Bissón, que espiaba á su enemigo, hizo
repetir la escena hasta tres veces. Después, Mr. Chalonette levantóse á
felicitar calurosamente á la gentil actriz, y ella, secundando los
planes taimados de su director, pareció encantada con la conversación
espiritual del alguacil.
Todas las tardes Mr. Chalonette acudía á los ensayos, y tan grande era
su afición, que llegó á tomar parte en ellos, con lo que Alejandro
Bissón dejó de temerle; el terrible representante de la ley estaba
vencido.
Un día el dramaturgo almorzó en casa de monsieur Chalonette. A los
postres, el alguacil, bajando los ojos y ruborizándose como un colegial,
declaróse autor de una comedia que él creía representable. Bissón vibró
de júbilo; acababa de coger á su rival por el cuello; á partir de aquel
momento le pertenecía; era su esclavo.
--¡Quiero conocerla en seguida!--exclamó,--y si me gusta, empezaremos á
ensayarla mañana mismo.
Rojo de contento, Mr. Chalonette sacó su manuscrito y comenzó á leer.
Acabó la lectura de la última cuartilla entre los brazos engañadores de
Bissón.
--¡Eso es admirable!--repetía el dramaturgo.--¡Una obra maestra!...
Pero, ¿quién iba á creerlo?
El alguacil balbuceaba:
--Y... diga usted... ¿se estrenará pronto?
--¿Cómo?... ¡Pues ya lo creo!... Antes de quince días.
La comedia de Alejandro Bissón fué un éxito, y Laridel pudo pagar sus
trampas y vender su teatro en buenas condiciones. La deliciosa Mlle.
Denise prosiguió su carrera triunfal. En cuanto á Mr. Chalonette, pagó
con la cesantía su descomedida afición á la farándula, y ya convencido
de que nunca será autor, trabaja en una copistería y gana tres francos.
Lector, quiero darte un consejo, y es éste: en tus combates por la vida,
no temas nunca al hombre de quien sepas que tiene una comedia escrita.


CARTAS DE MUJERES

En las interesantes «Memorias de Sara Bernhardt», hay un episodio
sencillísimo sobre el cual probablemente la atención de muchos lectores
resbalará distraída, pero que me impresionó fuertemente por ser un
«momento interior» que retrata con admirable fidelidad esa agridulce
emoción de orgullo y de coquetería que constituye cuanto las almas
artistas encierran de más indeclinable y substancial.
Sara, la Unica, era muy niña todavía, y en el convento donde se hallaba,
la comunidad se apercibía á celebrar la visita del anciano «monseñor» de
Sibour, arzobispo de París. Para mayor amenidad y brillo de la fiesta,
la hermana Teresa había compuesto una obrita teatral, dividida en tres
cuadros, y titulada «Tobías recobrando la vista», que debía ser
interpretada por las alumnas mayores.
Pero á última hora la pequeña Sara intervino en la representación, y
declamó su papel con tan sincera emoción y tan acabado arte, que
«monseñor», maravillado, hubo de felicitarla. La futura actriz, fuera de
sí, loca de alegría, vibrando de orgullo, rompió á llorar.
Transcurrieron muchos meses, y aquella emoción purísima perduraba en la
niña, y bañaba en luz radiante su almita ambiciosa. Una mañana supo que
«monseñor» de Sibour había muerto asesinado... ¿Qué sintió entonces
Sara?
Ella lo declara, sin sospechar tal vez el alcance inmenso de su
confesión. Sentí--dice,--que el asesino me había herido á mí también y
despojado de algo precioso, pues «acababa de robarme mi pequeña gloria».
¿Comprendéis?... Hasta allí Sara vivió halagada secretamente por la
admiración que sus aptitudes de artista inspiraron á «monseñor», y
pensando: «El cree en mi talento y se acuerda de mí». Pero el bondadoso
anciano ya había muerto: cerráronse sus ojos á la luz, tinieblas
perdurables invadieron su memoria, y de su cerebro huyó con la vida el
recuerdo de Sara. Por eso la niña volvió á llorar, porque se reconocía
menos admirada que antes, porque acababa de ver desvanecerse «su pequeña
gloria».
Traigo á colación esta anécdota, porque ella explica con limpidez y
sobriedad aquel prurito á la vez desinteresado y egoísta, que todos los
artistas tienen de eternizarse en la memoria de los demás.
Despreciadores de lo circunstancial y adjetivo, no parecen dolerse ni
del comer modesto ni del sobrio vestir, pero en cambio, aspiran á lo más
alto, á la admiración y rendimiento de los espíritus, á que todos les
recuerden, á que así el académico, como el burgués modesto, como el
obrero, sepan sus nombres de memoria.
Así no es extraño que siempre me produzcan vivo y purísimo alboroto
espiritual esas cartas de felicitación que, de cuando en cuando,
recibimos los que escribimos para el público. Generalmente son de
mujeres, y es lógico que sea así, pues las mujeres leen más que nosotros
y en sus almas ardientes y blandas, prontas al entusiasmo, no es difícil
suscitar el cosquilleo exquisito de la emoción.
Estas cartas, antes de romper la nema de sus sobrecitos perfumados, me
producen una inquietud semejante á la que en la adolescencia nos
causaban los billetitos amorosos; pero más alquitarada, más
refinadamente egoísta. «Me admira--pienso--y como me admira, me quiere
algo; que yo, en mis libros, desnudé mi alma, y «Ella» la encontró
hermosa...»
Días atrás el correo me trajo una de estas dulces sorpresas. Era una
tarjetita femenina, sin fecha y sin firma, que olía á violetas. ¿Cómo se
llama su autora? ¿Dónde reside?... Lo ignoro, pues ni el cartoncito ni
el sobre lo decían. ¡Oh, el misterio, el poético misterio, á la vez
lancinante y sabroso!... Lectora, cuya alma sensible adivino, leyendo
astutamente entre líneas el dolor de mi alma: yo, para quererte, no
necesito conocer la blancura de tus manos, ni saber si son tus ojos
hermosos, ni de qué color tienes los cabellos. Me basta con la seguridad
de que hay lágrimas en ti para mis penas, y en tus labios jóvenes
sonrisas de hermana para mis alegrías; le basta á mi vanidad con tus
cartas anónimas, que caen sobre mi mesa de trabajo como flores cogidas
en el silencio de tu rincón provinciano, y á mi voluntad laboriosa con
la convicción de que tú has de leerme.
Este platonismo, este refinamiento sentimental que atribuyo á los
artistas, no es exagerado. Un artista, cuanto más grande, mayor
importancia otorga á la gloria. Ser admirado constituye «la mitad» de su
vida, acaso «toda su vida»; es una sed rara que, no habiendo de calmarse
nunca, á ratos, sin embargo, parece satisfacerse con una gota: así lo
más frívolo, una carta, un simple apretón de manos, nos embriaga. Ello
explica las lágrimas que arrancó á Sara Bernhardt el asesinato de
«monseñor» de Sibour.
Todos los que viven del arte son egoístas, con egoísmo implacable y
feroz. Yo mismo, viendo pasar un entierro, me he olvidado del muerto
para pensar: «Ese que va ahí me conocía tal vez...»
Y, como Sara, he comprendido que la desaparición de aquella vida mermaba
un poco mi pequeña popularidad.


LA CAMARGO

En los libros del amenísimo Arsenio Houssaye y en la interesante
«Correspondencia» de Diderot con Grimm hallamos abundantes noticias
relativas á María Ana Camargo, la bailarina más célebre de la Gran
Opera, de París, en el siglo XVIII.
Aunque nacida en Bruselas, por las venas de la Camargo corría sangre
española, y la pequeñez de sus manos, la finura de sus torsos y la
brevedad de sus pies, decían claramente la distinción de su raza,
familia noble que había dado á la Iglesia arzobispos y cardenales. En
los varios retratos que de ella hizo Nicolás Lancret, el único pintor
que ha rivalizado con Watteau en frivolidad y elegancia, la Camargo
aparece en la plenitud deslumbradora de su gracia.
En el óvalo nacarino, ligeramente carnoso, del rostro, los grandes ojos
italianos llameaban tempestuosos y alegres; tenía la nariz respingueña y
corta, voluntarioso el mento, la boquirrita breve y roja, como la herida
de un florete; alrededor de la nieve de su frente sajona, los cabellos
latinos, encrespados y negrísimos, tejían un marco de ébano. Y luego, su
cuerpo, admirable escultura, trepidante y flexible, donde se unían á las
redondeces blanquísimas de Rubens, las impacientes nerviosidades
goyescas.
Enamorada del apuesto conde de Melun, María Ana huyó de su casa, á los
dieciocho años, una noche, llena de perfumes y de estrellas, del mes de
Mayo de 1728.
A partir de aquel momento, su vida fué un vértigo de oro y de glorias,
una disipación sin freno, un perpetuo festín. Sus ruidosos éxitos de
bailarina restaban gravedad á sus extravíos; el reflexivo «Mercurio de
Francia» elogió su arte muchas veces; los poetas más notables de su
época festejaron su belleza, y si algunos satirizaron sus locuras, lo
hicieron suavemente; el mismo Voltaire, en el apogeo entonces de su
autoridad de su gloria, compuso en honor de María Ana y de mademoiselle
Sallé estos versos famosos:
Ah! Camargo que vous êtes brillante!
Mais que Sallé, grands dieux, estravissante!
Que vos pas sont lègers, que les siens sont dansants! Elle est
inimitable, et vous êtes nouvelle!
Les Nymphes sautent comme vous,
et les Grâces dansent comme elle.
La Camargo, frívola, interesada, caprichosa, perversa, enamorada siempre
de la belleza, de la distinción y del dinero, es, dentro de la sociedad,
galante y artista, que formaron las fastuosidades del Rey-Sol y de Luis
XV, su hijo, como un símbolo de carne rosa.
Fué aquel un período admirable de desafíos á primera sangre y de
madrigales. Los lacayos gozaban de la confianza de sus señores, y en el
gabinetes de las damas principales los abates componían versos; en los
bailes palatinos, las marquesas, utilizando los trenzados ceremoniosos
del minué, se dejaban oprimir los dedos. Había, para todos los errores,
una inagotable tolerancia; el bizarro marqués de Fimarcon se escapaba
por las noches, disfrazado de mujer, de la cárcel, adonde le llevó un
sucio asunto de intereses, para ir á los bastidores de la Opera; otro
noble remitía á la bailarina señorita de Pélissier 20.000 francos en un
billetito, donde le declaraba su amor, y el mismo venerable cardenal de
Fleury sonreía bonachón y se encogía de hombros ante las lamentaciones
del modesto burgués que iba á pedirle justicia contra el raptor de su
hija....
María Ana Camargo usó largamente de aquella libertad de costumbres. A su
amor estuvieron ligadas las figuras más ilustres: el conde de Clermont,
rico como un príncipe oriental, el valiente Marteille, muerto en el
campo de batalla; el marqués de Lourdis, pendenciero y libertino; y vió
á sus pies á Vitry, á quien llamaban «el hermoso pastor», y al caballero
de Rieux, de belleza apolina, y al brillante duque de Richelieu,
seductor irresistible, cuyos tacones colorados habían pasado por todos
los _boudoirs_ nobles de la Corte, y conoció también al veterano Gruer y
al músico Royer, ante quienes, una noche de locura, ella y otras dos
célebres bellezas de la Opera representaron «El juicio de París»...
El tiempo, entretanto, continuaba su obra devastadora; pasaron los años,
muchos, cerca de cuarenta, y una mañana la Camargo lloró ante el espejo
viendo que sus mejillas habían perdido su frescura, que sus ojos no
tenían brillo y que eran grises sus cabellos. Entonces, majestuosa y
triste como una reina que abdica, pidió su retiro, que Luis XV la otorgó
con una pensión vitalicia de 1,500 libras. Abandonada por sus
adoradores, y olvidada del público, María Ana se refugió en su hotel de
la calle de San Honorato, donde vivió varios años entregada á sus
cacatúas, á sus perros y á sus gatos; aquellos serían sus últimos
amantes, los más fieles.
Y ya la Camargo era muy viejecita, ya parecía que todo á su alrededor
había concluído, cuando el buen dios Azar vino á consolarla
permitiéndola dar al mundo un adiós romántico, de inmensa ternura, que
fué como violeta humilde entre el manojo de calientes claveles de su
vida.
Cierta tarde, la antigua bailarina recibió la visita de un señor anciano
que dijo llamarse Mateo Breuil. Frisaba en los sesenta años, vestía de
negro y era hombre enjuto de carnes y de ademanes ceremoniosos y
pausados. En su semblante, cruelmente arrugado por las emociones, había
tristeza y dulzura.
Al ver á María Ana, que le observaba atenta, el desconocido se inclinó
respetuoso.
--Ya sé, señorita--dijo,--que mi nombre no despierta en usted ningún
recuerdo.
--En efecto...
--No me extraña: Yo nunca he sido presentado á usted; no me he atrevido
á tanto; sus ojos, sus grandes ojos, que un tiempo fueron alegría de
Francia, me hubiesen anonadado...
Muy sorprendida, la Camargo repuso:
--¿Y bien? No comprendo...
El señor Breuil continuó:
--Usted estaba muy lejos de mí, porque volaba muy alto; los hombres más
ricos, los más célebres, los más nobles, solicitaban su amor, y yo, que
lloraba por usted desde mi plebeyo asiento de «paraíso», era pobre y
vulgar. ¿Cómo alcanzarla?... Pero los años han pasado, y con ellos los
brillantes cortejadores que usted tuvo se fueron; ahora se halla usted
sola, y por lo mismo, tal vez, un poco triste. Y yo, María Ana, que la
quiero á usted con un amor inextinguible, que se impone á la fealdad y á
la vejez, yo, que he conquistado una fortuna y permanezco soltero porque
de todas las mujeres que he conocido me separaba la imagen de usted y la
seguridad de que algún día seríamos el uno del otro, vengo á ofrecerla á
usted mi libertad. Nos casaremos, si usted quiere. Mi mano es ésta...
Hablando así, el señor Breuil, los ojos arrasados en lágrimas, se había
hincado de rodillas. La escena era demasiado tierna para no interesar el
corazón artista de la Camargo, y sus manos trémulas estrecharon
cordialmente las viejas manos de su adorador.
--No--dijo,--casados, no; ¿para qué? La edad de las pasiones está ya
lejos. Seremos amigos, nada más que amigos...
Y el Sr. Breuil repuso:
--Lo que usted quiera.
Todas las tardes se reunían, y charlando de sus lejanas mocedades
pasaron horas muy bellas. El concluyó por instalarse en el piso segundo
del hotel de María Ana. Nunca salían á la calle. Por las noches rezaban,
jugaban al ajedrez, leían novelas y componían música. Y era dulce, con
dulzura inexpresable, el ocaso de aquellos dos ancianitos, que ante la
proximidad de la Nada juntaban la nieve de sus cabezas.
Murió María Ana Camargo el día 29 de Abril de 1770, y su cuerpo, vestido
de blanco, reposa en la iglesia de San Roque. Cerró sus ojos el señor
Breuil, el único de sus amados que no conoció la miel de sus besos.


LAFONTAINE

Aquella noche, después de cenar, los dos viejecitos cayeron en la cuenta
de que á Enrique Thomas, que ya pasaba de los dieciséis años, era
necesario enseñarle un oficio. En una carrera no había que pensar; los
pobres, como ellos, no deben poner el hito de sus ambiciones tan alto.
--Si fuese carpintero...--dijo el padre:--porque en París los
carpinteros ganan mucho.
--Mejor sería ebanista.
--O sastre...
Hubo un silencio.
--¿Y si le hiciésemos cura?--exclamó la madre.
Y la opinión de la buena viejecita, que era muy católica, prevaleció.
Enrique Thomas entró en un seminario.
Repentinamente, el futuro actor, que más tarde había de pasar á la
posteridad bajo el seudónimo de «Lafontaine», se halló con las manos
cargadas de libros soporíferos, que le hablaban de asuntos trascendentes
y graves, y preso el suelto y gallardo cuerpo juvenil entre los negros
pliegues de una sotana. Fué su primer disfraz.
Desde las ventanas del seminario, en las horas dulces de asueto, Enrique
Thomas oteaba el campo verde, y desde el remoto horizonte, voces
aventureras, voces de libertad y rebeldía, fascinaban su alma peregrina
de bordelés. Cada camino que se alejaba serpeando, cada buque que salía
del puerto, susurraban en sus oídos una canción de adioses. Sin duda
eran interesantes la Metafísica aristotélica y la _Suma_ de Tomás el
divino; pero más bello era «vivir» enamorado de unos labios rojos,
dormir al pie de un árbol, saludar desde la cresta de un monte la salida
del Sol.
Y una madrugada, Enrique Thomas, alucinado por los trinos arpados de las
alondras, brincó los altos muros que circuían la huerta del seminario y
huyó de Burdeos. Su éxodo fué breve. Otra mañana, un gendarme le detuvo,
le pidió «sus papeles», y hallándole indocumentado, le volvió á la casa
paterna.
¡Pobre fugitivo!... Sus progenitores no tuvieron para él ningún gesto
cordial: apenas le hablaron; en sus sobrecejos, endurecidos por la
cólera, no había perdón.
--Si no quieres ser cura, serás grumete--ordenó el padre.
Y pocos días después, Enrique Thomas salió de Burdeos en un bergantín,
peor para él que un presidio. Allí, bajo la férula tiránica del patrón,
trepó á las vergas, mondó patatas, hizo guardias penosas. Aquella
existencia duró tres meses, y fué para él lo que para muchos toreros la
primera cornada. Lafontaine sintió el miedo de vivir, el horror
silencioso de esa lucha por el pan, que sólo desenlaza la muerte.
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - El teatro por dentro - 4
  • Parts
  • El teatro por dentro - 1
    Total number of words is 4519
    Total number of unique words is 1796
    31.0 of words are in the 2000 most common words
    43.0 of words are in the 5000 most common words
    49.8 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El teatro por dentro - 2
    Total number of words is 4511
    Total number of unique words is 1828
    32.0 of words are in the 2000 most common words
    45.2 of words are in the 5000 most common words
    51.6 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El teatro por dentro - 3
    Total number of words is 4567
    Total number of unique words is 1797
    31.3 of words are in the 2000 most common words
    43.8 of words are in the 5000 most common words
    49.9 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El teatro por dentro - 4
    Total number of words is 4504
    Total number of unique words is 1778
    29.2 of words are in the 2000 most common words
    40.7 of words are in the 5000 most common words
    48.0 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El teatro por dentro - 5
    Total number of words is 4519
    Total number of unique words is 1926
    29.5 of words are in the 2000 most common words
    42.0 of words are in the 5000 most common words
    49.4 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El teatro por dentro - 6
    Total number of words is 4493
    Total number of unique words is 1795
    31.6 of words are in the 2000 most common words
    44.4 of words are in the 5000 most common words
    51.3 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
  • El teatro por dentro - 7
    Total number of words is 4249
    Total number of unique words is 1754
    28.8 of words are in the 2000 most common words
    40.3 of words are in the 5000 most common words
    46.7 of words are in the 8000 most common words
    Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.