El doncel de don Enrique el doliente, Tomo III (de 4) - 5

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precipitándose á los pies de Fernan Perez.
—¿Cómo pudiera yo dudarlo, Elvira? sois inocente; ¿pero basta acaso
en el mundo en que vivimos ser inocente? ¿No es fuerza parecerlo
tambien? Oidme. Vos sabeis cuánto os amé: os conduje al altar, partí
con vos mi lecho, os entregué mi casa porque os amaba, Elvira. Hay
un hombre, sin embargo, que ha osado poner en vos los ojos.
—¡Ah! señor, acaso os deslumbre...
—Nada me deslumbra, Elvira. No os haré cargo alguno. Vuestra palabra
me basta. Mi honor está en vuestras manos. Ese fue el depósito
sagrado que al desposarme os entregué. ¿Le habeis guardado, Elvira?
—¡Señor! esclamó Elvira ahogando sus sollozos, y volviendo el rostro
á mirar con la mayor agitacion al gabinete.
—La verdad, Elvira, y nada mas. Mirad; yo os pedí vuestro corazon, no
os lo robé: yo no os dije _sereis mi esposa_, sino ¿_quereis serlo_?
¿Para qué pensásteis que enlacé á mi suerte la de una muger? Para
hacerla feliz. No hago trovas, Elvira, no es el talento la cualidad
de que blasono. Empero la honradez será siempre mi norte. Sed,
Elvira, feliz. Decidme ahora cuáles son los medios que para serlo
exigís. Hoy es tiempo todavia; mañana no lo será tal vez.
—¡Ah! esclamó Elvira en el mayor desorden. ¿Vos habeis dudado,
esposo? Si viérais sin embargo mi corazon, si viérais cuánto ha
padecido... ¡Piedad, piedad de mí! No mando en mí, Fernan, ni sé
quién soy.
—No os turbeis, Elvira, tranquilizaos. Eso me basta. ¿Me amais?
—¡Si os amo! ¿Cómo pudiera no amaros?
—Basta, Elvira; de hoy mas mis labios se sellarán: vuestra palabra va
á guardar en lo succesivo mi tranquilo sueño. ¡Elvira, Elvira!
Una larga escena de silencio, pero de elocuente silencio, se siguió
á esta enérgica esclamacion. Elvira al oirla miró dolorosamente al
gabinete. Presentóse entonces á sus ojos el amor, terrible presagio
de sangre y de desgracia. Asustada cerró los ojos, y no pudiendo
resistir á la lucha interior que la devoraba, y á la imágen de cuanto
deberia sufrir el que estaba condenado á ser testigo de escena tan
amarga, dejó caer su cabeza desmayada sobre el hombro de Hernan
Perez. Un torrente de sus lágrimas inundó el pecho del hidalgo; de
esas lágrimas de hiel que se forman y corren lentamente, que manan
con dolor, con amarguísimo dolor del mismo corazon.
—Ah, perdonadme, Elvira, dijo arrebatado el hidalgo de ternura y de
entusiasmo; perdonadme si he podido ofenderos con dudas ofensivas...
—¿Que os perdone, señor? esclamó Elvira. ¿Yo á vos? Perdonadme vos á
mí...
Al llegar aqui anudáronse las palabras en la garganta de Elvira, y
no la dejaron sus sollozos proseguir. Un sentimiento profundo de
vergüenza y remordimiento, y una espansion espontánea de generosidad
se habian apoderado de ella. Un momento menos de reflexion, y
la infeliz Elvira declaraba á los pies de su suspicaz esposo su
deplorable estado; pero el doncel estaba en su casa todavia. La menor
imprudencia suya hubiera tenido funestas consecuencias. Alzó los ojos
al cielo Elvira, y contentóse con llorar. ¡Macías, Macías! dijo para
sí. ¡Oh, quién pudiera aborrecerte!
—¡Me ama, me ama como el primer dia! esclamó Hernan Perez con loco
frenesí: arrojándose en seguida en sus brazos, estampó en su pura
frente un ósculo conyugal. Elvira sintió su rostro encenderse de
rubor al contacto fatal. Bajó los ojos avergonzada, y hubiera querido
mas bien ver con ellos el infierno todo, que haber encontrado con los
de su esposo, tranquilos entonces, serenos, confiados, como lo está
el ignorante pasagero que duerme con placer á la pérfida sombra del
nogal.
Tambien el doncel oyó el ósculo dado en la frente de Elvira, que
resonó en su corazon como la voz de la verdad en la tumba. Helóse
su sangre toda dentro de sus venas. Sus ojos, lanzados fuera de
su órbita, devoraban desde la oscuridad el rostro divino de la
hermosura, reclinada en brazos de otro. Sus manos, cerradas por sí
solas y comprimidas, sacudieron la cruz de hierro que cerraba la
ventanilla, y si no bastaron á romperla sus esfuerzos, torciéronla
como un mimbre delicado.
—¡Se aman, se aman! esclamó el doncel con voz ronca y apenas
inteligible. ¡Maldicion, maldicion sobre ellos y sobre mí! Y una
lágrima, pero una lágrima sola, se abrió paso con dificultad á lo
largo de su mejilla, fria como el mármol.
[Ilustración]


CAPITULO XXIX.
Seis años fuí de él servida,
sin de mí alcanzar nada.
Él ofendió á mi marido,
y de ello yo fuí la causa;
y con todo esto le quiero,
y le tengo acá en el alma.
_Rom. de Gazul._

—¡Ah! Vadillo, esclamó Elvira creyendo haber oido algun rumor en el
gabinete, ¡cuán desdichada soy!
—¡Elvira! dijo escuchando un momento Fernan Perez. Diria que alguien
habia hablado á nuestro lado.
—¿A nuestro lado? ¿Cómo? ¡Qué fantasía...! ¿Quién pudiera...?
—“_Tiempo es el caballero,
tiempo es de andar de aqui._”
entró cantando á esta sazon con voz descomunal el atolondrado
pagecillo, segun las palabras de aquel antiguo y famoso romance
popular que se cantaba entre las gentes: entraba Jaime como quien
creía que habria tenido ya ocasion la bella prima de sacar de alli al
hidalgo.
—Seria el page, señor, el que aquel ruido metia, dijo Elvira
aprovechando tan feliz coincidencia.
—¿Qué buscais de nuevo aqui? preguntó Hernan Perez con todo el
mal humor de aquel á quien interrumpen en una ocupacion agradable
para la cual no ha menester testigos. No haria yo mal, ¡vive Dios!
atolondrado, en cogeros de un brazo y encerraros en ese gabinete
oscuro hasta que hubiéseis aprendido otra mesura y comedimiento.
—Perdonadle, gritó Elvira asustada.
—Ved que habrá sabandijas en ese cuarto, señor hidalgo, repuso el
pagecillo prontamente: nadie entra en él jamas.
—Vos sereis el bellaco y la sabandija, mal criado, contestó Hernan
Perez. ¡Ea! salid.
—De buena gana; pero no será sin deciros que el azor no quiere comer,
y que es tan torpe Alvar, el escudero que os habeis echado desde que
recibísteis la orden de caballería, que quiero yo que me encerreis de
veras si antes de un cuarto de hora no campa solo el pájaro por su
respeto sobre alguna torre del alcázar. ¡Pobre animalito! él, ¡ya se
vé! quiérese escapar. Os digo que se escapará.
—¿Se escapará? ¡Voto va! Page, á vos os lo dí: si él se escapa,
acordaros habeis del pájaro de su alteza. Dejad, Elvira, que vea lo
que hacen esos necios. Tenedme ahí entre tanto á buen recaudo á ese
insolente. ¿Escaparse? No se escapará, ¡voto á Santiago!
Diciendo y haciendo salió precipitadamente el hidalgo, y el page,
vuelto hácia la puerta por donde salia, y poniéndose los puños en los
hijares.
—Se escapará, dijo con donaire y burlita sardónica; sí señor, se
escapará. ¿Pero esperaros yo aqui, eh? Para mí santiguada que no haré
tal; no estoy tan mal avenido aun con mis orejas. Vaya, ¿qué haceis,
prima? Ved que el tiempo pasa, y si le perdeis, saldráse con la suya
el hidalgo, y el pájaro no se escapará.
—¡Santo Dios! ¿Con que es falso ese recado que nos habeis traido,
Jaime? ¿Y no temblais...?
—Prima, todo el riesgo para mí es perder una oreja, y mas perderíais
vos si...
—¡Querido Jaime, querido Jaime! esclamó Elvira estrechando al page
entre sus brazos.
—Luego, prima mia, luego, dijo Jaime mirando con cuidado hácia la
parte por donde acababa de separarse el hidalgo, y dirigiéndose en
seguida hácia el gabinete. ¡Caballero, añadió abriendo, caballero!
¡Vaya que se ha dormido, mientras que nosotros hemos sudado por
enmendar sus locuras! ¡Ay Dios mio! prosiguió todo asustado
viendo salir al doncel. Parecia este efectivamente mas bien un
espectro que una persona. El amor y los zelos luchaban aun en su
semblante.—¡Ingrata! gritó fuera de sí dirigiéndose á la desdichada
Elvira. ¡Ingrata! ¿Qué pretendeis ahora de mí? ¿Sacáisme aqui á la
luz por si no veo bien alli vuestras infernales caricias, por si no
oigo bien vuestros pérfidos juramentos? ¿Qué os hice yo para rigor
tan grande? ¡Le amais, le amais!
—¡Macías! basta; huid, huid, esclamó temblando de terror y echándose
á sus plantas la infeliz. No mas tiempo, no mas; que ha de volver.
—¡Vuelva! ¡vuelva! aqui mi pecho está. Máteme luego.
—¡Vaya! señor, esclamó el page, deje para otro dia esa cancion; mire
por Dios...
—¡Ah Jaime! ¡Me aborrece! le interrumpió Macías.
—¿Qué os ha de aborrecer? repuso el page.
—¡Jaime! gritó Elvira tapando con su mano la boca del inocente.
Macías, partid.
—No, no partiré. ¿A qué vivir, si he de vivir sin vos? Sea su triunfo
completo. Amadle sin rubor. ¡Perezca solo quien no debe gozar!
—¡Por Dios! ¡por mí, Macías!
—¡Cierto! soy un testigo importuno para los placeres que os esperan,
dijo Macías con voz reconcentrada, y toda la sangre fria de un hombre
desesperado.
—¿Qué han de esperarme ¡ay de mí! sino tormentos? ¿Quereis que al fin
lo diga? Huid y lo diré.
—Elvira, ¿qué dirás? gritó Macías. ¿Que le amas, otra vez...?
—No, nunca, no. ¿Qué puede hacer delante de él? A tí amo: solo á tí...
—¿A mí? ¡ah! ¿A mí? ¿Sueño, deliro?
—¡Qué vergüenza, Dios mio! Pero huye ya; ¿qué esperas? ya lo oiste de
mi boca: por ese amor frenético que leo en tus ojos con placer, por
ese amor, Macías, ¡huye! ¡huye por Dios! ¡y por piedad!
—¡Elvira! ¡Elvira! dijo Macías palpitando todo de amor y de
felicidad. Huyo, sí, huyo. Dime, empero, que volveré.
—Volverás si huyes ahora, volverás.
—¡A Dios, Elvira, á Dios! gritó con loco furor Macías, y se lanzó
fuera del cuarto.
—¡A Dios, repuso con voz apagada Elvira, á Dios! y cayó sin fuerzas
casi y sin sentido sobre un sitial inmediato, escondiendo con ambas
manos su rostro descompuesto y avergonzado.
—Alzad, prima; no lloreis, dijo Jaime acercándose á la hermosa
desconsolada.
—¿No he de llorar? esclamó ésta volviendo en sí, y mirando á todas
partes con temor de ver volver á su esposo. ¿No he de llorar? ¿Qué
le dije yo, Jaime, qué le dije? ¡Imprudente! ¡Y él volverá, volverá!
¡No, jamas!
—Andad, añadió el page: templad vuestro dolor. ¿No habeis visto con
qué facilidad hemos engañado al buen hidalgo? ¡Ah! Yo necesitaba
tener presente cuán serio era el lance, prima mia, para no soltar la
carcajada. ¿Habeis notado que no ha dicho una palabra que no pudiera
hacernos reir con fundado motivo?
—¡Hacernos reir, Jaime! Maldecida sea mi loca pasion. ¡Sí, dices
bien! yo le hice risible. ¿Yo? ¿Yo pago de ese modo su cariño, su
amor, su condescendencia? ¿En qué era, pues, risible? ¿En amarme?
Saetas eran sus palabras para mí. ¿Por qué ha de ser risible, Jaime?
Porque tiene una esposa infiel, que olvidada de su deber ha dejado
crecer en su pérfido corazon un amor odioso. ¿Y porque ella es
ingrata, él es risible? ¡Dios mio! Confundidme. Hé ahí el premio que
doy á su cuidado. Porque ha partido su lecho conmigo, porque me ha
confiado su casa, porque me dió su corazon, porque quiso llamarme
madre de sus hijos, ¿por eso le aborrezco? ¡Me horrorizo, Jaime! ¿Yo
misma me doy horror? ¿Yo cubriré su nombre de ignominia; yo destinaré
á eterno oprobio el nombre de mi marido, que es el mio? ¿Las gentes
al mirarme le pronunciarán con befa y con maliciosa risa? ¡Dios mio,
Dios mio! ¡Yo pierdo la cabeza! ¿Y cómo amarle sin embargo? ¿Es mio
por ventura mi corazon? ¡Macías, me has perdido! Oye, Jaime, si le
ves por acaso, dile que nunca, nunca torne á mi presencia. Que huya,
que huya. Le adoro, sí, le adoro. Díselo tú tambien; pero que huya.
¡Qué delirio el mio! ¡Qué locura! ¡Mi voz se ahoga!
—Hermosa prima, Fernan Perez vuelve. Serenaos.
—¿Vuelve, vuelve? ¡Ah! Evita su furor. Déjame á mí: muera yo sola:
¡yo su castigo merecí!
—¡Ah! no, no parto si llorais asi.
—Parte. Sí, dices bien, no lloro ya, dijo con interrumpidos sollozos
Elvira, enjugándose los ojos rápidamente, y empujando con una mano al
page; parte: que no te llegue á ver.
—¿Dónde está, gritó Hernan Perez; dónde el insolente que osa jugar
con mi cólera y desafiarla?
—¡A Dios, Jaime! dijo en voz baja Elvira: corre... Teneos, Hernan
Perez... añadió arrojándose al paso de su esposo.
—¡Oh! decidme vos si no, gritó el hidalgo, ¿hay en esto, señora,
otro misterio? ¿Qué significan vuestras lágrimas, vuestros sollozos,
vuestra confusion...?
—Jaime, señor, es inocente, inocente: nunca quiso jugar con vuestra
cólera. Todos os amamos aqui y os respetamos, todos; pero...
mirad... oid...
—¡Elvira! ¡Elvira! esclamó con voz descompuesta el hidalgo, que
comenzaba á sospechar vagamente.
—¡Perdon! gritó Elvira con voz aguda y ahogada por sus lágrimas y
sollozos: esposo mio, ¡perdon! Y cayó de rodillas abrazando los pies
del hidalgo, y dando su frente pura sobre el suelo con asombro de
aquel, que cruzado de brazos delante de ella parecia en la mayor
inmovilidad andar buscando en su cabeza alguna esplicacion de escena
tan estraordinaria.
[Ilustración]


CAPITULO XXX.
Estando en esto llegó
uno que nuevas traía.
—Mercedes á tí, fortuna,
de esta tu mensagería.
_Rom. del rey Rod._

Ya veis que en ningun caso puede convenirme, decia agitado Villena
al astrólogo un dia. Cuando tengo vencidos casi los obstáculos todos
que á la posesion de mi maestrazgo parecian oponerse; cuando unos ya,
merced á mis beneficios y promesas, han vuelto á entrar en la senda
del deber; cuando otros, cansados del poco fruto de la diligencia de
don Luis Guzman, ceden en tan obstinada demanda y dan al olvido su
rencor, ¿querrán que yo esponga á los riesgos de un combate el objeto
de todas mis ansias y desvelos? ¡Qué bobería, Abenzarsal! Fuerza es
para suponer en mí semejante delirio no conocer cuánto he deseado ese
maldecido maestrazgo. ¡Por cierto que puede ser dudoso el éxito del
combate! No quiero yo decir con esto que mi antiguo escudero Hernan
Perez carezca de valor de ningun modo. Pero una cosa es tener valor,
y otra estar seguro de vencer á Macías. Abenzarsal, el combate no
puede verificarse sino para perder yo el maestrazgo por lo menos; y
no se verificará.
—No es tan facil hacerlo como decirlo, dijo Abenzarsal sin mirar
al conde, y mas bien como quien habla consigo mismo que como quien
contesta á otro; no es tan facil hacerlo como decirlo. Porque, al
fin, ni el mismo rey puede revocar ya la prueba por combate que
tiene decretada á peticion de parte, ni fuera decoroso en vos el
solicitarlo.
—Abenzarsal, decirme á mí ahora que nada se puede remediar en el
asunto por los términos ordinarios, vale tanto como decirme que
Madrid está en Castilla; y por cierto que no tengo ni el tiempo
hoy ni la cabeza para aprender verdades de esa importancia. Si os
consulto es porque presumo que pudiéramos dar un golpe atrevido. ¿No
hay algun arbitrio? ¿no os ocurre á vos nada? ¡Por Santiago! yo creí
que ya habíais comprendido que yo quiero que os ocurra.
—Mi cuerpo, señor, viejo y feo conforme se halla, está á tu
disposicion: del alma nada te quiero decir, porque no estoy muy
seguro de si puedo disponer de ella como cosa mia, despues de la
tempestuosa y aun maliciosa vida que he traido. Dios me la perdone.
Pero en cuanto á mis ocurrencias, permite que te diga, señor,
que solo conforme me vayan ocurriendo podré irlas poniendo á tu
disposicion.
—¡Maldito viejo! refunfuñó Villena entre dientes. ¿Cuándo quereis
acabar de fundirme esa cabeza de bronce que ha de responder á todo
el que la pregunte, y que me habeis tantas veces prometido? Yo os
aseguro que si la tuviera en mi poder, como debiera, á la hora esta
ya la habria hecho decir cosas buenas y oportunas acerca del asunto.
No habria combate, yo os lo aseguro: no lo habria. Os juro que esa
seria la mejor cabeza de Castilla, sin contar la mia, Abenzarsal, se
entiende.
—Mientras la mia, señor, esté sobre mis hombros, que será todo el
tiempo que yo pueda, paréceme que la de bronce ha de estar de mas.
—Veamos, Abenzarsal, esa prodigiosa fecundidad de recursos. Ya
imaginaba yo que no dejaríais de sacarme de este molesto apuro.
—¿Has visto alguna vez á tu juglar Ferrus desempeñar con singular
destreza y maestría el famoso juego de cubiletes que de Italia han
traido á España algunos juglares y juglaresas de Provenza?
—Adelante, Abenzarsal.
—Bueno: pues es preciso que aprendas ahora de Ferrus tan peregrina
habilidad, y esto sin remedio.
—¿Os volveis loco, ú os burlais de mí?
—Ni lo uno ni lo otro. Lo primero no me tiene cuenta á mí; lo segundo
no te la tiene, señor, á tí; sin embargo, afírmome en lo dicho; no
tienes, conde, otro remedio, á no ser que quieras valerte del agua
aquella que poseo, que no seria tan mal recurso. Pero has dado en
apreciar la vida del hombre...
—¡Qué horror, Abenzarsal, qué horror! ¿Habeis tomado á vuestro cargo
endurecer mi alma, y hacer de mí un pícaro tan redomado como vos? ¿no
temblais el crímen?
—¿Qué es el crímen? ¿lo que han querido llamar tal los hombres? Soy
uno de ellos; tengo derecho á no adoptar sus definiciones.
—¿Me diréis que el quitar la vida á otro ser...?
—¿Qué es quitar la vida, don Enrique? ¿puede el hombre, necio,
insensato, quitar la vida á ningun ser? ¿puede el hombre crear ni
destruir? ¡Impotente! ¡miserable! Aquel en quien acaba el alma de
separarse del cuerpo, deja de vivir á los ojos de los hombres. A
los ojos de Dios vive, porque nada muere á los ojos de Dios: él
ha derramado la vida en los seres todos: unos existen bajo unas
condiciones, otros bajo otras. Si el vivo vive de una manera que
confesamos, vive tambien el muerto de otra que no conocemos: á los
ojos de Dios las acciones todas son iguales: no hay bien, no hay mal;
no hay vida, no hay muerte; no hay virtud, no hay crímen.
—¡Blasfemia, blasfemia! gritó don Enrique. Os complaceis en aventurar
horribles paradojas en los momentos críticos en que tenemos mas
necesidad de inventiva que de ergotismo escolástico, y de confianza
en el cielo que de heréticas impiedades.
—Como gusteis: ¡dejemos en buen hora á los hombres, viles gusanos de
la tierra, imaginarse en su vanidad los seres privilegiados de la
creacion: dejémosles creer orgullosos que para dar vueltas al rededor
de su mundo miserable ha lanzado al vacío el Hacedor millones de
mundos mayores; dejémosles pensar que son algo, y que valen algo;
dejémosles, en fin, dar una incomprensible importancia á sus acciones
míseras, al que llaman su honor, á su supuesta ciencia, á sus
ridículas pasiones, al ruido que hace la boca, que llaman aullido en
el lobo, y en sí mismos conversacion!!!
—¿Acabaréis? ¡por Santa María!
—Dejémoslos en tan lisonjero error: convencedle al hombre de que no
es nada, y precipitado de la altura del trono que sobre la naturaleza
se ha erigido, se afligirá como si el no ser nada fuese algo.
—¡Por Santiago! esclamó Villena despechado: teneis razon, Abenzarsal.
Teneis razon en todo lo que habeis dicho, y en lo que habeis pensado,
y en lo que os habeis dejado por pensar y por decir. ¿Pero y mi
maestrazgo? Os suplico que no lo considereis como cosa de hombres,
que yo os prometo probaros antes de mucho que si el hombre puede no
ser nada, un maestrazgo por lo menos es algo.
—Vengamos, pues, al maestrazgo, dijo sonriéndose el astrólogo, á
quien esta última frase debió de parecer mejor que el mundo y sus
míseros habitadores. Ya he dicho, señor, que no queriendo hacer uso
del _aqua mortis_, necesitais aprender...
—¿Pero, qué significa...?
—Significa, que asi como el juglar y un juglar cualquiera, hace
desaparecer entre los dedos la bola mágica, segun la llama el vulgo
de los hombres, ese de quien yo os hablaba hace poco...
—¿Volvemos? dijo Villena desesperado con lastimoso acento.
—No: tranquilízate, señor; asi, pues, necesitas tú hacer desaparecer
á alguien de la corte de don Enrique.
—¿A quién? ¿y cómo?
—Voy á decirte, ilustre conde. A Elvira, tu acusadora, es caso
imposible, porque está libre bajo mi responsabilidad, asi como Macías
y tú lo estais bajo la propia del rey, tú por tu clase y él por su
favor.
—Bien. Adelante. Elvira es ademas muger de Fernan Perez.
—Cierto; pero á Macías no me parece que podria ser dificil. Él está
ahora mas que nunca poseido de una pasion frenética, pasion cuyos
resultados, felices para nosotros, has cortado tú mismo con tus
incomprensibles escrúpulos. Sin embargo, puédenos servir todavia.
Entreveo un plan asequible tal vez. Necesitarémos de Ferrus. Si el
doncel cae en el lazo que le vamos á tender, no será él ciertamente
quien venza á Fernan Perez.
—Abenzarsal, ¡cuánto os debo, amigo mio! dijo Villena estrechando sus
manos.
—Dame, empero, tu palabra, señor, de no estorbar mis intentos, y dame
con tu palabra á Ferrus. Sé las escenas que han pasado entre los
amantes recientemente, sé... pronto lo sabrás tú mismo. Ven en tanto,
señor, conmigo... oigo un rumor estraño en la cámara de su alteza.
¿Será acaso alguna novedad en la salud del rey, que debamos sentir
todos?
Al acabar el astrólogo estas palabras, dirigiéronse entrambos hácia
la cámara de su alteza. Oíase desde ella un prolongado y confuso
clamoreo, cuya causa no tardaron en adivinar. Su alteza, rodeado ya
de algunas de las primeras dignidades de Castilla preguntaba á unos y
á otros, y parecia haberse hallado largo rato en la misma duda que
los personages de nuestro último diálogo. Brillaba sin embargo en su
semblante una alegría desusada en él, y podíase conocer desde luego
que mas tenia de fausto que de infausto el suceso que producia en
aquella ocasion tanto movimiento.
—Venid, ilustre conde, mi pariente y vos, Abenzarsal, venid, dijo don
Enrique el Doliente saliendo al paso contra su costumbre, con notable
olvido de su propia dignidad á los dos personages que entraban en su
cámara. La corona de Castilla tiene ya un heredero varon.
—Señor, dijeron á un tiempo Villena y el físico, ¿es posible? ¿Ha
llegado ya tan alegre nueva?
—Sí, dijo el rey: el enano que está de atalaya en la torre mas alta
del alcázar acaba de ver las ahumadas que tenia mandadas disponer
para este caso, y los fieles habitantes de mi leal villa de Madrid se
han apresurado á felicitarme sobre tan feliz acontecimiento.
Oíanse, en efecto, ya mas distintamente los repetidos vivas con que
de buena fé manifestaba el pueblo su entusiasmo al saber que le habia
nacido un rey, y que no podria faltarle ya en ningun caso quien le
mandase.
Salió su alteza á una de las _fenestras_ de su alcázar, como se
llamaban entonces las ventanas en castellano, sin que se pudiera
achacar eso á galicismo, pues no habia entonces en la pobre villa
de Madrid tantos traductores como en los tiempos que alcanzamos de
dicha y de ilustracion; salió á una de las _fenestras_, como dejamos
dicho, y agradeció al pueblo con claras demostraciones y ademanes de
contento y satisfaccion su inocente entusiasmo.
Vuelto en seguida á Stúñiga, justicia mayor del reino,—Diego Lopez,
le dijo su alteza, dispondréis que mañana sea la última audiencia que
dé en esta villa á los fieles habitantes de Madrid. Debemos marchar
inmediatamente á Otordesillas, adonde se trasladará la corte por
ahora. Quiero que al separarme de esta mi villa predilecta puedan mis
vasallos venir á implorar á los pies del trono la justicia que puedan
necesitar. Recuerdo ademas, condestable, añadió volviéndose al buen
Ruy Lopez Dávalos, que he suspendido en dos ó tres casos decisiones
de grave interés, prorogándolas hasta el momento que tan felizmente
ha llegado.
Inclináronse el condestable y el justicia mayor, y no puso tan buen
gesto como don Luis Guzman el intruso maestre. Antes, llegándose al
oido del astrólogo,—¿Habeis oido? le dijo. Mañana dará orden de que
se reuna el capítulo de Calatrava, y mañana acaso fijará el dia de
nuestro combate.—No hay tiempo que perder, repuso en voz baja tambien
el judiciario.
Don Luis Guzman y Macías echaron cada uno por su parte una mirada
significativa de esperanza y desprecio al conde de Cangas y Tineo. El
resto del dia se empleó en preparativos para el viaje que la corte
disponia, y la noche en músicas y en danzas, en que los ministriles y
juglares divirtieron no poco á todos con sus juegos y arlequinadas,
farsas y bufonerías.
[Ilustración]


CAPITULO XXXI.
Porque le ví ir huyendo,
muy malamente llagado,
y que á la hora de agora,
será muerto ó cativado.
_Rom. del rey Rod._
Por ende quien me creyere,
castigue en cabeza agena,
é no entre tal cadena,
do no salga si quisiere.
_Marques de Santillana. Querella de amor._

Algunas horas hacia ya que la noche habia tendido sobre nuestro
hemisferio su tenebroso velo. Ningun ruido sonaba en la campiña, ni
en las solitarias y tortuosas calles de la villa de Madrid. Solo en
el alcázar se veían brillar en algunas habitaciones mas luces de las
que solian comunmente arder á semejantes horas: oíase desde la calle
un rumor sordo y lejano, que se desprendia del altísimo edificio,
bien como se desprenden de la tierra los vapores en una mañana
clara de invierno. Un caballero acababa de bajar triste y taciturno
la escalera principal del alcázar: su trage indicaba que salia
del brillante sarao que arriba se oía; su desasosiego, sus pasos
vagos y sin direccion, indicaban el desorden y la indecision de sus
pensamientos.
—Sí, volveré, decia hablando consigo mismo, volveré: ella misma lo
decidió. ¡Importuna danza! ¡ruido mil veces mas importuno! ¡Mientras
mas gente, mas solo!
Cativo de mi tristura,
de mí todos han espanto:
preguntan, ¿cuál desventura
hay que me atormente tanto?
¡Inútiles esfuerzos! ¡talento estéril! ¿De qué me sirves, de qué? ¡Ni
mis palabras la vencen, ni mis trovas la mueven! ¡Elvira!
¡Ah! te place que mis dias,
yo fenezca mal logrado,
muy en breve;
Pues que al infeliz Macías,
es tu pecho despiadado,
tan aleve.
Despues de repetir esta endecha tristísima de una de sus
composiciones, apoyóse el trovador desdichado contra la alta muralla
del alcázar, donde se encerraban todos sus deseos. Poco tiempo podia
hacer que estaba sumergido en la mas profunda meditacion, ora
recordando las contradictorias pruebas que de cariño y odio le habia
dado su señora, ora repitiendo vagamente y con profunda distraccion
fragmentos sueltos de las chanzones que le habia inspirado su
desgraciado amor, cuando una mano se apoyó sobre su hombro con
estraña familiaridad.
—¿Quién eres, preguntó airado, el que osas perturbar la meditacion
del que desea estar solo?
—Quien os ha visto salir: quien compadece vuestra pasion: quien os ha
de consolar en ella: quien sabe de vuestros asuntos tanto como vos,
sino mas, repuso el desconocido.
—¡Ah! judiciario, dijo Macías reconociendo al físico Abenzarsal que
habia salido tras él del bullicioso sarao. ¿Qué se hicieron tus
predicciones, y qué tu vana ciencia? ¿Dónde está mi felicidad, dónde?
—Mas cerca acaso de lo que presumes, hombre incrédulo.
—¿Qué decís? esplicaos. ¡Ah! si alguna vez os han engañado; si
sabeis, padre mio, lo que es esperar lo que nunca llega, y creer lo
que nunca sucede, no os burleis de mi necia confianza. Ved que lo
creo todo, porque todo lo deseo.
—¡Silencio! ¿Conoceis una reja alta que da sobre el terraplen y el
foso, hácia la parte del alcázar que mira al soto del Manzanares?
—¿Qué me quereis decir?
—Oid. La reja se abre. Hé aqui su llave.
—¿Su llave? ¿Para qué?
—¿Para qué preguntáis? ¿No os sirve, pues?
—¡Ah! dadme, dadme acá. Decidme, ¿de quién, para quién la teneis?
—No os importa. ¿Conoceis su letra?
—¡Desdichado! ¿De qué la habria de conocer? Si tanto sabeis y
adivinais...
—Bien: no importa. Miradla aqui.
—Su letra, Abenzarsal. ¿Es magia esto, es magia? ¿Deslumbrais mis
sentidos por ventura con los artes de vuestra pérfida profesion?
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