El doncel de don Enrique el doliente, Tomo III (de 4) - 6

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—Leed y callad, añadió el astrólogo sacando de debajo de su ropa una
linterna, cuya luz proyectó sobre un pergamino que le dió al mismo
tiempo.
—¡Dios mio! dijo el doncel acabando de leer. ¿Es ella, lo sabeis, es
ella la que escribe estas breves palabras?
—No: soy yo si os parece, dijo afectando enojo el pérfido viejo: á
Dios; puesto que no quereis ser feliz, no os quejeis despues.
—¡Ah! no: venid: perdonad, señor, si el esceso mismo de mi
felicidad... ¿Es posible...?
—¡Ea! dejad vuestras pueriles esclamaciones. El tiempo corre. Partid.
No convendria que nos viesen juntos. Sabeis que el hidalgo está con
su alteza. A Dios.
—Escuchad; teneos. ¡Un momento! dijo Macías; pero hablaba solo ya: el
astrólogo habia desaparecido con indecible presteza. ¡Qué confusion!
prosiguió el doncel. ¡Tanta felicidad, Dios mio! Corramos: mas
no. ¿Quién sabe los sucesos que me esperan esta noche? Sé que mi
constelacion me es contraria. Quiero buscar mi espada: con ella al
lado, nadie, nadie podrá estorbar mi felicidad.
Dirigióse, dichas estas palabras, el animoso doncel á su habitacion,
y ciñó su espada cubriendo con un tabardo oscuro de belarte su
elegante vestido, que no podia menos de haber llamado la atencion de
cualquiera que á aquellas horas se le hubiera notado, en el parage
sobre todo donde él pensaba que podria tener que esperar un instante
propicio para su dicha.
Volvia á bajar la escalera del alcázar para salir al campo lo mas
presto posible, y antes de que se hubiesen cerrado las puertas de
la villa, cuando un encuentro inesperado le detuvo, no tan á su
pesar como podria parecerle á primera vista al que no supiese que el
que hacia variar de aquella manera su primer pensamiento, era nada
menos que el mismo, mismísimo pagecillo Jaime, á quien tan apurado y
comprometido dejamos por causa del doncel en uno de nuestros últimos
capítulos, que acaso no habrá olvidado todavia el lector.
—¡Jaime! dijo Macías.
—¡Señor caballero! repuso el page no menos admirado y satisfecho.
Buena la hicísteis la mañana pasada. ¡Ah! otra vez ved de ser mas
prudente.
—¿Acaso Elvira...?
—Mirad, eso nada sabré deciros, sino que desde entonces esposo y
esposa se tratan de una manera... La señora pasa llorando los dias,
y el señor rabiando las noches... la casa es un infierno. Felizmente
á mí nada me tocó de lo que merecia. Pero á propósito, gózome de
encontraros. Díjome mi hermosa prima...
—Mas bajo.
—No, no hay peligro.
—¿Qué te dijo?
—Que si volvíais alguna vez, como habíais dejado prometido...
—¡Como ella misma...! querrás decir...
—Sí, bien... como gusteis.
—¿Y qué?
—Nada: no os aflijais. Mirad: las mugeres son... vos lo conoceis
mejor que yo...
—¿Qué hablas, pagecillo? Acaba.
—¡Ah! no: si os enfadais... tranquilizaos, y os diré...
—¡Acaba por Santiago! Juro por el infierno que estoy tranquilo.
—Me dijo, pues, contestó el page aterrado de la estraña tranquilidad
del doncel, que si volvíais, se os dijera que no estaba.
—¿Eso dijo? ¡Perfidia! ¡perfidia sin igual! ¿Y no lloró al decirlo,
no tembló, miserable? Sed generoso con las damas: creed, creed un
solo punto. _¡Salvad mi honor, huid, y volvereis; que os amo_, dijo,
y todo fue mentira! ¡Y yo salí y obedecí! ¡Necio! ¡insensato! ¡Ah!
¡maldecida generosidad! Page, ¿me engañas? prosiguió despues de una
breve pausa, en la cual dió mil vueltas al pergamino que le acababa
de dar el astrólogo. No pudo decir eso: tú burlas mi dolor, y tú...
—¿Yo, señor, yo? Me obligareis á deciros lo que añadió...
—¿Qué añadió, santo Dios?
—Pues mirad, añadió que se os dijera á vos mismo que ella habia dado
aquella orden.
—¿Eso? ¿Ella? ¿ella misma? ¡O ultraje! ¡ó rabia! Page, ¿conoces tú su
letra?
—Poco, señor.
—¿Es esa? dijo Macías acercándola á un farol de la escalera inmediata.
—Paréceme que... sí... cierto; yo á lo menos... verdad es que yo no
sé escribir. Yo soy mal juez.
—¿Cuándo dijo lo que me acabas de referir?
—Aquel dia mismo.
—¡Respiro! Algún objeto llevaria. Vuela á tu prima, Jaime: dile que
me diste ese recado, y que respeto sus motivos. Escucha. Con respecto
á su cita, dile que antes de una hora...
—¿Cómo? ¿os cita?
—¡Silencio!
—¿Y os quejábais vos? Decid entonces que el engañado he sido yo. Ya
me encargaré yo de esos recaditos en adelante, para que me cuesten
una oreja el dia menos pensado, y que la señora luego... ¿Es posible,
señor caballero, que han de engañar las mugeres hasta á sus mayores
amigos? ¡A todo el mundo, señor, á todo el mundo!
—¡Ea! ¡Silencio! y separémonos. Nada digas, nada hables. En estos
asuntos, Jaime, la palabra escapada revuelve sobre el que la dijo, y
las imprudencias se pagan con la vida. ¡A Dios, á Dios!
Dichas estas palabras continuó el doncel su camino, pidiendo á su
señora en su borrascosa imaginacion mil perdones por la ligereza con
que la habia inculpado, en aquel momento mismo en que acababa de
darle, segun él, la prueba mas singular de su constancia y fidelidad.
Llegó el page entre tanto á Elvira, y refirióle lo ocurrido. Mil y
mil ideas se cruzaron en la imaginacion de la desdichada. Deseosa,
sin embargo, de aclarar aquel misterio, y bien decidida á no
esponerse de nuevo al peligro que no podia menos de correr con el
arrebatado doncel. ¡Jaime, dijo, quiero salvarme á toda costa! Le
amo, le amo con furor, y el infeliz lo sabe. No le vea, no le hable.
Mi honor es lo primero. Juzgue de mí lo que quisiere. Escucha. Yo
de mí misma desconfio y tiemblo. Sus ruegos pudieran vencerme.
Por otra parte, esa cita solo puede ser un artificio... acaso una
horrible maquinacion; un lazo que nos tienden. Mira: toma esa llave,
y ciérrame por fuera, de esa manera no le podré yo abrir aunque sus
ruegos me ablandáran. Corre en seguida en su busca. ¿Dónde iba?
—Bajaba la escalera del alcázar.
—¡Soy feliz! Todavia no viene en mucho tiempo. Búscale, Jaime,
búscale. Dile que es inútil; que nunca le he citado; que es mentira;
que su vida peligra; que está Fernan conmigo... lo que quieras. Que
no venga, y lo demas no importa. ¿Qué seria de mí si Hernan...?
¿Será él por ventura, será él el que de esta suerte intenta...? ¡Qué
horrible maquinacion!—Hizo Jaime lo que su hermosa prima le rogaba
con no poco miedo de verse metido á su edad en tan gran laberinto de
riesgos y de intrigas, pero con toda la decision al mismo tiempo de
que es capaz la fidelidad.
—¡Otra vuelta! dijo Elvira al page, que cerraba ya por defuera. Así:
¡á Dios! Si mi esposo viene, él tiene otra llave. ¡Yo os doy gracias,
Dios mio, añadió prosternándose con cristiano fervor; yo os doy
gracias, Señor, por el peligro de que me habeis librado!
Apenas habia acabado de decir estas palabras, cuando se dejó sentir
en la parte de afuera de su habitacion un rumor, estraño ciertamente
á aquellas horas y en aquel sitio tan solitario.
—¿Qué oigo, Dios mio? ¿Qué oigo?
—¡Elvira! dijo una voz que asi parecia bajar del cielo como salir de
alguna profunda cueva. ¡Elvira!
—¿Quién me llama? añadió la asustada dama corriendo hácia la puerta
para asegurarse de que estaba bien cerrada.
—¡Macías! respondió la voz sordamente, y resonaron dos ó tres
golpecitos dados con cierto misterio é inteligencia.
—¡No le ha encontrado el page! esclamó Elvira. ¡Ah! si Hernan...
oid... doncel... Nadie responde... y el ruido continúa. ¡Cielos!
no es aqui: no es en la puerta. ¿Dónde pues, dónde? Aqui, esclamó
llegando á la ventana; en esta parte están. ¿Qué intentan? Esta
reja se abre; pero la llave... la llave debe tenerla el alcaide del
alcázar... ¡La abren, Dios mio! continuó escuchando con la mayor
ansiedad. Huid, huid, quien quiera que seais.
—¡Bien mio! respondió el doncel abriendo completamente la reja, y
dando con su espada en la madera, que quedaba cerrada todavia.
—¡Ah, es él, es él! y soy perdida. Yo misma me he encerrado,
gritó Elvira arrojándose sobre un sillon al tiempo mismo que la
madera, destrozada por los furiosos golpes del doncel, cedian á su
irresistible fuerza.
—Yo soy, Elvira, yo soy, dijo Macías arrojándose á los pies de su
amante. Mil obstáculos he tenido que vencer; no pensé alcanzar á la
altura de esa reja, que he debido escalar con la espada en la boca.
Ya estoy en fin, aqui, bien mio, y á tus plantas.
—¡Ah! no; salvaos por piedad, y salvadme á mí. Macías, cada palabra
que hablamos es una palabra de abominacion; el tiempo es precioso y
le perdemos.
—¿Perderle yo á tu lado?
—Cesa ya, y parte.
—¿Me llamas, señora, para escuchar de nuevo tus rigores?
—¿Yo os llamé? Macías.
—¿Qué escucho? dijo levantándose. ¿Cuya es, pues, esa letra?
—¿Esa letra? ¡Cielos! los traidores la han fingido.
—¿La han fingido, señora?
—Para perdernos, sí.
—¿No es vuestra? ¡Crédulo yo, insensato! ¡Cierto es, pues, lo que
Jaime me asegura...!
—Todo, sí, todo es cierto: huid; no os quiero ver: os aborrezco.
—¿Me aborreceis? Pues bien, nos perderán. Ya su triunfo es completo.
¡Pérfida! añadió despues de haberla contemplado un momento. ¿De esta
suerte pagais mi generosidad? ¡Tres años de silencio! Hablo, por fin,
hablo para ofreceros mas generosidad, mayor sigilo aun, amor mas
grande ¿y no os ocurren en pago sino pérfidos medios de engañarme?
Sed noble, señora, hasta en la perfidia misma. Medios hay aun de ser
noblemente malo. ¿Sois veleidosa? ¿Por qué no me decís: “Macías, soy
muger? ¡Plúgome vuestro amor, mas hoy me cansa! No es para mí, que
es harto grande.”—Yo agradeciéra vuestra nobleza entonces.
—Acabemos, Macías: no mas reconvenciones, no. Idos, y nunca mas
volvais. Toda comunicacion, todo vínculo es roto entre nosotros.
Si prendas teníais de mi amor, si insistís en creer que mis ojos,
mi lengua, mis acciones os prometieron algo, en buen hora creedlo;
devolvedme, empero, mi libertad...
—¿Qué os la devuelva, señora? Volvedme vos la dicha, volvedme la
confianza.
—¡Qué suplicio! por piedad, partid.
—¿Partid? ¡Qué delirio! Mi vida hoy, ó mi muerte. No os creo ya: nada
espero de vos. Todo de mí. Oidme.
—Soltad mi mano.
—No: sois mia, y lo sereis.
—¿Y ese es amor tan grande? ¿Me amais vos, y me amais comprometiendo
mi honor y mi existencia?
—Sí, porque tú y yo no somos ya mas que uno. Los dos felices, ó
desgraciados ambos. Uniónos el amor: la muerte sola nos separará.
Volved los ojos hácia mí, volvedlos: inútil es retirarlos: me veis,
me veis donde quiera que los volvais: cerradlos, y aun me vereis.
Decidme que me amais. Mentid, señora, si no es cierto: decidlo,
empero, por piedad, y salgo.
—Jamas, jamas, profirió débilmente Elvira, procurando en vano
desasirse de los amantes lazos en que la tenia presa el impetuoso
doncel.
—¿Jamas, decís? Pues escuchadme, repuso Macías con el acento de la
mas profunda desesperacion. Yo habia nacido para la virtud. Vos me
consagrais al crímen. No hay sacrificio inmenso de que no fuera
mi corazon capaz, ó por mejor decir, el amor era mi constelacion.
Encontrando en el mundo una muger heróica, era mi destino ser un
héroe. Encontrando una muger pérfida, Macías debia ser un monstruo.
Yo os dí á elegir, señora. Nuestra felicidad, y el secreto y cuanto
vos exijiéseis, ó el escándalo y mi muerte. Vos elegísteis lo peor.
Escrito estaba asi. ¡Muerte y fatalidad!
—¡Ah! Silencio, silencio. No me maldigas ya: ¡desventurada!
—Sí: todo es ya acabado entre nosotros. Nuestra felicidad ha sido
una borrasca: formada como el rayo en la region del fuego, debia
destruir cuanto tocara. Ha pasado como el rayo, pero como el rayo
ha dejado la horrible huella de su funesto paso. Tu amor, tu amor,
¿quién lo creyera? era el único que no debia dejar mas señales de
su existencia en tu corazon de yelo, que las que deja el ave que
atraviesa rápidamente el cielo, que las que deja sobre tu labio
abrasador este ósculo de muerte, que recibes, bien mio, á tu pesar.
—¡Ah! esclamó Elvira, reluchando inútilmente; soy perdida, perdida
para siempre.
—Y mil y mil, añadió frenético Macías; prendas son todos de nuestra
próxima muerte. Ellos son, Elvira, la agonía del amor. ¿No sientes
el fuego inmenso que encienden en las venas? ¿No percibes el tósigo?
Bórralos jamas, olvídalos si puedes, y olvídame despues. Venga la
muerte ahora, añadió desasiendo á la infeliz Elvira, que perdidos los
ojos en el techo y pálido el semblante, cayó desprendida del doncel
sobre el sitial inmediato.
Un momento de pausa y de silencio, semejante al que llena de
misterioso terror al caminante despues del fragoroso estampido de la
exhalacion eléctrica, succedió á las últimas palabras del doncel.
Arrodillado á las plantas de Elvira imprimia todavia en una de sus
manos, hermosas como el alabastro, sus trémulos labios; no lloraba ya
Elvira, no derramaba una lágrima Macías. En las grandes situaciones
de la vida no halla salida el llanto. La inmovilidad del mármol,
el estupor de la postracion son los caractéres de las emociones
sublimes. El silencio entonces es elocuente, porque no hay palabras
en ninguna lengua ni sonidos en la naturaleza que pinten el amor en
su apogeo, que espliquen el dolor en toda su intensidad.
—¡Elvira! dijo por fin Macías. ¡Cuán desgraciados somos!
—Partid, partid, profirió con trabajo Elvira. ¡No querais, señor, que
lo seamos aun mas! Esta es la última vez que nos veremos.
—¡La última! sí; porque la muerte llega.
—¡Ah! no; no los espereis. Ya todo se ha concluido entre nosotros:
ahora es cuando os lo digo, sabedlo; os he querido, señor, os he
querido, como nadie volverá á querer. Salvadme ahora, despues de esta
confesion.
—¡Ah, lo decís por fin! tiempo es aun... decid que ahora me quereis,
y huyamos. Pero huyamos los dos.
—No es tiempo ya, no es tiempo. Sed generoso vos ahora: no apure el
vaso yo del crímen, y del deshonor. Nunca ya nos hablarémos, Macías...
—¿Nunca, señora...?
—Desistid... ¡por Dios...!
—Os juro que no desistiré.
—Ved que los asesinos se acercan acaso ahora... Ah: no me hagais
aborrecer la vida: no me obligueis á maldeciros.
—Sí; maldíceme, ahora... ¿mas qué rumor...?
—¡Ellos son, ellos son! gritó Elvira precipitándose hácia la puerta.
¡Los traidores!
Oyóse efectivamente ruido de armas y personas al pie de la reja.
—¡La puerta está cerrada, gritó Elvira, y él solo puede entrar!
—Dime que me amas, esclamó Macías; decídete, en fin, señora, á
participar de mi suerte; dime que siempre me amarás; y mi espada aun
nos abrirá paso al través de los pérfidos asesinos.
—No, no, Macías: no muera deshonrada, gritó Elvira, sin saber adonde
refugiarse. ¡Dios mio! compasion ¡Dios mio! Salvaos solo, Macías.
—Contigo, Elvira.
—Jamas, repuso Elvira, abrazándose á un alto Crucifijo de plata que
sobre una mesa lucía. El cielo maldice nuestro amor... y yo...
—¡Silencio! Por última vez. Ved, señora, que algun dia diréis _es
tarde, es tarde_, y diréislo entonces con dolor. Ahora que es tiempo
todavia.
—No, Macías, no; yo le maldigo nuestro amor.
—Elvira, pues, á Dios. Mi muerte es tuya, como fue mi vida.
Al decir estas palabras Macías cogió su espada, y poniéndola
rápidamente sobre su rodilla, partióla en dos desiguales trozos, que
despues de abrir de par en par las maderas de la ventana lanzó contra
los que ya trepaban por la reja.
—¡Hernan Perez! gritó: ¡Hernan Perez! Héme aqui sin defensa. La
muerte os pido, la muerte.
—¡Macías! esclamó Elvira desasiéndose del Crucifijo, y arrojándose
hácia la ventana. Era tarde, empero. Macías se habia lanzado ya fuera
de la reja.
—¡Es nuestro! ¡es nuestro! retirarnos: ¡basta! Clamaron á un tiempo
varias voces.
—¡Ah! gritó Elvira con una espresion dificil de pintar. ¡Socorro!
¡Socorro!
Al mismo tiempo sonó la llave en la puerta. ¡Él es! ¡él es! gritó
Elvira. ¡Santo Dios! ¡Piedad de mí, piedad!
Un chillido agudo y espantoso terminó tan horrorosa escena. El que
entró se dirigió hácia la reja, mirando enderredor, y nada descubrió.
Tendió en seguida la vista por la habitacion, y solo vió en el suelo
el cuerpo de una muger hermosa privada enteramente de sentido.

FIN DEL TOMO TERCERO.
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