El doncel de don Enrique el doliente, Tomo III (de 4) - 1

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EL DONCEL DE DON ENRIQUE EL DOLIENTE:
HISTORIA CABALLERESCA
DEL SIGLO QUINCE
por
D. MARIANO JOSÉ DE LARRA.
SEGUNDA EDICION.
TOMO III.



Madrid: 1838.
IMPRENTA DE LOS HIJOS DE D.ª CATALINA PIÑUELA,
_calle del Amor de Dios, núm. 7_.


EL DONCEL DE _Don Enrique el Doliente_.


CAPITULO XXII.
Cuando la noche cerró,
ambos se fueron armare,
cabalgaron á caballo,
salieron de la ciudade,
armados de todas armas
á guisa de peleare.
_Rom. del marques de Mántua._

Con feroz espresion de alegría llegó Abenzarsal á noticiar al conde
de Cangas y Tineo el funesto resultado de su bien combinada intriga:
gran parte habia tenido en ella la casualidad; pero ni creyó oportuno
declarárselo asi al conde, ni acaso lo creería él mismo. Regocijóse
mucho don Enrique de Villena al principio de su narracion, pero
fue oscureciendo su rostro una nube de descontento cuando llegando
al desenlace de la escena referida en nuestro anterior capítulo,
calculó que á la hora en que él estaba escuchando tranquilamente
de boca del empedernido viejo la horrible maquinacion, ésta podria
estar costándole la vida á uno de los dos combatientes, pues no
era dificil inferir que á pelear y no á otra cosa habian salido en
aquella forma y á aquellas horas del alcázar el amoscado hidalgo y
el impetuoso caballero. Parecióle de veras mal que pasase la burla
tan adelante. Cuando habia admitido para este asunto los ausilios del
astrólogo judiciario, ó se habia lisonjeado de que este conseguiria
colocar las cosas en cierto punto del cual no pasasen, y que bastase
sin embargo para poner fuera de combate á sus enemigos; ó lo que
es mas probable, no se habia tomado el trabajo de reflexionar
suficientemente que las pasiones no se manejan con la mano, y que el
tino ha de estar en ver cómo se ha de soltar el leon de la jaula,
porque una vez suelto ni hay retroceder, ni hay calcular dónde y cómo
habrá de parar el estrago. Como todos los hombres débiles y faltos
de energía, habia procurado ahogar en un principio los latidos de
su conciencia, si se nos permite esta atrevida metáfora. En valde
trató el viejo redomado de tranquilizar su espíritu y embotar sus
remordimientos, presentándole el caso menos arriesgado de lo que era
y debia ser realmente; en valde le citó mil ejemplos de desafios
empezados y no concluidos, y enumeró infinidad de ellos terminados
al llegar al campo por miedo de uno ó de los dos adversarios, ó por
cualquiera estraña casualidad sobrevenida; ó llevados á cabo, en fin,
á costa solo de algunas heridas de poca importancia y gravedad. Para
haber cedido á la insinuante persuasion del físico, era preciso no
haber conocido el pundonoroso espíritu del hidalgo, y haber ignorado
completamente la fibra irritable y la arrojada decision del doncel.
Luchaba el conde con mortales angustias entre el deseo de ver perdido
al doncel y el temor de que quedase envuelto en su ruina su fiel
escudero, cuyos leales servicios, y cuya probidad, solo cariño y
respeto le podian merecer. Si hubiera sido posible que por una causa
agena enteramente de él hubiera desaparecido Macías y callado para
siempre la importuna honradez del hidalgo, hubiérase alegrado tal
vez; pero la idea de que iba á recaer sobre su cabeza la sangre de
un semejante suyo, no era bastante malvado para arrostrarla. ¡Estado
infeliz del hombre que ni puede llamarse bueno ni malo completamente,
en cuyo corazon domina todavia el conocimiento, de lo primero, sin
el suficiente vigor para desechar lo segundo! El tiempo entre tanto
corria y era forzoso decidirse presto.—Abenzarsal, dijo por fin
Villena con la violencia que se hace el enfermo para pasar de un
trago la amarga medicina, á que ha de deber mal su grado su salud,
Abenzarsal, me habeis perdido. Nada habeis hecho por mi, si muere
alguno. Corramos á evitar una catástrofe. ¡Ay de nosotros si llegamos
tarde! No os mandé yo tanto.
—¿Qué dices, señor? repuso asombrado el astrólogo, que contaba
todavia con la indecision del conde y con su propia elocuencia para
acabarle de determinar. ¿Pretendes lograr tus planes con semejante
cobardía? ¿nada quieres sacrificar? nada, pues, lograrás. El
entendido maestro corta un brazo para salvar los demas miembros.
Los términos medios nada remedian. Dejémosles correr su suerte. Si
su constelacion por otra parte es morir, ¿qué poder tendrémos para
contrastar los astros?
—¡Los astros! ¡los astros! acostumbrado á ese pérfido lenguaje,
quereis deslumbraros á vos mismo. Si uno de ellos está pereciendo en
este instante, ¿qué astro sino vuestra intriga los habrá perdido?
—Eso querrá decir don Enrique, que su constelacion era que los
perdiese mi intriga.
—Basta, Abenzarsal, gritó Villena mirando al reloj. Cada grano de
menuda arena, que veis caer en la parte inferior de esa vasija, es
una gota de sangre tal vez; y no encierran tantas gotas las venas de
ningun hombre como granos contiene ese arenero. Abenzarsal, yo quiero
que su constelacion no ordene su muerte: venid conmigo...
—¿Adónde? ¿Quién es capaz de adivinar dónde han dirigido sus pasos
enmedio de las tinieblas de la noche dos locos, que...?
—Locos, sí, locos; pero hombres, en fin, que cuerdos ó locos no
tienen mas que una vida, y esa la perderán si los dejamos.
—¿Y bien? ¿Serán los primeros que hayan muerto víctimas de su
necedad? ¿Soy yo, por ventura, quien los ha persuadido de que vale
tanto una hermosura pasagera como la vida del hombre? Si no han
aprendido á conocer á la muger, ¿será nuestra la culpa de su muerte?
¡Insensatos! Los que consienten en morir por un ser pérfido, no
merecen que dé nadie dos pasos para salvarles la vida. ¿Serán por
ventura mas felices cuando la conserven para vivir esclavos, y
fascinados por el loco capricho de un sexo envenenador, para creer
gozar en una falsa sonrisa, para llorar lágrimas de sangre ante un
injusto desden? Su muerte será acaso su felicidad.
—¡Sofisma, Abenzarsal, bárbaro sofisma!
—Es decir, pues, replicó el viejo, batido en sus últimos
atrincheramientos, es decir...
—Es decir, viejo insaciable, que no consiento réplicas. ¿Cuánto oro
necesitas para ceder? ¿En cuánto aprecias la vida de dos hombres?
—Si por eso lo decís, en nada. De valde los salvaré.
—Tomad, sin embargo, repuso Villena arrojándole otro bolson, parecido
al que poco antes le habia dado, tomad y acallad con oro vuestra
conciencia, si es que os remuerde de obrar bien alguna vez. Vamos de
aqui. ¡Quiera el cielo oir mis votos! Aseguremos sus vidas, y no nos
faltarán medios despues para deshacernos de ellos de un modo menos
culpable.
Al decir esto asió del brazo al astrólogo, que obedeció de mala gana
á la violencia que se le hacia.—¡Hé aqui el hombre! salió diciendo
entre dientes detras de Villena, que á pasos precipitados se lanzó
fuera del aposento. Inventa recursos, Abenzarsal, añadió hablando
consigo mismo, imagina arbitrios para engrandecer á un ser débil y de
carácter indeciso, y él mismo derribará la obra que hayas edificado.
¡Remordimientos, remordimientos, dos hombres! Sin embargo, si mueren
por una hermosa, la hermosa al saber su muerte la colgará como trofeo
en el altar de sus conquistas, y volverá los ojos á emponzoñar
tranquilamente con nuevas sonrisas y desdenes la existencia de un
tercero. ¡Y nosotros entre tanto con remordimientos!
Mientras esto pasaba en la cámara de don Enrique de Villena,
caminaban hácia el soto de Manzanares con el mayor silencio nuestros
dos competidores. El hidalgo, al salir por la puerta del cubo de la
Almudena, se habia vuelto á Macías, que le seguia con la indiferencia
y serenidad de un hombre que nada espera y que está por consiguiente
dispuesto á todo, y le habia dicho: “Caballero, mientras mas
apartados de la poblacion, reñirémos con mas libertad.” Al decir
estas palabras, que fueron sin duda oidas, aunque no contestadas,
hizo un ademan con la mano dando á entender que debian seguir
algun trecho mas adelante camino de la casa del Pardo, que á la
sazon edificaba don Enrique el Doliente en medio del famoso soto.
Macías manifestó su asentimiento á tal proposicion siguiéndole á
pocos pasos. Asi anduvieron largo trecho, conservando siempre entre
sí igual distancia y el mismo silencio; parecian en medio de la
oscuridad dos troncos cortados á igual altura, que movidos de impulso
estraordinario se trasladaban á otro punto, por entre sus muchos
lozanos compañeros, que desafiaban á las nubes con sus altas copas,
por cuyas ramas pasaba agitándolas y susurrando tristemente el viento
de las vecinas sierras. Por fin, llegaron á una especie de plazoleta
formada por los leñadores, que habian hecho su carga en aquel parage
derribando algunos arbustos y matorrales. Paróse al entrar en ella
el hidalgo, miró en derredor, y dando con el pie en el suelo y
desembozando su corto capotillo, “_Aqui_, dijo con voz alterada por
la cólera, _aqui_.” Imitó el doncel su accion, y desenvainando su
espada sosegadamente, esperó á que le acometiera su contrario con
resuelto continente. Desenvainó la suya tambien el escudero, pero
antes de proceder al combate cruel que los esperaba,—No creo inútil,
dijo al doncel, que fijemos los pactos de nuestro duelo. En primer
lugar, deseo preguntaros si teneis noticia de una música que se dió
no hace muchas noches al pie de la ventana de mi señora la condesa de
Cangas y Tineo.
—Sí, contestó Macías secamente. Defendeos.
—Esperad. ¿Y sabeis quién era el músico?
—No me creo obligado á contestaros, repuso Macías en el mismo tono,
volviendo á hacer ademan de dar principio al combate.
—¿Y quereis decirme quién era la dama enlutada que acusó esta mañana
en pública corte á mi señor el conde?
—Los mismos datos teneis para conocerla que yo.
—¿Qué motivos tuvísteis para abrazar su defensa?
—Los que creí justos.
—¿Cómo os he encontrado solo con ella en el laboratorio del judío?
¿Sabeis que soy su esposo?
—He dicho una vez por todas que no me creo obligado á responderos. No
acostumbro á sufrir interrogatorios.
—No me podréis negar que una entrevista de esa especie supone
relaciones que mi honor...
—Vuestro honor está ileso. Vuestra esposa inocente.
—Probádmelo.
—Con la punta de mi espada al momento.
—¿No teneis, pues, otras pruebas...?
—Para hablar, hidalgo, no necesitábamos habernos apartado tanto de
Madrid.
—Decis bien, repuso el hidalgo, en quien crecia la ira mas y mas en
el corazon con cada respuesta del arrogante mancebo; vengamos, pues,
á los pactos de nuestro duelo. El que venza.
—El que venza, dijo Macías irritado ya por la tardanza, enterrará al
otro, ó lo dejará, si le parece mejor, para pasto de los cuervos de
Castilla.
—Si le venciese, empero, sin matarle, podrá imponerle...
—Os prevengo, hidalgo, que no me vencereis sino matándome. Por lo
demas, recordad que no estais armado caballero, y que cuando me
sujeto á reñir con vos, no puede haber pacto por consiguiente entre
nosotros.
—No estoy armado, pero soy hidalgo. Por no haberla recibido no
desconozco la orden de caballería...
—Probadlo, pues.
Bien vió el hidalgo que en valde intentaria obtener de su adversario
mas ámplias esplicaciones. Meditó un momento buscando en su
imaginacion algun medio que pudiera hacerle conocer si era realmente
tan culpada su esposa como él lo habia imaginado, ó si habria
procedido de ligero; pero no hallando ninguno, y temiendo, por fin,
que sus dilaciones diesen motivo al doncel para dudar de su valor,
púsose en actitud de acometer sin proferir mas palabra, y dentro de
pocos instantes sonaban ya las espadas cruzándose con desapacible y
temeroso ruido. La oscuridad no permitia una defensa tan hábil como
la exigia la seguridad de cada uno; pero en cambio podemos decir que
realmente entrambos á dos tiraban mas bien á ofender al contrario que
á resguardar su propia vida del contrapuesto acero. Por otra parte
los dos manejaban las armas y las conocian perfectamente. Imposible
nos fuera enumerar y describir los golpes que se tiraron y las
heridas que recibieron: nada dicen de esto las leyendas. Lo único que
podemos asegurar como si lo hubiéramos visto, es que á poco rato de
encarnizada refriega se hallaba ya tinto el suelo en mas de un parage
con la roja sangre de los combatientes. Ni una palabra se oía; una
esclamacion involuntaria que exhalaba alguno al sentirse herido, ó al
conocer que su estocada habia dado en el cuerpo del contrario, y el
aullido de algun lobo, que al ruido del hierro huía precipitadamente
todo espantado del sitio del combate, era el único rumor que en gran
trecho á la redonda se percibia.
De alli á poco, parándose de pronto el doncel y clavando en tierra
la punta de su espada,—Hidalgo, dijo en voz baja, teneos: ¿no habeis
oido algo?
—Nada, respondió el hidalgo cesando de pronto en el acometer.
—Imaginé haber oido pies de caballos en el camino inmediato, y aun
si mi oido no me engaña, pasos de alguna persona entre esos espesos
matorrales.
—Alguna fiera que busca su guarida. ¿Estais cansado?
—De vivir y de que me resistais. Espero que no podré temer una
emboscada ni...
—¿Qué decís? ¿no hemos salido juntos?
—Perdonad.
—¿Estais herido?
—No, contestó Macías con voz que reprimia el dolor, tal vez, de los
golpes recibidos. No es vuestra la herida que me duele.
—Ahora creo yo oir gente, dijo á su vez Fernan; sintiera que nos
interrumpiesen.
—¿Interrumpir, hidalgo? ¡Ea! acabemos de una vez. A buen tiempo
llegan; enterrarán al vencido.
—Acabemos, respondió Fernan.
Y volvieron con nuevo furor al interrumpido combate, no ya como hasta
entonces batiéndose segun las reglas de la caballería, y atacando y
respondiendo. Alzadas á un tiempo mismo las espadas, descargábanlas
simultáneamente sin cuidar mas de la defensa que si tuvieran dos
vidas. Iban á acabarse muy presto uno á otro, pues que si bien
Macías llevaba indudablemente ventaja en el manejo de las armas,
la oscuridad y su rabia no le permitian usar de ella, y el hidalgo
reñia con zelos. La casualidad empero quiso que Hernan Perez al
arrojarse sobre su adversario pusiese el pie en un parage del suelo
humedecido con la sangre que ambos habian perdido, y por lo tanto
resbaladizo: no bien le habia sentado, cuando el mismo impulso que
su cuerpo llevaba le hizo venir á tierra á los pies del enfurecido
doncel. Vencedor ya éste, dirigió la punta de su espada al rostro
del caido.—¡Sois muerto! le gritó; pero al mismo tiempo una mano,
mas fuerte que las manos unidas de diez hombres, asiendo del brazo
del vencedor, no solo le detuvo en su mortífero intento, sino que
levantándole en el aire le apartó largo trecho del sitio de la
pendencia con la misma facilidad que lleva el viento un ligero copo
de nieve de una parte á otra. No volvia el doncel de su aturdimiento,
ni acababa de entender el caido hidalgo cómo le duraba la vida
todavia.
Oyóse al mismo tiempo gran ruido de caballos que se abrian paso por
entre la espesura de la selva.—¡Aqui estan, decian unos á otros,
aqui!—Llegándose en seguida dos de los ginetes, que para alumbrarse
traían teas en la mano, al que en el suelo yacía, iluminó su rostro
el resplandor, y no debia de estar muy bien parado segun lo indicaba
su estrema palidez; probó á levantarse al sentir sobre sí aquella
máquina de gentes estrañas, pero inútilmente: el terrible golpe
que acababa de llevar, cayendo cuan largo era, habia abierto mas
sus heridas, y asi permaneció en tierra esperando en silencio el
desenlace de aquella estraordinaria interrupcion. Macías en tanto
buscaba con los ojos, por todo lo que alcanzaba á ver á la luz de las
teas, al atrevido que habia osado apartarle de aquel modo tan incivil
como peregrino de su ya conseguida victoria; pero en cuanto los de
las teas hubieron reconocido al hidalgo y á su contrario, matando
las luces de repente:—El caido es Fernan Perez, dijo el que parecia
principal de ellos; el otro el doncel.—Y no bien hubo acabado estas
palabras, cuando precipitándose tres ginetes sobre el doncel, que se
dirigia ya hácia ellos con el objeto de reconocer qué gente fuese,
desenvainaron las espadas y comenzaron á acometerle todos á una con
la ventaja de los caballos y con la de gente no cansada ya como él
de pelear. Amparó Macías en tan inminente peligro sus espaldas del
tronco de un árbol, y defendíase como un leon acosado á la puerta de
su caverna por una manada de hambrientos lobos.
—Date, le gritó uno de los tres: no queremos tu vida; sino tu persona.
—Jamas, cobardes, les gritó Macías defendiéndose con bizarría, y
á los primeros golpes acertó á dejar á uno desmontado hiriéndole
peligrosamente el caballo. Los compañeros, que vieron tan indeciso
el combate, acudieron en número de otros tres al ausilio, y era
evidente que Macías no hubiera podido resistir mucho tiempo á lucha
tan desigual.
—Date, repitió el mismo que habia hablado al ver llegar el socorro,
date ó eres...
No pudo acabar la frase, porque dió consigo en tierra desde el
caballo, con no poca admiracion del doncel, que entretenido con otro,
no habia podido ofender al que hablaba. Igual suerte tuvo de alli á
un momento el que mas acosaba á Macías.
—¡Mueren por sí solos mis enemigos! esclamó Macías. Villanos,
prosiguió cobrando ánimo con la invisible proteccion que el cielo le
daba, rendíos, y decid quién sois, y qué intento os ha traido. Si
sois salteadores...
—¡Muera! dijo uno de los tres que le quedaban acometiendo: ¡muera!
Yo daré cuenta de su muerte. Él ha muerto á tres de los nuestros.
Abalanzóse sobre él Macías, pero antes de que su espada hubiese
llegado á tocarle,—¡Cielos! esclamó el desconocido: ¡soy muerto! y
cayó cuan largo era.
Al oir esta esclamacion tan inesperada, llenos de terror sus
compañeros dieron á correr gritando:—¡Es hechicero! ¡es hechicero!
¡el diablo le defiende!
Arrojóse tras ellos Macías, pero conoció que seria vano intento
querer alcanzarlos; detúvole en aquel punto la misma mano que parecia
haberle salvado aquel dia de tantos peligros.
—¿Quién eres? iba á decir Macías á su invisible protector, cuando una
voz ronca que parecia hablar sola enmedio de las tinieblas dijo con
reposado continente:
—¡Voto va! dejad ese venado, que ni sirven esas piezas para yantar,
ni menos para vestir. El montero de ley no ha de cazar nunca raposas
cuando puede cazar venado mas noble.
—¡Cielos! esclamó Macías: ¿eres tú, Hernando? ¿Es á tí á quien debo
esta noche la existencia acaso...?
—¡Por Santiago! Yo creí que ya sabia mi amo el doncel Macías que
donde está la fiera, alli está Hernando.
—¡Hernando! esclamó Macías arrojándose en sus brazos.
—Vaya, dejemos eso. Si esta noche me debeis la vida, yo os la estoy
debiendo todo el año, pues me manteneis. ¡Voto va! ¿y qué pieza era
esa que estaba ahí tendida?
—Hernando, me recuerdas mi deber; busquemos á ese desgraciado. Está
vencido, y debemos dar treguas al rencor.
Pusiéronse á buscar en seguida al hidalgo, pero inútilmente.
—¡Esta es buena! dijo Hernando. Los pícaros lo han llevado. ¡Bella
presa! ¿No dije yo, señor, que no podia salir nada bueno de ese
astrólogo? A mí líbreme Dios de hombre que no caza. En su vida ha
cogido un venablo.
—¡Ea! Hernando, esas reflexiones son para otro lugar; puesto que el
hidalgo no parece, y que nosotros cumplimos ya con nuestro deber,
partamos. Necesito curar mis heridas...
—¿Tambien eso? vamos, señor: ¡vive Dios! Hernando quiere que lo
monteen á él si vuelve á suceder mientras estemos en esta maldita
corte que se separe un punto de su amo y señor.
Concluida esta imprecacion hicieron otro rebusco por si á una parte
ú otra podrian encontrar vivo ó muerto al escudero. Y yendo apoyado
Macías en su fiel montero por el dolor que empezaban á causarle las
heridas, tomaron en seguida el camino de Madrid, por el cual ningun
vestigio habian dejado los de los caballos, si es que por él habian
pasado.
[Ilustración]


CAPITULO XXIII.
¿Qué mal teneis, caballero?
¿Querédes me lo contare?
¿Teneis heridas de muerte?
¿O teneis otro algun male?
—Háme herido Carloto,
su hijo del emperante,
porque él requirió de amores
á mi esposa con maldade;
porque no le dió su amor,
él en mí se fué á vengare,
pensando que por mi muerte
con ella habia de casare.
_Rom. del marques de Mántua y Valdovinos._

Cuando Elvira fue sacada de la mano por el astrólogo fuera de su
cámara, á la inesperada entrada de Fernan Perez de Vadillo, apenas
tuvo tiempo aquel de indicarla que habiendo informado ya á su alteza
de sus circunstancias, la daba éste licencia para restituirse á
su habitacion tranquilamente hasta el dia en que, realizándose el
combate, hubiese de concurrir á sostener en el juicio de Dios su
acusacion, por medio de sus pruebas ó del esfuerzo del caballero que
habia escogido por campeon. Pero por una parte ella esperaba ya este
resultado, y por otra el sobresalto en aquel primer momento no podia
dar lugar á la reflexion; asi que, huir debió ser su primer cuidado.
En realidad ninguna de las acciones de Elvira era culpable: por un
esceso de amistad poco comun, y animada del espíritu caballeresco
y reparador de agravios que se dejaba sentir tan generalmente en
aquella época, se habia lanzado á un acto de generosidad que nadie
podia reprocharle con razon fundada. Conociendo que no podia vengar
á la condesa, ó descubrir su suerte y paradero sin ofender al conde,
de quien al fin era escudero su esposo, un principio de delicadeza
le habia inspirado la idea de ocultarse, á lo cual se habia añadido
otra importante consideracion: no conocia en la corte de don Enrique
caballero tan valiente ni generoso como Macías á quien dirigirse para
que amparase su debilidad contra el enemigo que iba á grangearse;
pero era demasiado perspicaz para no conocer cuán falsa era la
posicion en que estaban uno respecto de otro, y demasiado virtuosa
para no tratar de huir de toda ocasion en que pudiese aventurar
aquel verbalmente una declaracion que ya tantas veces le habian hecho
sus ojos con su elocuente silencio. En este asunto no habia, pues,
en sus acciones otro delito ostensible contra su esposo sino aquella
especie de reserva que con él habia guardado, reserva tanto mas
disculpable cuanto que á no haber sido por la intriga del astrólogo,
enteramente independiente de Elvira, y que no podia por consiguiente
haber entrado en sus planes, le hubiera salido á medida de su deseo,
puesto que solo se hubiera sabido que era ella la acusadora, del
modo que sabemos haber estado en un baile de máscaras una persona á
quien creemos haber conocido, pero que no se descubrió nunca en él,
y que niega constantemente su asistencia; lo cual no es saber las
cosas, sino dudarlas. El que su esposo la hubiese encontrado sola
con el doncel en el laboratorio del químico, ella sabia, y el lector
sabe perfectamente, que no podia ser argumento contra ella. Pero el
lector sabia acaso una cosa que Elvira no sabia por lo visto, ó que
no habia reflexionado bastante, y es que no hay posicion mas falsa
que aquella en que se pone una persona al guardar secretos para
otra que tiene derecho á exigir una total franqueza. El misterio
hace aparecer culpables las cosas mas inocentes, y por otra parte
es fuerza confesar que si las acciones de Elvira no eran culpables,
acaso no podia ella decir otro tanto de sus pensamientos, por mas
que procurase sofocarlos de continuo; y cuando nosotros mismos nos
reconocemos culpados, de nada sirve para nuestra tranquilidad que
nos tenga el mundo por inocentes. Si solo hubiera abrigado Elvira
indiferencia con respecto á Macías, no se hubiera creido perdida al
ver entrar á Vadillo; de lo cual es forzoso inferir: primero, que
Elvira huyó de sí misma, creyendo huir de su esposo: y segundo, que
para ser malo es preciso serlo del todo: una muger menos virtuosa que
Elvira en todo este desgraciado asunto no hubiera comprometido ella
misma su seguridad, porque hubiera calculado mas y dominado mejor sus
emociones.
Su primer pensamiento fue huir sin saber adonde; pero á poca
distancia del aposento de Abenzarsal ofreciéronse á su imaginacion
las reflexiones todas que hubieran debido ocurrírsele un momento
antes: era inocente; declararia á su esposo francamente su
posicion, y esta franqueza le grangearia mas y mas su aprecio. ¿Y
adónde podia dirigir sus pasos sino á su habitacion? Cualquiera
otro partido hubiera sido indisculpable. Llena de la idea de que en
último resultado nada podia echársele en cara, pues que habia sabido
resistir á las seductoras palabras del doncel, y nada habia en su
conducta verdaderamente reprensible, dirigióse á su departamento, no
sin luchar algun tanto, y aunque á su pesar desventajosamente, con el
recuerdo perseguidor del diálogo que acababa de tener con un hombre
mas peligroso de lo que ella pensaba para su tranquilidad. Habíanla
seguido sus dueñas, inquietas al notar su zozobra é indecision.
Quitáronla el manto en cuanto llegó y el antifaz, y pudo entregarse
ya mas libremente á reflexionar sobre su verdadera posicion.
La primera idea que entonces le ocurrió fue el riesgo de un próximo
rompimiento en que habia dejado á Macías y á su esposo. Segura
empero de que en nada habia ofendido á este último, é ignorante al
mismo tiempo de las sospechas y recelos que le atormentaban de algun
tiempo á aquella parte, no creyó que lo ocurrido pudiese ser motivo
suficiente para comprometer su existencia; á lo cual se agregaba la
reflexion de que á aquellas horas y en aquel sitio tan inmediato á la
cámara de su alteza no era posible que se enredasen de palabras hasta
el punto de realizar sus temores; y para el otro dia se prometia
haber desvanecido ya todo género de duda en el corazon de Vadillo con
respecto á su conducta, porque en esta materia las mugeres suelen
contar siempre demasiado con los recursos que concedió el cielo á su
sexo, naturalmente fascinador y artificioso. Mas serena con estas
reflexiones, esperó la llegada de su esposo con toda la tranquilidad
que en su posicion cabia, si bien sin hacer caso de las continuas
interrupciones con que el pagecillo cortaba de cuando en cuando el
hilo de su meditacion. Viendo éste por fin que eran inútiles cuantos
recursos empleaba para distraer á la melancólica Elvira, y que
tampoco estaba ésta por entonces de humor de descargar en su pecho el
peso de sus secretos, decidióse á guardar silencio, esperando otra
ocasion mas propicia de averiguar las penas que debian afligir á su
hermosa prima. Retiróse con mal humor á un rincon de la pieza por ver
si le llamaba al cabo de un rato de desvío, pero no habiendo surtido
tampoco efecto alguno este inocente arbitrio, quedóse al cabo de un
rato profundamente dormido con aquel sueño que tan facilmente se
toma como se deja en aquella feliz edad de la vida que nuestro page
alcanzaba. Mucho tardó en llegar el momento tan deseado y temido al
mismo tiempo de Elvira; pero cuando por fin despues de horas enteras
de ansiosa espectativa vió á su esposo, ¡cuán distinto le vió de lo
que esperaba!
Abrióse la puerta de la cámara, y lo primero que se ofreció á la
vista de Elvira fue Fernan, llevado en brazos de dos siervos del
conde de Cangas y Tineo. Apenas creía á sus ojos; pero cuando no
pudo rechazar por mas tiempo la horrible realidad, arrojóse hácia él
exhalando un ¡ay! que salia de lo mas hondo de su corazon, y que hizo
abrir al herido los ojos lánguidamente, si bien volvieron á cerrarse
casi en el mismo instante. ¡Vive! ¡vive! esclamó la desdichada
esposa reparando su movimiento, y llegando sus labios á los suyos
para reanimar su amortiguada vida. Dirigió en seguida á los que le
traían mil preguntas, que se sucedian tan rápidamente unas á otras
que apenas dejaban entre sí espacio para las respuestas. ¡Dios
mio! ¡Dios mio! esclamó medio informada ya de lo ocurrido. ¡Hernan
Perez! ¡Querido esposo! Estrechábale en sus brazos, regaba el pálido
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