El doncel de don Enrique el doliente, Tomo III (de 4) - 2

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rostro de Vadillo con sus ardientes lágrimas, cogía una de las manos
del herido entre las suyas, acercaba estas otra vez á su corazon
por ver si palpitaba todavia... en una palabra, en aquel momento
Macías entero habia desaparecido de su imaginacion: su esposo,
herido, bañado en su sangre, moribundo, acaso por su imprudencia, la
ocupaba toda. Toda lucha habia desaparecido, y el mas débil, el mas
necesitado triunfaba entonces en su corazon de muger.
Dejémosla entregada á su acerbo dolor, y al tierno cuidado del
doliente hidalgo: otros personages de nuestra historia reclaman por
ahora nuestra atencion. Con respecto al caballero, no habia salido
tan mal parado de la refriega, pero no dejaban de reclamar sus
heridas algun cuidado. Apoyado en el brazo del tosco montero llegó á
las puertas de Madrid y al alcázar poco despues que su adversario.
Introducido en su cuarto, salió Hernando inmediatamente á buscar un
maestro en el arte de curar, como se llamaba entonces generalmente
á esos seres de suyo carniceros que llamamos en el dia cirujanos,
el cual maestro declaró que ninguna de sus heridas era mortal, con
tanta seguridad y un tono tan decisivo como si él efectivamente lo
supiera. Aplicóle las yerbas que mas convenientes le hubieron de
parecer, y por esta vez hubiera sido notoria injusticia dudar un
solo momento de su ciencia. Corrióse por la corte al punto que el
doncel favorito de su alteza, á quien nadie conocia en lo distraido
desde su vuelta de Calatrava, habia tenido un duelo singular en
el soto de Manzanares, de cuyas resultas debia guardar el lecho
por algunos dias. Y en atencion á que el escudero de don Enrique
Villena habia necesitado tambien los ausilios del arte, y se hallaba
igualmente en cama, no se dudó un momento que hubiese sido entre
los dos el ruidoso duelo. Ahora bien, sabido esto, no era dificil
que la pública maledicencia añadiese alguna particularidad notable
á las circunstancias de la desavenencia, y que tratase de hallar el
verdadero motivo de ella. Algunos de los enemigos del conde de Cangas
no necesitaron mas para asegurar que éste, cuya natural prudencia
era pública, tratando de evitar la necesidad siempre desagradable
de responder á la acusacion intentada contra él, y sostenida por
el doncel, habia determinado á su escudero á acometer á aquel,
acompañado de otros varios, una tarde que habia salido á alconear por
el soto de Manzanares; relacion á que daba bastante verosimilitud la
circunstancia de haber vuelto Hernan en brazos de algunos siervos
del de Villena. Otros sin embargo de los amigos de Macías que habian
notado su singular aislamiento, su profunda tristeza, y que habian
creido interceptar en varias ocasiones algunas miradas de rencor
dirigidas por el doncel á Vadillo, y que recordaban con este motivo
una serenata dada cierta noche á los pies de las habitaciones de
la condesa, no se sabia por quién, tuvieron lo bastante para decir
que el doncel habia puesto los ojos en cierta dama, cosa que no le
habia parecido bien, segun ellos, al hidalgo, que aunque no era
caballero, era marido, y segun malas lenguas un si es no es zeloso.
A esta version daba algun peso tal cual sonrisa maligna que el
judío Abenzarsal habia dejado escapar en algunos corrillos de la
corte, donde se habia referido el duelo singular. El propalar estas
especies no era en verdad servir amistosamente la pasion de Macías,
ni hacer gran favor á la buena opinion y fama de Elvira; pero hay
autores que aseguran que la amistad no escluye la envidia, de donde
infieren que las conversaciones de los amigos no son siempre las mas
favorables. Nosotros, que estamos lejos de participar de esta opinion
arriesgada, creemos mas bien que algun amigo de Macías sospechó
aquella esplicacion como la mas satisfactoria y natural sobre el
lance ocurrido: este en confianza comunicaria su idea á algun otro
amigo, quien la trasladaria á otro bajo la misma fé del secreto, de
cuyo modo fue corriendo la noticia; y como somos defensores acérrimos
de los amigos, en los cuales creemos, como en nuestra salvacion, nos
atrevemos á asegurar que al repetirse sus conjeturas de boca en boca,
siempre irian acompañadas de aquellas espresiones cariñosas, tales
como: “¡Pobre Macías! ¿Sabeis que el desafío fue por Elvira?—¿Qué
decís?—Sí, no lo digais; pero es indudable: está perdido de amores
por ella; y es lástima ciertamente,” y otras semejantes, que
descubren á cien leguas la mas pura amistad hácia el objeto de tales
conversaciones.
Lo cierto es que esas voces corrieron, y como fieles historiadores
nos creemos obligados á asegurar, porque lo sabemos de buena tinta,
que ni Macías ni el hidalgo pudieron dar lugar á ellas. Aquel estaba
harto interesado en guardar el mas rigoroso silencio sobre punto
tan delicado; y á éste no podia convenirle en manera alguna poner
en claro la causa verdadera del desafío, pues tan de cerca tocaba
al honor de su esposa. El mismo Enrique III tentó mas de una vez el
vado con Macías, usando de las espresiones mas afectuosas, pero nunca
pudo recabar nada de él; y otro tanto sucedió con el hidalgo, á quien
quiso arrancar el conde de Cangas y Tineo la confesion de aquello
mismo que él sabia ya demasiado bien por el astrólogo judiciario.
Por lo que hace á éste y al ilustre colaborador de su funesta
intriga, ya habrá conocido el lector que despues de los escrúpulos
que habian atormentado, como arriba dejamos dicho, al indeciso conde,
habian salido ambos con varios criados en busca de los desafiados,
con el intento de salvar al escudero del peligro que le amenazaba
peleando con tan acreditado caballero como era Macías, y de hacer
desaparecer á éste de la corte, apoderándose de su persona, como
en aquellos tiempos solian practicarlo los poderosos con los
débiles, y encerrándole despues en alguno de los castillos del
conde; desde donde no hubiera podido volver á poner obstáculos en
su vida á los planes del nigromántico, como le llamaba el vulgo
justa ó injustamente. Si este proyecto se habia malogrado, no habia
sido en verdad por culpa del intrigante maestre, ni de su servicial
consejero, sino merced al valor de Macías, y á la desconfianza,
penetracion y fuerza sobrenatural del montero Hernando, quien luego
que habia visto salir en aquella forma á su señor y al escudero,
no habia dudado un solo momento en seguir sus pasos á lo lejos, y
en espiar todas sus acciones, como el lector ha visto en nuestro
capítulo anterior. Apenas habia podido distinguir en medio de la
oscuridad cuál de los dos combatientes era su señor; pero luego que
notó que uno de ellos habia caido, creyó que en todo caso lo mas
seguro era separarlos, y solo al asir del que era realmente su amo
le habia conocido. No sabemos si era su intencion favorecer, como
favoreció, á su enemigo, pero lo que no se puede dudar es que sin
su destreza en herir á los servidores del conde con los venablos
arrojadizos de que se habia provisto antes de salir del alcázar,
acaso se hubiera terminado nuestra historia mucho antes de lo que
nosotros mismos deseamos, y de lo que quisiéramos que desearan
tambien nuestros lectores.
[Ilustración]


CAPITULO XXIV.
Todo le parece poco
respecto de aquel agravio;
al cielo pide justicia,
á la tierra pide campo,
al viejo padre licencia,
y á la honra esfuerzo y brazo.
_Rom. del Cid._

Despues del mal éxito que habia tenido la tentativa de don Enrique de
Villena y del judío Abenzarsal para quitar de enmedio el estorbo de
Macías, apenas les quedaba á estos otro recurso que esperar el sesgo
que quisiesen tomar las cosas.
En realidad solo podian temer ya de él fundadamente el juicio de
Dios, que acerca de la acusacion quedaba pendiente, porque las
medidas que habian tomado para asegurar el maestrazgo habian sido
tales y tan buenas, que aunque quedaban declarados por la parcialidad
de don Luis Guzman gran número de castillos y lugares de la orden,
podia contar el maestre sin embargo con la mayor parte. Estaban
por el Alhama, Arjonilla, Favera, Maella, Macalon, Valdetorno, la
Frejueda, Valderobas, Calenda, y otras villas del Maestrazgo, con
mas infinitos castillos, en los cuales habia puesto ya alcaides á su
devocion. Con respecto á Calatrava, donde estaba el primer convento
de la orden y el clavero, hechura todavia del maestre anterior, no
se habian apresurado á prestarle el homenage debido, sino que habian
respondido tanto á él como á su alteza que convocarian el capítulo
para elegir y nombrar segun los estatutos de la orden al maestre.
Lisonjeábase el clavero en su respuesta de que la eleccion de su
alteza hubiese recaido en un príncipe tan ilustre y de sangre real,
y se prometia que los votos todos unánimes de los comendadores y
caballeros serian conformes con los deseos del rey don Enrique; pero
esto era en realidad resistirse á la arbitrariedad y ganar tiempo
con buenas palabras. El artificioso conde no habia creido oportuno,
sin embargo, intrigar para que se acelerase la reunion del capítulo,
porque se prometia acabar de ganar las voluntades de sus enemigos
en el ínterin, y solo don Luis de Guzman era el que no perdonaba
medio de llevar á cabo cuanto antes sus intenciones. Presentóse en
consecuencia á su alteza con una humilde demanda, firmada por él y
sus parciales: en ella alegaba el derecho de la orden de elegirse
su maestre, y no dejaba de apuntar el que creía tener á la dignidad
de que estaba ya casi en posesion el de Villena. No fue tan bien
recibida esta mocion de su alteza como se esperaba; pero el rey
Doliente era demasiado justiciero para atropellar abiertamente los
fueros de una orden tan respetable: convenido ademas de que el cielo
habia designado para maestre á su ilustre pariente, curábase poco
de creer en la posibilidad de otra eleccion, y asi, fue su decision
que el capítulo se reuniria en cuanto él recibiese las noticias
que esperaba de Otordesillas, que eran en realidad las que mas por
entonces le ocupaban, pues deseaba ardientemente que su esposa doña
Catalina diese á luz un príncipe digno de succeder en su corona, si
bien estaba jurada ya princesa heredera por las cortes del reino la
infanta doña María su primogénita. Mas de un astrólogo de los que en
aquellos tiempos de credulidad y supersticion vivian especulando con
la pública ignorancia le habia lisonjeado con esperanzas conformes
con sus deseos. Quedó, pues, pendiente por entonces el litigio
del maestrazgo, y cada uno de los contrincantes procuró aprovechar
aquel intervalo para engrosar su partido. Don Enrique era entre
tanto el mejor librado, pues disfrutaba á buena cuenta de las
prerogativas y de gran parte de las rentas y dominios del maestrazgo,
que la adulacion de sus parciales se habia adelantado á poner á su
disposicion.
Quedaba en pie solamente la otra merced que en la mañana de la
acusacion de Elvira habia dispensado su alteza al adversario de
Villena. Pero no tardó mucho Macías en estar en disposicion de
concurrir de nuevo á la corte, y de acompañar al rey en sus partidas
de cetrería, especie de caza de que gustaba mucho su alteza, y en
que su doncel sobresalia singularmente: afianzóse mas en ella la
amistad que el rey le profesaba; en consecuencia de alli á poco su
alteza mismo quiso, como lo habia prometido, poner el hábito de
Santiago á su doncel: esta ceremonia, que con toda la solemnidad,
que de tal padrino podia esperarse, se verificó en la iglesia de
la Almudena, con presencia del maestre de la orden y de todos los
comendadores y caballeros santiaguistas que asistian á la sazon á
la corte; favor singular que hubiera lisonjeado singularmente el
amor propio de Macías si hubiese él podido desechar la funesta idea
que le perseguia siempre por todas partes, desde que por primera
vez habia visto á Elvira, y en particular desde que la esplicacion
desgraciada que habia tenido en la cámara del judío no habia podido
dejarle á ella duda alguna acerca de su amorosa pasion. El doncel
desde aquella funesta noche no habia vuelto á ver al objeto de su
amor, que viviendo en el mayor retiro, y cuidando solo de la salud
de su convaleciente esposo, evitaba toda ocasion de presentarse
en público, fuese porque la tristeza, que cada vez se arraigaba
mas en su corazon, la hiciese no hallar gusto sino en la soledad,
fuese porque se hubiese afirmado en quitar al doncel todo motivo de
esperanza; fuese, en fin, por desvanecer en el ánimo de Fernan Perez
de Vadillo todo género de duda acerca de su irreprensible conducta.
¿De qué servia empero al doncel no ver personalmente á Elvira, si un
solo momento no se separaba su recuerdo de su ardiente imaginacion?
Entre tanto se restablecia diariamente el hidalgo de sus heridas: el
cuidado de su esposa, la flaqueza que aun le quedaba, y la ausencia
del doncel, si no habian bastado á aplacar su rencor, contribuían
no poco á debilitar la fuerza de sus sospechas, y á embotar en gran
manera sus primeros zelos. Pero conforme iba volviendo la serenidad
al corazon de su esposo, conforme iba el peligro desapareciendo,
volvia á tomar imperio sobre Elvira el recuerdo de su perdido amante.
Le hubiera sido ademas imposible olvidarle del todo. En la corte
ningun caballero hacia mas papel que Macías: era raro el dia que no
tenia que oir de sus mismos criados los elogios suyos, que de boca
en boca se repetian. Ya habia abordado en la plaza con tal primor,
que habia dejado atras á los mejores jugadores de tablas: ya habia
compuesto una trova ó una chanzon tan tierna, tan melancólica, que no
habia dama que no la supiese de memoria, ni juglar que no la cantase
al dulce son de la vihuela de arco, instrumento de quien dice el
arcipreste de Hita, autor contemporáneo,
La vihuela de arco fas dulses de bailadas,
adormiendo, á veces, muy alto á las vegadas,
voces dulses, sonosas, claras, et bien pintadas,
á las gentes alegra, todas las tiene pagadas.
¿Y cómo resistir sobre todo á este mágico poder, si al leer la trova
ó la chanzon, donde los demas no veían mas que una brillante poesía,
Elvira no podia menos de leer un billete amoroso? Parecia que sus
composiciones la estaban mirando continuamente á ella, como los
ojos de su autor. Miraba á veces á su esposo al parecer Elvira, y
su imaginacion solia estar muy lejos de él. Una lágrima entonces,
dedicada al doncel, solia asomarse á sus ojos. Vadillo, convaleciente
aun, la miraba absorto y enternecido; “Elvira, le decia, da tregua
á tu afliccion: todo peligro ha huido: me siento mejor ya, y esas
lágrimas que por mí derramas solo pueden contribuir á afligirme.”
Volvia en sí Elvira al oir esas palabras: un oculto sentimiento de
vergüenza teñía sus mejillas de carmin, y la despedazaba la idea de
abusar sin querer de la credulidad de su esposo.
En los primeros dias habia esperado Elvira á que Fernan la hablase
del acontecimiento que le habia reducido á aquel término, y lo habia
esperado con ansia y con temor, pero en valde. El hidalgo, fuese por
amor propio, fuese por no tener bastante seguridad para emprender una
esplicacion en que él no podia hacer todavia el papel de acusador,
guardó el mas rigoroso silencio. En vista de esta conducta, parecióle
á Elvira que lo mejor que podia hacer era aventurar alguna pregunta;
pero igual suerte tuvo su arrojo que su espectativa. No solo no
consiguió ninguna esplicacion satisfactoria en este punto, sino que
habiendo conocido que toda conversacion relativa á la noche del duelo
alteraba visiblemente á Vadillo, hubo de renunciar á su importuna
curiosidad. Creyendo el hidalgo tambien que su esposa le negaria
haber sido ella la enlutada encontrada en el cuarto del astrólogo,
y que mientras no tuviese otras pruebas irrecusables seria mas bien
espantar la caza que asegurarla el hablar del caso, observaba sobre
este particular la misma conducta que sobre el duelo, reservándose
sin embargo dos cosas: primero, el propósito de espiar mas
escrupulosamente en lo sucesivo todos los pasos de Elvira; segundo,
la intencion decidida de terminar cuanto antes con cualquiera ocasion
y pretesto que fuese el suspendido duelo con el hombre primero que
habia aborrecido en su vida, y que habia aborrecido como se aborrece
cuando no se aborrece mas que á uno.
Constante en estos propósitos, no bien estuvo Hernan Perez
restablecido, dirigióse á la cámara de su señor el conde de Cangas.
Su semblante dejaba ver todavia la huella de la enfermedad.
—Hernan Perez, le dijo don Enrique con afabilidad, ¿os han permitido
ya dejar el lecho? Debiérais recordar sin embargo que vuestra salud
es harto importante para vuestro señor, y no esponerla con tan
temerario arrojo á una recaida peligrosa.
—Las heridas del cuerpo, gran príncipe, aquellas que hizo la lanza
ó la espada, repuso Vadillo con reconcentrada tristeza, sánanse
facilmente: las que recibimos en el honor son las que no se curan
sino de una sola manera.
—¿Qué decís? ¿Será que por fin os habreis decidido á abrirme
francamente vuestro corazon? contestó don Enrique. ¿Será que
querais esplicarme los motivos de vuestra conducta, de ese duelo
singular, cuyos efectos se ven todavia en vuestro rostro, y de esa
reconcentrada melancolía que deja diariamente en él huellas aun mas
indelebles y duraderas?
—Señor, contestó Vadillo, ya creo haber manifestado á tu grandeza en
varias ocasiones que mi mayor pena es no poder confiarte las muchas
que agovian á tu escudero.
—Quiero no darme por ofendido, contestó friamente Villena, de vuestra
inconcebible reserva.
—Perdónala, señor, dijo Vadillo hincándose de rodillas, y permite que
puesto á tus plantas solicite tu escudero de tu grandeza una gracia,
que acaso nunca te hubiera propuesto sino en el campo de batalla, si
una ofensa, y una ofensa mortal, no le obligara á ello.
—Alzad, Vadillo, y decid la gracia, que yo os juro por Santiago que
os será concedida.
—No me levantaré, señor, mientras no sepa que nadie en lo sucesivo
podrá decir impunemente á un hidalgo: “_No ha lugar á pactos entre
nosotros, pues no eres caballero._” Ármame, señor. Si mis largos
servicios te fueron gratos, si pasando de la clase de doncel, en que
fui admitido á tu servicio, á la honrosísima que ocupo hoy á tu lado,
no dejé nunca de cumplir con esas sagradas obligaciones que los mas
grandes señores no se desdeñan de ejercer; si desempeñé los deberes
de la hospitalidad con tus huéspedes, y los de la mesa contigo; si
fue siempre la fidelidad mi primera virtud; si has tenido pruebas de
mi valor alguna vez, confiéreme, señor, esa orden tan deseada. Y si
no bastan mis méritos, básteme esa hidalguía, de que en valde blasono
si puede cualquiera deshonrarme impunemente como á villano pechero.
—Alzad, Vadillo, dijo don Enrique viendo que habia acabado su
peticion el afligido escudero. Por mucho que me sorprenda vuestra
demanda en esta coyuntura, continuó, por mucho que me dé que recelar,
mal pudiera negaros una gracia á que sois, Vadillo, tan acreedor.
—Guarde el cielo, señor, tu grandeza...
—Remitid, Vadillo, vanos cumplimientos. Os armaré: os lo prometí en
pública corte no ha mucho tiempo, y torno á repetíroslo ahora. Pero
decidme, ¿qué causa en esta ocasion mas que en otra...?
—Tu honor y el mio. Has sido calumniado, atrozmente calumniado;
porque tú me digistes, señor...
—Calumniado, sí, Vadillo, calumniado. Pongo al cielo por testigo, que
podeis, fiado en la justicia de mi causa...
—Bástame tu palabra á desvanecer mis dudas todas. Quiero, pues, que
mi primer hecho de armas, en que gane mi divisa, sea la defensa de mi
señor. Yo alcé en tu nombre el guante que un mancebo temerario arrojó
públicamente en testimonio de desafío. Yo responderé de él: si tu
causa es justa, la victoria es segura.
—¿Cómo pudiera no aceptar vuestra generosa oferta, Fernan Perez?
Quédame, sin embargo, una duda; duda que en obsequio vuestro quisiera
desvanecer. Solos estamos: abridme vuestro corazon: decidme, no
teneis alguna otra causa que os mueva...
—Señor...
—¿Presumís que puede tenerse noticia de vuestro encuentro con Macías
en el soto... y del arrojo con que os adelantásteis en la corte á
alzar el guante al punto que vísteis ser él el mantenedor de la
acusacion, sin sospechar al mismo tiempo que causas muy poderosas...?
Hablad...
—Acaso las hay. No lo niego.
—Escuchad, añadió Villena en voz casi imperceptible; ¿seria cierto
que tuviéseis zelos...?
—¿Zelos, señor, yo zelos? Esclamó Fernan con mal reprimido amor
propio. ¿Quién pudo decir...?
—Nadie, Fernan, nadie: yo solo soy el que he creido en este momento...
—¿Vos solo? si supiera...
—¿Y bien? ¿A mí por qué no descubrirme...? ¿Vuestra esposa sin
embargo...?
—Basta, señor: no hablemos mas en eso. ¡Mi esposa, Dios mio! ¡Mi
esposa! Si mi esposa pudiese faltar...
—¿Qué es faltar, Vadillo?
—Si pudiese tan solo con su pensamiento empañar la mas pequeña
porcion de mi honor, no necesitára yo castigar á ningun atrevido, ni
que me armára nadie caballero: dagas tengo aun: la última gota de su
sangre, la última no seria bastante indemnizacion de tan insolente
ultraje. ¡Elvira, á quien amo mas que á mí propio! ¡Mi bien! ¡Mi vida!
—Sosegaos, Vadillo: nunca fue mi propósito ofenderos, pero pudiérais,
sin que Elvira hubiese empañado nunca vuestro honor...
—Jamas, señor. Si un atrevido hubiera osado poner sus ojos en mi
esposa, ¿viviria aun, viviria? contestó el hidalgo pudiendo disimular
apenas la lucha que existía entre sus palabras y sus ideas.
—Entonces, pues, ¿qué ofensa...?
—Permite, gran señor, que la calle. La hay, lo confieso, y si alguien
pudiera vencerme en la lid, si me pudieran vencer todos, nunca
Macías: un fausto presentimiento me dice que lavaré en su sangre mis
ofensas. Confiéreme la orden de caballería, y yo te respondo, gran
señor, de una victoria pronta y segura.
—Sea, contestó don Enrique, como lo deseais. Mañana os la conferiré.
Mañana juraréis en mis manos defender su fé, el honor y la hermosura.
Despues de este breve diálogo, el candidato besó las manos del conde
de Cangas, y se retiró á esperar, con mortal impaciencia, el nuevo
dia que habia de poner término á todas las esperanzas que contentaban
por entonces su ambicion.
[Ilustración]


CAPITULO XXV.
Agua le echan por el rostro
para facerlo acordado,
y vuelto que fuera en sí,
todos le han preguntado
qué cosa fuera la causa
de verlo asi tan parado.
_Rom. del Cid._

A la mañana siguiente brillaban con fuego estraordinario los ojos
de Fernan Perez. Leíase en su semblante la alegría que inundaba su
corazon. Efectivamente la orden de caballería era en aquel tiempo la
mas alta dignidad á que pudiese aspirar un hombre de armas tomar.
Su virtuoso orígen y sus fines, aun mas virtuosos, le daban tal
prestigio, que los reyes se honraban con tan honorífico dictado, y un
caballero solo con serlo tenia derecho á comer en su mesa, honor que
no disfrutaban ya ni sus mismos hijos, hermanos ó sobrinos, mientras
no entraban en aquella noble cofradía. Era preciso ser hidalgo por
parte de padre y madre, y con la antigüedad por lo menos de tres
generaciones: era preciso haber dado pruebas de valor, y gozar de
una reputacion pura é inmaculada. A muchos les costaba ademas pasar
por el largo noviciado de page y escudero progresivamente. Los que
habian entrado al servicio y á hacer prueba de su persona con un rey
ó un príncipe de alta categoría, en calidad de pages, se llamaban
donceles. Macías se habia hallado con Enrique III en este caso, y si
se le llamaba todavia públicamente el doncel, era porque habiéndole
tomado Enrique III, con quien se habia criado, mas afecto que á otro
alguno, habíale conservado aquel nombre por modo de cariño, aun
despues de haber recibido la orden de caballería. En el mismo caso
se habia hallado con don Enrique de Villena el hidalgo Fernan Perez:
habíale entrado á servir primero en calidad de page ó doncel, y habia
pasado á ser su escudero. El cargo de escudero en estos tiempos, y
hasta ese nombre, parecen sonar mal á los oidos delicados. Podemos
asegurarles, sin embargo, que no solo no tenia en aquel tiempo nada
de denigrante, sino que antes era tan honorífico, que muchísimos
grandes, señores y príncipes que habian llegado á ser caballeros
por el orden regular de los grados requeridos para ello en tiempos
de paz, no se habian desdeñado de ejercerlo. En la recepcion de
escudero, los padrinos ó madrinas del page prometian en su nombre
religion, fidelidad y amor, con la misma formalidad é importancia
que en la recepcion de un caballero. Reducíase la obligacion del
escudero á seguir por todas partes á su señor ó al caballero con
quien hacia veces de tal, llevándole su lanza, su yelmo ó su espada;
llevaba del diestro sus caballos, en los duelos y batallas proveíale
de armas, levantábale si caía, dábale caballo de refresco, reparaba
los golpes que iban dirigidos contra él; pero solo en grandes
peligros le era lícito tomar armas por sí en las pendencias y
encuentros á que asistia. Sus deberes domésticos se ceñian á trinchar
y presentar las viandas en la mesa, y aun á ofrecer el aguamanil
á los convidados antes y despues de comer. Pero estos cargos se
desempeñaban con tanta mas dignidad cuanto que los platos los recibia
de mano del maestre-sala, que ya era por sí una dignidad, aunque mas
subalterna, y el agua de mano de los pages, que la tomaban ellos ya
de los domésticos inferiores. En público, y en los banquetes en que
reinaba toda etiqueta y ceremonia, no podia sentarse el escudero
á la mesa de su señor. Para probar que ni el oficio de doncel ni
el de escudero eran sino muy honoríficos, concluirémos diciendo,
que en las historias francesas del siglo XIII, hallamos designados
estos donceles y escuderos con el nombre de _Valets_, mas humillante
aun en el dia que los de _Daoiseau_ y _Ecuyer_, que corresponden
á aquellos en la lengua francesa. Diremos que Villehardouin en su
historia hablando del príncipe Alexis, hijo de Isaác, emperador de
los griegos, le llama en repetidas ocasiones el Valet (ó escudero) de
Constantinopla, porque aquel príncipe, aunque heredero del imperio de
Oriente, no habia recibido todavia la orden de caballería. Por igual
causa son calificados con la misma designacion por los historiadores
sus contemporáneos Luis, rey de Navarra, Felipe, conde de Poitou,
Cárlos, conde de la Marcha, hijo de Felipe, y otros infinitos. Entre
nosotros fue page y doncel el famoso y nobilísimo don Pero Niño,
conde de Buelna, y el mismo don Alvaro de Luna, tan célebre por su
prodigioso favor como por su ruidosa desgracia.
En tiempos de guerra, y en los principios de la orden de caballería,
se conferia esta con menos pompa y formalidad: el rey ó el general
creaba caballeros antes y mas comunmente despues del combate: en
esos casos reducíanse todas las ceremonias á dar la pescozada ó
espaldarazo dos ó tres veces en el hombro del candidato con el plano
de la espada, diciéndole en alta voz: _Os hago caballero en nombre
del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo_. Solia ser otras veces
el teatro honroso donde se conferia la orden de los valientes,
leales y esforzados, un torneo, un campo de batalla, el foso de un
castillo sitiado ó asaltado, la brecha abierta ya de una torre,
ó una fortaleza feudal. En medio de la confusion y tumulto de la
refriega, arrodillábase el escudero á las plantas del rey, del
general, ó de un caballero cualquiera acreditado ya por sus altos
hechos de armas. Cuando el famoso Bayardo, caballero sin tacha y
sin reproche, confirió de esa suerte la orden de caballería al rey
Francisco II, “O espada mia, esclamó, mil y mil veces venturosa por
haber dado hoy la orden de caballería á un rey tan grande y tan
poderoso, yo te conservaré como preciosa reliquia, y te preferiré
siempre á cualquiera otra.” Despues, añade el historiador que nos ha
conservado este rasgo singular, dió dos saltos y envainó su espada.
En tiempos de paz, y cuando posteriormente hubo llegado esta famosa
institucion á su mas alto grado de esplendor y á su verdadero apogeo,
se solia aprovechar, para conferirla á los escuderos que se habian
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