El doncel de don Enrique el doliente, Tomo III (de 4) - 4

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—No la recuerdes: mi falta de confianza acaso... el paso que dí... si
llegó á cerciorarse de que era yo...
—Pudiera ser; pero me parece que tiene alguna cosa mas.
—¿Qué cosa?
—Yo he oido decir que los zelosos hacen lo mismo que vuestro esposo.
—¡Jaime! ¿Seria posible que Hernan Perez abrigase la menor duda
acerca de la virtud de su consorte...?
—No digo eso; antes creo todo lo contrario. Alguna vez le he solido
sorprender, hablándose solo á sí mismo: acaso me tenga rencor por
eso... _Elvira me ama_, decia antes de ayer cuando yo le encontré
distraido, _me ama tanto como yo á ella_, _es imposible_: _no era
culpable_...
—¿Eso decia?
—Eso le oí...
—¡Dios mio! ¡cuán ingrata soy! Y en ese caso, esos zelos que dices...
—Esos zelos puede tenerlos de alguno, aun sin pensar que vos...
—¿De alguno?
—Escuchad. Ayer en la corte miró á un caballero, que conoceis, de una
manera... ¡Ay! si sus ojos hubieran sido rayos, con la velocidad del
relámpago hubiera sido reducido á cenizas el caballero.
—¡Cielos! ¿Qué os hice yo para merecer tanto rigor?
—Y como se dice que ya en una ocasion ha tenido algun lance con el
mismo caballero, y que sus heridas...
—Basta, Jaime, no despedaces mi corazon; tú que le conoces, tú que
sabes cuán inocente soy...
—¡Oh! si yo fuera esposo de la hermosa Elvira, ¡qué pocos cuidados
me habian de dar los zelos! ¡cómo dormiria á pierna suelta! ¿no es
verdad, prima?
Un estremecimiento involuntario fue la única respuesta de Elvira y un
profundo silencio, indicio de la mayor distraccion.
—¿No es verdad, prima? preguntó de nuevo el inesperto niño, volviendo
á aplicar el dedo imprudentemente en la llaga. Ello, por otra parte,
á mí me da lástima.
—¿Qué te da lástima? preguntó Elvira.
—Si viérais en qué estado está mi pobre amigo; el que me solia llamar
así...
—¿Qué amigo?
—¡Qué amigo quereis que sea! Si viérais que rostro tan pálido... tan
desfigurado... Por fuerza está muy malo... Si el amor es capaz de
hacer tantos estragos, no quiero nunca enamorarme.
—¿Qué dices, Jaime?
—Lo que oís: solo que yo no lo entiendo, cuando oigo decir que Macías
está asi porque quiere bien. Yo os quiero bien; no os podrá querer él
mas, y sin embargo váme bien de salud. A pesar de eso todos dicen que
está enamorado.
—¿Lo dicen todos? ¡Imprudente!
—Un caballero tan aventajado, tan...
—Jaime, te he prohibido que me hables de él: ¡por piedad!
—Bien, prima, bien: no os aflijais. En confianza... añadió
sonriéndose, es lo último que voy á decir... no tengais cuidado... en
confianza, se me figura que no estais vos mejor que él...
Elvira se cubrió el rostro con su pañuelo y apretó involuntariamente
la mano del pagecillo, que continuó...
—Yo os aseguro que si le viérais... y le hablárais...
—Jaime, dijo volviendo en sí Elvira y levantándose, nunca, ni verle,
ni hablarle... ni hablarme nada de él; lo he dicho ya.
—¿Tan delincuente puede ser? Porque os ama...
—Porque es mi voluntad, page. Callad.
—Pero haceos cargo de que si está enamorado, segun dicen, ¿cómo
puede él dejar de amar, ni qué culpa tiene? Yo no creía que fuérais
tan rencorosa. ¡Ah! si de ese modo pagais el cariño de los que os
quieren bien, os dejaré yo de querer...
—No hay remedio, Dios mio, no hay remedio, esclamó Elvira
desesperada. No he de volver los ojos donde no le vea. No he de oir
hablar sino de él. Si no quereis, Dios mio, mi perdicion, empezad por
apartar su imágen de mis ojos, su recuerdo de mis oidos. Yo os lo
pido, y os lo pido de corazon. No quiero sucumbir, no quiero.
—Ved, prima mia, que siento pasos, y que si llega alguien y os ve de
esa manera, pensará que os he reñido yo á vos, en vez de reñirme vos
á mí.
—Sí: voy á enjugar mis lágrimas. Jaime, ríes, porque no conoces el
mundo todavia: no crezcas, ¡ay! no salgas nunca de tu dichosa edad.
Dichas estas palabras, que dejaron un tanto cuanto reflexivo y
meditabundo al pagecillo, que no veía muy claro todavia qué peligro
podria haber en crecer como todos habian crecido antes que él,
retiróse Elvira por no ofrecer su rostro descompuesto en espectáculo
á la persona que iba á entrar, si no engañaba el ruido de los pasos,
que cada vez se oían mas cerca.
Apenas habia desaparecido, cuando un caballero embozado en su capilla
entró mirando con espantados ojos á una y otra parte.
—Tampoco, dijo, tampoco está aqui.
—¿Adónde vais, señor? preguntó el page, asombrado del desorden que
reinaba en su fisonomía y en toda su persona, ¿adónde de esa suerte?
—¿Jaime, eres tú? Pues bien: he de verla.
—¿Habeis de verla? ¿á quién?
—¿A quién? ¿hay otra en el mundo por ventura? ¿conoces tú otra?
—¿Estais loco?
—Sí lo estoy, estoy lo que quieras, con tal que me la enseñes. Verla,
no mas verla, ¿Dónde está?
—¡Desdichado! ¿Y Hernan Perez, señor?
—¡Ah! Hernan Perez no vendrá. Ahora halconea con el rey en la rivera.
Me he perdido de propósito por encontrarla.
—¿Pero no veis cuán mal hecho es lo que haceis?
—¡Mal hecho! ¡mal hecho! ¡Siempre la reconvencion, siempre el deber,
y siempre la virtud! ¿Quién te ha dicho, page, que estoy obligado á
hacerlo todo bien? ¡Peor hecho es ser ella hermosa!
—¡Qué palabras! Pues advertid que ver á mi prima es imposible.
—¿Imposible? repitió con una amarga sonrisa el doncel. ¿Por ventura
no está?
—Estar... respondió con algun embarazo el page, eso... Mirad: está;
pero si quereis creerme, es como si no estuviera. Para vos debe ser
lo mismo.
—¿Por qué?
—Porque está mala. ¡Ah! Señor, si la viérais... tened compasion...
—¡Compasion! ¿La tiene ella de mí? Pero, Jaime, ¿qué mal, qué
dolencia...?
—Yo no sé. Se entristece, no duerme, no come, llora...
—¿Llora? ¿Sufre?
—Ya veis, pues, que es imposible.
—Ahora mas que nunca la he de ver.
—¿Qué hablais? Yo creía que con deciros...
—¡Ah! con que me engañas, page... ¿no es cierto cuanto me dices...?
—Como el evangelio, señor caballero; pero... en una palabra, díjome
no ha mucho... Mas aguardad. Si no me engaño ella viene...
—¿Ella? ¿Elvira?
—Salid, pues: ved que no gustará...
—¡Que salga! No, page, no.
—Pero reparad... ¡Anda con Dios! ¡allá os avengais! Yo no pude
hacer mas, dijo el page encogiendo los hombros al ver que Macías,
apartándole con brazo poderoso, se dirigia hácia donde sonaba el
ruido de los pasos.
—¿Qué altercado es ese, Jaime? salió diciendo Elvira. ¡Santo Dios!
añadió en cuanto vió al doncel, que arrodillado ya á sus pies parecia
implorar el perdon de su audacia y su descortesía. ¡Qué imprudencia,
señor, y qué osadía! ¿Qué haceis? ¿Vos en mi habitacion?

—Sí, bien mio, respondió Macías. Vana es ya la porfia: inútil la
resistencia; yo os amo, Elvira.
—¡Ah! ¿qué intentais? Alzad, señor, volveos.
—¿Adónde quereis, Elvira, que me vuelva? dijo Macías, levantándose y
estrechando entre sus manos las de su amante. El mundo entero está
para mí donde estais vos. No hay mas allá.
—¡Silencio! Si mi esposo...
—Elvira, no temais...
—Salid. Os lo ruego, os lo mando.
—¡Delirio! ¿Os parece que cuando me decidí á accion tan aventurada,
cuando me espuse y os espuse á vos misma á los riesgos de esta
entrevista, fue para volverme despues de lograda?
—Yo tiemblo. Jaime, dijo Elvira, si por ventura oyeses...
—Perded cuidado, prima mia... respondió Jaime.
—Corre, sí: si le vieses venir...
—Jaime os probará su fidelidad.
Dicho esto, salió el inteligente pagecillo, bien resuelto á ejercer
la mas activa vigilancia para evitar qué la locura imprudente del
doncel acarrease á su prima mas funestas consecuencias que la de
haber de convencerle de cuán temerario era el paso que acababa de dar
en aquel momento. Macías dirigió al page que desaparecia, una mirada
en que se podia leer claramente una larga accion de gracias al cielo,
que le proporcionaba por fin aquella secreta ocasion de vencer el
desden de la señora de sus pensamientos.
—¡Ah! Macías, si sois generoso, si sois caballero, oid mis ruegos
por piedad. Idos. Soy muger, y os lo ruego. A vuestras plantas si
quereis...
—¡Elvira! gritó Macías fuera de sí levantando á la hermosa Elvira.
Oidme. Un momento no mas. Oidme, y partiré. Tres años, señora, hace
que os ví la vez primera; tres años os amé, y os amo, yo os lo juro,
como nadie amó jamas: igual tiempo callé. Mil veces fue á escaparse
de mis labios la palabra fatal: mil veces la sofoqué: la inmensidad
de mi amor la ahogó en el fondo de mi corazon. Mis ojos, sin embargo,
os lo dijeron. ¿Cómo imponerles silencio? Ellos hablaron á mi pesar.
¿Por qué los vuestros me respondieron? Calláran ellos, y muriera yo
callando. Ellos me animaron empero. Bien lo sabeis, señora. Mi amor
es obra vuestra.
—¿Mia? ¡Ah! ¡sed, doncel, mas generoso!
—¿Pedisme generosidad? ¿La usásteis vos conmigo? ¿Vos me pedis
virtudes? Pedidme amor, señora. Es lo único que os puedo dar. Amor,
y nada mas. Si es virtud el amar, ¿quién como yo virtuoso? Si es
crímen, soy un monstruo.
—¡Silencio!
—¿Por qué? ¿Pensais que la naturaleza ha podido imprimir con
caractéres de fuego en el corazon del hombre un sentimiento sublime,
un sentimiento de vida, eterno, inestinguible, para que se avergüence
de él? ¡Ah! No la hagais injuria semejante. Cuando lanzó la muger al
mundo, _la amarás_, dijo al hombre; inútil es resistirla. Sus leyes
son inmutables. Su voz mas poderosa que la voz reunida de todos los
hombres. Os amo, y á la faz del mundo lo repetiré; harto tiempo lo
callé...
—¿Pero podeis ignorar, Macías, que mi estado...?
—¿Vuestro estado? Preguntadle á mi corazon por qué latió en mi pecho
con violencia cuando os ví por la vez primera. Preguntadle por qué
no adivinó que lazos indisolubles y horribles os habian enlazado á
otro hombre. Nada inquirió. Yo os ví, y él os amó. ¿Por qué, cuando
dispuso el cielo de vuestra mano, no dispuso tambien de vuestra
hermosura? Si solo para un hombre habeis nacido, ¿por qué os dió el
cielo belleza para rendir á ciento?
—Vos delirais, Macías.
—Si es delirio el amaros, deliro, y deliro sin fin. Si en mis
acciones, si en mis palabras echais de menos por ventura la razon,
vos la teneis sin duda, que vos me la robásteis. Vuestros son tambien
mi locura y mi delirio.
—Falso es, Macías, lo que hablais; es falso. Ni vos me amais ahora,
ni me amásteis jamas. ¿Dónde aprendísteis á amar de esta manera?
Me veis, y vuestros ojos, funestamente clavados en los mios, estan
diciendo á todo el mundo: ¡_Yo la amo_! Corro al campo á buscar la
tranquilidad que en vano me pide mi corazon en la ciudad, y alli
Macías, alli donde yo voy. Veis á mi esposo, que al fin, Macías,
es mi esposo, es cosa mia, y haceis gala de decir á las gentes con
vuestras fatídicas miradas: _Porque ella es suya le aborrezco_. ¿Y
por qué, imprudente, no he de ser suya? ¿Qué hizo él acaso para
merecer tanto odio? ¿Qué haceis vos que él no haya hecho, y antes,
doncel? ¿Gustais de mí decís? Tambien él lo decia. ¿Puede ser en él
crímen el amarme, y en vos...?
—Crímen, sí, crímen imperdonable, que solo con mi sangre ó con la
suya...
—Basta ya, temerario. ¿Y vos me amais, doncel? ¡Y vos me lo decís!
Os encuentra ese esposo á mis plantas casi, no hunde su acero en
vuestro corazon como debiera sin duelo alguno, y ¿vos le provocais y
osais contra él alzar el insolente acero? ¿Eso es amar, Macías? Nadie
hay en la corte que al pronunciar vuestro nombre, no pronuncie el
mio al mismo tiempo. ¿Por qué esa union fatal? Vuestra imprudencia
acaso...
—¡Mi imprudencia!
—Y no contento con perderme para siempre, no contento con haber
llenado de luto mi corazon, con haber hecho de mis ojos dos fuentes
de lágrimas inagotables, ¿osais aun, á riesgo de ser hallado,
traspasar el dintel de mi puerta, osais comprometer mi vida... mi
honor...?
—¿Yo, Elvira? ¡Maldicion sobre mí!
—¿Eso es, decidme, lo que debia yo prometerme de ese amor tan
decantado? ¡Ah! Macías, si os amára, ¡cuán infeliz seria!
—¡Si me amára!
—¡Cuán infeliz! Vos mismo habeis cavado entre los dos un abismo
insondable...
—Abismo que se llenará, que yo traspasaré, ó donde entrambos nos
hundirémos. Me amas, Elvira, me amas. Tu llanto, tus acentos, esa
voz trémula y agitada, la tempestad, que anuncian tus palabras, son
señales harto ciertas que descubren el volcan inmenso que arde en tu
corazon. Si fui imprudente, lo confieso tu tuviste la culpa: ¿Por qué
no me inspiraste una de esas débiles pasiones, un amor pasagero, de
esos que es dado al hombre disimular, de esos que no se asoman á los
ojos, que no hablan de continuo en la lengua del amante, de esos que
pasan y se acaban, y dan lugar á otros? Ay, tú lo ignoras, Elvira.
Hay un amor tirano; hay un amor que mata; un amor que destruye y
anonada como el rayo el corazon donde cae; que rompe y aniquila la
existencia; y que es tan facil de encerrar, en fin, en lo profundo
del pecho, como es facil encerrar en una vasija esos rayos del sol
que nos alumbra.
—Macías, ¡por piedad!
—No: sufre ahora, que yo sufrí tambien, y sin consuelo, sin
indemnizacion, sin premio. Una vez no mas te hablo en la vida,
pero me has de oir. ¿Temes el mundo? Bien. Habla, es verdad, habla
imprudente lo que sabe, lo que no sabe, lo que existe, y lo que acaso
jamas existirá. Témele tú en buen hora. Yo le aborrezco. Huyamos de
él, huyamos para siempre. Una lanza para mí, y un caballo para los
dos. Basta.
—¿Qué escucho? ¿adónde quereis llevarme?
—Donde no haya hombres, Elvira; donde la envidia no penetre. Una
cueva nos cederán los bosques: amor la adornará; tú misma con tu
presencia. Solo nosotros hablarémos de nosotros. El leon alli no
contará á la leona, con maligna sonrisa, que Macías ama á Elvira. Las
fieras se aman tambien, y no se cuidan como el hombre del amor de su
vecino. El viento solo lo dirá á los ecos, que nos lo repetirán á
nosotros mismos. Ven, Elvira, bien mio.
—Macías, dijo Elvira desasiéndose de los opresores lazos del doncel,
vos os dejais llevar de vuestro loco arrebato. Vos me tuteais...
—¿Y qué importa, señora, que no se tuteen nuestros labios, si
nuestros ojos se tutean?
—¡Ea! partid, dejadme; añadió Elvira con una emocion dificil de
esplicar. Por la última vez dejadme.
—Decidme que me amais, y partiré. Una vez sola, una vez; decidme que
he de volver á veros, que he de volver á hablaros...
—Soltad; es imposible.
—Amadme, Elvira: ¡por piedad!
—¡Nunca! ¡jamas! os aborrezco.
—¿Me aborreceis? ¿no hay en el cielo rayos? ¿no hay quien me mate?
¡Fernan Perez!
—¿Qué haceis?
—Llamarle. Lleve mi vida quien se llevó mi dicha. ¡Fernan Perez!
—¡Teneos! Macías. Bien: yo...
—Acaba, acaba.
—Yo os... imposible, jamas. Os aborrezco.
—¿Y lo dices llorando? Tus lágrimas ardientes corren hasta mis manos.
Huyamos. Los amantes son solo, Elvira, los esposos... inútil es la
lucha...
—No, no, Macías: hay un Dios. Hay un Dios que nos ve. Mi deber es
primero. ¡Santo Dios! esclamó prosternándose la desdichada Elvira,
¡dadme fuerza y virtud! Sola no basto á resistir.
—¿Qué escucho? ¡Es mia, es mia!
Macías estrechaba sobre su corazon á la infeliz Elvira, que exánime
y sin sentido no oponia á su loco arrebato mas resistencia que la
pasiva inmovilidad del estupor y del asombro.
—Él viene, gritó de pronto una voz harto conocida á los oidos de
Macías y de Elvira. Él viene, repitió de alli á un momento. Asi
resonó en el corazon del doncel, como el eco lúgubre del bronce, que
anuncia al amante parado en la playa la despedida del buque que lleva
consigo el tierno objeto de sus ansias.
—¿Viene, Jaime...? preguntó Elvira fuera de sí. ¡Dios mio! Salid,
señor, salid. ¿Veis á qué estremidad me reduce vuestra imprudencia?
—Decidme, pues, contestó Macías deteniéndola aun, decidme una palabra
sola de consuelo.
—¡No, no! contestó Elvira mirando á todas partes con la mayor
agitacion.
—Ved que no es tiempo ya, repitió el pagecillo mirando por entre los
coloreados vidrios de una rasgada y gótica ventana.
—¡Mi honor, mi honor, Macías! esclamó Elvira.
—Hablad, pues...
—Bien: sí, lo que gusteis diré, pero ocultaos.
—Solo por tí...
—¡Hacedlo por mí! Sí. Ved ese gabinete. Armas es lo que hay dentro.
Rara vez llega á él. Presto: ocultaos.
Echó Macías una ojeada de dolor á Elvira, y otra de despecho hácia
la puerta por donde debia tardar muy poco en entrar el hidalgo:
impelido, sin embargo, por el brazo de Elvira, que suplicante le
rogaba con lágrimas en los ojos que salvase su honor, ocultóse en el
gabinete, y cerróse por sí misma tras él la pesada puerta.
—¡Dios mio! esclamó Elvira. ¡Perdon, perdon! Vos veis, Señor, mi
inocencia desde los cielos. ¡Dadme valor para la amarga prueba que me
falta!
No bien habia acabado de decir estas palabras, y de enjugar
precipitadamente las lágrimas que se habian agolpado á sus ojos, rogó
al pagecillo, no menos asustado que ella, que no se separase de su
lado en aquel crítico momento, en que necesitaba su serenidad toda y
la de un amigo ademas para no revelar ante los perspicaces ojos de
su marido la terrible emocion que dominaba en su pecho. Poco despues
entró Fernan Perez. El lector nos perdonará si dejamos para otro
capítulo la prosecucion del cuento de las cuitas de la infeliz Elvira.
[Ilustración]


CAPITULO XXVIII.
E si por ventura quieres
saber por qué soy penado,
plácete, porque si fueres
al tu siglo trasportado,
digas que fui condepnado
por seguir damor sus vias,
é finalmente, _Macías_
en España fui llamado.
_D. Enr. de Villen. Infierno de los enamorados._

Suponemos de buena fé que pocas de nuestras lectoras se habrán
encontrado en la situacion de Elvira, si bien no nos atreviéramos
á asegurar otro tanto de nuestros lectores con respecto á la del
encerrado doncel. Era efectivamente aquella bastante estraordinaria.
En valde habia dirigido la virtud mas rígida todas las acciones y
palabras de Elvira: en valde habia resistido, á costa de los mayores
tormentos, á la encendida pasion de su imprudente amante. Una
inesplicable fatalidad pesaba sobre ella y sobre cuanto la rodeaba.
Ella habia inspirado inocentemente una pasion frenética, que solo
podia emponzoñar su vida ó adelantar su muerte; pero semejante á la
abeja, que se lastima al picar y deja perdido el aguijon en la herida
que hace, Elvira no habia ganado el corazon del doncel sino á costa
del suyo. Mas virtuosa, como muger, luchaba mas tiempo, pero luchaba
con un enemigo mas fuerte que ella, y solo la mano del Todopoderoso,
que acababa de implorar, podia salvarla del hondo precipicio que ante
sus pies miraba. Amaba á su esposo por otra parte; y ¿cómo no amarle?
Era, pues, tan inocente como desgraciada.
La misma fatalidad que pesaba sobre Elvira, habia alcanzado al
doncel. Habia bebido sin saberlo la ponzoña que corria por sus venas.
Largo tiempo habia luchado tambien el deber con el amor; pero un
concurso de circunstancias no buscadas le habian venido á poner en
tal estado, que asi le era facil sacudir el yugo, como le es facil á
la débil paloma desasirse de las crueles garras del sacre devorador.
La puerta del gabinete donde Macías habia entrado era compuesta de
dos altas hojas, construidas segun el gusto gótico, ó por mejor
decir, gótico arabesco, que tenian entonces todos los adornos
arquitectónicos. Pero en cada una de sus hoyas una ventanilla cerrada
por una cruz de hierro, y puesta á la altura poco mas ó menos de una
persona, proporcionaba desgraciadamente al caballero la deplorable
facilidad de ver cuanto pasaba en la cámara donde los dos esposos
estaban, no pudiendo ser él visto á causa de la oscuridad en que se
hallaba sepultado aquella especie de astillero ó gabinete de armas,
que no tenia mas luz que la que del salon inmediato recibia.
El semblante pálido y deshecho de Elvira, sus ojos encendidos de
llorar, una indefinible tristeza que oscurecia sus facciones, como
una nube oscurece el dia, y cierta agitacion particular, hija del
temor y del cuidado con que entonces estaba, la hubiera hecho
interesante á los ojos de cualquiera, por indiferente que hubiera
sido á los tiros del amor. Hacia tiempo por el contrario que no habia
tenido Hernan Perez un dia que tanto hubiese contribuido á disipar su
natural melancolía. Habia cazado con su alteza y con don Enrique de
Villena, que ambos á dos le habian colmado de favores: aquella habia
sido la primera vez que se habia hallado en público en calidad de
caballero, y el corazon del hombre es harto débil para no lisonjearse
de semejantes distinciones. Deseaba partir con una persona querida su
satisfaccion; ¿y con quién mejor que con su esposa? Dirigióse á ella
con un semblante mas animado y franco de lo que comunmente solia.
—¿He tardado? ¿no es verdad, Elvira? dijo acercándose á ella con un
hermoso azor en el puño izquierdo. ¿He tardado?
—No, Hernan: antes paréceme que habeis venido...
—¿No me esperábais todavia? Esta es la suerte de los maridos. Nunca
se los espera.
—¡Santo Dios! dijo para sí Elvira, hasta cuyo corazon habia penetrado
esta casual alusion.
—¿Estais triste, Elvira? continuó Hernan acariciando al pájaro
distraidamente. Cualquiera diria que habíais cometido alguna accion
de que tuviéseis que avergonzaros. Si os hubiera sorprendido con un
amante, ¿no tendríais la cara mas lastimosamente melancólica? Si he
venido á haceros mala obra...
—¡Esposo mio! esclamó Elvira destrozada en su interior, sabeis que
ha tiempo que la debilidad de mi cabeza...
—Tenaces son esos males de cabeza y terribles, añadió Hernan. Tambien
está triste este pobre pájaro. Miradle, Elvira. Su alteza acaba
de cambiármele por el mio: ha cazado tan bien esta mañana, que ha
querido quedarse con él. Nos ha encantado á todos. ¿Quereis creer que
cuantas veces le ha soltado su alteza y don Enrique de Villena, otras
tantas ha vuelto con la presa? Solo una vez que le solté yo se vino
con las garras vacías. Sobre eso quiso su alteza darme vaya.—¡Ea!
dijo; Vadillo, hoy no estais para cazar. Hoy no cogeréis pájaro
ninguno... ¿Qué teneis, Elvira...? Sobre eso fue tal la rabia que
concebí, que se lo ofrecí al rey, y de buena voluntad. Efectivamente,
no era mi estrella cazar hoy. De alli á poco su alteza se empeñó en
que le soltára su doncel favorito... y tambien cazó, pero yo nada.
Verdad es que Macías caza bien. ¿Pero, esposa, os alterais? esa
agitacion... acaso... su nombre solo os ofende. ¿Tanto le aborreceis?
¿recordais por ventura...? Pero veo que os incomoda demasiado.
Nunca hemos hablado de eso. No hablemos jamas ya. Volviendo á la
caza, Elvira, está visto que hoy no cazo. Dióme, pues, este azor en
cambio del mio, y ¡par diez! que está triste. Acaso habrá dejado
su compañera al venir á mi poder. Los animales nos dan ejemplo de
fidelidad, ¿no es verdad, Elvira? Capaz será de morirse. ¡Azor!
¡azor! Solo por eso le quiero. Él no caza hoy, es verdad: en eso se
parece á mí: pero es fiel, y váyase lo uno por lo otro; ¡por que en
eso se parece á vos!
Volvia Elvira la cabeza á una y otra parte: tosía, bostezaba,
cubríase el rostro con el pañuelo; pero la agitacion que en su
esterior se notaba, era comparada con el desorden de sus pensamientos
y la lucha atroz de sus sensaciones, lo que es la arrugada superficie
del mar, azotado por una blanda brisa, comparada con el furor y
embate de las montañas de agua que subleva y despide contra el cielo
una deshecha borrasca. Al pajecillo íbasele un color y veníasele
otro, que aunque de corta edad, ni se le ocultaba el riesgo del
encerrado mancebo, ni el de Elvira si llegaba á ser descubierto, ni
la terrible simpatía que entre aquella situacion y el diálogo del
hidalgo reinaba.
Comenzó éste á parar la atencion en el singular estado de su
esposa.—Os entiendo, Elvira, dijo despues de un momento de pausa,
os entiendo. Las conversaciones de dos esposos que se aman no han
menester testigos, y vos teneis sin duda algun secreto que fiarme.
—¿Yo? preguntó azorada Elvira. ¿De qué inferís...?
—Sí; Jaime, continuó Hernan Perez, yo te llamaré.
—Ah, dejadle, señor: el page no incomoda...
—No importa. Lleva este azor adentro. Que le cuiden. Que no se escape
sobre todo: era el favorito de su alteza, y tan ilustre huésped no
puede sino honrar mi casa.
Preciso le fue al page obedecer. La orden estaba dada de una manera
muy positiva, y el haber insistido por otra parte demasiado solo
hubiera conducido á dar sospechas.
Elvira hizo un esfuerzo para levantarse, y dirigiéndose al page,
bastante separado ya de su esposo, aparentó acariciar al ave, pero
díjole en realidad al oido:—Jaime, vuelve dentro de un momento; si
he conseguido apartar de aqui á Hernan Perez, facilita la salida al
caballero. ¡Y que no vuelva nunca, nunca!
—Bien, querida prima, respondió el page en voz alta, no es este el
primer pájaro de que he cuidado. Yo os aseguro que se le tratará
como merece. ¡Azor! ¡azor! se fue diciendo en seguida, y saltaba al
mismo tiempo aparentando con la mayor inteligencia el indiferente
atolondramiento de su alocada edad.
—Pienso, Hernan Perez, dijo Elvira acercándose á su esposo, que el
aire libre me sentaria bien. Si quisiérais, pudiéramos...
—Esposa mia, repuso Hernan Perez, cuyos deseos de conversar á solas
con Elvira irritaban mas y mas los obstáculos que se le querian
oponer, no lo creais. Se ha levantado un viento fuerte, que solo
podria perjudicaros. Venid y sentaos á mi lado. No es mi carácter,
Elvira, esa fatal reserva que circunstancias desgraciadas me han
hecho usar con vos de algun tiempo á esta parte. El corazon del
hombre se cansa del silencio: llega un caso, por fin, en que
necesita, como el agua oprimida, un desahogo. Me es necesaria,
Elvira, una larga esplicacion.
—¡Dios mio! dijo Elvira para sí: ¡en vuestras manos me encomiendo!
resignada con esta breve oracion mental, sentóse trémula y agitada
al lado de Hernan, que cogiéndole una mano y oprimiéndosela
cariñosamente, no ya como un marido, sino como un amante, continuó
clavando tiernamente sus ojos en los de ella.
—Sí, Elvira, oidme. Si os creyese una muger vulgar, una muger capaz
de guardar secretos para vuestro esposo, no os abriria mi corazon.
Pero ¡ah! vos sois víctima tambien hace ya tiempo de esta fatal
reserva que ha helado nuestra existencia. Maldicion sobre el ser
impasible y yerto, que cerrado siempre para sus semejantes, vive solo
dentro de sí y solo para sí. Su consorte es un vivo, condenado á
vivir atado á un cadáver.
—¿Qué decís?
—Sé que el destino ha arrojado entre nosotros un ser desgraciado:
sé que una inclinacion á que dísteis acaso demasiado imperio sobre
vuestro corazon...
—¡Hernan Perez! esclamó asustada Elvira.
—Sí: ¿á qué negarlo? Vos amábais á la condesa, mas acaso de lo que la
misma amistad tiene derecho á exigir.
—Cierto que la amé siempre mucho, interrumpió Elvira con mas
serenidad.
—No culpo en vos ese sentimiento, si bien pudiera estar zeloso de
él. Nace de un corazon generoso; pero...
—Permitidme que en ese punto no dé oidos, señor, á vuestras
reconvenciones... dijo Elvira pensando mas en abreviar el diálogo que
en meditar prudentemente sus respuestas.
—¿Es posible, Elvira, es posible?
—He jurado guardar silencio...
—¿Pero cuál misterio...?
—Permitidme que calle ahora: algun dia sabreis, y no está lejos tal
vez, que esa misma amistad que me echábais no ha mucho en cara, os
hace mirar á don Enrique bajo un aspecto falso. Básteos saber que no
he creido faltaros...
—Dejemos en buen hora ese punto, si tanto os incomoda, Vengamos á
otro. Sabeis, Elvira, que soy vuestro esposo... Hay un hombre sin
embargo...
—Esas palabras, señor... ¡Ah! soy inocente, esclamó Elvira
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