El cuarto poder - 19

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y tuvieron por alcalde a don Rufo, más de año y medio, a la hora
presente padecían las amarguras de la derrota. Aún tenían mayoría en la
corporación municipal, aunque escasa. Pero los del Camarote se habían
arreglado en Madrid de tal manera, que lograron hacer nombrar alcalde a
Gabino Maza. Decíase que esto se debía al pasteleo repugnante de Rojas
Salcedo. Advirtiendo éste en las últimas elecciones municipales bastante
progreso en las fuerzas de los del Camarote, se había inclinado de su
lado. No hay para qué decir la tempestad de odios y amenazas que contra
él se levantó por tal motivo entre los partidarios de don Rosendo.
Se había entablado una lucha feroz. Cada sesión del ayuntamiento era un
escándalo. Los de Maza habían hecho procesar a la corporación saliente,
por dilapidación de fondos: tenían al juez de primera instancia por
suyo. Los de Belinchón contaban con que en la Audiencia les harían
justicia. Mas por aquello que dicen que dijo Dios: _ayúdate y
ayudaréte_, se ponían en juego poderosas influencias para conseguirlo.
Cartas iban y venían de Madrid. Los del Camarote no se descuidaban
tampoco para estorbarlo. Maza deslomaba a sus contrarios con la vara de
la justicia. Como la mayoría de don Rosendo era sólo de dos votos, urdía
tramas admirables para arrancárselos. Unas veces convocaba a sesión
extraordinaria a horas en que a alguno de ellos le fuera imposible
asistir; otras, mandaba recados fingidos a ciertos concejales,
anunciándoles que se había suspendido; otras; en el momento de ponerse a
votación cualquier asunto, lo hacía con palabras ambiguas de acuerdo con
sus amigos, para que los de don Rosendo se confundiesen y votasen contra
sí mismos, como sucedió en más de una ocasión. En más de una también,
dejó cerrados en la secretaría a algunos concejales llevándose la llave.
Después que los padres del municipio se hartaban de gritar y dar golpes
a la puerta, venía un alguacil a abrirles; pero ya se había efectuado la
votación. Gracias a estas y otras tretas, a las arbitrariedades sin
cuento que cometía, vengábase el bilioso ex marino de sus enemigos, que
era un primor. Su táctica consistía en atacarlos donde más les dolía;
esto es, en sus bienes inmuebles. Cuando en alguna calle había una o más
casas de cualquier socio del Saloncillo y ninguna de sus amigos, hacía
que el arquitecto municipal variase la rasante, dejándola más baja. De
esta suerte se descubrían los cimientos de las casas y corrían riesgo de
venir al suelo, además de la molestia consiguiente de poner escaleras
para subir al portal. A los pocos meses de ser alcalde, había más de
veinte casas en Sarrió con los cimientos al aire. Otras veces, hacía
subir la rasante para que cuando lloviese fuerte, se inundasen. Como es
natural, tales picardías despertaban fuerte clamoreo en los partidarios
de Belinchón, rabiosas diatribas por parte del _Faro_, y tumultos sin
cuento en las sesiones municipales. Pero a Maza se le daba por todo una
higa. Seguía impasible sus inauditas reformas urbanas, escuchando con
sonrisa cruel las quejas de sus víctimas, contestando con sarcasmos
feroces a los discursos de los oradores del bando contrario.
Marcones introdujo a don Mateo en una sala contigua al salón de
sesiones. La tribuna destinada al público era demasiado asquerosa para
entrar en ella una persona decente. Además, le interesaban muy poco las
peleas de aquellos gallos ingleses. En la misma sala estaban sentados
departiendo amigablemente los dos notarios de la población, don Víctor
Varela y Sanjurjo. El uno era un viejo, pequeño, de ojos saltones, con
enorme peluca, tan groseramente fabricada, que parecía de esparto; el
otro, un hombre de media edad, pálido, con bigote entrecano y cojo de
nacimiento. Saludóles nuestro anciano como antiguos amigos, a quienes se
ve todos los días. A nadie en el radio de la villa dejaba de saludar don
Mateo.
—¿Esperando que termine la sesión, eh?
—Sí, señor—respondió uno con sequedad y reserva que quitó al anciano
el deseo de entrar en más averiguaciones.
Buscó otra conversación, la que más podía complacer a los depositarios
de la fe pública; la caza. Los dos eran crueles perseguidores de las
codornices, peguetas y chochas; pero mucho más terribles y empedernidos
aún de las liebres. Apenas venían algunos días despejados, estos veloces
o inocentes animales tenían que sufrir una violenta persecución por
parte del gremio notarial, activamente secundado por media docena de
galgos que, para que mejor corriesen, se les dejaba morir de hambre.
Hablar de las liebres, era para don Víctor y Sanjurjo la antesala del
Cielo. Levantarlas con las varas, metidos en la maleza hasta la cintura,
el Cielo mismo.
—¡Qué lástima de día!—exclamó don Víctor dando un suspiro y mirando al
cielo por los cristales del balcón, llenos de polvo.
—Verdad—contestó Sanjurjo, dando otro suspiro.—Sin embargo, la tierra
de Maribona puede que esté un poco blanda; llovió bastante estos días.
—¡Qué ha de estar!—profirió don Mateo.—Ahora en el verano pronto se
seca. Además, toda aquella región es caliza y absorbe el agua
fácilmente.
Los notarios le miraron con enternecimiento.
—Me ha dicho Pepe la Esguila—prosiguió—que los paisanos han visto
saltar las liebres estos días en Ladreda.
—Ya lo sabemos,—dijo Sanjurjo.—Hoy, si no fuera por un quehacer que
nos ha salido, hubiéramos ido a allá.
Al mismo tiempo hacía un signo de inteligencia a don Víctor.
—Pues Pepe debió de irse esta mañana con Fermo. Eso me dijeron al menos
ayer noche.
Los notarios se miraron consternados.
—¡Qué le decía yo a usted, Sanjurjo!—exclamó don Víctor.
—Francamente, me engañó ese tuno... Bueno; alguna dejarán... Mañana
iremos usted y yo, don Víctor.
Pero la noticia les había puesto tristes. Guardaron silencio obstinado.
Dentro del salón se oían voces descompasadas, fuertes rumores. Alguna
vez sonaba el agudo repique de la campanilla presidencial, llamando al
orden.
Don Mateo, pesaroso de no haber acertado aquella vez a animar la
conversación, la estableció de nuevo, encarándose con Sanjurjo.
—Hombre, parece mentira que usted con su defecto en la pierna, pueda
dedicarse a la caza.
—¿Quién? ¿éste? Ahí donde usted le ve, corre como un galgo—exclamó don
Víctor con cariñoso entusiasmo.—En cuanto se pone sobre la pista de la
liebre, deja de ser cojo. Yo le digo que eso de la cojera lo ha
inventado él para llamar la atención. Tan cojo es, como usted y como yo.
—¡Si usted me lo hiciera bueno!—profirió Sanjurjo, sonriendo con
resignación.
Aquel toque de broma, les puso alegres. Don Víctor contaba las proezas
de su compañero en diversas ocasiones. Un día, para correr mejor, se
había puesto en cuatro patas: era una exhalación.—¿Cómo?—preguntaba
don Mateo asombrado,—¿en cuatro patas?—Lo que usted oye. Sanjurjo se
reía a carcajadas, afirmando que había aprendido a correr así de niño,
cuando su cojera era más pronunciada y no podía competir con los
compañeros. A su vez, ponderaba la poltronería de don Víctor, un tumbón
que registraba hasta la más pequeña hierba por no ir adelante y
cansarse. Don Víctor reía también, sosteniendo que no se levantaban
liebres con las piernas, sino con los ojos. ¡Cuántas veces aquella
obstinación suya había dado al fin resultado!—¿Se acuerda usted de
aquel día de San Pedro, hace tres años, cuando me dejó solo cerca de
Arceanes? ¿Quién levantó la liebre, usted que se fué con viento fresco,
o yo que me quedé hurga que hurga por las matas?
La conversación se iba calentando con gran satisfacción de don Mateo que
no podía ver a nadie triste a su lado. Cuando más embebidos se hallaban
en ella, sin hacer caso bendito de los gritos y campanillazos que
sonaban detrás de la puerta, ábrese ésta con estrépito y aparece la
majestuosa figura de don Rosendo Belinchón, en un estado de trastorno
difícil de pintar, los cabellos revueltos, algunos de ellos pegados a la
frente por el sudor, las mejillas inflamadas, los ojos vidriosos, el
nudo de la corbata en el cogote.
—¡Sanjurjo!... ¡Sanjurjo, venga usted!—dijo con voz alterada, sin
saludar, sin ver siquiera a don Mateo.
El notario se levantó tranquilamente y entró en el salón con él. Don
Víctor no hizo alusión ninguna a aquella repentina marcha. Quedó
departiendo amigablemente sobre lo mismo que estaban hablando con don
Mateo, el cual, aunque un poco sorprendido, no se atrevía a preguntar
nada. Al cabo de un rato, apareció Sanjurjo, que cerró la puerta tras
sí, y vino a sentarse con el mismo sosiego al lado de ellos, continuando
su interrumpida conversación. Pero no se pasaron muchos minutos sin que
de nuevo se abriese la puerta con ruido, apareciendo esta vez la persona
rechoncha de don Pedro Miranda en estado igualmente de descomposición.
—¡Don Víctor, don Víctor, entre usted!
Tampoco saludó, ni vió siquiera a don Mateo. El notario se levantó
gravemente y le siguió.
—¿Qué diablo significa esto?—preguntó don Mateo a Sanjurjo, después
que se hubo cerrado la puerta.
Este hizo un vago ademán de desprecio levantando los hombros.
—¡Qué tonterías!—gruñó don Mateo.—¡Belinchón y Miranda, que en su
vida se metieron en estos asuntos del ayuntamiento ni quisieron ser
alcalde, tomarlo ahora con tanto apuro!
Las cosas habían cambiado mucho, en efecto. La lucha enconadísima que
uno y otro bando sostenían en todos los terrenos donde podían, era más
empeñada ahora en la corporación municipal que en ningún sitio. La
tiranía de Maza irritaba de tal modo los ánimos de los amigos de don
Rosendo, que apelaban a todos los medios imaginables para
contrarrestarla. A todo trance querían procesarle por abuso de
facultades. Para ello Belinchón había tomado a su servicio al notario
Sanjurjo, que constantemente le acompañaba a las sesiones, levantaba
actas y más actas de las arbitrariedades del alcalde, que pasaban al
juzgado y allí se estancaban gracias a la mala voluntad del juez. Los
del Camarote oponían notario a notario, actas a actas, quejándose de la
insubordinación de la mayoría, de sus votaciones, en asuntos que no eran
de su competencia.
Cuando terminó la sesión, don Mateo fué introducido en el despacho del
alcalde. Estaba tomando una limonada purgante. Cada pocos días
necesitaba uno de estos brebajes para desalojar la bilis que se le
acumulaba en el estómago. Aquella lucha diaria desde hacía tres años le
había echado a perder el estómago. Estaba aún agitado, convulso. Su
risita sardónica de las sesiones, la calma despreciativa con que
afectaba escuchar los discursos de sus contrarios, era pura comedia.
Allá por dentro, la cólera le carcomía las entrañas, se le mezclaba a la
sangre. ¡Cuánto trabajo le costaba reprimir los ciegos ímpetus de ira
que a cada paso le acometían!
Dos de sus amigos comentaban la sesión, mientras él, silencioso, lívido,
con sus eternas ojeras más pronunciadas aún, revolvía el líquido con una
cucharilla. Don Mateo, como una de las poquísimas personas que
permanecían neutrales en Sarrió, fué recibido con franqueza y agasajo.
—Siéntese usted, don Mateo. ¿Qué trae de bueno por aquí?
El anciano manifestó que venía a saber si era cierta la amenaza de
suprimir la subvención de la banda en el caso de que fuese aquella tarde
a la romería de San Antonio. El rostro de Maza se nubló. Era muy cierto.
Que no contasen con socorro alguno del ayuntamiento si aquella tarde
sacaban los instrumentos de la Academia... Don Mateo preguntó: ¿qué
motivo?... Maza, después de rechinar los dientes como introducción,
manifestó que no quería contribuir a solemnizar la entrada del personaje
que iba a llegar por la tarde y se alojaba en casa de Belinchón.
—Sería capaz don Quijote de darse tono haciendo pensar a su huésped que
la había llevado él para obsequiarle.
—Pero, Gabino, si todos los años ha ido. Nadie puede creer ni pensar
semejante cosa. Considera que es la romería más importante del pueblo.
Sería muy triste que las chicas no bailasen y se divirtiesen por una
pequeñez como ésa.
—Pues nada, por hoy se suprime el baile. Lo siento mucho. Si quieren ir
que vayan; pero ya saben a qué atenerse.
Fué imposible hacerle variar de resolución. Don Mateo rogó primero, se
enfureció después, y con el derecho que le daban sus años y las nobles
intenciones que siempre le animaban, y de las cuales nadie dudaba en la
villa, dijo cuatro frescas a Maza y a los dos concejales que allí
estaban presentes. Ni el bilioso alcalde ni éstos se enojaron. Uno llegó
a decirle:
—Acaso tenga usted razón, don Mateo; pero, ¿qué quiere usted? La lucha
es lucha. Está interesado nuestro amor propio, y hay que aplastar a esos
canallas, o que ellos nos aplasten.
El anciano salió de las consistoriales más triste que enojado. En los
tres años últimos eran incalculables los desaires y desabrimientos de
este género que había padecido. A nadie encontraba ya propicio para
secundar sus proyectos de recreo. En vano redoblaba su actividad para
traer al teatro compañías de verso o zarzuela. Todas quebraban al poco
tiempo. Porque predominando en las funciones el elemento del Saloncillo,
ya se sabía que los del Camarote se retiraban, y viceversa. Y como para
que el teatro se sostuviese era preciso el concurso de todos, el
resultado era que los cómicos se escapaban siempre muertos de hambre. Lo
primero que le preguntaban a don Mateo en las casas cuando iba a
suplicar que se abonasen, era:—¿Se han abonado Fulano, Mengano y
Zutano?—Si contestaba afirmativamente, ya se sabía lo que le
decían:—Pues no cuente usted con nosotros.—Nuestro buen señor apelaba
últimamente al engaño para comprometerlos; mas los enconados vecinos
olían en seguida el torrezno, y aplazaban su contestación para después
que se enterasen de «qué gente había». Y si esto pasaba en el arte
dramático, ¿qué no sucedería con las notabilidades que en aquel lapso de
tiempo habían posado su vuelo en la villa? Un famoso violinista, otro
que tocaba un instrumento de madera y paja admirablemente, cuatro
hermanos campanólogos, un moro que mostraba dos vacas sabias, un doctor
inglés que traía un microscopio, el célebre gigante chino, una foca
marina que decía _papá_ y _mamá_, etc. A todos había protegido don
Mateo. Pero su activa campaña de propaganda no les valió gran cosa.
Todos los monstruos, tanto españoles como extranjeros, conocían de oídas
a nuestro retirado coronel, y en cuanto ponían el pie en Sarrió, a su
casa iban a llamar. El los acompañaba a ver al alcalde, los presentaba
en el Saloncillo, los recomendaba al propietario del almacén donde
pensaban exhibirse, y casi siempre encabezaba la suscripción para
pagarles el viaje. En otro tiempo no se marchaba uno de la villa que no
fuese contento y gordo. ¡Pero ahora! Ahora no estaba la Magdalena para
tafetanes, según le respondían algunos.
El lugarteniente de don Mateo en todos los festejos era Severino, el de
la tienda de quincalla. No había en la provincia quien le aventajase en
fabricar globos elegantes, vistosos y bien proporcionados para que
subieran sin dar tumbos. Tampoco en el arte difícil de levantar arcos de
ramaje con transparentes para la noche, ni en disparar cohetes
velozmente y a plomo. Pues bien; este ingeniosísimo varón, que tanto
había regocijado a la villa con sus peregrinas invenciones, hacía ya
mucho tiempo que permanecía inactivo. Cuando alguna vez le decía don
Mateo, que pasaba siempre en su tienda algunas horas:
—Severino, ¿vamos a preparar algo para la víspera de San Antonio?
—¡Para qué, don Mateo, para qué!—respondía el tendero con desaliento.
—Una iluminacioncita de doscientos faroles nada más, un globo y algunos
cohetes.
—¿Quiere usted que nos cueste a nosotros el dinero como la fiesta de
Santa Engracia?
—Acaso los indianos suelten esta vez algo—murmuraba don Mateo.
—Vaya, no sea inocente. ¡Parece mentira que no los conozca! ¡Soltar!
¿Qué han de soltar esos guanajos si no...?
Unos y otros eran injustos con los indianos. Estos se mantenían en
neutralidad absoluta, asombrados de que, hombres acaudalados como
Belinchón, Miranda y otros, se apurasen tanto por cosas que no atañían a
sus negocios particulares. Aquel puñado de personas sosegadas, en medio
de la lucha feroz con que se agitaba la villa, semejaría el coro de las
tragedias griegas, si no fuese porque éste sentíase conmovido por las
desgracias o prosperidades de los héroes, se alegraba y se entristecía.
Los indianos de Sarrió permanecían por entero indiferentes, adormecidos
por aquella vida holgazana y metódica en que el recuerdo de sus trabajos
y penalidades de América les llenaba algunas veces de horror, y hacía
más amable todavía su situación actual. ¡Qué les importaban a ellos las
votaciones del ayuntamiento, las perrerías que _El Faro_ y _El Joven
Sarriense_ se lanzaban, ni los chismes que sin cesar traían conmovida a
la villa! Mientras les dejasen dar vueltas por la mañana en la punta del
Peón (y no había peligro de que nadie se lo estorbase), jugar al billar
o al tresillo después de comer, y dar sus famosos paseos en pandilla a
la tarde por los pintorescos contornos, lo demás no significaba nada.
Tan sin cuidado les tenía, que sólo por rara casualidad, cuando estaban
juntos, hablaban de los episodios de la lucha. Lo único que conseguía
turbarles eran los telegramas noticiando el alza y baja de los fondos
públicos, donde tenían invertido su capital. Por lo demás, eran
ciudadanos modelo: no ofendían a nadie; comían lo que era suyo y habían
trabajado con sus manos. Que no daban dinero para las funciones y
holgorios. Esto no puede considerarse como un cargo grave. Ellos no
veían la necesidad de tales fiestas. ¡Qué más se podía apetecer en el
mundo que vivir en un clima benigno, comer, pasear, dormir
tranquilamente las horas que a uno se le antojaran! Además, habían hecho
un beneficio al pueblo, conduciendo al altar a una porción de señoritas
de veinticinco a treinta, que, sin este inesperado socorro, se hubieran
ido desecando tristemente. Ahora eran casi todas esposas obesas y
tranquilas, madres de familia felices, rigiendo una casa bien
abastecida.
Aunque antipáticos a los dos bandos, los indianos eran los únicos que se
salvaban en aquel tiroteo incesante de los periódicos. Se contentaban
con murmurar de ellos, llamarlos asnos cargados de plata; pero no se
atrevían a aludirlos públicamente. No había razón para ello. Y eso que
en Sarrió en el transcurso de tres años, se había alcanzado aquel grado
de perfección con que don Rosendo soñaba; esto es, no existía la vida
privada. Los actos de los vecinos, aun los de índole más íntima y
secreta, salían a luz en la prensa, se comentaban, se censuraban, se
ponían en ridículo. Nadie estaba seguro en el tabernáculo de su hogar.
Si cruzaba con su mujer algunas palabras malsonantes, si castigaba con
más o menos severidad a sus hijos, si andaba apurado de dinero, si salía
por la noche a picos pardos, si se le atragantaban las _ces_ en medio de
dicción, diciendo _reto y pato_, en vez de recto y pacto, si comía con
los dedos o se sonaba con ruido. De todos estos interesantes pormenores,
daban cuenta al público _El Faro_ y _El Joven Sarriense_, unas veces
directamente, otras por medio de los famosos cuentos orientales ya
mencionados.
Desde el ayuntamiento, don Mateo se fué al local de la Academia, donde
le aguardaba el señor Anselmo, y le ordenó prudentemente que no saliese
con la banda aquella tarde. A fuerza de transacciones y equilibrios,
había conseguido hasta entonces sostenerla lo mismo que el Liceo. En
éste, por supuesto, ni había representaciones teatrales ya, ni se
bailaba sino en días señalados, como el de las Candelas, los de Carnaval
y el de Santa Engracia. Pero don Mateo, a fuerza de actividad y
diplomacia, había logrado que la mayoría de los socios siguiesen pagando
las dos pesetas mensuales de la suscripción. Todas las demás
instituciones de recreo en que la villa era tan rica, habían
desaparecido.
Lo que traía preocupados a tirios y troyanos a la sazón era la venida
del duque de Tornos. El vigilante y prudentísimo don Rosendo había
averiguado por medio de sus agentes de Madrid, que el duque de Tornos,
conde de Buenavista, emparentado con la real familia, embajador que
había sido en Francia, mayordomo mayor de palacio, etc., etc., un
personaje de mucho bulto en la corte y en la política, estaba decidido a
pasar el verano en Sarrió para tomar los aires del mar, que le hacían
mucha falta, con más sosiego que en San Sebastián o Biarritz. Saberlo
Belinchón y escribirle una carta ofreciéndole su casa, fué todo uno. El
Duque rehusó, como era natural, dándole gracias muy expresivas. Pero el
buen don Rosendo que juzgaba un importantísimo triunfo la venida de tal
personaje a su morada, y contaba con ayuda de él exterminar a sus
contrarios, tanto insistió, valiéndose de toda clase de recomendaciones
para conseguirlo, que el Duque concluyó por aceptar el ofrecimiento. Los
del Camarote, que habían olfateado el asunto y les tenía con gran
cuidado, obligaron a don Pedro Miranda a ofrecer también su casa,
prometiendo abonar entre todos, los gastos que aquello le ocasionase.
Pero el Duque ya estaba comprometido. No pudieron conseguir su
propósito, aunque pusieron en juego bastantes influencias, lo que les
llenó de ira y despecho, como acabamos de ver. Hay que advertir que el
duque de Tornos pertenecía al partido moderado. Aunque en Sarrió ninguno
de los dos bandos estaba bien definido en política, porque lo que les
preocupaba era la lucha local, y se inclinaban siempre al partido
vencedor, no cabía duda que en el Saloncillo predominaban los liberales,
principiando por su eximio jefe. En el Camarote, los más eran
retrógrados. La preferencia otorgada a los primeros era, pues,
doblemente dolorosa.
Don Rosendo el año anterior había levantado un piso más a su casa. Lo
que le decidió a aquella obra fué el nacimiento de otra nieta. Si el
matrimonio seguía tan aprovechado, no cabrían pronto en la casa. Gonzalo
hablaba de tomar otra; le faltaba independencia. Para que no se fuese,
la aumentó su suegro de aquel modo. El piso entero fué destinado a la
nueva familia. A fin de que estuviesen más independientes, la escalera
no pasaba por el cuarto de los padres; pero al mismo tiempo había una
interior de caracol que facilitaba el servicio de un piso a otro.
Gonzalo podía entrar y salir de su casa sin necesidad de cruzar por la
de sus suegros. Comían todos juntos, sin embargo.
Pues cuando se supo la aceptación del duque de Tornos, se le destinó el
cuarto entero del matrimonio joven. Este bajó de nuevo a ocupar sus
antiguas habitaciones. Arreglóse aún mejor de lo que estaba, y eso que
estaba bien, pues Venturita había exagerado el lujo de la decoración.
Pronto y con poco esfuerzo quedó convertido en una mansión digna del
personaje que iba a albergar. En el Saloncillo se esperaba con ansia el
telegrama del prohombre, anunciando su salida. El rostro de todos los
tertulios expresaba gozo y triunfo, brillaba con la esperanza de que
pronto podrían dar algunos golpes contundentes a sus adversarios. Estos
andaban mohinos y recelosos, disimulando, no obstante, lo mejor que
podían su despecho. Afectaban no conceder importancia a la venida del
Duque. No faltó quien viniese a avisar en seguida a Belinchón de la
_zurdada_ del alcalde respecto de la música. Estaba empezando a comer
cuando recibió la noticia. Con admirable serenidad, que debían envidiar
sus enemigos, concluyó el plato de sopa que tenía delante, se limpió los
labios, bebió un trago de vino, volvió a limpiarse los labios, y
levantándose acto continuo, salió sin decir palabra. Como todos los
grandes caudillos de que nos habla la historia, don Rosendo no perdía
jamás el aplomo. En los momentos críticos, como el presente, era cuando
a él le asaltaban las grandes ideas, las resoluciones salvadoras. Se fué
al telégrafo y puso un parte al director de la orquesta de Lancia
pidiéndole que viniese con ella a Sarrió y que señalase precio. El
director contestó que llegarían a la noche.—«Perfectamente;—se
dijo,—si la música no va a recibirle, al menos no se quedará sin
serenata. ¡Y que rabien esos miserables!»
La llegada del duque de Tornos coincidía, como hemos visto, con la
romería de San Antonio. La tarde estuvo como la mañana serena y alegre,
sin pizca de calor; porque la brisa del Nordeste en Sarrió, como en
todos los puertos del Cantábrico, refresca deleitosamente los ardores
del sol en los meses de estío. Las romerías pertenecían a todas las
clases sociales, pero muy particularmente a los artesanos. Gracias a
esto no habían perdido nada de su primitiva alegría y animación. Desde
por la mañana, bien temprano, grupos numerosos de muchachas salían de
los arrabales y cruzaban la villa para tomar la carretera de Lancia,
vestidas todas con la clásica falda de merino, negra o de color, y el
floreado mantón de Manila atado a la cintura, zapatos descotados,
pendientes de perlas, y la hermosa cabeza, sencillamente peinada, al
descubierto. Su charla bulliciosa, sus frescas carcajadas despertaban a
los vecinos que aún yacían entre las sábanas, les hacían sonreir
beatamente trayéndoles al recuerdo otros días de San Antonio cuando la
juventud chispeaba también en sus ojos y en la copa de la vida aún no
había caído ninguna gota de hiel. ¡Quién no recordaría en Sarrió alguno
de aquellos viajes a la ermita en una mañana límpida y suave, con las
piernas ligeras y el corazón mecido dulcemente en la esperanza de ver
pronto al dueño adorado y pasar el día cerca de él! El rumor de aquellas
niñas era un soplo de alegría que desde la calle subía a las casas,
entraba por los balcones invitando a soltar por algunas horas el fardo
pesado de los quehaceres, de la ambición, de la envidia, de todas las
ruines pasiones que consumen la mísera existencia humana. Y seguirlas,
seguirlas a gozar del ambiente puro de la mañana, del verdor de los
campos, de la rica leche incomparable que se vende en torno de la
ermita, del juego a las cuatro esquinas y la deleitosa gallina ciega, de
las habaneras lánguidas, los dulces caramelos y crucetas de la Morana, y
tal vez que otra, cuando no se tiene una figura despreciable y se
dispone de largos bigotes retorcidos, de sus besos más dulces y
regalados aún (habiendo hecho algo por merecerlos, se entiende).
Pablito salió de madrugada acompañado de su fiel Piscis, montados en
sendos caballos pujantes y amaestrados, trabajando unas veces del
costado derecho, otras del izquierdo como era lógico. Para ir de esta
suerte, no solamente había la razón de sus arraigadas inclinaciones,
sino otra también muy atendible. El joven Belinchón hacía ya más de un
año que no iba a las romerías y evitaba todo lo posible caminar a pie.
Salía poco de casa, sobre todo de noche, procurando atravesar por las
calles más céntricas, sin que por casualidad se le viese jamás solo.
Tenía enemigos ocultos y encarnizados. Valentina, la blonda y saladísima
costurera, había jurado por todos los santos del Cielo clavarle un puñal
en la espalda. La razón no necesitamos decirla. Después de haber tenido
un hijo con ella, la había abandonado y volaba otra vez, cual libre y
pintada mariposa, posándose ahora en una, ahora en otra flor. ¡Buen
trabajo le había costado, o por mejor decir, buen miedo! Cuando supo el
juramento de su amante, que no le cogió de sorpresa, pues conocía
demasiado bien su temperamento, para evitar aquella dolorosa muerte
prematura, mandó repetidos emisarios ofreciéndola grandes cantidades de
dinero, recoger y educar a su hijo, y mantenerla a ella sin trabajar. La
feroz costurera había rechazado con indignación todas las ofertas.
Reiteraba, cada vez que un embajador iba a verla, su horrible y
sanguinario juramento. Como es natural, al hermoso mancebo no le llegaba
la camisa al cuerpo. Que se ponga cada cual en su caso. Hubiera dado el
coche y los caballos por poseer otros dos ojos en el cogote. Los que
poseía, siempre que salía a la calle a pie, se entregaban, mira a un
lado, mira otro, a un trabajo abrumador superior a sus fuerzas.
Pero con el tiempo, había ido adquiriendo alguna confianza. Valentina no
salía apenas de casa. En romerías y bailes, después de su deshonra, no
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