El cuarto poder - 08

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bastante bien el francés y el inglés, y nunca le había faltado, ni aun
en los días más ocupados, un par de horas que dedicar a su lectura.
Estas horas se aumentaron considerablemente desde hacía algunos años, no
sin que se resintiese por ello el bacalao. El goce que nuestro héroe
experimentaba por las mañanas después de tomar el chocolate tragándose
los artículos de fondo del _Pabellón Nacional_, los sueltos de _La
Política_ y las _Nouvelles à la main_ del _Fígaro_ era tan vivo, que le
quedaba impreso largo tiempo en el rostro, hasta que por la irradiación
se iba perdiendo en la atmósfera.
Como todos los hombres de miras amplias y elevadas, no era exclusivista
en sus gustos periodísticos. Amaba el periódico por el periódico, por
ser una muestra gentil del progreso de la razón humana, o como él decía
mejor, «una manifestación levantada de la conciencia pública». Las
opiniones que cada cual defendía, eran cosa secundaria. Estaba suscripto
a periódicos de todos colores, y los gozaba por igual. Si alguna
predilección mostraba, era únicamente por los artículos y sueltos
_intencionados_. Porque eso de decir una cosa aparentando expresar la
contraria y retorcer las frases de modo que una cláusula inocente en la
apariencia llevase dentro «una saeta envenenada» llenaba de admiración a
don Rosendo y le volvía loco de alegría. ¡Cuántas veces al leer en _La
España_ algún párrafo por el estilo:—«Ayer apareció por fin la circular
del señor Presidente del Supremo a sus subordinados. Felicitamos al
general O’Donnell, presidente de esta situación liberal, al señor
Negrete, que en algún rato lúcido ha dado cima a obra tan colosal, y a
los demócratas protectores de este Gobierno»,—hubo exclamado agitando
el periódico en las manos:—¡Qué intención! ¡Caracoles! ¡¡Qué
intención!!
Este afán, mejor dicho, esta pasión por la prensa, no era platónico como
ya hemos advertido. Allá en sus mocedades había dirigido dos cartas a un
periódico semanal que se publicaba en Lancia, titulado _El Otoño_, con
motivo de las fiestas anuales que en Sarrió se celebran en el mes de
septiembre. Estas cartas leyéronse con fruición en la villa y le
valieron no pocos plácemes. Esto le animó para escribir otras tres al
año siguiente, dando cuenta al público del número asombroso de cohetes
que se dispararon en Sarrió los días 13, 14 y 15, la lindísima
iluminación del 16, y el suntuoso baile celebrado en el Liceo la noche
del 17. Después de haber gustado las dulzuras de la publicidad, don
Rosendo no podía menos de paladearlas de vez en cuando. El menor
pretexto le bastaba para dirigir, bien una carta, ora un comunicado a
los periódicos. Unas veces firmaba con su nombre, otras con cualquier
gracioso pseudónimo o anagrama. Celebraban los mareantes una fiesta en
honor de San Telmo: don Rosendo escribía inmediatamente su carta al
_Progreso de Lancia_ o a _La Abeja_, describiendo la verbena, los fuegos
artificiales, la misa, la procesión, etc. Se daba un banquete en el
nuevo edificio de las escuelas para inaugurarlo: a los tres o cuatro
días se recibía el periódico de Lancia con la consabida carta publicando
los brindis y los sonetos improvisados. Se caía un albañil de un
andamio; comunicado de don Rosendo pidiendo más garantías para los
albañiles que se ponen en los andamios. Cantaba misa el hijo de don
Aquilino; carta de don Rosendo describiendo la conmovedora ceremonia, y
elogiando la voz clara, y sonora y la serenidad del joven presbítero. Si
las mareas eran altas y fuertes y arrancaban algunas piedras de la punta
del Peón; carta. Si los buques de Bilbao se negaban a recibir a bordo
los prácticos de Sarrió; comunicado. Si se perdía la cosecha del maíz
por la sequía; carta. Si los vientos reinantes eran del Noroeste; carta.
En fin, no acaecía suceso en el suelo o en la atmósfera de la villa
digno de mención, que no la recibiese de la diestra y bien tallada pluma
de nuestro comerciante.
¡Cuánto trabajo se evitarán los futuros historiadores de Sarrió con
esto, valiosísimos materiales acumulados por uno de sus más claros
hijos!
Según iba avanzando en años don Rosendo Belinchón, daba a sus cartas un
carácter menos romántico, por no decir frívolo (sería tan inexacto como
irrespetuoso tal calificativo aplicado a los escritos de aquel estimable
caballero). Es decir, que los temas de ellas no eran tan a menudo los
holgorios y recreos de los habitantes de la villa, como cualquier cosa
que tendiera directa o indirectamente a fomentar los intereses morales y
materiales de ella. Los mercados, las escuelas, el salvamento de
náufragos, la erección de un templo o de una cárcel, etc., etc., eran
los asuntos en que para gloria suya y bien del pueblo que le vió nacer,
se ejercitaba con más frecuencia.
Uno de ellos, de «vital interés para Sarrió», como él afirmaba muy bien,
era el matadero. Hasta entonces jamás había abordado esta cuestión,
porque sabía que su parecer iba a discrepar algo del de una gran parte
del vecindario. Mas había llegado, a su entender, la hora de «emitirlo
sin ambages ni rodeos». El comunicado que leyó era el primero que acerca
de este asunto dirigía al _Progreso de Lancia_. Comenzaba así:
«Señor Director de _El Progeso de Lancia_.
Muy señor mío: La preferencia con que se miran las ciencias
físico-naturales, y en particular la ciencia de la Higiene, como que de
ella depende la salud, tanto de los pueblos como de los individuos, en
vista de su gran utilidad práctica, ha ido poco a poco desterrando la
timidez de los que, influídos por una educación casi errónea y
deficiente, condenaban el estudio de estos grandes problemas arrastrados
por antiguas y torpes preocupaciones que felizmente se van disipando al
soplo poderoso del siglo XIX, llamado con razón el siglo de las luces.»
Los párrafos de don Rosendo eran siempre nutridos como el anterior.
Seguía:
«Hoy que la civilización, rotas las cortapisas que detenían las
conciencias y supeditaban el espíritu, nos abre vasto campo a todos por
medio de la prensa para expresar nuestro libre pensamiento y emitirlo a
la faz del mundo, confiado en la amistad con que usted me ha distinguido
siempre, y en la benevolencia con que el público ha acogido hasta ahora
los humildes partos de mi pluma, etc., etc.»
Después de otros tres o cuatro párrafos a modo de preámbulo (que el
director de _El Progreso_ acostumbraba a recortar) entraba don Rosendo
en la cuestión, estudiando el matadero o macelo público, como él lo
nombraba, por todas sus fases, para venir a condenar, en términos que no
daban lugar a dudas, su emplazamiento en la playa de las Meanas. Las
razones que tenía para oponerse a él, eran «obvias». Por una parte, los
vientos del Sudoeste, reinantes la mayor parte del año, que arrastraban
consigo fétidos miasmas, etc., etcétera. Por otra parte, la dificultad
de hallar terreno firme para la cimentación, lo cual originaría un gasto
excesivo, etc., etc. Por otra, la necesidad de penetrar en la población
con las reses, etc., etc. Por otra, la proximidad de las casas, etc. Por
otra, el perjuicio que a los bañistas se les irrogaba, etc., etc. En
fin, eran más de veinte las razones que don Rosendo «apuntaba de un modo
ligero y sucinto», proponiéndose darle «más amplitud y desarrollo» en
otras cartas sucesivas con que pensaba «molestar la atención de los
lectores de su ilustrado periódico».
Cuando terminó la lectura, Gonzalo las juzgó incontrovertibles, y don
Rosendo (con las gafas en la punta de la nariz) declaró que no tenían
vuelta de hoja. Habiendo llegado a un acuerdo tan perfecto, se separaron
llenos de alegría, como es natural. Don Rosendo se quedó en el despacho
poniendo en limpio su carta. Gonzalo se fué de nuevo a la sala de
costura. No obstante, antes que franquease la puerta, llamóle su futuro
suegro para decirle:
—De esto, ni una palabra a nadie, ¿eh?
—¡Don Rosendo, por Dios!—respondió el joven alzando la mano en señal
de protesta.
El comerciante se sintió acometido por un vivo sentimiento de expansión.
—Pronto sabrás—dijo acercándose—otra cosa que te ha de sorprender
alegremente. Es una idea que se me ha ocurrido hace dos meses y que
espero realizar, Dios mediante, muy pronto. ¡Oh, es una idea feliz! La
faz de Sarrió cambiará radicalmente, ¿sabes?
El ademán misterioso, el tono grave y conmovido de la voz, la esperanza
del triunfo que fulguraba en sus ojos al decir esto, ya sorprendió más
que medianamente a Gonzalo. No se atrevió, sin embargo, a pedir
explicaciones. Su futuro suegro le dejó marchar dirigiéndole una mirada
risueña y abstraída.
La tertulia de la sala continuaba amenizada por la conversación de
Pablito, que la salpicaba a cada instante con donaires, no de concepto,
sino de acción, como convenía a su naturaleza plástica. Venturita no
había vuelto aún. Sentóse de nuevo el sobrino de don Melchor al lado de
su novia, y comenzó a hablarla mostrando timidez y embarazo. Porque no
estaba acostumbrado a disimular sus sentimientos y la traición le pesaba
en el alma. A veces Cecilia levantaba la cabeza para contestarle. Su
mirada clara, serena, inocente, le encendía las mejillas. Para librarle
de aquel malestar, creyó lo mejor expresarle, en términos más vivos que
otras veces, su amor y rendimiento. Como todos los seres flacos de
espíritu en los casos de apuro, acudía al recurso peor, con tal que le
dejase respirar por el momento. Cecilia recibió aquellos homenajes con
sosiego, sin manifestar el gozo que las mujeres suelen sentir al oirse
requebrar de quien aman.
—Vienes muy adulador hoy, Gonzalo. No me gustan los mimos—le dijo al
fin sonriendo.
—Es que tengo gusto en expresarte lo que siento—respondió él sofocado.
—Pues es un gusto que no comprendo—replicó ella con dulzura.—Yo
cuanto más quiero a una persona, menos ganas tengo de decírselo.
—Eso consiste en que no quieres de veras.
—¡Oh!—exclamó ella con entonación tan verdadera y expresiva, que
nuestro joven se inmutó.
—Sí, sí, consiste en que eres fría por naturaleza. El calor del
sentimiento, como el calor físico, no puede ocultarse largo tiempo:
llega siempre un momento en que sale a la superficie como la lava de los
volcanes... Y el amor es de todos los Sentimientos el que mejor sabe
romper las trabas de la lengua. Sólo se goza realmente de él cuando se
le dice al ser amado en todos los tonos y de todas las maneras posibles
que se le ama... Lo que acabas de decir me parece un absurdo. Al mismo
tiempo que nace en nuestra alma un sentimiento de simpatía hacia
cualquier persona, nace el deseo de expresársela; y este deseo
satisfecho, es el mayor de los placeres...
—¡Sí será! ¡sí será!—respondió ella con acento de profunda
convicción.—Aunque no lo he experimentado, lo adivino muy bien... lo
adivino por lo que padezco... Mira, Gonzalo—añadió con voz
temblorosa,—por Dios te pido que no midas nunca mi cariño por mis
palabras... Yo no sé... yo no puedo decir nunca lo que pasa dentro de
mí... Siento como un nudo en la garganta que no deja salir más que
tonterías, cosas insignificantes, cuando yo quisiera que saliesen
palabras cariñosas... ¡Oh, es un tormento!... Soy lo mismo que un perro
sin rabo.
Gonzalo se echó a reir. Ella, que había hablado con más viveza que de
costumbre, se puso colorada y bajó la cabeza.
—Pero a ti nadie te ha cortado la lengua.
—Para este caso haz cuenta que me la han cortado.
—Bien, entonces me lo dirás por escrito—dijo él riendo. Al mismo
tiempo levantó vivamente la cabeza hacia la puerta que se había abierto.
Era Piscis. Después de mascullar las buenas tardes se fué a sentar en el
rincón de costumbre, perseguido por las miradas burlonas de las
costureras, a quienes por ésta y otras razones, tenía declarado odio
eterno.
Después de pagarles aquella risueña acogida con otra mirada oblicua y
feroz, guardó silencio por algunos minutos. Sin embargo, como tenía
henchida el alma de graves y profundos secretos y Pablito no se
despegaba de Nieves aunque le echasen agua caliente, después de haberle
silbado para llamarle la atención, se aventuró a descargar el fardo en
público, a riesgo de que sus confidencias no fueran bien entendidas y
apreciadas por el elemento femenino de la tertulia.
—¿Qué hay, Piscis?—preguntó Pablito al oir el silbido.
—¿A que no sabes por dónde da las coces ahora el Romero?
En efecto, las costureras levantaron la cabeza sorprendidas. Valentina
le dijo a Teresa pugnando por no reir:
—Chica, ¿qué dice _ése_?
—¿Que por dónde tira las coces un caballo?
—Será por el c...
Aunque hablaba en voz baja, Piscis lo oyó perfectamente. Sin atender a
Pablo que había tomado muy en serio la pregunta, y quería saber la
especialidad del Romero, exclamó, dirigiéndose a Valentina:
—¿Quieres callarte... zapalastrona?
Estas palabras enérgicas fueron recibidas con una explosión de alegría
por las costureras.
—No te enfades, Piscis, déjalas... ¿Has sacado a paseo el Romero?... Me
alegro.
—Lo enganché en la _charrette_ con la Linda—respondió el centauro,
haciendo una mueca horrible de disgusto dirigida a la simpática
Valentina.—¡Si vieras, mal rayo, qué modo de alzarse! Yo ¡zis, zis! con
la fusta, y él ¡pan, pan! sobre el tablero del pescante. Me volví a la
cuadra, y le puse al tablero por debajo unos clavillos. Salí otra vez...
En cuanto se pinchó se estuvo quieto. Pero, ¿qué hizo el gran pillo?...
¿Ves entre el tirante y la rueda? Por allí comenzó a dar las coces. ¡Mal
rayo! Por poco me deshace un farol...
—Pues es necesario quitarle esa zuna—manifestó Pablito hondamente
afectado, levantándose del asiento, y dejando a Nieves para acercarse a
Piscis.
—Déjame discurrir esta noche—respondió el centauro poniéndose muy
sombrío.—Ya veremos si mañana hallamos algún medio.
Los dos amigos bajaron la voz, y se enfrascaron en una conversación viva
y reservada.
Gonzalo estaba inquieto. No hacía más que echar miradas a la puerta,
esperando a cada instante ver entrar a Venturita. Transcurría, no
obstante, el tiempo, y nada; la niña no parecía. La distracción
aumentaba de tal modo, que Cecilia tuvo que repetirle tres veces la
misma pregunta:
—¿Que tienes? Parece que estás con el pensamiento en otra parte.
—En efecto—dijo él un poco colorado;—me acuerdo de que hoy tengo que
escribir a Londres para un negocio urgente... Además, ya son cerca de
las seis.
Despidióse de ella, después de doña Paulina y la tertulia, y se fué.
Una vez en los pasillos, acortó el paso, y comenzó a mirar a todos
lados, sin lograr ver lo que deseaba. Triste y cabizbajo descendió
lentamente por las escaleras. Ya se disponía a levantar el pestillo de
la puerta, cuando creyó advertir que la cuerda con que la abrían desde
arriba se agitaba. Quedóse un momento inmóvil. Tornó a llevar la mano al
pestillo, y otra vez percibió la sacudida. Entonces volvió sobre sus
pasos, y asomó la cabeza a la caja de la escalera. Allá arriba, una
cabecita hermosa le sonreía.
—¿Eres tú?—preguntó con voz de falsete, rebosando de gozo el
semblante.
—Sí, soy yo—contestó Venturita en el mismo tono.
—¿Quieres que suba?
—No—respondió la niña de un modo que significaba:—¡Eso no se
pregunta, hombre!
Gonzalo subió la escalera sobre la punta de los pies.
—Aquí no debemos estar; nos pueden ver. Ven conmigo—dijo Venturita
tomándole de la mano y conduciéndole al través de los pasillos hasta el
comedor.
Gonzalo se sentó en una silla sin soltar la mano.
—Creí que no te volvía a ver hoy. ¡Qué geniecillo tienes, chica!—le
dijo sonriendo.
El semblante de Venturita se obscureció.
—Si no me lo irritasen a cada instante, no lo tendría.
—Pero hazte cargo que es tu mamá la que te ha reprendido—repuso él sin
dejar de sonreir.
—¿Y qué?—exclamó ella con violencia.—¿Porque es mi madre me ha de
mortificar a todas horas y en todos los momentos?... ¡Si cree que yo lo
voy a sufrir, está bien equivocada! ¡Anda, que la sufra ese mastuerzo,
que para eso le saca los cuartos!... Aquí ya no hay mimos más que para
él... Mira, Gonzalo, si quieres que seamos amigos, no me toques más esa
tecla.
Y al decir esto con rabiosa entonación, pintada la ira en los ojos, dió
una fuerte sacudida a la mano para soltarla. Pero Gonzalo no lo
consintió, y besándosela varias veces con pasión, le dijo riendo:
—Chica, chica, no te dispares contra mí, que yo no tengo la culpa de
nada... Si a mí me gustas precisamente por ser tan viva y tan
rabiosilla. No me hacen gracia las mujeres de pastaflora.
—Es porque tú lo eres—respondió ella aplacándosela varias veces con
pasión, le dijo riendo:
—No lo creas; no soy de tan buena pasta como te figuras... Cuando me
enfado, es de veras...
—¡Bah... allá una vez; cada año!
—Además... por lo mismo que yo soy así, debieran gustarme las mujeres
suaves y tranquilas.
—Estás equivocado; siempre se busca lo contrario. A las rubias les
gustan los morenos, a los flacos las gordas, a los altos las
chiquitas... ¿No te gusto yo a ti siendo tan alto y yo tan pequeña?
—No sólo es por eso—dijo él riendo y atrayéndola hacia sí.
—¿Por qué más?—preguntó ella clavándole una mirada provocativa.
—No sé. ¿Quieres que te regale el oído?
—¿Por qué más?—insistió sin dejar de mirarle.
—Por lo feísima que eres.
—Gracias—respondió con el rostro iluminado por la vanidad.
—No la hay más fea que tú en Sarrió ni en el mundo entero.
—Algunas más feas habrás visto por esos países donde has andado.
—Te aseguro que no.
—¡Virgen del Amparo! Debo ser un monstruo—exclamó riendo y aceptando
la hiperbólica lisonja que iba envuelta en aquellas palabras.
—¡Alguien viene!—dijo Gonzalo quedándose inmóvil y serio.
Venturita avanzó hasta la puerta.
—Es la cocinera que pasa—dijo volviendo en seguida.
—Me parece que estamos mal aquí. Pudiera entrar tu mamá o cualquiera de
las chicas... o Cecilia (añadió en voz más baja). ¿Y qué disculpa doy?
—Cualquiera; eso es lo de menos... Pero, en fin, si no estás tranquilo,
podemos ir a otra parte. Vamos al salón.
—Vamos.
—No, tú quédate aquí un momento; yo iré delante.
Pero deteniéndose a la puerta y volviendo sobre sus pasos, le dijo:
—Si me dieses palabra de ser formal, te llevaría a mi cuarto.
—Palabra redonda—respondió el joven alegremente.
—¿Nada de besitos?
—Nada.
—Júralo.
—Lo juro.
—Bien, quédate ahí un instante, y después vienes en puntillas, ¿sabes?
Hasta ahora.
—Hasta ahora—dijo Gonzalo apoderándose de una de sus manos y
besándola.
—¿Lo ves?—exclamó ella fingiendo enojo,—antes de ir, ya comienzas a
faltar...
—Yo creí que las manos no entraban en el juramento.
—¡Entra todo!—dijo ella con severidad en la voz y la sonrisa en los
ojos.
A los dos minutos el joven la siguió. Halló la puerta del cuarto
entornada, y entró. La habitación de Venturita, era como su dueña,
pequeñita y linda, amueblada con lujo. La cama de palo santo con
pabellón de brocatel de seda, cubierta por una colcha de damasco azul,
un armarito de ébano con incrustaciones de marfil, que servía de
escritorio al abrirse, una butaca confidente de raso azul, un tocador
con espejo, forrado también de raso al igual que las paredes, un armario
de espejo, de palo santo como la cama, y algunas sillas doradas. La
habitación exhalaba un perfume penetrante como el camarín de una
odalisca.
—¡Oh! Esto está mejor que el cuarto de Cecilia.
—¿Cuándo lo has visto?
—Hace pocos días me lo ha enseñado. Las paredes desnudas con unos
cuadritos bastante malos; la cama sin cortinas; una cómoda vulgar...
—Pues si no lo tiene como yo, es porque no quiere... Verdad que he
tenido que andar detrás de papá una temporada para que me lo pusiera de
este modo... Pero mi hermana es así... como Dios la crió... No le
importa por nada... Todo le gusta a lo aldeano, ¿sabes?
—En este cuartito hay mucho gusto... y mucha coquetería. De esta
cualidad, no puedes prescindir en ninguna de tus cosas.
—¿De dónde sacas que soy coqueta, tonto?—le preguntó ella volviendo a
mirarle de aquel modo provocativo de antes.
—Lo eres, y haces bien en serlo. La coquetería, cuando no es excesiva,
da más atractivo a la hermosura, como las especias dan sabor a los
alimentos.
—¡Ya salió a relucir el gastrónomo!... Pues mira, aunque la coquetería
dé atractivo o sabor, o lo que quieras, yo no soy coqueta... Tú menos
que nadie tienes derecho a decirlo... Digo... ¡me parece!...
—Es verdad; tienes razón, tienes muchísima razón. Yo no puedo llamarte
coqueta... Pero la coquetería de que yo hablaba es de otra clase.
—Hazme el favor de sentarte, porque ya has crecido bastante, según
creo... y déjate de sutilezas.
Gonzalo se dejó caer en la butaca que la niña le señalaba, dominado por
sus ojos brillantes y maliciosos. Desde que había entrado en aquel
cuarto sentía un gozo íntimo, mitad corporal, mitad espiritual que le
embargaba a la vez los sentidos y el alma. El perfume que respiraba se
le subía a la cabeza. La mirada magnética de Venturita había concluído
por electrizarle.
—Has hecho mal en traerme a tu cuarto—dijo sonriendo mientras se
pasaba el pañuelo por la frente.
—¿Pues?—preguntó ella abriendo y cerrando varias veces los ojos, como
esos relámpagos que se advierten a la caída de la tarde en los días muy
calurosos del verano.
—Porque me siento mal—respondió él con la misma sonrisa.
—¿Te sientes mal, de veras?—replicó la niña abriendo mucho sus ojos
azules sin conseguir que pareciesen inocentes.
—Un poco.
—¿Quieres que avise?
—No; si lo que me hace daño son tus ojos.
—¡Ah, vamos!—exclamó ella riendo como si cayese entonces en la
cuenta.—¡Entonces los cerraré!
—¡Oh, no; no los cierres, por Dios! Si los cerrases, me pondría mucho
peor.
—Entonces me iré—dijo levantándose de la silla.
—¡Eso sería matarme, niña mía! ¿Sabes por qué me pongo enfermo? por no
poder besar esos ojos que me asesinan.
—¡Jesús!—exclamó Venturita soltando la carcajada.—¡Qué fuerte te da!
¡Siento no poder curarte!
—¿Permitirás que me muera?
—Si.
—¡Gracias! Déjame besar tus cabellos entonces...
—No.
—Tus manos.
—Tampoco.
—Déjame besar cualquier cosa tuya... ¡Mira que me haces mucho daño!
—Besa ese guante—dijo la niña riendo y tirándole uno que había sobre
el tocador.
Gonzalo se apoderó de él, y lo besó con frenesí repetidas veces.
Al lector que en su fuero interno haya diputado ya a Gonzalo por hombre
desleal y pérfido, o por lo menos débil, declarándole quizá «un carácter
repugnante», como dicen los críticos cuando los personajes de las
novelas no son todo lo heroicos y talentudos que ellos quisieran,
pusiérale yo en aquel nido pequeño y perfumado como el cáliz de una
magnolia, frente a la niña menor de los señores de Belinchón, vestida
con peinador de cintas azules que dejaban ver una buena parte de su
garganta amasada con rosas y leche, recibiendo en el rostro los
relámpagos azulados de sus ojos, y escuchando una voz grave y pastosa
que removía todas las fibras del alma. Y si la niña le tirase un guante
diciéndole:
—Bésalo,—quisiera ver en qué forma se negaba a besarlo.
—¿Te vas calmando, Gonzalo?—dijo disparándole una sonrisa capaz de
volver loco a San Antonio.
—Así, así.
—Bueno, pues ahora hablemos en serio... hablemos de nuestra
situación...
Gonzalo se puso serio.
—A pesar de lo que me has dicho hace ya tres días, no he sabido, hasta
ahora, que hayas hablado con mamá o con papá, ni que les hayas
escrito... Por el contrario, no sólo dejas el tiempo correr, con lo
cual cada vez empeoran las cosas, sino que te veo más atento y cariñoso
que nunca con Cecilia...
Gonzalo hizo un gesto negativo.
—¡Si te he visto hace un momento desde el cuarto de Pablo por el
agujero de la llave!... A mí no se me escapa nada... Eso está muy mal
hecho si es que no la quieres... Y si la quieres está muy mal hecho lo
que haces conmigo...
—¿No estás bien segura aún de que tú sola posees mi corazón?—dijo el
joven levantando sus ojos apasionados hacia ella.
—No.
—¡Pues sí, sí; mil veces sí!... Pero yo no puedo estar al lado de
Cecilia desabrido o indiferente... Eso es muy feo... Prefiero decírselo
claramente y concluir de una vez.
—Pues díselo.
—... No me atrevo.
—Pues no se lo digas, y concluyamos tú y yo... Mejor será—replicó la
niña con impaciencia.
—¡No hables, por Dios, así, Ventura! Se me figura que no me quieres.
Debes comprender que mi posición es extraña, comprometida, terrible.
Estar en vísperas de casarse con una joven excelente, y sin mediar
disgusto alguno, sin antecedentes de ningún género que puedan tenerla
prevenida, decirle de pronto: «Todo se acabó, ya no me caso contigo
porque no te quiero ni nunca te he querido», es lo más brutal y más
odioso que se haya visto jamás... Por otra parte, yo no sé cómo tomarían
mi conducta tus papás. Lo más probable es que, indignados justamente por
ella, me recriminasen duramente y me prohibiesen la entrada en esta
casa...
—Bien, cásate con ella... ¡y en paz!—dijo Venturita poniéndose en pie
un poco pálida.
—¡Eso nunca! O me caso contigo, o con nadie.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—No sé—replicó el joven bajando la cabeza con tristeza.
Ambos guardaron silencio unos instantes.
Al cabo Venturita dijo, dándose con la palma de la mano en la cabeza:
—¡Discurre, hombre, discurre!
—Ya lo hago, pero no sale...
—¡No sirves para nada!... Vamos, vete, y déjalo a mi cargo. Yo hablaré
a mamá... Pero es necesario que escribas una carta a Cecilia...
—¡Oh, por Dios, Ventura!—exclamó angustiado.
—Entonces, ¿qué quieres, di?—preguntó la niña encolerizada.—¿Crees
que voy a servir de juguete?
—¡Si pudiéramos pasar sin esa carta!—manifestó Gonzalo con
humildad.—Tú no puedes figurarte lo violento que es para mí... ¿No
bastaría que dejase de venir unos cuantos días a esta casa?
—Sí, sí; vete... ¡y no vuelvas!—respondió, dando un paso hacia la
puerta.
Pero el joven la retuvo por una de las trenzas de sus cabellos.
—Vamos, no te enfades, hermosa. Bien sabes que me tienes dominado,
fascinado, y que a la postre haré cuanto tú me mandes, incluso arrojarme
al mar. No hacía más que expresarte una opinión... Si tú no quieres,
nada de lo dicho... Trataba solamente de evitar a Cecilia un disgusto.
—¡Presuntuoso!—exclamó la niña sin volverse.—¿A que te figuras que
Cecilia se va morir de pena?
—Si no se disgusta, mejor que mejor; así me evitaré un remordimiento.
—Cecilia es fría; ni quiere mucho, ni odia mucho tampoco. Es muy buena;
no conoce el egoísmo. Pero siempre la encontrarás igual, ni alegre ni
triste; incapaz de tomarse un disgusto por nada ni por nadie... Al
menos, si se los toma, nadie lo conoce... ¿Qué haces?—añadió
volviéndose rápidamente.
—Estaba desatando los lazos de las trenzas... Quería ver otra vez tus
cabellos sueltos. No hay espectáculo que me cause más placer.
—¡Si es capricho, yo las desataré!... Aguarda—dijo la niña, que
estaba orgullosa, y con razón, de su pelo.
—¡Oh, qué hermosura! ¡Esto es un prodigio de la naturaleza!—exclamó
Gonzalo, introduciendo en él sus dedos.—Déjame, déjame meter la cabeza
dentro, déjame bañarme en este río de oro.
Y ocultó, al decir esto, su rostro en la cabellera blonda de la niña.
Mas sucedió que, pocos momentos antes, como sonasen en el reloj las
siete de la tarde, las costureras y bordadoras dejaron su obra, y se
dispusieron a retirarse. Antes de hacerlo, Valentina fué comisionada por
doña Paula para ir al cuarto de Venturita, y traer de allá unos patrones
que debían de estar sobre el armario-escritorio. Llegó, y empujó la
puerta en el instante crítico en que Gonzalo se estaba bañando de
aquella original manera. Al sentir el ruido, éste se levantó de un
brinco y quedó, más pálido que la cera. Valentina se puso encarnada
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