El cuarto poder - 06

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desde los cuatro hasta los ocho años van unidas a los momentos más
dichosos de mi existencia. A su azucarado influjo quizá deba el autor de
este libro la flor de optimismo, que, al decir de los críticos,
resplandece en sus obras.
La Morana, hija y heredera de otra Morana que ya había muerto, era una
mujer de cuarenta años, pálida, con parches de gutapercha en las sienes
para los dolores de cabeza. Estaba casada con un Juan Crisóstomo, que al
decir de don Segis, el capellán, no era de los Crisóstomos. Sin embargo,
cuando administraba alguna paliza a su mujer, solía mostrar cierta
erudición poco común.
—«Yo que amaba a esta mujer—exclamaba con enternecimiento, arrimando
el garrote a la pared.—¡Yo que amaba a esta mujer como esposa y no como
sierva, según manda el apóstol San Pablo!... ¿Tú has leído al apóstol
San Pablo?... ¡Qué habías de leer tú, gran vaca!...»
El vino era muy bueno, casi puede decirse que era lo único bueno en este
establecimiento, y eso que no paraba mucho en la bodega. Don Roque, don
Segis, don Benigno, don Juan el Salado y el señor Anselmo el ebanista,
se encargaban a plazo fijo de hacerlo pasar a la suya. Era un vino
blanco, fuerte, superior, que se subía a la cabeza con facilidad
asombrosa. Los tertulios de la tienda, todas las noches, entre once y
doce, salían dando tumbos para sus casas; pero silenciosos, graves, sin
dar jamás el menor escándalo. Solían salir los cinco cogidos del brazo,
apoyándose los unos en los otros. Al llegar a las tapias de la huerta
del convento de las Agustinas, orinaban. Después proseguían su camino
sin decirse una palabra, aunque bufando y soplando mucho. El instinto,
que nunca les abandonaba por completo, les sugería esta prudente
conducta. Comprendían que si hablaban poco o mucho, podían enredarse en
alguna disputa. De ahí las voces y el escándalo consiguiente... Nada,
nada, lo mejor era no chistar. Al llegar a sus casas se soltaban
murmurando con torpe lengua «buenas noches». El último era don Roque por
vivir más lejos que ninguno.
De este modo serio, modesto, patriarcal, se emborrachaban aquellos
venerables ancianos todas las noches del año. Dos de ellos, don Juan el
Salado, escribiente del Ayuntamiento, y don Segis, experimentaban ya las
consecuencias de aquella vida. El Salado tenía una nariz que daba miedo
verla: el día menos pensado se le caía sobre el libro de actas. Don
Segis había padecido un ataque apoplético, de resultas del cual
arrastraba la pierna derecha cual si llevase en ella un peso de seis
arrobas. Verdad que el insaciable capellán no se contentaba con los
cuarterones de vino de la confitería. Por cada uno que se tragaba era
preciso que la Morana le sirviese una copa de ginebra, la cual vertía
cuidadosamente en un frasco que llevaba al efecto en el bolsillo. Si
eran seis cuarterones, seis copas; si ocho, ocho. Toda esta ginebra
pasaba delicadamente a su estómago en pequeños sorbos después que se
había metido en la cama. «¿Pero don Segis, cómo se bebe usted tanta
ginebra de una vez?—No tengo más remedio—contestaba en un tono
resignado y humilde que partía el corazón.—¿Si no bebiese una copa por
cada cuarterón, qué sería de mí, hijo del alma?... ¡Pasaría la noche
como un caballo!»
Las conversaciones de la tienda de la Morana eran menos interesantes y
movidas que las del Saloncillo. A los viejos tertulianos les interesaban
ya poquísimas cosas en el mundo. Los asuntos más graves de la villa,
los que promovían tempestades en el Saloncillo, se trataban, o por mejor
decir, se tocaban ligeramente sin apasionamiento alguno. Que los
González habían despedido al capitán de la _Carmen_ y nombrado en su
lugar un andaluz.
—Cuando los González lo han hecho—afirmaba uno lenta y
sordamente,—sus razones tendrían.
—Es verdad—contestaba otro al cabo de un rato, llevándose el vaso a
los labios.
—Ripalda parecía un buen sujeto—afirmaba un tercero, después de cinco
minutos, dejando el vaso sobre el mostrador y eructando.
—Sí lo parecía—replicaba otro gravemente.
Transcurrían diez minutos de meditación. Los tertulios daban algunos
cariñosos besos al vaso, que parecía de topacio. Don Roque rompe el
silencio:
—De todos modos, no hay duda que don Antonio le abrasó.
—Le abrasó—dice don Juan el Salado.
—Le abrasó—confirma don Benigno.
—Le abrasó—corrobora el señor Anselmo.
—Le abrasó completamente—resume, por fin, don Segis lúgubremente.
Lo que alteraba los ánimos una que otra vez, era la cuestión de
pichones. El señor Anselmo y don Benigno alimentaban pasión
inextinguible por estos animalitos. Cada cual tenía su palomar, sus
castas, sus procedimientos de cría, y sobre tales extremos se enredaban
a menudo en largas y vivas discusiones. Los demás escuchaban gravemente
sin atreverse a decidir, subiendo y bajando el vaso del mostrador a los
labios con religioso silencio. El crimen de las Aceñas les disgustó,
pero no causó en ellos la profunda desazón que en el resto del
vecindario. Al cabo de cinco o seis días tornaron a sus patriarcales
costumbres. Y era tal su valor, que la mayor parte de las noches dejaban
olvidadas las armas en la tienda.
Serían las doce por filo de una, en que don Roque había rebasado con
tres cuarterones más la tasa de seis que ordinariamente se imponía,
cuando las cinco columnas de la confitería de la Morana salieron en
apretada cadena hacia sus domicilios. Cerraba la marcha Marcones, con el
fusil al hombro. El primero que se soltó fué don Segis, que vivía en una
casita de dos balcones, pegada al convento de las Agustinas. Después fué
don Juan el Salado. Después el coadjutor. Por último, el señor Anselmo,
sacando la enorme llave lustrosa que le servía de batuta cuando dirigía
la orquesta, abrió el taller donde dormía.
Quedó el alcalde solo con la fuerza de su mando. Dijo algo; pero la
fuerza no le entendió. Comenzaron a caminar hacia casa, que ya no estaba
lejos. Mas antes de llegar a ella, don Roque, que soplaba y bufaba como
una ballena, e imitaba en lo posible la marcha jadeante y arremolinada
de este cetáceo, se paró de repente, y pronunció en alta voz un largo
discurso, del cual no entendió Marcones más que la palabra ladrones,
repetida bastantes veces. Miró el alguacil con sobresalto a todas partes
por ver si veía alguno, preparando el fusil al mismo tiempo; pero nada
observó que le hiciese sospechar la presencia de los forajidos. Tornó
don Roque a usar de la palabra, si tal nombre merecía la regurgitación
intermitente de una porción de sonidos extraños, bárbaros, lamentables,
que infundían tristeza y horror al mismo tiempo, y Marcones pudo colegir
entonces que su jefe deseaba que hiciesen una batida por la villa, en
busca de los criminales de las Aceñas.
Marcones meditó que la fuerza era escasa y mal prevenida para aquella
empresa; pero la disciplina no le permitió hacer objeciones. Además,
nació en su pecho la esperanza de que los asesinos fuesen poco
aficionados a tomar el fresco a tales horas. Y después de haber
examinado cuidadosamente las armas, emprendieron una marcha peligrosa al
través de todas las calles y callejas de la villa. En honor de la
verdad, hay que advertir que don Roque marchaba delante como cumple a un
valeroso caudillo, con su revólver en la mano izquierda y el bastón de
estoque en la derecha, exponiendo el primero su noble pecho al plomo
enemigo. Marcones, agobiado bajo el peso del fusil y de los ochenta y
dos años que tenía marchaba detrás a una distancia de seis pasos
próximamente.
La noche era de luna, pero negros y grandes nubarrones la ocultaban a
menudo por largo rato. Y entonces la escasa claridad de los faroles de
aceite que ardían en las esquinas de las calles no bastaba a deshacer
las sombras que se amontonaban hacia el medio de ellas. Sarrió consta de
cinco principales, a saber: la Rúa Nueva, que desemboca en el muelle; la
de Caborana, la de San Florencio, la de la Herrería y la de Atrás. Estas
calles son largas, bastante anchas y paralelas entre sí. Los edificios
en general son bajos y pobres. Otras calles secundarias, en número
considerable, las cruzan y las comunican. Además, en las afueras le
salen algunos rabos a la villa, donde han edificado suntuosas casas los
indianos. Son lo que pudiera llamarse el ensanche de la población.
Al llegar la columna caminando por la calle de Atrás, cerca de la de
Santa Brígida, oyó gritos y lamentos que la obligó a hacer alto.
—¿Qué es eso, Marcones?—preguntó el alcalde.
El anciano alguacil se encogió de hombros filosóficamente.
—Nada, señor; será en casa de Patina Santa.
—¿Y cómo se atreven esas pendangas?... Vamos allá, Marcones, vamos acto
continuo.
«Acto continuo» era una frase de la que usaba y abusaba don Roque.
Simbolizaba para él la energía, la decisión, la rapidez de la autoridad
para remediar todos los daños.
Patina Santa era el gran sacerdote de uno de los dos templos del placer
que existían en Sarrió. De vez en cuando salía por las aldeas comarcanas
y traía las sacerdotisas que le hacían falta, que nunca pasaban de
cuatro. No había más gabinetes, y eso que dormían de dos en dos. Vestían
el mismo refajo de bayeta verde o encarnada, el mismo justillo sin
ballenas, la misma camisa de lienzo gordo, el mismo pañuelo de percal
que cuando triscaban allá por los prados y los montes con los vaqueros
vecinos. Patina Santa, como únicos símbolos del nuevo y elevado destino
a que la suerte les había llamado, colgaba de sus orejas pendientes de
perlas y aprisionaba sus pies con zapatos descotados de sarga, los
cuales eran bienes adheridos a la casa y servían para todas las que iban
llegando. Más adelante Patina, haciéndose cargo de que el mundo marcha y
que las leyes del progreso son indeclinables, tuvo la audacia de
introducir en su templo los polvos de arroz. Después compró unos
medallones de _doublé_ para colgar al cuello con un terciopelito negro.
Verdad que a todas estas reformas le estimulaba la competencia
desastrosa que le hacía Poca Ropa, el cual tenía su instituto en la
calle del Reloj, al otro extremo de la villa.
—¿Qué escándalo es éste?—gritó don Roque con voz estentórea
acercándose a la inmunda casucha.
Tres o cuatro muchachos que había en la calle huyeron como pajarillos a
la vista del gavilán. Pero quedaban las palomas. Dos de ellas estaban a
la puerta en camisa, las otras dos asomadas a las ventanas en el mismo
traje. Las de la puerta quisieron retirarse a la vista del alcalde, pero
éste las agarró con sus manazas.
—¿Qué escándalo es éste,...ajo?—repitió.
—Señor alcalde, nos han dado dos piezas falsas...—dijo una de ellas.
—No estáis vosotras malas piezas... ¡A la cárcel!
—¡Pero, señor alcalde!
—¡A la cárcel,...ajo, a la cárcel!—rugió don Roque.—Y vosotras lo
mismo. Todo el mundo abajo. ¿Dónde está ese maricón de Patina?
¡Santo cielo, qué alboroto se armó allí en un momento!
Las niñas de la ventana no tuvieron más remedio que bajar, y Patina lo
mismo, todos en camisa, porque don Roque no admitió término dilatorio.
No se oían más que gemidos y lamentos, y por encima de ellos la voz
horripilante del alcalde, repitiendo sin cesar:
—¡A la cárcel...ajo! ¡A la cárcel...ajo!
Las infelices pedían por Dios y por la Virgen que las dejasen vestirse;
pero el alcalde, con la faz arrebatada por la cólera y los ojos
inyectados, cada vez gritaba con más fuerza, aturdiéndose con su propia
voz:
—¡A la cárcel...ajo! ¡A la cárcel...ajo!
Y no hubo otro remedio. El sereno, que se había acercado al escuchar los
primeros ajos, las condujo en aquella disposición a la cárcel municipal,
en compañía de su digno jefe, mientras los vecinos, entre risueños y
compasivos, contemplaban la escena por detrás de los cristales de sus
ventanas.
La autoridad de don Roque cerró por sí misma la puerta del palomar, y
puso la llave «acto continuo», bajo la custodia de Marcones. Después
continuaron su marcha peligrosa.
No habían caminado mucho espacio, cuando en una de las calles más
estrechas y lóbregas, acertaron a ver el bulto de una persona que se
acercaba cautelosamente a la puerta de una casa y trataba de abrirla.
—¡Alto!—murmuró don Roque al oído de su subordinado.—Ya hemos
tropezado con uno de los ladrones.
El alguacil no entendió más que la última palabra. Fué bastante para que
se le cayese el fusil de las manos.
—No tiembles, Marcones, que por ahora no es más que uno—dijo el
alcalde cogiéndole por el brazo.
Si el venerable Marcones tuviese en aquel momento cabales sus facultades
de observación, hubiese advertido acaso en la mano de la autoridad
cierta tendencia muy determinada al movimiento convulsivo.
El ladrón, al sentir los pasos de la patrulla, volvió la cabeza con
sobresalto y permaneció inmóvil con la ganzúa en la mano. Don Roque y
Marcones también se estuvieron quietos. La luna, filtrándose con trabajo
por una nube, comenzó a alumbrar aquella fatídica escena.
—Phs, phs, amigo—dijo el alcalde al cabo de un rato, sin avanzar un
paso.
Oir el ladrón este amical llamamiento de la autoridad y emprender la
fuga, fué todo uno.
—¡A él, Marcones! ¡Fuego!—gritó don Roque, dándose a correr con
denuedo en pos del criminal.
Marcenes quiso obedecer la orden de su jefe, pero no le fué posible; el
martillo cayó sobre el pistón sin hacer estallar el fulminante.
Entonces, con decisión marcial, arrojó el arma que no le servía de nada,
sacó el sable de la vaina de cuero e hizo esfuerzos supremos por
alcanzar al alcalde, que con valor temerario se le había adelantado lo
menos veinte pasos en la persecución del ladrón.
Este había desaparecido por la esquina de una calle.
Pero al llegar a ella la columna pudo verle tratando de ganar la otra.
¡Pum!
Don Roque disparó su revólver, gritando al mismo tiempo:
—¡Date, ladrón!
Tornó a desaparecer: tornaron a verle al llegar a la calle de la
Misericordia.
¡Pum! Otro tiro de don Roque.
—¡Date, ladrón!
Pero el forajido, sin duda como recurso supremo, y para evitar que algún
sereno le detuviese, comenzó a gritar también:
—¡Ladrones, ladrones!
Se oyó el silbido agudo y prolongado del pito de un sereno, después,
otro, después otro...
La calle de San Florencio estaba bien iluminada, y pudo verse claramente
al criminal deslizarse con rapidez asombrosa buscando en vano la sombra
de las casas.
¡Pum, pum!
—¡Date, ladrón!
—¡Ladrones!—contestó el bandido sin dejar de correr.
Dos serenos se habían agregado a la columna, y corrían blandiendo los
chuzos al lado del alcalde.
El criminal quería a todo trance ganar la Rúa Nueva con objeto tal vez
de introducirse en el muelle y esconderse en algún barco o arrojarse al
agua. Mas antes de llegar a ella tropezó y dió con su cuerpo en el
suelo. Gracias a este accidente la patrulla le ganó considerable
distancia; anduvo cerca de alcanzarle. Pero antes que esto sucediese, el
forajido, alzándose con extremada presteza, huyó más ligero que el
viento. Don Roque disparó los dos últimos tiros de su revólver, gritando
siempre:
—¡Date, ladrón!
Desapareció por la esquina de la Rúa Nueva. Al desembocar en ella el
alcalde y su fuerza cerca de la plaza de la Marina, no vieron rastro de
criminal por ninguna parte. Siguieron vacilantes hasta llegar a dicha
plaza. Allí se detuvieron sin saber qué partido tomar.
—Al muelle, al muelle; allí debe de estar—dijo un sereno.
Y ya se disponían todos a emprender la marcha, cuando se abrió con
estrépito el balcón de una de las casas, apareció un hombre en
calzoncillos, y se oyeron estas palabras, que resonaron profundamente en
el silencio de la noche:
—¡El ladrón acaba de entrar en el café de la Marina!
El que las pronunciaba era don Feliciano Gómez. La patrulla, al
escucharlas, se precipitó hacia la puerta del café, y entró por ella
tumultuosamente. El salón estaba desierto. Allá en el fondo, al lado del
mostrador, se veía a tres o cuatro mozos con su delantal blanco,
rodeando a un hombre que estaba tirado más que sentado sobre una silla.
El alcalde, el alguacil, los serenos cayeron sobre él, poniéndole al
pecho los chuzos, el estoque y el sable. Y a un tiempo gritaron todos:
—¡Date, ladrón!
El criminal levantó hacia ellos su faz despavorida, más pálida que la
cera.
—¡Ay, re... si es don Jaime, así me salve Dios!—exclamó un sereno
bajando el chuzo.
Todos los demás hicieron lo mismo, mudos de sorpresa. Porque, en efecto,
el forajido que habían perseguido a tiros, no era otro que Marín
sorprendido _infraganti_, en el momento de abrir la puerta de su casa.
Hubo que llevarle a ella en hombros, y sangrarle. Al día siguiente, don
Roque se presentó a pedirle perdón, y lo obtuvo. Doña Brígida, su
inflexible esposa, no quiso concedérselo, sin haberle soltado antes una
buena rociada de adjetivos resquemantes, entre otros el de borracho. Don
Roque sufrió con resignación el desacato, y no hizo nada de más.


VI
QUE TRATA DEL EQUIPO DE CECILIA

En la morada de los Belinchón habían comenzado los preparativos de boda.
Primero, con mucha reserva, doña Paula hizo venir a Nieves la bordadora,
y celebró con ella una larga conferencia a puertas cerradas. Después se
pidieron muestras a Madrid. Pocos días más tarde, aquella señora,
acompañada de Cecilia y Pablito, hizo un viaje a la capital de la
provincia, en el familiar de la casa. La fisgona de doña Petra, hermana
de don Feliciano Gómez, que pasaba por la Rúa Nueva al tiempo de apearse
doña Paula y sus hijos, pudo observar que el criado sacaba del coche una
porción de paquetes, que se le antojaron piezas de tela. Bastó para que
todo Sarrió supiese que en casa de don Rosendo se trabajaba ya en el
equipo de la hija mayor. Doña Paula, con tal motivo, tuvo una
sofocación. Echó la culpa a Nieves. Esta protestó de que no había salido
palabra alguna de sus labios. Insistió doña Paula. Lloró la bordadora.
En fin, un disgusto.
Pues que todo se había descubierto, nada de tapujos, y pelillos a la
mar. Constituyóse en la sala de atrás, la que daba a la calle de
Caborana, un taller u oficina de ropa blanca, bajo la alta dirección de
doña Paula, y la inmediata de Nieves. Se componía de cuatro oficialas,
las dos doncellas de la casa, cuando los quehaceres domésticos se lo
permitían, Venturita y la misma Cecilia. Era una juventud bulliciosa, a
la cual, el trabajo activo no impedía charlar, reir y cantar todo el
día. La alegría les rebosaba del alma a aquellas muchachas, y se
desbordaba en risas inmotivadas, que a veces duraban larguísimo rato.
Que a una se le caían las tijeras: risa. Que otra pedía la madeja del
hilo teniéndola colgada al cuello: risa. Que se presentaba la cocinera
con la cara tiznada, pidiendo a la señora dinero para la lechera: gran
algazara en el costurero.
No solamente eran jóvenes y alegres las que cosían el equipo de Cecilia;
pero además guapas, comenzando por su directora. Nieves era una rubia
alta y esbelta, de cutis blanco y transparente, ojos azules claros,
nariz y boca perfectas. Tenía veintidós años de edad, y un carácter que
era una bendición del cielo. Imposible estar melancólico a su lado. No
que fuera decidora o chistosa; nada de eso. La pobrecilla tenía poco más
ingenio que un pez. Pero su alegría inagotable chispeaba en sus ojos de
tan gentil manera, sonaba en la garganta con notas tan puras, tan
frescas y argentinas, que como un contagio adorable se esparcía en torno
suyo. Era la única riqueza que poseía. Con el trabajo de sus manos
mantenía a una madre paralítica y a un hermano vicioso y perezoso, que
la maltrataba inicuamente cuando no podía darle lo que necesitaba para
emborracharse. Sus padecimientos, que para otra serían insoportables, la
turbaban sólo momentáneamente. Por encima de ellos rezumaba muy pronto
la linfa de aquel divino y gozoso manantial que guardaba en su corazón.
Gozaba también de una salud perfecta. Los únicos dolores que sentía eran
en el costado izquierdo, después de reirse mucho.
Valentina, bordadora también, y también rubia, no era tan hermosa. Sus
ojos más pequeños, su cutis menos delicado, la nariz un poco remangada,
más baja de estatura. En cambio sus cabellos dorados eran rizosos y le
caían con mucha gracia por la frente; sus manos y sus pies más delicados
y breves que los de Nieves; y, sobre todo, tenía a menudo, casi
constantemente, un ceño, cierto fruncimiento del entrecejo que no era de
enfado y prestaba a su fisonomía un matiz picaresco extremadamente
simpático. Encarnación era costurera; moza robusta, colorada, mofletuda,
de fisonomía vulgar. Entre los artesanos de Sarrió pasaba por la mejor
moza de las cuatro: para el catador inteligente y refinado valía muy
poco. Teresa, costurera también, era por su rostro una verdadera mora, y
de las más oscuritas; el cabello negro como el azabache, los ojos
rasgados y tan negros como el pelo, la nariz y la boca correctas. Pasaba
por fea en la villa a causa de su color: en realidad era un hermoso tipo
oriental. De las dos doncellas de la casa, la una, Generosa, nada tenía
que llamase la atención; la otra, Elvira, era una palidita, de ojos
grandes y entornados, muy graciosa.
Las artesanas de Sarrió no han entrado jamás por la ridícula imitación
de las damas, tan extendida hoy, por desgracia, entre las de otros
pueblos de España. Creían y creen estas insignes sarrienses, y yo me
adhiero del todo a su opinión, que el traje y las modas adoptadas por
las señoritas no avaloran poco ni mucho sus naturales gracias; antes las
menoscaban. Y esto es lógico. En primer lugar no están acostumbradas a
vestirse con tal sujeción o aprieto como los figurines exigen de sus
subordinadas. Después, en las villas no hay quien corte con elegancia.
Por último, el género tiene que ser de peor calidad, más pobre y más
feo. En cambio, ¿quién sobre el globo terráqueo, y aun sobre los otros
globos que navegan por el espacio, compite con ellas en ponerse el rico
mantón de la China floreado, anudándolo a la cintura por detrás? ¿Quién
deja caer con más gracia, ni siquiera con tanta, los rizos del pelo por
la frente en estudiado desgaire? ¿Quién se mueve con más garbo dentro de
la giraldilla ni da con más elegancia un _rempujón_ al señorito que se
desmanda, diciendo al mismo tiempo entre risueña y
enojada?—«¿Cristiano, usted es tonto, o se hace? ¡Mire que se va a
pinchar!» ¿Quién es capaz de cantar con más sentimiento y menos oído a
la vuelta de una romería aquello de
_Aben-Hamet al partir de Granada_
_el corazón traspasado sintió?_
No hay que dudarlo. Las artesanas de Sarrió, cuyos arraigados principios
estéticos son la admiración de propios y extraños, hoy sobre todo en que
van desapareciendo los caracteres, hacen bien en mantener su
independencia y en levantar la cabeza delante de las señoritas
encopetadas de la villa. Porque (digámoslo bajo para que éstas no se
enteren) la verdad es que son mucho más hermosas. Esto, sin ofender a
nadie en particular; líbreme Dios. No hay viajero peninsular que al
recordarle a Sarrió no afirme lo mismo con más o menos energía, según la
índole de su temperamento. No hay inglesote de aquellos que atracan por
unos días a la punta del Peón que al hablar allá en Cardiff o Bristol a
sus amigos de este _spanish town_, no comience por levantar mucho las
cejas, abrir la boca en forma de círculo perfecto extendiendo hacia
afuera los labios, y echándose hacia atrás en la silla no
exclame:—_¡Oh, oh, oh! Sarrió the yeung girls very, very, very
beautiful!_
Y cuando los ingleses lo dicen, ¡qué no diremos los españoles, y en
particular aquellos que hemos vivido tanto tiempo bajo su influencia
bienhechora!
Las cuatro oficialas, y Nieves también, aunque ésta picaba más alto,
pertenecían, pues, a esta famosísima casta de mujeres por cuya
conservación y prosperidad hago votos al cielo todos los días y aconsejo
a todo buen católico que los haga. En los días de trabajo vestían de
percal, mantoncito de lana atado atrás y pañuelo de seda al cuello,
dejando al descubierto, por supuesto, la cabeza. Nieves, por excepción,
traía al diario mantón de la China negro con fleco.
Acaban de ponerse al trabajo después de comer. El sol penetra por los
dos balcones de la sala al través de los visillos. Para que no les
moleste, las costureras se agrupan en uno de los rincones. Teresa, la
más filarmónica de ellas, entona con voz suave y tímida un canto
romántico de cadencias tristes y prolongadas, a propósito para ser
acompañado en terceras. Y en efecto, Nieves no tardó en _hacerle el
dúo_, como allí se decía. Las demás la siguen cantando, unas en primera
y otras en segunda voz. De todo lo cual resulta una armonía asaz
melancólica, de sabor romántico muy marcado. El romanticismo podrá huir
de las costumbres y ser arrojado de la novela y el teatro; más siempre
hallará un nido tibio y delicioso donde guarecerse en el corazón de las
jóvenes artesanas de Sarrió. Aquella armonía dura hasta que Pablito se
encarga de desbaratarla lanzando repentinamente en medio de ella su
vozarrón de carnero. Las costureras suspenden el canto y levantan
asustadas la cabeza. Después se echan a reir.
El bello Pablito, recostado en su butaca allá en otro rincón, se ríe
también con fuertes carcajadas de su gracia.
Desde que había comenzado a coserse el equipo de su Hermana, Pablito
manifestaba cierto gusto por la vida sedentaria que hasta entonces jamás
se había observado en él. ¿Quién le había visto en los días de la vida
detenerse un minuto en casa después de comer? ¿Quién pudiera imaginar
que se pasaba la mañana sentado en aquella butaca dando parola a las
costureras? Nada más cierto, sin embargo. Hacía ya cerca de un mes que
no salía a caballo ni en coche, y no pasaba en la cuadra más de una hora
todos los días.
Piscis se hallaba consternado. Venía diariamente a buscarlo, pero en
vano.
—Mira, Piscis, hoy tengo que limpiar los estribos de plata, no puedo
salir.—Mira, Piscis, tengo que ir a cobrar una letra por encargo de
papá.—Mira, Piscis, la Linda está con torozón y no se la puede montar.
—Ya está buena—gruñía Piscis.
—¿Vienes de la cuadra?
—Sí.
—Bien... pues de todos modos hoy no puedo salir... Tengo una rozadura
aquí... salva sea la parte...
Algunos días Piscis entraba en la sala de costura, y sin decir nada
aguardaba sentado un rato, no muy largo casi nunca, porque abrigaba
vehementes sospechas de que las costureras se reían de él, y esto le
tenía sobresaltado y en brasas. Cuando le parecía llegado el momento
oportuno, o porque observase síntomas de cansancio en Pablo o por
cualquier otra circunstancia que no está a nuestro alcance, se levantaba
del asiento y hacía una seña con la mano a su amigo silbando al mismo
tiempo. Y esto porque se entendían mucho mejor con silbidos que con
palabras. Ambos sentían aversión por el sonido articulado, sobre todo
Piscis, y escatimaban su empleo. Mas a Pablito lo mismo le daban ya
pitos que flautas.
—Hombre, Piscis... ¡tengo una pereza!... ¿Quieres hacerme el favor de
ir a la cuadra y decirle a Pepe que le dé otra untura de aceite al
Romero?
—Yo se la daré—respondía con semblante fosco Piscis.
—Bueno, Piscis, muchas gracias... Adiós... No dejes de venir mañana,
¿eh?... Puede que salga a caballo.
Decía esto con gran dulzura y amabilidad, para desagraviarle. Piscis
mascullaba unas «buenas tardes» sin volverse hacia los circunstantes, y
salía con los ojos torcidos, más feo y endemoniado que nunca. Al día
siguiente lo mismo. A pesar de la veneración que Pablito le inspiraba
Piscis llegó a presumir que le gustaba una de las costureras. ¿Cuál? Su
perspicacia no llegaba a resolverlo.
Comenzaron de nuevo su cántico las jóvenes, pero al llegar a aquello de
_Sólo tú, mujer divina_,
_rezarás una plegaria_
_en mi tumba solitaria, etc._
Pablito soltó otro berrido estridente y atronador. Vuelta a la risa.
Venturita se puso seria.
—Mira, Pablo, si has de seguir haciendo payasadas, más vale que te
vayas con Piscis.
A su vez Pablito se pone fosco.
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