Tres mujeres: La recompensa, Prueba de un alma, Amores románticos - 2

Total number of words is 4714
Total number of unique words is 1632
36.5 of words are in the 2000 most common words
49.9 of words are in the 5000 most common words
56.3 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
atreviéndose a llevar consigo los pequeñuelos, quería confiarlos a su
cuidado; le dio dinero para cuanto necesitasen durante cierto tiempo, y
dispuso que el labriego y su mujer le obedecieran ciegamente. Por
último, obrando astuta y sagazmente, tuvo la horrible precaución de
ocultar los verdaderos nombres de los niños, que eran los de sus padres,
llamándolos Juan y Pedro, ardid en que estaba fundado su propósito:
hecho todo lo cual desapareció del pueblo.
Cerca anduvo de arrepentirse por su condescendencia aquel santo varón;
casi se asustó de haber aceptado tamaña responsabilidad, pero jamás
llegó a preocuparse formalmente: primero, porque su compromiso era sólo
verbal y no había pruebas que pudieran perjudicarle; segundo, porque
¿quién habría en la comarca capaz de perseguirle ni acusarle? Sobre
todo, sin saber la causa, sin que él se diera cuenta de ello, Valeria le
había inspirado simpatía profunda y confianza ciega. Estaba persuadido
de que aquella mujer era mediadora de buena fe o víctima en una de esas
intrigas amorosas, donde sólo el misterio puede estorbar la iniquidad.
Lo principal para él era que, con caer las criaturitas en sus manos, se
habría casi seguramente evitado un crimen. Resta sólo decir que inducido
a error llamó Juan al mayorcito de los niños y Pedro al menor.
De esta suerte comenzaba a lograrse la confusión que Valeria deseaba.
Cada tres meses recibía _el Santo_ en pliego certificado un billete de
Banco, cuyo valor era bastante a cubrir los gastos ocasionados por los
niños. Lo que jamás recibió fue carta, mensaje, ni visita que le hablase
de la desaparecida. Cuantas tentativas hizo para saber su paradero
fueron inútiles. Así pasaron cinco anos.
En tan largo lapso de tiempo, Valeria estuvo muchas veces a punto de
renunciar a su tremendo sacrificio: en más de una ocasión le faltó poco
para volver a la aldea, exigir que le devolviesen los niños y
escudriñarles el cuerpo para distinguirlos, hasta recobrar la certeza de
cuál era el ajeno y cuál el suyo. Su vida fue un martirio insoportable;
mas lo padeció sin arrepentirse de lo hecho.
Fuese extravagancia de entendimiento perturbado, fuese abnegación
premeditada, había en su conducta heroica grandeza, algo casi
sobrehumano, que consistía en imponerse el doble sacrificio de privarse
de su hijo, y aceptar por tal al que no lo era, para que esta ignorancia
la hiciese luego tratar a ambos con el mismo cariño. Ignoraba que alma
de su temple jamás hubiera perjudicado al ajeno en provecho del propio,
mas quiso colocarse en tales condiciones, que hasta le fuesen imposibles
la preferencia y la injusticia.
¿Quién podía prever la suerte que les estaba deparada? ¿Qué haría ella,
por ejemplo, el día en que por los azares del mundo fuese preciso
anteponer en su corazón uno a otro, darle mayores facilidades de éxito,
o salvarle de un riesgo? ¿A quién acudiría primero? ¿No juró
confundirles en el mismo cariño? ¿Pues que mejor manera de realizar el
juramento que conseguir la imposibilidad de quebrantarlo? Según su
corazón, que estaba sorbido y dominado por la gratitud, todo aquello y
más debía a Susana, que la libró de ser arrojada del convento, la trató
como hermana, y finalmente, la unió al hombre de quien estaba enamorada.
¿Qué hubiera sido de ella sin Susana? ¿Hasta dónde hubiera rodado
impulsada por vientos de desgracia?


VIII

Por fin, al comenzar el sexto año de separación, Valeria estuvo enferma,
y entonces, aterrada ante la idea de morir, sintió doblegarse su
entereza. Apenas convaleciente, corrió a la aldea. Su viaje le pareció
un tormento, más largo que el de los cinco años transcurridos. ¿Vivirían
los dos niños? ¿Cómo los encontraría? ¿Cuál sería su índole? ¿Cuál
mostraría mejores sentimientos? ¿Cuál la querría más? De fijo el suyo...
Pero ¿cómo le conocería?
¡Sacrificio inútil, batalla estéril contra la flaca condición humana!
Aún no habían llegado aquellos seres a la edad en que se revelan el
corazón y la inteligencia, y ya instintivamente ambicionaba que su hijo
fuese superior al hermano pegadizo.
* * * * *
Le parecía que el coche no iba bastante aprisa, que los árboles de las
laderas del camino eran siempre los mismos, que huía a lo lejos el
horizonte prolongando la separación..., hasta que al volver un recodo
próximo a la aldea, descubrió dos niños vestidos con relativo esmero.
Estaban jugando bajo un gigantesco grupo de castaños, saltando sobre un
espeso tapiz de musgo aterciopelado, donde el sol y las sombras del
ramaje formaban maravillosos arabescos.
Al llegar el carruaje cerca de aquel sitio, mandó parar, bajó, y
acercándose a los niños y conociéndolos, porque a su lado estaba la
mujer del colono, los envolvió en una mirada indefinible. Clavó en ellos
los ojos, quiso dirigirse primero a uno y luego a otro, vaciló,
llenarónsele las mejillas de lágrimas, y por último, extendiendo
abiertos los brazos, cogió a los dos al mismo tiempo, les atrajo contra
su pecho..., los apartó, tornó a mirarlos, y enloquecida de dudas y
alegrías, apretándoles de nuevo contra sí, abarcando juntas las cabezas,
se las cubrió de besos y caricias, mientras la aldeana, que la reconoció
en seguida, gritaba con su dulce acento gallego:--«Juan, está
quieto;--Pedro non te vayas.»
La mujer de alma grande tenía logrado su propósito. No sabía cuál era el
que había parido.


IX

Pasaron años. Desde que Valeria recogió los niños de manos del _Santo_
hasta que se hicieron hombres no le causaron más penas que los
disgustillos que dan de sí la infancia y la primera época de la
juventud: jugarretas, trastadas, bromas y travesuras. Llegada la edad de
la razón, Juan y Pedro fueron buenísimos para ella. Sus corazones no
cesaban de brotar y consagrarle nuevos tesoros de ternura. ¿Quién la
quería mas? Era imposible averiguarlo. Del carácter sensato y juicioso
del uno, de las genialidades prontas e irreflexivas del otro, surgían
continua e inesperadamente pruebas de amor filial. Ella, en tanto, hoy
mimaba a Juan, mañana prefería a Pedro, igual cariño profesaba a los
dos, pero cariño ciego, vacilante, inseguro, como si viviese condenado a
la incertidumbre de su propia sinceridad. Ambos ante su conciencia eran
hijos suyos, mas siempre le quedaba en el fondo del alma la duda, nunca
satisfecha; la esperanza, jamás colmada, de que el mejor fuese el que
ella había llevado en las entrañas.
Andando el tiempo, Valeria, exclusivamente dedicada a estudiar aquellas
dos almas, hizo un descubrimiento que la llenó de angustia. Ambos tenían
novia y cada cual quería a la suya, no con un sentimiento vulgar y
pasajero, sino con pasión digna de ellos. Aquella era la ocasión de
probarles.
Había pagado su deuda haciéndoles buenos y felices: ninguno tenía
derecho a proferir la menor queja: ella lo tenía a saber cuál era su
verdadero hijo, forjándose la ilusión de creer que lo sería el que
mostrase quererla más. En otro tiempo le cegó la gratitud: ahora le
cegaba el ansia de cariño.
Luego de haber madurado su propósito, con la astucia propia de su índole
y carácter, les juntó un día y les dijo:
--Os llamo porque ocurren grandes novedades. Estamos medio arruinados.
No podemos seguir viviendo con la holgura relativa que hemos disfrutado
hasta ahora. Es necesario que uno se separe de mí y de su hermano. Tengo
la seguridad de conseguir un buen destino para Ultramar. Mientras cambia
la fortuna, es preciso que uno de vosotros se vaya muy lejos y ayude a
los que aquí quedemos. ¿Quién quiere separarse de mí? ¿Quién se quiere
quedar? Resolvedlo vosotros, y decídmelo mañana.
Oyéronla ambos en silencio y aquella misma noche se reunieron a
deliberar.
Valeria, descalza, para no ser sentida, fue hasta la puerta del cuarto
donde estaban, y pegando la oreja al ojo de la llave escuchó todo lo que
hablaron.
--¿Has oído a madre?--dijo Juan.
--Sí--repuso Pedro.
--¿Y qué dices?
--Que no me voy.
--Ni yo tampoco.
--¿Por qué?
--Porque no me separo de ella... ni de ti.
--Lo mismo digo.
--Pues ella dispone que se vaya uno.
--Ya le haremos ceder.
--¿Y si no cede?
--Ya no pienso en casarme. Estoy dispuesto a ganar un jornal, a arrancar
piedras con los dientes, a todo, menos a separarme de ella.
--Tienes razón. Igual pienso yo. Aquí a su lado soportaré escasez,
pobreza, lo que venga: yo también renuncio a la mujer que amo; pero
¿irme lejos, exponerme a que mi madre se muera sin verla? ¡Eso no!
Aunque lo mande. Si quieres, márchate tú.
--Y ¿por qué he de ser yo el sacrificado? ¿No soy tan hijo suyo como tú?
Aquellos dos muchachos, que se querían entrañablemente, que jamás
habían reñido por nada, ni de niños ni de mozos, estuvieron a punto de
venir a las manos. Con todo transigían, todo lo aceptaban menos lo que
pudiera significar despego hacia su madre. Cruzáronse entre ellos
algunas palabras fuertes, algunas frases agrias; pero al fin pudo el
cariño más que ningún otro sentimiento, y Juan dijo:
--Mira, no añadamos a la pesadumbre que ya tenemos la pena de enfadarnos
uno con otro. No hay remedio: si madre lo manda, uno tendrá que
sacrificarse. Que ella lo designe, y ese que baje la cabeza, obedezca y
se resigne sin chistar. ¿Convienes en ello?
--Convenido, ella decidirá.
Y abriéndose mutuamente los brazos, lloraron juntos, como dos niños.
* * * * *
Valeria les escuchó henchida el alma de alegría. Aquel fue el único
momento egoísta de su vida. Todas sus penas hallaron resarcimiento,
todos sus dolores tuvieron premio. Luego, andando de puntillas, se alejó
de junto a la puerta, y a los pocos días, con fingida tranquilidad, dijo
que las circunstancias habían variado y que la separación no era
precisa.
Nunca supo quién era su verdadero hijo, pero adquirió el convencimiento
de que ambos adoraban en ella. En un mismo culto la confundían el que
llevó en las entrañas y el que formó con la bondad de su alma. Aquella
doble maternidad fue la recompensa de su vida.


La prueba de un alma.

Durante el verano de 188... la concurrencia de bañistas fue en Saludes
mayor que nunca: desde la fundación del balneario no se había visto allí
tanta gente, ni tan lucida y bulliciosa.
Los enfermos graves eran pocos, y como por razón de su estado se
hallaban recluidos en sus habitaciones, no molestaban a los que querían
divertirse; los cuartos eran limpios, la comida, si no muy delicada,
abundante y sabrosa, las camas aceptables, el campo delicioso, y las
excursiones salían baratas; de suerte que todo el mundo estaba contento,
sin acordarse el bolsista de sus negocios, ni el empleado de su oficina,
ni la mujer hacendosa de los quehaceres de su casa, ni mucho menos el
estudiante de sus libros: las niñas en estado de merecer disfrutaban
bastante libertad para dejarse galantear a sus anchas por los muchachos;
y, según malas lenguas, de igual libertad se aprovechaban algunas
casadas, si no para permitir que fuese invadido allí mismo el cercado
ajeno, a lo menos para demostrar que no lo defenderían mucho cuando, de
regreso en la corte, fuesen menor el peligro de la murmuración y las
ocasiones más seguras.
A que resultara grata la permanencia en Saludes contribuía mucho el
director facultativo, hombre de treinta o pocos más años, simpático, muy
inteligente, y en quien se daban reunidas raras circunstancias y
envidiables prendas.
El doctor Ruiloz era el primogénito de un banquero, socio principal de
la casa Ruiloz y Compañía, de Madrid. Desde muchacho se empeñó en seguir
la carrera de médico, dejando a su segundo hermano el cuidado y la
gloria de continuar amontonando millones. En un principio la familia
trató de quitarle de la cabeza aquel propósito, mas tan resuelto y
decidido le vieron, que no hubo sino dejárselo lograr. «Aunque le falten
enfermos--cuentan que dijo su padre--no ha de faltarle dinero, teniendo
yo tanto como tengo.» Con la tenacidad mostrada al elegir carrera, y con
la conducta que observó al estudiarla, quedaron probadas la energía y la
fuerza de voluntad que Dios había puesto en el alma de Juan Ruiloz,
porque sin mermar a la juventud sus fueros, ni dejar de divertirse
durante aquella edad en que la alegría es media vida, fue primero modelo
de estudiantes y luego espejo de médicos.
Trabajando mucho, prescindiendo de la influencia y riqueza de sus
padres, verdaderamente obstinado en deberlo todo a su propio esfuerzo,
se hizo hombre y comenzó a labrarse la reputación, logrando verla
consolidada en pocos años con algunos buenos escritos referentes a su
facultad, y gracias a unas cuantas curas y operaciones tan sabias como
afortunadas. Su estancia en Saludes fue puramente accidental. El médico
en propiedad del balneario, que era un intimo amigo y compañero suyo,
cayó enfermo, pidió licencia, concediéronsela, necesitó prórroga, se la
negaron, y cuando se hallaba a punto de perder la plaza, le dijo Juan:
--No te apures: para estas ocasiones son los amigos de mis padres; yo
haré que me nombren director de Saludes, como supernumerario, en
comisión, sin sueldo, de cualquier modo... y en paz: te curas, y cuando
puedas trabajar me retiro modestamente por el foro.
De esta manera llegó a ser médico del humilde balneario el doctor
Ruiloz, a pesar de que por entonces ya su nombre corría de boca en boca,
seguido de tales alabanzas, que nadie pudo comprender cómo ni por qué
aceptó destino tan poco lucrativo. Los que estaban en el secreto de la
cosa y conocían íntimamente a Juan, no se sorprendieron, sabiendo que,
a más de ser amigo de hacer favores, había en él cierta innata tendencia
a buscar en lo anormal y extraordinario el encanto de la vida. ¿Y dónde
cosa menos vulgar y más desacostumbrada para un médico rico y mimado por
la suerte, que ir a encerrarse en un balneario de tercera clase, en el
cual no había de ganar honra ni provecho, sólo por servir a un
compañero?
Tal es la excelencia de las buenas acciones, que a veces el favor que se
hace en obsequio de uno redunda en provecho de muchos, y así sucedió en
este caso, porque cuando su clientela adinerada y elegante de Madrid
supo que Ruiloz iba aquel año de médico a Saludes, allá se fueron tras
él muchas familias de la corte; unas por tener cerca a su doctor
favorito, y otras esperanzadas en que, no hallándose tan cargado de
trabajo, podrían consultarle más despacio, con lo cual acudió tanta
gente, que todo el verano fue agosto para el humilde lugarejo.
Iba ya vencida la temporada, y Ruiloz estaba, aunque no arrepentido del
favor hecho a su amigo, cansado de tener más trabajo que en Madrid,
cuando llegó a Saludes un matrimonio joven, acompañado y servido por una
doncella y un ayuda de cámara: albergáronse amos y criados en la mejor
casa del pueblo, y en seguida el marido, que se llamaba D. Javier
Molínez, se presentó a Ruiloz diciéndole que su esposa venía enferma, y
que sólo para que él la asistiese habían hecho el viaje. Fue el doctor a
visitarla, preguntó cuanto creyó conveniente, hizo los reconocimientos
propios del caso, infundió ánimo en el abatido espíritu de aquella
señora, que además de joven era hermosa, y luego, llegada la noche, y en
vista de las reiteradas súplicas que Molínez le hizo para saber el
verdadero estado de su mujer, le habló de este modo mientras paseaban
por el jardín del balneario.
--Ya que V. la exige y tiene valor para escucharla, le diré la verdad.
El caso no es desesperado, pero poco menos. Cuando llegan a este grado
de desarrollo, las afecciones del corazón son peligrosísimas. Aquí no
deben Vds. permanecer más tiempo que el preciso para que recobre
fuerzas: vuélvanse Vds. pronto a su casa. Ni sé cómo ha podido soportar
el viaje en las condiciones en que está.
Hizo luego una breve explicación científica, y terminó diciendo:
--Puede vivir unos cuantos meses... tal vez años, aunque
desgraciadamente no lo espero... y cualquier contratiempo en la marcha
de la enfermedad puede también ocasionar un desenlace fatal en pocos
días. Acaso la saquemos adelante; pero hoy por hoy su estado es muy
grave. Si mejorase algo, lo más juicioso sería llevársela a Madrid.
--¿De modo que no hay esperanza?
--Eso... sólo Dios puede saberlo.
--¿Y cree V. que debo avisar a mi suegra para que venga?
--Indudablemente, con tal de que halle V. pretexto para justificar su
llegada, porque su señora de V. no está para soportar emociones fuertes.
Sin duda Molínez tenía, o halló, modo de justificar el viaje de su madre
política, pues le telegrafió para que acudiese a Saludes, donde llegó a
las treinta horas, acompañada de una mujer entrada en años, que era su
ama de llaves, y de una señorita de gracioso rostro y gentil figura a
quien llamaba Julia.
Pocos días bastaron para que los Molínez y el doctor simpatizaran: entre
los atractivos personales de éste y el agradable trato de aquéllos, que
se esforzaban en atraerle y agasajarle en beneficio de la enferma,
pronto se hicieron amigos. Ruiloz y Javier daban juntos largos paseos,
jugaban al ajedrez y con frecuencia comía el primero en casa del
segundo; de suerte que los forasteros siempre tenían cerca al médico y
éste se complacía en el afable trato de la familia madrileña.
Esto sucedía a principios de Agosto.
Transcurrido un mes, todos los habitantes del balneario sabían que la
señora de Molínez estaba muy aliviada, y que, sin embargo, el doctor
cada día pasaba más tiempo en su casa, con lo cual hallaron fundamento
las suposiciones de los malévolos y ocupación las lenguas de los
murmuradores. «Las enfermedades del corazón deben de ser
contagiosas--cuentan que dijo un chusco--porque desde que llegó esa
señora de Molínez el médico está muy grave.»
Realmente, la variación sufrida por Ruiloz en poco tiempo era tal, que
sólo un ciego podía dejar de observarla. De alegre, decidor y bromista,
se hizo triste, callado y serio; algunos días hasta se mostraba
desabrido y seco con los enfermos; en el salón del balneario apenas
ponía los pies; negose a recibir fuera de las horas marcadas para la
consulta y, por último, su semblante adquirió una expresión de
melancolía que hubiese justamente alarmado a sus padres y amigos si de
improviso llegaran a Saludes.
Este cambio, casi repentino, y las constantes visitas a la familia de
Molínez, daban cierta apariencia de verdad a la suposición de que al
doctor no le preocupaba única y exclusivamente el cuidado de un enfermo
grave. La mejoría de Clotilde Molínez valió a Ruiloz muchas
enhorabuenas, pero a espaldas suyas dio pábulo a grandes murmuraciones.
Todo el mundo, pasándose de listo y sin recordar que en aquella casa
había dos mujeres, una soltera y otra casada, creía o fingía creer que
el médico estaba enamorado de la segunda. Sin embargo, el marido de ésta
podía dormir tranquilo.
Quien ocasionaba las cavilaciones del doctor era Julia, la joven que
llegó a Saludes con la suegra de Molínez.
Representaba más de veinte y menos de veinticinco años: tenía la mirada
inteligente y expresiva, las facciones delicadas, el andar airoso y el
cuerpo bien formado; pero su principal encanto estaba en la
conversación, en el lenguaje, y no sólo en lo que decía sino en el modo
de decirlo, porque además de gran claridad de entendimiento y mucho
ingenio, descubrían sus palabras superior bondad de alma y sinceridad
extraordinaria.
Era ilustrada sin afectación, religiosa sin fanatismo, honesta sin
hipocresía y franca sin descaro. La única condición que pudiera deslucir
algo estas cualidades consistía en cierta dureza y sequedad de genio y
acritud en las frases, cuando en la conversación salían a plaza
determinadas flaquezas humanas: la mentira y el engaño, el disimulo y la
astucia le eran aborrecibles.
Su tía doña Carmen, madre de Clotilde y suegra de Molínez, parecía fiar
y descansar en Julia para todo lo referente al cuidado de la casa,
tratándola como a hija y siendo por ella considerada con grande amor y
respeto. El cariño que tía y sobrina se profesaban era prueba indudable
de la buena índole de ambas: las atenciones y el mimo que Julia
prodigaba a doña Carmen contribuyeron mucho a que Ruiloz descubriese en
la primera las cualidades que, hábilmente dirigidas, pueden ser la base
de un hogar dichoso.
La sorpresa y las dudas del médico nacieron cuando, poco a poco, fue
observando que entre Julia, de un lado, y de otro entre su prima y el
marido de ésta, no reinaba la misma cordialidad. Para doña Carmen era
toda mansedumbre y cariño: respecto de Clotilde y Javier, parecía vivir
en sumisión forzada; les dirigía la palabra cortés y casi
afectuosamente, pero siempre con tal circunspección y mesura, siempre
con tan escasa confianza, que la reserva robaba espontaneidad a su
lenguaje: diríase que medía y pesaba las palabras, evitando
cuidadosamente todo lo que pudiese ocasionar piques y roces. La frialdad
que reinaba entre aquellas tres personas era evidente. En vano se
esforzaban marido y mujer por cubrir con frases pulidas y mentidos
halagos aquella tirantez; inútil era también la habilidad desplegada por
doña Carmen para ocultar aquella hostilidad mal contenida.
Nada de esto escapó a la penetración de Ruiloz.
El primer sentimiento que Julia le inspiró fue la simpatía: después,
notando su rara situación en el seno de aquella familia, no pudo
librarse de una sospecha en que iba envuelto un desencanto. Imaginó que
entre Julia y Javier _había algo_ y que por encubrirlo fingían: luego
creyó que si entonces no estaban unidos por afecto culpable, acaso lo
habrían estado tiempo atrás, sustituyendo después el rencor a la pasión:
por último, se aferró a la idea de que la aversión que les separaba
obedecía a sentimientos de índole opuesta, porque él mostraba bajeza y
apocamiento ante Julia, y ésta, por el contrario, le miraba entre
despreciativa y soberbia. Ruiloz se dio cuenta también de que doña
Carmen vivía al parecer siempre atormentada por aquel drama íntimo,
esforzándose en limar asperezas, evitar disensiones y alejar conflictos:
ya intervenía en los diálogos para variar la conversación cuando corría
peligro de agriarse, ya entraba oportunamente en las habitaciones
estorbando que Julia se hallase sola con Javier o con Clotilde, ya, por
último, y esto era lo que hacía con más gusto, mimaba y acariciaba a su
sobrina cual si quisiera recompensarla por algún sacrificio o
indemnizarla de alguna grande e inmerecida injusticia. La criada de doña
Carmen también parecía querer mucho a Julia, mirando, por el contrario,
a Clotilde y su marido con respeto, pero sin cariño: todo lo cual
indicaba que en la existencia de aquella familia había un secreto: según
las apariencias Julia era o había sido víctima de alguna infamia.
La triste situación de esta mujer, sus gracias naturales, aumentadas con
el novelesco encanto del misterio, y la particular organización del
médico, que, sin duda harto de estudiar el dolor y la materia, buceaba
con placer en las profundidades del espíritu, hicieron que Ruiloz se
apasionase por aquella víctima de no sabia qué injusticias. A su amor
contribuyeron, tanto como la figura de Julia, la misteriosa situación en
que esta se encontraba y la facilidad con que su propio ánimo se dejaba
influir y dominar por todo lo extraordinario y anormal: sintió un afecto
formado de simpatía y de piedad, robustecido por la prudencia forzada, y
finalmente poetizado por aquella aureola de dignidad y desgracia en que
veía envuelta a la mujer querida. No le seducían sus ojos por
expresivos, ni su boca por fresca, ni su talle por esbelto, sino toda
ella por cierta atmósfera de melancolía que, circundándola como un
ropaje ideal, daba a sus ojos apacible tristeza, y a su boca sonrisa
resignada, y a su cuerpo entero una dejadez y laxitud en mayor grado
poderosas y excitantes que la más espléndida hermosura o la más astuta
coquetería.
Ruiloz ocultó cuidadosamente su amor, pensando que ni la situación de
aquella familia ni el poco tiempo que en su amistad llevaba le permitían
por entonces otra cosa; pero este mismo forzoso secreto sirvió de
incentivo a su deseo.
Entre tanto, la enfermedad de Clotilde volvió a agravarse, precisamente
cuando el balneario se iba quedando desierto. La fecha de la clausura
estaba cercana, y el médico no decía palabra de volver a la corte; si
alguien le hablaba del regreso, respondía con evasivas: pero como nadie
se engaña a sí mismo, harto persuadido estaba de que Julia, únicamente
ella, era quien le retenía allí. Por fin se marcharon de Saludes hasta
los criados y camareros: no quedaron en el lugar más que la familia
Molínez y el doctor. Entonces éste, temeroso de que aun a sus nuevos
amigos pareciese sospechosa tal conducta, mortificado por la suposición
de que pudieran creer que prolongaba su estancia allí para hacer pagar
más caros sus cuidados, y sobre todo aguijoneado por el amor, determinó
salir de dudas.
Una noche vio que Julia tenía los ojos como puños, de haber llorado.
Nada se atrevió a preguntarle; pero al día siguiente, que era domingo,
esperó muy de mañana a la criada vieja de doña Carmen, y acercándose a
ella cuando salía de la iglesia le rogó que le siguiese hasta su
despacho del balneario, donde, primero con astucias y luego con ofertas
trató de averiguar lo que tanto deseaba saber.
Aquella buena mujer le dejó hablar cuanto quiso, sin interrumpirle; oyó
sin chistar los inocentes y mal rebuscados pretextos en que fundó sus
preguntas, y luego, sonriendo como diplomático que no se resigna a darse
por engañado, le dijo con la respetuosa franqueza propia de algunos
sirvientes viejos.
--Mire V., señor doctor, hace muchos días que esperaba esto... vamos,
que me buscara V.
--¿V. lo esperaba?
--Tan seguro lo tenía, que antes de venir he pedido permiso a mi ama
doña Carmen.
--¿Y qué le ha dicho a V.? ¿Y por qué lo sospechaba V.?
--¿Me da V. su permiso para que hable clarito?
--Se lo ruego.
--Pues V. está enamorado de la señorita Julia; V. ha comprendido que en
la casa pasa o ha pasada algo muy gordo, como vulgarmente se dice, y
quiere enterarse... naturalmente, un hombre tiene derecho a saber lo
que puede importarle.
--Y esto que V. dice, ¿lo sospecha también doña Carmen?
--A mi señora no se la escapa nada.
--¿Y doña Clotilde y su marido?
--La enferma, V. lo sabe, no está para nada: el señorito Javier no sé si
se habrá fijado; pero ese... lo mejor que le podía suceder era que la
señorita Julia saliera de casa.
--¿Y _ella_?
--Doña Carmen dice que sí, que la señorita ha comprendido que V. la
quiere; yo, a decir verdad, no lo sé. ¡Ojalá le hiciese a V. caso! todo
se lo merece... aunque no sea más que por lo que ha sufrido.
--Veo que con una mujer como V. no hay que andarse por las ramas, y
menos estando doña Carmen enterada de...
--Pues pregunte V. lo que quiera. Soy vieja, llevo veinte años al lado
de doña Carmen, y ya le digo a V. que estoy aquí con su consentimiento.
Lo que V. desea saber es... la situación de la señorita Julia en la
casa, el por qué no se lleva bien con la señorita Clotilde y con su
marido; en fin todo lo que pasa.
--Cabal.
--Va V. a salir de dudas. La señorita Julia es sobrina carnal de doña
Carmen, hija de una hermana suya que murió hace quince años. La ha
criado como a su propia hija, que es de la misma edad, poco más o menos.
En vez de una hija, han sido dos... y, la verdad, la señorita Julia es
de mejor índole, más cariñosa y dulce.
--¡Eso un ciego lo ve!
--Hace tres años comenzó D. Javier a seguirlas por todas partes: a
teatros, conciertos, paseos... en fin, lo que hace un enamorado.
--¿De quién?
--De la señorita Julia. Por fin le presentaron en la casa; ella no le
puso mala cara, y estuvieron en relaciones... cosa de seis meses.
--Pues no comprendo...
--Al cabo de aquellos seis meses llegó el verano. Mis señoritas tienen
costumbre de salir de Madrid todos los veranos, y se encontraron con que
aquel año no podían: verá V. por qué. La casa donde vivimos en Madrid es
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - Tres mujeres: La recompensa, Prueba de un alma, Amores románticos - 3