Tres mujeres: La recompensa, Prueba de un alma, Amores románticos - 1

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JACINTO OCTAVIO PICÓN
TRES MUJERES
LA RECOMPENSA
PRUEBA DE UN ALMA
AMORES ROMÁNTICOS
MADRID
1896
_MADRID_
FERNANDO FE, LIBRERO
_2. C. de S. Jerónimo_


ADVERTENCIA

_Cuando los novelistas franceses reúnen varios trabajos cortos en un
tomo, le ponen por título el de la obrilla que va impresa en primer
lugar; costumbre aquí seguida por algunos y censurada por no pocos, los
cuales alegan que engolosinar al público con una portada que parece de
novela formal y darle luego una docena de cuentecitos es hacerle
víctima de un engaño. Para que no puedas--lector amigo--echarme en cara
la misma acusación, te advierto de que estas_ TRES MUJERES, _no son
otros tantos tipos femeninos presentados en una sola y larga acción
novelesca, de aquellas en que se pintan las costumbres y se estudian las
pasiones, sino tres figuras abocetadas en narraciones cortas, donde lo
imaginado para entretenerte algún rato, pesa más que lo observado para
moverte a pensar seriamente en las cosas graves de la vida._
_Deseando hacerlas agradables a tus ojos, el editor ha vestido y
adornado a estas_ TRES MUJERES _mejor de lo que merecen, dándoles en
ropajes y galas lo que les falta de belleza. Premia su trabajo, perdona
el mío, y como no creemos ser malos, ambos quedaremos agradecidos._
J. O. PICÓN
Junio 1896


La recompensa


I

En cierto colegio monjil de las cercanías de Madrid había hace más de
veinte años dos educandas que se querían muchísimo. El sentimiento de
amistad que los unía nació merced a circunstancias extraordinarias de la
situación de ambas, fue favorecido por sus caracteres y acabó de
consolidarse en la batalla de la vida.
La mayor, que se llamaba Susana, tenía diez y seis años: era huérfana de
padre y madre y dueña de una gran fortuna. Un tío, que le servía de
tutor y curador, se la confío a las monjas, quienes, sabedoras de la
riqueza de la niña, procuraron ante todo despertar en ella vocación
religiosa; mas persuadidas pronto de que no era catequizable, pusieron
gran empeño en educarla de modo que su ilustración y buenos modales
redundaran en honra del convento. Gracias a la inteligencia de Susana,
las madres vieron coronados sus desvelos por el resultado más
lisonjero. Era primorosa en cuantas labores ponía mano, escribía
admirablemente, pintaba flores con gusto de artista, cantaba como un
ángel, bordaba como una madrileña del siglo XVII, hablaba francés como
si hubiese nacido en Orleans, y finalmente, para cuanto fuese brillar,
lucirse y cautivar, tenía maravillosas aptitudes, gracia irresistible y
atractivos de gran señora.
Según unos, porque el tutor quería seguir con la administración de los
bienes, y según otros, porque deseaba para la pupila brillante y
completa educación, era cosa resuelta entre aquel caballero y las
respetables madres que Susana permaneciese en el convento hasta los diez
y ocho años. Gentes menos maliciosas afirmaban que, dada la belleza de
la colegiala, lo que el tutor procuraba era recogerla lo más tarde
posible, sabiendo que no hay nada tan difícil de guardar, dirigir y
encarrilar, como una mujer rica y bonita.


II

La segunda educanda tenía un año menos que Susana y se llamaba Valeria.
Su origen era un misterio que pudiera servir de base a una novela. Un
anciano, que dijo ser su padre la llevó al convento cuando apenas tenía
cinco años, y por espacio de ocho fue a verla todos los meses: luego no
volvió a presentarse allí para nada, ni escribió siquiera a la que
llamaba hija; pero durante otro año envió puntualmente dinero con que
atender a cuanto gastaba, y al siguiente, es decir, al llegar Valeria a
los quince, dejaron las monjas de recibir las mensualidades de
costumbre. Otro año entero siguió Valeria recibiendo los mismos cuidados
que si pagasen por ella, hasta que, cuidadosas las madres de sus
intereses, determinaron poner fin a una situación de que nada bueno
esperaban. ¿Quién era Valeria? Lo ignoraban. Mientras recibieron lo que
su educación costaba, no pensaron en averiguaciones: tal vez de hacerlas
hubieran tenido que rechazarla; pero apenas empezó a serles gravosa
comenzaron a rumiar ideas de desconfianza y a sentir un recelo muy
parecido al miedo. Las visitas cortas y tardías de aquel anciano
misterioso, su desaparición y luego el extraño modo de remitir fondos
sin escribir palabra, todo indicaba algo extraordinario, anómalo, y que
trascendía a pecaminoso. Al mes siguiente de no recibir dinero estaban
persuadidas de que Valeria no era de origen limpio y confesable, y de
que su compañía pudiera constituir un peligro para las educandas que
tenían familias conocidas, siempre puntuales en el pago de cuanto sus
hijas gastaban. Más claro: la prudencia aconsejó a las monjas no
continuar manteniendo y enseñando a una señorita que era juntamente
carga pesada y causa probable de responsabilidad; porque una de dos: o
sus padres habían muerto y la niña iba a quedarse allí gratis para
siempre como flor olvidada, y flor que costaba más que una _victoria
regia_ cultivada en Europa, o dichos padres, por no poder confesar que
lo eran, se desentendían de ella, y en tal caso, ¿quién iría a
recogerla... y pagar? ¿Se presentaría tal vez preguntando por Valeria
una señora falsificada, una aventurera despreciable, una... o lo que
fuera peor, un juez? Sólo pensar en ello les ponía a las madres carne de
gallina. Movida por estas consideraciones, que se discutieron entre las
de más autoridad y consejo, la priora, abadesa, o lo que fuese, mandó
llamar a Valeria, y suavemente, con gran dulzura, le dijo que la
situación era insostenible; que habían consultado con el señor obispo;
que éste no resolvía sus dudas; que la responsabilidad del convento era
tremenda; que allí había un misterio indescifrable; que no podían
continuar así, y otras muchas cosas, todas las cuales venían a
compendiarse en estas horribles frases: «Hija mía, lo sentimos mucho...
Profesar no puedes por carecer de dote; seguir aquí tampoco, por falta
de otros requisitos... Nosotras todas te encomendaremos al Señor en
nuestras oraciones, pero en el colegio es imposible que sigas. Te damos
ocho días de plazo para que digas a quién llamamos, dónde quieres que te
lleven, o cosa parecida. Y si no dices nada..., pues ya nos ha
aconsejado el Padre Dulzón que demos parte al gobernador para que
resuelva.»
¿A quién había de llamar? ¿Dónde había de ir la sin ventura? ¡El
gobernador! ¿Qué podría hacer sino enviarla a un asilo de beneficencia o
dejarla en medio de la calle? Valeria oyó aquello como reo de muerte que
escucha su sentencia; se arrodilló a los pies de la _madre_, le regó las
manos con lágrimas, le besó el hábito, y al fin cayó al suelo desmayada.
Hubo que llevarla a la enfermería, donde pasó tres días con fiebre y
delirio. Al cuarto se alivió algo, y lo primero que pidió fue que
llamasen a Susana; mas parapetadas las monjas en que el reglamento
prohibía a las educandas entrar en la enfermería, negaron el favor.
Susana, sabedora de lo que ocurría, movida del cariño y conocedora del
terreno que pisaba, regaló a una monja que hacía de _pasanta_ una
crucecita de plata, rogándole que a cambio del obsequio, llevase a
Valeria un regalito, consistente en un huevo de marfil, dentro del cual
había un rosario. Lo que ignoraba la monja era que, bajo el algodón en
rama donde descansaba el rosario, iba escondido un papel en que estaban
escritas estas palabras: «No digas que estás mejor; procura ganar tiempo
y no tengas miedo. El domingo debe venir mi tutor, y yo haré que ponga
remedio. Confía en mí.»


III

¿De qué nació el afecto que aquellas dos muchachas se profesaban?
Primero, del misterioso engranaje formado por las semejanzas y
diferencias que existían en sus caracteres. En bondad de corazón y
lucidez de inteligencia, eran iguales; de modo que podían quererse y
estimarse. Segundo, en lo vario de sus genios, de suerte que mutuamente
se buscaban, deseosas, por instinto, de hallar a sus facultades
contraste y complemento. Susana era bulliciosa y alegre; Valeria,
tranquila y melancólica; la ligereza y vivacidad de una hallaban
compensación y freno en la sensatez y reposo de otra: lo que al parecer
debiera separarlas era precisamente lo que les unía. Pero aún estaba su
amistad asentada en fundamento más firme.
Susana, por demasiado convencida de su hermosura, era de condición tan
altiva, que se había hecho antipática a todas sus compañeras: Valeria,
amargada del abandono y olvido en que vivía, y sin que aquel amargor se
convirtiera en envidia, consideraba como un peligro su belleza, no
alardeaba de bonita, sentía la incertidumbre de lo por venir, y privada
de esperanzas, era humilde. Desde que se conocieron fue la sola
compañera de Susana capaz de escuchar, sin sonreír burlonamente, sus
primeros arranques orgullosos, propios de señorita mimada por la
naturaleza y la fortuna, llegando a ser la única confidente de sus
ambiciosas ilusiones. No las compartía, pero no las ridiculizaba.
Susana hallaba en ella un corazón amigo, que aun contrariándola,
mostraba comprenderla, distante por igual de la adulación y de la
envidia; porque en la humildad de Valeria no había sombra de bajeza. Ni
ella la hubiera tolerado, pues era tan altiva a lo grande e incapaz de
pretender que le atribuyesen cualidades que le faltaban, como celosa de
que se reconocieran las que estaba segura de tener. Valeria era sincera
sin dureza y cariñosa sin lisonja, armonizándose por ello las
condiciones morales de ambas, en tal grado, que no hubiera podido
precisarse cuál valía más, si la orgullosa cuando sabía ceder, o la
humilde cuando sabía imponerse. Milagros del corazón, que dobla lo
fuerte y se somete a lo débil.
Llegado el domingo, fue el tutor de Susana a visitar a su pupila, la
cual, después de referirle lo que ocurría, le dijo en sustancia, poco
más o menos, lo siguiente:
--No me importa estar aquí un año más: tarde V. lo que quiera en ponerme
al tanto de lo que es mío, administre V. como le acomode, pero quiero
que pague V. cuanto Valeria debe al colegio, de modo que continúe tan
considerada como antes: quiero también que haga V. esos pagos a nombre
del caballero que antes venía a verla, para que nadie le eche en cara su
pobreza; y deseo, por último, que salgamos juntas del colegio y vivamos
luego como hermanas; es decir, que venga a mi casa, porque de vivir
como hermanas me encargo yo.
Si fue por mira interesada o en acatamiento de aquel impulso de
caritativa amistad, nadie lo sabrá nunca, pero lo cierto es que el tutor
accedió al ruego, y pasados unos cuantos meses, ambas educandas salieron
el mismo día del colegio, yendo Valeria a vivir a casa de Susana.


IV

La intimidad del hogar fomentó el cariño nacido en el convento. Dos
mujeres vulgares se hubieran dejado insensiblemente sojuzgar por las
circunstancias anormales de la situación. En Susana y Valeria sucedió lo
contrario: ellas se impusieron a la índole del caso. Ni la protectora
imperaba como ama, ni la protegida parecía dominada como sierva. El
afecto, más aún, la buena educación y delicadeza de sentimientos, hacían
las humillaciones imposibles. Valeria no era en la casa una amiga pobre
benévolamente acogida, no era una _demoiselle de compagnie_ tratada con
consideración: era la hermana menor. Ambas poseían ese maravilloso arte
de ceder a tiempo y resistir con dulzura, ante el cual se allanan los
disgustos y rozamientos que producen inevitablemente las pequeñeces de
la vida.
Ni aun la belleza podía mover discordia entre ellas, porque sus
atractivos ofrecían caracteres opuestos. Susana era grande, blanca,
gruesa, rubia y a pesar de su edad y su doncellez tenia aspecto de Venus
flamenca, perezosa y carnal. Valeria era pequeña, morenilla, delgada,
pelinegra, tipo de mística española, poca materia y mucho espíritu; un
fraile de Zurbarán hecho hembra. Los ojos azules de Susana alborotaban
los sentidos; los ojos negros de Valeria, por dulces y serenos,
inspiraban más cariño que deseo. No había entre ellas rivalidad posible.
El hombre que se prendase de una no podía racionalmente enamorarse de
otra.
Gracias a la fortuna y desprendimiento de Susana, vivían con lujo, iban
a bailes, teatros y saraos; viajaban, tenían coche, vestían con
exquisita elegancia, trayendo para ambas de París la mayor parte de las
galas, y, en una palabra, capricho sentido era en ellas gusto
satisfecho. Servíales de acompañante una hermana del tutor de Susana,
llamada doña Gregoria, señora entrada en años, pero tan amiga de
divertirse, que nunca ponía obstáculo ni entorpecimiento a cuanto las
muchachas fraguaban para lucir y brillar. Lo único que le disgustaba era
ver que las galanteasen, con la circunstancia extrordinaria de que su
enojo no estallaba cuando ellas coqueteaban, sino cuando se presentaba
alguien que asiduamente las cortejase. Un observador cuidadoso hubiera
podido notar que les dejaba tontear frivolamente, permitiéndoles oír
piropos y requiebros atrevidos, mientras quien se los decía no pasaba de
halagar su inocente vanidad de niñas bonitas, pero que en cuanto alguien
les buscaba con frecuencia, mostrando afán de serles agradable, doña
Gregoria ponía empeño en estorbarlo, sobre todo si se trataba de Susana.
En una palabra: aquella señora, obediente a las instrucciones del tutor,
su hermano, toleraba cuanto podía contribuir a que las jóvenes tuviesen
fama de coquetas e insustanciales, y en cambio desarrollaba un mal
humor inaguantable y una astucia increíble apenas surgía la posibilidad
de que un hombre ganara terreno en el corazón de Susana. El tutor y su
hermana le dejaban gastar cuanto quería, haciendo la vista gorda en
presencia de sus devaneos, pero ante la idea de una pasión seria
mostraban profundo desagrado. Indudablemente se habían propuesto no
reprenderla si tiraba el dinero, para que cuanto más derrochase con
mayor facilidad pudieran ellos englobar sus robos en los gastos, y al
mismo tiempo, estorbando que se casase, dilatar la época de la rendición
de cuentas.
Quien primero descubrió el juego fue Valeria: comunicó a Susana la
sospecha y trataron ambas de ponerse a la defensiva; mas por desgracia
era tarde para evitar gran parte de los males que temían. Pronto
comprendieron que debían, primero, gastar con más prudencia, porque las
rentas iban mermando considerablemente, y segundo, andarse con pies de
plomo en lo que se refería a dejarse galantear, porque entre sus propias
imprudencias y la malignidad del tutor y su hermana, iban ellas cobrando
reputación de frívolas y ligeras. Desde entonces vivieron con relativa
economía, y fueron verdaderamente sensatas.


V

Algún tiempo después, en la tertulia de unas amigas, conocieron a dos
hombres jóvenes, íntimos amigos y compañeros de carrera. Pepe Gutiérrez
y Andrés Pérez, el primero, comandante de ingenieros y el segundo
capitán del mismo cuerpo: ambos dignos de ser queridos. Gutiérrez se
prendó de Susana que por primera vez tomó el amor en serio, fue
correspondido, y entraron en relaciones, procurando que permaneciesen
ignoradas del tutor: únicamente cuando ella adquirió el convencimiento
de que su novio era hombre que valía mucho como inteligencia y como
carácter, le autorizó a que la pidiese en matrimonio.
La situación de Valeria era más libre y desembarazada, pero no
envidiable. Por pobre, estaba libre de los cuidados que da el oro; por
abandonada, no había menester consentimiento de nadie; mas, ¿de qué le
servía aquella independencia, si el compañero de Gutiérrez no se fijaba
en ella? Pérez frecuentaba la casa de Susana, porque iba con Gutiérrez a
todas partes: eran inseparables; estaban unidos por una amistad nacida
en los bancos de la escuela de primeras letras, fortificada en el
colegio militar, y, por último, arraigada en sus corazones, gracias a la
vida que hacían juntos en plena juventud. A Pérez le gustó Valeria desde
que la conoció; pero no se atrevió a requebrarla ni poner seriamente en
ella la esperanza, considerando que ambos eran pobres. La muchacha no
tenía nada: él, sólo su haber de capitán. ¿Qué ventura podía ofrecerla?
Ni siquiera comunicó a Gutiérrez la simpatía que le inspiraba Valeria.
Tan bien supo disimularla, que la misma interesada tomó la indiferencia
por franco y declarado desvío. Susana fue la única que adivinó el doble
secreto de aquellas dos almas: unos cuantos detalles bastaron a su
penetración para comprender que Valeria y Pérez se querían. Convencerse
de ello y formar propósito de favorecerles, todo fue uno. Tanto le
convidó a comer, colocándole junto a ella, tantas veces les dejó solos
a tiempo de que se les transparentara el alma, tales cosas hizo para que
mutuamente se conociesen y apreciasen, que al fin llegaron a entenderse.
Susana, que años atrás había evitado a Valeria la desgracia de verse
arrojada del colegio, y que luego la trató como a hermana, se erigió de
nuevo en protectora cariñosa. «Nos casaremos el mismo día--le dijo--yo
primero, y luego _seremos_ padrinos de tu boda. Si nosotros habíamos de
gastar veinte, nos contentaremos con diez, partiré contigo lo que
tenga..., es decir, ¿para qué hacer números ni cálculos? Viviremos
juntos, y... Cristo con todos.» Claro está que Valeria, deshecha en
lágrimas de gratitud, aceptó aquella nueva demostración de cariño,
aunque en el fondo de su alma, y con aprobación de su futuro marido,
estuviese resuelta a no aceptar favores que, por excesivos, redundaran
en perjuicio de su amiga.
En la primer entrevista que tuvo el novio de Susana, con el tutor de
ésta, se convenció de que la mujer a quien quería unirse había sido
robada a mansalva. Era inútil soñar con restituciones ni pleitos. El
canalla tenia las cosas preparadas con tal maña, que según cuentas,
escrituras y comprobantes, aún resultaba la pupila debiéndole algunos
miles de duros. Una vez más la maldad hizo mofa de la ley. De las
condiciones morales de Gutiérrez y del amor que su novia le inspiraba,
pueden dar idea estas palabras, con que comunicó a Susana el resultado
de la entrevista:
--Mira, nena; coche ni muchos vestidos no tendrás, porque ese hombre es
un ladronazo...; por ti... lo siento; por mí, casi me alegro, para que
veas que te quiero de verdad. Lo esencial es que nos casaremos cuando se
nos antoje.
En Susana pudo más la alegría del amor probado, que la tristeza por la
riqueza perdida, y arrojándose en brazos de su Pepe, repuso:
--Yo también me alegro, porque así conozco lo que vales. No me equivoqué
al quererte.
Valeria, que hubiera procurado luego de casada sustraerse a la
protección de Susana siendo rica, consintió en vivir con ella viéndola
casi arruinada, y ambas bodas se verificaron la misma mañana, a mediados
de 1873, cuando España estaba en plena guerra civil.
La doble luna de miel fue cortísima. A los seis meses ambos maridos eran
destinados al ejército del Norte y salían de Madrid dejando a sus
mujeres poseídas de la más amarga tristeza, y embarazadas del mismo
tiempo.


VI

Hacia los primeros días de 1874, la desgracia cayó sobre ellas en forma
irremediable y terrible.
Un extraordinario de un periódico les dio repentina y brutalmente la
noticia. Oyeron vocear el papel, mandaron comprarlo, y sin poder llorar
ni gemir, secas las gargantas, enjutos los ojos, atarazada el alma por
la desesperación y la sorpresa, leyeron lo siguiente:
«_Pamplona_, 9 Enero, 10,15 mañana.
»El titulado brigadier Garzuaga fue ayer batido en Puente-Rey con
pérdida de más de 300 hombres, caballos, armas, carros y municiones.
»Las fuerzas liberales han experimentado también sensibles pérdidas. El
brigadier Queralt está herido de gravedad. El coronel Quintana
levemente. El comandante de ingenieros D. José Gutiérrez Riela y el
capitán del mismo cuerpo D. Andrés Pérez Deza han muerto heroicamente en
el campo del honor. Las bajas de la clase de tropa no pueden precisarse
todavía.»
Movidas de impulso igual y simultáneo, se arrojaron una en brazos de
otra sintiendo al mismo tiempo que las garfiadas del dolor los inquietos
latidos de dos seres que antes de nacer eran huérfanos...
Primeras impresiones de amor, dulzuras de pasión satisfecha, esperanzas
para lo por venir, todo quedaba destruido, todo parecía mentira:
únicamente la desgracia era verdad.
A fin de Marzo, con diferencia de veinticuatro horas, parieron un niño
cada una en la misma habitación, tragándose las lágrimas y los quejidos,
animándose mutuamente a tener valor, buscando en su cariño fraternal el
único consuelo que les quedaba. Los recién nacidos no se les parecían:
ambos eran pelinegros y muy blancos, señal de que habían de ser morenos
como sus pobres padres, que dormían para siempre entre los peñascales
ensangrentados de Navarra.
Ya no tenían ventura que esperar aquellas infelices mujeres: ni aun la
de sufrir unidas. Juntas crecieron en el convento cuando niñas; juntas
gastaron riqueza y derrocharon alegría, siendo mientras pudieron ligeras
y frívolas como su propia juventud; al mismo tiempo amantes, casadas,
viudas y madres: sus dichas y sus penas parecían tan hermanadas como
ellas mismas; pero había llegado la hora de que se rompiese el
misterioso paralelismo de sus vidas.
El parto de Valeria había sido rápido y feliz; el de Susana trabajoso y
de fatales consecuencias. La fiebre puerperal que se apodero de ella fue
intensísima, y halló su organismo tan conmovido y debilitado por los
recientes infortunios y penas, que no tuvo fuerzas para resistirla.
Sintiéndose morir, llamó a Valeria y le habló de este modo:
--No te hagas ilusiones--dijo sonriendo con una serenidad que daba
miedo;--esto se acabó.
Quiso su amiga interrumpirla gastando bromas y fingiendo esperanzas, mas
ella continuó:
--Óyeme bien. Ya sabes lo que te quiero... No tengo parientes, y puede
que sea mejor... Mi hijo va a quedar solo en el mundo; te lo confío...
tú serás su madre... júrame que le querrás y le cuidarás... como...
--Calla, mujer. ¡Qué has de morirte! ¿No has de resistir esto, tú que
eres más fuerte que yo? Te pondrás buena y seremos felices..., es
decir, viviremos para los niños, porque felices ya no podemos ser...;
pero si te murieras, que no te morirás, por el recuerdo de todo el bien
que me has hecho, te juro que tu hijo..., vamos, como si fuera mío.
--¡Pobre Valeria! ¿Qué será de ti con dos criaturas?... Esto va muy
aprisa. Escucha. En aquel cajón de la mesa que usaba Pepe, hay ocho mil
duros en papel del Estado, que vienen a dar ocho mil reales al año. Allí
están también los mil duros que sabes que teníamos ahorrados. Por
último, en el cajón de más arriba encontrarás las escrituras de
propiedad de mi casa de Rivaria. Yo no he estado allí nunca, pero sé que
es un caserón con un huerto: los labriegos que lo tienen arrendado no
pagan hace mucho tiempo. Quizá por eso no se quedó mi tutor con la
finca. Los títulos de la Deuda y el dinero de los ahorros los coges en
cuanto me cierres los ojos, y ahora manda venir a un escribano. Quiero
que la casa sea legalmente tuya para que nadie pueda molestarte. Ya
sabes con lo que cuentas. Lo principal es que no teniendo nada mi
hijo... no habrá quien piense hacerse cargo de él.
Valeria quiso resistir por animarla, pero ante la energía con que
expresaba el deseo, cedió.
Vino el notario: Susana hizo una declaración reconociendo que cuanto
había en la casa era de Valeria, y que en pago de una deuda que
confesaba, le daba la finca de Rivaria. Del niño no se habló palabra.
¿Quién había de solicitar su tutela siendo pobre?
Pocas horas después, como si se hubiese esforzado en vivir hasta ultimar
lo hecho, Susana moría en brazos de Valeria. Ella la amortajó y veló,
pasando la noche arrodillada a los pies del cadáver.
De rato en rato se levantaba para ir a ver a los niños.
¡Qué contraste el formado por la vida y la muerte que allí se mostraban
con toda la brutal realidad de los hechos: ¡Qué lástima de mujer, tan
hermosa y tan buena! ¿Qué falta hacía a nadie arrancarle la existencia
como se descuaja una planta? ¿Ni qué falta hacían en el mundo aquellos
angelitos?
Valeria les contemplaba con miradas de ternura, iguales para ambos, cual
si se le hubiese duplicado el cariño de madre, y a pesar de la tristeza
que sentía, no le era posible sustraerse al influjo de una observación
que ya había hecho y que en aquel momento, hasta contra su voluntad, se
le iba entrando al pensamiento, agitándoselo con desvaríos de la
imaginación.
Cada vez que se acercaba a las camitas donde estaban acostados y se
fijaba en ellos, aquella observación se confirmaba con más fuerza. Los
niños se parecían muchísimo: ambos eran muy blancos, de pelo y ojos
negros, chatillos, gorditos, casi de igual volumen. Claro estaba que
andando el tiempo habrían de diferenciarse física y moralmente,
revelando su distinto origen; pero entonces, casi hubieran podido pasar
por mellizos. A Valeria le parecía el suyo mil veces más hermoso y mejor
formado, y sin embargo, hubo un momento en que pensó: «Vaya, que se
parecen mucho, son casi iguales, tan semejantes, que si dejara de
verlos unos cuantos meses..., no acertaría con el mío; es decir, míos
son los dos; en fin, con el que yo he parido.»
Luego, en el largo monólogo de aquella noche interminable cruzaron por
su mente recuerdos de la juventud, memorias de gratitud hacia Susana,
punzadas de dolor renovado por la pérdida del hombre a quien había
querido, e ideas de miedo y responsabilidad ante la carga que para ella
representaba el porvenir de aquellos niños.--«¿Sabré corresponder--se
decía--a todo lo que Susana ha hecho conmigo? ¿Podré pagar al hijo lo
que debo a la madre? ¿Llegará un momento en que las circunstancias me
obliguen a favorecer al mío en perjuicio del suyo? El poco dinero que
queda entre mis manos no es _nuestro_, yo nada tengo... ¿Me asaltará
algún día la tentación del despojo..., será más fuerte mi amor de madre
que el recuerdo de la gratitud y el cumplimiento del deber?» Y al mismo
tiempo que discurría todo esto, en su pensamiento iban hermanándose y
confundiéndose, hasta compenetrarse, aquella observación insistente del
parecido de los niños y aquella idea extravagante favorecida por las
condiciones de la realidad.
Sus propias palabras eran la síntesis de la situación: «Si dejases de
verlos unos cuantos días, no sabrías cuál es el tuyo.»
* * * * *
¿Fue propósito razonado de alma grande, fruto de una extraordinaria
elevación de espíritu? ¿Desarreglo de inteligencia trabajada por una
idea fija? ¿Acaso sugestión de ese algo misterioso que a veces nos
aproxima, por el anhelo del bien, a la divinidad?
Nadie lo sabrá nunca: lo cierto es que aquella idea le fue labrando
surco en el pensamiento y acabó por arraigar en él de tal suerte, que
se enseñoreó de su voluntad, y la puso por obra.
¿Quién dirá si Valeria llegó por gratitud a la locura, o a la suma
piedad por la noción del deber? Aquel la juzgue que sepa bucear en las
reconditeces del alma.


VII

Luego de enterrada su amiga, Valeria se marchó a Galicia con los niños,
aposentándose en la casa de Rivaria.
Su primer cuidado, después de arregladas las cosas necesarias a la vida,
fue observar la índole y carácter de los colonos, marido y mujer, de
quienes Susana había dicho que nunca pagaban el arrendamiento.
Afortunadamente, él, como buen gallego, era muy listo, y ella se pasaba
de buena. Valeria se propuso aprovechar las cualidades de ambos, y entre
tanto, poseída por su idea fija, procuró ver poco a los niños;
lentamente fue desentendiéndose de ellos; casi no les miraba, mostrando
una fuerza de voluntad increíble.
Haciendo vida campestre y retirada en aquel lugar, había un acaudalado
caballero a quien por lo caritativo llamaban sus convecinos _el Santo_,
y en éste se fijó principalmente Valeria para realizar su propósito. Le
dijo que, viéndose obligada a emprender un largo viaje por mar, y no
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