Tres mujeres: La recompensa, Prueba de un alma, Amores románticos - 3

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de doña Carmen; un caserón viejo, a la antigua. Mi señora quería hacer
obra, obra grande; tirar tabiques, reformar muchas cosas, tapizar luego
habitaciones... un trajín de todos los diablos; y, por otra parte, no
quería renunciar al viaje, cuestión de salud. Tenemos un administrador
viejecito, un buen señor, pero con tantos años sobre sí, que no sirve
para nada. En una palabra, hacía falta que se quedara alguien con él.
Total; nos quedamos en Madrid el administrador, la señorita Julia y yo,
pasando todo el verano vigilando a los operarios. La señorita Julia
comprendió que debía dar este gusto a doña Carmen... y de ahí nació
todo.
--¿Y qué tiene eso que ver?...
--¿No lo adivina V.? Doña Carmen y la señorita Clotilde se fueron con
una doncella, nosotras nos quedamos y... aquí entra lo feo. Doña Carmen,
que había autorizado los amores de la señorita Julia con D. Javier,
prohibió naturalmente que éste entrase en la casa durante su ausencia, y
ella, más buena que el pan, para evitar toda clase de habladurías, pidió
a su novio que se marchara también de Madrid durante el verano. Y él se
fue, sí, señor; pero se fue donde estaban ellas: primero a San
Sebastián, luego a Biarritz, quince días a París... y donde fue no lo
sabemos, pero...
--¿Clotilde le robó el novio a Julia?
--Sí, señor; robado, esa es la palabra. Parece que la cosa comenzó con
bromas y coqueteos; no sé lo que sucedería; pero o ella le volvió loco,
o él pensó que más valía la rica que la pobre. A mitad del verano dejó
de escribir a Julia. El administrador y yo creímos que la señorita se
moría: doña Carmen llegó a Madrid enferma del disgusto, porque ya se
traía tragada la infamia. ¡Qué cosas le dijo a su hija! No hubo medio de
evitarlo: él amenazó con sacarla depositada, y, ante el escándalo, hubo
que ceder. Este es el secreto de todo. Como V. puede imaginar, se acabó
la tranquilidad.
No hay palabras con que expresar el asombro de Ruiloz, asombro mezclado
de pena, pues su primera suposición fue que Julia seguía enamorada de
Javier. Trató, sin embargo, de coordinar sus pensamientos, y preguntó a
la vieja:
--Pero dígame V.: después de todo esto, ¿cómo sigue la señorita Julia
viviendo en la casa?
--Viven y no viven juntos. La señorita Clotilde y su marido tienen el
bajo, que es independiente; doña Carmen, Julia y yo, el principal. En
Madrid _ellas dos_ apenas se veían. Por eso han sido aquí los
rozamientos, en cuanto se han acercado. Además, _ella_ quiso meterse
monja... ponerse de institutriz... ¿cómo había de permitirlo la señora?
--Todo está explicado.
--¡Claro! Aquí han sido los disgustos gordos. Cuando V. mandó llamar a
mi ama, la señorita Julia no quiso que viniera sola: pensó que tendría
calma para ver a la otra, para verle a él... y no ha habido tal calma.
Esta es la situación.
--¿Y no hay más?
--Lo demás es muy delicado.
--¡Pobre mujer!
--¡Figúrese V.! Está colocada en la alternativa de tener que abandonar
a doña Carmen a quien todo se lo debe, o soportar la presencia de los
otros. Y ahora comprenderá V. también la influencia que han de tener
ciertos sacudimientos morales en la enfermedad de doña Clotilde; porque,
a mí no me cabe duda, también ella ha de sufrir... ¡y bien castigada
está! Clotilde sabe que Julia la desprecia, y al mismo tiempo está
celosa de ella.
--¡Si Julia quiere, yo la haré feliz!--exclamó Ruiloz en un rapto de
indignación mezclada de ternura.
Y en aquel momento comprendió que la quería de veras. No, no era sólo la
atracción de lo misterioso y anormal; era que aquella mujer se le había
metido en el alma. Hizo un esfuerzo por serenarse, dominó la impresión
que sentía, y dijo:
--Pues bien; sólo dos cosas deseo saber ahora; primera: ¿cree V. que
Julia quiere todavía a D. Javier?
--Me parece demasiado altiva, demasiado digna...
--Segunda: ¿cree V. que doña Carmen apoyará mis deseos?
--Cuando me ha permitido venir aquí, es que ha visto en V. un hombre
honrado para su Julia.
--Pues si es así, yo aprovecharé la primera ocasión que se me presente
propicia para hablar con Julia. ¡Con tal de que su antiguo amor hacia
Molínez no sea una verdadera pasión!
--Se me figura que no; eso V. lo averiguará. Y ahora, para concluir, yo
también tengo que hacer a V. una pregunta por encargo de mi ama, y claro
está que repetiré con la mayor prudencia lo que V. diga. Vamos a ver:
¿cuál es el verdadero estado de la señorita Clotilde?
[Illustration:... subieron de punto sus cavilaciones.]
--Hoy por hoy, gravísimo. Creo, sin embargo, que de esa crisis
saldremos adelante; pero de las que vengan luego no respondo; en uno
de esos ataques tiene que quedarse. De modo que si ahora se alivia, lo
antes posible, a Madrid con ella.
* * * * *
Desde la mañana en que Ruiloz habló con la criada confidente de doña
Carmen, subieron de punto sus cavilaciones. Ya sabía cuanto deseó saber;
ya conocía el secreto de aquella familia, el motivo de las tristezas de
Julia, y sin embargo, sus dudas eran más dolorosas que antes. Ella en
nada desmereció a sus ojos, siguió pareciéndole tan digna de ser querida
como antes; nada viturable halló en su conducta; había amado a un hombre
que la despreció por otra, ni más ni menos... Allí la traidora, la digna
de censura era Clotilde. Para Molínez no encontraba calificativo
bastante duro: era un miserable vulgar, que sintiendo inclinación hacia
una mujer la dejó en cuanto supo que era pobre, dándole por rival a su
misma prima, prolongando luego una situación en que la infeliz había de
sufrir doblemente con mortificaciones de amor propio y... acaso, acaso
con dolorosísimos celos. Porque ¿quién podría decir si Julia no amaba a
Javier? ¿En qué consistiría su tormento? ¿En la postergación sufrida, o
en el desengaño experimentado? ¿Quién era capaz de saber lo que pasaba
en su alma? El haberle quitado el novio, ¿significaba para ella la
simple humillación del orgullo femenino, herida hecha en la vanidad, que
escuece pero se cura, o sería tal vez el robo de sus ilusiones y la
muerte de sus esperanzas? Aquel odio hacia Clotilde que Julia no podía
encubrir ¿era expresión más o menos exagerada de desprecio y
superioridad, o era el rencor de un alma a quien se habían cerrado las
puertas de la dicha? En una palabra, ¿habría Julia sentido por Molínez
un amor tibio y pasajero, ya extinto, o una de esas pasiones que en la
adversidad se exacerban y llenan toda la vida?
Ruiloz necesitaba saberlo, pues una cosa era para él pretender a quien
sólo fue requerida de amores consintiendo en ello, y otra cosa muy
distinta sería aspirar a enseñorearse de un corazón que tenía dueño,
tanto más adorado cuanto más imposible era poseerlo. Finalmente,
comprendía que le era indispensable averiguar si Julia odiaba a Clotilde
tan sólo por su pasada perfidia, o si estaba celosa de ella porque amase
a Javier.
Las circunstancias le favorecieron, y él las aprovechó, empleando medios
conforme a su índole soñadora y romántica, siempre propensa a recursos
en que la fantasía superaba al raciocinio.
Cualquier otro hombre hubiese comenzado por galantear a Julia hasta
esperanzarse con algún fundamento, para seguir después enamorándola a
fuerza de sinceridad y prudencia: él comenzó a discurrir ante todo la
manera de salir de dudas; lo demás, suponía que se haría solo.
Pronto se le presentó la oportunidad de poner su imaginación al servicio
de su propósito.
A los pocos días de hablar con la criada de doña Carmen se acentuó el
retroceso en el padecimiento de Clotilde, a quien velaban
alternativamente una noche su marido con la doncella, y otra Julia con
doña Carmen, la cual solía echarse en un sofá mientras Julia pasaba el
rato leyendo y pronta al cuidado de la enferma.
Para una de estas noches concibió y dispuso Ruiloz su plan, ideado acaso
con no muy sólido fundamento, por suponer al prójimo capaz de afectos
más vehementes que los por él experimentados, pero que a juicio suyo
había de darle plena certidumbre de los sentimientos de Julia.
Por la tarde el doctor tomó en su casa dos frascos, uno de cabida como
para treinta gramos, y otro muy pequeño: llenolos ambos de agua clara,
y, sin añadir nada al primero y mayor, vertió en el segundo una materia
inofensiva, que dio al agua transparente un color amarillo tan
brillante, que puesto el vidrio al trasluz, parecía contener oro
líquido. Luego tapó cuidadosamente ambos frascos, y esperó a que llegase
la ocasión deseada.
* * * * *
Las habitaciones que servían de albergue a los Molínez eran espaciosas
y estaban amuebladas a estilo de pueblo, contrastando con la vetustez y
modestia de cuanto había en ellas el aspecto moderno y la riqueza de los
utensilios, ropas, neceseres y estuches de los madrileños: un saco, una
manta de viaje valían más que todo lo puesto a su disposición por el
huésped.
Ocupaba el centro de la casa una sala grande con dos dormitorios, uno a
cada lado: el de la derecha para doña Carmen y Julia; el de la izquierda
para Clotilde y su marido.
La enferma, casi privada de poder acostarse, pasaba muchas horas sentada
en una gran butaca, junto a un ventanón, al través de cuyos cristales,
pequeños y emplomados, se descubría un hermoso y pintoresco valle.
Cuando quería dormir se extendía en aquella misma butaca, y apoyada en
varios almohadones, lograba conciliar el sueño. Una lámpara muy lujosa,
llevada de Madrid, iluminaba el gabinete, mientras Clotilde estaba
desvelada, encendiéndose en su lugar, cuando quería dormir, una bujía
puesta en el suelo y tapada con una manta colgada entre dos sillas.
Tal era el aspecto de la estancia una noche en que doña Carmen y Julia
debían velar a Clotilde.
Ruiloz procuró entretenerse un rato con doña Carmen, hasta que Javier se
retiró a descansar; luego fue dejando decaer el interés de la
conversación que sostenía con ella hasta verla dar cabezadas, y cuando
se hubo dormido por completo fue acercándose hacia Julia, que estaba
leyendo junto a un velador, encima del cual lucía la lámpara, cuya
pantalla arrojaba toda la claridad sobre su gentil figura, dejando los
extremos de la habitación en sombra. Tenía puesto un traje de lanilla
gris liso y muy ceñido; la respiración pausada y tranquila imprimía a su
hermoso pecho un movimiento regular, y un rizo sedoso y negro, escapado
de entre las horquillas, le ocultaba parte de la frente.
No parecía interesarle gran cosa la lectura: había instantes en que los
ojos se le quedaban inmóviles, fijos, cual si entre ellos y el periódico
se interpusiese algo indefinido y soñado que abstrajese su alma de
cuanto la rodeaba, dibujándose en su rostro una sonrisa de hastío y de
tristeza; pero otras veces al menor ruido que procediese de donde estaba
Clotilde, aquellos mismos ojos se animaban de pronto, como si en ellos
fulgurase la llamarada de un impulso indomable. Si Clotilde respiraba
fuerte o se movía, haciendo crujir levemente sus ropas, Julia, alzando
súbito la cabeza, quedábase mirándola, con las pupilas incendiadas por
un relampaguear indefinible y extraño, tan extraño, que nadie hubiese
podido decir si era expresión de odio o muestra de terror. En aquellas
miradas imposibles de descifrar estaba retratada su situación. ¿Qué
afecto agitaría su alma? ¿La soberbia de un perdón desdeñosamente
otorgado? ¿La indiferencia del desprecio? ¿Tal vez la compasión que
inspira la desgracia, aun merecida, o acaso el rencor involuntario y
hondo que con ningún infortunio se apacigua?
Al llegar Ruiloz al lado de Julia, ésta dejó caer el periódico sobre el
velador, disculpándose de haber seguido leyendo.
--Creí que se había V. marchado.
--¿Sin despedirme?
--V. ya es de casa.
--¡Ojalá!
--¿Por qué?
Ruiloz, sin contestar a esta pregunta, siguió:
--Me he quedado para hablar con V.
--¿Conmigo?
--Sí; V. es aquí tal vez la única persona con quien se puede hablar
claramente del gravísimo estado de esa pobre señora. ¿Para qué
mortificar más a su madre y a su marido?
--¿Cree V. que hoy está peor?
--Sí; y quisiera hacer una prueba con ayuda de V. Si V. no se hubiese
quedado hoy a velarla, habría esperado, porque para lo que intento, no
puedo fiarme del marido, a quien la emoción quitaría serenidad, ni menos
de la madre...
--V. dirá lo que se debe hacer.
Ruiloz miró hacia doña Carmen para convencerse de que seguía durmiendo,
y sacando del bolsillo los dos frasquitos, el del agua clara y el de
agua teñida de amarillo, dijo enseñándolos a Julia y refiriéndose al
segundo:
--Este es un medicamento de una violencia excepcional; hay que emplearlo
con la mayor precaución; no hay veneno que se le iguale.
--¿Y cómo se da eso?
--Ahora lo sabrá V. Clotilde habrá tomado esta tarde poco alimento...
--Muy poco.
--Probablemente se despertará, y entonces le da V. dos cucharadas de lo
contenido en el frasco grande. Tal vez siga tranquila, y en ese caso,
nada. Pero lo casi seguro es que sobrevenga una excitación muy fuerte, y
entonces le da V. cuatro o seis gotas de lo del frasquito amarillo.
Muchísimo cuidado: es absolutamente necesario que la excitación sea
indudable y fuerte, porque si toma el segundo medicamento sin haberse
producido la alteración, en situación normal... la muerte sería cosa de
dos horas. ¿Me ha comprendido V. bien?
--Creo que sí--repuso temblando.
--Al ponerse agitada, nerviosa, casi delirante, el frasco amarillo; y,
no lo olvide V., si esa excitación no viene, dárselo es matarla.
En seguida Ruiloz, aparentando la indiferencia con que suelen hablar los
médicos de estas cosas, se despidió y salió, dejándola con los dos
frascos sobre el velador y llena de sobresalto el alma.
Realmente aquello era un engaño, sólo posible con una persona ignorante
en cosas de medicina; mas la situación de Julia no dejaba por eso de ser
tremenda.
La casualidad, acaso la Providencia, ponía en sus manos la existencia
de Clotilde. Estaba moribunda, su vida pendía de un hilo, y ese hilo
ella podía cortarlo con completa irresponsabilidad... ¿Matarla? no: no
más que adelantarle un poco la hora de la muerte, y la impunidad sería
absoluta, nadie había de saberlo. Con decir que sobrevino la agitación
prevista por el doctor y que le dio el segundo medicamento...
Sí; aquella era la hora de la venganza, el momento de la expiación, tan
fácil como nunca pudo soñarla un espíritu rencoroso. Además, ¿quién iba
a sospechar de ella, cuando el médico sería el primero que la pusiese a
salvo?
Ruiloz lo calculó todo de un modo diabólico. Las dos supuestas medicinas
eran agua: ni la primera había de causar agitación, ni la segunda podía
producir la muerte; pero si Julia daba la última, su intención no
ofrecería duda de ningún género: habría mentido al decir que vino la
excitación, y habría demostrado, sólo para Ruiloz, el deseo de abreviar
la vida de Clotilde. En una palabra, Ruiloz iba a penetrar en el alma de
Julia: si ésta procuraba la muerte de Clotilde, era señal de que seguía
enamorada de Javier, o de que sin amarle era rencorosa hasta la
perversidad, e indigna de ser querida; si lo contrario, demostraría
primero que su corazón era incapaz de venganza, y tal vez que su amor a
Javier era sentimiento extinguido.
De esta suerte quedaron ambos al separarse, lleno de confusión el
pensamiento: Ruiloz porque aquella prueba había de revelarle el temple y
la índole de la mujer querida, y Julia porque a solas con su conciencia
imaginaba ser juez en causa propia.
* * * * *
¡Qué noche tan larga... y qué ideas tan negras!
Pero su voluntad no vaciló, la entereza de su virtud no desfalleció un
instante; mas la imaginación... a esa ¿quién le corta las alas?
Al través de los vidrios y visillos de las ventanas se veían lucir las
estrellas; turbaban el silencio los ruidos característicos del campo; ya
el campanilleo de una recua, ya el rechinar de un carro, ya los
graznidos de las aves rapaces que buscaban nidos entre la espesura del
ramaje.
A las tres de la madrugada la enferma pidió agua; Julia se la dio. La
tentación no había hecho presa en su alma, y sin embargo, todo su cuerpo
temblaba, no por miedo al delito, sino sólo ante la facilidad de poder
ejecutarlo.
--Te tiembla la mano--dijo Clotilde con voz débil al tomar el vaso.
--Tengo frío--repuso Julia.
Y llena de espanto pensó en cuál otro y cuán distinto sería su temblor
si hubiese aceptado la idea del crimen. Clotilde, apurando el agua, miró
con precaución en torno, y bajando cuanto pudo la voz, preguntó:
--¿Estamos solas?
--Sí.
Entonces, dominada por uno de esos impulsos misteriosos que hacen pensar
a dos almas en una misma cosa al mismo tiempo, atrajo a Julia hacia sí,
diciendo con acento de súplica:
--¿Aún me guardas rencor?
--Calla y duerme--repuso aterrada, pareciéndole que evocar lo pasado era
incitarla al delito.
[Illustration:--Te tiembla la mano--dijo Clotilde...]
A las cuatro y media, cuando empezaba a despuntar el día, Clotilde llamó
otra vez. Julia, con mano firme y pulso seguro, le dio la cantidad que
debía del líquido contenido en el frasco grande, y esperó... ¿Vendría
la agitación esperada y temida por el doctor?
Clotilde quedó inmóvil y adormilada, como en reposo absoluto de espíritu
y de cuerpo; apenas se notaba su respiración.
A Julia se le apagó la lámpara, y cogiéndola sin llamar a nadie, la sacó
fuera para que no diese tufo, yendo a dejarla en uno de los cuartos
inmediatos.
Ya era día claro. Avida de ambiente puro, abrió un balcón que daba al
huerto, y apoyada de pechos en la barandilla, respiró con fuerza, larga
y deleitosamente el aire fresco del amanecer. ¡Qué sol tan hermoso!...
Y en su alma, ¡qué dulcísima paz!
* * * * *
Ruiloz halló a la enferma igual que la víspera. Julia le dijo que había
pasado la noche sin novedad, y le devolvió el frasquito del líquido
amarillo, diciendo con la mayor naturalidad.
--No ha hecho falta.
* * * * *
Aprovechando una pasajera mejoría de Clotilde, se decidió pocos días
después la vuelta a Madrid, pero sin esperanza: ella misma, convencida
de su próximo fin, murmuraba tristemente al salir del pueblo:
--¡A morir a casa!
Ruiloz les acompañó hasta la estación, donde llegaron largo rato antes
de la hora de salida.
El día era hermosísimo: un airecillo manso y saturado de aromas
campestres movía lentamente los árboles; los andenes estaban casi
vacíos; no se oían más ruidos que el rodar del ómnibus que regresaba al
pueblo y el alegre piar de una bandada de gorriones, que venía
revoloteando a posarse en los alambres del telégrafo. Doña Carmen y
Javier estaban al lado de Clotilde, para quien se había dispuesto en la
sala de descanso una butaca. Julia y Ruiloz paseaban calladamente, yendo
y viniendo desde los almacenes de mercancías hasta el depósito de agua,
que servía como de abrevadero a las locomotoras.
De pronto ella, dando, sin saberlo, pie al médico para que dijese lo que
tenia pensado, le preguntó:
--¿Estará V. aquí todavía mucho tiempo?
--No; iré a Madrid muy pronto.
Y al mismo tiempo, fijando en Julia la mirada, se permitió cogerle
familiarmente una mano, y como quien está resuelto a no callar,
continuó:
--¡Por lo que V. ame más en el mundo!... óigame V. un instante. Sé lo
buena que es V..., lo que V. merece, lo que ha sufrido... Le ofrezco a
V. un nombre honrado, una posición independiente... y un tesoro de
cariño. ¿Quiere V. ser mi mujer?
Ella calló un momento entre absorta y halagada, sin gran sorpresa,
exenta de enojo: después bajó los ojos, y alzándolos luego y mirando
cara a cara, repuso:
--¿Está V. seguro de lo que siente? ¿Es que me quiere V..., o que me
compadece? Porque V. sabe algo... No, no será amor... es lástima.
--¿Cree V. que se casa nadie por lástima?
--¿Sabe V. que soy pobre? ¿Que no tengo absolutamente nada?
--Y me alegro con toda mi alma.
Entonces, inundado el corazón de una felicidad tanto más intensa cuanto
menos prevista, le dijo:
--Debemos pensarlo mucho. Venga V. pronto a Madrid... y hablaremos. ¿No
cree V. que debemos conocernos más?
--La conozco a V. mucho más de lo que imagina.
* * * * *
Pocos minutos después partieron los viajeros.
Doña Carmen y su criada cuchicheaban a un extremo del vagón: Javier iba
contando un puñado de monedas de plata; Clotilde, reclinada sobre un
montón de almohadones, tenía impresas en el semblante las señales de un
dolor intenso.
Ruiloz quedó solo e inmóvil en el andén, al borde de la vía... triste,
atormentado de mil cavilaciones; pero pronto abrió el alma a la
esperanza, porque Julia permaneció asomada a la ventanilla hasta
perderse el tren de vista en una curva que comenzaba junto a la salida
de agujas.
Luego se oyeron lejanos los resoplidos del vapor, rasgó los aires un
silbido y en el espacio quedó flotando una nubecilla blanca.


Amores románticos.

Felisa tenía veintitrés años; era hermosa, rica, estaba enamorada, podía
casarse, porque su tutor no lo estorbaba, y sin embargo, iba dilatando
voluntariamente la realización de su ventura: encantos de la juventud,
bienes de fortuna, pasión correspondida, todas las circunstancias que
justificaban y debieran de contribuir a que la boda se celebrase
pronto, quedaban en ella esterilizadas por una resistencia
incomprensible.
Su novio, que se había educado en el extranjero, haciéndose luego
ingeniero en España, tenía cuatro o seis años más que ella, y era
también inteligente, rico, de buena índole y arrogante figura,
cualidades que le rindieron en poco tiempo el corazón de Felisa, pero
que no bastaron a conquistar su voluntad.
La conducta de la muchacha era un verdadero enigma. Estaba en la
situación más favorable a su deseo que pudo soñar mujer amante: para
ella querer era poder, y en vez de fijar el día del casamiento,
constantemente lo aplazaba, cuándo con astucia, cuándo con energía, ya
fingiendo prolongar la vanidosa satisfacción de verse deseada, ya
mostrando recelo de que al ser poseída mermase la vehemencia del amor
que había inspirado, ya negándose clara y resueltamente.
El pobre Manuel no acertaba con la explicación de lo que entre ambos
ocurría.
Felisa era elegantísima; gustábale todo lo artístico y lujoso, pero no
pecaba de manirrota ni derrochadora. Según ella, con lo que habían de
reunir al casarse, tendrían más de lo necesario: no había, pues, que
atribuir a codicia el origen de aquella resistencia.
El tutor, que por honrosa y rara excepción le sirvió de padre cariñoso,
deseaba la boda: primero, suponiendo que sería feliz, y segundo pensando
ahorrarse las molestias que proporcionaba la administración de lo
ajeno; con lo cual Felisa no hallaba oposición que vencer.
¿Tendría tal vez, como a muchas acontece, idea exagerada de sus propios
encantos y esperanza de fundar en ellos un matrimonio más ventajoso?
No: Manuel podía rechazar esta sospecha cumplidamente, porque Felisa era
tan modesta como desinteresada; no con la modestia que aparenta ignorar
la propia belleza, sino con aquella otra que muy pocas mujeres tienen y
que consiste en no abusar del poder que sus hechizos les conceden. Le
gustaba engalanarse, pero luego de vestida pasaba ante los espejos sin
mirarse, y ni a solas era ridículamente vanagloriosa, ni coqueta con los
hombres.
Finalmente, Manuel estaba seguro de haberse ido enseñoreando del corazón
de su novia en diálogos íntimos y largos, donde, sin menoscabo de su
pureza, pudo mostrarse la mujer tal cual era.
Libre y apasionado él, sin madre y enamorada ella, tolerante y dormilona
el aya que había de vigilarles, sus entrevistas no fueren dúos con
centinela de vista, sino momentos de casta expansión en que sinceramente
se dibujaron sus caracteres, contribuyendo los atractivos morales de
cada uno a que se templara el amor de los sentidos en la dulce
servidumbre de las almas.
No sopló el diablo, a pesar de hallarse tan cerca el fuego de la estopa.
Pero cuanto más orgulloso estaba Manuel por haberse apoderado del
corazón de Felisa, menos podía explicarse su terquedad en ir dejando la
boda para más adelante, como si juntamente sintiese amor al hombre y
miedo al matrimonio. ¿En qué se fundaba su temor?
No llegó a sorprenderlo toda la perspicacia de Manuel. Por Noche Buena
del primer año de sus amores, le dijo Felisa que se casarían en la
primavera siguiente; llegado Abril, lo aplazó para el verano; luego dio
largas hasta la vuelta de los baños de mar; en Septiembre ideó nueva
dilación con pretexto de pasar el otoño en París haciendo preparativos y
compras; por último habló del día de año nuevo y santo de él, y hubiese
seguido alargando plazos si Manuel no tuviera el valor de fingir (su
trabajo le costó) que se enfadaba seriamente. Planteó la cuestión,
discutieron, y venció... a medias, que es como siempre vence el hombre a
la mujer.
Manuel tenía necesidad ineludible de ir a Nueva York y permanecer allí
dos o tres meses para arreglar asuntos que, al morir, dejó pendientes su
padre, y que importaban muchos miles de duros; deseando además estudiar
los últimos adelantos realizados por ciertos ingenieros _yankees_.
Echando cuentas galanas, su proyecto era casarse, pasar unos días en
París, y hacer luego el viaje con Felisa durante la luna de miel: a lo
cual ella se negó en redondo, proponiéndole a su vez que fuese solo a
América, que mientras terminaría todos los preparativos, y que a su
vuelta él designaría la fecha definitiva del casamiento.
Con esta nueva demora hubo de transigir Manuel, ya formalmente
esperanzado por la seriedad de la promesa.
--Comprendo que tengas miedo al mar--le dijo;--pero júrame que
documentos, papeles, ropas, muebles, todo, lo tendrás preparado para que
nos casemos a las veinticuatro horas de mi llegada. Si intentas el menor
retraso, creeré que es un pretexto, un modo de reñir conmigo.
Te juro que al día siguiente de tu llegada nos casamos, si tú lo
deseas. ¿Acaso soy la primera que tiene miedo al mar?
Pero mentía.
La navegación no le inspiraba temor: se negó a embarcarse por ganar
tiempo, pareciéndole que aquellos dos o tres meses no habían de acabarse
nunca.
Pocos días después emprendió Manuel su viaje.
Desde París, desde el Havre, hasta momentos antes de ir a bordo, la
escribió cartas llenas de confianza y de ternura, a las cuales ella
contestó con un telegrama, pues no había tiempo para más, en que
discreta y veladamente ratificaba su promesa.
Luego, cuando durante la navegación dejó de recibir aquellas frases que
le recordaban el compromiso adquirido, volvió de nuevo a la resistencia.
En vano su aya o acompañante, aleccionada por Manuel, intentó que
principiase a buscar casa, tomar criados, comprar ropas de cama y mesa
y encargarse trajes. Felisa no hizo nada; en vez de entregarse a las
ocupaciones gratas para cuantas se casan a su gusto, persistió en su
inacción: antes parecía amante abandonada que novia dichosa. Ni aun el
tutor logró hacerle comprender lo desatinado de su conducta.
--Mira, nena--le decía,--estás jugando con fuego: afirmas que le quieres
y al mismo tiempo te niegas a casarte; de modo que si se da a pensar en
semejante contradicción... ¡Figúrate! Va a creer que hay en tu vida
alguna mancha cuyo recuerdo te obliga a rechazar lo mismo que deseas.
¡Pobre de él y pobre de ti como se le meta eso en la cabeza! Vamos a
ver: ¿en qué fundas tu terquedad?
Cuando tales cosas escuchaba Felisa, dejaba caer la cabeza sobre el
pecho y contestaba con evasivas.
--No sé... rarezas mías... ya nos casaremos.
El origen de su proceder era de tan difícil explicación, que ni ella
misma podía justificarlo: estribaba en una preocupación casi pueril,
meramente sentimental y supersticiosa; pero tan robustecida en fuerza de
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