Tres mujeres: La recompensa, Prueba de un alma, Amores románticos - 4

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darle vueltas con el pensamiento, que no conseguía desterrarla ni
vencerla. Ignoraba el modo de combatirla; pero sabía formularla con esa
terrible claridad que tiene el alma para conocer sus desventuras. He
aquí lo que la atormentaba y sobre lo cual levantaba una serie de
razonamientos insensatos, descabellados, pero que le hacían sufrir como
si fuesen fruto de la lógica más perfecta.
Su madre había sido mujer de extraordinaria hermosura, una de esas
beldades excepcionales que debieran ser premio providencial otorgado a
los mejores hombres; pero que, por azares de la vida, son presa y
juguete del primero que sabe engañarlas, pues es cosa sabida que no
corta la flor quien sabe apreciarla, sino quien anda más cerca de ella
al punto en que se abre. Aquella mujer encantadora fue desgraciadísima
por causa de su propia hermosura: todas sus desdichas, y fueron tantas
que acabaron con ella, tomaron origen en su funesta belleza.
El primer hombre a quien quiso murió loco por no lograr que se la diesen
como esposa. Luego la casaron sus padres con un ricacho desalmado y frío
que, tras una temporada de apasionamiento meramente físico, la dejó
abandonada durante cuatro años. Arruinose después en el juego, y
pensando entonces que las gracias de su mujer podían ser base de nueva
prosperidad, le impuso con amenazas la reconciliación, obligándola a
soportar amantes, a quienes explotaba. De una de estas uniones nació
Felisa que pudo ser el consuelo de su madre; pero el marido la dio a
criar en tierra extraña, y al cabo de unos cuantos meses dijo que había
muerto. Por último, aquel malvado reprodujo con caracteres más
repugnantes la tradición o leyenda de la mujer de Candaules, y una
noche, cenando con tres amigos, subastó entre ellos a su esposa. Los
padres de ésta, sabedores de tanta infamia, pusieron remedio al mal: a
fuerza de oro rescataron a la esposa mártir y a la niña abandonada,
muriendo de allí a poco la primera y heredando la segunda aquella
belleza extraordinaria, germen maldito de tamañas desdichas.
Posteriormente, primero los abuelos y después el tutor, criaron y
educaron a Felisa entre mimos y grandezas.
Más adelante el supuesto padre, que sólo lo era legalmente, pidió a los
abuelos una gruesa suma; no quisieron dársela, y él, por vengarse, hizo
llegar a manos de la nieta un papel donde refería las infamias que había
hecho con su mujer, la vida que le obligó a sobrellevar, y hasta la
lista de los amantes que le impuso.
Todo esto sabía Felisa: tal era el vergonzoso origen que no quería
confesar a su novio. Además, por testimonio de gentes que la conocieron
y por retratos que se conservaban, sabía también que físicamente se
parecía a su madre cuanto una mujer puede parecerse a otra. Tan grande
era la semejanza, que hallándose un verano en un pueblo de baños, un
caballero anciano la habló, comprendiendo quién era sin que nadie se lo
dijese, porque a voces lo declaraban los rasgos su fisonomía.
Esta era la causa de su insistente deseo de aplazar la boda: de una
parte quería ocultar la infamia de su nacimiento, y de otra aquel
extremo parecido perturbaba sus ideas hasta el punto de hacerle temer
que, como heredó la belleza, heredaría también la desgracia y la
deshonra. Calma, reflexión, frialdad, todo era inútil. Mientras
escuchaba las protestas de amor que su Manuel le prodigaba, creía en él
y le adoraba, maldiciéndose a si misma, por imaginar que aquel hombre
fuese capaz de algo malo; pero cuando a solas por la noche besaba el
retrato de su madre, o cuando a la mañana se veía en el espejo, sentía
nuevamente el alma invadida de temores; erguíase en su pensamiento la
resistencia invencible al matrimonio, y en garantía de felicidad ansiaba
ser amada como no lo fue su madre, como acaso no lo fue mujer alguna,
con una pasión despojada de todo sensualismo, con afecto ideal, tan puro
y limpio de deseos, que ni la posesión lograra mancillarlo ni el hastío
destruirlo.
Había en aquella superstición cierta grandeza trágica entre cristiana y
gentílica. De un lado suponía ser de aquellos hijos malditos en quienes
retoñan y se castigan las culpas de los padres; de otra parte se miraba
predestinada al infortunio como las vírgenes de los poemas griegos:
temía juntamente ser víctima expiatoria, y presa de la fatalidad,
viniendo estos sentimientos, por una larga e intrincada serie de
transformaciones mentales, a degenerar en una impresión doble y extraña
que la impulsaba a deleitarse con el pensamiento en el amor, y a temer
al amante como hombre. Diríase que su madre la concibió forzada,
pugnando por sustraerse a la realidad, y que ella, adivinándolo, sentía
horror de ello, procurando aborrecer las perfecciones corporales que
habían de convertirse en desventuras del alma.
Otros tiempos, otras ideas, otro medio social en torno suyo, y Felisa
hubiera sido de aquellas visionarias que se atenaceaban los pechos y se
abrasaban el rostro para no caer en brazos del ángel malo. Era, sin
darse cuenta de ello, una mística del amor; quería sentirlo y poseerlo
en espíritu, con la suave delicia del arrobamiento; y como aquella
belleza que suponía funesta le sujetaba al suelo, maldecía de ella
viendo en la expresión turbadora de sus ojos, en la púrpura de sus
labios, y hasta en el timbre voluptuoso y penetrante de su voz, otros
tantos presagios de irremediables infortunios.
Estas preocupaciones, en un principio voluntarias y solicitadas por el
pensamiento, llegaron a dominarla, convirtiéndose poco a poco en
supersticioso terror; sus cavilosidades adquirieron esa tenacidad
inconsciente de las perturbaciones mentales, y comenzó a odiar sus
encantos, como si fueran obstáculo a su felicidad y causa de que no
pudiera saber hasta dónde llegaba el amor del hombre a quien quería.
Por fin su imaginación enfermiza resumió todos aquellos desvaríos en
esta pavorosa duda:
«Si fuese fea... ¿me querría?»
Jamás mujer bonita se ha hecho pregunta tan terrible.
En estado de ánimo análogo al suyo debió de verse aquella dama que,
perseguida con deseos torpes por un rey de Castilla, se abrasó el rostro
para evitar la ocasión de su deshonra.
Felisa, menos trágica, más moderna, y sobre todo más femenina, se limitó
a procurar saber si Manuel amaba y deseaba en ella algo superior a la
envoltura carnal. Luego de sentirse amada en espíritu, toda hermosura le
parecería poca para que él la gozase; pero alambicando y
quintaesenciando a su modo la índole de la pasión que inspiraba, se
preguntaba constantemente:
«¿Me querría si fuese fea?»
* * * * *
Cuando Manuel tuvo casi ultimados los asuntos que motivaron su viaje,
escribió a Felisa fijando el día de la boda.
«Dentro de quince días estaré en París--decía,--y desde allí
telegrafiaré.»
La travesía de Nueva York al Havre se lo hizo más larga que a los
argonautas toda su expedición: al fin pisó el puerto, tomó el tren y se
detuvo en París, a lo cual le obligaba la necesidad de negociar ciertos
valores, albergándose en la misma fonda donde estuvo algunos días al
hacer el viaje de ida, porque en ella vivía su antiguo y cariñoso amigo
Pepe Teruel, que conocía a Felisa, y a quien constantemente hablaba de
ella: debilidad propia de enamorados, que siempre han menester
confidente.
Manuel y Pepe habían sido compañeros de colegio, condiscípulos de
carrera y camaradas de aventuras en la primera época de su juventud: tal
confianza les unía, que al irse a Nueva York el primero dijo al segundo:
--Ya he dicho a Felisa dónde ha de escribirme y hasta qué fecha; pero
cuando le avise que estoy a punto de volver, me escribirá aquí. Tú me
guardas las cartas hasta que te las pida, si por casualidad he de
permanecer fuera más tiempo.
En cumplimiento de este encargo, el día de su regreso le entregó Pepe
tres o cuatro cartas, diciéndole, al dárselas en el cuarto de la fonda,
mientras les preparaban el almuerzo:
--¿Sabía ella con seguridad cuándo te embarcabas?
--Fijamente, no. ¿Por qué?
--Porque esas cartas son muy atrasadas: estos últimos días no ha
escrito... esta mañana ha llegado otra carta... pero no parece suya la
letra... tómala.
--¿De modo que estas son anteriores?
--Claro: la última vino el 2; estamos a 30; con que...
--¡Veintiocho días sin escribir!
Desazonado por el presentimiento de alguna desgracia, rompió el sobre,
cuya letra no era de Felisa, y miró la firma.
--¿De quién?--preguntó Pepe.
--De Lorenza.
--¿Quién es esa señora?
--La conoces: es aquella viuda graciosa y parlanchína con quien jugabas
al aljedrez; buena y lista, pero demasiado amiga de divertirse. No me
gusta que ande mucho con ella, pero ¡vaya V. a evitarlo! Felisa le da
vestidos, sombreros, la saca de apuros, la lleva al teatro, en coche...
Es el tipo de la parienta o amiga que tienen casi todas las muchachas
ricas; servicial, complaciente, mitad por afecto, mitad por interés...
Felisa la maneja como quiere. Y vaya una carta larga. Verás cómo hacen
encargos, de seguro piden trapos... y, sin embargo, me temo algún
disgusto gordo.
La lectura de los primeros renglones le alarmó: luego se puso pálido,
comenzaron a temblarle las manos, nubláronsele los ojos, como si a
despecho de la entereza varonil quisieran brotar las lágrimas, y por
último, dejándose caer sobre una butaca, alargó el papel a su amigo,
mientras decía entre sollozos:
--Entérate. ¡Pobre Felisa mía!
Pepe leyó en voz alta.
«Querido Manuel: No sé si recibirás en París estas líneas ni cuándo
llegarán a tus manos. Sé que voy a darte una pesadumbre, y, sin embargo,
ni quiero ni puedo dejar de escribirte. Yo lo hubiera hecho de todos
modos, pero además lo hago por encargo de Felisa.
»Tantos rodeos para comenzar y los muchos días que llevas sin recibir
noticias suyas, te habrán hecho temer que aquí sucede algo grave:
desgraciadamente, no hay más remedio que decírtelo. Ha pasado el
peligro, pero ha sido grandísimo: unas viruelas espantosas.
»En cuanto a su vida, puedes estar tranquilo; los médicos la han
salvado. Dicen que la convalecencia será larga, y basta verla para
creerlos. No parece su sombra; en fin, seguiremos cuidándola como
hasta aquí, y recobrará las fuerzas perdidas.
[Illustration:--Entérate. ¡Pobre Felisa mía!]
»Y ahora, pobre amigo, ármate de valor. Ya te lo figuras, ¿verdad?
Consulta bien a tu corazón, haz algo que sea semejante a un examen
amoroso de conciencia, y si quedas seguro de que todavía puedes
quererla, prepárate a sufrir una gran desilusión y a luchar con la más
terca manía que cabe en cabeza humana.
»La violencia de la enfermedad ha sido espantosa: dice el médico que no
recuerda tan fuerte ataque de viruelas. ¿Para qué aumentar tu pena
refiriéndote detalladamente cuánto ha sufrido y nos ha hecho pasar?
Donde más ha tenido ha sido en la cara; fue preciso atarle las manos
para que no se destrozara, y aun así ha quedado completamente
desfigurada.
»Las facciones han perdido su regularidad y su gracia; la tez, todavía
plagada de manchas rojizas, quedará para siempre llena de hoyos, y por
algo que no sé explicarte, pues no entiendo lo que dicen los médicos, la
cara se le ha quedado algo contraída y como atirantada; en las mejillas
y alrededor de los labios es donde tiene más viruelas; los ojos apenas
dan idea de lo que fueron: la viveza y expresión que tenían se ha
convertido en una mirada amortiguada y mate: no hay brillo en sus
pupilas, y casi estoy por decirte que su dulce melancolía contribuye a
que sea mayor la compasión que inspira: parece que en los ojos se le
refleja la amargura del alma.
»Al segundo día de levantarse pidió un espejo. Doña Genara y yo habíamos
quitado los que había en el cuarto, deseando retrasar la horrible
impresión que había de sufrir, tratando al menos de que no fuese una
impresión brutal y repentina. Como comprenderás, los espejos pequeños
podían esconderse fácilmente, y así lo hicimos: con decir que no
parecían, en paz; pero delante del armario de luna tuvimos que poner un
biombo con pretexto de que por una puerta entraba aire.
»Todas las precauciones fueron inútiles: ya sabes lo lista que es.
Enseguida lo notó todo, y dándonos sus llaves, pidió un espejo de mano
que tenía guardado. Hubo que obedecer. Se miró, hizo un esfuerzo
violentísimo por sobreponerse a la impresión que debió de sufrir, y
luego inclinó la cabeza sobre el pecho, mientras por las mejillas le
caían dos lagrimones que no podían resbalar como antes sobre la tersura
de la piel, sino que fueron cayendo de hueco en hueco y de hoyo en hoyo
como gotas de agua arrojadas contra arena dura. ¡Qué escena tan triste!
No es para descrita.
»En muchas horas no hubo modo de arrancarle palabra. No comió ni
durmió. A la tarde siguiente me llamó, haciéndome sentar a su lado y me
encargó que te escribiera.
»He aquí, poco más o menos, sus palabras, que pronunció serena,
fríamente, y las cuales, a mi juicio, son el fruto de una noche de
horrible insomnio y de sin igual tormento:
»Escribe a Manuel, dile que he estado mala, lo que he tenido... y cómo
me he quedado. La verdad desnuda... que estoy horrible, espantosa, que
puedo inspirar lástima; pero que el amor y el mundo se han acabado para
mí: que le devuelvo su palabra... y que sea tan feliz como merece. Ya
ves--añadió--es hombre, y por grande que sea su amor, ¿qué pasión
resiste a esta prueba? Hasta me complazco en creer que sufrirá. ¡Ya ves
si soy egoísta! Pasará una temporada cruel, pero ni puedo ni quiero
exigirle que se case conmigo. ¡Qué desencanto si me viese! En mi
belleza--siguió diciendo se fundaba su amor; la he perdido y tiene
derecho a la libertad: si yo no se la diese ahora, él la recobraría
luego... y sería peor. Esta resolución es irrevocable; nada podrá
torcerla. En cuanto pasen unos días y me sienta más fuerte, me iré a la
Puebla del Maestre, procuraré restablecerme, y trataré de olvidar un
mundo donde, ya lo ves, la dicha depende de una calentura y unos cuantos
granos feos en la cara. ¡Pobre de mí! Escribe a Manuel de modo que sufra
lo menos posible, pero persuádele de que esto se acabó; ahórrale penas,
pero quítale toda esperanza. Bien miradas las cosas, aunque ahora lo
sienta, cuando sepa cómo estoy, bendecirá este arranque mío. No debemos
volver a vernos. Quiero que, de conservar memoria mía, guarde el
recuerdo de la otra Felisa, la de antes.
»He tratado de repetir sus mismas frases: lo que no puedes imaginar es
el acento de amarga y firme resolución con que las dijo.
»Y he aceptado el encargo de escribirte esta carta violentándome mucho,
porque sé la pena que ha de causarte: pero ten la seguridad de que nadie
participará de ella tan sinceramente como tu antigua y buena amiga,
LORENZA.»
Manuel estuvo abatidísimo durante la lectura de la carta, y concluida,
interrogó a su amigo con la mirada, invitándole a que hablase. Pepe lo
hizo así:
--¿Qué quieres que te diga? El golpe es rudo... pero vamos a cuentas.
Del exceso del mal brota a veces en la vida el consuelo, y si no el
consuelo, la persuasión de que las fuerzas humanas se estrellan contra
la realidad. La cosa es dolorosísima: para un enamorado, saber que su
amada se ha puesto fea es robarle el sol a medio día... En cambio la
situación no puede ser más despejada. Todo te lo dan hecho.
--Explícate.
--Una de dos: o amas a esa mujer de tal modo que aun desfigurada, la
haces tuya... y créeme, ella cederá si lo intentas; o no te atreves a
tanto, y entonces... pues te quedas aquí un año, y chico... ¿cómo ha de
ser? la mancha de la mora... De todos modos, piénsalo mucho, interrógate
y contéstate sinceramente, porque ni debes hacer nuevas protestas de
pasión, movido sólo de conmiseración y lástima, ni exponerte a que un
arrepentimiento tardío te haga desdichado para el resto de tu vida.
Manuel no estaba para sostener discusión, ni siquiera para expresar lo
que sentía.
Pepe siguió haciéndole reflexiones de las que a sangre fría se discurren
cuando no es propio el mal que las motiva.
Así estuvieron todo el día y parte de la noche encerrados en el cuarto
de la fonda: Manuel, triste y silencioso, leyendo y releyendo la carta:
Pepe, aguzando el ingenio y prodigando sutilezas que endulzasen tanta
amargura.
* * * * *
Pocos días después Lorenza recibía la presente carta:
«Mi querida amiga: El ser yo quien conteste a lo que ha escrito V. a
Manuel, necesita previa explicación. Yo también soy medianero de
tristezas: V. experimentará, al leer lo que voy a decirle, una impresión
tan dolorosa como la que yo he sufrido leyendo lo que V. ha escrito.
»Cuando Manuel marchó al Havre para embarcarse, me rogó que recibiese
cuantas cartas llegasen para él. «Casi todas--me dijo--serán de
negocios; las abres y contestas según instrucciones que luego te daré.»
Y después, enseñándome el sobre de una escrita por Felisa, añadió: «Las
que tengan esta letra me las guardas.» Con posterioridad a su partida
llegaron varias que conocí ser de _ella_, y las guardé: luego faltaron,
y como hace tres días recibí la de V., y la letra del sobre en nada se
parece a la de Felisa, claro está, la abrí y leí. Por el mal rato que
habrá V. pasado al escribirla, podrá V. comprender el que yo estaré
sufriendo ahora, porque el objeto de estas líneas es igualmente
doloroso. ¡Razón tienen los que afirman que lo novelesco e inverosímil
abunda más en la realidad que en los libros!
»Hace cuatro días, cuando esperaba la llegada de Manuel, recibí un
telegrama puesto por el cónsul de España en el Havre, que es antiguo
amigo mío, y que estaba redactado en estos términos:
»Ocurrido grave y desgraciado accidente a Manuel al desembarcar
procedente de América. Conviene venga V. por primer tren.»
»A las pocas horas de recibida esta triste noticia, llegué al Havre. El
accidente a que se refería el cónsul había sido horrible. En el momento
en que, recién llegado de Nueva York, saltaba Manuel desde el vapor que
le había traído, al bote que debía conducirle hasta el muelle, estaban
en la entrada del puerto dos ingenieros holandeses haciendo las primeras
pruebas de una lancha movida por un aparato de su invención, llamado
«propulsor de reacción». Quizá, como señora, no entienda V. bien lo que
esto significa, ni esta es ocasión de explicárselo. Bástele a V. saber
que se trata de un nuevo sistema de locomoción marítima, sin ayuda de
remos, velas, vapor ni electricidad.
»La mañana estaba hermosísima; miles de curiosos llenaban los muelles;
el lanchón de los holandeses, que surcaba las aguas con pasmosa
velocidad, pasó junto al bote en que venía Manuel.
»Este, como buen ingeniero y apasionado de su profesión, quiso
presenciar a corta distancia el experimento, y para lograrlo, dio
propina a los remeros, diciéndoles que siguiesen de cerca a la
embarcación de los inventores.
»Pocos momentos después, el aparator motor que manejaban los holandeses,
cargado con sustancias químicas, estalló, causando varias víctimas.
»Uno de los que lo manejaban quedó muerto en el acto; el que hacia de
timonel sufrió graves quemaduras, y nuestro pobre Manolo, que tan
imprudentemente se había aproximado, recibió en la cara gran parte de
la carga química que debía mover el malhadado invento.
»Los remeros, viéndole caer sobre las tablas del bote con el rostro
ensangrentado, le trajeron inmediatamente a tierra.
»Las heridas son, como dicen los médicos, de pronóstico reservado; mas
por lo que yo he podido comprender, el pobre Manuel quedará ciego.
»Fue llevado al hospital de marina, y de allí, con grandes precauciones,
le traje a París en cuanto lo permitió la prudencia. No está en peligro
su vida, por fortuna, pero repito que la pérdida de ambos ojos parece
inevitable: sólo un milagro puede hacer que estos temores no se cumplan.
Ya ve V. lo cruel que sería comunicarle ahora todo lo que V. me dice en
su carta sobre la enfermedad y la resolución de la desgraciada Felisa.
»¿Querrá ella, después de leer estas líneas, renunciar a su propósito?
¿Qué resolverá? Ni puedo ni quiero adelantarme a interpretar su
voluntad, que acaso se modifique dadas las circunstancias.
»El desdichado ignora la gravedad de su situación; supone que se curará
por completo; cree que verá pronto, y a quien más desea ver es a su
Felisa.
»Con tal intensidad se ha posesionado de él este deseo, que me ha dado
encargo de hacer a Felisa la proposición siguiente:
»Dice que, según ellos convinieron, Felisa debe tener arreglados todos
los documentos necesarios para la boda, y que como él tiene también
corrientes los suyos, el matrimonio se puede celebrar en Madrid por
poderes, luego de lo cual espera que ella venga inmediatamente a París,
no a pasar una luna de miel, sino a cuidar a su marido enfermo. Tal es
la mezcla de amor y de egoísmo que se ha imaginado.
»Esto me ha dicho hace dos horas. ¿Cómo quiere V. que yo le entere de
que su Felisa ha perdido aquella belleza que era su orgullo, y además le
diga que ha resuelto no casarse? Se supone querido e ignora que quedará
ciego. A su discreción de V. fío cómo debe enterar a Felisa de todo
este, y con arreglo a lo que resuelva aguardo instrucciones.
»Hable V. con ella y contésteme lo antes posible.
»Suyo afectísimo siempre.
PEPE.»
La lectura de esta carta produjo a Felisa una emoción extraordinaria e
imposible de analizar: sintió pena por el infortunio del ser amado,
incertidumbre de lo que debiera procurar según lo extraordinario de las
circunstancias, y alegría por vislumbrar la ocasión de ver puesta a
prueba la grandeza de su corazón.
Con cierto refinamiento egoísta de idealismo pervertido y femenino, se
complacía en persuadirse de que la desgracia de Manuel daba solución al
pavoroso problema de sus dudas; porque si había de quedarse ciego, ¿qué
importaba ya que en ella subsistiese el encanto de su belleza heredada y
funesta?
Además, ella le hablaría de su hermosura como de un bien ilusorio, por
lo fugaz, y del amor de su alma como de una realidad inacabable y
constante. ¿Qué importaban ni qué valían la púrpura de su boca, ni el
llamear de sus ojos, comparados con la ternura de su espíritu?
La fuente de los placeres terrenos y groseros estaba para él cegada, y
en cambio, ella, en su alma, sentía brotar y correr hacia el amado un
raudal de abnegación y dulzura. Aquello era la purificación de toda
torpeza, la clara visión interna del amor: amar sin ver el objeto de la
pasión, algo semejante a la fe que adora lo que acaso no existe.
* * * * *
Lorenza contestó telegráficamente a Pepe, que Felisa accedía al
matrimonio por poderes, y que enseguida de verificado saldría para París
con dos criados, si, dada su avanzada edad, no podía el tutor
acompañarla.
Envió Manuel los poderes necesarios, y allanó Felisa a fuerza de dinero
cuantas dificultades surgieron, resolviendo, por último, que un primo
suyo representase al novio, y que la ceremonia se verificara en la
Puebla del Maestre, donde todo había de serle más fácil de lograr,
gracias a los amigos y deudos que allí se desvivirían por servirla.
Salieron las cosas a medida de su deseo, y una mañana, muy temprano,
ante poca gente, puesto el pensamiento en el hombre a quien quería, dio
palabra y entregó mano de esposa al que le representaba. Hasta la
anormalidad de ser otro distinto de su amante quien recibió su
juramento, le pareció cosa conforme al estado de su espíritu, porque, en
vez de sentir el terror que le inspiraba la idea de dejarse poseer, pudo
complacerse en saborear mentalmente el casto placer de pensar que su
porvenir y su vida estaban para siempre unidos a los de un hombre que la
quería, y que, no pudiendo verla, no habla de fundar la pasión en sólo
la hermosura.
Hallábase al otro día ocupada en los preparativos para marchar a París,
cuando recibió un telegrama fechado en Burdeos, donde sin mas
explicaciones, decía Manuel:
«No salgas del pueblo: llegaré pasado mañana.»
Su sorpresa no pudo ser mayor; pero ¿qué remedio, sino esperar y
obedecer?
* * * * *
Al expirar el plazo marcado a su impaciencia, Felisa, acompañada de
Lorenza, salió a recibir a Manuel hasta legua y media más allá del
pueblo, esperándole nerviosa y desasosegada, al caer la tarde, en un
recodo del camino.
En la última línea del horizonte, bajo la inmensidad azul, se destacaban
las cumbres violáceas de la sierra, oíase a lo lejos acompasado y lento
el campanilleo de una recua, y una bandada de golondrinas, piando
alegremente, volaba en torno de los murallones de un castillo ruinoso
que parecía perdido y olvidado en la extensa soledad del llano.
De pronto sonó ruido de cascabeles y trallazos, y ambas mujeres vieron
venir por la carretera un coche de colleras tirado por cuatro mulas y
envuelto en una nube de polvo.
Pocos minutos después el coche se detenía, y el amante esperado se
apeaba solo, ligero y ágil, saltando como un muchacho.
Felisa, sin acertar a creer lo que veía, gritó a su compañero:
--¡Es él! ¡Solo! ¡Sin vendas ni trapos!
Manuel la abrazó con fuerza, como quien se apodera de algo propio
largamente codiciado, y ella se dejó estrechar sin sustraerse al
legítimo halago.
--¿Pero qué engaño ha sido este?--preguntó él, trémulo de gozo, viendo
su rostro sin la menor señal de la mentida enfermedad.
--Quise saber--repuso ella--hasta dónde llegaba tu cariño. ¿Pero y tus
ojos y tu ceguera?
--De tu mentira, que creí verdad, nació la mía. ¿Qué te sorprende? Quise
demostrarte que tu corazón me atraía más que tu belleza. Yo te amaba
desfigurada y fea... como tu me has querido ciego. Piensa ahora si
seremos dichosos: tú hermosa, yo pudiendo mirarte, y los dos seguros uno
de otro.
_Este libro se acabó
de imprimir en
Madrid, en casa
de A. Avrial,
el día 12 de
Junio de
1896_
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