Sonata de primavera: memorias del marqués de Bradomín - 5

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votos, mi amor terreno no se convertirá en una devoción! ¡Vos sois una
Santa!...
--¡Marqués, no digáis impiedades!
Y me clavó los ojos tristes, suplicantes, guarnecidos de lágrimas como
de oraciones purísimas. Entonces ya parecía olvidada de la niña, que
sentada en un canapé, adormecía á su muñeca con viejas tonadillas del
tiempo de las abuelas. En la sombra de aquel vasto salón donde las
rosas esparcían su aroma, la canción de la niña tenía el encanto de esas
rancias galanterías que parece se hayan desvanecido con los últimos
sones de un minué.
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COMO UNA flor de sensitiva, María Rosario temblaba bajo
mis ojos. Yo adivinaba en sus labios el anhelo y el temor de hablarme.
De pronto me miró ansiosa, parpadeando como si saliese de un sueño. Con
los brazos tendidos hacia mí, murmuró arrebatada, casi violenta:
--Salid hoy mismo para Roma. Os amenaza un peligro y tenéis que
defenderos. Habéis sido delatado al Santo Oficio.
Yo repetí, sin ocultar mi sorpresa:
--¿Delatado al Santo Oficio?
--Sí, por brujo... Vos habíais perdido un anillo, y por arte diabólica
lo recobrásteis... ¡Eso dicen, Marqués!
Yo exclamé con ironía:
--¿Y quien lo dice es vuestra madre?
--¡No!...
Sonreí tristemente:
--¡Vuestra madre, que me aborrece porque vos me amáis!
--¡Jamás!... ¡Jamás!...
--¡Pobre niña, vuestro corazón tiembla por mí, presiente los peligros
que me cercan, y quiere prevenirlos.
--¡Callad, por compasión!... ¡No acuséis á mi madre!...
--¿Acaso ella no llevó su crueldad hasta acusaros á vos misma? ¿Acaso
creyó vuestras palabras cuando le jurabais que no me habíais visto una
noche?...
--¡Sí, las creyó!
María Rosario había dejado de temblar. Erguíase inmaculada y heroica,
como las Santas ante las fieras del Circo. Yo insistí, con triste
acento, gustando el placer doloroso y supremo del verdugo:
--No, no fuisteis creída. Vos lo sabéis. ¡Y cuántas lágrimas han vertido
en la oscuridad vuestros ojos!
María Rosario retrocedió hacia el fondo de la ventana:
--¡Sois brujo!... ¡Han dicho la verdad!... ¡Sois brujo!...
Luego, rehaciéndose, quiso huir, pero yo la detuve:
--Escuchadme.
Ella me miraba con los ojos extraviados, haciendo la señal de la cruz:
--¡Sois brujo!... ¡Por favor, dejadme!
Yo murmuré con desesperación:
--¿También vos me acusáis?
--¿Decid entonces, cómo habéis sabido?...
La miré largo rato en silencio, hasta que sentí descender sobre mi
espíritu el numen sagrado de los profetas:
--Lo he sabido, porque habéis rezado mucho para que lo supiese... ¡He
tenido en un sueño revelación de todo!...
María Rosario respiraba anhelante. Otra vez quiso huir, y otra vez
la detuve. Desfallecida y resignada, miró hacia el fondo del salón,
llamando á la niña:
--¡Ven, hermana!... ¡Ven!
Y le tendía los brazos: La niña acudió corriendo: María Rosario
la estrechó contra su pecho alzándola del suelo, pero estaba tan
desfallecida de fuerzas, que apenas podía sostenerla, y suspirando con
fatiga tuvo que sentarla sobre el alféizar de la ventana. Los rayos del
sol poniente circundaron como una aureola la cabeza infantil: La crencha
sedeña y olorosa fué como onda de luz sobre los hombros de la niña. Yo
busqué en la sombra la mano de María Rosario:
--¡Curadme!...
Ella murmuró retirándose:
--¿Y cómo?...
--Jurad que me aborrecéis.
--Eso no...
--¿Y amarme?
--Tampoco. ¡Mi amor no es de este mundo!
Y su voz era tan triste al pronunciar estas palabras, que yo sentí una
emoción voluptuosa como si cayese sobre mi corazón rocío de lágrimas
purísimas. Inclinándome para beber su aliento y su perfume, murmuré en
voz baja y apasionada:
--Vos me pertenecéis. Hasta la celda del convento os seguirá mi
culto mundano. Solamente por vivir en vuestro recuerdo y en vuestras
oraciones, moriría gustoso.
--¡Callad!... ¡Callad!...
María Rosario, con el rostro intensamente pálido, tendía sus manos
temblorosas hacia la niña que estaba sobre el alféizar, circundada por
el último resplandor de la tarde, como un arcángel en una vidriera
antigua. El recuerdo de aquel momento, aún pone en mis mejillas un frío
de muerte. Ante nuestros ojos espantados se abrió la ventana, con ese
silencio de las cosas inexorables que están determinadas en lo invisible
y han de suceder por un destino fatal y cruel. La figura de la niña,
inmóvil sobre el alféizar, se destacó un momento en el azul del cielo
donde palidecían las estrellas, y cayó al jardín, cuando llegaban á
tocarla los brazos de la hermana.
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FUÉ SATANÁS! ¡Fué Satanás!... Aún resuena en mi oído
aquel grito angustiado de María Rosario: Después de tantos años, aún la
veo pálida, divina y trágica como el mármol de una estatua antigua: Aún
siento el horror de aquella hora:
--¡Fué Satanás!... ¡Fué Satanás!...
La niña estaba inerte sobre la escalinata. El rostro aparecía entre el
velo de los cabellos, blanco como un lirio, y de la rota sien manaba
el hilo de sangre que los iba empapando. La hermana, como una poseída,
gritaba:
--¡Fué Satanás!... ¡Fué Satanás!...
Levanté á la niña en brazos y sus ojos se abrieron un momento llenos de
tristeza. La cabeza ensangrentada y mortal, rodó yerta sobre mi hombro,
y los ojos se cerraron de nuevo, lentos como dos agonías. Los gritos de
la hermana, resonaban en el silencio del jardín:
--¡Fué Satanás!... ¡Fué Satanás!...
La cabellera de oro, aquella cabellera flúida como la luz, olorosa como
un huerto, estaba negra de sangre. Yo la sentí pesar sobre mi hombro
semejante á la fatalidad en un destino trágico. Con la niña en brazos
subí la escalinata. En lo alto salió á mi encuentro el coro angustiado
de las hermanas. Yo escuché su llanto y sus gritos, yo sentí la muda
interrogación de aquellos rostros pálidos que tenían el espanto en los
ojos. Los brazos se tendían hacia mí desesperados, y ellos recogieron el
cuerpo de la hermana, y lo llevaron hacia el Palacio. Yo quedé inmóvil,
sin valor para ir detrás, contemplando la sangre que tenía en las
manos. Desde el fondo de las estancias llegaba hasta mí el lloro de las
hermanas y los gritos ya roncos de aquella que clamaba enloquecida:
--¡Fué Satanás!... ¡Fué Satanás!...
Sentí miedo. Bajé á las caballerizas y con ayuda de un criado enganché
los caballos á la silla de posta. Partí al galope. Al desaparecer bajo
el arco de la plaza, volví los ojos llenos de lágrimas para enviarle
un adiós al Palacio Gaetani. En la ventana, siempre abierta, me pareció
distinguir una sombra trágica y desolada. ¡Pobre sombra envejecida,
arrugada, miedosa que vaga todavía por aquellas estancias, y todavía
cree verme acechándola en la oscuridad! Me contaron que ahora, al cabo
de tantos años, ya repite sin pasión, sin duelo, con la monotonía de una
vieja que reza:
¡FUÉ SATANÁS!
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JOSEPH MOJA
ORNAVIT
ACABÓSE DE IMPRIMIR ESTE LIBRO
EN LA IMPRENTA HELÉNICA
DE MADRID Á XXX DÍAS
DEL MES DE MAYO
DE MCMXIII
AÑOS
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