Sonata de primavera: memorias del marqués de Bradomín - 2

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poblaban la tapicería del muro, y sobre las consolas, en graciosos
grupos de porcelana, duques pastores ceñían el florido talle de
marquesas aldeanas. Yo me detuve un momento en la puerta. Al verme, las
damas que ocupaban el estrado sonrieron y el Colegial Mayor se puso en
pie:
--Permítame el Señor Capitán que le salude en nombre de todo el Colegio
Clementino.
Y me alargó su mano carnosa y blanca, que parecía reclamar la pastoral
amatista. Por privilegio pontificio vestía beca de terciopelo que
realzaba su figura prócer y llena de majestad. Era un hombre joven,
pero con los cabellos blancos. Tenía los ojos llenos de fuego, la nariz
aguileña y la boca de estatua, firme y bien dibujada. La Princesa me lo
presentó con un gesto lleno de languidez sentimental:
--Monseñor Antonelli. ¡Un sabio y un santo!
Yo me incliné:
--Sé, Princesa, que los cardenales romanos le consultan las más arduas
cuestiones teológicas, y la fama de sus virtudes á todas partes llega...
El Colegial interrumpió con su grave voz, reposada y amable:
--No soy más que un filósofo, entendiendo la filosofía como la
entendían los antiguos: Amor á la sabiduría.
Después, volviendo á sentarse, continuó:
--¿Habéis visto á Monseñor Gaetani? ¡Qué desgracia! ¡Tan grande como
impensada!...
Todos guardamos un silencio triste. Dos señoras ancianas, las dos
vestidas de seda con noble severidad, interrogaron á un mismo tiempo y
con la misma voz:
--¿No hay esperanzas?
La Princesa suspiró:
--No las hay... Solamente un milagro:
De nuevo volvió el silencio. En el otro extremo del salón las hijas
de la Princesa bordaban un paño de tisú, las cinco sentadas en rueda.
Hablaban en voz baja las unas con las otras, y sonreían con las cabezas
inclinadas: Sólo María Rosario permanecía silenciosa, y bordaba
lentamente como si soñase. Temblaba en las agujas el hilo de oro, y
bajo los dedos de las cinco doncellas nacían las rosas y los lirios
de la flora celeste que puebla los paños sagrados. De improviso, en
medio de aquella paz, resonaron tres aldabadas. La Princesa palideció
mortalmente: Los demás no hicieron sino mirarse. El Colegial Mayor se
puso en pie:
--Permitirán que me retire: No creí que fuese tan tarde... ¿Cómo han
cerrado ya las puertas?
La Princesa repuso temblando:
--No las han cerrado.
Y las dos ancianas vestidas de seda negra, susurraron:
--¡Algún insolente!
Cambiaron entre ellas una mirada tímida, como para infundirse ánimo,
y quedaron atentas, con un ligero temblor. Las aldabadas volvían á
sonar, pero esta vez era dentro del Palacio Gaetani. Una ráfaga pasó por
el salón y apagó algunas luces. La Princesa lanzó un grito. Todos la
rodeamos: Ella nos miraba con los labios trémulos y los ojos asustados:
Insinuó una voz:
--Cuando murió el Príncipe Filipo, ocurrió esto... ¡Y él lo contaba de
su padre!
En aquel momento el Señor Polonio apareció en la puerta del salón, y
en ella se detuvo. La Princesa incorporóse en el sofá, y se enjugó los
ojos: Después, con noble entereza, le interrogó:
--¿Ha muerto?
El mayordomo inclinó la frente:
--¡Ya goza de Dios!
Una onda de gemidos se levantó en el estrado. Las damas rodearon á la
Princesa, y el Colegial Mayor se santiguó.
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MARÍA ROSARIO, con los ojos arrasados de lágrimas
guardaba lentamente sus agujas y su hilo de oro. Yo la veía en el otro
extremo del salón, inclinada sobre un menudo y cincelado cofre que
sostenía abierto en el regazo: Sin duda rezaba en voz baja, porque sus
labios se movían débilmente. En su mejilla temblaba la sombra de las
pestañas, y yo sentía que en el fondo de mi alma aquel rostro pálido
temblaba con el encanto misterioso y poético que tiembla en el fondo de
un lago, el rostro de la luna. María Rosario cerró el cofre, y dejando
en él la llave de oro, lo puso sobre la alfombra para tomar en brazos á
la más niña de sus hermanas que lloraba asustada. Después se inclinó,
besándola. Yo veía cómo la infantil y rubia guedeja de María Nieves
desbordaba sobre el brazo de María Rosario, y hallaba en aquel grupo la
gracia cándida de esos cuadros antiguos que pintaron los monjes devotos
de la Virgen. La niña murmuró:
--¡Tengo sueño!...
--¿Quieres que llame á tu doncella para que te acueste?
--Malvina me deja sola. Se figura que estoy durmiendo y se va muy
despacio, y cuando estoy sola tengo miedo.
María Rosario alzóse con la niña en brazos, y como una sombra silenciosa
y pálida atravesó el salón. Yo acudí presuroso á levantar el cortinaje
de la puerta. María Rosario pasó con los ojos bajos, sin mirarme: La
niña, en cambio, volvió hacia mí sus claras pupilas llenas de lágrimas,
y me dijo con una voz muy tenue:
--Buenas noches, Marqués, hasta mañana.
--Adiós, preciosa.
Y con el alma herida por el desdén que María Rosario me mostrara, volví
al estrado, donde la Princesa seguía con el pañuelo sobre los ojos. Las
ancianas de su tertulia la rodeaban, y de tiempo en tiempo se volvían
aconsejadoras y prudentes para hablar en voz baja con las niñas, que
también suspiraban, pero con menos dolor que su madre:
--Hijas mías, debéis hacer que se acueste.
--Hay que disponer los lutos.
--¿Dónde ha ido María Rosario?
El Colegial Mayor también dejaba oir alguna vez su voz grave y amable:
Cada palabra suya producía un murmullo de admiración entre las señoras.
La verdad es que cuanto manaba de sus labios parecía lleno de ciencia
teológica y de unción cristiana. De rato en rato fijaba en mí una mirada
rápida y sagaz, y yo comprendía, con un estremecimiento, que aquellos
ojos negros querían leer en mi alma. Yo era el único que allí permanecía
silencioso, y acaso el único que estaba triste. Adivinaba, por primera
vez en mi vida, todo el influjo galante de los prelados romanos, y
acudía á mi memoria la leyenda de sus fortunas amorosas. Confieso que
hubo instantes donde olvidé la ocasión, el sitio y hasta los cabellos
blancos que peinaban aquellas nobles damas, y que tuve celos, celos
rabiosos del Colegial Mayor. De pronto me estremecí: Hacía un momento
que callaban todos, y en medio del silencio, el Colegial se acercaba á
mí: Posó familiar su diestra sobre mi hombro, y me dijo:
--Caro Marqués, es preciso enviar un correo á Su Santidad.
Yo me incliné:
--Tenéis razón, Monseñor.
Y él repuso con extremada cortesía:
--Me congratula que seáis del mismo consejo... ¡Qué gran desgracia,
Marqués!
--¡Muy grande, Monseñor!
Nos miramos de hito en hito, con un profundo convencimiento de que
fingíamos por igual, y nos separamos. El Colegial Mayor volvió al
lado de la Princesa, y yo salí del salón para escribir al Cardenal
Camarlengo, que lo era entonces Monseñor Sassoferrato.
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MARÍA ROSARIO, en aquella hora, tal vez estaba velando
el cadáver de Monseñor Gaetani! Tuve este pensamiento al entrar en la
biblioteca, llena de silencio y de sombras. Vino del mundo lejano, y
pasó sobre mi alma como soplo de aire sobre un lago de misterio. Sentí
en las sienes el frío de unas manos mortales, y, estremecido, me puse de
pie. Quedó abandonado sobre la mesa el pliego de papel, donde solamente
había trazado la cruz, y dirigí mis pasos hacia la cámara mortuoria. El
olor de la cera llenaba el Palacio. Criados silenciosos velaban en los
largos corredores, y en la antecámara paseaban dos familiares, que me
saludaron con una inclinación de cabeza. Sólo se oía el rumor de sus
pisadas y el chisporroteo de los cirios que ardían en la alcoba.
Yo llegué hasta la puerta y me detuve: Monseñor Gaetani yacía rígido
en su lecho, amortajado con hábito franciscano: En las manos yertas
sostenía una cruz de plata, y sobre su rostro marfileño la llama de los
cirios, tan pronto ponía un resplandor como una sombra. Allá en el fondo
de la estancia rezaba María Rosario: Yo permanecí un momento mirándola:
Ella levantó los ojos, se santiguó tres veces, besó la cruz de sus
dedos, y poniéndose en pie vino hacia la puerta:
--¿Marqués, queda mi madre en el salón?
--Allí la dejé...
--Es preciso que descanse, porque ya lleva así dos noches... ¡Adiós,
Marqués!
--¿No queréis que os acompañe?
Ella se volvió:
--Acompañadme, sí... La verdad es que María Nieves me ha contagiado su
miedo...
Atravesamos la antecámara. Los familiares detuvieron un momento el
silencioso pasear, y sus ojos inquisidores nos siguieron hasta la
puerta. Salimos al corredor, que estaba sólo, y sin poder dominarme
estreché una mano de María Rosario, y quise besarla, pero ella la retiró
con vivo enojo:
--¿Qué hacéis?
--¡Que os adoro! ¡Que os adoro!
Asustada, huyó por el largo corredor. Yo la seguí.
--¡Os adoro! ¡Os adoro!
Mi aliento casi rozaba su nuca, que era blanca como la de una estatua, y
exhalaba no sé qué aroma de flor y de doncella.
--¡Os adoro! ¡Os adoro!
Ella suspiró con angustia:
--¡Dejadme! ¡Por favor, dejadme!
Y sin volver la cabeza, azorada, trémula, huía por el corredor. Sin
aliento y sin fuerzas se detuvo en la puerta del salón. Yo todavía
murmuré á su oído:
--¡Os adoro! ¡Os adoro!
María Rosario se pasó la mano por los ojos y entró. Yo entré detrás
atusándome el mostacho. María Rosario se detuvo bajo la lámpara y me
miró con ojos asustados, enrojeciendo de pronto: Luego quedó pálida,
pálida como la muerte. Vacilando se acercó á sus hermanas, y tomó
asiento entre ellas, que se inclinaron en sus sillas para interrogarla:
Apenas respondía. Se hablaban en voz baja con tímida mesura, y en los
momentos de silencio oíase el péndulo de un reloj. Poco á poco había ido
menguando la tertulia: Solamente quedaban aquellas dos señoras de los
cabellos blancos y los vestidos de gro negro. Ya cerca de media noche la
Princesa consintió en retirarse á descansar, pero sus hijas continuaron
en el salón, velando hasta el día, acompañadas por las dos señoras, que
contaban historias de su juventud: Recuerdos de antiguas modas femeninas
y de las guerras de Bonaparte. Yo escuchaba distraído, y desde el fondo
de un sillón, oculto en la sombra, contemplaba á María Rosario: Parecía
sumida en un ensueño: Su boca, pálida de ideales nostalgias, permanecía
anhelante como si hablase con las almas invisibles, y sus ojos
inmóviles, abiertos sobre el infinito, miraban sin ver. Al contemplarla,
yo sentía que en mi corazón se levantaba el amor, ardiente y trémulo
como una llama mística. Todas mis pasiones se purificaban en aquel fuego
sagrado y aromaban como gomas de Arabia. ¡Han pasado muchos años, y
todavía el recuerdo me hace suspirar!
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YA CERCA del amanecer me retiré á la biblioteca. Era
forzoso escribir al Cardenal Camarlengo, y decidí hacerlo en aquellas
horas de monótona tristeza, cuando todas las campanas de Ligura se
despertaban tocando á muerto, y prestes y arciprestes encomendaban á
Dios el alma del difunto Obispo de Betulia.
En mi carta, dile á Monseñor Sassoferrato cuenta de todo muy
extensamente, y luego de haber lacrado y puesto los cinco sellos con
las armas pontificias, llamé al mayordomo y le entregué el pliego, para
que sin pérdida de momento, un correo lo llevase á Roma. Hecho esto,
me dirigí al oratorio de la Princesa, donde sin intervalo se sucedían
las misas desde antes de rayar el sol. Primero habían celebrado los
familiares que velaran el cadáver de Monseñor Gaetani, después los
capellanes de la casa, y luego algún obeso colegial mayor que llegaba
apresurado y jadeante. La Princesa había mandado franquear las puertas
del Palacio, y á lo largo de los corredores sentíase el sordo murmullo
del pueblo que entraba á visitar el cadáver. Los criados vigilaban en
las antesalas, y los acólitos pasaban y repasaban con su ropón rojo y su
roquete blanco, metiéndose á empujones por entre los devotos.
Al entrar en el oratorio mi corazón palpitó. Allí estaba María Rosario,
y cercano á ella tuve la suerte de oir misa. Recibida la bendición me
adelanté á saludarla. Ella me respondió temblando: También mi corazón
temblaba, pero los ojos de María Rosario no podían verlo. Yo hubiérale
rogado que pusiese su mano sobre mi pecho, pero temí que desoyese mi
ruego. Aquella niña era cruel como todas las santas que tremolan en la
tersa diestra la palma virginal. Confieso que yo tengo predilección por
aquellas otras que primero han sido grandes pecadoras. Desgraciadamente
María Rosario nunca quiso comprender que era su destino mucho menos
bello que el de María de Magdala. La pobre no sabía que lo mejor de
la santidad son las tentaciones. Quise ofrecerle agua bendita, y con
galante apresuramiento me adelanté á tomarla: María Rosario tocó apenas
mis dedos, y haciendo la señal de la cruz, salió del oratorio. Salí
detrás, y pude verla un momento en el fondo tenebroso del corredor,
hablando con el mayordomo. Al parecer le daba órdenes en voz baja:
Volvió la cabeza, y viendo que me acercaba, enrojeció vivamente. El
mayordomo exclamó:
--¡Aquí está el Señor Marqués!
Y luego, dirigiéndose á mí con una profunda reverencia, continuó:
--Excelencia, perdonad que os moleste, pero decid si estáis quejoso de
mí. ¿He cometido con vos, alguna falta, acaso algún olvido?...
María Rosario le interrumpió con enojo:
--Callad, Polonio.
El melifluo mayordomo pareció consternado:
--¿Qué hice yo para merecer?...
--Os digo que calléis.
--Y os obedezco, pero como me reprocháis haber descuidado el servicio
del Señor Marqués...
María Rosario, con las mejillas llameantes y la voz timbrada de cólera y
de lágrimas, volvió á interrumpir:
--Os mando que calléis. Son insoportables vuestras explicaciones.
--¡Qué hice yo, cándida paloma, qué hice yo?
María Rosario, con un poco más de indulgencia, murmuró:
--¡Basta!... ¡Basta!... Perdonad, Marqués.
Y haciéndome una leve cortesía, se alejó. El mayordomo quedóse en medio
del corredor con las manos en la cabeza y los ojos llorosos:
--Hubiérame tratado así una de sus hermanas, y me hubiera reído... La
más pequeña no ignora que es princesina. No, no me hubiera reído, porque
son mis señoras... Pero ella, ella que jamás ha reñido con nadie, venir
á reñir hoy con este pobre viejo... ¡Y qué injustamente, Señor, qué
injustamente!
Yo le pregunté con una emoción para mí desconocida hasta entonces:
--¿Es la mejor de sus hermanas?
--Y la mejor de las criaturas. Esa niña ha sido engendrada por los
ángeles...
Y el Señor Polonio, enternecido, comenzó un largo relato de las virtudes
que adornaban el alma de aquella doncella hija de príncipes, y era el
relato del viejo mayordomo ingenuo y sencillo, como los que pueblan la
Leyenda Dorada.
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LLEGABAN por el cadáver de Monseñor!... Y el mayordomo
partióse de mi lado muy afligido y presuroso. Todas las campanas de la
histórica ciudad doblaban á un tiempo. Oíase el canto latino de los
clérigos resonando bajo el pórtico del Palacio, y el murmullo de la
gente que llenaba la plaza. Cuatro colegiales mayores bajaron en hombros
el féretro y el duelo se puso en marcha. Monseñor Antonelli me hizo
sitio á su derecha, y con humildad, que me pareció estudiada, comenzó á
dolerse de lo mucho que con la muerte de aquel santo y de aquel sabio
perdía el Colegio Clementino: Yo á todo asentía con un vago gesto, y
disimuladamente miraba á las ventanas, llenas de mujeres: Monseñor tardó
poco en advertirlo, y me dijo con una sonrisa tan amable como sagaz:
--Sin duda no conocéis nuestra ciudad.
--No, Monseñor.
--Si permanecéis algún tiempo entre nosotros y queréis conocerla, yo me
ofrezco á ser vuestro guía. ¡Está llena de riquezas artísticas!
--Gracias, Monseñor.
Seguimos en silencio. El son de las campanas llenaba el aire, y el grave
cántico de los clérigos parecía reposar en la tierra, donde todo es
polvo y podredumbre. Jaculatorias, misereres, responsos caían sobre el
féretro como el agua bendita del hisopo. Encima de nuestras cabezas las
campanas seguían siempre sonando, y el sol, un sol abrileño, joven y
rubio como un mancebo, brillaba en las vestiduras sagradas, en la seda
de los pendones y en las cruces parroquiales con un alarde de poder
pagano.
Atravesamos casi toda la ciudad. Monseñor había dispuesto que se diese
tierra á su cuerpo en el Convento de los Franciscanos, donde hacía
más de cuatro siglos tenían enterramiento los Príncipes Gaetani. Una
tradición piadosa, dice que el Santo de Asís fundó el Convento de
Ligura, y que vivió allí algún tiempo. Todavía florece en el huerto,
el viejo rosal que se cubría de rosas en todas las ocasiones que
visitaba aquella fundación, el Divino Francisco. Llegamos entre dobles
de campanas. En la puerta de la iglesia, alumbrándose con cirios,
esperaba la Comunidad dividida en dos largas hileras. Primero los
novicios, pálidos, ingenuos, demacrados: Después los profesos, sombríos,
torturados, penitentes: Todos rezaban con la vista baja y sobre las
sandalias los cirios lloraban gota á gota su cera amarilla.
Dijéronse muchas misas, cantóse un largo entierro, y el ataúd bajó al
sepulcro que esperaba abierto desde el amanecer. Cayó la losa encima,
y un colegial me buscó con deferencia cortesana, para llevarme á la
sacristía. Los frailes seguían murmurando sus responsos, y la iglesia
iba quedando en soledad y en silencio. En la sacristía saludé á muchos
sabios y venerables teólogos que me edificaron con sus pláticas. Luego
vino el Prior, un anciano de blanca barba, que había vivido largos años
en los Santos Lugares. Me saludó con dulzura evangélica, y haciéndome
sentar á su lado comenzó á preguntarme por la salud de Su Santidad. Los
graves teólogos hicieron corro para escuchar mis nuevas, y como era muy
poco lo que podía decirles, tuve que inventar en honor suyo toda una
leyenda piadosa y milagrera: ¡Su Santidad recobrando la lozanía juvenil
por medio de una reliquia! El Prior con el rostro resplandeciente de fe,
me preguntó:
--¿De qué Santo era, hijo mío?
--De un Santo de mi familia.
Todos se inclinaron como si yo fuese el Santo: El temblor de un rezo,
pasó por las luengas barbas, que salían del misterio de las capuchas, y
en aquel momento yo sentí el deseo de arrodillarme y besar la mano del
Prior. Aquella mano que sobre todos mis pecados podía hacer la cruz: Ego
Te Absolvo.
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CUANDO volví al Palacio hallé á María Rosario en la
puerta de la capilla repartiendo limosnas entre una corte de mendigos
que alargaban las manos escuálidas bajo los rotos mantos. María Rosario
era una figura ideal que me hizo recordar aquellas santas hijas de
príncipes y de reyes: Doncellas de soberana hermosura, que con sus manos
delicadas curaban á los leprosos. El alma de aquella niña encendíase con
el mismo anhelo de santidad. A una vieja encorvada le decía:
--¿Cómo está tu marido, Liberata?
--¡Siempre lo mismo, señorina!... ¡Siempre lo mismo!
Y después de recoger su limosna y de besarla, retirábase la vieja
salmodiando bendiciones, temblona sobre su báculo. María Rosario la
miraba un momento, y luego sus ojos compasivos se tornaban hacia otra
mendiga que daba el pecho á un niño escuálido, envuelto en el jirón de
un manto:
--¿Es tuyo ese niño, Paula?
--No, Princesina: Era de una curmana que se ha muerto: Tres ha dejado la
pobre, éste es el más pequeño.
--¿Y tú lo has recogido?
--¡La madre me lo recomendó al morir!
--¿Y qué es de los otros dos?
--Por esas calles andan. El uno tiene cinco años, el otro siete: Pena da
mirarlos, desnudos como ángeles del Cielo.
María Rosario tomó en brazos al niño, y lo besó con dos lágrimas en los
ojos. Al entregárselo á la mendiga, le dijo:
--Vuelve esta tarde y pregunta por el Señor Polonio.
--¡Gracias, mi señorina!
Un murmullo ardiente como una oración, entreabrió las bocas renegridas y
tristes de aquellos mendigos:
--¡La pobre madre se lo agradecerá en el Cielo!
María Rosario continuó:
--Y si encuentras á los otros dos pequeños, tráelos también contigo.
--Los otros, hoy no sé dónde poder hallarlos, mi Princesina.
Un viejo de calva sien y luenga barba nevada, sereno y evangélico en su
pobreza, se adelantó gravemente:
--Los otros, aunque cativo, tienen también amparo. Los ha recogido
Barberina la Prisca. Una viuda lavandera que también á mí me tiene
recogido.
Y el viejo, que insensiblemente había ido algunos pasos hacia delante,
retrocedió tentando en el suelo con el báculo, y en el aire con
una mano, porque era ciego. María Rosario lloraba en silencio, y
resplandecía, hermosa y cándida como una Madona, en medio de la sórdida
corte de mendigos, que se acercaban de rodillas para besarle las manos.
Aquellas cabezas humildes, demacradas, miserables, tenían una expresión
de amor. Yo recordé entonces los antiguos cuadros, vistos tantas veces
en un antiguo monasterio de la Umbría: Tablas prerrafaélicas que pintó
en el retiro de su celda un monje desconocido, enamorado de los ingenuos
milagros que florecen la leyenda de la Reina de Turingia.
María Rosario también tenía una hermosa leyenda, y los lirios blancos de
la caridad también la aromaban. Vivía en el Palacio como en un convento.
Cuando bajaba al jardín traía la falda llena de espliego que esparcía
entre sus vestidos, y cuando sus manos se aplicaban á una labor monjil,
su mente soñaba sueños de santidad. Eran sueños albos como las parábolas
de Jesús, y el pensamiento acariciaba los sueños, como la mano acaricia
el suave y tibio plumaje de las palomas familiares. María Rosario
hubiera querido convertir el Palacio en albergue donde se recogiese
la procesión de viejos y lisiados, de huérfanos y locos que llenaban
la capilla pidiendo limosna y salmodiando padrenuestros. Suspiraba
recordando la historia de aquellas santas princesas que acogían en sus
castillos á los peregrinos que volvían de Jerusalén.
En la vieja ciudad hablábase de ella como de una santa lejana, una
santa triste y bella que de nadie se dejase ver. Sus días se deslizaban
como esos arroyos silenciosos que parecen llevar dormido en su fondo el
cielo que reflejan: Reza y borda en el silencio de las grandes salas
desiertas y melancólicas: Tiemblan las oraciones en sus labios, tiembla
en sus dedos la aguja, que enhebra el hilo de oro, y en el paño de tisú
florecen las rosas y los lirios que pueblan los mantos sagrados. Y
después del día, lleno de quehaceres humildes, silenciosos, cristianos,
por las noches se arrodilla en su alcoba, y reza con fe ingenua al Niño
Jesús, que resplandece bajo un fanal, vestido con alba de seda recamada
de lentejuelas y abalorios. La paz familiar se levanta como una alondra
del nido de su pecho, y revolotea por todo el Palacio, y canta sobre las
puertas, á la entrada de las grandes salas. María Rosario fué el único
amor de mi vida. Han pasado muchos años, y al recordarla ahora todavía
se llenan de lágrimas mis ojos áridos, ya casi ciegos.
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QUEDABA todavía el olor de la cera en el Palacio. La
Princesa tendida en el canapé de su tocador, se dolía de la jaqueca.
Sus hijas, vestidas de luto, hablaban en voz baja, y de tiempo en
tiempo, entraba ó salía sin ruido, alguna de ellas. En medio de un gran
silencio, la Princesa incorporóse lánguidamente, volviendo hacia mí el
rostro todavía hermoso, que parecía más blanco bajo una toca de negro
encaje:
--¿Xavier, tú cuándo tienes que volver á Roma?
Yo me estremecí:
--Mañana, señora.
Y miré á María Rosario, que bajó la cabeza y se puso encendida como una
rosa. La Princesa, sin reparar en ello, apoyó la frente en la mano, una
mano evocación de aquellas que en los retratos antiguos sostienen á
veces una flor, y á veces un pañolito de encaje: En tan bella actitud
suspiró largamente, y volvió á interrogarme:
--¿Por qué mañana?
--Porque ha terminado mi misión, señora.
--¿Y no puedes quedarte algunos días más con nosotras?
--Necesitaría un permiso.
--Pues yo escribiré hoy mismo á Roma.
Miré disimuladamente á María Rosario: Sus hermosos ojos negros me
contemplaban asustados, y su boca intensamente pálida, que parecía
entreabierta por el anhelo de un suspiro, temblaba. En aquel momento, su
madre volvió la cabeza hacia donde ella estaba:
--María Rosario.
--Señora.
--Acuérdate de escribir en mi nombre á Monseñor Sassoferrato. Yo firmaré
la carta.
María Rosario, siempre ruborosa, repuso con aquella serena dulzura que
era como un aroma:
--¿Queréis que escriba ahora?
--Como te parezca, hija.
María Rosario se puso en pie.
--¿Y qué debo decirle á Monseñor?
--Le notificas nuestra desgracia, y añades que vivimos muy solas, y que
esperamos de su bondad un permiso para retener á nuestro lado por algún
tiempo al Marqués de Bradomín.
María Rosario se dirigió hacia la puerta: Tuvo que pasar por mi lado y
aprovechando audazmente la ocasión, le dije en voz baja:
--¡Me quedo, porque os adoro!
Fingió no haberme oído, y salió. Volvíme entonces hacia la Princesa, que
me miraba con una sombra de afán, y le pregunté aparentando indiferencia:
--¿Cuándo toma el velo María Rosario?
--No está designado el día.
--La muerte de Monseñor Gaetani, acaso lo retardará.
--¿Por qué?
--Porque ha de ser un nuevo disgusto para vos.
--No soy egoísta. Comprendo que mi hija será feliz en el convento, mucho
más feliz que á mi lado, y me resigno.
--¿Es muy antigua la vocación de María Rosario?
--Desde niña.
--¿Y no ha tenido veleidades?
--¡Jamás!
Yo me atusé el bigote con la mano un poco trémula.
--Es una vocación de Santa.
--Sí, de Santa... Te advierto que no sería la primera en nuestra
familia. Santa Margarita de Ligura, Abadesa de Fiesoli, era hija de un
Príncipe Gaetani. Su cuerpo se conserva en la capilla del Palacio, y
después de cuatrocientos años está como si acabase de expirar: Parece
dormida. ¿Tú no bajaste á la cripta?
--No, señora.
--Pues es preciso que bajes un día.
Quedamos en silencio. La Princesa volvió á suspirar llevándose las manos
á la frente: Sus hijas, allá en el fondo de la estancia, se hablaban
en voz baja. Yo las miraba sonriendo y ellas me respondían en idéntica
forma, con cierta alegría infantil y burlona, que contrastaba con sus
negros vestidos de duelo. Empezaba á decaer la tarde, y la Princesa
mandó abrir una ventana que daba sobre el jardín.
--¡Me marea el olor de esas rosas, hijas mías!
Y señalaba los floreros que estaban sobre el tocador. Abierta la
ventana, una ligera brisa entró en la estancia: Era alegre, perfumada y
gentil como un mensaje de la Primavera: Sus alas invisibles alborotaron
los rizos de aquellas cabezas juveniles, que allá en el fondo de la
estancia me miraban y me sonreían. ¡Rizos rubios, dorados, luminosos,
cabezas adorables, cuántas veces os he visto en mis sueños pecadores más
bellas que esas aladas cabezas angélicas que solían ver en sus sueños
celestiales los santos ermitaños!
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LA PRINCESA se acostó al comienzo de la noche, poco
después del rosario. En el salón, medio apagado, hablaban en voz baja
las viejas damas que desde hacía veinte años acudían regularmente
á la tertulia del Palacio Gaetani: Comenzaba á sentirse el calor,
y estaban abiertas las puertas de cristales que daban al jardín.
Dos hijas de la Princesa, María Socorro y María Pilar, hacían los
honores: La conversación era lánguida, de una languidez apocada y
beata. Afortunadamente, al sonar las nueve en el reloj de la Catedral,
las señoras se levantaron, y María Socorro y María Pilar salieron
acompañándolas. Yo quedé solo en el vasto salón, y no sabiendo qué
hacer, bajé al jardín.
Era una noche de Primavera, silenciosa y fragante. El aire agitaba las
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