Sonata de primavera: memorias del marqués de Bradomín - 3

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ramas de los árboles con blando movimiento, y la luna iluminaba por un
instante la sombra y el misterio de los follajes. Sentíase pasar por el
jardín un largo estremecimiento, y luego todo quedaba en esa amorosa paz
de las noches serenas. En el azul profundo temblaban las estrellas, y la
quietud del jardín parecía mayor que la quietud del cielo. A lo lejos,
el mar, misterioso y ondulante, exhalaba su eterna queja. Las dormidas
olas fosforecían al pasar tumbando los delfines, y una vela latina
cruzaba el horizonte bajo la luna pálida.
Yo recorría un sendero orillado por floridos rosales: Las luciérnagas
brillaban al pie de los arbustos, el aire era fragante, y el más leve
soplo bastaba para deshojar en los tallos las rosas marchitas. Yo sentía
esa vaga y romántica tristeza que encanta los enamoramientos juveniles,
con la leyenda de los grandes y trágicos dolores que se visten á la
usanza antigua. Consideraba la herida de mi corazón como aquellas que
no tienen cura, y pensaba que de un modo fatal decidiría de mi suerte.
Con extremos verterianos soñaba superar á todos los amantes que en el
mundo han sido, y por infortunados y leales pasaron á la historia, y aún
asomaron más de una vez la faz lacrimosa en las cantigas del vulgo.
Desgraciadamente, quedéme sin superarlos, porque tales romanticismos
nunca fueron otra cosa que un perfume derramado sobre todos mis amores
de juventud. ¡Locuras gentiles y fugaces que duraban algunas horas, y
que, sin duda por eso, me han hecho suspirar y sonreir toda la vida!
De pronto huyeron mis pensamientos. Daba las doce el viejo reloj de
la Catedral, y cada campanada, en el silencio del jardín, retumbó con
majestad sonora. Volví al salón, donde ya estaban apagadas las luces. En
los cristales de una ventana temblaba el reflejo de la luna, y allá, en
el fondo, brillaba la esfera de un reloj, que con delicado y argentino
son daba también las doce. Me detuve en la puerta, para acostumbrarme á
la oscuridad, y poco á poco mis ojos columbraron la forma incierta de
las cosas. Una mujer hallábase sentada en el sofá del estrado. Yo sólo
distinguía sus manos blancas: El cuerpo era una sombra negra. Quise
acercarme, y vi cómo sin ruido se ponía en pie y cómo sin ruido se
alejaba y desaparecía. Hubiérala creído un fantasma engaño de mis ojos,
si al dejar de verla no llegase hasta mí un sollozo. Al pie del sofá
estaba caído un pañuelo perfumado de rosas y húmedo de llanto. Lo besé
con afán. No dudaba que aquel fantasma había sido María Rosario.
Pasé la noche en vela, sin conseguir conciliar el sueño. Vi rayar el
alba en las ventanas de mi alcoba, y sólo entonces, en medio del alegre
voltear de un esquilón que tocaba á misa, me dormí. Al despertarme, ya
muy entrado el día, supe con profundo reconocimiento cuánto por la
salud de mi alma se interesaba la Princesa Gaetani. La noble señora
estaba muy afligida porque yo había perdido el Oficio Divino.
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AL CAER de la tarde llegaron aquellas dos señoras de los
cabellos blancos y los negros y crujientes vestidos de seda. La Princesa
se incorporó saludándolas con amable y desfallecida voz:
--¿Dónde habéis estado?
--¡Hemos corrido toda Ligura!
--¡Vosotras!
Ante el asombro de la Princesa, las dos señoras se miraron sonriendo:
--Cuéntale tú, Antonina.
--Cuéntale tú, Lorencina.
Y luego las dos comienzan el relato al mismo tiempo: Habían oído un
sermón en la Catedral: Habían pasado por el Convento de las Carmelitas
para preguntar por la Madre Superiora que estaba enferma: Habían velado
al Santísimo. Aquí la Princesa interrumpió:
--¿Y cómo sigue la Madre Superiora?
--Todavía no baja al locutorio.
--¿A quién habéis visto?
--A la Madre Escolástica. ¡La pobre siempre tan buena y tan cariñosa! No
sabes cuánto nos preguntó por ti y por tus hijas: Nos enseñó el hábito
de María Rosario: Iba á mandárselo para que lo probase: Lo ha cosido
ella misma: Dice que será el último, porque está casi ciega.
La Princesa suspiró:
--¡Yo no sabía que estuviese ciega!
--Ciega no, pero ve muy poco.
--Pues no tiene años para eso...
La Princesa acabó con un gesto de fatiga, llevándose las manos á la
frente. Después se distrajo mirando hacia la puerta, donde asomaba la
escuálida figura del Señor Polonio. Detenido en el umbral, el mayordomo
saludaba con una profunda reverencia:
--¿Da su permiso mi Señora la Princesa?
--Adelante, Polonio. ¿Qué ocurre?
--Ha venido el sacristán de las Madres Carmelitas con el hábito de la
Señorina.
--¿Y ella lo sabe?
--Probándoselo queda.
Al oír esto, las otras hijas de la Princesa, que sentadas en rueda,
bordaban el manto de Santa Margarita de Ligura, habláronse en voz baja,
juntando las cabezas, y salieron de la estancia con alegre murmullo,
en un grupo casto y primaveral como aquel que pintó Sandro Boticelli.
La Princesa las miró con maternal orgullo, y luego hizo un ademán
despidiendo al mayordomo, que, en lugar de irse, adelantó algunos pasos
balbuciendo:
--Ya he dado el último perfil al Paso de las Caídas... Hoy empiezan las
procesiones de Semana Santa.
La Princesa replicó con desdeñosa altivez:
--Y sin duda has creído que yo lo ignoraba.
El mayordomo pareció consternado:
--¡Líbreme el Cielo, Señora!
--¿Pues entonces?...
--Hablando de las procesiones, el sacristán de las Madres me dijo que
tal vez este año no saliesen las que costea y patrocina mi Señora la
Princesa.
--¿Y por qué causa?
--Por la muerte de Monseñor, y el luto de la casa.
--Nada tiene que ver con la religión, Polonio.
Aquí la Princesa creyó del caso suspirar. El mayordomo se inclinó:
--Cierto, Señora, ciertísimo. El sacristán lo decía contemplando mi
obra. Ya sabe la Señora Princesa... El Paso de las Caídas... Espero que
mi Señora se digne verlo...
El mayordomo se detuvo sonriendo ceremoniosamente. La Princesa asintió
con un gesto, y luego volviéndose á mí pronunció con ligera ironía:
--¿Tú acaso ignoras que mi mayordomo es un gran artista?
El viejo se inclinó:
--¡Un artista!... Hoy día ya no hay artistas. Los hubo en la antigüedad.
Yo intervine con mi juvenil insolencia:
--¿Pero de qué epoca sois, Señor Polonio?
El mayordomo repuso sonriendo:
--Vos tenéis razón, Excelencia... Hablando con verdad, no puedo decir
que éste sea mi siglo...
--Vos pertenecéis á la antigüedad más clásica y más remota. ¿Y cuál arte
cultiváis, Señor Polonio?
El Señor Polonio repuso con suma modestia:
--Todas, Excelencia.
--¡Sois un nieto de Miguel Angel!
--El cultivarlas todas no quiere decir que sea maestro en ellas,
Excelencia.
La Princesa sonrió con aquella amable ironía que al mismo tiempo
mostraba señoril y compasivo afecto por el viejo mayordomo:
--Xavier, tienes que ver su última obra: ¡El Paso de las Caídas! ¡Una
maravilla!
Las dos ancianas juntaron las secas manos con infantil admiración:
--¡Si cuando joven hubiera querido ir á Roma!... ¡Oh!
El mayordomo lloraba enternecido:
--¡Señoras!... ¡Mis nobles Mecenas!
De pronto se oyó murmullo de juveniles voces que se aproximaban, y un
momento después el coro de las cinco hermanas invadía la estancia. María
Rosario traía puesto el blanco hábito que debía llevar durante toda
la vida, y las otras se agrupaban en torno como si fuese una Santa. Al
verlas entrar, la Princesa se incorporó muy pálida: Las lágrimas acudían
á sus ojos, y luchaba en vano por retenerlas. Cuando María Rosario se
acercó á besarle la mano, le echó los brazos al cuello y la estrechó
amorosamente. Quedó después contemplándola, y no pudo contener un grito
de angustia.
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YO ESTABA tan conmovido que, como en sueños, oí la voz
del viejo mayordomo: Hablaba después de un profundo silencio:
--Si merezco el honor... Perdonad, pero ahora van á llevarse esa pobre
obra de mis manos pecadoras. Si queréis verla, apenas queda tiempo...
Las dos señoras se levantaron sacudiéndose las crujientes y arrugadas
faldas:
--¡Oh!... Vamos allá.
Antes de salir ya comenzaron las explicaciones del Señor Polonio:
--Conviene saber que el Nazareno y el Cirineo son los mismos que había
antiguamente. De mi mano son únicamente los judíos. Los hice de cartón.
Ya conocen mi antigua manía de hacer caretas. Una manía y de las peores.
Con ella di gran impulso á los Carnavales, que es la fiesta de Satanás.
¡Aquí, antes nadie se vestía de máscara, pero como yo regalaba á todo el
mundo mis caretas de cartón! ¡Dios me perdone! Los Carnavales de Ligura
llegaron á ser famosos en Italia... Vengan por aquí sus Excelencias.
Pasamos á una gran sala que tenía las ventanas cerradas. El Señor
Polonio adelantóse para abrirlas. Después se volvió pidiendo mil
perdones, y nosotros entramos. Mis ojos quedaron extasiados al ver en
medio de la sala unas andas con Jesús Nazareno, entre cuatro judíos
torvos y barbudos. Las dos señoras lloraban de emoción:
--¡Si considerásemos lo que Nuestro Señor padeció por nosotros!
--¡Ay!... Si lo considerásemos!
En presencia de aquellos cuatro judíos vestidos á la chamberga, era
indudable que las devotas señoras procuraban hacerse cargo del drama
de la Pasión. El Señor Polonio daba vueltas en torno de las andas, y
con los nudillos golpeaba suavemente las fieras cabezas de los cuatro
deicidas:
--¡De cartón!... Sí, señoras, igual que las caretas. Fué una idea que me
vino sin saber cómo.
Las damas repetían juntando las manos:
--¡Inspiración divina!...
--¡Inspiración de lo alto!...
El Señor Polonio sonreía:
--Nadie, absolutamente nadie, esperaba que pudiese realizar la idea...
Se burlaban de mí... Ahora, en cambio, todo se vuelven parabienes. ¡Y
yo perdono aquellos sarcasmos! ¡He llevado mi idea en la frente un año
entero!
Oyéndole, las señoras, repetían enternecidas:
--¡Inspiración!...
--¡Inspiración!...
Jesús Nazareno, desmelenado, lívido, sangriento, agobiado bajo el peso
de la cruz, parecía clavar en nosotros su mirada dulce y moribunda.
Los cuatro judíos, vestidos de rojo, le rodeaban fieros. El que iba
delante tocaba la trompeta. Los que le daban escolta á uno y otro lado,
llevaban sendas disciplinas, y aquel que caminaba detrás, mostraba al
pueblo la sentencia de Pilatos. Era un papel de música, y el mayordomo
tuvo cuidado de advertirnos cómo en aquel tiempo de gentiles, los
escribanos hacían unos garabatos muy semejantes á los que hacen los
músicos. Volviéndose á mí con gravedad doctoral, continuó:
--Los moros y los judíos todavía escriben de una manera semejante.
¿Verdad, Excelencia?
Cuando el Señor Polonio se hallaba en esta erudita explicación, llegó
un sacristán capitaneando á cuatro devotos que venían para llevarse á
la iglesia de los Capuchinos aquel famoso Paso de las Caídas. El Señor
Polonio cubrió las andas con una colcha, y les ayudó á levantarlas.
Después los acompañó hasta la puerta de la estancia:
--¡Cuidado!... No tropezar con las paredes... ¡Cuidado!...
Enjugóse las lágrimas, y abrió una ventana para verlos salir. La primera
preocupación del sacristán, cuando asomó en la calle, fué mirar al
cielo, que estaba completamente encapotado. Luego se puso al frente de
su tropa, y echó por medio. Los cuatro devotos iban casi corriendo. Las
andas envueltas en la colcha roja bamboleaban sobre sus hombros. El
Señor Polonio se dirigió á nosotros:
--Sin cumplimiento: ¿Qué les ha parecido?
Las dos señoras estuvieron, como siempre, de acuerdo.
--¡Edificante!
--¡Edificante!
El Señor Polonio sonrió beatíficamente, y se volvió á la ventana con la
mano extendida hacia la calle para enterarse si llovía.
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AQUELLA noche las hijas de la Princesa habíanse
refugiado en la terraza, bajo la luna, como las hadas de los cuentos:
Rodeaban á una amiga joven y muy bella, que de tiempo en tiempo
me miraba llena de curiosidad. En el salón, las señoras ancianas
conversaban discretamente, y sonreían al oir las voces juveniles que
llegaban en ráfagas, perfumadas con el perfume de las lilas que se
abrían al pie de la terraza. Desde el salón distinguíase el jardín,
inmóvil bajo la luna, que envolvía en pálida claridad la cima mustia de
los cipreses y el balconaje de la terraza, donde un pavo real abría su
abanico de quimera y de cuento.
Yo quise varias veces acercarme á María Rosario. Todo fué inútil: Ella
adivinaba mis intenciones, y alejábase cautelosa, sin ruido, con la
vista baja y las manos cruzadas sobre el escapulario del hábito monjil
que conservaba puesto. Viéndola á tal extremo temerosa, yo sentía
halagado mi orgullo donjuanesco, y algunas veces, sólo por turbarla,
cruzaba de un lado al otro. La pobre niña al instante se prevenía para
huir: Yo pasaba aparentando no advertirlo.
Algunas veces entraba en el salón, y deteníame al lado de las viejas
damas, que recibían mis homenajes con timidez de doncellas. Recuerdo
que me hallaba hablando con aquella devota Marquesa de Tescara, cuando,
movido por un oscuro presentimiento, volví la cabeza y busqué con los
ojos la blanca figura de María Rosario: la Santa ya no estaba.
Una nube de tristeza cubrió mi alma. Dejé á la vieja linajuda y salí á
la terraza. Mucho tiempo permanecí reclinado sobre el florido balconaje
de piedra, contemplando el jardín. En el silencio perfumado cantaba un
ruiseñor, y parecía acordar su voz con la voz de las fuentes. El reflejo
de la luna iluminaba aquel sendero de los rosales que yo había recorrido
otra noche. El aire suave y gentil, un aire á propósito para llevar
suspiros, pasaba murmurando, y á lo lejos, entre mirtos inmóviles,
ondulaba el agua de un estanque. Yo evocaba en la memoria el rostro de
María Rosario, y no cesaba de pensar:
--¿Qué siente ella?... ¿Qué siente ella por mí?...
Bajé lentamente hacia el estanque. Las ranas que estaban en la orilla
saltaron al agua produciendo un ligero estremecimiento en el dormido
cristal. Había allí un banco de piedra y me senté. La noche y la luna
eran propicias al ensueño, y pude sumergirme en una contemplación
semejante al éxtasis. Confusos recuerdos de otros tiempos y otros
amores se levantaron en mi memoria. Todo el pasado resurgía como una
gran tristeza y un gran remordimiento. Mi juventud me parecía mar de
soledad y de tormentas, siempre en noche. El alma languidecía en el
recogimiento del jardín, y el mismo pensamiento volvía como el motivo
de un canto lejano:
--¿Qué siente ella?... ¿Qué siente ella por mí?
Ligeras nubes blancas erraban en torno de la luna y la seguían en
su curso fantástico y vagabundo: Empujadas por un soplo invisible,
la cubrieron y quedó sumido en sombras el jardín. El estanque dejó
de brillar entre los mirtos inmóviles: Sólo la cima de los cipreses
permaneció iluminada. Como para armonizar con la sombra, se levantó una
brisa que pasó despertando largo susurro en todo el recinto y trajo
hasta mí el aroma de las rosas deshojadas. Lentamente volví hacia el
Palacio: Mis ojos se detuvieron en una ventana iluminada, y no sé
qué oscuro presentimiento hizo palpitar mi corazón. Aquella ventana
alzábase apenas sobre la terraza, permanecía abierta, y el aire
ondulaba la cortina. Me pareció que por el fondo de la estancia cruzaba
una sombra blanca. Quise acercarme, pero el rumor de unas pisadas bajo
la avenida de los cipreses me detuvo: El viejo mayordomo paseaba á la
luz de la luna sus ensueños de artista. Yo quedé inmóvil en el fondo del
jardín. Y contemplando aquella luz, el corazón latía:
--¿Qué siente ella?... ¿Qué siente ella por mí?
¡Pobre María Rosario! Yo la creía enamorada, y, sin embargo, mi corazón
presentía no sé qué quimérica y confusa desventura. Quise volver á
sumergirme en mi amoroso ensueño, pero el canto de un sapo repetido
monótonamente bajo la arcada de los cipreses, distraía y turbaba mi
pensamiento. Recuerdo que de niño he leído muchas veces en un libro
de devociones donde rezaba mi abuela, que el diablo solía tomar ese
aspecto para turbar la oración de un santo monje. Era natural que á mí
me ocurriese lo mismo. Yo calumniado y mal comprendido, nunca fui otra
cosa que un místico galante, como San Juan de la Cruz. En lo más florido
de mis años, hubiera dado gustoso todas las glorias mundanas para poder
escribir en mis tarjetas: El Marqués de Bradomín, Confesor de Princesas.
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EN ACHAQUES de amor, quién no ha pecado. Yo estoy
convencido de que el diablo tienta siempre á los mejores. Aquella
noche el cornudo monarca del abismo encendió mi sangre con su aliento
de llamas y despertó mi carne flaca, fustigándola con su rabo negro.
Yo cruzaba la terraza, cuando una ráfaga violenta alzó la flameante
cortina, y mis ojos mortales vieron arrodillada en el fondo de la
estancia la sombra pálida de María Rosario. No puedo decir lo que
entonces pasó por mí. Creo que primero fué un impulso ardiente, y
después una audacia fría y cruel: La audacia que se admira en los labios
y en los ojos de aquel retrato que del divino César Borgia, pintó el
divino Rafael de Sanzio. Me volví mirando en torno: Escuché un instante:
En el jardín y en el Palacio todo era silencio. Llegué cauteloso á la
ventana, y salté dentro. La Santa dió un grito: Se dobló blandamente
como una flor cuando pasa el viento, y quedó tendida, desmayada, con el
rostro pegado á la tierra. En mi memoria vive siempre el recuerdo de sus
manos blancas y frías: ¡Manos diáfanas como la hostia!...
Al verla desmayada la cogí en brazos y la llevé á su lecho, que era como
altar de lino albo, y de rizado encaje. Después, con una sombra de
recelo, apagué la luz: Quedó en tinieblas el aposento y con los brazos
extendidos comencé á caminar en la oscuridad. Ya tocaba el borde de
su lecho y percibía la blancura del hábito monjil, cuando el rumor de
unos pasos en la terraza heló mi sangre, y me detuvo. Manos invisibles
alzaron la flameante cortina y la claridad de la luna penetró en la
estancia. Los pasos habían cesado: Una sombra oscura se destacaba en el
hueco iluminado de la ventana. La sombra se inclinó mirando hacia el
fondo del aposento, y volvió á erguirse. Cayó la cortina, y escuché de
nuevo el rumor de los pasos que se alejaban.
Inmóvil, yerto, anhelante, permanecí sin moverme. De tiempo en tiempo
la cortina temblaba: Un rayo de luna esclarecía el aposento, y con
amoroso sobresalto mis ojos volvían á distinguir el cándido lecho y la
figura cándida que yacía como la estatua en un sepulcro. Tuve miedo,
y cauteloso llegué hasta la ventana. El sapo dejaba oir su canto bajo
la arcada de los cipreses, y el jardín, húmedo y sombrío, susurrante
y oscuro, parecía su reino. Salté la ventana como un ladrón, y anduve
á lo largo de la terraza pegado al muro. De pronto, me pareció sentir
leve rumor, como de alguno que camina recatándose. Me detuve y miré,
pero en la inmensa sombra que el Palacio tendía sobre la terraza y el
jardín, nada podía verse. Seguí adelante, y apenas había dado algunos
pasos cuando un aliento jadeante rozó mi cuello, y la punta de un puñal
desgarró mi hombro. Me volví con fiera presteza: Un hombre corría á
ocultarse en el jardín. Le reconocí con asombro, casi con miedo, al
cruzar un claro iluminado por la luna, y desistí de seguirle, para
evitar todo escándalo. Más, mucho más que la herida, me dolía dejar de
castigarle, pero ello era forzoso, y entréme en el Palacio, sintiendo el
calor tibio de la sangre correr por mi cuerpo. Musarelo, mi criado, que
dormitaba en la antecámara, despertóse al ruido de mis pasos y encendió
las luces de un candelabro. Después se cuadró militarmente:
--A la orden, mi Capitán.
--Acércate, Musarelo...
Y tuve que apoyarme en la puerta para no caer. Musarelo era un soldado
veterano que me servía desde mi entrada en la Guardia Noble. En voz baja
y serena, le dije:
--Vengo herido...
Me miró con ojos asustados:
--¿Dónde, Señor?
--En el hombro.
Musarelo levantó los brazos, y clamó con la pasión religiosa de un
fanático:
--¡A traición sería!...
Yo sonreí. Musarelo juzgaba imposible que un hombre pudiese herirme cara
á cara:
--Sí, fué á traición. Ahora véndame, y que nadie se entere...
El soldado comenzó á desabrocharme la bizarra ropilla. Al descubrir la
herida, yo sentí que sus manos temblaban:
--No te desmayes, Musarelo.
--No, mi Capitán.
Y todo el tiempo, mientras me curaba, estuvo repitiendo por lo bajo:
--¡Ya buscaremos á ese bergante!...
No, no era posible buscarle. El bergante estaba bajo la protección de
la Princesa, y acaso en aquel instante le refería las hazañas de su
puñal. Torturado por este pensamiento, pasé la noche inquieto y febril.
Quería adivinar lo venidero, y perdíame en cavilaciones.
Aún recuerdo que mi corazón tembló como el corazón de un niño, cuando
volví á verme enfrente de la Princesa Gaetani.
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FUÉ AL ENTRAR en la biblioteca, que por hallarse á
oscuras yo había supuesto solitaria, cuando oí la voz apasionada de la
Princesa Gaetani:
--¡Cuánta infamia! ¡Cuánta infamia!
Desde aquel momento tuve por cierto que la noble señora lo sabía todo,
y, cosa extraña, al dejar de dudar dejé de temer. Con la sonrisa en los
labios y atusándome el mostacho entré en la biblioteca:
--Me pareció oiros, y no quise pasar sin saludaros, Princesa.
La Princesa estaba pálida como una muerta:
--¡Gracias!
En pie, tras el sillón que ocupaba la dama, hallábase el mayordomo, y
en la penumbra de la biblioteca, yo le adivinaba asaetándome con los
ojos. La Princesa inclinóse hojeando un libro. Sobre el vasto recinto
se cernía el silencio como un murciélago de maleficio, que sólo se
anuncia por el aire frío de sus alas. Yo comprendía que la noble señora
buscaba herirme con su desdén, y un poco indeciso, me detuve en medio de
la estancia. Mi orgullo levantábase en ráfagas, pero sobre los labios
temblorosos estaba la sonrisa. Supe dominar mi despecho y me acerqué
galante y familiar:
--¿Estáis enferma, señora?
--No...
La Princesa continuaba hojeando el libro, y hubo otro largo silencio. Al
cabo suspiró dolorida, incorporándose en su sillón:
--Vamos, Polonio...
El mayordomo me dirigió una mirada oblicua que me recordó al viejo
Bandelone, que hacía los papeles de traidor en la compañía de Ludovico
Straza:
--A vuestras órdenes, Excelencia.
Y la Princesa, seguida del mayordomo, sin mirarme, atravesó el largo
salón de la biblioteca. Yo sentí la afrenta, pero todavía supe
dominarme, y le dije:
--Princesa, esperad que os cuente cómo esta noche me han herido...
Y mi voz, helada por un temblor nervioso, tenía cierta amabilidad
felina que puso miedo en el corazón de la Princesa. Yo la vi palidecer
y detenerse mirando al mayordomo: Después murmuró fríamente, casi sin
mover los labios:
--¿Dices que te han herido?
Su mirada se clavó en la mía, y sentí el odio en aquellos ojos redondos
y vibrantes como los ojos de las serpientes. Un momento creí que llamase
á sus criados para que me arrojasen del Palacio, pero temió hacerme tal
afrenta, y desdeñosa siguió hasta la puerta, donde se volvió lentamente:
--¡Ah!... No tuve carta autorizando tu estancia en Ligura.
Yo repuse sonriendo, sin apartar mis ojos de los suyos:
--Será preciso volver á escribir.
--¿Quién?
--Quien escribió antes: María Rosario...
La Princesa no esperaba tanta osadía y tembló. Mi leyenda juvenil,
apasionada y violenta, ponía en aquellas palabras un nimbo satánico.
Los ojos de la Princesa se llenaron de lágrimas, y como eran todavía
muy bellos, mi corazón de andante caballero tuvo un remordimiento. Por
fortuna las lágrimas de la Princesa no llegaron á rodar, sólo empañaron
el claro iris de su pupila. Tenía el corazón de una gran dama y supo
triunfar del miedo: Sus labios se plegaron por el hábito de la sonrisa,
sus ojos me miraron con amable indiferencia, y su rostro cobró una
expresión calma, serena, tersa, como esas santas de aldea que parecen
mirar benévolamente á los fieles. Detenida en la puerta, me preguntó:
--¿Y cómo te han herido?
--En el jardín, señora...
La Princesa, sin moverse del umbral, escuchó la historia que yo quise
contarle. Atendía sin mostrar sorpresa, sin desplegar los labios, sin
hacer un gesto. Por aquel camino de mutismo intentaba quebrantar mi
audacia, y como yo adivinaba su intención, me complacía hablando sin
reposo para velar su silencio. Mis últimas palabras fueron acompañadas
de una profunda cortesía, pero ya no tuve valor para besarle la mano:
--¡Adiós, Princesa!... Avisadme si tenéis noticias de Roma.
Crucé la silenciosa biblioteca y salí. Después, meditando á solas si
debía abandonar el Palacio Gaetani, resolví quedarme. Quería mostrar á
la Princesa que cuando suelen otros desesperarse, yo sabía sonreir, y
que donde otros son humillados, yo era triunfador. ¡El orgullo ha sido
siempre mi mayor virtud!
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PERMANECÍ todo el día retirado en mi cámara. Hallábame
cansado como después de una larga jornada, sentía en los párpados
una aridez febril, y sentía los pensamientos enroscados y dormidos
dentro de mí, como reptiles. A veces se despertaban y corrían sueltos,
silenciosos, indecisos: Ya no eran aquellos pensamientos de orgullo y de
conquista, que volaban como águilas con las garras abiertas. Ahora mi
voluntad flaqueaba, sentíame vencido y sólo quería abandonar el Palacio.
Hallábame combatido por tales bascas, cuando entró Musarelo:
--Mi Capitán, un padre capuchino desea hablaros.
--Dile que estoy enfermo.
--Se lo he dicho, Excelencia.
--Dile que me he muerto.
--Se lo he dicho, Excelencia.
Miré á Musarelo que permanecía ante mí con un gesto impasible y
bufonesco:
--¿Pues entonces qué pretende ese padre capuchino?
--Rezaros los responsos, Excelencia.
Iba yo á replicar, pero en aquel momento una mano levantó el majestuoso
cortinaje de terciopelo carmesí:
--Perdonad que os moleste, joven caballero.
Un viejo de luenga barba, vestido con el sayal de los capuchinos, estaba
en el umbral de la puerta. Su aspecto venerable me impuso respeto:
--Entrad, Reverendo Padre.
Y adelantándome le ofrecí un sillón. El capuchino rehusó sentarse, y
sus barbas de plata se iluminaron con la sonrisa grave y humilde de los
Santos. Volvió á repetir:
--Perdonad que os moleste...
Hizo una pausa esperando á que saliese Musarelo, y después continuó:
--Joven caballero, poned atención en cuanto voy á deciros, y líbreos
el Cielo de menospreciar mi aviso. ¡Acaso pudiera costaros la vida!
Prometedme que después de haberme oído no querréis saber más, porque
responderos me sería imposible. Vos comprenderéis que este silencio
lo impone un deber de mi estado religioso, que todo cristiano ha de
respetarlo. ¡Vos sois cristiano!...
Yo repuse inclinándome profundamente:
--Soy un gran pecador, Reverendo Padre.
El rostro del capuchino volvió á iluminarse con indulgente sonrisa:
--Todos lo somos, hijo mío.
Después, con las manos juntas y los ojos cerrados, permaneció un momento
como meditando. En las hundidas cuencas, casi se transparentaba el globo
de los ojos bajo el velo descarnado y amarillento de los párpados. Al
cabo de algún tiempo continuó:
--Mi palabra y mi fe no pueden seros sospechosas, puesto que ningún
interés vil me trae á vuestra presencia. Solamente me guía una poderosa
inspiración, y no dudo que es vuestro Angel quien se sirve de mí para
salvaros la vida, no pudiendo comunicar con vos. Ahora decidme si estáis
conmovido, y si puedo daros el consejo que guardo en mi corazón:
--¡No lo dudéis, Reverendo Padre! Vuestras palabras me han hecho sentir
algo semejante al terror. Yo juro seguir vuestro consejo, si en su
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