Sonata de primavera: memorias del marqués de Bradomín - 4

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ejecución no hallo nada contra mi honor de caballero.
--Está bien, hijo mío. Espero que por un sentimiento de caridad, suceda
lo que suceda, á nadie hablaréis de este pobre capuchino.
--Lo prometo por mi fe de cristiano, Reverendo Padre... Pero hablad, os
lo ruego.
--Hoy, después de anochecido, salid por la cancela del jardín, y bajad
rodeando la muralla. Encontraréis una casa terreña que tiene en el
tejado un cráneo de buey: Llamad allí. Os abrirá una vieja, y le diréis
que deseáis hablarla: Con esto solo os hará entrar. Es probable que ni
siquiera os pregunte quién sois, pero si lo hiciéseis, dad un nombre
supuesto. Una vez en la casa, rogadle que os escuche, y exigidle secreto
sobre lo que vais á confiarle. Es pobre, y debéis mostraros liberal con
ella, porque así os servirá mejor. Veréis cómo inmediatamente cierra su
puerta para que podáis hablar sin recelo. Vos entonces, hacedle entender
que estáis resuelto á recobrar el anillo, y cuanto ha recibido con él.
No olvidéis esto: El anillo y cuanto ha recibido con él. Amenazadla
si se resiste, pero no hagáis ruido, ni la dejéis que pida socorro.
Procurad persuadirla ofreciéndole doble dinero del que alguien le ha
ofrecido por perderos. Estoy seguro que acabará haciendo aquello que
le mandéis, y que todo os costará bien poco. Pero aun cuando así no
fuese, vuestra vida debe seros más preciada que todo el oro del Perú.
No me preguntéis más, porque más no puedo deciros... Ahora, antes de
abandonaros, juradme que estáis dispuesto á seguir mi consejo.
--Sí, Reverendo Padre, seguiré la inspiración del Angel que os trajo.
--¡Así sea!
El capuchino trazó en el aire una lenta bendición, y yo incliné la
cabeza para recibirla. Cuando salió, confieso que no tuve ánimos de
reir. Con estupor, casi con miedo, advertí que en mi mano faltaba un
anillo que llevaba desde hacía muchos años, y solía usar como sello. No
pude recordar dónde lo había perdido. Era un anillo antiguo: Tenía el
escudo grabado en amatista, y había pertenecido á mi abuelo el Marqués
de Bradomín.
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BAJÉ AL JARDÍN donde volaban los vencejos en la sombra
azul de la tarde. Las veredas de mirtos seculares, hondas y silenciosas,
parecían caminos ideales que convidaban á la meditación y al olvido,
entre frescos aromas que esparcían en el aire las yerbas humildes que
brotaban escondidas como virtudes. Llegaba á mí sofocado y continuo el
rumor de las fuentes sepultadas entre el verde perenne de los mirtos,
de los laureles y de los bojes. Una vibración misteriosa parecía salir
del jardín solitario, y un afán desconocido me oprimía el corazón.
Yo caminaba bajo los cipreses, que dejaban caer de su cima un velo
de sombra. Desde lejos, como á través de larga sucesión de pórticos,
distinguí á María Rosario sentada al pie de una fuente, leyendo en un
libro: Seguí andando con los ojos fijos en aquella feliz aparición. Al
ruido de mis pasos alzó levemente la cabeza, y con dos rosas de fuego
en las mejillas volvió á inclinarla, y continuó leyendo. Yo me detuve
porque esperaba verla huir, y no encontraba las delicadas palabras que
convenían á su gracia eucarística de lirio blanco. Al verla sentada al
pie de la fuente, sobre aquel fondo de bojes antiguos, leyendo el libro
abierto en sus rodillas, adiviné que María Rosario tenía por engaño
del sueño, mi aparición en su alcoba. Al cabo de un momento volvió á
levantar la cabeza, y sus ojos, en un batir de párpados, echaron sobre
mí una mirada furtiva. Entonces le dije:
--¿Qué leéis en este retiro?
Sonrió tímidamente:
--La Vida de la Virgen María.
Tomé el libro de sus manos, y al cedérmelo, mientras una tenue llamarada
encendía de nuevo sus mejillas, me advirtió:
--Tened cuidado que no caigan las flores disecadas que hay entre las
páginas.
--No temáis...
Abrí el libro con religioso cuidado, aspirando la fragancia delicada y
marchita que exhalaba como un aroma de santidad. En voz baja leí:
--«La Ciudad Mística de Sor María de Jesús, llamada de Agreda.»
Volví á entregárselo, y ella, al recibirlo, interrogó sin osar mirarme:
--¿Acaso conocéis este libro?
--Lo conozco porque mi padre espiritual lo leía cuando estuvo prisionero
en los Plomos de Venecia.
María Rosario, un poco confusa, murmuró:
--¡Vuestro padre espiritual! ¿Quién es vuestro padre espiritual?
--El Caballero de Casanova.
--¿Un noble español?
--No, un aventurero veneciano.
--¿Y un aventurero?...
Yo la interrumpí:
--Se arrepintió al final de su vida.
--¿Se hizo fraile?
--No tuvo tiempo, aun cuando dejó escritas sus confesiones.
--¿Como San Agustín?
--¡Lo mismo! Pero humilde y cristiano, no quiso igualarse con aquel
doctor de la iglesia, y las llamó Memorias.
--¿Vos las habéis leído?
--Es mi lectura favorita.
--¿Serán muy edificantes?
--¡Oh!... ¡Cuánto aprenderíais en ellas!... Jacobo de Casanova fue gran
amigo de una monja en Venecia.
--¿Como San Francisco fué amigo de Santa Clara?
--Con una amistad todavía más íntima.
--¿Y cuál era la regla de la monja?
--Carmelita.
--Yo también seré carmelita.
María Rosario calló ruborizándose, y quedó con los ojos fijos en el
cristal de la fuente, que la reflejaba toda entera. Era una fuente
rústica cubierta de musgo: Tenía un murmullo tímido como de plegaria, y
estaba sepultada en el fondo de un claustro circular, formado por arcos
de antiquísimos bojes. Yo me incliné sobre la fuente, y como si hablase
con la imagen que temblaba en el cristal de agua, murmuré:
--¡Vos, cuando estéis en el convento, no seréis mi amiga!...
María Rosario se apartó vivamente:
--¡Callad!... ¡Callad, os lo suplico!...
Estaba pálida, y juntaba las manos mirándome con sus hermosos ojos
angustiados. Me sentí tan conmovido, que sólo supe inclinarme en demanda
de perdón. Ella gimió:
--Callad, porque de otra suerte no podré deciros...
Se llevó las manos á la frente y estuvo así un instante. Yo veía que
toda su figura temblaba. De repente, con una fuerza trágica se descubrió
el rostro, y clamó enronquecida:
--¡Aquí vuestra vida peligra!... ¡Salid hoy mismo!
Y corrió á reunirse con sus hermanas, que venían por una honda carrera
de mirtos, las unas en pos de las otras, hablando y cogiendo flores
para el altar de la capilla. Me alejé lentamente. Empezaba á declinar
la tarde, y sobre la piedra de armas que coronaba la puerta del jardín,
se arrullaban dos palomas que huyeron al acercarme. Tenían adornado
el cuello con alegres listones de seda, tal vez anudados un día por
aquellas manos místicas y ardientes que sólo hicieron el bien sobre
la tierra. Matas de viejos alelíes florecían en las grietas del muro,
y los lagartos tomaban el sol sobre las piedras caldeadas, cubiertas
de un liquen seco y amarillento. Abrí la cancela y quedé un momento
contemplando aquel jardín lleno de verdor umbrío y de reposo señorial.
El sol poniente dejaba un reflejo dorado sobre los cristales de una
torre que aparecía cubierta de negros vencejos, y en el silencio de
la tarde se oía el murmullo de las fuentes y las voces de las cinco
hermanas.
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SIGUIENDO el muro del jardín, llegué á la casa terreña
que tenía el cráneo de buey en el tejado. Una vieja hilaba sentada
en el quicio de la puerta, y por el camino pasaban rebaños de ovejas
levantando nubes de polvo. La vieja al verme llegar se puso en pie:
--¿Qué deseáis?
Y al mismo tiempo, con un gesto de bruja avarienta, humedecía en los
labios decrépitos el dedo pulgar para seguir torciendo el lino. Yo le
dije:
--Tengo que hablaros.
A la vista de dos sequines, la vieja sonrió agasajadora:
--¡Pasad!... ¡Pasad!...
Dentro de la casa ya era completamente de noche, y la vieja tuvo que
andar á tientas para encender un candil de aceite. Luego de colgarle en
un clavo, volvióse á mí:
--¿Veamos qué desea tan gentil caballero?
Y sonreía mostrando la caverna desdentada de su boca. Yo hice un gesto
indicándole que cerrase la puerta, y obedeció solícita, no sin echar
antes una mirada al camino por donde un rebaño desfilaba tardo, al son
de las esquilas. Después vino á sentarse en un taburete, debajo del
candil, y me dijo juntando sobre el regazo las manos que parecían un
haz de huesos:
--Por sabido tengo que estáis enamorado, y vuestra es la culpa si no
sois feliz. Antes hubiéseis venido, y antes tendríais el remedio.
Oyéndola hablar de esta suerte comprendí que se hacía pasar por
hechicera, y no pude menos de sorprenderme, recordando las misteriosas
palabras del capuchino. Quedé un momento silencioso, y la vieja,
esperando mi respuesta, no me apartaba los ojos astutos y desconfiados.
De pronto le grité:
--Sabed, señora bruja, que tan sólo vengo por un anillo que me han
robado.
La vieja se incorporó horriblemente demudada:
--¿Qué decís?
--Que vengo por mi anillo.
--¡No lo tengo! ¡Yo no os conozco!
Y quiso correr hacia la puerta para abrirla, pero yo le puse una pistola
en el pecho, y retrocedió hacia un rincón dando suspiros. Entonces sin
moverme le dije:
--Vengo dispuesto á daros doble dinero del que os han prometido por
obrar el maleficio, y lejos de perder, ganaréis entregándome el anillo y
cuanto os trajeron con él...
Se levantó del suelo todavía dando suspiros, y vino á sentarse en el
taburete debajo del candil, que al oscilar tan pronto dejaba toda la
figura en la sombra, como la iluminaba el pergamino del rostro y de las
manos. Lagrimeando murmuró:
--Perderé cinco sequines, pero vos me daréis doble cuando sepáis...
Porque acabo de reconoceros.
--¿Decid entonces quién soy?
--Sois un caballero español, que sirve en la Guardia Noble del Santo
Padre.
--¿No sabéis mi nombre?
--Sí, esperad...
Y quedó un momento con la cabeza inclinada, procurando acordarse. Yo
veía temblar sobre sus labios palabras que no podían oirse. De pronto me
dijo:
--Sois el Marqués de Bradomín.
Juzgué entonces que debía sacar de la bolsa los diez sequines prometidos
y mostrárselos. La vieja al verlos lloró enternecida:
--Excelencia, nunca os hubiera hecho morir, pero os hubiera quitado la
lozanía...
--Explicadme eso.
--Venid conmigo... Me hizo pasar tras un cañizo negro y derrengado, que
ocultaba el hogar donde ahumaba una lumbre mortecina con olor de azufre.
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LA VIEJA había descolgado el candil: Alzábale sobre su
cabeza para alumbrarse mejor, y me mostraba el fondo de su vivienda, que
hasta entonces, por estar entre sombras, no había podido ver. Al oscilar
la luz, yo distinguía claramente sobre las paredes negras de humo,
lagartos, huesos puestos en cruz, piedras lucientes, clavos y tenazas.
La bruja puso el candil en tierra y se agachó revolviendo en la ceniza:
--Ved aquí vuestro anillo.
Y lo limpió cuidadosamente en la falda, antes de dármelo, y quiso ella
misma colocarlo en mi mano:
--¿Por qué os trajeron ese anillo?
--Para hacer el sortilegio era necesaria una piedra que lleváseis desde
hacía muchos años.
--¿Y cómo me la robaron?
--Estando dormido, Excelencia.
--¿Y vos qué intentábais hacer?
--Ya antes os lo dije... Me mandaban privaros de toda vuestra fuerza
viril... Hubiérais quedado como un niño acabado de nacer...
--¿Cómo obraríais ese prodigio?
--Vais á verlo.
Siguió revolviendo en la ceniza y descubrió una figura de cera toda
desnuda, acostada en el fondo del brasero. Aquel ídolo, esculpido sin
duda por el mayordomo, tenía una grotesca semejanza conmigo. Mirándole
yo reía largamente, mientras la bruja rezongaba:
--¡Ahora os burláis! Desgraciado de vos si hubiese bañado esa figura
en sangre de mujer, según mi ciencia... ¡Y más desgraciado cuando la
hubiese fundido en las brasas!...
--¿Era eso todo?
--Sí...
--Tened vuestros diez sequines. Ahora abrid la puerta.
La vieja me miró astuta:
--¿Ya os vais, Excelencia? ¿No deseáis nada de mí? Si me dais otros diez
sequines yo haré delirar por vuestros amores á la Señora Princesa. ¿No
queréis, Excelencia?
Yo repuse secamente:
--No.
La vieja entonces tomó del suelo el candil, y abrió la puerta. Salí al
camino, que estaba desierto. Era completamente de noche, y comenzaban
á caer gruesas gotas de agua, que me hicieron apresurar el paso.
Mientras me alejaba iba pensando en el reverendo capuchino que había
tenido tan cabal noticia de todo aquello. Hallé cerrada la cancela del
jardín y tuve que hacer un largo rodeo. Daban las nueve en el reloj de
la Catedral cuando atravesaba el arco románico que conducía á la plaza
donde se alzaba el Palacio Gaetani. Estaban iluminados los balcones,
y de la iglesia de los Dominicos, salía entre cirios el Paso de la
Cena. Aún recuerdo aquellas procesiones largas, tristes, rumorosas, que
desfilaban en medio de grandes chubascos. Había procesiones al rayar
el día, y procesiones por la tarde, y procesiones á la media noche. Las
cofradías eran innumerables. Entonces la Semana Santa tenía fama en
aquella vieja ciudad pontificia.
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LA PRINCESA, durante la tertulia, no me habló ni me
miró una sola vez. Yo, temiendo que aquel desdén fuese advertido,
decidí re-retirarme. Con la sonrisa en los labios llegué hasta donde
la noble señora hablaba suspirando. Cogí audazmente su mano, y la
besé, haciéndole sentir la presión decidida y fuerte de mis labios. Vi
palidecer intensamente sus mejillas y brillar el odio en sus ojos, sin
embargo, supe inclinarme con galante rendimiento y solicitar su venia
para retirarme. Ella repuso fríamente:
--Eres dueño de hacer tu voluntad.
--¡Gracias, Princesa!
Salí del salón en medio de un profundo silencio. Sentíame humillado, y
comprendía que acababa de hacerse imposible mi estancia en el Palacio.
Pasé la noche en el retiro de la biblioteca, preocupado con este
pensamiento, oyendo batir monótonamente el agua en los cristales de las
ventanas. Sentíame presa de un afán doloroso y contenido, algo que era
insensata impaciencia de mí mismo, y de las horas, y de todo cuanto me
rodeaba. Veíame como prisionero en aquella biblioteca oscura, y buscaba
entrar en mi verdadera conciencia, para juzgar todo lo acaecido durante
aquel día con serena y firme reflexión. Quería resolver, quería decidir,
y extraviábase mi pensamiento, y mi voluntad desaparecía, y todo
esfuerzo era vano.
¡Fueron horas de tortura indefinible! Ráfagas de una insensata violencia
agitaban mi alma. Con el vértigo de los abismos me atraían aquellas
asechanzas misteriosas, urdidas contra mí en la sombra perfumada de
los grandes salones. Luchaba inútilmente por dominar mi orgullo y
convencerme que era más altivo y más gallardo abandonar aquella misma
noche, en medio de la tormenta, el Palacio Gaetani. Advertíame presa
de una desusada agitación, y al mismo tiempo comprendía que no era
dueño de vencerla, y que todas aquellas larvas que entonces empezaban
á removerse dentro de mí, habían de ser fatalmente furias y sierpes.
Con un presentimiento sombrío, sentía que mi mal era incurable y que mi
voluntad era impotente para vencer la tentación de hacer alguna cosa
audaz, irreparable. ¡Era aquello el vértigo de la perdición!...
A pesar de la lluvia, abrí la ventana. Necesitaba respirar el aire
fresco de la noche. El cielo estaba negro. Una ráfaga aborrascada pasó
sobre mi cabeza: Algunos pájaros sin nido habían buscado albergue bajo
el alar, y con estremecimientos llenos de frío sacudían el plumaje
mojado, piando tristemente. En la plaza resonaba la canturía de una
procesión lejana. La iglesia del convento tenía las puertas abiertas,
y en el fondo brillaba el altar iluminado. Oíase la voz senil de una
carraca. Las devotas salían de la iglesia y se cobijaban bajo el arco
de la plaza para ver llegar la procesión. Entre dos hileras de cirios,
bamboleaban las andas, allá en el confín de una calle estrecha y alta.
En la plaza esperaban muchos curiosos cantando una oración rimada. La
lluvia redoblando en los paraguas, y el chapoteo de los pies en los
charcas contrastaba con la nota tibia y sensual de las enaguas blancas
que asomaban bordeando los vestidos negros, como espumas que bordean
sombrío oleaje de tempestad. Las dos señoras de los negros y crujientes
vestidos de seda, salieron de la iglesia, y pisando en la punta de los
pies, atravesaron corriendo la plaza, para ver la procesión desde las
ventanas del Palacio. Una ráfaga agitaba sus mantos.
Caían gruesas gotas de agua que dejaban un lamparón oscuro en las
losas de la plaza. Yo tenía las mejillas mojadas, y sentía como una
vaga efusión de lágrimas. De pronto se iluminaron los balcones, y las
Princesas, con otras damas, asomaron en ellos. Cuando la procesión
llegaba bajo el arco, llovía á torrentes. Yo la vi desfilar desde
el balcón de la biblioteca, sintiendo á cada instante en la cara el
salpicar de la lluvia arremolinada por el viento. Pasaron primero los
Hermanos del Calvario, silenciosos y encapuchados. Después los Hermanos
de la Pasión, con hopas amarillas y cirios en las manos. Luego seguían
los Pasos: Jesús en el Huerto de las Olivas, Jesús ante Pilatos, Jesús
ante Herodes, Jesús atado á la Columna. Bajo aquella lluvia fría y
cenicienta tenían una austeridad triste y desolada. El último en
aparecer fué el Paso de las Caídas. Sin cuidarse del agua, las damas se
arrastraron de rodillas hasta la balaustrada del balcón. Oyóse la voz
trémula del mayordomo:
--¡Ya llega! ¡Ya llega!
Llegaba, sí, pero cuán diferente de como lo habíamos visto la primera
vez en una sala del Palacio. Los cuatro judíos habían depuesto
su fiereza bajo la lluvia. Sus cabezas de cartón se despintaban:
Ablandábanse los cuerpos, y flaqueaban las piernas como si fuesen á
hincarse de rodillas. Parecían arrepentidos. Las dos hermanas de los
rancios vestidos de gro, viendo en ello un milagro, repetían llenas de
unción:
--¡Edificante, Antonina!
--¡Edificante, Lorencina!
La lluvia caía sin tregua como un castigo, y desde un balcón vecino
llegaban con vaguedad de poesía y de misterio, los arrullos de dos
tórtolas que cuidaba una vieja enlutada y consumida que rezaba entre dos
cirios encendidos en altos candeleros, tras los cristales. Busqué con
los ojos al Señor Polonio: Había desaparecido.
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POCO DESPUÉS, apesadumbrado y dolorido, meditaba en
mi cámara cuando una mano batió con los artejos en la puerta y la voz
cascada del mayordomo vino á sacarme un momento del penoso cavilar:
--Excelencia, este pliego.
--¿Quién lo ha traído?
--Un correo que acaba de llegar.
Abrí el pliego y pasé por él una mirada. Monseñor Sassoferrato me
ordenaba presentarme en Roma. Sin acabar de leerlo me volví al
mayordomo, mostrando un profundo desdén:
--Señor Polonio, que dispongan mi silla de posta.
El mayordomo preguntó hipócritamente:
--¿Vais á partir, Excelencia?
--Antes de una hora.
--¿Lo sabe mi señora la Princesa?
--Vos cuidaréis de decírselo.
--¡Muy honrado, Excelencia! Ya sabéis que el postillón está enfermo...
Habrá que buscar otro. Si me autorizáis para ello yo me encargo de
hallar uno que os deje contento.
La voz del viejo y su mirada esquiva, despertaron en mi alma una
sospecha. Juzgué que era temerario confiarse á tal hombre, y le dije:
--Yo veré á mi postillón.
Me hizo una profunda reverencia, y quiso retirarse, pero le detuve:
--Escuchad, Señor Polonio.
--Mandad, Excelencia.
Y cada vez se inclinaba con mayor respeto. Yo le clavé los ojos,
mirándole en silencio: Me pareció que no podía dominar su inquietud.
Adelantando un paso le dije:
--Como recuerdo de mi visita, quiero que conservéis esta piedra.
Y sonriendo me saqué de la mano aquel anillo, que tenía en una amatista
grabadas mis armas. El mayordomo me miró con ojos extraviados:
--¡Perdonad!
Y sus manos agitadas rechazaban el anillo. Yo insistí:
--Tomadlo.
Inclinó la cabeza y lo recibió temblando. Con un gesto imperioso le
señalé la puerta.
--Ahora salid.
El mayordomo llegó al umbral, y murmuró resuelto y acobardado:
--Guardad vuestro anillo.
Con insolencia de criado lo arrojó sobre una mesa. Yo le miré amenazador:
--Presumo que vais á salir por la ventana, Señor Polonio.
Retrocedió, gritando con energía:
--¡Conozco vuestro pensamiento! No basta á vuestra venganza el maleficio
con que habéis deshecho aquellos judíos, obra de mis manos, y con ese
anillo queréis embrujarme. ¡Yo haré que os delaten al Santo Oficio!
Y huyó de mi presencia haciendo la señal de la cruz como si huyese
del Diablo. No pude menos de reirme largamente. Llamé á Musarelo, y le
ordené que se enterase del mal que aquejaba al postillón. Pero Musarelo
había bebido tanto, que no estaba capaz para cumplir mi mandato. Sólo
pude averiguar que el postillón y Musarelo habían cenado con el Señor
Polonio.
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QUÉ TRISTE es para mí el recuerdo de aquel día. María
Rosario estaba en el fondo de un salón llenando de rosas los floreros
de la capilla. Cuando yo entré quedóse un momento indecisa: Sus ojos
miraron medrosos hacia la puerta, y luego se volvieron á mí con un ruego
tímido y ardiente. Llenaba en aquel momento el último florero, y sobre
sus manos deshojóse una rosa. Yo entonces la dije, sonriendo:
--¡Hasta las rosas se mueren por besar vuestras manos!
Ella también sonrió contemplando las hojas que había entre sus dedos,
y después con leve soplo las hizo volar. Quedamos silenciosos: Era la
caída de la tarde y el sol doraba una ventana con sus últimos reflejos:
Los cipreses del jardín levantaban sus cimas pensativas en el azul
del crepúsculo, al pie de la vidriera iluminada. Dentro apenas si se
distinguía la forma de las cosas, y en el recogimiento del salón las
rosas esparcían un perfume tenue y las palabras morían lentamente igual
que la tarde. Mis ojos buscaban los ojos de María Rosario con el empeño
de aprisionarlos en la sombra. Ella suspiró angustiada como si el aire
le faltase, y apartándose el cabello de la frente con ambas manos, huyó
hacia la ventana. Yo, temeroso de asustarla, no intenté seguirla, y sólo
le dije después de un largo silencio:
--¿No me daréis una rosa?
Volvióse lentamente y repuso con voz tenue:
--Si la queréis...
Dudó un instante, y de nuevo se acercó. Procuraba mostrarse serena, pero
yo veía temblar sus manos sobre los floreros al elegir la rosa. Con una
sonrisa llena de angustia me dijo:
--Os daré la mejor.
Ella seguía buscando en los floreros. Yo suspiré romántico:
--La mejor está en vuestros labios.
Me miró apartándose pálida y angustiada:
--No sois bueno... ¿Por qué me decís esas cosas?
--Por veros enojada.
--¡Algunas veces me parecéis el Demonio!...
--El Demonio no sabe querer.
Quedóse silenciosa. Apenas podía distinguirse su rostro en la tenue
claridad del salón, y sólo supe que lloraba cuando estallaron sus
sollozos. Me acerqué queriendo consolarla:
--¡Oh!... Perdonadme.
Y mi voz fué tierna, apasionada y sumisa. Yo mismo, al oirla, sentí
su extraño poder de seducción. Era llegado el momento supremo, y
presintiéndolo, mi corazón se estremecía con el ansia de la espera
cuando está próxima una gran ventura. María Rosario cerraba los ojos con
espanto, como al borde de un abismo. Su boca descolorida parecía sentir
una voluptuosidad angustiosa. Yo cogí sus manos que estaban yertas: Ella
me las abandonó sollozando, con un frenesí doloroso:
--¿Por qué os gozáis en hacerme sufrir?... ¡Si sabéis que todo es
imposible!...
--¡Imposible!... Yo nunca esperé conseguir vuestro amor... ¡Ya sé que no
lo merezco!... Solamente quiero pediros perdón y oir de vuestros labios
que rezaréis por mí cuando esté lejos.
--¡Callad!... ¡Callad!...
--Os contemplo tan alta, tan lejos de mí, tan ideal, que juzgo vuestras
oraciones como las de una Santa.
--¡Callad!... ¡Callad!...
--Mi corazón agoniza sin esperanza. Acaso podré olvidaros, pero este
amor habrá sido para mí como un fuego purificador.
--¡Callad!... ¡Callad!...
Yo tenía lágrimas en los ojos, y sabía que cuando se llora, las manos
pueden arriesgarse á ser audaces. ¡Pobre María Rosario, quedóse pálida
como una muerta, y pensé que iba á desmayarse en mis brazos! Aquella
niña era una Santa, y viéndome á tal extremo desgraciado, no tenía valor
para mostrarse más cruel conmigo. Cerraba los ojos, y gemía agoniada:
--¡Dejadme!... ¡Dejadme!...
Yo murmuré:
--¿Por qué me aborrecéis tanto?
Me miró despavorida, como si al sonido de mi voz se despertase, y
arrancándose de mis brazos huyó hacia la ventana que doraban todavía
los últimos rayos del sol. Apoyó la frente en los cristales y comenzó
á sollozar. En el jardín se levantaba el canto de un ruiseñor, que
evocaba en la sombra azul de la tarde, un recuerdo ingenuo de santidad.
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MARIA ROSARIO llamó á la más niña de sus hermanas, que
con una muñeca en brazos, acababa de asomar en la puerta del salón: La
llamaba con un afán angustioso y pudoroso que encendía su carne con
divinas rosas:
--¡Entra!... ¡Entra!...
La llamaba tendiéndole los brazos desde el fondo de la ventana. La niña,
sin moverse, le mostró la muñeca:
--Me la hizo Polonio.
--Ven á enseñármela.
--¿No la ves así?...
--No, no la veo.
María Nieves acabó por decidirse, y entró corriendo: Los cabellos
flotaban sobre su espalda como una nube de oro. Era llena de gentileza,
con movimientos de pájaro, alegres y ligeros: María Rosario, viéndola
llegar, sonreía, cubierto el rostro de rubor y sin secar las lágrimas.
Inclinóse para besarla, y la niña se le colgó al cuello, hablándole con
agasajo al oído:
--¡Si le hicieses un vestido á mi muñeca!...
--¿Cómo lo quieres?...
María Rosario le acariciaba los cabellos, reteniéndola á su lado. Yo
veía cómo sus dedos trémulos desaparecían bajo la infantil y olorosa
crencha. En voz baja le dije:
--¿Qué temíais de mí?
Sus mejillas llamearon:
--Nada...
Y aquellos ojos, como no he visto otros hasta ahora, ni los espero ver
ya, tuvieron para mí una mirada tímida y amante. Callábamos conmovidos,
y la niña empezó á referirnos la historia de su muñeca: Se llamaba
Yolanda, y era una reina. Cuando le hiciesen aquel vestido de tisú, le
pondrían también una corona. María Nieves hablaba sin descanso: Sonaba
su voz con murmullo alegre, continuo, como el borboteo de una fuente.
Recordaba cuántas muñecas había tenido, y quería contar la historia de
todas: Unas habían sido reinas, otras pastoras. Eran largas historias
confusas, donde se repetían continuamente las mismas cosas. La niña
extraviábase en aquellos relatos como en el jardín encantado del ogro
las tres niñas hermanas, Andara, Magalona y Aladina... De pronto huyó de
nuestro lado. María Rosario la llamó sobresaltada:
--¡Ven!... ¡No te vayas!
--No me voy.
Corría por el salón, y la cabellera de oro le revoloteaba sobre los
hombros. Como cautivos, la seguían á todas partes los ojos de María
Rosario: Volvió á suplicarle:
--¡No te vayas!...
--Si no me voy.
La niña hablaba desde el fondo oscuro del salón. María Rosario,
aprovechando el instante, murmuró con apagado acento:
--Marqués, salid de Ligura...
--¡Sería renunciar á veros!
--¿Y acaso no es hoy la última vez? Mañana entraré en el convento.
¡Marqués, oid mi ruego!...
--Quiero sufrir aquí... Quiero que mis ojos, que no lloran nunca, lloren
cuando os vistan el hábito, cuando os corten los cabellos, cuando las
rejas se cierren ante vos. ¡Quién sabe, si al veros sagrada por los
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