El maestrante - 10

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otros menos, el mismo estremecimiento al ver aquella figura siniestra.
Fernanda, por mujer y por el estado especial de su alma, se inmutó
visiblemente: después de pasar siguió todavía con ojos de temor a los
dos jinetes hasta que se perdieron entre las sombras.
Al meterse en la cama, con el corazón apretado, quiso analizar la
emoción que la dominaba; quiso remontarse a la causa. Sintió vergüenza
de ella. Su orgullo le hizo exclamar con rabia y en voz alta:
--¿A mí que me importan esas picardías? ¿Qué tengo que ver con él ni con
ella?
Pero acabado de proferir tales palabras sintió las mejillas caldeadas
por el llanto. La heredera de Estrada-Rosa se volvió rápidamente y
hundió el rostro, cubierto de rubor, en las almohadas.


VII
El aumento del contingente.

Las terribles dificultades que debían de surgir para el matrimonio de
Emilita, a causa de las opiniones antibélicas de su padre, se orillaron
con más facilidad de lo que podía esperarse. La historia no hablará
(aunque mejor razón tendrá que para otros muchos sucesos) de aquel día
solemne en que Núñez fue de uniforme a pedir a D. Cristóbal la mano de
su hija, de aquel abrazo memorable con que éste le recibió,
estrechándole calurosamente contra su pecho civil, de aquella fusión
increíble de dos elementos heterogéneos creados para repelerse, y que
gracias al amor de un ángel dulce y revoltoso se compenetraban y
entendían. Si por casualidad esta página privada fuese objeto de
atención para algún historiador, no tendría más remedio que afirmar la
grandísima importancia de semejante concordia, que hasta entonces se
había juzgado inverosímil, y al mismo tiempo presentar con imparcialidad
el reverso, descubriendo a las futuras generaciones en qué modo el
benemérito patricio D. Cristóbal Mateo fue víctima de una injusticia
social y de la persecución de sus conciudadanos.
Es de saber, que todo el mundo en Lancia se creía autorizado para dar
cantaleta a este respetable y antiguo funcionario acerca del matrimonio
de su hija. Unas veces directa, otras indirectamente, siempre que
tocaban tal punto aludían a las opiniones contrarias al desenvolvimiento
de las fuerzas de tierra sustentadas por él hasta entonces. Al
matrimonio dio en llamársele «el aumento del contingente,» y algunos
llevaron su procacidad hasta darle tal nombre delante de su futuro
yerno. Fácil es de concebir cuánta saliva habría tenido que tragar antes
de perder, como lo hizo, una molesta y mal entendida vergüenza.
Pero a despecho de todas las diatribas y murmuraciones de los vecinos,
que reflejaban, en el sentir de Mateo, más que su naturaleza jocosa, la
envidia que ardía en la mayor parte de los corazones, «el aumento del
contingente» se abría paso. El plazo fijado para realizarlo fue el mes
de Agosto. Cuando llegó el momento había adquirido tal importancia que,
como sucede generalmente en los pueblos pequeños, apenas se hablaba de
otra cosa. Las relaciones del Jubilado y sus cuatro hijas eran
numerosísimas, y todas ellas aspiraban a ser invitadas el día de la
boda. Por otra parte, la misma aspiración alimentaban en su pecho
algunos dignos y pundonorosos oficiales del batallón de Pontevedra
amigos del futuro. No siendo posible reunir tanta gente en el hogar
poético del Jubilado, se pensó en celebrar la boda en el campo. La casa
más a propósito era la de la Granja por su proximidad a la población. D.
Cristóbal se la pidió al conde, con quien tenía extremada confianza, lo
mismo que sus hijas, y éste se apresuró a ponerla a su disposición.
En la iglesia de San Rafael se consumó de madrugada aquella venturosa
alianza, prenda segura de paz entre el elemento civil y el militar.
Bendíjola fray Diego que, por ser el sacerdote más bizarro y el más
firme bebedor de anisado de la capital, gozaba de gran prestigio entre
la oficialidad. Asistieron al acto más de veinte damas y casi otros
tantos caballeros. En cuanto terminó se trasladaron todos a la Granja
para pasar allí el día. Por hallarse tan cerca de la población no se
necesitaban carruajes. Sin embargo, fueron los del conde de Onís y de
Quiñones para trasportar a los novios y a algunas personas de edad
avanzada, como las dos señoritas de Meré. Entre los invitados estaba
casi toda la tertulia del maestrante, bastantes de la de las de Meré y
un número crecido de oficiales.
El conde había hecho asear, hasta donde era posible, el vetusto caserón.
Casi todos lo conocían como su propia casa. Era el sitio obligado de las
giras campestres por hallarse tan cerca y por el hermoso bosque que
tenía. Los condes jamás habían negado el permiso. En cuanto llegaron y
gustaron el chocolate, que les esperaba en el vasto salón con pavimento
de ladrillo de la planta baja que servía de comedor, se diseminaron sin
ceremonia por la casa y por la finca dispuestos a matar las horas del
mejor modo posible hasta que sonase la de comer. La novia, con Amalia,
que había sido su madrina, y otras dos señoras se fue a sentar
gravemente en una de las habitaciones. Tenía los ojos brillantes, las
mejillas coloradas y procuraba inútilmente disfrazar con un continente
digno y serio la profunda emoción que la embargaba. Las que la
acompañaban, casadas todas, la acariciaban sin cesar, pasando la mano
por sus cabellos, dándole palmaditas en las mejillas, cogiéndole las
manos y de vez en cuando inclinándose para estampar un beso en su
frente con esa condescendencia, mitad cariñosa, mitad irónica, con que
las veteranas del matrimonio contemplan a las bisoñas. No hay una de
aquéllas que al acercarse a una novia no sienta vibrar en su pecho el
eco de cierta música lejana y divina; viene a sus labios el gusto de la
miel de la remota luna; pero llega ¡ay! con el dejo amarguillo de
algunos años de prosa matrimonial. En toda mujer casada hay un poeta
desengañado de su musa. De aquí la sonrisa baironiana que aparece en su
rostro al observar la dicha que arde en los ojos de una desposada.
Emilita había cambiado de carácter en un cuarto de hora. Todo lo
juguetona y pizpireta que se había mostrado hasta entonces, aparecía
ahora grave y espetada. Disertaba sabiamente con las matronas, sus
compañeras, acerca de la instalación de la despensa, del servicio
doméstico que todas consideraban en espantosa decadencia, del precio de
la carne. Tan vieja se había hecho en este cuarto de hora, que
sorprendía no ver ya alguna hebra de plata entre sus cabellos de oro.
En cambio a sus hermanas, por extraño contraste, les habían quitado
algunos años de encima desde que la menor tomara la investidura. Habían
retrocedido hasta la infancia. Como criaturas ávidas de aire y de luz
para desarrollarse, lanzáronse al bosque las tres, animando con sus
gritos e inocentes carcajadas el silencio y la paz que allí reinaba.
¡Virgen del Amparo lo que saltaron, lo que rieron, las diabluras que
llevaron a cabo en poco tiempo aquellas loquillas! Para entregarse a los
juegos inocentes, que exigía el retroceso sensible que habían
experimentado de pronto, se quitan las mantillas y dejan suelto el
cabello, tiran los guantes, el abanico, la sombrilla, todo lo que
pudiera simbolizar la juventud, y se quedan gozosas con los atributos de
la adolescencia. No sólo dejan flotando sobre la espalda su cabellera
angelical, sino que se despojan del reloj, de las pulseras y sortijas
que entregan a su papá, colgándose antes de su cuello para hacerle mil
caricias como niñas sencillas y apasionadas que eran; hecho lo cual y al
observar que algunos dignos oficiales del batallón de Pontevedra las
contemplan, huyen ruborizadas y confusas, se recogen las enaguas con
alfileres hasta dejar descubierto el pie y parte de la pierna, y en la
inocencia de su corazón huyen, huyen siempre por el bosque adelante,
esquivando como las ninfas de Diana las miradas ardientes de la
oficialidad.
Y cuando llegan a un rincón apartado y solitario donde las sombras se
espesan, donde no llegan los ruidos mundanales ni penetran los ojos
maliciosos de los hombres, llaman con gritos de alegría, como pajaritos
de Dios, a sus compañeras, las invitan a venir a disfrutar de aquella
amable seguridad donde libremente pueden mostrar sus gracias y recrearse
sin peligro de ser sorprendidas. Entonces una propone jugar a la cuerda
y las demás acceden batiendo las palmas. Jovita es la primera. Salta,
salta hasta que queda rendida y se deja caer sobre el césped, llevándose
la mano al corazón, que palpita con la fatiga, no con la agitación
insana de las pasiones juveniles. Luego salta otra, luego otra y otra
hasta que todas se tienden exánimes pero risueñas, reflejando en sus
mejillas sudorosas y en sus ojos entornados la dulce alegría que se
escapa de un pecho inocente. Y en cuanto descansan se propone jugar «al
milano que le dan--cebollita con el pan.» ¡Qué risa! ¡qué algazara!
¡cómo resuena el dormido bosque con las voces argentinas de aquellas
bellas y tiernas criaturas! Cansadas de este juego se diseminan por un
momento. Algunas forman grupo sentadas al pie del tronco de un roble y
se cuentan en voz baja como suave gorjeo mil puerilidades encantadoras;
otras se entregan apasionadamente a la busca de florecillas azules y
hacen con ellas ramilletes que colocan en el pecho; otras se persiguen,
como las golondrinas en el aire, con chillidos penetrantes. Otras, las
más resueltas, dedican sus esfuerzos a la caza de cigarras y otros
bichos temerosos. Pero luego tornan a juntarse porque hay una chica muy
aturdida que apuesta a encaramarse en un árbol si la ayudan, y hay otra
maligna que dice que sí, que ella la ayudará. Manos a la obra. Empezó la
animosa joven, que se llama Consuelo, a poner sus piececitos en las
rugosidades del roble más asequible. La compañera maligna, que no es
otra que Socorro, la tercera sirena del Jubilado, la sostiene.
Encarámase al fin la primera en la cruz de dos ramas; asciende después a
otra; aplauden las ninfas y la alientan con gritos de entusiasmo...
Mas he aquí que Rubio, el teniente de la tercera, hombre acreditado de
audaz entre sus compañeros de arma y de un genio devastador para el sexo
femenino, se presenta de improviso asomando su cabeza temeraria por
encima de unas matas. Las ninfas, al verle, lanzan un grito y quedan
petrificadas en la actitud en que las sorprende. Consuelo, desde lo alto
del árbol, le apostrofa con violencia. Si en su mano estuviera
trasformaría inmediatamente en ciervo a aquel nuevo Acteón. Acá, para
_inter nos_, es posible que prefiriese trasformarle primeramente en
marido, sin perjuicio de acudir más adelante a la metamorfosis
clásica... Pero Rubio, el teniente de la tercera, conoce perfectamente
el valor de estos gritos y estos apóstrofes. No se inmuta; sonríe
maliciosamente y llama con voz ronca a sus hermanos de armas. ¡Qué
confusión, qué espanto entre aquellas risueñas hijas de los bosques al
aproximarse en columna cerrada los hijos de Marte! Sin recoger las
mantillas, ni los guantes, ni las sombrillas, nada en suma de lo que las
pertenecía, huyen y se desbandan por la floresta lanzando gritos de
terror. Pero los sátiros de pantalón encarnado las persiguen con saña,
las atrapan aquí y allá y las traen cautivas enmedio de risotadas
odiosas. Mientras tanto la pobre Consuelo, encima del árbol y bloqueada
por tres de estos silvanos voluptuosos, se niega terminantemente a bajar
mientras no se alejen por lo menos cincuenta varas. Ellos ¡los crueles!
se niegan. Ruega la ninfa, se irrita, está a punto de llorar; pero ni su
enojo ni sus lágrimas consiguen ablandar el corazón empedernido de los
infames sátiros. Por fin se resigna a descender y, aunque toma muchas y
castas precauciones, éstos logran ver un pie deliciosamente calzado y un
nacimiento de pierna que les hace rugir de gozo. Pero ¿dónde está Rubio?
¿Dónde está el más terrible y feroz de todos ellos? No se sabe, mas al
cabo de mucho tiempo sale de la espesura arrastrando consigo a Socorro,
la más sentimental de las ondinas de D. Cristóbal. En los rasgos crueles
de su fisonomía viene pintada la expresión del triunfo, y en los de ella
la vergüenza y la sumisión de una cautiva. Muchas horas después, en las
últimas de la noche, sentado a una mesa del café de Marañón y rodeado
de ocho o diez de sus colegas, el teniente de la tercera narraba con
sonrisa malévola el vencimiento de la ninfa, calculando lo menos en
veinticinco o treinta los besos que logró robarle en distintos sitios de
su rostro hechicero; y todos los hijos de Marte aplaudían y celebraban
con homéricas carcajadas aquel nuevo triunfo de su heroico compañero.
Finalmente, los vencedores no se mostraron demasiado tiranos, y el orden
se restableció gracias a la llegada oportuna de las señoritas de Meré,
que venían acompañadas de María Josefa y de Paco Gómez. Las autoras y
únicas responsables de todo aquello habían sacado el fondo del cofre.
Carmelita traía un vestido de alepín de seda negra que sólo salía a
relucir en las grandes ocasiones, al paso que Nuncita, por contar menos
años y respetabilidad, podía lucir un traje claro con flores bordadas,
como sólo se ven en los retratos del siglo pasado. Estaban alegres,
rebosando satisfacción por los ojos; pero las piernas no respondían a
aquella eterna juventud de sus corazones: caminaban apoyándose en sendas
muletas y agarrándose con la mano libre al brazo de sus acompañantes.
Fueron recibidas con vivas y hurras. Se oyeron asimismo algunas frases
harto familiares, de esas que nadie más que las benditas de Meré
consentían y reían. Por eso tenía poco mérito el embromarlas. Jamás se
dio el caso de verlas enfadadas con sus amigos, y eso que algunos se
deslizaban en sus guasas hasta llegar no pocas veces a la grosería. En
cambio eran muy propensas a la guerra intestina, esto es, a irritarse
una con otra; pero ya sabemos en qué paraban siempre estas misas.
El espíritu temerario del teniente Rubio, apretado por las
circunstancias, engendró una idea felicísima, es a saber: que para mejor
pasar el rato hasta la hora de comer se construyese un columpio, donde
las damas pudieran gozar la dicha de sacudirse el diafragma algunos
instantes, y los caballeros la de proporcionársela moviendo galantemente
el aparato. Dicho y hecho: se buscan cuerdas, se sierra una tabla; en
menos de un cuarto de hora queda todo terminado. Rubio, mientras se
lleva a cabo, no deja de hacer guiños expresivos a sus compañeros, que
comprenden, sonríen, callan, profundamente admirados, como siempre, de
la audacia y penetración del teniente de la tercera. Ya está amarrado el
columpio. ¿Quién es la primera? Todas manifiestan la misma vergüenza,
idéntico rubor colorea sus mejillas. A una se le ocurre malignamente
proponer que lo estrene Nuncita. Las demás aplauden la idea. Nuncita
resiste aterrada. Carmelita ni concede el permiso ni lo niega. Las
instancias se repiten sin cesar. Los mancebos encuentran la idea cada
vez más original. Al fin, casi a viva fuerza, entre los aplausos
frenéticos del corro, Cuervo, el hercúleo alférez de la primera, levanta
en brazos a la Niña y la sienta en la tabla.
--¡Agárrate bien, Nuncia!--le grita Paco Gómez, mientras el citado
alférez y algunos otros amigos empiezan a mecerla.
--¡Suave, suave!--exclama Carmelita.
No hay cuidado; así lo hacen, porque temen dar con ella en tierra. Pero
aun moviendo el columpio con parsimonia, el aire consigue levantar, al
poco tiempo, las enaguas de la antigua doncella. Los oficiales ríen y
empujan el columpio para que se vea más.
--¡Fuerte, fuerte, que algo se pesca!--les grita Paco Gómez.
Las muchachas, entre risueñas y avergonzadas, se tapan la cara y se
abrazan unas a otras diciéndose palabritas al oído.
--¡Alto, alto!--exclama Carmelita.--¡Paren ustedes!
Nadie hace caso. Las ropas de la Niña van subiendo, subiendo: no se sabe
dónde se van a detener.
--¡Alto, alto! ¡Por Dios, señor alférez!
--¡Anda con ella!--rugen los militares.
Y el columpio sigue cada vez más vivo. Nuncita está tan asustada que no
tiene tiempo a pensar en el pudor.
--¡Señor alférez! ¡Señor capitán!--grita Carmelita toda temblorosa,
agitando los brazos, la mandíbula inferior, desdentada, batiendo contra
la superior, desdentada también, con un estremecimiento
particular.--¡Señor capitán, téngase por Dios! ¡Por la Virgen del Amor
Hermoso!... ¡Pare! ¡pare!... ¡pare!
--¡Sooó!--exclama Paco.
Pero el capitán es sueco y sigue apretando. Las enaguas de Nuncita se
encuentran ya en la más alta cúspide adonde pueden llegar. Las jóvenes
se vuelven de espaldas; algunas corren riendo a ocultarse entre los
árboles. Sólo cuando hubieron consumado su obra de desvergüenza se
consiguió que los oficiales aplacasen y permitiesen a Nuncita tomar
tierra. Su hermana, en vez de enojarse con los culpables, la emprende
con ella llena de furor, vibrando rayos por los ojos.
--¡Bájate, picarona! ¡Escandalosa! ¿Es ésa la educación que has
aprendido de tus padres? ¿Es eso lo que te aconseja el confesor?
Nuncita, aterrada, empieza a hacer pucheros y suelta la llave de las
lágrimas. La juventud masculina, lo mismo que la femenina, tratan de
calmar a la enfurecida Carmelita. El capitán y el alférez echan sobre sí
toda la culpa. Es en vano. La cólera no se apaga hasta que no se
descarga de palabras bien ofensivas y pesadas. La pobre Niña, sentada en
el suelo, sollozando, con la cara oculta entre las manos, excita la
compasión de todos los presentes, que no cesan de interceder por ella.
Se trata de saber cuál es la que ha de subirse al columpio después.
Ninguna quiere: es natural. ¿Cómo han de dejarse columpiar por hombres
tan atrevidos y desvergonzados? Es en vano que militares y paisanos
expliquen su conducta en el suceso anterior y hagan juramento de no
reincidir y estar comedidos y prudentes y siempre a las órdenes de las
damas. Éstas no se fían. Sobre todo el teniente Rubio les inspira un
terror pánico considerándolo, y no sin razón, como el alma de todas
aquellas intrigas libidinosas.
Pero cuando más desesperanzados estaban, he aquí que Consuelo, aquella
niña aturdida y resuelta que hacía poco se había encaramado en un árbol,
habla al oído a una compañera y luego se adelanta y dice, con espanto de
sus compañeras:
--Yo me subo. Ayúdenme ustedes.
Un grito de entusiasmo acogió estas sencillas palabras. Por algunos
instantes no se oyó más que ¡viva Consuelo! ¡viva Consuelo! entre la
muchedumbre frenética. No hay quien no quiera ayudarla y quien no la
colme de flores y agasajos. El alférez atlético, con ademán
caballeresco, pone una rodilla en tierra y la invita a que afiance el
pie sobre su muslo. La intrépida joven no se hace de rogar y lo
ejecuta, sentándose de un salto en la tabla. Lo mismo militares que
paisanos se las prometen muy felices y cambian entre sí miradas de
inteligencia, decididos a faltar a su palabra y a pagar la confianza de
la niña con la más negra traición. Mas cuando ya se disponían a dar
comienzo a su obra maléfica empujando el aparato, Consuelo hace seña a
su compañera. Se adelanta ésta con un puñado de alfileres y en un
instante le prende las enaguas por debajo, de tal manera que no hay
forma de que se le vea ni la punta del pie aunque echen a vuelo el
columpio. El sexo femenino aplaude con entusiasmo loco.
--¡Bien, Consuelo! ¡bien!
El masculino, enfadado y mohíno, no se atreve, sin embargo, a protestar
ruidosamente, pero murmura de aquella falta de confianza, mientras la
interesada, orgullosa de su ocurrencia, los contempla con sonrisa
burlona. La desgracia fue completa. Los alfileritos obtuvieron un éxito
tan lisonjero que no hubo niña que se subiese al aparato que no se
hiciese coser la ropa previamente con ellos.
Mientras tales memorables escenas se efectuaban en el bosque, Jaime
Moro, desdeñando los placeres campestres, había logrado catequizar a
Fray Diego y a D. Juan Estrada-Rosa para echar un tresillito. Se aburría
en la iglesia, se aburría en el bosque, en la ciudad y en la campiña.
Tan sólo recobraba la serenidad de espíritu y renacía en él la calma y
la alegría cuando tomaba las cartas en la mano. La suerte quiso serle
aciaga. No había naipes en la casa. Pero no se arredra por eso. Baja a
la cocina, llama aparte a un criado, al que le pareció más ligero y
musculoso, y dándole una propina le encarga que a todo correr vaya a la
ciudad y traiga un par de barajitas. Mientras tanto, para que no se le
escapen, hace esfuerzos portentosos por entretener a sus compañeros,
hablándoles de lo que más puede interesarles, sobre todo a don Juan, que
manifestaba tendencias muy señaladas a desertar, seducido por la idea
absurda de dar un paseo por la quinta y hacer una visita al molino como
otros de los invitados. Moro sudaba de congoja temiendo no poder
resistir hasta la vuelta del criado. Felizmente éste llegó a tiempo. En
cuanto tuvo en su poder las anheladas barajas ya fue otro hombre. Seguro
de la victoria los arrastra a una de las salas retiradas del caserón, se
hace traer una mesa adecuada, bujías, cerveza, cigarros y ¡vamos
allá!... Después de haber estado a dos dedos de perderla, Jaime Moro
gozaba de aquella felicidad con una ruidosa alegría que causaba envidia.
Un buen golpe de gente ridícula, sin imaginación bastante para
comprender ni gustar las dulzuras del tresillo, se había ido, con el
Jubilado a la cabeza, a recorrer la posesión y visitar después el molino
de nuevo sistema que el conde había montado hacía poco tiempo. Formaban
la comitiva, entre otros, el novio, el propio capitán Núñez, con
aquellos de sus compañeros menos propicios al sexo femenino, Granate, D.
Enrique Valero, Saleta, Manín y otros pocos. Al conde no se le pudo
arrastrar porque no se le halló. Se dijo que estaba dando órdenes a los
criados y vigilando algunas obras allá lejos, pero no se le halló
tampoco en ellas. Uno que hacía allí de capataz o medio mayordomo se
brindó a servirles de guía.
La finca estaba situada en la pendiente de la misma suave colina donde
está asentada Lancia. A espaldas de la casa se encuentra el bosque, que
le priva de la vista de la ciudad. Así que con hallarse tan próxima
parece que se está a cien leguas de ella, en la amable soledad del
campo. Al mismo tiempo la protege contra los vientos del Norte y del
Oeste, dejándola solamente abierta a las templadas y benéficas
corrientes que vienen del Mediodía y del Este. No llegan hasta allí los
ruidos de la población. Tan sólo las campanas de la catedral suenan a
ciertas horas del día dulcemente amortiguadas por la distancia. La
carretera general va por detrás del bosque. Otra pequeñita, que arranca
de ella, la pone en comunicación con la quinta. No hay en ésta, como ya
sabemos, ningún parque a la inglesa o a la francesa, ni jardincitos, ni
cascadas, ni grutas artificiales. Es una finca mitad de recreo, mitad de
labor. Primero el bosque, luego la casa con su corrada; después un
jardín vasto y abandonado; enseguida praderas inmensas que se extienden
por la falda de la colina y llegan hasta el río y aun lo salvan y se
dilatan por la opuesta orilla. Por estas praderas se ve pastando el
ganado, se oyen sus esquilas y los ladridos de los perros. Es fácil
forjarse la ilusión de que se está en el seno de la naturaleza
solitaria. La paz es profunda y sólo la interrumpe el canto de un pájaro
o el mugido de una vaca.
Los excursionistas recorrieron las cuadras, que estaban bien cuidadas,
pues el conde tenía afición a la ganadería. Sin embargo, Saleta afirmó
que las había visto en Holanda mucho mejores.
--Figúrense ustedes, señores--manifestó con su característico acento
gallego,--que allí a las vacas les atan el rabo con una cuerda, ¿saben?
y lo tienen suspendido para que cuando les da la gana de proveerse lo
puedan hacer sin ensuciárselo.
Esta noticia, rigorosamente exacta, hace soltar la carcajada a los
presentes.
--¡Pero este D. Ramón cuándo se cansará de inventar patrañas!--se
decían los unos a los otros por lo bajo, todo por causa de aquella
maldita reputación de embustero que había adquirido.
--Pue eztán bien atrazaiyo en Holanda, amigo Zaleta--manifestó Valero,
que no le dejaba pasar una.--En Málaga, cuando a alguna vaca le da la
gana de ezo, ze le zienta en un inodoro y ze la limpia depué con papel
higiénico.
Saleta no se dio por ofendido. Estaba tan avezado a la incredulidad de
sus oyentes, que aunque ahora reventase con la verdad no le impacientaba
que no se le creyese.
Cuando hubieron recorrido las cuadras tomaron el camino de los prados a
campo traviesa, y descendieron hasta el río guarnecido, por entrambas
orillas, de alisos, álamos y mimbreras, los cuales formaban a trechos
una mata espesa por debajo de la cual corría oscuro y tétrico. El río
Lora es uno de los menos caudalosos y al mismo tiempo de los más
originales de España. Antes de llegar al mar, «que es el morir,» como
dijo el poeta, se arregla para dar infinidad de vueltas como un viejo
marrullero que pretende burlarse de la ley común a los seres creados.
Imposible imaginarse un cauce más extravagante. Sale de cualquier
población muy resuelto y boyante; parece que va a tragarse las leguas y
marchar impávido hasta el océano. Pero al cuarto de legua se arrepiente,
da la vuelta y retorna lento y cabizbajo cerca del punto de partida, lo
cual hace pensar a algunos, no sin fundamento, que camina cuesta arriba.
Sale de nuevo, no por voluntad, sino apretado por las circunstancias;
esta vez se pierde de vista; todo el mundo cree que se va de veras para
no volver. No es así, sin embargo. El gran zorro, cuando entiende que ya
no le ven desde el pueblo, revuelve muy solapadamente y trata de meterse
otra vez por él, pero le da vergüenza, y antes de llegar se aparta un
poco y va a parar a alguna aldea próxima del mismo concejo. Jamás siguió
una carrera franca y abierta. Como todos los caracteres rebajados,
repugna la luz, aprovecha cualquier coyuntura para deslizarse debajo de
alguna peña o una mata y ocultarse a las miradas de los hombres y
permanecer allí estancado, corrompiéndose en degradante ociosidad. Nadie
se fíe de él. Con sus apariencias de viejo inválido y reumático, incapaz
de dar un paso, ha engañado a muchos zagales. Los invita a bañarse
haciéndoles pensar que no tiene media vara de fondo, y luego los
estrangula miserablemente entre sus aguas verdes. No se hallarán dentro
náyades de celestial hermosura quebrando al nadar con sus brazos de
alabastro los frágiles cristales, ni saldrán de noche a jugar sobre su
linfa las graciosas ondinas, de cabellera blonda. El río Lora es
taciturno, enemigo de toda idealidad poética. Nada de seres
fantásticos. Lo único que alimenta con verdadero cariño es un enjambre
de ranas, tan grande que causa vértigo el pensar qué número de ellas
vivirá bajo su amparo. Ellas son las que se encargan de alegrar con su
voz armoniosa los parajes que recorre.
Ellas fueron también las que impidieron con ruido atronador que Saleta
pudiese afirmar, como afirmó después que se vieron lejos, que estando a
orillas del Yumurí cierta tarde, había tenido la suerte de matar de una
pedrada un cocodrilo. Verdad que bajo la mirada insistente de su colega
Valero se apresuró a rectificar haciendo constar que el cocodrilo era
todavía cachorro y no tenía más que una carrera de dientes.
Siguieron buen trecho la margen sombría del Lora y lo atravesaron por un
puente rústico en el sitio donde el conde lo había desangrado, por medio
de una acequia, para dar movimiento a su molino. Mas en aquel punto, a
los amigos del novio, representantes genuinos del elemento más vigoroso
y masculino del batallón, se les despierta repentinamente el sentimiento
de su fuerza y del poder muscular de sus piernas. Un teniente salta la
acequia. Un capitán, por no ser menos que el subalterno, también lo
hace, pero se moja los pies. Excitado el amor propio, se despoja de la
levita y vuelve a saltar con felicidad. Los demás le imitan. Al
instante toma aquello el aspecto de los juegos olímpicos y todavía más
de la gran batuda americana. Pero Núñez es un eminente saltarín. Así
estaba de antiguo reconocido en todo el ejército y más particularmente
en el arma de infantería. Saltó tres o cuatro veces con gran facilidad;
mas, queriendo, como es lógico, sobreponerse a sus compañeros y dar
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