El maestrante - 02

Общее количество слов 4797
Общее количество уникальных слов составляет 1827
30.2 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
43.9 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
50.3 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
cerrado y ceceoso que puede oírse, era andaluz y de la provincia de
Málaga.
--No lo sé todo, amigo Valero--repuso con calma Saleta;--pero conozco
perfectamente la historia de mi país y las particularidades referentes a
mi familia.
--¿Y qué tiene que ver zu familia con ezo de lo zuevo, compañero?
--Porque mi familia desciende de uno de los caudillos más principales
que penetraron en la provincia de Pontevedra cuando la irrupción, según
consta de varios documentos que se conservan en el archivo de mi casa.
Los jugadores cambiaron una risueña mirada de inteligencia con Valero.
--¡Ajá!--exclamó éste entre alegre e irritado.--Ahora rezulta que el
amigo Zaleta ez un zuevo como una catedral.--¡Quién lo había de penzá,
tan rebajuelo y tan chiquitín!
--Sí, señor--prosiguió el otro, como si no hubiera oído, hablando con
lentitud y firmeza.--El caudillo que dio origen a nuestra familia se
llamaba Rechila. Era hombre al parecer feroz y sanguinario. Gran
conquistador; extendió sus dominios muchísimo, y hasta me parece que
llegó en sus correrías hasta Extremadura. Un día, siendo yo niño, se
encontró su corona enterrada entre los cimientos de la antigua capilla
de nuestra casa...
--¡Pero, hombre! ¡pero, hombre!--exclamó Valero mirándole fijamente con
una cómica indignación que hizo soltar la carcajada a los demás.
Saleta prosiguió imperturbable describiendo el hallazgo, la forma, el
peso, cada uno de los adornos; no se le olvidó un pormenor.
Y Valero mientras tanto no apartaba de él la mirada, sacudiendo la
cabeza con creciente irritación.
Todas las noches pasaba lo mismo. El descarado mentir de su colega
provocaba en el magistrado andaluz una indignación a veces fingida,
otras real, que siempre alegraba a la compañía. Era tan insólito que un
gallego se atreviese a bravear de exagerado y embustero delante de un
andaluz, que éste, herido en su amor propio y en los fueros de su país,
llegaba en ocasiones a enfadarse, dudando si Saleta era un tonto o por
tales tenía a los que le escuchaban. En realidad el magistrado de
Pontevedra mentía con tan poca gracia y al mismo tiempo con tal firmeza,
que era cosa de pensar si sería un pícaro redomado que se gozaba en
impacientar a sus amigos.
--¿Ha dicho uzté que eze antepazao zuyo ha llegao a
Eztremadura?--preguntó al fin Valero en tono decidido.
--Sí, señor.
--Pue me parece, compare, que eztá uzté equivocao, porque eze zeñó
Renchila...
--Rechila.
--Bueno, eze Rechila ha ido máz allá, ha corrío hazta la provincia de
Málaga; pero allí le zalío al encuentro una partía de vándalos de la
cual era jefe uno de miz azcendiente, que ze llamaba zi mal no
recuerdo... ezpere un poco... ze llamaba Matalaoza. Pue bien, ezte
Matalaoza, que era un tío mu bragao y mu soso, le derrotó completamente,
le hizo prizionero y le tuvo tirando de una noria hazta que ze murió.
Todavía ze conzervan en lo zótano de caza alguno peazo de la maquinita.
D. Pedro, Jaime Moro y el conde de Onís habían suspendido el juego y
reían sin rebozo alguno.
--No puede ser. Rechila no ha pasado de Mérida, que ha conquistado
después de un corto asedio--manifestó Saleta sin turbarse poco ni mucho.
--Dispenze uzté, amigo; en el archivo de mi caza hay documentoz que
acreditan que el zeñó Renchila ha entrao una mijita por la provincia e
Málaga, y que el zeñó Matalaoza, mi abuelo, por la línea de madre, ni pa
Dioz quizo deharle seguí ma adelante.
--Permítame usted, amigo Valero; me parece que está usted en un error.
Ese Rechila debe de ser otro. Entre los suevos ha habido varios
Rechilas...
--No zeñó, no... El Rechila que ha derrotao mi abuelo era el antepazao
de uzté... Eztoy zeguro... De la provincia de Pontevedra... Ze le
conocía enzeguidita por el acento.
Y afectaba gran seriedad al proferir estas frases. La alegría de los
jugadores era cada vez mayor. Saleta, acostumbrado a las burlas de su
colega, no se amoscaba ni perdía un punto de su irritante flema. La
desvergüenza de este hombre para mentir y sostener luego sus mentiras
era inaudita.
Cuando vio la inutilidad de seguir disputando, atendió nuevamente al
juego. Los demás hicieron lo mismo, aunque de vez en cuando se les
escapaba por la nariz el flujo de la risa.
Jaime Moro seguía ganando. Y se mostraba alegre y charlatán, comentando
cada una de las jugadas con prolijidad. Era un guapo joven de barba
negra recortada, facciones correctas, ojos rasgados sin expresión y tez
suave y sonrosada. Su padre, administrador diocesano que había sido en
aquella provincia, se murió el año anterior, dejándole una regular
hacienda, setenta u ochenta mil duros, según los bien enterados. Este
capital en Lancia le hacía un verdadero potentado. No hay para qué decir
que fue el blanco de todos los tiros de las niñas casaderas, su ideal,
su sueño dorado. Moro parecía poco inclinado al sexo femenino. Amaba
infinitamente más a Mercurio que a Venus. Su afición al juego, a toda
clase de juegos, era tan desmedida que bien podía decirse que su vida
entera estaba consagrada a ella, que había nacido para jugar. Vivía
solo, con ama de llaves, criado y cocinera. Levantábase de diez a once
de la mañana, y después de acicalarse se iba a la confitería de D.ª
Romana, donde hallaba sabrosa compañía que le enteraba de todos los
cuentos que corrían por la población. Así que echaba a un lado esta
tarea metíase en la trastienda oscura, grasienta, pringosa, con un olor
a hojaldre que derribaba, y sentándose a una mesa que correspondía en
un todo al decorado del recinto, se ponía a jugar la copa de Jerez y los
pasteles al dominó con su íntimo amigo D. Baltasar Reinoso, uno de los
muchos propietarios de cuatro o cinco mil pesetas de renta que residían
en Lancia. A las dos a comer. A las tres al Círculo Mercantil a comenzar
con tres de los indianos, que formaban el núcleo de aquella sociedad de
recreo, el clásico chapó, que se prolongaba ordinariamente hasta las
cinco. Y vamos corriendo a casa del muy ilustre señor deán de la
catedral basílica, donde nos espera este señor en compañía del
maestrescuela y del cura de San Rafael para ventilar el tresillo
cotidiano. Cuando el chapó se prolongaba algo más de lo acostumbrado,
solía venir un monaguillo al Círculo para avisarle de que sus compañeros
estaban reunidos. Y entonces Moro se apresuraba a dar los tres o cuatro
tacazos definitivos, y entre uno y otro se hacía poner el abrigo por el
mozo para no perder tiempo, y pagando o cobrando con mano nerviosa el
saldo de su cuenta, corría desalado con la lengua fuera hasta casa del
deán. El tresillo de éste duraba hasta las ocho. A casa a cenar. A las
nueve, escapado a la de D. Pedro Quiñones, a empalmarlo. Otras noches a
la de D. Juan Estrada-Rosa a lo mismo. A las doce al Casino, donde se
reunían unos cuantos trasnochadores y jugaban al monte o la lotería un
rato. Por último, a las dos o las tres de la madrugada Jaime Moro caía
en su lecho rendido de tan laboriosísima jornada, para comenzar al día
siguiente otra enteramente igual.
Ni se piense que era un joven codicioso. Nada de eso. Su liberalidad era
conocida y loada por toda la ciudad. No le arrastraba a jugar el ansia
del dinero, sino una decidida y desinteresada vocación que se había
sobrepuesto en él a todas las demás aficiones. Era el suyo un
temperamento excesivamente activo, sin inteligencia ni voluntad para
darle un fin serio y útil. En sus cortos momentos de ocio aparecía como
hombre sosegado, indiferente, linfático; pero así que tenía las cartas
en la mano, o el taco, o las fichas del dominó, adquiría su figura brío
inusitado, el rostro se le mudaba, las manos se estremecían como potros
refrenados, los ojos expresaban la energía recóndita de su alma.
Inspiraba generales simpatías en la población y las cercanías. No había
hombre más dulce, más inofensivo en su trato. Jamás se le oyó hablar mal
de nadie. Los que ven siempre la parte negra de las cosas de este mundo
y el lado flaco de los caracteres, que van siendo cada vez más, por
desgracia, sostenían que si no murmuraba era porque no sabía, que era
tan bueno porque no podía ser otra cosa. ¡Como si no hubiera necios
perversos! Un defecto tenía Moro, hijo de su misma afición. Se
consideraba insuperable en todos los juegos a que se dedicaba. No se le
podía negar gran maestría en ellos; pero de aquí a no tener rival hay
mucha distancia, y Moro la salvaba. De esto procedían los prolijos,
eternos comentarios con que sazonaba cada jugada, y que ya habían
llegado a ser proverbiales en Lancia. Daba un tacazo en el billar. Las
bolas no rodaban como se había propuesto. Se llevaba la mano a la cabeza
con desesperación.
--¡Un poquito menos de bola, y la mía hubiera entrado por los palos!...
Pero me veía obligado a tomar mucha bola, para que el mingo bajase;
porque si no baja el mingo, ¿sabe usted? él me hace villa y se mete en
casa... ¡Y a mí no me conviene eso!
Si los circunstantes asentían, aunque perdiese todas las mesas no le
importaba nada. Salvada su honra profesional, el dinero era lo de menos.
Vuelta a dar otro tacazo, y vuelta a comentarlo. No cesaba de hablar.
Pues otro tanto pasaba en el tresillo; pero, al revés de lo que suele
acaecer en este juego, se abstenía de reprender a sus compañeros y de
mostrarse enojado. Hablaba, sí, y mucho; pero siempre para aclarar o
glosar cualquier jugada, repitiendo infinitamente los conceptos en tono
elocuente y persuasivo, que hacía sonreír a los mirones. «Si no me
hubiera fallado el rey... Si hubiera tenido un triunfito más... No me
atreví a dar la bola porque me figuré que D. Pedro... ¿Por qué este tres
de copas no había de ser de oros?... Con dos estuches siempre ha tirado
una vuelta este cura.» Era un compañero ruidoso, pero muy fino y muy
desinteresado.
--Oiga uzté, ¿no va uzté a jugar?--le dijo Valero, metiendo la cabeza
por entre los jugadores y examinándole las cartas.
--¿Cree usted que se puede?--preguntó Moro vacilante.
--A mí me parece que zí.
--Hay poco de esto y demasiado de esto otro--repuso, señalando
discretamente con el dedo los naipes.
--Zin embargo, zin embargo... yo creo...
--Bueno, bueno, jugaremos--replicó Moro con su finura acostumbrada.
Aquel juego se perdió. Moro dirigió una mirada a sus compañeros y alzó
los hombros con resignación. En cuanto Valero se apartó un poco,
apresurose a decir por lo bajo:
--No quise contrariar a D. Enrique; pero aquel juego no se podía ganar.
Vindicada con estas palabras su fama, quedó tan alegre como si les
hubiera dado una bola.
El conde de Onís, que en un principio se había mostrado jaranero, fue
quedando poco a poco pensativo y amurriado. Jugaba sin atención alguna;
de tal modo que sus compañeros le llamaron al orden más de una vez.
--Pero, conde, ¿qué es lo que tiene usted hoy? Le veo muy
preocupado--dijo al fin D. Pedro.
--En efecto, ze noz ha puezto uzté mu triztón--corroboró Valero.
Viéndose interpelado de este modo brusco, se turbó como si temiera que
el casco de su cerebro fuese trasparente y leyesen dentro.
--No tiene nada de particular... Me siento bastante molesto de las
muelas--respondió, apelando a un inocentísimo recurso.
--Mala enfermedá e, compañero--dijo Valero.
Y todos le compadecieron y se informaron con interés de las
particularidades de la dolencia.
El conde se veía apurado y contestaba vagamente a las preguntas.
--Pues contra ese mal, señor conde--apuntó Saleta,--no hay mejor
medicina que el hierro. Verá usted... Yo he padecido muchísimo de las
muelas siendo estudiante. No me atrevía a sacar ninguna; pero la patrona
que tenía en Santiago me convenció de que, atando un bramante a la muela
y sujetándolo por el otro cabo al techo, poco a poco iba saliendo sin
dolor. Me senté en una silla, ¿sabe usted? y cuando ya la muela estaba
bien amarrada, la huéspeda tira de la silla y me deja colgando. ¡Claro,
no tenía más remedio que saltar!...
Valero comenzó a sacudir la cabeza de un modo desesperado. Los demás le
miran y sonríen. Saleta no lo advierte, o finge no advertirlo, y
continúa con la palabra firme y sosegada y el acento gallego que le
caracterizaban:
--Después perdí enteramente el miedo. En la Coruña me sacó un dentista
cinco seguidas. Siendo juez en Allariz, tuve un fuerte dolor, y como no
había dentista, el promotor me sacó tres con unas tenacillas de rizar el
pelo su señora. De resultas de eso me atacó una inflamación terrible en
la boca, ¿sabe usted? Fui a Madrid, y Ludovisi, el dentista de la reina,
me quemó las encías con un hierro candente y me sacó siete buenas...
--Van quince--murmuró Valero.
--Y me quedé perfectamente, hasta que hace cuatro años, en un
pueblecillo de la provincia de Burgos, estando de temporada en casa de
un amigo, me volvió el dolor, ¡qué dolor! No había ni médico, ni
cirujano, ni nada. Pero llegó casualmente por allí un charlatán que
sacaba las muelas montado a caballo. Me vi tan apurado, que no tuve más
remedio que apelar a él; me sacó dos con el rabo de una cuchara.
--¡Compañero, qué rozario!--exclamó Valero en el colmo de la
indignación.--¿Le quea a uzté todavía algún novenario en la boca?
Con la algazara que se armó despertose Manín, desperezose bárbaramente,
abrió una bocaza de media vara, dejando escapar un aullido formidable,
que impresionó al auditorio. Luego volvió el ciclópeo torso de medio
lado y se dispuso a empalmar el sueño.
--¿A tí no te habrán dolido nunca las muelas, eh, Manín?--preguntó el
maestrante, que no podía estar un cuarto de hora sin comunicarse con su
mayordomo.
--¡Quiá!--exclamó el gañán sin abrir los ojos siquiera.
--¡Es una roca!--manifestó el caballero con verdadero entusiasmo.
Pero Manín se incorporó un poco en la butaca y dijo restregándose los
ojos con los puños:
--Nunca tuve más que un dolor en la paletilla. Me dio cargando un carro
de hierba y me duró más de un mes. No probaba bocado. Parecía que tenía
allá dentro una gafura que me iba royendo el cuajo. Se me quebraban las
costillas, se me hundían los costados, me tiraba a las paredes, daba
corcovos y regañaba los dientes como un basilisco. Estaba tan amarillo
como la paja segada. Un día me dijo el señor cura:--Manín, tú careces
del pecho.--¡Yo carecer del pecho, señor cura! ¡No me conoce usted bien!
Apalpe aquí por su vida; más recia tengo la entraña de lo que usted
piensa.--Pues no hay más remedió, Manín, tienes que llamar al
mélico.--Que no, señor cura, que no quiero yerbatos ni cataplasmas.--Que
sí, Manín, si no lo llamas tú lo llamo yo.--En fin, después de mucho
gravitar, aunque yo tiraba siempre pa atrás, allá vino don Rafael, el
mélico de las minas. Me mandó quitar hasta la camisa y me tumbó de
espaldas sobre la masera. Enseguida comienza a darme unos golpecicos en
el pecho con los nudillos, como quien llama a la puerta. Pega aquí, pega
allá, y ascucha que ascucharás con la oreja arrimada a la carne. ¡Na! Yo
decía:--¡Gravita, gravita, probiquín! ¡Busca el puzcalabre! Más de media
hora llamando con los nudillos y ascuchando. Hasta que al fin se cansó
de no oír na que le emportase...--¡Ay, amigo del alma!--me dijo
santiguándose,--tienes un pecho ¡líquido! ¡líquido! que en mi vida he
visto otro igual...--Eso ya lo sabía yo, D. Rafael...
Al llegar aquí se detuvo repentinamente, y paseando una torva mirada por
el auditorio, masculló sin que le oyesen:
--¿De qué se reirán estos burros?
Y dejando caer de nuevo la cabeza poblada de greñas sobre la butaca,
cerró los ojos con soberano desprecio.
Los tertulios del maestrante volvieron su atención al juego, sin dejar
de reír. Pero el conde quedó muy pronto pensativo y distraído otra vez.
Al cabo, no pudiendo reprimir el desasosiego de sus nervios, levantose
de la silla.
--Vamos, D. Enrique, ocupe usted mi puesto. Este dolor me molesta mucho
y necesito moverme.


II
El hallazgo.

Cuando el conde puso de nuevo el pie en la sala, justamente se disponían
los pollos a bailar un rigodón. Una de las chicas del _Jubilado_ estaba
ya delante del piano. D. Cristóbal Mateo, a quien apodaban de este modo
en el pueblo, era un antiguo empleado que había servido muchos años en
Filipinas, y que estaba jubilado hacía ya algunos, con treinta mil
reales. Tenía porte militar, una figura realmente marcial con sus
bigotazos blancos, ojos saltones, cejas espesas y velludas manos. Sin
embargo, en todos los dominios españoles no existía hombre más civil.
Había hecho su carrera en las oficinas de Hacienda, y toda la vida había
profesado ideas contrarias al predominio de la milicia. Sostuvo siempre
que las sanguijuelas del Estado no eran ellos, los empleados, sino el
ejército y la marina. Para demostrarlo aducía datos, exhibía notas
sacadas del presupuesto, se perdía en divagaciones burocráticas. Decía
que el presupuesto de guerra «era la sangría suelta por donde se
escapaban las fuerzas vivas de la nación,» frasecilla que había leído en
el _Boletín de Contribuciones Indirectas_, y que había hecho suya con
extremada fruición. Llamaba vagos a los soldados y profesaba rencor
inextinguible a los galones y charreteras. Cuando el ayuntamiento de
Lancia trató de pedir al Gobierno que enviase un regimiento para
guarnecer la ciudad, se opuso, como concejal, tenaz y enérgicamente a
ello. ¿A qué traer una caterva de zánganos? En cambio de los beneficios
que la estancia del regimiento podría reportar, ¡eran tantos los daños!
El mercado se encarecería: los jefes y oficiales gustaban de tratarse
bien y llevarse a casa los alimentos más caros (¡para el trabajo que les
costaba ganarlo!). Luego eran todos jugadores y su mal ejemplo
contagiaría a los jóvenes de la población, que fuera de la época de
ferias, se abstenían de los juegos prohibidos. Como estaban siempre
ociosos (D. Cristóbal creía firmemente que un militar no tiene
absolutamente nada que hacer), por fuerza habían de pensar en picardías
y ruindades. En resumen, que el regimiento sería causa de perturbación
en el pueblo y un elemento corruptor. Prevaleció su deseo, aunque no por
serlo de él, sino porque al ministro de la Guerra no le plugó mandar
soldados a Lancia, considerando quizá la condición mansa de sus
habitantes.
Con los treinta mil reales de pensión viviría desahogadamente en un
pueblo barato como aquél, si no fuese porque sus hijas estaban dotadas
de cierta fantasía poética que las impulsaba a preferir los sombreros de
Madrid a los que hacía Rita, la sombrerera de la calle de San Joaquín, y
los guantes de ocho botones a los de cuatro. Tal privilegiado
temperamento era causa de frecuentes crisis en el hogar del Jubilado,
con su cortejo de lágrimas, violentos portazos, repentina desgana de
comer, etc. En estos terribles conflictos, hay que confesar que D.
Cristóbal no siempre se mantenía a la altura de energía y coraje que
denotaban sus bigotes y sus cejas enmarañadas. Verdad que siempre
quedaba solo en la pelea. Ni por casualidad se dio el caso de que alguna
de sus hijas le apoyase. Tratándose de asuntos ajenos a la dirección
rentística de la casa, muchas veces se partían las opiniones; algunas
hijas se ponían de parte de papá contra sus hermanas. Mas en cuanto
asomaba el problema económico, constantemente se veía al Jubilado de un
lado y a las cuatro hijas de otro. D. Cristóbal, como caudillo
experimentado, apelaba en estas refriegas a mil ardides para derrotar a
sus contrarios, o para capitular en buenas condiciones. Un día amanecían
las chicas inspiradas, y pedían botinas de tafilete semejantes a las que
habían visto a tal o cual muchacha de la ciudad, generalmente a Fernanda
Estrada-Rosa. D. Cristóbal se replegaba inmediatamente en sí mismo. Se
replegaba y meditaba. Por la noche, a la hora de cenar, deslizaba en la
conversación la noticia de que había estado en _La Innovadora_
(zapatería de lujo). Le habían dicho que las botas de tafilete daban muy
mal resultado en Lancia, a causa de la humedad. Por otra parte, D.
Nicanor (médico de la ciudad), que por casualidad estaba allí, había
manifestado que el tafilete era funesto en climas tan fríos y lluviosos,
y que por los pies se pillaban muchísimas veces los catarros que más
tarde degeneraban en tisis galopantes, etc. Antes, mucho antes de que
Mateo terminase su diatriba contra el tafilete, se la destripaban sus
cuatro pimpollos con risas irónicas y pesadísimas palabras que dejaban
confundido y triste al pobre viejo. En otras ocasiones, la imaginación
acalorada de las niñas exigía que vinieran de Madrid unos abrigos muy
lindos, de los cuales les había dado noticia Amalia: D. Cristóbal
resistía algún tiempo los asaltos, pero viéndose muy apretado,
capitulaba al fin. Su mente, fecunda en trazas, como la de Ulises, le
sugería una magnífica para ahorrarse la mitad del dinero por lo menos.
Se fue a Amalia y le rogó que le diese su abrigo por dos o tres días, a
fin de que una de las modistas del pueblo le hiciese otros cuatro
iguales. Exigiole, por supuesto, absoluto secreto, y la señora de
Quiñones supo guardarlo. Pero ¡ay! no lo guardaron los fementidos
abrigos, que al llegar muy empaquetaditos de la silla de posta, y al
ofrecerse a las miradas ansiosas y zahoríes de sus cuatro dueños, lo
pregonaron muy alto, por lo pobre de la ornamentación y lo chapucero del
cosido.
--Estos abrigos no están hechos en Madrid--dijo resueltamente Micaela,
que era la más nerviosa de las cuatro.
--¡Hija, no desbarres, por Dios! Pues ¿dónde habían de estar?--exclama
D. Cristóbal con afectada sorpresa, sintiendo cierto calorcillo en las
mejillas.
--No sé; pero desde luego se puede asegurar que no los han hecho en
Madrid.
Y las cuatro ninfas comienzan a dar vueltas entre sus ebúrneos dedos a
los abrigos, los estudian, los analizan con atento cuidado que pone en
suspensión y espanto a su progenitor. Se dirigen miradas significativas,
sonríen con desprecio, se hablan al oído. Mientras tanto, los feroces
bigotes del jubilado de Ultramar se erizan, se estremecen con leve
temblor que se comunica a sus labios y de ahí al resto del organismo.
Por fin, aquellas elegantes criaturas sueltan las prendas con descuido
escarnecedor sobre las sillas de la sala y corren a encerrarse en el
gabinete de Jovita. Cerca de media hora estuvieron deliberando
secretamente. D. Cristóbal aguardaba inquieto y ojeroso, paseando con
agitación por el corredor como un procesado que espera el veredicto del
jurado.
Ábrese finalmente la puerta, y el criminal escruta con ansia el
semblante de los jueces. Éstos guardan actitud reservada, y por sus
labios descoloridos vaga una sonrisa enigmática. Dos de ellas se ponen
inmediatamente la mantilla y los guantes y se lanzan a la calle. Al cabo
de un rato tornan al hogar trémulas, con la faz descompuesta y los ojos
centellantes. La pluma se resiste a narrar la cruel escena que se
produjo en la dulce morada del Jubilado. ¡Cuánto grito rabioso! ¡cuánto
sarcasmo! ¡cuánta carcajada histérica! ¡qué manoteo! ¡qué crujir de
sillas! ¡qué exclamaciones tan lamentables! Y enmedio de aquel
espantoso desorden, de aquel fragor, capaz de infundir pavura en el
corazón más sereno, los cuatro abrigos, causa de tal carnicería,
desgarrados, convertidos en miserables jirones, arrastrándose con
ignominia por el suelo en pago de su delito.
Fuera de estos sacudimientos periódicos con que la sabia naturaleza
vigorizaba los nervios un poco enervados ya del Jubilado, la existencia
de éste se deslizaba pacífica y suave. Ni le faltaban tampoco muchos y
esmerados cuidados. Sus hijas se ocupaban a porfía en ponerle todo lo
necesario a punto y en su sitio: la ropa acepillada; las camisas y los
calzoncillos oliendo a frescura; las corbatas, hechas de vestidos
viejos, tan flamantes como si saliesen de la guantería; las zapatillas
en cuanto entraba en casa; el agua para lavarse los pies, los sábados;
el cigarro al acostarse; el vaso de agua con limón a la madrugada, etc.,
etc. Todo marchaba con la regularidad dulce y mecánica que tanto placer
causa a los viejos. Verdad que entre cuatro bien podían hacerlo sin
molestarse mucho, sobre todo teniendo presente que las niñas no siempre
estaban inspiradas. Sólo a la vista de un sombrero caprichoso, o al
recibir la noticia de la llegada de una compañía dramática, o al
anunciarse que el Casino daría una reunión de confianza, ardía súbito en
sus corazones el fuego sagrado de la inspiración, despertábanse sus
poderosas facultades poéticas, y en arrebatado vuelo salían de casa y se
lanzaban a la de la modista, a la guantería, a la perfumería, dejando en
todos los parajes señales de su agitación y alguna parte del peculio
profecticio. No aliándose bien los arrebatos de la fantasía con la prosa
de los pormenores de la existencia, éstos sufrían alguna alteración. D.
Cristóbal en aquellos periodos de crisis echaba menos, con pesadumbre,
algunos retoques. Mas al poco tiempo sosegaban los espasmos de las
pitonisas y las cosas volvían a su ser y la vida seguía el mismo curso
ordenado y tranquilo. El nombre de aquéllas, por orden de edades, era el
siguiente: Jovita, Micaela, Socorro y Emilita. Eran las cuatro, en
apariencia, seres insignificantes, ni hermosas ni feas, ni graciosas ni
desgraciadas, ni muy jóvenes ni viejas, ni tristes ni risueñas. Nada
había en ellas que fijase la atención. No obstante, en el seno del hogar
el carácter de cada cual se pronunciaba y adquiría relieve. Jovita era
sentimental y reservada; Micaela tenía el genio violento; Socorro era la
más pava, y Emilita la más pizpireta.
Las dos intensas preocupaciones que llenaban la vida espiritual de D.
Cristóbal Mateo eran la reducción del contingente del ejército y el
casar a sus cuatro hijas, o por lo menos a dos. Lo primero llevaba buen
camino: de algún tiempo atrás venían los políticos más conspicuos
inclinándose a esa opinión. En cuanto a lo segundo, nos duele confesar
que no tenía verosimilitud de ninguna clase. Ni por sacrificar otras
comodidades a los trapos, ni por exhibirse sin medida al balcón y en los
paseos, ni por asistir a los saraos de Quiñones con una constancia digna
de ser premiada, pudieron lograr hasta la hora presente los dones
preciados de Himeneo. Cuando algún imprudente tocaba este asunto en
visita, todas ellas decían que mientras viviese su padre les costaría
mucha pena el casarse; que les parecía cruel abandonar a un pobre
anciano que tanto las quería y tanto se sacrificaba por ellas, etc...
Aquí venía un elogio caluroso de las dotes espirituales de D. Cristóbal.
Pero éste se encargaba inocentemente de desmentirlas, mostrando tales
ganas de verse abandonado, un deseo tan vivo de experimentar aquella
crueldad, que ya era proverbial en Lancia. Como si no bastasen ellas
solas a ponerse en ridículo, el pobre Mateo las ayudaba eficazmente,
metiéndoselas por los ojos a todos los jóvenes casaderos de la ciudad.
Las ponderaciones que el buen padre hacía del carácter, de la habilidad,
de la economía y buen gobierno de sus hijas no tenían fin. Así que
llegaba un forastero a Lancia, D. Cristóbal no sosegaba hasta trabar
conocimiento con él, y acto continuo le invitaba a tomar café en su casa
y le llevaba al teatro a su palco y a merendar al campo y le acompañaba
a ver las reliquias de la catedral y la torre y el gabinete de historia
natural; todas las curiosidades, en fin, que encerraba la población. El
público asistía sonriente, con mirada socarrona a aquel ojeo, que ya se
había repetido porción de veces sin resultado. La única que logró tener
novio durante tres o cuatro años fue Jovita. Por eso fue también la que
se despeñó de más alto. El galán era un estudiante forastero que la
festejó mientras seguía los últimos cursos de la carrera. Terminada
ésta, partió a su pueblo y, olvidándose de sus promesas de matrimonio,
lo contrajo con una paleta rica. Las demás no habían alcanzado este
grado excelso de la jerarquía amorosa. Inclinaciones vagas, devaneos de
quince días, algún oseo por la calle; nada entre dos platos. Poco a poco
se iba apoderando de ellas el frío desengaño. Aunque no hubiesen perdido
la esperanza, estaban fatigadas. Aquel pensamiento fijo, único, que las
embargaba hacía ya tanto tiempo, iba convirtiéndose en un clavo doloroso
Вы прочитали 1 текст из Испанский литературы.
Следующий - El maestrante - 03
  • Части
  • El maestrante - 01
    Общее количество слов 4741
    Общее количество уникальных слов составляет 1790
    32.4 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    45.0 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    51.9 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 02
    Общее количество слов 4797
    Общее количество уникальных слов составляет 1827
    30.2 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    43.9 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    50.3 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 03
    Общее количество слов 4728
    Общее количество уникальных слов составляет 1762
    33.7 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    45.3 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    52.1 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 04
    Общее количество слов 4686
    Общее количество уникальных слов составляет 1680
    34.8 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    47.9 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    54.2 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 05
    Общее количество слов 4819
    Общее количество уникальных слов составляет 1811
    33.3 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    46.4 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    52.7 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 06
    Общее количество слов 4763
    Общее количество уникальных слов составляет 1687
    35.2 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    48.8 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    55.8 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 07
    Общее количество слов 4780
    Общее количество уникальных слов составляет 1779
    35.2 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    48.8 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    54.3 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 08
    Общее количество слов 4743
    Общее количество уникальных слов составляет 1748
    33.8 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    47.0 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    53.2 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 09
    Общее количество слов 4682
    Общее количество уникальных слов составляет 1651
    33.8 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    46.3 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    53.5 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 10
    Общее количество слов 4799
    Общее количество уникальных слов составляет 1792
    32.3 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    45.3 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    52.8 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 11
    Общее количество слов 4830
    Общее количество уникальных слов составляет 1773
    33.7 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    46.1 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    54.1 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 12
    Общее количество слов 4729
    Общее количество уникальных слов составляет 1750
    34.3 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    47.0 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    53.2 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 13
    Общее количество слов 4685
    Общее количество уникальных слов составляет 1832
    31.7 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    45.8 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    52.8 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 14
    Общее количество слов 4670
    Общее количество уникальных слов составляет 1675
    34.6 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    46.7 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    54.4 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 15
    Общее количество слов 4809
    Общее количество уникальных слов составляет 1694
    35.3 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    48.8 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    54.8 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 16
    Общее количество слов 4680
    Общее количество уникальных слов составляет 1710
    33.0 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    45.4 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    51.5 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 17
    Общее количество слов 4734
    Общее количество уникальных слов составляет 1691
    35.9 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    48.2 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    54.5 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 18
    Общее количество слов 4835
    Общее количество уникальных слов составляет 1736
    34.4 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    46.9 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    52.7 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов
  • El maestrante - 19
    Общее количество слов 3512
    Общее количество уникальных слов составляет 1309
    38.3 слов входит в 2000 наиболее распространенных слов
    49.8 слов входит в 5000 наиболее распространенных слов
    55.5 слов входит в 8000 наиболее распространенных слов
    Каждый столб представляет процент слов на 1000 наиболее распространенных слов