El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 29

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Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.
_seducción_, claro es que las sociedades más adelantadas, es decir,
aquellas donde la inteligencia ha llegado á gran desarrollo, deben
participar más ó menos de esta suavidad. En ellas la inteligencia
domina porque es fuerte, así como la fuerza material desaparece porque
el cuerpo se enerva. Además: en sociedades muy adelantadas, que por
precisión acarrean mayor número de relaciones y mayor complicación en
los intereses, son necesarios aquellos medios que obran de un modo
universal y duradero, siendo, además, aplicables á todos los pormenores
de la vida. Estos medios son sin disputa los intelectuales y morales:
la inteligencia obra sin destruir, la fuerza se estrella contra el
obstáculo: ó le remueve ó se hace pedazos ella misma; y he aquí un
eterno manantial de perturbación que no puede existir en una sociedad
de relaciones numerosas y complicadas, so pena de convertirse ésta en
un caos, y perecer.
En la infancia de las sociedades encontramos siempre un lastimoso abuso
de la fuerza. Nada más natural: las pasiones se alían con ella porque
se le asemejan: son enérgicas como la violencia, rudas como el choque.
Cuando las sociedades han llegado á mucho desarrollo, las pasiones se
divorcian de la fuerza y se enlazan con la inteligencia; dejan de ser
violentas y se hacen astutas. En el primer caso, si son los pueblos
los que luchan, se hacen la guerra, se combaten y se destruyen; en
el segundo, pelean con las armas de la industria, del comercio, del
contrabando: si son los gobiernos, se atacan, en el primer caso con
ejércitos, con invasiones; en el segundo con notas: en una época los
guerreros lo son todo; en la otra no son nada: su papel no puede ser de
mucha importancia, cuando en vez de pelear se negocia.
Echando una ojeada sobre la civilización antigua, se nota desde luego
una diferencia singular entre nuestra suavidad de costumbres y la
suya; ni griegos ni romanos alcanzaron jamás esta preciosa calidad en
el grado que distingue la civilización europea. Aquellos pueblos más
bien se enervaron, que no se suavizaron; sus costumbres pueden llamarse
muelles, pero no suaves: porque hacían uso de la fuerza siempre que
este uso no demandaba energía en el ánimo ni vigor en el cuerpo.
Es sobremanera digna de notarse esa particularidad de la civilización
antigua, sobre todo de la romana; y este fenómeno, que á primera vista
parece muy extraño, no deja de tener causas profundas. Á más de la
principal, que es la falta de un elemento suavizador, cual es el que
han tenido los pueblos modernos, _la caridad cristiana_, descendiendo á
algunos pormenores encontraremos las razones de que no pudiese llegar á
establecerse entre los antiguos la verdadera suavidad de costumbres.
La esclavitud, que era uno de los elementos constitutivos de su
organización doméstica y social, era un eterno obstáculo para
introducirse en aquellos pueblos esa preciosa calidad. El hombre
puede arrojar á otro hombre á las murenas, castigando así con la
muerte el haber quebrado un vaso; el que puede por un mero capricho
quitar la vida á uno de sus semejantes en medio de la algazara de un
festín; quien puede acostarse en un blando lecho con los halagos de la
voluptuosidad y el esplendor de la más suntuosa magnificencia, sabiendo
que centenares de hombres están encerrados y amontonados en obscuros
subterráneos por su interés y por sus placeres; quien puede escuchar
el gemido de tantos desgraciados que demandan un bocado de pan para
atravesar una noche cruel que enlazará las fatigas y los sudores del
día siguiente con los sudores y fatigas del día que pasó, ese tal podrá
tener costumbres muelles, pero no suaves; su corazón podrá ser cobarde,
pero no dejará de ser cruel. Y tal era cabalmente la situación del
hombre libre en la sociedad antigua: esta organización era considerada
como indispensable; otro orden de cosas no se concebía siquiera como
posible.
¿Quién removió este obstáculo? ¿No fué la Iglesia católica aboliendo la
esclavitud, después de haber suavizado el trato cruel que se daba á los
esclavos? Véanse los capítulos XV, XVI, XVII, XVIII y XIX de esta obra
con las notas que á ellos se refieren, donde se halla demostrada esta
verdad con razones y documentos incontestables.
El derecho de vida y muerte, concedido por las leyes á la potestad
patria, introducía también en la familia un elemento de dureza, que
debía de producir resultados muy dañosos. Afortunadamente, el corazón
del padre estaba en lucha continua con la facultad otorgada por la
ley; pero, si esto no pudo impedir algunos hechos, cuya lectura nos
estremece, ¿no hemos de pensar también que en el curso ordinario de
la vida pasarían de continuo escenas crueles que recordarían á los
miembros de la familia ese derecho atroz de que estaba investido
su jefe? Quien sabe que puede matar impunemente, ¿no se dejará
llevar repetidas veces al ejercicio de un despotismo cruel, y á la
aplicación de castigos inhumanos? Esa tiránica extensión de la potestad
patria á derechos que no concedió la naturaleza, fué desapareciendo
sucesivamente por la fuerza de las costumbres y de las leyes,
secundadas también en buena parte por la influencia del Cristianismo.
(V. cap. XIV.) Á esta causa puede agregarse otra, que tiene con ella
mucha analogía: el despotismo que el varón ejercía sobre la mujer, y
la escasa consideración que ésta disfrutaba.
Los juegos públicos eran también entre los romanos otro elemento de
dureza y crueldad. ¿Qué puede esperarse de un pueblo cuya principal
diversión es asistir fríamente á un espectáculo de homicidios, que se
complace en mirar cómo perecen en la arena á centenares los hombres, ó
luchando entre sí, ó en las garras de las bestias?
Siendo español, no puedo menos de intercalar un párrafo para decir dos
palabras en contestación á una dificultad, que no dejará de ocurrírsele
al lector cuando vea lo que acabo de escribir sobre los combates
de hombres con fieras. ¿Y los toros en España? se me preguntará
naturalmente; ¿no es un país cristiano católico donde se ha conservado
la costumbre de lidiar los hombres con las fieras? Apremiadora
parece la objeción, pero no lo es tanto, que no deje una salida
satisfactoria. Y ante todo, y para prevenir toda mala inteligencia,
declaro que esa diversión popular es, á mi juicio, bárbara, digna,
si posible fuese, de ser extirpada completamente. Pero, toda vez
que acabo de consignar esta declaración tan explícita y terminante,
permítaseme hacer algunas observaciones para dejar en buen puesto
el nombre de mi patria. En primer lugar, debe notarse que hay en el
corazón del hombre cierto gusto secreto por los azares y peligros. Si
una aventura ha de ser interesante, el héroe ha de verse rodeado de
riesgos graves y multiplicados; si una historia ha de excitar vivamente
nuestra curiosidad, no puede ser una cadena no interrumpida de
sucesos regulares y felices. Pedimos encontrarnos á menudo con hechos
extraordinarios y sorprendentes; y, por más que nos cueste decirlo,
nuestro corazón, al mismo tiempo que abriga la compasión más tierna por
el infortunio, parece que se fastidia si tarda largo tiempo en hallar
escenas de dolor, cuadros salpicados de sangre. De aquí el gusto por la
tragedia, de aquí la afición á aquellos espectáculos donde los actores
corran, ó en la apariencia ó en la realidad, algún grave peligro.
No explicaré yo el origen de este fenómeno; bástame consignarlo aquí,
para hacer notar á los extranjeros que nos acusan de bárbaros, que la
afición del pueblo español á la diversión de los toros no es más que la
aplicación á un caso particular de un gusto cuyo germen se encuentra
en el corazón del hombre. Los que tanta humanidad afectan cuando se
trata de la costumbre del pueblo español, deberían decirnos también:
¿de dónde nace que se vea acudir un concurso inmenso á todo espectáculo
que por una ú otra causa sea peligroso á los actores; de dónde nace
que todos asistirían con gusto á una batalla por más sangrienta que
fuese, si era dable asistir sin peligro; de dónde nace que en todas
partes acude un numeroso gentío á presenciar la agonía y las últimas
convulsiones del criminal en el patíbulo; de dónde nace, finalmente,
que los extranjeros cuando se hallan en Madrid se hacen cómplices
también de la barbarie española asistiendo á la plaza de toros?
Digo todo esto, no para excusar en lo más mínimo una costumbre que me
parece indigna de un pueblo civilizado, sino para hacer sentir que en
esto, como casi en todo lo que tiene relación con el pueblo español,
hay exageraciones que es necesario reducir á límites razonables. Á más
de esto, hay que añadir una reflexión importante, que es una excusa muy
poderosa de esa reprensible diversión.
No se debe fijar la atención en la diversión misma, sino en los males
que acarrea. Ahora bien: ¿cuántos son los hombres que mueren en España
lidiando con los toros? Un número escasísimo, insignificante, en
proporción á las innumerables veces que se repiten las funciones; de
manera que, si se formara un estado comparativo entre las desgracias
ocurridas en esta diversión y las que acaecen en otras clases de
juegos, como las corridas de caballos y otras semejantes, quizás el
resultado manifestaría que la costumbre de los toros, bárbara como
es en sí misma, no lo es tanto, sin embargo, que merezca atraer
esa abundancia de afectados anatemas con que han tenido á bien
favorecernos los extranjeros.
Y, volviendo al objeto principal, ¿cómo puede compararse una diversión
donde pasan quizás muchos años sin perecer un solo hombre, con aquellos
juegos horribles donde la muerte era una condición necesaria al placer
de los espectadores? Después del triunfo de Trajano sobre los dacios,
duraron los juegos ciento veintitrés días, pereciendo en ellos el
espantoso número de diez mil gladiadores. Tales eran los juegos que
formaban la diversión, no sólo del populacho romano, sino también de
las clases elevadas; en esa repugnante carnicería se gozaba aquel
pueblo corrompido, que hermanaba con la voluptuosidad más refinada, la
crueldad más atroz. Y he aquí la prueba convincente de lo dicho más
arriba, á saber: que las costumbres pueden ser muelles sin ser suaves;
antes se aviene muy bien la brutalidad de una molicie desenfrenada con
el instinto feroz del derramamiento de sangre.
En los pueblos modernos, por corrompidas que sean las costumbres, no
es posible que se toleren jamás espectáculos semejantes. El principio
de la caridad ha extendido demasiado sus dominios, para que puedan
repetirse tamaños excesos. Verdad es que no recaba de los hombres que
se hagan recíprocamente todo el bien que deberían; pero al menos impide
que se hagan tan fríamente el mal, que puedan asistir tranquilos á la
muerte de sus semejantes, cuando no les impele á ello otro motivo que
el placer causado por una sensación pasajera. Ya desde la aparición
del Cristianismo comenzaron á echarse las semillas de esta aversión á
presenciar el homicidio. Sabida es la repugnancia de los cristianos
á los espectáculos de los gentiles, repugnancia que prescribían y
avivaban las santas amonestaciones de los primeros pastores de la
Iglesia. Era cosa reconocida que la caridad cristiana era incompatible
con la asistencia á unos juegos donde se presenciaba el homicidio bajo
las formas más crueles y refinadas. «Nosotros, decía bellamente uno de
los apologistas de los primeros siglos, hacemos poca diferencia entre
matar á un hombre ó ver que se le mata.»[6]


CAPITULO XXXII

La sociedad moderna debía, al parecer, distinguirse por la dureza
y crueldad de sus costumbres, pues que, siendo un resultado de la
sociedad de los romanos, y de la de los bárbaros, debió heredar de
ambas esa dureza y crueldad. En efecto, ¿quién ignora la ferocidad de
costumbres de los bárbaros del Norte? Los historiadores de aquella
época nos han dejado narraciones horrorosas cuya lectura nos hace
estremecer. Llegóse á pensar que estaba cercano el fin del mundo, y á
la verdad que los que hacían semejante presagio eran bien excusables
de creer que estaba muy próxima la mayor de las catástrofes, cuando
eran tantas las que abrumaban á la triste humanidad. La imaginación no
alcanza á figurarse lo que hubiera sido del mundo en aquella crisis, si
el Cristianismo no hubiese existido; y, aun suponiendo que se hubiese
llegado á organizar de nuevo la sociedad bajo una ú otra forma, no
hay duda en que las relaciones, así privadas como públicas, habrían
quedado en un estado deplorable, tomando, además, la legislación un
sesgo injusto é inhumano. Por esta razón fué un beneficio inestimable
la influencia de la Iglesia en la legislación civil; y la misma
prepotencia temporal del clero fué una de las primeras salvaguardias de
los más altos intereses de la sociedad.
Mucho se ha dicho contra este poder temporal del clero, y contra este
influjo de la Iglesia en los negocios temporales; pero ante todo
era menester hacerse cargo de que ese poder y ese influjo fueron
traídos por la misma naturaleza de las cosas; es decir, que fueron
_naturales_, y, por consiguiente, el hablar contra ellos es un estéril
desahogo contra la fuerza de acontecimientos cuya realización no era
dado al hombre impedir. Eran, además, _legítimos_: porque, cuando la
sociedad se hunde, es muy legítimo que la salve quien pueda, y en la
época á que nos referimos, sólo podía salvarla la Iglesia. Ésta, como
que no es un ser abstracto, sino una sociedad real y sensible, debía
obrar sobre la civil por medios también reales y sensibles. Supuesto
que se trataba los intereses materiales de la sociedad, los ministros
de la Iglesia debían tomar parte, de una ú otra suerte, en la dirección
de estos negocios. Estas reflexiones son tan obvias y sencillas, que
para convencerse de su verdad y exactitud basta el simple buen sentido.
En la actualidad están generalmente acordes sobre este punto cuantos
entienden algo en historia; y, si no supiésemos cuánto trabajo suele
costar al entendimiento del hombre el entrar en el verdadero camino, y,
sobre todo, cuánta mala fe se ha mezclado en esa clase de cuestiones,
difícil fuera explicar cómo se ha tardado tanto en ponerse todo el
mundo de acuerdo sobre una cosa que salta á los ojos, con la simple
lectura de la historia. Pero volvamos al intento.
Esa informe mezcla de la crueldad de un pueblo culto, pero corrompido,
con la ferocidad atroz de un pueblo bárbaro, orgulloso, además, de sus
triunfos, y abrevado de sangre vertida en tantas guerras continuadas
por tan largo tiempo, dejó en la sociedad europea un germen de dureza y
crueldad, que se hizo sentir por largos siglos y cuyo rastro ha llegado
hasta épocas recientes. El precepto de la caridad cristiana estaba
en las cabezas, pero la crueldad de los romanos, combinada con la
ferocidad de los bárbaros, dominaba todavía el corazón; las ideas eran
puras, benéficas, como emanadas de una religión de amor; pero hallaban
una resistencia terrible en los hábitos, en las costumbres, en las
instituciones, en las leyes; porque todo llevaba el sello más ó menos
desfigurado de los dos principios que se acaban de señalar.
Reparando en la lucha continua, tenaz, que se traba entre la Iglesia
católica y los elementos que le resisten, se conoce con toda evidencia
que las ideas cristianas no hubieran alcanzado á dominar la legislación
y las costumbres, si el Cristianismo no hubiese sido más que una idea
religiosa abandonada al capricho del individuo, tal como la conciben
los protestantes; si no se hubiese realizado en una institución
robusta, en una sociedad fuertemente constituída, cual es la Iglesia
católica. Para que se forme concepto de los esfuerzos hechos por la
Iglesia, indicaré algunas de las disposiciones tomadas con el objeto de
suavizar las costumbres.
Las enemistades particulares tenían á la sazón un carácter violento; el
derecho se decidía por el hecho, y el mundo estaba amenazado de no ser
otra cosa que el patrimonio del más fuerte. El poder público, que, ó no
existía, ó andaba como confundido en el torbellino de las violencias y
desastres que su mano endeble no alcanzaba á evitar ni á reprimir, era
impotente para dar á las costumbres una dirección pacífica, haciendo
que los hombres se sujetasen á la razón y á la justicia. Así vemos que
la Iglesia, á más de la enseñanza y de las amonestaciones generales,
inseparables de su augusto ministerio, adoptaba en aquella época
ciertas medidas para oponerse al torrente devastador de la violencia,
que todo lo asolaba y destruía.
El concilio de Arles, celebrado á mediados del siglo V, por los años de
443 á 452, dispone en su canon 50 que no se debe permitir la asistencia
á la iglesia á los que tienen enemistades públicas, hasta que se hayan
reconciliado con sus enemigos.
El concilio de Angers, celebrado en el año 453, prohibe en su canon 3.º
las violencias y mutilaciones.
El concilio de Agde, en Languedoc, celebrado en el año 506, ordena en
su canon 31 que los enemigos que no quieran reconciliarse, sean desde
luego amonestados por los sacerdotes, y, si no siguieren los consejos
de éstos, sean excomulgados.
En aquella época tenían los galos la costumbre de andar siempre
armados, y con sus armas entraban en la iglesia. Alcánzase fácilmente
que una costumbre semejante debía de traer graves inconvenientes,
haciendo no pocas veces de la casa de oración arena de venganzas y de
sangre. Á mediados del siglo VII vemos que el concilio de Châlons,
en su canon 17, señala la pena de excomunión contra todos los legos
que promuevan tumultos ó saquen la espada para herir á alguno en las
iglesias ó en sus recintos. Esto nos indica la prudencia y la previsión
con que había sido dictado el canon 29 del tercer concilio de Orleans,
celebrado en el año 538, donde se manda que nadie asista con armas á
misa ni á vísperas.
Es curioso observar la uniformidad de plan y la identidad de miras con
que marchaba la Iglesia. En países muy distantes, y en época en que no
podía ser frecuente la comunicación, hallamos disposiciones análogas
á las que se acaban de apuntar. El concilio de Lérida, celebrado en
el año 546, ordena en el canon 7.º que el que haga juramento de no
reconciliarse con su enemigo, sea privado de la comunión del cuerpo y
sangre de Jesucristo hasta haber hecho penitencia de su juramento, y
haberse reconciliado.
Pasaban los siglos, continuaban las violencias, y el precepto de
caridad fraternal que nos obliga al amor de nuestros propios enemigos,
encontraba abierta resistencia en el carácter duro y en las pasiones
feroces de los descendientes de los bárbaros; pero la Iglesia no
se cansaba de insistir en la predicación del precepto divino,
inculcándolo á cada paso y procurando hacerlo eficaz por medio de penas
espirituales. Habían transcurrido más de 400 años desde la celebración
del concilio de Arles, en que hemos visto privados de asistir á la
iglesia á los que tenían enemistades públicas, y encontramos que el
concilio de Worsmes, celebrado en el año 868, prescribe en su canon 41
que se excomulgue á los enemistados que no quieran reconciliarse.
Basta tener noticia del desorden de aquellos siglos para figurarse si
durante ese largo espacio se habían podido remediar las enemistades
encarnizadas y violentas; parece que debiera de haberse cansado la
Iglesia de inculcar un precepto que tan desatendido estaba, á causa
de funestas circunstancias; sin embargo, ella habla hoy como había
hablado ayer, como siglos antes, no desconfiando nunca de que sus
palabras producirían algún bien en la actualidad y serían fecundas en
el porvenir.
Éste es su sistema; no parece sino que oye de continuo aquellas
palabras _clama y no ceses, levanta tu voz como una trompeta_. Así
alcanza el triunfo sobre todas las resistencias; así, cuando no puede
ejercer predominio sobre la voluntad de un pueblo, hace resonar de
continuo su voz en las sombras del santuario; allí reune _siete mil
que no doblaron la rodilla ante Baal_, y al paso que los afirma en
la fe y en las buenas obras, protesta en nombre de Dios contra los
que _resisten al Espíritu Santo_. Tal vez durante la disipación y
las orgías de una ciudad populosa, penetramos en un sagrado recinto
donde reinan la gravedad y la meditación en medio del silencio y
de las sombras. Un ministro del santuario, rodeado de un número
escogido de fieles, hace resonar de vez en cuando algunas palabras
austeras y solemnes: he aquí la personificación de la Iglesia en
épocas desastrosas por el enflaquecimiento de la fe ó la corrupción de
costumbres.
Una de las reglas de conducta de la Iglesia católica ha sido el no
doblegarse jamás ante el poderoso. Cuando ha proclamado una ley, la ha
proclamado para todos, sin distinción de clases. En las épocas de la
prepotencia de los pequeños tiranos que bajo distintos nombres vejaban
los pueblos, esta conducta contribuyó sobremanera á hacer populares
las leyes eclesiásticas; porque nada más propio para hacer llevadera
al pueblo una carga, que ver sujeto á ella al noble y hasta al mismo
rey. En el tiempo á que nos referimos, prohibíanse severamente las
enemistades y las violencias entre los plebeyos; pero la misma ley se
extendía también á los grandes y á los mismos reyes. No había mucho que
el Cristianismo se hallaba establecido en Inglaterra, y encontramos
sobre este particular un ejemplo curioso. Nada menos que tres príncipes
excomulgados en un mismo año, y en una misma ciudad, y obligados á
hacer penitencia de los delitos cometidos. En la ciudad de Landaff,
en el país de Gales, en Inglaterra, en la metrópoli de Cantorbery, se
celebraron en el año 560 tres concilios. En el primero fué excomulgado
Monrico, rey de Clamargon, por haber dado muerte al rey Cineiba, á
pesar de la paz que se habían jurado sobre las santas reliquias; en
el segundo se excomulga al rey Morcante, que había quitado la vida
á Friaco su tío, después de haberle jurado igualmente la paz; en el
tercero se excomulgó al rey Guidnerto por haber dado muerte á su
hermano, que le disputaba la corona.
No deja de ser interesante ver á los jefes de los bárbaros, que
convertidos en reyes se asesinaban tan fácil y atrozmente, obligados á
reconocer la autoridad de un poder superior que los precisaba á hacer
penitencia de haber manchado sus manos con la sangre de sus parientes,
y haber quebrantado la santidad de sus pactos, y échase de ver los
saludables efectos que de esto debían seguirse para suavizar las
costumbres.
«Fácil era, dirán los enemigos de la Iglesia, los que se empeñan en
rebajar el mérito de todos sus actos, fácil era, dirán, predicar la
suavidad de costumbres exigiendo la observancia de los preceptos
divinos á jefes de tan escaso poder y que no tenían de rey más que el
nombre. Fácil era habérselas con reyezuelos bárbaros que, fanatizados
por una religión que no comprendían, inclinaban humildemente la cabeza
ante el primer sacerdote que se presentaba á intimidarlos de parte de
Dios. Pero ¿qué significa esto? ¿qué influencia pudo tener en el curso
de los grandes acontecimientos? La historia de la civilización europea
ofrece un teatro inmenso, donde los hechos deben estudiarse en mayor
escala, donde las escenas han de ser grandiosas, si es que han de
ejercer influencia sobre el ánimo de los pueblos.»
Despreciemos lo que hay de fútil en un razonamiento semejante; pero, ya
que se quieran escenas grandes, que hayan debido influir en desterrar
el empleo brutal de la fuerza, sin suavizar las costumbres, abramos
la historia de los primeros siglos de la Iglesia, y no tardaremos en
encontrar una página sublime, eterno honor del Catolicismo.
Reinaba sobre todo el mundo conocido un emperador cuyo nombre era
acatado en los cuatro ángulos de la tierra, y cuya memoria es respetada
por la posteridad. En una ciudad importante el pueblo amotinado
degüella al comandante de la guarnición, y el emperador en su cólera
manda que el pueblo sea exterminado. Al volver en sí el emperador
revoca la orden fatal; pero ya era tarde: la orden estaba ejecutada,
y millares de víctimas habían sucumbido en una carnicería horrorosa.
Al esparcirse la noticia de tan atroz catástrofe, un santo obispo se
retira de la corte del emperador y le escribe desde la campaña estas
graves palabras: «Yo no me atrevo á ofrecer el sacrificio, si vos
pretendéis asistir á él: si el derramamiento de la sangre de un solo
inocente bastaría á vedármelo, ¡cuánto más siendo tantas las muertes
inocentes!» El emperador, confiado en su poder, no se detiene por esta
carta y se dirige á la iglesia. Llegado al pórtico, se le presenta
un hombre venerable, que con ademán grave y severo le detiene y le
prohibe entrar. «Has imitado, le dice, á David en el crimen; imítale
en la penitencia.» El emperador cede, se humilla, se somete á las
disposiciones del santo prelado; y la religión y la humanidad quedan
triunfantes. La ciudad desgraciada se llama Tesalónica, el emperador
era Teodosio el Grande, y el prelado era San Ambrosio, arzobispo de
Milán.
En este acto sublime se ven personificadas de un modo admirable, y
encontrándose cara á cara, la justicia y la fuerza. La justicia triunfa
de la fuerza, pero ¿por qué? Porque el que representa la justicia
la representa en nombre del cielo, porque los vestidos sagrados, la
actitud imponente del hombre que detiene al emperador, recuerdan á
éste la misión divina del santo obispo y el ministerio que ejerce en
la sagrada jerarquía de la Iglesia. Poned en lugar del obispo á un
filósofo y decidle que vaya á detener al emperador, amonestándole que
haga penitencia de su crimen, y veréis si la sabiduría humana alcanza
á tanto como el sacerdocio hablando en nombre de Dios; poned, si os
place, á un obispo de una Iglesia que haya reconocido la supremacía
espiritual en el poder civil, y veréis si en su boca tienen fuerza las
palabras para alcanzar tan señalado triunfo.
El espíritu de la Iglesia era el mismo en todas épocas, sus tendencias
eran siempre hacia el mismo objeto; su lenguaje igualmente severo,
igualmente fuerte, ora hablase á un plebeyo romano, ora á un bárbaro,
sea que dirigiese sus amonestaciones á un patricio del imperio ó á
un noble germano: no le amedrentaba ni la púrpura de los Césares, ni
la mirada fulminante de los reyes _de la larga cabellera_. El poder
de que se halló investida en la Edad media no dimanó únicamente de
ser ella la sola que había conservado alguna luz de las ciencias y el
conocimiento de principios de gobierno, sino también de esa firmeza
inalterable que ninguna resistencia, ningún ataque, eran bastantes á
desconcertar. ¿Qué hubiera hecho á la sazón el Protestantismo para
dominar circunstancias tan difíciles y azarosas? Falto de autoridad,
sin un centro de acción, sin seguridad en su propia fe, sin confianza
en sus medios, ¿qué recursos hubiera empleado para contener el ímpetu
de la fuerza que señoreada del mundo acababa de hacer pedazos los
restos de la civilización antigua, y oponía un obstáculo poco menos que
insuperable á toda tentativa de organización social? El Catolicismo,
con su fe ardiente, su autoridad robusta, su unidad indivisible, su
trabazón jerárquica, pudo acometer la alta empresa de suavizar las
costumbres con aquella confianza que inspira el sentimiento de las
propias fuerzas, con aquel brío que alienta el corazón cuando se abriga
en él la seguridad del triunfo.
No se crea, sin embargo, que la manera con que suavizó las costumbres
la Iglesia católica fuese siempre un rudo choque contra la fuerza;
vémosla emplear medios indirectos, contentarse con prescribir lo que
era asequible, exigir lo menos para allanar el camino al logro de lo
más.
En una capitular de Carlomagno formada en Aix-la-Chapelle en el año
813, que consta de 26 artículos, que no son otra cosa que una especie
de confirmación y resumen de cinco concilios celebrados poco antes
en las Galias, encontramos dos artículos añadidos, de los cuales el
segundo prescribe que se proceda contra los que, con pretexto del
derecho llamado _Fayda_, excitan ruidos y tumultos en los domingos y
fiestas, y también en los días de trabajo. Ya hemos visto más arriba
emplear las sagradas reliquias para hacer más respetable el juramento
de paz y amistad que se prestaban los reyes: acto augusto en que se
hacía intervenir el cielo para evitar la fusión de sangre y traer la
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