El Protestantismo comparado con el Catolicismo en sus relaciones con la Civilización Europea (Vols 1-2) - 04

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queda, cuando más, colocado en la clase de los grandes filósofos y
legisladores, pierde la autoridad necesaria para dar á sus leyes
aquella augusta sanción que tan respetables las hace á los mortales,
no puede imprimirles aquel sello que tanto las eleva sobre todos
los pensamientos humanos, y no se ofrecen ya sus consejos sublimes
como otras tantas lecciones que fluyen de los labios de la sabiduría
increada.
Quitando al espíritu humano el punto de apoyo de una autoridad, ¿en
qué podrá afianzarse? ¿no queda abandonado á merced de sus sueños y
delirios? ¿no se le abre de nuevo la tenebrosa é intrincada senda de
interminables disputas que condujo á un caos á los filósofos de las
antiguas escuelas? Aquí no hay réplica, y en esto andan acordes la
razón y la experiencia: substituído á la autoridad de la Iglesia el
examen privado de los protestantes, todas las grandes cuestiones sobre
la divinidad y el hombre quedan sin resolver; todas las dificultades
permanecen en pie; y, flotando entre sombras el entendimiento humano,
sin divisar una luz que pueda servirle de guía segura, abrumado por
la gritería de cien escuelas que disputan de continuo sin aclarar
nada, cae en aquel desaliento y postración en que le había encontrado
el Cristianismo, y del que le había levantado á costa de grandes
esfuerzos. La duda, el pirronismo, la indiferencia, serán entonces el
patrimonio de los talentos más aventajados; las teorías vanas, los
sistemas hipotéticos, los sueños, formarán el entretenimiento de los
sabios comunes; la superstición y las monstruosidades serán el pábulo
de los ignorantes.
Y entonces, ¿qué habría adelantado la humanidad? ¿qué habría hecho el
Cristianismo sobre la tierra? Afortunadamente para el humano linaje,
no ha quedado la Religión cristiana abandonada al torbellino de las
sectas protestantes; y en la autoridad de la Iglesia católica ha
tenido siempre anchurosa base donde ha encontrado firme asiento para
resistir á los embates de las cavilaciones y errores. Si así no fuera,
¿á dónde habría ya parado? La sublimidad de sus dogmas, la sabiduría
de sus preceptos, la unción de sus consejos, ¿serían acaso más que
bellos sueños contados en lenguaje encantador por un sabio filósofo?
Sí, es preciso repetirlo: sin la autoridad de la Iglesia nada queda de
seguro en la fe, es dudosa la divinidad de Jesucristo, es disputable su
misión, es decir, que desaparece completamente la Religión cristiana;
porque, en no pudiendo ella ofrecernos sus títulos celestiales, en no
pudiendo darnos completa certeza de que ha bajado del seno del Eterno,
que sus palabras son palabras del mismo Dios, que se dignó aparecer
sobre la tierra para la salud de los hombres, ya no tiene derecho
á exigirnos acatamiento. Colocada en la serie de los pensamientos
puramente humanos, deberá someterse á nuestro fallo como las demás
opiniones de los hombres; en el tribunal de la filosofía podrá sostener
sus doctrinas como más ó menos razonables, pero siempre tendrá la
desventaja de habernos querido engañar, de habérsenos presentado como
divina, cuando no era más que humana; y al empezarse la discusión sobre
la verdad de su sistema de doctrinas, siempre tendrá en contra de sí
una terrible presunción, cual es, el que, con respecto á su origen,
habrá sido una impostora.
Gloríanse los protestantes de la independencia de su entendimiento, y
achacan á la Religión católica el que viola los derechos más sagrados,
pues que, exigiendo sumisión, ultraja la dignidad del hombre. Cuando
se declama en este sentido, vienen muy á propósito las exageraciones
sobre las fuerzas de nuestro entendimiento, y no se necesita más que
echar mano de algunas imágenes seductoras, pronunciando las palabras de
_atrevido vuelo_, de _hermosas alas_, y otras semejantes, para dejar
completamente alucinados á los lectores vulgares.
Goce enhorabuena de sus derechos el espíritu del hombre, gloríese de
poseer la centella divina que apellidamos entendimiento, recorra ufano
la naturaleza, y, observando los demás seres que le rodean, note con
complacencia la inmensa altura á que sobre todos ellos se encuentra
elevado; colóquese en el centro de las obras con que ha embellecido
su morada, y señale como muestras de su grandeza y poder las
transformaciones que se ejecutan dondequiera que estampare su huella,
llegando, á fuerza de inteligencia y de gallarda osadía, á dirigir y
señorear la naturaleza; mas, por reconocer la dignidad y elevación
de nuestro espíritu mostrándonos agradecidos al beneficio que nos ha
dispensado el Criador, ¿deberemos llegar hasta el extremo de olvidar
nuestros defectos y debilidad? ¿Á qué engañarnos á nosotros mismos,
queriendo persuadirnos de que sabemos lo que en realidad ignoramos? ¿Á
qué olvidar la inconstancia y volubilidad de nuestro espíritu? ¿Á qué
disimularnos que en muchas materias, aun de aquellas que son objeto de
las ciencias humanas, se abruma y confunde nuestro entendimiento, y
que hay mucho de ilusión en nuestro saber, mucho de hiperbólico en la
ponderación de los adelantos de nuestros conocimientos? ¿No viene un
día á desmentir lo que asentamos otro día? ¿no viene de continuo el
curso de los tiempos burlando todas nuestras previsiones, deshaciendo
nuestros planes, y manifestando lo aéreo de nuestros proyectos?
¿Qué nos han dicho en todos tiempos aquellos genios privilegiados
á quienes fué concedido descender hasta los cimientos de nuestras
creencias, alzarse con brioso vuelo hasta la región de las más sublimes
inspiraciones, y tocar, por decirlo así, los confines del espacio que
puede recorrer el entendimiento humano? Sí, los grandes sabios de todos
tiempos, después de haber tanteado los senderos más ocultos de la
ciencia, después de haberse arrojado á seguir los rumbos más atrevidos,
que en el orden moral y físico se presentaban á su actividad y osadía
en el anchuroso mar de las investigaciones, todos vuelven de sus
viajes llevando en su fisonomía aquella expresión de desagrado, fruto
natural de muy vivos desengaños; todos nos dicen que se ha deshojado
á su vista una bella ilusión, que se ha desvanecido como una sombra
la hermosa imagen que tanto los hechizaba; todos refieren que en el
momento en que se figuraban que iban á entrar en un cielo inundado de
luz, han descubierto con espanto una región de tinieblas, han conocido
con asombro que se hallaban en una nueva ignorancia. Y por esta causa
todos á una miran con tanta desconfianza las fuerzas del entendimiento,
ellos que tienen un sentimiento íntimo que no les deja dudar de que las
fuerzas del suyo exceden á las de los otros hombres. «Las ciencias,
dice profundamente Pascal, tienen dos extremos que se tocan: el primero
es la pura ignorancia natural, en que se encuentran los hombres al
nacer; el otro es aquel en que se hallan las grandes almas, que,
habiendo recorrido todo lo que los hombres pueden saber, encuentran que
_no saben nada_.»
El Catolicismo dice al hombre: «Tu entendimiento es muy flaco, y en
muchas cosas necesita un apoyo y una guía»; y el Protestantismo le
dice: «La luz te rodea, marcha por do quieras, no hay para ti mejor
guía que tú mismo». ¿Cuál de las dos religiones está de acuerdo con las
lecciones de la más alta filosofía?
Ya no debe, pues, parecer extraño que los talentos más grandes que
ha tenido el Protestantismo, todos hayan sentido cierta propensión á
la Religión católica, y que no haya podido ocultárseles la profunda
sabiduría que se encierra en el pensamiento de sujetar en algunas
materias el entendimiento humano al fallo de una autoridad irrecusable.
Y en efecto: mientras se encuentre una autoridad que en su origen, en
su establecimiento, en su conservación, en su doctrina y conducta,
reuna todos los títulos que puedan acreditarla de divina, ¿qué adelanta
el entendimiento con no querer sujetarse á ella? ¿qué alcanza divagando
á merced de sus ilusiones, en gravísimas materias, siguiendo caminos
donde no encuentra otra cosa que recuerdos de extravíos, escarmientos y
desengaños?
Si tiene el espíritu del hombre un concepto demasiado alto de sí mismo,
estudie su propia historia, y en ella verá, palpará, que, abandonado
á sus solas fuerzas, tiene muy poca garantía de acierto. Fecundo
en sistemas, inagotable en cavilaciones, tan rápido en conseguir
un pensamiento como poco á propósito para madurarle; semillero de
ideas que nacen, hormiguean y se destruyen unas á otras, como los
insectos que rebullen en un lago; alzándose tal vez en alas de sublime
inspiración, y arrastrándose luego como el reptil que surca el polvo
con su pecho; tan hábil é impetuoso para destruir las obras ajenas como
incapaz de dar á las suyas una construcción sólida y duradera; empujado
por la violencia de las pasiones, desvanecido por el orgullo, abrumado
y confundido por tanta variedad de objetos como se le presentan en
todas direcciones, deslumbrado por tantas luces falsas, y engañosas
apariencias; abandonado enteramente á sí mismo, el corazón humano
presenta la imagen de una centella inquieta y vivaz, que recorre sin
rumbo fijo la inmensidad de los cielos, traza en su vario y rápido
curso mil extrañas figuras, siembra en el rastro de su huella mil
chispas relumbrantes, encanta un momento la vista con su resplandor,
su agilidad y sus caprichos, y desaparece luego en la obscuridad,
sin dejar en la inmensa extensión de su camino una ráfaga de luz para
esclarecer las tinieblas de la noche.
Ahí está la historia de nuestros conocimientos: en ese inmenso depósito
donde se hallan en confusa mezcla las verdades y los errores, la
sabiduría y la necedad, el juicio y la locura; ahí se encontrarán
abundantes pruebas de lo que acabo de afirmar: ellas saldrán en mi
abono, si se quisiera tacharme de haber recargado el cuadro.[7]


CAPITULO V

Tanta verdad es lo que acabo de decir sobre la debilidad del humano
entendimiento, que, aun prescindiendo del aspecto religioso, es muy
notable que la próvida mano del Criador ha depositado en el fondo de
nuestra alma un preservativo contra la excesiva volubilidad de nuestro
espíritu; y preservativo tal, que, sin él, hubiéranse pulverizado
todas las instituciones sociales, ó, más bien, no se hubieran jamás
planteado; sin él, las ciencias no hubieran dado jamás un paso; y, si
llegase jamás á desaparecer del corazón del hombre, el individuo y la
sociedad quedarían sumergidos en el caos. Hablo de cierta inclinación á
deferir á la autoridad; del _instinto de fe_, digámoslo así; instinto
que merece ser examinado con mucha detención, si se quiere conocer
algún tanto el espíritu del hombre, estudiar con provecho la historia
de su desarrollo y progresos, encontrar las causas de muchos fenómenos
extraños, descubrir hermosísimos puntos de vista que ofrece bajo este
aspecto la Religión católica, y palpar, en fin, lo limitado y poco
filosófico del pensamiento que dirige al Protestantismo.
Ya se ha observado muchas veces que no es posible acudir á las
primeras necesidades, ni dar curso á los negocios más comunes, sin
la deferencia á la autoridad de la palabra de otros, sin la fe; y
fácilmente se echa de ver que, sin esa fe, desaparecería todo el caudal
de la historia y de la experiencia; es decir, que se hundiría el
fundamento de todo saber.
Importantes como son estas observaciones, y muy á propósito para
demostrar lo infundado del cargo que se hace á la Religión católica
por sólo exigir fe, no son ellas, sin embargo, las que llaman ahora
mi atención, tratando como trato de presentar la materia bajo otro
aspecto, de colocar la cuestión en otro terreno, donde ganará la verdad
en amplitud é interés, sin perder nada de su inalterable firmeza.
Recorriendo la historia de los conocimientos humanos, y echando
una ojeada sobre las opiniones de nuestros contemporáneos, nótase
constantemente que, aun aquellos hombres que más se precian de espíritu
de examen, y de libertad de pensar, apenas son otra cosa que el eco
de opiniones ajenas. Si se examina atentamente ese grande aparato,
que tanto ruido mete en el mundo con el nombre de ciencia, se notará
que, en el fondo, encierra una gran parte de autoridad; y al momento
que en él se introdujera un espíritu de examen enteramente libre, aun
con respecto á aquellos puntos que sólo pertenecen al raciocinio,
hundiríase en su mayor parte el edificio científico, y serían muy
pocos los que quedarían en posesión de sus misterios. Ningún ramo de
conocimientos se exceptúa de esta regla general, por mucha que sea la
claridad y exactitud de que se gloríe. Ricas como son en evidencia de
principios, rigurosas en sus deducciones, abundantes en observaciones
y experimentos, las ciencias naturales y exactas, ¿no descansan,
acaso, muchas de sus verdades en otras verdades más altas, para cuyo
conocimiento ha sido necesaria aquella delicadeza de observación,
aquella sublimidad de cálculo, aquella ojeada perspicaz y penetrante, á
que alcanza tan sólo un número de hombres muy reducido?
Cuando Newton arrojó en medio del mundo científico el fruto de sus
combinaciones profundas, ¿cuántos eran entre sus discípulos los que
pudieran lisonjearse de estribar en convicciones propias, aun hablando
de aquellos que, á fuerza de mucho trabajo, habían llegado á comprender
algún tanto al grande hombre? Habían seguido al matemático en sus
cálculos, se habían enterado del caudal de datos y experimentos que
exponía á sus consideraciones el naturalista, y habían escuchado las
reflexiones con que apoyaba sus aserciones y conjeturas el filósofo:
creían de esta manera hallarse plenamente convencidos, y no deber
en su asenso nada á la autoridad, sino únicamente á la fuerza de la
evidencia y de las razones: ¿sí? Pues haced que desaparezca entonces
el nombre de Newton, haced que el ánimo se despoje de aquella honda
impresión causada por la palabra de un hombre que se presenta con un
descubrimiento extraordinario, y que para apoyarle despliega un tesoro
de saber que revela un genio prodigioso; quitad, repito, la sombra
de Newton, y veréis que en la mente de su discípulo los principios
vacilan, los razonamientos pierden mucho de su encadenamiento y
exactitud, las observaciones no se ajustan tan bien con los hechos; y
el hombre que se creyera tal vez un examinador completamente imparcial,
un pensador del todo independiente, conocerá, sentirá cuán sojuzgado se
hallaba por la fuerza de la autoridad, por el ascendiente del genio;
conocerá, sentirá que en muchos puntos tenía asenso, mas no convicción,
y que, en vez de ser un filósofo enteramente libre, era un discípulo
dócil y aprovechado.
Apélese confiadamente al testimonio, no de los ignorantes, no de
aquellos que han desflorado ligeramente los estudios científicos, sino
de los verdaderos sabios, de los que han consagrado largas vigilias á
los varios ramos del saber: invíteselos á que se concentren dentro de
sí mismos, á que examinen de nuevo lo que apellidan sus convicciones
científicas; y que se pregunten con entera calma y desprendimiento si,
aun en aquellas materias en que se conceptúan más aventajados, no
sienten repetidas veces sojuzgado su entendimiento por el ascendiente
de algún autor de primer orden, y no han de confesar que, si á
muchas cuestiones de las que tienen más estudiadas les aplicasen con
rigor el método de Descartes, se hallarían con más _creencias_ que
_convicciones_.
Así ha sucedido siempre, y siempre sucederá así: esto tiene raíces
profundas en la íntima naturaleza de nuestro espíritu, y, por lo mismo,
no tiene remedio. Ni tal vez conviene que lo tenga; tal vez entra en
esto mucho de aquel instinto de conservación que Dios con admirable
sabiduría ha esparcido sobre la sociedad; tal vez sirve de fuerte
correctivo á tantos elementos de disolución como ésta abriga en su seno.
Malo es, en verdad, muchas veces, malo es, y muy malo, que el hombre
vaya en pos de la huella de otro hombre; no es raro el que se vean por
esta causa lamentables extravíos; pero peor fuera aún que el hombre
estuviera siempre en actitud de resistencia contra todo otro hombre
para que no le pudiese engañar, y que se generalizase por el mundo la
filosófica manía de querer sujetarlo todo á riguroso examen: ¡pobre
sociedad entonces! ¡pobre hombre! ¡pobres ciencias, si cundiese á todos
los ramos el espíritu de riguroso, de escrupuloso, de independiente
examen!
Admiro el genio de Descartes, reconozco los grandes beneficios que
ha dispensado á las ciencias; pero he pensado más de una vez que, si
por algún tiempo pudiera generalizarse su método de duda, se hundiría
de repente la sociedad; y aun entre los sabios, entre los filósofos
imparciales, me parece que causaría grandes estragos; por lo menos es
cierto que en el mundo científico se aumentaría considerablemente el
número de los orates.
Afortunadamente no hay peligro de que así suceda; y, si el hombre tiene
cierta tendencia á la locura, más ó menos graduada, también posee
un fondo de buen sentido de que no le es posible desprenderse; y la
sociedad, cuando se presentan algunos individuos de cabeza volcánica
que se proponen convertirla en delirante, ó les contesta con burlona
sonrisa, ó, si se deja extraviar por un momento, vuelve luego en sí, y
rechaza con indignación á aquellos que la habían descaminado.
Para quien conozca á fondo el espíritu humano, serán siempre
despreciables vulgaridades esas fogosas declamaciones contra las
preocupaciones del vulgo; contra esa docilidad en seguir á otro hombre,
contra esa facilidad en creerlo todo sin haber examinado nada. Como
si en esto de preocupaciones, en esto de asentir á todo sin examen,
hubiera muchos hombres que no fueran vulgo; como si las ciencias no
estuvieran llenas de suposiciones gratuitas; como si en ellas no
hubiera puntos flaquísimos sobre los cuales estribamos buenamente, cual
en firmísimo é inalterable apoyo.
El derecho de posesión y de prescripción es otra de las singularidades
que ofrecen las ciencias, y es bien digno de notarse que, sin haber
tenido jamás esos nombres, haya sido reconocido este derecho, con
tácito, pero unánime, consentimiento. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo?
Estudiad la historia de las ciencias, y encontraréis á cada paso
confirmada esta verdad. En medio de las eternas disputas que han
dividido á los filósofos, ¿cuál es la causa de que una doctrina antigua
haya opuesto tanta resistencia á una doctrina nueva, y diferido por
mucho tiempo y tal vez impedido completamente su establecimiento?
Es porque la antigua estaba ya en posesión, es porque se hallaba
robustecida por un derecho de prescripción: no importa que no se
usaran esos nombres: el resultado era el mismo; y por esta razón los
inventores se han visto muchas veces menospreciados ó contrariados,
cuando no perseguidos.
Es preciso confesarlo, por más que á ello se resista nuestro orgullo,
y por más que se hayan de escandalizar algunos sencillos admiradores
de los progresos de las ciencias: muchos han sido esos progresos,
anchuroso es el campo por donde se ha espaciado el entendimiento
humano, vastas las órbitas que ha recorrido, y admirables las obras
con que ha dado una prueba de sus fuerzas; pero en todas estas cosas
hay siempre una buena parte de exageración, hay mucho que cercenar,
sobre todo cuando el nombre de ciencia se refiere á las relaciones
morales. De semejantes ponderaciones nada puede deducirse para probar
que nuestro entendimiento sea capaz de marchar con entera agilidad
y desembarazo por toda clase de caminos; nada puede deducirse que
contradiga el hecho que hemos establecido de que el entendimiento
del hombre está sometido casi siempre, aunque sin advertirlo, á la
autoridad de otro hombre.
En cada época se presentan algunos pocos, poquísimos entendimientos
privilegiados, que, alzando su vuelo sobre todos los demás, les
sirven de guía en las diferentes carreras; precipítase tras ellos una
numerosa turba que se apellida sabia, y con los ojos fijos en la enseña
enarbolada va siguiendo afanosa los pasos del aventajado caudillo. Y
¡cosa singular! todos claman por la independencia en la marcha, todos
se precian de seguir aquel rumbo nuevo, como si ellos le hubieran
descubierto, como si avanzaran en él, guiados únicamente por su propia
luz é inspiraciones. Las necesidades, la afición ú otras circunstancias
nos conducen á dedicarnos á este ó aquel ramo de conocimientos;
nuestra debilidad nos está diciendo de continuo que no nos es dada la
fuerza creatriz; y, ya que no podemos ofrecer nada propio, ya que nos
sea imposible abrir un nuevo camino, nos lisonjeamos de que nos cabe
una parte de gloria siguiendo la enseña de algún ilustre caudillo;
y, en medio de tales sueños, llegamos tal vez á persuadirnos de que
no militamos bajo la bandera de nadie, que sólo rendimos homenaje á
nuestras convicciones, cuando en realidad no somos más que prosélitos
de doctrinas ajenas.
En esta parte el sentido común es más cuerdo que nuestra enfermiza
razón; y así es que el lenguaje (esta misteriosa expresión de las
cosas, donde se encuentra tanto fondo de verdad y exactitud sin saber
quién se lo ha comunicado) nos hace una severa reconvención por tan
orgulloso desvanecimiento; y á pesar nuestro llama las cosas por sus
nombres, clasificándonos á nosotros, y á nuestras opiniones, del
modo que corresponde, según el autor á quien hemos seguido por guía.
La historia de las ciencias ¿es acaso más que la historia de los
combates de una escasa porción de aventajados caudillos? Recórranse los
tiempos antiguos y modernos, extiéndase la vista á los varios ramos
de nuestros conocimientos, y se verá un cierto número de escuelas,
planteadas por algún sabio de primer orden, dirigidas luego por otro
que por sus talentos haya sido digno de sucederle; y durando así, hasta
que, cambiadas las circunstancias, falta de espíritu de vida, muere
naturalmente la escuela, ó presentándose algún hombre audaz, animado
de indomable espíritu de independencia, la ataca, y la destruye, para
asentar sobre sus ruinas la nueva cátedra del modo que á él le viniera
en talante.
Cuando Descartes destronó á Aristóteles ¿no se colocó por de pronto
en su lugar? La turba de filósofos que blasonaban de independientes,
pero cuya independencia era desmentida por el título que llevaban de
_Cartesianos_, eran semejantes á los pueblos que en tiempo de revueltas
aclaman libertad, y destronan al antiguo monarca, para someterse
después al hombre bastante osado que recoge el cetro y la diadema que
yacen abandonados al pie del antiguo solio.
Créese en nuestro siglo, como se creyó en el anterior, que marcha el
entendimiento humano con entera independencia; y á fuerza de declamar
contra la autoridad en materias científicas, á fuerza de ensalzar la
libertad del pensamiento, se ha llegado á formar la opinión de que
pasaron ya los tiempos en que la autoridad de un hombre valía algo,
y que ahora ya no obedece cada sabio sino á sus propias é íntimas
convicciones. Allégase á todo esto que, desacreditados los sistemas y
las hipótesis, se ha desplegado grande afición al examen y análisis de
los hechos, y esto ha contribuído á que se figuren muchos que, no sólo
ha desaparecido completamente la autoridad en las ciencias, sino que
hasta ha llegado á hacerse imposible.
Á primera vista, bien pudiera esto parecer verdad; pero, si damos en
torno de nosotros una atenta mirada, notaremos que no se ha logrado
otra cosa sino aumentar algún tanto el número de los jefes, y reducir
la duración de su mando. Éste es verdadero tiempo de revueltas, y tal
vez de revolución literaria y científica, semejante en un todo á la
política, en que se imaginan los pueblos que disfrutan más libertad,
sólo porque ven el mando distribuído en mayor número de manos, y porque
tienen más anchura para deshacerse con frecuencia de los gobernantes,
haciendo pedazos como á tiranos á los que antes apellidaran padres y
libertadores; bien que, después de su primer arrebato, dejan el campo
libre para que se presenten otros hombres á ponerles un freno, tal vez
un poco más brillante, pero no menos recio y molesto. Á más de los
ejemplos que nos ofrecería en abundancia la historia de las letras de
un siglo á esta parte, ¿no vemos ahora mismo unos nombres substituídos
á otros nombres, unos directores del entendimiento humano substituídos
á otros directores?
En el terreno de la política, donde al parecer más debiera campear
el espíritu de libertad, ¿no son contados los hombres que marchan al
frente? ¿no los distinguimos tan claro como á los generales de ejército
en campaña? En la arena parlamentaria ¿vemos acaso otra cosa que dos ó
tres cuerpos de combatientes que hacen sus evoluciones á las órdenes
del respectivo caudillo con la mayor regularidad y disciplina? ¡Oh!
¡cuán bien comprenderán estas verdades aquellos que se hallan elevados
á tal altura! Ellos que conocen nuestra flaqueza, ellos que saben que
para engañar á los hombres bastan por lo común las palabras, ellos
habrán sentido mil veces asomar en sus labios la sonrisa, cuando,
al contemplar engreídos el campo de sus triunfos, al verse rodeados
de una turba preciada de inteligente que los admiraba y aclamaba con
entusiasmo, habrán oído á algunos de sus más fervientes y más devotos
prosélitos cuál blasonaban de ilimitada libertad de pensar, de completa
independencia en las opiniones y en los votos.
Tal es el hombre; tal nos le muestran la historia y la experiencia de
cada día. La inspiración del genio, esa fuerza sublime que eleva el
entendimiento de algunos seres privilegiados, ejercerá siempre, no sólo
sobre los sencillos é ignorantes, sino también sobre el común de los
sabios, una acción fascinadora. ¿Dónde está, pues, el ultraje que hace
á la razón humana la Religión católica, cuando, al propio tiempo que le
presenta los títulos que prueban su divinidad, le exige la fe? ¿Esa fe
que el hombre dispensa tan fácilmente á otro hombre, en todas materias,
aun en aquellas en que más presume de sabio, no podrá prestarla sin
mengua de su dignidad á la Iglesia católica? ¿Será un insulto hecho
á su razón el señalarle una norma fija, que le asegure con respecto
á los puntos que más le importan, dejándole, por otra parte, amplia
libertad de pensar lo que más le agrade sobre aquel mundo que Dios
ha entregado á las disputas de los hombres? Con esto ¿hace acaso más
la Iglesia que andar muy de acuerdo con las lecciones de la más alta
filosofía, manifestar un profundo conocimiento del espíritu humano, y
librarle de tantos males como le acarrea su volubilidad é inconstancia,
su veleidoso orgullo, combinados de un modo extraño con esa facilidad
increíble de deferir á la palabra de otro hombre? ¿Quién no ve que con
ese sistema de la Religión católica se pone un dique al espíritu de
_proselitismo_ que tantos daños ha causado á la sociedad? Ya que el
hombre tiene esa irresistible tendencia á seguir los pasos de otro, ¿no
hace un gran beneficio á la humanidad la Iglesia católica, señalándole
de un modo seguro el camino por donde debe andar, si quiere seguir las
pisadas de un Hombre-Dios? ¿No pone de esta manera muy á cubierto la
dignidad humana, librando, al propio tiempo, de terrible naufragio los
conocimientos más necesarios al individuo y á la sociedad?[8]


CAPITULO VI

En contra de la autoridad que trata de ejercer su jurisdicción sobre el
entendimiento, se alegará, sin duda, el adelanto de las sociedades; y
el alto grado de civilización y cultura á que han llegado las naciones
modernas se producirá como un título de justicia para lo que se
apellida emancipación del entendimiento. Á mi juicio, está tan distante
esta réplica de tener algo de sólido, está tan mal cimentada sobre el
hecho en que pretende apoyarse, que, antes bien, del mayor adelanto de
la sociedad debiera inferirse la necesidad más urgente de una regla
viva, tal como lo juzgan indispensable los católicos.
Decir que las sociedades en su infancia y adolescencia hayan podido
necesitar esa autoridad como un freno saludable, pero que este freno se
ha hecho inútil y degradante cuando el entendimiento humano ha llegado
á mayor desarrollo, es desconocer completamente la relación que tienen
con los diferentes estados de nuestro entendimiento, los objetos sobre
que versa semejante autoridad.
La verdadera idea de Dios, el origen, el destino y la norma de conducta
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