Algo de todo - 07

Süzlärneñ gomumi sanı 4913
Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1669
31.3 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
45.9 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
52.8 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.
con que nos dan dinero son espantosas, judaicas, usurarias por modo
heroico. Cada millón nos cuesta más de cuatro, que si hoy son nominales,
podrán ser efectivos, si por un milagro de la Providencia llegamos a
salir de la miseria presente. Hacemos un contrato aleatorio; jugamos con
nuestro porvenir; de suerte que, si alguna vez tenemos el gusto de
mejorar de fortuna, este gusto se acibarará con el disgusto de deber
realmente cuatro a quien no nos prestó más que uno; de proporcionarle
una moderada ganancia de 400 por 100 en el capital. Entre tanto, los
intereses que pagamos son por lo menos de un 12 por 100. Tal vez nos
arreglemos por tal arte que sean de un 16 o de un 18.
Cualquiera trato o negociación que se haga, o se haya hecho o se esté
haciendo, para obtener dinero, disimulará tal vez el sacrificio a los
ojos profanos; pero no le mitigará. Es seguro que el dinero que tomemos,
por enrevesado que sea el método de tomarle, nos ha de costar lo mismo o
más que por el método sencillo y expeditivo de emitir Treses. Trasmitida
la operación al idioma pintoresco del vulgo, será siempre _tirar de los
pies a un ahorcado_.
Dicen los que entienden de Hacienda, que es menester proporcionarse
recursos y que no nos los podemos proporcionar con menos sacrificios. Si
esto es así, Dios me libre de criticar al Sr. Ministro de Hacienda. Lo
único que yo diré y digo es que el artificio de tomar prestado de un
modo tan ruinoso no es muy ingenioso, ni muy sutil, ni muy peregrino, y
que, si la ciencia de la Hacienda consiste en eso sólo, se puede suponer
que no hay tal ciencia de la Hacienda, y que el último patán puede hacer
lo mismo que el profesor más hábil.
He vacilado y vacilo aún en publicar esta _Meditación_, harto rara;
estos desordenados pensamientos míos, que la angustia en que vivimos y
el terror que infunde en algunos corazones la ciencia económica
española, me han inspirado, sin poderlo yo remediar.
Repito asimismo que aquí no se aducen otras razones que las del mero
sentido común más rastrero; y que desde la bajeza de este sentido común
a la altura de la ciencia ha de haber una distancia infinita.
Todo esto lo reconozco y lo proclamo. Sin embargo, tal es el amor que
tenemos a nuestros hijos, y la presente _Meditación_ es hija mía, que
aunque haya nacido enclenque y ruin; no he de atreverme a matarla. Más
bien me atreveré a darle vida, aunque sea vida efímera y trabajosa,
publicándola en un periódico, y exponiéndome por amor paternal a las
iras o al menosprecio de los sabios, que tal vez hacen en este momento
la felicidad de la patria. Tal vez murmuramos, como murmuraba la chusma
a bordo de las carabelas la víspera de aquella feliz y memorable aurora
en que por vez primera aparecieron a los ojos espantados de los europeos
las risueñas y fecundas costas del Nuevo Mundo. Tal vez murmuramos, como
murmuraban los israelitas en el desierto porque no llegaban a ver la
Tierra Prometida; y eso que el Maná y las codornices que les daba su
Moisés no costaban nada, y los millones que nos da nuestro Moisés
cuestan mucho.
En fin, sea como sea, yo me atrevo a publicar esta endiablada
_Meditación_. Al cabo, no soy esparciata para dar muerte a mis hijos
enfermizos, aunque tenga que ser esparciata y tengamos que ser
esparciatas todos los españoles para tragar la salsa negra, si siguen
las cosas así.
Considere el pío lector que esta _Meditación_ es como un entretenimiento
y nada más, y sea verdaderamente pío, que harto lo exige el caso. Lea mi
_Meditación_ sobre el dinero como quien lee un libro de cocina cuando
tiene hambre, y hallará en mi _Meditación_ algún consuelo y alivio.
Si por dicha, que no es de esperar, mi _Meditación_ no pareciese muy
mala, tal vez me animaría yo a escribir otra sobre las contribuciones y
los empréstitos de España, diciendo siempre lo que dice el vulgo y nada
más que lo que dice el vulgo, sin meterme en honduras.


LAS ESCRITORAS EN ESPAÑA
Y ELOGIO DE SANTA TERESA(b).

Nada podría lisonjearme y agradarme más que el encargo que me habéis
dado de contestar al bello discurso que acabamos de oír. Su autor,
recibido hoy en el seno de esta corporación, está unido a mí por lazos
de parentesco, y, lo que es más estimable y grato, por amistad de mucho
tiempo, jamás interrumpida hasta ahora y que promete no serlo nunca.
(b) Discurso leído en la Real Academia Española, el 30 de Marzo
de 1879, en la recepción del Conde de Casa-Valencia.
Si la disposición de ánimo, que de este afecto nace, no tuerce mi
juicio, inclinándole a la benevolencia, me atrevo a afirmar que la obra
literaria, que el nuevo Académico nos ha leído, corrobora las razones
que para elegirle tuvisteis, siendo dichosa muestra de sobriedad,
tersura y sencilla elegancia de estilo y cumplido dechado de crítica
juiciosa.
Pero, por mucho que valga su discurso, el Conde de Casa-Valencia había
exhibido antes otros títulos de más valer para aspirar a tomar asiento
entre vosotros.
No pocas veces he discutido yo con él acerca de un punto importantísimo
en la historia de toda literatura, y singularmente de la española, en
nuestros días. Fundábase nuestra controversia en este aserto, que
dábamos por sentado: en nuestra España apenas tiene el escritor el
incentivo del lucro, o es tan ruin el incentivo que no debe suponerse
que sea él y no el amor de la gloria quien a escribir estimule.
La controversia era, pues, sobre si tal carencia, ineficacia o escasez
de incentivo, era un bien o un mal para las letras.
Como yo no vengo aquí a hacer pública confesión de mis culpas, no diré
si por carácter vacilo; pero sí confesaré que, salvo en ciertas
cuestiones de primer orden, en que sostengo siempre la misma opinión,
rayando en tenacidad mi consecuencia, suelo en muchas otras, que
considero secundarias, vacilar con demasía y no acabar nunca de
decidirme, fluctuando entre los más encontrados pareceres. Percibo o
imagino qué percibo cuantos argumentos hay en pro y en contra, y ya me
siento solicitado por unos, ya atraído por otros, en direcciones
opuestas.
En este asunto de las letras mal remuneradas me ocurre, mil veces más
que en otros, tan lastimosa fluctuación.
Prescindo del interés que como escritor me induce a desear que los
libros se vendan a fin de hallar en componerlos medio honrado de ganar
la vida. Y libre mi criterio de esta seducción, diré en breves frases lo
que en pro de ambos pareceres se presenta a mi espíritu.
Cuando era yo mozo, me encantaba la lectura de un tratado del célebre
Alfieri, cuyo título es _Del Príncipe y de las letras_. Nada me parecía
más razonable que lo que allí se afirma. Todavía, en tiempo del autor,
los poetas, los filósofos, los que componían historias, todos los
escritores, en suma, contaban poco con el vulgo, y esperaban o gozaban
remuneración por sus trabajos de algún magnate, monarca, tirano o señor
espléndido, que los protegía. Contra esto se enfurece Alfieri, declama
con severa elocuencia y se desata en invectivas y en raudales de
indignación. Para complacer al príncipe, magnate o tirano, a quien se
sirve y de quien todo se espera o teme, importa adular, encubrir a
menudo las verdades más provechosas al género humano y emplear un estilo
sin nervio. El escritor, pues, que se respete y que estime su misión en
lo que vale, es menester que se sustraiga y emancipe de la protección y
tutela del tirano, que aprenda y ejerza oficio manual para vivir
independiente, y que, de esta manera, escribiendo sólo por amor a la
gloria y por filantropía, esto es, por deseo santísimo y purísimo de
adoctrinar a los hombres y de hacerlos más virtuosos, componga obras
merecedoras de pasar a la posteridad, para bien de las generaciones
futuras, a quienes sirvan de guía y norte.
Todos estos razonamientos repito que me encantaban. Y yo daba gracias
fervientes al cielo porque me había hecho nacer en una edad en que las
cosas habían cambiado de tal suerte, que el escritor, contando con el
público, para nada necesitaba de tirano a quien adular, ni a fin de no
incurrir en su enojo se veía obligado a callar las más útiles y hermosas
teorías.
Después vinieron la contradicción y la duda. Esto que hoy se llama
público y que en lo antiguo con vocablo menos respetuoso se llamaba
vulgo, ¿no es tirano también? ¿No es menester adularle si queremos ganar
su voluntad? ¿No conviene decirle las cosas que le deleitan para tenerle
propicio? ¿No se necesita callar las verdades más sanas para que no se
enfade?
Si el público fuera en realidad equivalente al vulgo, si el público y el
pueblo fuesen la misma entidad, aún se podría sostener que posee, si no
reflexivo acierto para apreciar la bondad, la verdad o la belleza,
instinto semi-divino y casi infalible que le lleva a fallar sobre todo
ello con justicia. Pero, entre las muchedumbres que gozarán, a no
dudarlo, de tan noble instinto, y el escritor que a ellas se dirige,
siempre o casi siempre se interpone cierta capa social, aunque leve y
sutil, muy tupida, donde la voz se embota y apaga o el escrito se
detiene, sin llegar ante los ojos o sin penetrar en los oídos de ese
vulgo o de ese pueblo, que exento de prejuicios y con certera candidez
sabría decidir lo justo, si la voz o el escrito se pusiera a su alcance.
Detenidos éstos en la mencionada capa social, sólo de ella pueden los
escritores esperar hoy el galardón que apetecen. Lo malo es que las
gentes que forman esta capa social son, a mi ver, poco a propósito para
el fallo. Egoístas en grado sumo, se dejan arrastrar de la pasión o del
interés del momento. Hasta lo más excelso y trascendental se subordina a
la moda: ora por moda son creyentes; ora por moda son impíos. A la
adulación se hallan tan propensos como el más engreído tirano. Y suelen
carecer del buen gusto de que algunos tiranos, protectores de las
letras, han dado pruebas brillantísimas. Bien puede ponerse en duda que
haya habido jamás clase media bastante ilustrada para competir en tino,
al proteger la poesía y las demás letras humanas, con Pericles, Augusto,
Mecenas, Bembo, Leon Décimo, Lorenzo el Magnífico, Luis XIV de Francia y
el Duque de Weimar. Ni sé yo, si se ahonda y escudriña bien este
negocio, qué cosas tan útiles al linaje humano se hubieron de callar los
protegidos por no incurrir en el desagrado de sus egregios protectores.
¿Qué prohibiría decir, por ejemplo, el Duque de Weimar a Herder,
Wieland, Lessing, Goethe y Schiller? Yo me doy a entender que ellos
dijeron todo lo que quisieron, y que, sin miedo de perder el favor del
amable soberano que los hospedaba y regalaba con generosa magnificencia,
permítaseme lo familiar de la frase, se despacharon a su gusto.
No se opone esto a que Alfieri en general tuviese razón; pero es
menester hacer extensivo su argumento no sólo al escritor que se somete
a un príncipe, sino también al escritor que al público se somete. Por
donde vendrá a inferirse que la verdadera independencia y nobleza de
quien escribe está en el propio ser de su alma y no en la circunstancia
exterior de que viva asalariado por un príncipe o por un mercader de
libros que le paga con lo que del público cobra.
Sea como sea, en el día este segundo modo de ganar algo con las letras
es el único posible. Los príncipes no son señores de vidas y haciendas;
apenas se halla tirano, amable o no amable, que pueda disponer de la
fortuna pública para proteger a los poetas y literatos; y lo más natural
es que éstos se hagan pagar por el público su trabajo; porque no se ha
de confundir por ningún estilo el antiguo patrocinio de los príncipes
con lo que hoy se llama protección oficial. Esto, por muchas garantías
que se den y por más exquisitas precauciones que se tomen, tiene todos
los inconvenientes de los otros dos modos de protección. En lo tocante a
servilismo baja hasta lo ínfimo, pues no se trata ya de adular a los
Médicis o al distinguido y simpático Duque de Weimar, sino al Ministro,
tal vez zafio y oscuro, al Director, tal vez lego, y acaso, acaso, al
triste Oficial del Negociado. Las elegancias cortesanas, los primores
del estilo, la atildada compostura, que para ganar la protección de la
Corte se requerían, están aquí de sobra. Por todo lo cual entiendo que
de esta protección oficial, concedida en virtud de prosaicos
expedientes, sólo nace una literatura enfermiza y enteca, como planta
criada en invernáculo: libros de pacotilla, sin elevación ni libertad de
espíritu en quien los escribe, y desprovistos además de aquella
distinción y de aquella pulcritud aristocráticas, que siempre son un
mérito, no existiendo otros de más sustancia.
Así, pues, yo propendo a creer que es inútil, si no por todo extremo
nociva, la protección oficial a la literatura, y en particular a la
amena, y sólo comprendo que proteja y subvencione el Estado ciertas
producciones tan hondas, sutiles y tenebrosas, que se pueda presumir
razonablemente que no cuentan en una nación, medio culta siquiera, con
un público que pase de cien personas, como por ejemplo, un libro de
matemáticas sublimes, erizado de fórmulas, signos y figuras, y
atiborrado de cifras, misteriosas para el profano. Lo demás, o dígase
novelas, versos, historia, política, y hasta filosofía, el público debe
pagarlo, y si no lo paga, mejor es que no se escriba o que se escriba de
balde.
Casi se puede afirmar que tal es el caso en España.
Aquí renace la cuestión. ¿Esto es un mal o es un bien? Yo, a pesar de
mis vacilaciones, y a pesar del interés personal que me lleva a creer lo
contrario, creo que es un bien.
Todo el que tiene o imagina tener algo peregrino, bello y nuevo que
decir, de seguro que no se lo calla; lo dice, aunque no se lo paguen.
Por decirlo es muy capaz de pagarlo, si tiene dineros. ¿Hay mayor
hechizo que el de que nos escuchen o nos lean? Fiado en este hechizo,
trazó Leopardi el gracioso y lucrativo proyecto de una compañía o
sociedad de oyentes, que se haría pagar por oír a los autores. El
filósofo que inventa un sistema, el vidente que percibe al numen
agitando su alma, y el poeta a quien el estro hiere y aguija con
invencible brío, escribirán sus filosofías, sus poesías y sus visiones,
aunque nada les valgan. El escribir entonces será de veras sacerdocio:
algo de devotísimo y sagrado que no se tomará por oficio. Se escribirán
pocos libros medianos. Sólo se escribirán algunos buenos.
Y se escribirán muchos pésimos, por los alucinados de la gloria; pero
esto no obsta, porque el rió del olvido los arrastrará en su corriente,
a poco de haber salido a luz y sin dejar huella ninguna.
De que los libros no valgan dinero resultará que todos aquellos hombres
de entendimiento, que sirven para algo, harán mil cosas útiles y no
escribirán. Sólo escribirán los verdaderamente inspirados, los amantes
de la gloria, los punzados e impelidos por el estro, los que tienen algo
grande y nuevo que decir, o el que absolutamente no sirve para nada, y,
como ha seguido carrera literaria, se hace escritor, desesperado de no
poder ser otra cosa y para consolación en su desventura.
Infiero yo de aquí que no reflexionan derechamente los que, llenos de
terror de que haya tanto letrado en España, dicen que deben dificultarse
las carreras a fin de que muchos tomen oficio o se empleen en más
humildes menesteres; porque nuestras aficiones hidalgas o señoriles no
lo consentirán nunca; y, si el que estudia algo, aunque sea poco, se
convierte hoy en autor, cuando no estudie nada, y no espere regalo y
favor de las musas, como ya hacen muchos que no han cursado en las
Universidades, se convertirá en hacendista, y las cosas empeorarán. Un
poeta, por perverso que sea, es al cabo menos dañino que cualquiera
aspirante a ministro de Hacienda, o a banquero o a director del Tesoro.
El argumento no vale, sin embargo, sino para probar que no son dañinos
los muchos autores, y no para excitar a que se paguen sus obras.
Donde éstas se pagan bien, por lo rico y más próspero del pueblo para
quien se escriben, hay que lamentar hoy cierta plétora. Así en
Inglaterra. Tauchnitz, editor de Leipzig, hace una edición de autores
ingleses, contemporáneos los más. Es de presumir que sólo publica lo
mejor. Su biblioteca o colección, no obstante, consta ya de mucho más de
mil volúmenes. Convengamos en que esto pone grima. ¿Es posible que el
espíritu humano, por fértil que sea, tenga suficientes primores,
novedades y lindezas que decir, para llenar tantos volúmenes, o habrá
harto de repeticiones y de palabrería? Lo confieso: al ver esta viciosa
lozanía, esta intrincada selva o matorral de libros, que nacen donde se
pagan, casi me avengo a que no se paguen aquí o se paguen mal, a fin de
que sólo escriban los que por ilusión sandía se creen _genios_, o los
que tienen algo de _genios_ y no pueden menos de escribir. Los libros de
aquéllos pasarán y los pocos de éstos quedarán, como conviene que
queden, sin confundirse en el fárrago insulso de tanto como por oficio
se escribe.
Por otra parte, donde no valen dinero las obras literarias, los autores
no suelen ser tan prolijos en escribir, y esto es gran ventaja. Aunque
yo disto infinito de ser profundo, venero la profundidad, si bien me
guardo de confundir lo profundo con lo difuso. Y cierto que hoy se peca
gravemente en esto, donde los libros valen. Hay, verbigratia, una
Historia de Inglaterra, que se toma por modelo. No empieza la narración
sino doscientos años ha. El autor murió dejando escritos, en unos ocho
tomos de la citada edición de Tauchnitz, ocho años sobre poco más o
menos de dicha historia. Para escribirla toda hasta hoy hubiera sido
menester en el autor la facilidad del Tostado y la vida de Matusalen, a
fin de escribir doscientos tomos. Y hasta para leer toda la historia uno
que no leyese muy de priesa tendría que consumir lo mejor de su vida.
Si estas razones tengo para no sentir que el oficio de escritor sea bien
retribuido, no faltan razones desinteresadas para desear que lo sea. Y
es una de gran peso el considerar que no se logra escribir bien y sacar
a luz obras inmortales con larga meditación y estudio, sino que las
mejores obras suelen brotar de repente, y el autor las produce como por
milagro y caso divino, escribiendo veinte cosas malas o medianas antes
de atinar con una buena.
En los terrenos feraces, si se siembra trigo y se cultiva bien, el trigo
nace en abundancia; pero no dejan de nacer cizaña y otras yerbas
perniciosas; y, sin embargo, no es razón que, a fin de evitar que la
cizaña nazca, se quede por cultivar el terreno y no se eche en él buena
simiente. Ya vendrá en su día y sazón quien escarde el haza o sembrado,
y arranque lo que allí ha nacido de más, a fin de que el trigo crezca,
medre y cunda sin ahogo.
Esto, en las letras, lo hace la crítica. Porque yo me figuro, pongo por
caso, que había de haber un sin número de cantos o narraciones populares
sobre la guerra de Troya, y que sin duda algún sabio discreto desechó lo
más y escogió lo menos y más hermoso, y, enlazándolo entre sí con
artificio y orden, compuso los maravillosos poemas de la Ilíada y de la
Odisea. Y del gran moralista antiquísimo de los chinos, no ya por
presunción se colige, sino que a ciencia cierta se sabe, que de fatigosa
cantidad de sentencias, eliminando muchas, ya por vanas y frívolas, ya
por repetidas, reunió lo mejor y más sustancioso, y esto le dio la fama,
el crédito y la autoridad semidivina de que él goza entre los de su
nación y casta, con provecho y bienandanza de todos.
Por este lado, pues, yo me inclino a desear que se escriba mucho, aunque
se nos antoje que no es de mérito, porque sin tanta rapsodia no hubiera
salido la Ilíada, y sin tanta sentencia no hubiera podido extraer las
suyas el sabio Confucio.
En España, dejando en suspenso el decir si es bien o mal, ya que en mi
entender para todo hay razones, se escribe poco en proporción de lo que
en otros países se escribe. Y aun de eso poco que se escribe en España,
no suele ser lo peor lo que, por incuria o falta de estímulo, queda
inédito o pasa ignorado.
Notable prueba de lo que digo pudieran dar bastantes varones ilustres,
que ocuparon las sillas de esta Academia, cuyas obras, de gran
importancia unas, y otras de sabrosísima lectura, andan perdidas en los
periódicos, o existen manuscritas y expuestas a perecer, sin que nadie
las imprima y publique en colección: así, por ejemplo, los escritos de
D. Agustín Durán, de D. Antonio Alcalá Galiano, de D. José Joaquín de
Mora y de otros.
Los españoles son más aficionados al tumulto del espectáculo público que
a la soledad y al retiro, y más se avienen con emplear los oídos en
escuchar, que los ojos en leer las creaciones del ingenio, por donde
éste suele mostrarse, mejor que en el libro, en el teatro y en la
tribuna. De aquí que nuestra Academia elija gran parte de sus individuos
entre los autores dramáticos y los oradores.
De los últimos hay varios que apenas han dejado escritos, por faltarles
tiempo y aliciente para escribir, si bien por lo poco que dejaron es
fácil rastrear y columbrar cuánto hubieran acertado al hacerlo, si con
afán hubiesen dedicado a tales tareas las altas prendas de escritores
que los adornaban. Valga como muestra la bellísima cita, hecha por el
Conde de Casa-Valencia en el discurso a que contesto, de un artículo del
Sr. Ríos Rosas, _La mujer de Canarias_, única producción en prosa, que a
más del discurso de recepción aquí, confieso conocer, como trabajo
meramente literario, de tan eminente republico y tribuno.
El nuevo Académico, a quien tengo la honra de contestar, se cuenta entre
aquellos que vienen principalmente aquí a título de oradores, como
Pacheco, Olózaga, Gonzalez Bravo y el citado Ríos Rosas.
Su elocuencia parlamentaria y didáctica es harto digna de este premio.
Fácil y discreto en cuanto dice, une el Conde, a la elegancia de la
frase, la nitidez, la corrección y el método, que valen tanto para
hacerse comprender; la amenidad y la gracia, que atraen al auditorio y
ganan las voluntades; la firmeza que infunde el convencimiento; y la
circunspección, la mesura y el sereno reposo, que cuadran y se ajustan
tan bien con la índole del hombre de Estado.
Pero el nuevo Académico no ha lucido sólo en las Asambleas políticas las
dotes que como orador le distinguen, sino que, durante tres años, ante
numeroso y complacido concurso, ha dado en el Ateneo interesantes
lecciones sobre _La libertad política en Inglaterra_, las cuales, con
aplauso general y no escaso fruto de los que estudian seriamente la
política, corren impresas en tres volúmenes. En ellos, a más de campear
las excelencias que ya he encomiado, se atesoran no pocas noticias
históricas, para la generalidad de nuestros compatriotas desconocidas, y
muchas advertencias y máximas, sacadas con tino y agudeza de los mismos
hechos que se refieren.
Entre otros trabajos del Conde, es muy de alabar además uno bastante
extenso, publicado en la _Revista de España_, con el título de _La
embajada de Don Jorge Juan en Marruecos_, en el cual, no sólo se
descubren excelentes condiciones del estilo propio para la narración
histórica, sino la aptitud didáctica, sesuda y reflexiva de que el autor
da tantas señales en las precitadas lecciones.
De su discurso de recepción sería petulancia en mí el hacer aquí
panegírico. ¿Cuál mejor que vuestro aplauso? ¿Qué prueba más clara de su
mérito que el deleite e interés incesante con que le habéis oído?
Grande es mi deseo de contestar dignamente a dicho discurso; pero ni la
premura del tiempo, ni las dolencias y graves disgustos, que en estos
días me han aquejado, ni mi falta de serenidad y de paz interior,
habrían de consentirlo, aunque la pobreza de mi erudición y la cortedad
de mi entendimiento no lo estorbasen.
El tema sobre que versa el discurso no puede serme más simpático; pero
esto no basta.
Con ocasión de que las mujeres se complacen ahora en asistir a estas
reuniones, encarece mi amigo y compañero la capacidad que hay en ellas
para el cultivo de las letras y cuán útil y conveniente es que las
cultiven. En todo esto mi mente se halla en perfecta consonancia con la
suya. Nada diría yo, aunque supiera decirlo, para invalidar sus razones.
Lo poco que yo añada será para esforzarlas.
El ser espiritual de la mujer no me parece, con todo, igual al del
hombre, sino radicalmente distinto. Lo que el espíritu de ellas concibe
sería, a mi ver, monstruoso, si no diese señales de que es de mujer. Mas
esta desigualdad no implica diferencia de valer, ni presupone
inferioridad mucho menos. La diferencia está en las condiciones y
calidades: en algo que se siente de un modo confuso y que es difícil de
determinar y de expresar.
Pero la diferencia existe, y, aunque no sea más que por esta diferencia,
deben escribir las mujeres. Si sólo escriben los hombres, la
manifestación del espíritu humano se dará a medias: sólo se conocerá
bien la mitad del pensar y del sentir de nuestro linaje. En los pueblos
donde la mujer vive envilecida en la servidumbre, y no se la deja
educarse y saber, la civilización no llega jamás a completo
florecimiento: antes de llegar, se corrompe o se marchita. Es como si al
alma colectiva de la nación o casta donde esto ocurre se le cortase una
de las alas. Es como ser vivo que tiene la mitad de su organismo
atrofiado o inerte por la parálisis.
Si el alma de la mujer es diferente de la nuestra, hasta en la operación
más inmaterial debe notarse. Y yo creo justo y consolador sostener esta
diferencia. Si yo cayese en la tentación de hacerme espiritista y de dar
fe a la _palingenesia_, _metempsícosis_, o como quiera llamarse,
imaginando que renacemos en otros astros y mundos de los que pueblan el
éter insondable, entendería que la mujer siempre quedaba mujer; pues
tendría yo una desazón grandísima si me volviese a hallar, en Urano o en
Júpiter, con la linda señora, a quien hubiese amado en nuestro planeta,
aunque fuese de un amor más platónico que el de Petrarca por Laura,
convertida en caballero o en algo equivalente, según los usos de por
allá.
No puede ser mero accidente orgánico el ser de un sexo o de otro, sino
calidad esencial del espíritu que informa el cuerpo.
Repito, no obstante, que no implica esto que se dé inferioridad en las
mujeres, ni en el alma ni en los órganos que la sirven. Los españoles
nos hemos inclinado siempre a creerlas superiores en todo. El sublime
concepto que de ellas tenemos se cifra en cierta sentencia que Calderon,
no una, sino varias veces, pone en boca de sus galanes:
Que si el hombre es breve mundo,
la mujer es breve cielo.
Recuerdo que Juan de Espinosa, en cierto _diálogo_ que escribió _en
laude de las mujeres_, titulado _Ginaecepaenos_, se extrema en ponderar
lo superiores que son en todo las mujeres, valiéndose para ello de las
doctrinas escolásticas, de la historia, de la teología y de los
argumentos más raros y sutiles. Dice, por ejemplo, con _darwinismo_
profético y piadoso, que Dios sacó de lo menos acabado y perfecto lo más
perfecto y acabado. Del hombre sacó a la mujer, no sin menoscabo y
detrimento, pues que le sacó una costilla; y de la mujer, sin detrimento
ni menoscabo alguno, sacó un perfectísimo bacón, en quien quiso
humanarse. Otra observación no menos curiosa del _Ginaecepaenos_ es que
el hombre fue creado por Dios en cualquiera parte, mientras que a la
mujer la creó Dios en el Paraíso.
Dejando a un lado estas cuestiones, sobrado profundas, digo que la
mujer, aun cuando no escriba, influye benéficamente inspirando lo mejor
de cuanto se escribe. ¿Qué poesía, qué drama, qué leyenda, qué novela,
no tiene por asunto principal el amor de la mujer? Inspirado por su amor
y deseoso de conquistar su amor, canta casi siempre el poeta. Mas no
contentas las mujeres con tanta gloria, no satisfechas de inspirar sólo,
han querido y debido escribir también, a fin de que una de las faces de
nuestro espíritu, colectivamente considerado, no quede en la sombra, sin
dejar rastro y sin dar razón permanente de sí.
El nuevo académico, concretándose a nuestra patria, ha hablado con
elogio merecido y ha hecho el recuento de las mejores escritoras que
enriquecen el idioma castellano con sus producciones.
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