El origen del pensamiento - 02

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Mientras tanto el semblante de nuestro buen amigo Mario expresaba una
muda y profunda desesperación que causaba pena. Romadonga era capaz de
pasarse toda la noche hablando con la chula. Dirigíale desde su mesa
miradas intensísimas, unas veces suplicantes, otras coléricas, las
cuales no advertía siquiera el viejo trovador, y si alguna vez se
tropezaban casualmente sus ojos, los de éste expresaban indiferencia
absoluta como si nada hubiese ofrecido a su amiguito. El rostro de la
vecina también se había puesto sombrío, y ya no se volvía sino muy rara
vez hacia su afligido adorador.
Miguel Rivera se había ido. En su lugar estaba Godofredo Llot. Éste era
un joven, casi un adolescente, de rostro afeminado, cabellos rubios, tez
nacarada, ojos azules y agradable presencia.
Adolfo Moreno le acogió con sonrisa irónica.
--¿Has estado hoy en Nuestra Señora de Loreto, Godofredo? Acabo de leer
en _La Correspondencia_ que se han celebrado esta tarde solemnes
vísperas.
--No, no he estado--replicó el chico con visible malestar, poniendo los
ojos serios y distraídos para atajar, si era posible, las bromas
insulsas con que Moreno solía regalarle.
--Pues, hombre, me sorprende muchísimo, porque unas vísperas me parece a
mí que no son para desperdiciar... sobre todo solemnes. ¡Anda, que
cuándo te verás en otra!
--Pues en seguida--replicó Llot malhumorado.--A cada momento las hay.
--¡Hombre, me dejas sorprendido! ¿Y a beneficio de quién eran éstas?
--¡Cómo a beneficio?...
--Sí; ¿a beneficio de qué cura se daba la función esta tarde?
Godofredo hizo un gesto de resignación y no contestó.
Adolfo gozaba extremadamente en embromar y hasta escandalizar a aquel
pobre muchacho, fervoroso creyente y dado a las devociones piadosas.
Godofredo Llot era de Alicante. Habíase educado en un colegio de
jesuitas, permaneciendo allí hasta los diez y ocho años, casi los que
ahora representaba, aunque hubiese cumplido los veintitrés. Sus maestros
le habían inculcado tan profundamente el sentimiento religioso, que
apenas vivía más que para darle desahogo. Oía misa todos los días,
confesábase a menudo, aunque no tanto como sus amigos pretendían;
alumbraba con un cirio en las procesiones o llevaba en hombros alguna
imagen cuando los estatutos de la cofradía en que estaba inscrito lo
exigían. Era amigo de todos los clérigos, con quienes departía
familiarmente en las sacristías. Gozaba igualmente el honor de ser
recibido en el palacio episcopal y de que el Nuncio de Su Santidad le
llamase por su nombre cuando le besaba el anillo en el paseo. Y sobre
estas bellas cualidades que le hacían estimable y simpático en sociedad,
particularmente a las señoras, poseía Godofredo algunas otras dignas de
aprecio. Era estudioso, y un escritor que comenzaba a adquirir renombre
entre los suyos. Escribía en los periódicos católicos artículos
literarios que se distinguían por un estilo florido y pintoresco, cuyo
efecto entre las devotas suscritoras era asombroso. Respiraban tal vivo
entusiasmo por las glorias del catolicismo, una fe tan ardiente y
cierta frescura de corazón, que rara vez suelen hallarse en la
escéptica juventud del día. Sobre todo al recordar las hazañas de los
héroes cristianos en la Edad Media, «aquellos caballeros de armadura
resplandeciente como su conciencia, que con la cruz bendita sobre el
corazón marchaban al combate a pelear por su Dios,» o al tocar el asunto
de las catedrales góticas, «donde la luz se filtraba misteriosa por los
vidrios de color de sus ventanas ojivales, y cuyas elevadas torres
destacándose severas en medio de la noche parecen un dedo que señala al
cielo,» realmente la pluma de Godofredo despedía vivos destellos de
elocuencia que hacían presagiar un futuro apóstol, una columna en que se
apoyaría el catolicismo con el tiempo. Esto se pensaba por lo menos en
las sacristías y en las redacciones de los periódicos ultramontanos,
donde se le mimaba a porfía y donde había llegado a adquirir maravilloso
ascendiente.
Con tales ideas y piadosas inclinaciones, ¿cómo se entiende que Llot
asistiese al café del Siglo? Él daba a tal exceso una explicación
bastante plausible. Había conocido a Moreno en la Universidad, en la
clase de derecho romano. Trabó estrecha amistad con él conversando
largamente por los corredores en espera de las clases. Esta amistad se
rompió inopinadamente porque Moreno abandonó la carrera de leyes. No
volvió a verle hasta pasados dos años en que le halló casualmente en un
teatro. Reanudaron entonces con alegría sus relaciones. Pero, con grande
y dolorosa sorpresa suya, observó que su desgraciado amigo había rodado
en los abismos de la incredulidad: las malas compañías le habían
pervertido por completo. Contristado hasta un punto indecible, previo el
consentimiento de su confesor, en vez de apartarse de él como de un
apestado, tuvo la caridad de proseguir su amistad, esperando que con el
tiempo y los constantes y oportunos consejos se reconciliaría con la
Iglesia. Pero Moreno no quería oír hablar de tal reconciliación. Cada
vez más ciego en su extravío, burlábase amargamente de la fe sencilla y
ardiente de su amigo. No desmayaba éste: sufría con resignación los
sarcasmos y hasta los insultos que a menudo le dirigía, esperando con
paciencia el día en que Dios le tocase en el corazón.
--Moreno, hace usted mal en burlarse de las cosas de la religión. ¡Quién
sabe si algún día se arrepentirá usted de esas bravatas!--dijo D.
Dionisio con su voz cavernosa.
--¿Yo?--replicó vivamente Adolfo haciendo un gesto furioso, lo mismo que
si le hubiesen llamado ladrón. Pero reponiéndose súbito y dejando asomar
a su rostro una sonrisa sarcástica, dijo tranquilamente:--Eso queda para
ustedes los poetas, que proceden siempre, lo mismo en la vida que en la
esfera del conocimiento, por los impulsos ciegos del sentimiento. Quien
ha llegado a cierta clase de conclusiones por un método rigorosamente
científico, no hay peligro de que cerdee jamás.
--Convengo, amigo Moreno, en que los hombres de imaginación no somos a
propósito para escudriñar los problemas abstrusos de la ciencia--replicó
dulcemente Oliveros, relamiéndose interiormente con el dictado de poeta
que el otro le había otorgado.--Pero no me negará usted que sólo por el
sentimiento se han llevado a cabo las grandes empresas, todos los actos
heroicos que registra la historia.
--No me opongo a ello: lo único que deseo hacer constar es que ese
sentimiento que usted juzga tan elevado, tan sublime, no depende más que
de algunas gotas de sangre de más o de menos en el cerebro. En cuanto al
sentimiento religioso de que hablábamos, está plenamente demostrado que
no es una facultad primitiva y distintiva del hombre: sólo corresponde a
un estado transitorio.
--Pero todos los pueblos tienen religión--clamó profundamente D.
Dionisio.
--Se engaña usted, querido Oliveros--manifestó Moreno sonriendo de
felicidad por hallarse en situación de poder desbaratar aquel error tan
pernicioso.--Se engaña usted, no todos los pueblos tienen religión. En
el África central existen algunos pueblos que carecen de ideas
religiosas. Los cafres Makololos tampoco las tienen muy claras, ni los
Papouas de la costa Maclay en Nueva Guinea, ni los Esquimales de la
bahía de Baffin...
Entablose una acalorada disputa filosófico-religiosa con los caracteres
esenciales que ofrecen tales discusiones en los lugares cerrados
dedicados a expender licores y refrescos. Las ideas, cuando parecían
luminosas, se repetían indefinidamente y en tono cada vez más elevado, a
fin de que se grabaran profundamente en el cerebro del contrincante.
--¡Es que todas las religiones tienen sus milagros!--Permítame usted,
Moreno...--¡Es que todas las religiones tienen sus
milagros!...--Permítame usted, Moreno; el mundo sería...--¡Es que, amigo
Oliveros, todas las religiones tienen sus milagros!--¡Pero permítame
usted, Moreno! el mundo sin religión sería...--¡Es que...
Cada cual, enamorado de sus proposiciones juzgándolas de todo punto
incontrovertibles, no quería escuchar siquiera las del contrario.
Apelábase con bastante frecuencia a símiles de orden corporal, que son
los que en tales casos presentan más dificultad al adversario. Y se
tomaban como puntos de comparación los objetos que tenían más a la mano.
--¿Ve usted esta mesa?... Aquí hay materia, aquí hay forma.--Ahora
bien, si yo tomo en la mano esta copa y la trasporto desde este sitio a
este otro...--¿Por qué esta copa es trasparente y esta taza no lo es?...
El resultado ordinario de tales símiles es desconcertar al adversario y
destruir por entero el tejido de sus sofismas. Pero a veces, cuando el
preopinante esfuerza demasiado la argumentación, las copas o las tazas
suelen rodar por el suelo y quebrarse. Entonces es el preopinante quien
se desconcierta y dirige con turbado semblante miradas tímidas hacia el
mostrador.
Adolfo Moreno gozaba incomparablemente en estas discusiones que le
permitían lucir sus conocimientos en las ciencias naturales. Y como
estos conocimientos solían ser tan recientes que muchas veces databan de
la noche anterior o del mismo día, su fuerza era irresistible. ¡Qué
serie asombrosa de pormenores, cuánta erudición desplegaba en ocasiones!
Los contrarios quedaban silenciosos y confundidos y los parroquianos de
las mesas inmediatas henchidos de admiración. Algunos de éstos que
habían concluido por trabar amistad con ellos, se trasladaban en
ocasiones a la mesa de los filósofos y tomaban parte en las disputas.
Mientras la discusión religiosa se desenvolvía, profunda y acalorada,
Godofredo Llot aparecía agitado, convulso. Varias veces había querido
intervenir, pero como lo hacía tímidamente no se le escuchaba. Y las
impías proposiciones que su amigo sustentaba le llegaban tan al alma,
turbaban de tal manera sus facultades, que apenas tenía alientos para
formular un argumento. Estaba consternado: su corazón se iba apretando
de pena. Aquella noche Moreno parecía un demonio terrible y batallador,
escupiendo con furia sus blasfemias, manifestando con cinismo infernal
su odio a los misterios de la religión.
El pobre Godofredo se sintió tan abatido que, mientras miraba con
espanto a su amigo, algunas lágrimas brotaron a sus ojos y resbalaron
por sus tersas mejillas. Nadie lo advirtió, embebidos como estaban en la
disputa. Mas cuando Moreno, en un rapto de feroz incredulidad, gritó
que para él nuestro Redentor no era más que un judío exaltado, dejose
oír un sollozo. Todos volvieron la cabeza. Godofredo, tapándose la cara
con las manos, lloraba amargamente.
La compasión se apoderó entonces de unos y de otros. ¿A qué conducía
aquella discusión? El que tuviese la desgracia de no creer, que se lo
callase. De todos modos, herir sin necesidad las almas timoratas, como
la de aquel pobre muchacho, era poco caritativo y además una falta de
consideración.
Moreno, algo amoscado, guardaba silencio, maldiciendo en su interior de
la facilidad que su amiguito tenía para liquidarse.


II

Romadonga se acercó al grupo cuando la discusión religiosa acababa de
zanjarse de aquel modo imprevisto y húmedo. Mario vio el cielo abierto.
D. Laureano le hizo con sonrisa de condescendencia una seña, y nuestro
impaciente joven se disponía a levantarse cuando uno de los mozos que
servían allá abajo, cerca de la puerta, se acercó al viejo tenorio y le
habló algunas palabras al oído.
--Soy con usted al momento--dijo éste a Mario.
Y se alejó.
--¿Qué pasará?--preguntó uno de los tertulios.
--¿Qué ha de pasar? ¡Lo de siempre!--repuso Mario de mal humor.--¿No lo
ve usted?--añadió fijándose en la puerta.
Por detrás de los cristales se traslucía la silueta de una mujer.
Al cabo de pocos instantes viose llegar de nuevo a Romadonga mordiendo
el imprescindible cigarro y con el mismo paso tranquilo, dirigiendo
miradas insolentes a las parroquianas.
--¿Por qué se ríen ustedes?--dijo al llegar.--¿Se figuran que se trata
de una aventura amorosa? Pues no hay tal... Es decir, sí ha sido una
aventura amorosa, pero en tiempos remotos. Ahora no es más que una vieja
que viene a pedirme diez duros.
--¿Se los ha dado usted?
--¡Nunca! y eso que me ha dicho que tiene un hijo muriendo. No quiero
sentar precedentes funestos. Hija mía, lo siento mucho, le dije, pero yo
no mantengo clases pasivas.
No faltó quien celebrase el chiste y quien admirase la firmeza de
corazón del empedernido seductor. Mario no pudo reprimir un gesto de
repugnancia. Aquel rasgo de crueldad expresado en forma tan cínica le
dio frío. Pero este frío y esta repugnancia se disiparon cuando
Romadonga, poniéndole cariñosamente una mano sobre el hombro, le dijo:
--A las órdenes de usted, amigo Costa.
Lo que ahora le acometió fue una extraña sensación de terror, unos
deseos atroces, de echar a correr. Levantose, sin embargo,
automáticamente y, pálido y trémulo como si le condujesen al suplicio,
siguió a D. Laureano.
--Buenas noches, señores--dijo éste acercándose al patíbulo.--¿Cómo
sigue usted, doña Carolina?... ¿Qué tal, D. Pantaleón? ¿Y ustedes,
niñas?
Todos buenos, todos buenos, y todos sonrientes, acogiendo a D. Laureano
con la misma alegría que a un bienhechor de la humanidad. La sonrisa de
la más regordeta de las muchachas iba acompañada de un poco de carmín en
las mejillas que se propagó instantáneamente al resto de la cara, sin
excluir las orejas, cuando Romadonga, dando un paso atrás, dijo estas
solemnes palabras:
--Tengo el honor de presentar a ustedes a mi amigo D. Mario de la Costa.
D. Mario de la Costa, a juzgar por su palidez, estaba rezando en aquel
momento el credo, preparado a morir cristianamente. Alargó al jefe de la
familia su mano temblorosa y fría, y preguntó con voz que semejaba un
estertor:
--¿Cómo está usted?
El jefe de la familia estaba bueno y celebraba la ocasión de conocer al
señor de la Costa. Éste volvió a alargar su mano a la esposa del jefe,
pero su garganta ya no pudo dejar salir el más leve soplo. En cuanto a
las niñas, podían sacudir la cabeza, sonreír, ruborizarse, hacer, en
suma, lo que tuvieran por conveniente. De todos modos, no lograrían
obtener la más mínima atención por parte del joven presentado. Éste
permaneció de pie e inmóvil esperando el golpe fatal cuando la mano
protectora de D. Laureano le obligó a sentarse en una silla que
previamente había acercado. Presentación, la más delgada de las jóvenes,
se apartó un poco haciendo signos de inteligencia a Romadonga, y la
silla quedó colocada al lado de Carlota, la más gruesa. Pero Mario
sorprendió aquel signo de inteligencia y la sonrisita burlona con que
fue acompañado. Inmediatamente el blanco cera de sus mejillas se tornó
en un rojo ladrillo no menos interesante.
¿Por qué les da a todos en seguida por hablar entre sí, sin cuidarse de
él para nada? Su regordeta vecina era víctima del mismo abandono. Ambos
parecían consternados. Carlota, inquieta, temblorosa, pidió auxilio a su
hermanita llamándole la atención acerca de una manteleta que vestía
cierta señora que acababa de entrar. La cruel Presentación no hizo caso
alguno; les echó una mirada burlona y se volvió de espaldas riendo como
una tonta. Mario tuvo fortaleza bastante para mantener a salvo su
dignidad en tan críticas circunstancias. A nadie demandó socorro. Y
comprendiendo que el hombre debe hallar en sí mismo recursos suficientes
para flotar en esta clase de naufragios, supo toser y sonarse muy a
propósito, limpió la ceniza del cigarro que le había caído sobre el
pantalón con admirable oportunidad, no dejando tampoco, claro es, de
mirar con cierta insistencia las mangas de la levita a fin de descubrir
si era posible alguna mancha salvadora. Es más, cuando gracias a estos
heroicos manejos se encontró medianamente tranquilo, tuvo serenidad
bastante para decir a su vecina sin temblarle demasiado la voz:
--Es increíble el calor que aquí se desarrolla al llegar esta hora.
--Es verdad, sobre todo los domingos, en que viene tanta gente--repuso
la vecina con voz suave, dulcísima, como las notas de una flauta sonando
en un bosque de laureles y mirtos.
--¡Eso es!--se apresuró a exclamar Mario, vivamente impresionado por
esta profunda observación.
Inmediatamente la vecina emitió otra muchísimo más luminosa, y es que
los días no festivos el café estaba más tranquilo y agradable.
Naturalmente, Mario al oír esto cayó en un verdadero espasmo de
admiración, y asintió frenéticamente, no sólo con la boca, sino también
con los ojos, con el cuello, con las manos, con todos los componentes de
su organismo en suma. Y acometido a su vez del fuego de la inspiración,
halló en las profundidades de su espíritu un rasgo feliz que a él mismo
le dejó sorprendido.
--Basta que haya pocas personas si éstas nos agradan.
La vecina hizo un signo de aquiescencia bajando modestamente los
hermosos ojos. Mario quedó tan encantado del éxito de su frase que,
excitado por él, supo hallar en poco tiempo otras dos o tres no menos
felices.
Ambos quedaron en breve tan abstraídos de los ruidos mundanales que
sonaban a su alrededor como si se hallasen en las profundidades de una
selva virgen. La soledad que antes les parecía aterradora hallábanla
ahora gratísima y gozaban cambiando frases de admirable sentido, como la
primera pareja creada por Dios en los jardines del Paraíso.
No fue un ángel quien vino a arrojarles de él, sino el propio creador de
la mitad de la pareja, esto es, D. Pantaleón Sánchez, papá de las dos
niñas.
--He tenido el honor, Sr. Costa, de conocer a su señor padre hace años,
cuando era subsecretario de Hacienda. Entré en su despacho formando
parte de una comisión de almacenistas para pedirle una rebaja en el
arancel.
Mario daría cualquier cosa en aquel momento porque D. Pantaleón no
hubiera tenido semejante honor. Sin embargo, pareció encantado de la
noticia. Y sobre este tema departieron algunos instantes.
Era D. Pantaleón un hombre que se hallaría entre los sesenta y los
sesenta y cinco años; el cabello enteramente blanco y lo mismo el
bigote, largo, poblado y caído de puntas: conservaba el cutis fresco,
los dientes seguros y cierta firmeza y decisión en los movimientos, que
denotaban vigor corporal. La mirada profunda de sus grandes ojos
pregonaba bien claro que tampoco había perdido el espiritual. Hablaba
reposadamente y con una gravedad afable que infundía a la vez respeto y
simpatía.
Cuando le pareció oportuno suspendió la conversación volviéndose hacia
Romadonga, y Mario quedó nuevamente perdido y solo. No tardó, sin
embargo, haciendo un esfuerzo poderoso de ingenio como el anterior, en
hallar el camino de la selva donde le aguardaba su simpática vecina.
--El café que sirven los domingos es peor que el de los demás días.
Y se ruborizó al expresar esta juiciosa opinión, lo mismo que si hubiera
dicho postrado de hinojos:--¡Te adoro, ángel mío!
--Es imposible que salga bien haciendo tan gran cantidad--repuso
Carlota, igualmente ruborizada.
Ambos se perdieron instantáneamente en lo más espeso e intrincado del
bosque.
Esta vez no fue D. Pantaleón, sino su último retoño, quien vino a su
encuentro.
Presentación se volvió hacia ellos con ademán tan vivo, expresando tal
furor en su movible fisonomía, que lo mismo Mario que su dulce compañera
quedaron sorprendidos y levantaron los ojos para saber cuál era la
causa. Un joven pálido, de pómulos salientes, nariz remangada y ojos
claros, pero no serenos, se acercaba en aquel momento a la mesa con la
cabeza descubierta.
Mario reconoció en seguida al violinista.
--Buenas noches, D. Pantaleón... Buenas noches, D.ª Carolina... Buenas
noches, Presentacioncita... Buenas noches, señores... ¿Cómo siguen
ustedes? ¿Están ustedes bien?
La boca del joven artista se dilataba al pronunciar estas palabras con
una sonrisa que no dejaba ocioso el más insignificante músculo, la fibra
más diminuta de su semblante incoloro. La voz se arrastraba lenta,
gangosa por aquella formidable boca antes de salir, de tal modo que al
llegar a los oídos de sus interlocutores parecía venir cargada de
saliva. Y así era en efecto.
--Buenas noches, Timoteo, buenas noches.
Todos respondieron amicalmente al saludo, menos Presentación. Y, sin
embargo, los que la boca temerosa del artista había dejado escapar, y
muchos otros que habían quedado dentro, a ella exclusivamente iban
dirigidos. Mientras hablaba en pie y arrimado a la mesa con los papás y
con Romadonga, sus ojos de pez, claros y fríos, no se apartaban de la
gentil muchacha.
¿Gentil? Sí, Presentación era una lindísima joven que acababa de cumplir
los veinte. Delgadita, morena, de rostro fino y expresivo, los ojos
picarescos con afectación, los cabellos negros y pegados a la frente, la
boca tan pronto grande como chica, de una extrema movilidad, lo mismo
que los ojos, que el talle, que las manos, que todo lo demás. Una mujer,
en suma, hecha de rabos de lagartija. El reverso de su hermana Carlota,
tan redondita, tan sosegada, de una pasta tan excelente que no había
medio de alterarla. No era bella, al decir de los inteligentes; su nariz
no estaba bien modelada; los labios eran demasiado gruesos. No obstante,
había quien la prefería a Presentación por la dulzura de sus grandes
ojos, suaves, hermosos, por la frescura nacarada de su tez, por lo
macizo y bien torneado de su talle. Pero eran los menos.
Presentación se había vuelto de espaldas por completo. Su rostro y todo
su cuerpo reflejaban agitación violentísima que se traducía en muecas y
contorsiones y se exhalaba también en frases incoherentes pronunciadas
en voz baja, que ni Carlota ni Mario llegaban a comprender. La causa de
tal estado espasmódico no podía ser otra que la influencia magnética de
la mirada del violinista pesando continuamente sobre su cogote.
Carlota la contemplaba con sonrisa benévola y le decía por lo bajo:
--¡Calma, niña, calma!
--¡Sí, sí, calma!... ¡Que te pasase a ti lo que a mí me está
pasando!--exclamaba con coraje, esforzándose en apagar la voz.
--Buenas noches, Carlotita--dijo en aquel momento Timoteo, tratando de
dar a su voz gangosa acento picaresco.--No se las he dado antes porque
la veía a usted muy entretenida.
--Abre el paraguas, Carlota--dijo Presentación por lo bajo.
Pero no tan bajo que no llegase como un rumor a los oídos del joven.
Éste, sin percibir las palabras, comprendió su tristísimo sentido y
quedó avergonzado y confuso.
--Buenas noches, Presentacioncita--dijo entonces abriendo la boca
desmesuradamente para sonreír.
--Buenas noches--respondió la joven sin volver la cabeza, mirando con
fijeza al frente.
--Hoy la he visto a usted en un comercio de la calle de la
Montera--profirió el artista abriendo la boca un poco más.
--Puede ser--repuso Presentación sin dejar de mirar al frente.
--Estaba usted comprando unas enaguas.
--¡Enaguas!--replicó la joven con el acento más despreciativo que pudo
hallar.--¡Vamos, debe usted tener los ojos en el cogote para confundir
enaguas con chambras!
Timoteo quedó anonadado. Apenas pudo murmurar algunas frases de excusa.
Y he aquí por qué el violín se quejaba tan amargamente hacía poco
tiempo, por qué arrastraba las notas de un modo tan lamentable.
Presentía el infortunado que las chambras jamás deben confundirse con
las enaguas.
D.ª Carolina acudió generosamente al socorro de aquella desgracia.
--Los hombres no entienden nada de nuestra ropa, muchacha, y además,
mirando por los cristales del escaparate no es fácil distinguir lo que
se compra.
Timoteo le dirigió una mirada de carnero moribundo agradeciendo el cable
de salvación. Pero convencido de que era inútil luchar contra un
temporal tan deshecho, renunció a agarrarse a él.
D.ª Carolina era del mismo corte y figura que su hija Presentación, esto
es, delgada, nerviosa y con unos ojillos vivos y penetrantes que los
años habían hundido y rodeado de un círculo oscuro y fruncido.
--¡Hija, ten un poco de educación!--añadió por lo bajo ásperamente,
tratando al mismo tiempo de alargar la mano con disimulo para darle un
pellizco corroborante.
Presentación separó las piernas instantáneamente y soltó una carcajada
que puso más nerviosa y más arrebatada a su mamá. Vivían ambas en
constante guerra. Sus genios eran igualmente vivos. Pero así y todo, no
podían prescindir la una de la otra y formaban dentro de la casa un
partido. Presentación era la preferida de su madre, como Carlota de su
padre.
--Oiga usted, Timoteo--dijo de pronto la niña volviéndose hacia el
violinista con ojos risueños.--¿Qué era lo que usted tocaba hace poco?
--¿Lo último?... Un _stornello_ titulado _Día de sol_.
--¡Qué bonito es!
--¿Le gusta a usted?--preguntó dilatando su boca para sonreír de tal
modo que dejó estupefactos a los circunstantes a pesar de hallarse
acostumbrados a los prodigios que la naturaleza solía obrar en su
fisonomía.
--¡Muchísimo! Es precioso... precioso...
--¿Quiere usted oírlo otra vez?
--¡Ya lo creo!
--Pues lo tocaré, lo tocaré, Presentacioncita--dijo el artista lleno de
condescendencia, rebosando de orgullo.
--El caso es--manifestó la maligna joven con tristeza--que nos vamos a
ir pronto.
--Eso no importa. Voy a tocarlo en seguida... Verá usted.
Y se fue a buscar al pianista. Éste no parecía por ningún lado. Timoteo
daba vueltas como loco por todos los rincones del café.
--Vamos--decía en tanto Presentación a su hermana,--el _Día de sol_ nos
librará de la lluvia.
--¡Pobre chico! ¿Qué culpa tiene él de que se le escape la
saliva?--repuso aquélla sonriendo.
--¡Anda! ¿Y qué culpa tengo yo?--exclamó enfurecida la otra.
Mario rió la ocurrencia, irritado contra el violinista que le había
impedido extraviarse por la floresta. Romadonga la amenazó con el dedo.
--¡Niña! ¡niña!
--¿Qué le duele a usted, D. Laureano?
--A mí nada. A Timoteo es a quien le arden las orejas... Diga usted,
¿cómo no han estado ustedes esta tarde en la Castellana?
--Eso cuénteselo usted a mamá.
--¿A mi, niña?--exclamó vivamente doña Carolina.--¿Qué estás ahí
diciendo? ¿No sabes que tienes padre?--Y volviéndose hacía
Romadonga:--Pantaleón no ha querido que hoy fuésemos a paseo, sin duda
temiendo a la humedad por lo mucho que ha llovido estos días.
--Eso es... No lo he juzgado conveniente--corroboró D. Pantaleón
dirigiendo una mirada tímida a su mujer.
Presentación hizo un mohín de desdén y se volvió hacia Mario y Carlota.
Pero juzgando que era ya tiempo de dejarlos abandonados a sí propios,
entabló conversación con una señora que se refrescaba con grosella en la
mesa inmediata.
--¿Qué es eso, D.ª Rafaela, no lee usted hoy _La Correspondencia_?
--Ya la he leído, querida... No trae más que esquelas de defunción.
--¿Pues y la noticia del matrimonio de la infanta?
--No sé nada. Ya sabe usted que yo no leo más que los anuncios.
No era una señora en la acepción que se da usualmente a la palabra, ni
tampoco una mujer del pueblo. Participaba de ambas clases. No gastaba
sombrero ni mantilla, pero el mantón alfombrado que cubría sus hombros
era riquísimo; el vestido, de seda pura; en los dedos y en las muñecas
sortijas y brazaletes de valor y en las orejas dos orlas de brillantes
con zafiro en el medio; todo lo cual pregonaba que, si D.ª Rafaela no
vestía de señora, no era seguramente por falta de dinero.
Nadie lo ponía en duda, D.ª Rafaela poseía en la calle de Hortaleza un
comercio de antigüedades que en otro tiempo había sido prendería y aún
lo era cuando le venía bien. Unas veces predominaban los objetos
antiguos, otras los viejos. Como complemento indispensable de tal
negocio, D.ª Rafaela prestaba con usura. Hallaríase entre los cincuenta
y sesenta años. Gruesa, morena, de facciones abultadas y con un extenso
lunar de pelos largos, cerdosos, en la mejilla derecha, cerca de la
boca. Vivía sola con una sobrina a quien dejaba cerrada en casa mientras
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  • El origen del pensamiento - 10
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