Años de juventud del doctor Angélico - 18

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--Sí; trabajas demasiado y te hace falta un poco de reposo y del aire
puro que a mí me prodigas en demasía. ¿Por qué afanarse tanto, Sixto? Yo
sé que en medio de tus pesados trabajos no piensas más que en tu hija y
en mí, pero nosotras seríamos tan felices viviendo contigo más
humildemente, aunque fuese en una choza donde reinase la paz... ¡La paz,
sí!--añadió con un dejo de amargura que no pasó inadvertido para Moro.
Este guardó silencio unos instantes. Después, besándola en las sienes,
le dijo al oído muy quedo:
--Devuélveme el revólver que guardas en el bolsillo.
Natalia se estremeció y comenzó a temblar tan fuertemente, que se
escuchaba el castañeteo de sus dientes. Dejó caer la cabeza sobre el
pecho de su amante exclamando:
--¡Perdón! ¡Perdón!... ¡Tú no sabes lo desgraciada que soy!
--Sí lo sé, Natalia mía... ¡lo sé demasiado bien! En cambio, tú ignoras
que yo soy mucho más desgraciado que tú; ignoras que mi corazón no late
en este mundo por nadie ni por nada más que para ti y que la tristeza de
tu alma se propaga a la mía y aquí se ensancha y crece como una bola de
nieve que rueda al abismo. Es necesario terminar. Quiero romper esta
malla de acero que nos oprime; quiero salir de las tinieblas y volver a
la luz. Estás enferma; pero, aunque te obstines en creerlo, tu
enfermedad no radica solamente en el espíritu. Nuestras ideas tienen, en
efecto, un poder indiscutible sobre nuestro cuerpo, pero nuestro cuerpo
envenena también a menudo nuestras ideas. El tuyo se ha debilitado.
Cuando otra vez se fortalezca, cuando otra vez una sangre rica y
generosa corra por tus venas, entonces esos negros fantasmas que te
cercan se desvanecerán como la bruma de la noche a los primeros rayos
del sol y la alegría volverá a reinar en tu alma, esa alegría pura,
infantil, por donde me he asomado siempre a la transparencia de tu alma.
Terminemos de una vez. Huyamos, Natalia, huyamos de estos sitios, de
este horizonte donde se espesan las nubes y busquemos otro cielo
diáfano, una isla donde puedas olvidar la tormenta pasada. Yo renuncio a
mi porvenir, renuncio a mi ambición y a mi trabajo. Tengo el suficiente
dinero para vivir tres o cuatro años sin privarnos de ninguna de las
comodidades que ahora disfrutamos. Después, Dios me abrirá de nuevo
camino.
--No, Sixto mío, tú no puedes renunciar al porvenir de gloria que se
alza delante de tus ojos por una pobre mujer a quien imágenes y sueños
siniestros enloquecen. Eres grande ya como muy pocos, cabalgas sobre la
muchedumbre y nadie duda que serás su amo y la guiarás hacia el norte o
hacia el sur, donde te plazca; los próceres se inclinan ya a tu paso, el
pueblo te aclama como su redentor y una atmósfera de amor y de respeto
envuelve tu persona y la defiende contra las asechanzas de la envidia.
No. Sixto mío, yo quisiera ser alfombra para tus pies, no cadena. Sigue
tu camino glorioso y deja que esta pobre mujer se extinga tristemente
como ha vivido hasta que tú le tendiste una mano generosa.
--¿Es que no sabes, Natalia, que tu muerte sería la mía? ¿Aun no he
podido persuadirte de que mi destino se halla unido a tu felicidad y que
si ésta perece mis ilusiones y mi existencia misma se irían a pique?
Un rayo de alegría brilló en los ojos de Natalia.
--Pero tienes una hija para la cual debes vivir.
--Mi hija necesita aun más de ti que de mí... No hablemos de morir,
Natalia; la flor de la juventud todavía no se ha marchitado en tus
mejillas; yo siento en mi corazón hervir la savia de la vida; ninguna
herida mortal llevamos en el pecho. Las ideas son humo y se disipan con
un soplo. Si tú no puedes combatirlas y vencerlas, yo te las arrancaré a
viva fuerza. Mañana mismo huiremos de España y a las pocas horas nuevos
paisajes se desarrollarán delante de tus ojos y en tus oídos sonará otro
idioma diferente que te hará olvidar estos sitios para ti aborrecidos.
--¡Oh, no sabes el bien que me haces con tus palabras! Cuando te escucho
me siento revivir como un pobre pez sacado del agua y vuelto a ella a
los pocos minutos. Tú eres mi escudo, tú eres mi defensa, no sólo contra
el mundo, sino contra mí misma... Pero ese sacrificio que intentas hacer
por mí, lejos de dar la calma a mi corazón, traería sobre él nuevas
tristezas...
Moro insistió con todas sus fuerzas; ella resistió con igual
obstinación; hablaron, discutieron mucho aquella noche. Al fin vino una
transacción: convinieron en que no se expatriarían, sino que saldrían de
Madrid para las montañas del Norte, donde esperaban que con una vida
absolutamente campestre y una alimentación más sencilla se calmaría la
excitación nerviosa de Natalia. Moro iría con ella, la instalaría y no
la dejaría en tanto que no la viese aliviada.
Justamente hacía pocos días que Moro había ganado un pleito de enorme
importancia a cierto marqués que poseía un viejo palacio en plena
montaña próximo a la villa de R..., en la provincia de Santander. Moro
se lo pidió en alquiler: el marqués se lo cedió gratuitamente; aquella
misma tarde, hechos apresuradamente los preparativos de viaje, salieron
de Madrid llevando consigo a su niña, la cocinera y una doncella.
El palacio montañés era una antigua casa solariega de piedra amarillenta
y carcomida, situada en el paraje más bello y pintoresco que puede
imaginarse. Ocupaba la parte más elevada de una pequeña aldea de quince
o veinte vecinos, a tres kilómetros de la villa de R... en el corazón
mismo de la sierra que separa la provincia de Santander de las llanuras
de Castilla. La planta baja estaba habitada por un casero que llevaba en
arrendamiento las tierras y praderas que la circundaban; el piso alto,
reservado para el marqués cuando viniese, que no venía nunca; era un
viejo solterón enamorado de la vida placentera de Madrid; sólo en su
juventud iba alguna vez a cazar por aquellos sitios.
Como Sixto pudo cerciorarse inmediatamente, no ofrecía comodidad alguna:
los muebles eran viejos, los pisos estaban deteriorados, las paredes con
grietas, las puertas no encajaban, algunos cristales rotos y todos
polvorientos y sucios.
Sin embargo, por caso extraño, Natalia encontró todo aquello agradable
desde el primer día y comenzó alegremente a dar disposiciones para el
arreglo y a tomar ella misma en él parte activa. Y cuando a la mañana
siguiente de llegar se asomó al viejo corredor de madera y derramó su
vista por aquel grandioso panorama, una emoción profunda se pintó en su
rostro. Permaneció inmóvil en muda admiración largo rato dejando que la
hermosura de aquella naturaleza incomparable entrase como una ola en su
alma y la refrescase. No mucho tiempo después, percibiendo en el patio
un pozo, se fué a él y comenzó a sacar agua tirando de la cuerda con
tanto ahinco, que sus mejillas se tiñeron al instante de carmín. Cuando
levantó sus ojos a Sixto, expresaban tan pura, inocente felicidad, que
éste sintió dilatarse su corazón y no pudo menos de decirse: «Hemos
acertado; aquí se curará.»
Fueron a Santander; trajeron de allí ropa y algunos objetos
indispensables, no muchos, porque Natalia se obstinaba en vivir de la
manera más rústica posible; se pasearon algunos días por los contornos
admirando aquellos encantados lugares. Era un anfiteatro de montañas
cuyas crestas aún se hallaban nevadas; algunos pueblecillos aparecían
como colgados en los repliegues de ellas, medio ocultos entre el follaje
de robles y castaños; torrentes espumosos, praderas esmaltadas de
florecillas blancas y amarillas, ganados pastando sobre ellas,
cencerreo de esquilas, balidos de ovejas, mugidos de vacas; todo este
conjunto pastoril tenía hechizada a Natalia.
--Mira, puedes irte cuando quieras--dijo a Sixto a los tres o cuatro
días--. Estoy curada por completo.
--¿De modo que pasarás aquí el verano sin inconveniente?
--¡Y toda la vida!
Moro soltó una carcajada.
--Bien, pues, te vestirás de pastorcita, te compraré un rebaño de
ovejas, te regalaré un cayado adornado con lazos; yo me calzaré las
abarcas, compraré algunos bueyes, aprenderé a tocar la flauta y
representaremos aquí una vez más el idilio de Dafnis y Cloe.
--No, tú tienes que trabajar mucho en aquellas tierras tristes,
pobrecito, para que comamos nosotras. Me contento con que vengas a
vernos cada mes y nosotras te daremos de una vez todos los besos que
debiéramos darte en los treinta días que has estado ausente.
En efecto, Moro se fué a los ocho días después de haberlas dejado
instaladas lo más cómodamente posible; marchó loco de alegría
prometiendo escribir todos los días y haciendo prometer a Natalia lo
mismo.
Ésta revivía en aquella atmósfera saludable, se entregaba a todas las
ocupaciones de una perfecta aldeana. Trabó relación estrecha con los
caseros del marqués y éstos le proporcionaron los medios de hacer la
vida rústica que tanto apetecía. Lavaba la ropa en los arroyos y se
descalzaba para llevar a cabo esta tarea, aprendió a amasar la harina y
a cocer el pan, corría por los alrededores rebuscando leña para el
fuego, apacentaba el ganado con las hijas del colono, y hasta se empeñó
en que éstas le enseñasen a ordeñar las vacas. ¡Cuán dichosa fué en
aquellos días!
Delante de la casa y cercada por una vieja pared deteriorada había una
gran corraliza donde la pequeña Natalia, o Lalita como todos la
llamaban, correteaba con los niños del colono, que eran muchos. Natalia
se complacía en darles de merendar, en fabricar para ellos golosinas y
en hacerlas traer de R... Allí se reunían no sólo los chicos de la casa,
sino casi todos los de la aldea y Natalia jugaba con ellos como si
hubiera vuelto a los catorce años. Y en realidad su espíritu jamás había
pasado de esta edad, aunque las penas la hubiesen envejecido. Volvieron
a sonar aquellas frescas carcajadas, volvieron los mimos y los caprichos
infantiles, volvieron aquellas fugaces y graciosas cóleras que tanto
hacían reír a Sixto. Alguna vez le decía besándola paternalmente en la
frente: «Niña te he conocido, niña eres y niña morirás aunque llegues a
los noventa años.»
Un día, veinte después de la partida de Moro, a Natalia, que sólo
paseaba por los alrededores en compañía de su niña, se le ocurrió hacer
una excursión más larga: quería ir hasta una aldehuela que se veía allá
a lo lejos como un nido de palomas posado en la falda de la montaña. Le
dijeron que estaba más lejos de lo que parecía, que era necesario
caminar muchas vueltas y que se fatigaría seguramente. No quiso atender
a ningún reparo; se vistió una falda corta de alpinista, se puso unas
botas fuertes y altas, tomó un cayado y después de almorzar se lanzó
alegremente a su caprichosa excursión dejando bien recomendada a su
hija, no sólo a la doncella, sino a la mujer del casero.
Anduvo cerca de dos horas por trochas y senderos unas veces, otras por
angostas callejuelas guarnecidas de zarzamora gozando de la frescura de
la montaña y del aroma embriagador de las praderas. Marchaba enajenada,
dichosa, sin pensar en nada, dormida en ese estupor delicioso que nos
causa la hermosura de la Naturaleza. De pronto, al doblar un repliegue
del terreno, se encontró frente a una iglesia. Era pequeñita, rústica,
con exiguo campanario de espadaña y un pórtico sostenido por viejas
columnas de madera. Estaba aislada y sumergida en un bosquecillo de
añosos árboles ya vestidos de follaje con la llegada de la primavera.
Era, a no dudarlo, la iglesia de la aldea que iba a visitar. Aquella en
que Natalia habitaba no tenía iglesia: pertenecía como parroquia a la
villa de R... adonde los vecinos iban a misa los domingos.
Quedó repentinamente inmóvil; la miró largo rato pensativa. Desde su
proceso no había vuelto a poner los pies en un templo. Cada vez que
pasaba por delante de alguno en Madrid experimentaba un sentimiento de
confusión que le obligaba a volver los ojos a otro lado. Sin embargo, en
dos ocasiones intentó penetrar en una iglesia: las dos veces hubo de
retroceder desde la puerta, porque sintió la impresión de una mano
invisible que se apoyaba en su pecho y la empujaba hacia atrás. Desde
entonces no volvió a intentarlo. Tampoco oraba ya en su casa: sus
rodillas se negaban a doblarse como si fuesen de acero; sus labios no
podían articular una sola plegaria.
Ahora quedó inmóvil, como dije, y así permaneció por largo espacio en
intensa contemplación. ¿Qué pasó por su mente en aquellos instantes?
Muchos y graves pensamientos sin duda. Lo cierto es que tomando al cabo
una resolución avanzó hasta la puerta, que se hallaba entornada, la
abrió y penetró en la iglesia. Con inefable sentimiento de alegría
advirtió que aquella temerosa mano que en las dos ocasiones anteriores
le había expulsado del templo no vino ahora a apoyarse sobre su pecho.
Avanzó con decisión. La iglesita, completamente solitaria, inspiraba
dulce y melancólico recogimiento; el silencio era absoluto; la luz,
cernida por los cristales polvorientos de altos ventanos, esfumaba todos
los objetos; allá en el fondo una lámpara de metal colgada con cadena
del techo ardía delante del altar mayor esparciendo tenue claridad en
torno.
Natalia tardó algún tiempo en ver claro. Al fin, a su derecha percibió
un altarcito, se acercó y vió sobre él la imagen de San José. Era su
santo más venerado, el santo que en más de un instante aciago la había
salvado de la desesperación. Se dejó caer de rodillas ante aquella
bendita imagen y plegando las manos le dirigió una ferviente oración.
Mas ¡oh prodigio! al alzar sus ojos a la imagen vió con horror que los
de ésta se cerraban. Se puso en pie vivamente, la miró con ansiosa
atención: los ojos de la imagen continuaron cerrados. Un escalofrío
corrió por su cuerpo; toda su sangre fluyó al corazón. Miró en torno
suyo con espanto y percibiendo a su izquierda un gran crucifijo
ensangrentado se fué a postrar delante de él. Cristo crucificado cerró
también los ojos.
Una angustia indescriptible se apoderó de ella; pensó que en aquel
momento iba a expirar. Se puso en pie de nuevo; se ahogaba; quiso salir
del templo. Sus ojos aterrados tropezaron al fin con la imagen de la
Virgen sobre otro altar humilde. La Madre de Dios extendía sus brazos
representando la ternura y el perdón. Corrió hacia ella y postrándose
profirió acongojada: «¡Madre mía, sálvame!»
La Virgen sagrada cerró los ojos. Natalia dejó escapar un grito de
espanto; se lanzó a la puerta como una loca. Luego se dió a correr por
los campos en furiosa carrera. Cuando llegó a casa cayó rendida sobre su
lecho y fué acometida de una violenta fiebre. Las fatales Euménides que
habían perdido su pista, volvieron a encontrarla aquella noche. Con los
ojos inyectados de sangre, la cabeza erizada de serpientes y las manos
armadas de látigos hicieron irrupción en la región montañosa y de nuevo
volvieron a torturar a su desgraciada víctima.
--Señorita, he enviado a un chico a llamar al médico. Pero es necesario
avisar también al señorito--le dijo su doncella a la mañana siguiente.
--No te apures, Elvira. Estoy mejor. El señorito debe de llegar dentro
de pocos días y sería proporcionarle un disgusto inútilmente.
El médico de R... no dió importancia a aquella fiebre producida según él
por la fatiga; recetó un calmante y la ordenó permanecer en la cama.
En efecto, la fiebre desapareció; pero Natalia quedó en un estado de
languidez alarmante. Se levantó de la cama a los dos días, deshecha como
si hubiera permanecido quince; perdió el apetito; no quiso salir de
casa; pasaba las horas reclinada en una butaca, con los ojos muy
abiertos en un estado de estupor del cual apenas lograban arrancarla
momentáneamente las gracias infantiles de su hija.
Una tarde se hallaba de este modo reclinada e inmóvil emboscada en sus
meditaciones ansiosas. Acababa de mirarse al espejo y se decía con
mortal tristeza: «¡Dios mío, qué cambiada estoy! ¡Pobre Sixto, qué
disgusto va a recibir cuando llegue!» Sentía más el dolor de aquel sér
tan querido que el suyo propio.
De pronto llegaron a sus oídos los sonidos de un violín. Su cuerpo se
estremeció como si una intensa corriente eléctrica le hubiese
atravesado; quedó rígida como un cadáver; se alzó después, y lívida,
desencajada, marchó tambaleándose hasta el balcón y lo abrió. Un ciego
tocaba el violín allá abajo en la carretera rodeado de chiquillos. Una
voz cantó:
Mal haya la ribera del Yumurí.
Natalia cayó al suelo privada de conocimiento. Su doncella, que se
hallaba en la habitación contigua, sintió el golpe, entró
apresuradamente en la estancia, la alzó del suelo, llamó en su auxilio a
la casera y entre las dos lograron que recobrase el sentido. Lo primero
que hizo fué lanzarse de nuevo al balcón. En la carretera ya no había
nadie. Elvira pensó que aquel movimiento extraño obedecía aún al
extravío; hizo lo posible por calmarla; trató de desnudarla para que se
metiese en la cama, pero Natalia rehusó obstinadamente.
--Gracias a Dios que mañana llega el señorito, si no ahora mismo iba a
R... a ponerle un telegrama.
Al fin no tuvo más remedio que acostarse: una fiebre altísima se declaró
de nuevo. La doncella ordenó al colono que montase a caballo
inmediatamente y fuese a buscar al médico.
--El médico, no; un sacerdote--profirió ansiosamente Natalia al escuchar
la orden.
--¡Señorita!
--¡Un sacerdote!--repitió con energía la enferma.
--Pues que vengan los dos.
En efecto, poco más de una hora después llegaron en el carricoche del
médico, éste y el párroco de R...
El médico no pudo nada. El sacerdote lo pudo todo. Después de una larga
y fervorosa confesión, Natalia quedó tranquila, aunque en un estado de
postración de mal agüero.
Moro debía llegar por la mañana. Fueron a esperarle a la estación el
colono del marqués y un labrador vecino, los cuales le enteraron del
estado de la señorita, aunque procurando atenuarlo ¡Qué golpe para el
desgraciado! Montó tembloroso en el coche que le esperaba y en pocos
minutos llegaron a la aldea. Entró pálido como un muerto en la
habitación. Natalia le sonrió dulcemente.
--No te asustes. Esto no será nada.
Sin embargo, cuando quedaron solos le dijo besándole las manos:
--¡Me muero, Sixto; no hay remedio para mí!
Y le narró los fatales incidentes que habían provocado aquella terrible
crisis. Moro quedó anonadado. Hizo telegrafiar a Santander para que de
allí viniesen los dos mejores médicos. Llegaron éstos por la tarde, pero
no lograron que la enferma reaccionase favorablemente. Se fué
extinguiendo sin sacudidas, dulcemente, como una luz que se apaga.
Al amanecer llamó con voz débil a Sixto, que toda la noche la había
velado.
--¡Adiós, Sixto mío!--le dijo tomándole una mano--. Después de muerta no
me dejes aquí... Llévame a Madrid, donde puedas ir a visitarme y dejarme
algunas flores de vez en cuando... Te entrego a mi hija... vela por
ella. Si la das otra madre, cuida de que sea buena para ella. Que Dios
te haga feliz como tú me has hecho... ¡Nadie, nadie te querrá como te ha
querido Natalia!
Pocos minutos después expiraba aquella criatura tan noble y hermosa como
desgraciada. Moro se abrazó estrechamente a sus restos inanimados y así
estuvo largo tiempo hasta que él mismo cayó medio muerto al suelo.
--Se puede morir de remordimiento en este mundo--me decía algún tiempo
después en Madrid--; pero no se muere de pena. Natalia ha sido un
ejemplo de lo primero y yo de lo segundo.


XII
ISLA DE REPOSO

Seis años más.
Las horas fugaces batiendo sus alas sobre la frente de mis amigos Sixto
Moro y Pérez de Vargas habían dejado ya caer algunos leves copos de
nieve. Yo mismo encontraba cada pocos días una nueva hebra de plata en
mi cabellera lacia.
¡Dejadme de periodismo! Hacía ya tiempo que había escapado de esta sima
donde se hunden y desaparecen los talentos más claros y las más nobles
intenciones. Y sin embargo, no me pesa de haberle consagrado una parte
considerable de mi vida. Los grandes escritores pueden ufanarse de
atravesar montados en el corcel de su gloria las fronteras de la
inmortalidad; pero el oscuro soldado debe morir satisfecho sobre el
campo de batalla porque ha luchado para ennoblecer el alma de su patria.
¡Tejed coronas para esos pobres héroes anónimos de la literatura y
reservad una hojita de laurel para mí, que he escrito muchos artículos
combatiendo al ministerio!
Vivía la mayor parte del tiempo en mi pueblo, pero pasaba largas
temporadas en Madrid. Durante ellas frecuentaba el trato de Moro y Pérez
de Vargas, que no cesaban de darme pruebas de cariñosa amistad. La que a
ellos les ligaba entre sí se había ido estrechando más y más en los
últimos años, no sólo por la simpatía personal y la afinidad de ideas,
sino por otra causa aún más eficaz. La hermosa señora de Pérez de Vargas
se había encariñado tanto con la chiquita Natalia, que ésta vivía más
tiempo en el palacio de aquél que en su propia casa. Me sentía
hondamente impresionado al ver con qué ternura atenta trataban a la
pobre huerfanita. No había en Madrid golosinas bastante delicadas para
regalarla, ni juguetes costosos para divertirla. Si su desgraciada madre
podía contemplarla desde el cielo, bien satisfecha estaría de aquellos
nuevos amigos.
Estos amigos, espléndidos y caritativos, después de haber erigido
escuelas y remediado muchas necesidades, acababan de alzar en una de las
playas de Levante un Sanatorio de niños, tan completo y suntuoso, que
ningún otro existía en España que pudiera comparársele. La señora, para
dar aún más firme testimonio del afecto que profesaba a la hija de Moro,
quiso que llevase el nombre de Natalia. Faltaba muy poco para quedar
terminado. Comenzaba a hablarse de la inauguración y se hacían
preparativos. Los fundadores querían que fuese solemne y tenían
intención de llevar a varios significados amigos de Madrid.
En esta ocasión recibí una carta que me causó sorpresa y placer al mismo
tiempo. Era de Bruno Mezquita, aquel estudiante andaluz magnetizador que
había vivido conmigo en la famosa casa de huéspedes de la calle de
Carretas. Ninguna noticia directa había tenido de él hasta entonces.
Sólo sabía por vagas referencias que era médico en uno de los pueblos de
la provincia de Sevilla. El objeto de esta carta era solicitar mi
influencia con el Conde del Malojal para que éste le nombrase director
facultativo del Sanatorio que estaba construyendo en la provincia de
Alicante. Deseaba salir del pueblo, donde hacía años ejercía su
profesión, no solamente porque sus ganancias eran cortas, sino
principalmente por ciertos desabrimientos que había tenido con algunos
próceres de la comarca.
Como debe inferirse, le recomendé con mucha eficacia. Pude obtener que
Pérez de Vargas se informase de su competencia por medio de sus
compañeros de profesión. Estos informes resultaron muy satisfactorios y,
por consiguiente pude darme el gusto de ofrecer a mi antiguo compañero
la ambicionada plaza.
Una cosa me había llamado la atención en su carta, y es que al final me
decía: «Mi mujer te envía muy afectuosos recuerdos.» Yo no conocía a su
mujer. No pude menos de sonreír. ¡La exageración andaluza!
Transcurrieron algunos meses, y quedó fijado el día de la inauguración.
Algunos antes fuí con el secretario de Pérez de Vargas al Sanatorio para
arreglar ciertos extremos, avistarme con Mezquita y disponer los
preparativos necesarios para recibir a las personas de calidad que
habían de ir desde Madrid. Llegamos a Alicante y allí tuve el más famoso
encuentro que cualquiera puede imaginarse.
Me hallaba solo en la habitación del hotel donde alojábamos cuando
acerté a escuchar viva disputa en la contigua.
--Le digo a usted que es verdaderamente escandaloso hacerme pagar tres
pesetas cincuenta céntimos por siete tazas de café cuando en todos los
establecimientos de Alicante cuestan un real la taza y en Madrid mismo
cuarenta céntimos.
Lo que respondía a esta alocución la persona a quien se dirigía no pude
oírlo porque hablaba quedo; pero la voz irritada replicó:
--¡Sí, sí, ya conozco esos reglamentos! El primer artículo del
reglamento de estas casas es dejar pelados a los viajeros... Y vamos a
ver, ¿por qué no me descuenta en la nota el almuerzo de anteayer que no
he hecho en el hotel?
Murmullo indescifrable por parte del otro interlocutor.
--Ya sé que se trata de una pensión, pero podía usted guardarme algunas
consideraciones, y, puesto que me cobra usted el almuerzo, rebajarme la
botella de agua de Mondariz que he pedido ayer.
Otro murmullo indescifrable.
--Sí, puede usted. Diga usted que no quiere. Vamos, amigo Don Paco, ya
sabe usted que soy un buen cliente y que todos los años me tiene usted
en su casa unas cuantas veces... Quedamos, pues, en que queda rebajada
la botella, ¿verdad?
Aquella voz era para mí conocida, pero no podía recordar a quién
pertenecía. Excitado por la curiosidad, salí al pasillo y me coloqué a
la puerta de mi cuarto esperando que saliesen los interlocutores que
había escuchado.
Salió primero el dueño de la fonda y algunos minutos después un
caballero gordo que vestía chaqueta de paño grueso, botas de montar y
sombrero ancho de fieltro, con un látigo en la mano, en cuyo rostro
quise reconocer los rasgos fisonómicos de aquel amigo de mi juventud
llamado Carlos de Jáuregui. Sin embargo, era tan grande la diferencia
entre el joven pálido y flaco que yo había conocido y el hombrachón
robusto y atezado que ahora veía, que no pude menos de rechazar la
identidad. ¿Sería un hermano? Pero yo tenía entendido que era hijo
único. Cuando ya se había alejado un poco se me ocurrió gritar:
--¡Carlos!
Se volvió rápidamente y entonces dije:
--¡Jáuregui!
--Servidor de usted--respondió avanzando hacia mí.
Me miró con los ojos muy abiertos y exclamó abriendo los brazos:
--¡Jiménez!
Nos abrazamos con efusión.
--No sé cómo diablos he podido reconocerte--le dije--. Eres otro hombre
completamente distinto.
--¿Verdad? He cambiado muchísimo lo mismo física que moralmente desde
que nos hemos separado.
--No lo dudo--repliqué recordando la sórdida discusión que acababa de
oír--. Pero ¿vives en Alicante?
--No; vivo y he vivido siempre desde que salí de Madrid en mi finca de
la Enjarada, a cinco leguas de aquí. Suelo venir a caballo porque tengo
varios y me gusta la equitación. Me encuentras aquí por casualidad.
Vengo a solventar ciertos asuntos y me voy esta misma tarde.
Como era natural, necesitábamos hablar mucho y para hacerlo a nuestro
sabor me invitó a tomar una copita de cualquier cosa en el primer café
que hallamos.
--Te estoy viendo y apenas puedo creer a mis ojos. No te pregunto, pues,
cómo te va, porque tu rostro y la curva feliz de tu vientre lo declaran
a gritos. ¿Tienes hijos?
--Nada más que doce--contestó riendo.
--¿Y Celedonia?
--Tan buena, gracias.
Quedó un instante suspenso y dijo al cabo sonriendo avergonzado:
--Bien os habréis reído de mi matrimonio, ¿no es cierto?
--¡Qué idea!
--Sin embargo, nunca me he arrepentido de haberlo hecho. Mi mujer tiene
un corazón de niña; es inocente, tierna, hacendosa, dispuesta siempre a
sacrificarse por los demás; me quiere con toda su alma y me ha dado doce
hijos hermosos y robustos... ¿Qué más puedo pedir?... Además, cuando me
casé con ella estaba a punto de quedar arruinado y mi salud era tan
miserable que hubiera muerto pronto tísico. Hoy me encuentro sano y
vigoroso, he logrado salvar toda mi fortuna y aun he podido acrecentarla
un poquito.
--De modo que hay que convenir en que Sócrates tenía razón al
aconsejarte ese matrimonio.
Jáuregui soltó una carcajada.
--¡Oh Sócrates! No hablemos por Dios de esas ridiculeces. Hace ya mucho
tiempo que estoy desengañado del espiritismo.
--¡Anda! Pues ya sois tres.
--¿Cómo tres?
--Sí; ya sois tres los amigos que se han desengañado. Pasarón ha muerto
desengañado de la erudición. Pérez de Vargas vive, pero desengañado del
socialismo, y ahora eres tú el que me dice que estás desengañado de los
espíritus.
--He llegado a persuadirme de que todo lo que se refiere al espiritismo
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