Años de juventud del doctor Angélico - 01

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AÑOS DE JUVENTUD DEL DOCTOR ANGÉLICO
OBRAS DE PALACIO VALDÉS
4 PESETAS TOMO
EL SEÑORITO OCTAVIO, un tomo.
MARTA Y MARÍA, un tomo. Traducida al francés, al inglés, al sueco, al
ruso y al tcheque.
EL IDILIO DE UN ENFERMO, un tomo. Traducido al francés y al tcheque.
AGUAS FUERTES (novelas y cuadros, un tomo). Traducidas al francés, al
inglés, al alemán, al holandés, al sueco y al tcheque. Edición española
con notas y vocabulario en inglés.
JOSÉ, un tomo. Traducida al francés, al inglés, al alemán, al holandés,
al sueco, al tcheque y al portugués. Edición española con notas en
inglés para el estudio del español en Inglaterra y E. U. A.
RIVERITA, un tomo. Traducida al francés.
MAXIMINA (segunda parte de _Riverita_), un tomo. Traducida al inglés.
EL CUARTO PODER, un tomo. Traducida al francés, al inglés y al holandés.
LA HERMANA SAN SULPICIO, un tomo. Traducida al francés, al inglés, al
holandés, al ruso, al sueco y al italiano.
LA ESPUMA, un tomo. Traducida al inglés.
LA FE, un tomo. Traducida al francés, al inglés y al alemán.
EL MAESTRANTE, un tomo. Traducida al francés y al inglés.
EL ORIGEN DEL PENSAMIENTO, un tomo. Traducida al francés y al inglés.
LOS MAJOS DE CÁDIZ, un tomo. Traducida al holandés.
LA ALEGRÍA DEL CAPITÁN RIBOT, un tomo. Traducida al francés, al inglés,
al sueco y al holandés. Edición española con notas y vocabulario en
inglés.
LA ALDEA PERDIDA, un tomo.
TRISTÁN O EL PESIMISMO, un tomo. Traducida al inglés.
SEMBLANZAS LITERARIAS (_Los oradores del Ateneo_, _Los novelistas
españoles_, _Nuevo viaje al Parnaso_), un tomo.
PAPELES DEL DOCTOR ANGÉLICO, un tomo. Traducidos al alemán.
AÑOS DE JUVENTUD DEL DOCTOR ANGÉLICO, un tomo.


OBRAS COMPLETAS
DE
D. ARMANDO PALACIO VALDÉS
TOMO XX
AÑOS DE JUVENTUD
DEL DOCTOR ANGÉLICO
(NUEVOS PAPELES DEL DOCTOR ANGEL JIMÉNEZ)
[Illustration]
MADRID
LIBRERÍA DE VICTORIANO SUÁREZ
Preciados, número 48.
1920
ES PROPIEDAD
Imprenta Helénica. Pasaje de la Alhambra, 3. Madrid.


ADVERTENCIA DEL EDITOR

Van transcurridos algunos años desde que di a la estampa varios de los
papeles que me dejara en depósito mi amigo Angel Jiménez. Eran casi
todos de orden filosófico, trazados con la libertad de espíritu del que
escribe sólo para sí mismo y en el estilo conciso y desenfadado que le
caracterizaba. El público los ha acogido con más benevolencia de la que
podía esperarse tratándose de un escritor casi desconocido. Esto me
anima a publicar hoy sus Memorias, que con el título de _Años de
juventud_, encontré en uno de los legajos. Cuando empecé a leerlas
confieso que experimenté una decepción. Pensaba hallar una historia
circunstanciada de su vida. No es así: Las presentes páginas son más
bien las memorias de sus amigos que las suyas propias. Jiménez poseía un
carácter cerrado y huraño, no se interesaba demasiado por sí mismo, no
tenía ansia de celebridad y gloria. En cambio, la vida privada y pública
de sus amigos le agitaba más de lo justo. Tuvo algunos de relevante
mérito y a ellos particularmente están consagrados la mayor parte de los
capítulos de este libro. Yo hubiera preferido conocer en su intimidad la
vida de un hombre a quien tanto he estimado. Sin embargo, el público no
perderá nada con esta sustitución. Porque es seguro que más que la suya,
oscura y tranquila, le ha de interesar la historia dramática de sus
ilustres amigos,
A. P. V.


PRIMERA PARTE


I
MI VIAJE Y MI INSTALACIÓN EN LA CORTE DE ESPAÑA

Creo que mi padre tenía razón. En último resultado me hubiera convenido
más permanecer a su lado, ayudarle en sus negocios, hacerlos prosperar y
dejar transcurrir la vida dulcemente en el pueblo trabajando a mis
horas, paseando a mis horas, durmiendo a mis horas, rezando a mis horas
y no leyendo a ninguna.
Tengo más de cincuenta años, he estudiado mucho, he viajado bastante, he
tratado con los sabios, he escrito, he discutido y al cabo me encuentro
triste, fatigado, con el estómago descompuesto y los nervios en plena
rebelión.
Los problemas que estaba ansioso de resolver, ahí se están frescos y
orondos como al comienzo del mundo, y es más que probable que así
permanezcan hasta el fin.
Pero no es tiempo ya de volver sobre mis pasos. Si lo fuera seguramente
incurriría en otros aun mayores errores.
Lo cierto es que desembarqué en Madrid una mañana del mes de Octubre del
año 1870, con el propósito firme de ser un sabio. Me alojé en una casa
de huéspedes de la calle de Carretas, que habían recomendado a mi
padre, y ocupé un gabinete con balcón a la calle y su alcoba
correspondiente. No eran lujosas las habitaciones, pero estaban
amuebladas con decoro y comodidad. Había orden y limpieza, dos cosas que
he amado siempre, y aunque la calle no es muy ancha, bastante luz, a
causa del piso alto en que se hallaba.
El gabinete comunicaba con la sala por medio de una puerta de cristales.
Esta sala era bastante espaciosa y ofrecía todos los encantos de la
vulgaridad más refinada; una sillería forrada de terciopelo que había
sido rojo y a la sazón tenía el color de hoja seca; una consola de caoba
con su espejo de marco dorado encima, cubierto de una gasa para
preservarlo de los atentados de las moscas; cortinas de terciopelo igual
al de la sillería, pero más avanzado en su evolución transformista;
sobre el sofá un enorme grabado que representaba la vista de Londres, y
en las paredes algunos otros con escenas de galantería pastoril; un
pastorcito arrodillado delante de una pastorcita, otro ofreciéndole, con
insinuante sonrisa, una flor.
Mi patrona, que se llamaba doña Encarnación, me enteró, pocos momentos
después de llegar, de que esta sala pertenecía al género neutro o común
a dos. La poseíamos _pro indiviso_ el caballero que ocupaba el gabinete
de enfrente y yo. Ambos podíamos recibir en ella nuestras visitas y
ocuparla en los momentos en que la necesitásemos.
A la hora del almuerzo pasé al comedor, y doña Encarnación se sirvió
presentarme a los cinco huéspedes que ya estaban sentados a la mesa. El
que más llamó mi atención desde luego, fue un joven con larga y no bien
cuidada melena, que le caía sobre el cuello y casi le llegaba a la
espalda. Como en España sólo los artistas se autorizan el llevar los
cabellos en esta forma, supuse inmediatamente que era pintor o músico.
Podría contar veintidós o veinticuatro años de edad. Sus facciones, un
poco abultadas, no eran desagradables, y sus ojos grandes, negros y
expresivos, revelaban inteligencia y vivacidad.
Enfrente de él, se hallaba sentado otro joven de la misma edad, poco más
o menos. En nada se le parecía, pues era delgado, pálido, imberbe y
llevaba el cabello cortado a punta de tijera. De los otros tres, dos de
ellos eran extremadamente morenos y acaso tuviesen más años que yo
también. En cambio el tercero ofrecía la apariencia de un niño. No se le
presumirían mucho más de quince años.
El almuerzo comenzó silencioso. Se notaba cierto embarazo como suele
acaecer cuando en cualquier compañía entra repentinamente una persona
extraña. Afectando disimulo, todos ellos me dirigían rápidas miradas
investigadoras. Todos no; me equivoco; porque el joven pálido de pelo
recortado, tenía un libro abierto al lado del plato, en el cual leía,
mientras distraídamente iba engullendo los manjares que le ponían
delante. Para llevar a cabo una y otra tarea acercaba tanto el rostro
que casi tocaba con la nariz en el libro o la metía en el plato.
Al fin, el joven de las melenas, levantó la cabeza y dirigiéndose al que
leía le dijo bruscamente:
--Querido Pasarón, ¿no sería más justo, más procedente y desde luego de
mejor educación que cerraras siquiera por hoy el libro, a fin de que
este señor que se sienta por vez primera a la mesa, no vaya a suponer
que en vez de hallarse entre personas civilizadas, ha penetrado en
territorio africano?
El interpelado en esta forma levantó un instante la cabeza, y con sus
ojos vidriosos de miope, nos dirigió una mirada vaga donde se advertía
que no habían comprendido lo que le decían. Inmediatamente volvió a
convertirlos al libro.
Yo me apresuré a hacer signos negativos con la cabeza y a balbucear
algunas palabras, asegurando que estaba muy lejos de incurrir en tal
error geográfico.
--No sería muy extraño que usted se lo figurase--siguió el joven
melenudo dirigiéndose a mí--, porque yo me llamo Sixto Moro, estos dos,
que son primos hermanos, se apellidan Mezquita, y aquel niño que usted
ve allí, se llama Pepito Albornoz.
Este último se puso rojo como una cereza al escuchar tales palabras y
dirigió una mirada de ira concentrada al que las había pronunciado,
mientras los dos primos soltaron a reír hasta querer salírseles el
alimento por las narices. Esto me hizo sospechar que aquel que designaba
como niño sólo lo era en apariencia. En efecto, después averigüé que
había cumplido ya los diez y ocho años y estudiaba la carrera de
ingeniero de caminos.
--En verdad le digo a usted que en esta casa todo tiene un marcado sabor
árabe o por lo menos muzárabe--siguió el llamado Sixto Moro gravemente,
sin querer advertir las miradas pulverizantes de Albornoz, ni la risa de
los otros compañeros--. Pero aunque marroquíes, somos de humor benigno,
y cuando se presenta un forastero, le recibimos con zalemas y no
queremos que nos juzgue absolutamente desprovistos de cortesía. El amigo
Pasarón es un suevo de la provincia de Orense, por consiguiente el único
bárbaro que existe en esta casa. Hasta ahora no es peligroso, sin
embargo; pero llegará un día, lo estoy temiendo, en que su cabeza,
demasiado cargada de ciencia, estallará como una bomba y destrozará a
cuantos nos hallemos cerca.
A pesar de que todos le mirábamos sonrientes, incluso Doña Encarnación
que en pie y cerca de la puerta vigilaba el servicio de la mesa, el
llamado Pasarón no levantaba la cabeza y parecía más y más absorto en la
lectura.
--Di tú, amigo Moro, ¿qué significa esa palabra de _muzárabe_ que acabas
de soltar?--preguntó uno de los Mezquita.
--Hombre, parece increíble que habiendo nacido en la tierra de los
Abderrahmanes no sepas que se designaban así los cristianos que vivían
antiguamente entre los árabes y mezclados con ellos. Córdoba estaba
llena de esta clase de cristianos.
--¿Y esos muzárabes vivían con los mismos árabes, o en barrios
separados?
--¡Ah! eso no me preguntes, no conozco detalles.
El joven que leía y comía a un tiempo mismo, alzó la cabeza haciéndose
cargo de la pregunta. Parecía que sus oídos no recogían otros ruidos que
aquellos donde viniese mezclada alguna partícula científica.
--Eso dependía de la condición más o menos blanda de los emires,
alcaides y valíes que los gobernaban. En general los cristianos
muzárabes no sufrían tantas vejaciones como parece desprenderse de los
quejidos y lamentos elegíacos que deja escapar el Rey Sabio en la parte
de su crónica llamada _Llanto de España_. Se les dejaba el libre
ejercicio de su religión y de sus ritos, se les permitía gobernarse por
leyes y jueces propios y conservar sus tierras pagando el tributo
estipulado. Particularmente en tiempos del primer Abderrahmán, vivieron
admirablemente respetados. Había, en su tiempo, en Córdoba, un
magistrado encargado de proteger a los cristianos; los sacerdotes se
presentaban en público con su ropa talar y afeitados; los monjes vivían
tranquilos en sus claustros y las vírgenes consagradas a Dios,
respetadas en sus aulas. En la ciudad misma había tres iglesias y tres
monasterios; en la falda de la sierra próximos a ella, se alzaban ocho
conventos y algunas iglesias. Sonaban las campanas de éstas y el pueblo
cristiano acudía a los oficios divinos sin que nadie osara molestarle.
Después... después vino la persecución en los últimos tiempos de
Abderrahmán segundo y de Mohamed primero.
Rápidamente, pero con admirable claridad, el joven Pasarón nos dió
cuenta de aquellas persecuciones, en las cuales no toda la culpa debía
achacarse a los árabes, sino a los cristianos, que no pocas veces, con
su intolerancia, las habían provocado.
Cuando terminó su excursión histórica, convirtió de nuevo sus ojos al
libro mientras los de los primos Mezquita, Albornoz, y aun los de Doña
Encarnación, se volvieron hacia mí risueños y triunfantes. Querían, sin
duda, que yo participase del asombro que aquel joven les inspiraba.
En efecto; la palabra de Pasarón era un poco precipitada, acaso por la
misma exuberancia de conocimientos, pero hablaba con singular corrección
y mostraba, desde luego, ser un hombre de inteligencia privilegiada.
Sixto Moro sonreía irónicamente. Uno de los Mezquita, para hacer valer
aun más aquel fenómeno a mis ojos, quiso tirarle de la lengua.
Al parecer, los árabes en aquella época no eran tan rudos como ahora.
Por lo menos un médico de ellos, llamado Avicena, ha pasado a la
Historia.
--¡Rudos!--exclamó Pasarón levantando vivamente la cabeza.
Y acto continuo hizo un panegírico brillante de la civilización arábiga
en tiempo del Califato, la ostentación y magnificencia de la Corte con
sus palacios suntuosos sus bazares, sus baños y acueductos, los
certámenes poéticos a que eran tan inclinados. Después nos dió noticias
curiosas e interesantes de aquel médico Avicena que no se llamaba así
realmente, sino Ibn Sina; su precocidad extraordinaria, pues a los
diecisiete años era ya un maestro en las ciencias; su vida agitada en
medio de las revoluciones políticas que sin cesar se sucedían en los
diversos principados donde residió; su actividad prodigiosa. Habiendo
vivido sólo cincuenta y siete años y ejercido los más elevados cargos
políticos, tuvo tiempo a escribir varias obras gigantescas; más de cien
libros, donde se trata de todas las ciencias cultivadas en su tiempo.
Avicena fué uno de los genios más extraordinarios y uno de los
escritores más fecundos que jamás han existido.
Cuando terminó su perorata, otra vez volvió a su libro y a sus bocados
aquel joven que realmente me parecía iba en camino de ser un nuevo
Avicena. Los comensales y Doña Encarnación, volvieron también a mirarme
escrutando el efecto que en mí había causado.
Sixto Moro seguía comiendo sin levantar la cabeza, y en sus labios se
dibujaba la misma sonrisa irónica, esta vez un poco más acentuada. Reinó
el silencio durante algunos momentos, como si todos estuviéramos bajo el
peso de tanta sabiduría. De pronto, Moro, sin alzar la vista y con grave
y lenta palabra, dijo:
--Verdaderamente sabio, yo no he conocido otro mayor que un cerdo que mi
padre tenía hace años.
Todos le miramos estupefactos y sonrientes.
--Erudito no lo era. Confieso que no era erudito--siguió con la misma
solemnidad--; pero no me cabe duda de que era un sabio maravilloso.
Durante su vida que fué mucho más corta que la de Avicena, dió pruebas
irrecusables de su saber. Sólo voy a daros cuenta de una. Este cerdo
sentía una verdadera pasión por la harina mezclada con agua caliente;
era para él una golosina. No se le daba más que dos veces por semana
porque, como sabéis, la harina cuesta cara. Ordinariamente se le
alimentaba con berzas y nabos y los desperdicios de la cocina, los
cuales se les servían en una gran caldera ennegrecida por el uso y el
fuego. Cuando le daban harina se le servía en otra más pequeña de color
amarillo. Pues bien; cuando le llevaban las berzas y los desperdicios se
estaba en su cubil acostado, no hacía más que levantar la cabeza y
gruñir con ligera satisfacción. Pero así que divisaba la pequeña caldera
amarilla, se ponía en pie lleno de alborozo y comenzaba a gruñir, con
tal alegría, que era un verdadero escándalo. ¡Qué admirable
penetración!, ¿verdad? Como yo fuí siempre inclinado a gastar bromas con
toda clase de animales, se me ocurrió un día darle una. En ausencia de
mi madre tomo la calderita amarilla, la lleno con los desperdicios y se
la llevo. El cerdo empieza a brincar de gozo y a lanzar los gruñidos más
armoniosos de su repertorio; pero en cuanto se cerciora del engaño (y le
bastó poco tiempo para ello), aquellos gruñidos melodiosos se trocaron
en los más ásperos y bárbaros que os podéis imaginar, y no sólo eso,
sino que rugiendo de cólera se lanzó sobre mí. Os digo que si no huyo
pronto, no lo hubiera pasado bien. Desde entonces se declaró mi enemigo
mortal. En cuanto me divisaba se ponía a gruñir ferozmente para darme a
entender que no olvidaba la bromita. Era una inteligencia soberana, y su
dignidad igual a su inteligencia.
Todos reíamos mirando a Pasarón; pero éste se hallaba enfrascado en la
lectura sin querer oír o sin oír efectivamente; porque aquel joven no
quería prestar atención más que a lo que fuese materia de estudio.
Por eso, cuando uno de los estudiantes de Medicina apuntó la idea de que
los árabes eran más cultos que nosotros los cristianos en aquella
época, y Moro la corroboró diciendo, en su peculiar forma expeditiva,
que los españoles de la Edad Media no éramos más que un hato de
ignorantes, Pasarón se lanzó de nuevo a la palestra defendiendo a la
ciencia española. Entablóse sobre esto una viva disputa. Inmediatamente
se echó de ver la gran superioridad de aquél. Era un torrente de
noticias y datos eruditos. Citó tantas obras y nombres, que realmente
parecía que los tenía ya en la punta de la lengua. Moro, en cambio,
mucho más escaso de ciencia, se defendía con ingenio y salidas tan
oportunas, que desconcertaban no pocas veces a su adversario.
Era un espectáculo verdaderamente interesante la discusión de aquellos
dos jóvenes, y yo la presenciaba con la boca abierta, pues confieso que
jamás había conocido hombres de tanto talento. La palabra de Pasarón era
precisa, correcta, fría y un poco monótona. En cambio, la de Moro,
vibrante y apasionada, tenía tantos matices, que me llenaba de
admiración. Sin embargo, su afición a las paradojas me pareció excesiva,
y aunque las explicaba con singular donosura, no me convencían.
Pasarón citaba una regla gramatical.
--¡No hay Gramática!--replicaba Moro con graciosa resolución.
--¿Cómo que no hay Gramática?--exclamaba Pasarón en el colmo del
estupor.
--No; la Gramática la han inventado los maestros de escuela para darse
el gusto de azotar a los niños y vivir a expensas de los padres.
--Esa es una de tantas paradojas como te complaces en verter, y que tú
mismo no tomas en serio.
--Al contrario, la tomo muy en serio, y sostengo que la Gramática no
sirve absolutamente para nada.
--La Gramática señala el apogeo de todas las lenguas, porque significa
que los hombres se dan clara cuenta de sus medios de expresión. Es el
idioma adquiriendo conciencia de sí mismo.
--Tal conciencia es innecesaria, como lo es la del poeta respecto a la
estética. Tú mismo nos has dicho hace unos días que los arios del Asia
Central habían construído el sánscrito, la lengua más hermosa que ha
tenido la Humanidad hasta ahora. Y, sin embargo, esos arios eran unos
rudos pastores.
--Naturalmente, la obra de formación de un idioma es inconsciente; pero,
una vez adquirido, nos toca guardarlo con esmero y venerarlo como un don
de la divinidad.
--El pueblo que lo ha formado puede deshacerlo y construír otro si se le
antoja.
--Si se le antoja no. Los procesos históricos no son obra del capricho;
obedecen a leyes providenciales.
--¡Niego las leyes providenciales!
Y acto continuo pronunció con calor unos párrafos de filosofía
revolucionaria, que estaba entonces a la moda. Las ideas eran huecas y
aparatosas más que sólidas; pero Moro las manejaba tan brillantemente y
en períodos tan perfectos, que quedé altamente sorprendido de su
facundia.
Uno de los Mezquita, advirtiendo mi sorpresa, me guiñó un ojo diciendo:
--El amigo Moro es un gran orador. Allá en la Academia de Jurisprudencia
no hay quien le ponga el pie delante.
Moro se encogió de hombros con un gesto de desdén. Y, descontento de sí
mismo, profirió bajando el tono:
--No me seduce eso mucho. La oratoria es el arte de decir vulgaridades
con corrección y propiedad.
--Pero Mirabeau ha sido un gran orador. Tú eres un apasionado de él.
--¡Mirabeau! ¡Mirabeau!... En los instantes dramáticos porque atraviesan
algunas veces las naciones, un hombre de gran palabra y de gran corazón,
como Demóstenes o Mirabeau, son necesarios, porque pueden hacer variar
el curso de los acontecimientos. Sobre la cátedra sagrada, hablándonos
del cielo, o delante de un tribunal, defendiendo la cabeza de un
inocente también. Pero, ¿qué significa un orador empleando imágenes
poéticas y discutiendo con metáforas la reforma arancelaria? La oratoria
en la actualidad no es otra cosa que una coquetería, una _clase de
adorno_, como dicen en los colegios; ha pasado a la categoría de los
polvos de arroz.
La discusión científica se fué trocando en plática jocosa. Moro concluyó
embromando a su amigo Pasarón y haciéndonos reír a todos.
--Pasarón, el día en que te mueras, el Purgatorio habrá hecho una gran
adquisición. Espero verte allá explicando un curso de filología
comparada a las ánimas benditas.
--¿Cómo sabes que ha de ir al Purgatorio? ¿No puede ir al Cielo
derechamente?--apuntó uno de los Mezquita.
--No lo creo. Pasarón admira a Lucrecio y a Cátulo y dice pestes del
latín de los Santos Padres. Así es que se ha hecho muchos y poderosos
enemigos en la Corte Celestial.
--¿Y al infierno?
--Eso menos. A Dios no le conviene que los demonios se instruyan
demasiado.
Pasarón sonreía dulcemente sin replicar. Su espíritu, exclusivamente
científico, era refractario al humorismo. Yo estaba verdaderamente
maravillado del ingenio y la instrucción de aquellos dos jóvenes. Los
comparaba con los más conspicuos que había conocido en la capital de mi
provincia, hasta con los catedráticos que allí gozaban de mayor
reputación, y me parecían todos unos pigmeos al lado de éstos. Creí
haber entrado en un mundo mucho más alto y espiritual y comenzar a vivir
en medio de una raza superior.


II
BREVE NOTICIA DE MIS COMPAÑEROS DE HOSPEDAJE

Como puede concebirse, me hallaba en un error. Los estudiantes con que
luego tropecé en la Universidad, eran, en general, tan vulgares y aun
más que los jóvenes de mi tierra. Pasarón y Moro constituían una
brillante excepción.
El primero gozaba de una fama inmensa, no sólo en la Facultad de Letras,
sino en todas las demás. Era el primer estudiante de la Universidad
Central, y se decía que jamás había habido en ella un fenómeno de
erudición semejante. Algunos le comparaban al célebre Pico de la
Mirandola, aquel joven portentoso del siglo XV que en novecientas tesis
por él sostenidas brillantemente agotó todas las cosas cognoscibles _de
omni re scibili_. Y con esto ninguna pedantería. Pasarón exhibía su
ciencia sin arrogancia, con perfecta naturalidad, como si abriese
cualquier libro bien repleto de doctrina. Pertenecía a una familia bien
acomodada de Galicia, y estudiaba a la sazón el doctorado de Letras, con
ánimo sin duda de hacerse catedrático.
La reputación de Moro era mucho menor. No transcendía de la Facultad de
Derecho. Se le consideraba aquí como un joven inteligente, aunque poco
estudioso, y se le concedía mucha facilidad de palabra. Su carácter,
bastante desigual, y sus frases incisivas, no le hacían simpático.
Pasarón no tenía enemigo alguno; pero Moro contaba muchos. En la misma
casa donde nos alojábamos, observé pronto que aquél era admirado y
venerado como un portento; mientras que a éste se le regateaban los
méritos. Hablando con toda franqueza, yo pienso que lo mismo los primos
Mezquita que Albornoz le odiaban secretamente. Aunque le mostrasen
consideración, se advertía que era por terror. La misma Doña Encarnación
hablaba de él con un poco de desdén y reía de buen grado cuando alguno
de los huéspedes se burlaba de sus famosas melenas.
En el leve desdén de nuestra huéspeda entraba por mucho, sin duda, el
origen humilde de Moro; porque las mujeres hacen siempre gran caso de
tal extremo. Moro era hijo de un pobre zapatero de Alcalá de Henares.
Tenía dos tíos ebanistas en la misma población, los cuales habían
adquirido cierto desahogo con su oficio y poseían allí el mejor almacén
de muebles. Estos dos tíos, solteros, entusiasmados con la precocidad de
Sixto, pues en la escuela, cuando contaba sólo ocho o diez años, ya
pronunciaba discursos y causaba admiración por la facilidad de su
ingenio, se encargaron de subvenir a su educación. Primero le enviaron a
un colegio muy barato que existía en el Mediodía de Francia. Allí
permaneció tres años, y aprendió el francés y a vivir sin comer. Según
nos aseguraba, había padecido tanta hambre, que nunca más en su vida
pudo quedar saciado. Se hizo luego bachiller, y emprendió en Madrid la
carrera de Jurisprudencia, que estaba terminando con singular
aprovechamiento. Sus tíos habían depositado en él tales esperanzas, que
al mismo Sixto hacían reír.
En cuanto a los primos Mezquita, eran dos seres insignificantes; tímidos
y tolerantes para todo el mundo menos para ellos mismos. Es decir, que
aceptaban cuanto se les decía y no entablaban jamás disputa con nadie;
pero entre sí eran dos fieros contendientes. Uno de ellos se llamaba
Bruno; el otro, Manuel. Apenas Bruno sentaba cualquier proposición, ya
fuese del orden físico o del espiritual, Manuel se erguía desdeñoso y
comenzaba a rebatirla punto por punto. Igualmente cuando Manuel se
aventuraba a hacer la más inocente y sencilla afirmación, Bruno saltaba
encima de ella como un tigre, y la desgarraba, y la trituraba entre sus
dientes. Las disputas que comenzaban en la mesa se proseguían en su
cuarto, pues los dos ocupaban uno mismo, y allí se eternizaban.
Pepito Albornoz era un muchacho inteligente y aun pudiera añadirse
ingenioso. De vez en cuando tenía ocurrencias felices; pero era tan
excesivo y vidrioso su amor propio, que paralizaba su ingenio y le hacía
aparecer a menudo como un tonto. Cualquier palabra irónica le
desconcertaba, le dejaba incapaz de responder. Fácil es colegir que
Moro, al tanto de esta flaqueza, no le escaseaba las burlas y le tenía
martirizado y frito.
Se le ocurría al pobre chico cualquier observación graciosa respecto a
lo que Moro estaba hablando. Este levantaba la cabeza sorprendido:
--Parece que los pájaros tiran a las escopetas. Ten la bondad de repetir
ese chiste, Pepito, para que Doña Encarnación lo envíe a tus papás con
las notas de clase.
--Sin embargo, Moro, debes convenir en que la salida de Albornoz ha sido
oportuna--apuntó uno de los Mezquita.
--Sí; confieso que en medio de su dulce charla infantil tiene alguna vez
ocurrencias felices. Pero no hay que celebrárselas demasiado. Todos los
pedagogos están conformes en aconsejar que no se excite el amor propio
de aquellos seres que tienen necesidad más tarde de luchar con las
agresiones de la sociedad. El de Pepito, ya sabéis que está harto
excitado.
Con esto Albornoz se ruborizó fuertemente. Nosotros le miramos y se
ruborizó todavía más.
Quedé, pues, instalado en aquella casa muy a mi gusto. Obtuve de los
huéspedes tan favorable acogida que, a pesar de mi corta edad, que logré
ocultar algún tiempo, pronto me tuteé con todos ellos. La superioridad
intelectual de Pasarón y de Moro me causaba admiración.
Estimulado por ella creció el fuego de la sabiduría que me devoraba.
Estaba resuelto a instruírme y a libar toda la miel científica que la
Universidad Central destilaba en aquella época.
Pero con gran sorpresa mía esta miel se hallaba siempre en vías de
fabricación en las cátedras, sin que jamás nos la sirviesen aderezada y
apta para nuestra alimentación. Quiero decir, que en todas las clases de
la Universidad, lo mismo en la Facultad de Ciencias que en la de Letras
o la de Derecho, los profesores en aquella época, que siguió a nuestra
gran Revolución, no explicaban la asignatura que les estaba encomendada,
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