De varios colores - 05

Süzlärneñ gomumi sanı 4865
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Hubo de saber María Antonia Fernández que D. Manuel Alvarez había
terminado tan linda obra y resolvió adquirirla a toda costa para sí,
como lo realizó en efecto, pagándosela bien al escultor, el cual no
quiso ni pudo negarse a ello.
_La Caramba_, aunque ya sublimemente enamorada de D. Jacinto, distaba
mucho aún de haberse convertido. Como no pocas mujeres aventureras y de
vida muy rota, estaba llena de extravagantes supersticiones. Creía amar
y amaba con frenesí a D. Jacinto y aspiraba a ser amada de él por
cualquier medio. Su amor adquiría a veces la condición del odio y a
veces tomaba el aspecto de la abnegación y del sacrificio. _La Caramba_,
ya quería matarle, ya quería morir ella por amor de él; pero de todos
modos ansiaba ser amada.
Consultó a una famosa gitana hechicera, que había entonces en Madrid, y
esta gitana le vendió el puñalito con puño de oro para que le clavase en
el corazón de la efigie, como _la Caramba_ lo hizo. No por eso conquistó
ella el vivo y verdadero corazón de D. Jacinto. Y movida, poco tiempo
después, de sus pasiones y desengaños, y de un muy elocuente sermón que
oyó por acaso al Padre Atanasio, en el convento de Capuchinos, abandonó
la desastrada vida que hasta entonces había seguido y se volvió a Dios
de todas veras.
Pronto llegaron a oídos de D. Jacinto las nuevas de conversión tan
ejemplar y milagrosa, y de aquí nació la mayor falta que en su vida
cometió D. Jacinto, estimulado, sin duda, por el demonio del orgullo,
el cual demonio hubo de prevalerse de sentimientos, muy otros, llenos de
caridad y misericordia.
Consistió el orgullo en no tener miedo de caer en la tentación y en
atreverse a arrostrar los peligros, y consistió la caridad
misericordiosa en admirarse del cambio repentino de aquella mujer
pecadora, en compadecer el dolor agudo y tremendo que para la conversión
la había apercibido, y en la irresistible simpatía de que se dejó
vencer, yendo a tratar con ella de cosas del espíritu y a darle amistad
pura y grato consuelo.
Don Jacinto se alucinó de tal suerte, que ni por un instante pensó que
en esto pecaba; pero un día habló de ello al padre Atanasio, su
confesor, y habló, no como revelándole una culpa suya, sino para
ponderar la virtud penitente de _la Caramba_ y para tratar de que el
padre Atanasio la conociese y admirase.
Entonces fue cuando el padre Atanasio pintó ante los ojos de su alma y
con colores muy vivos, el peligro espantoso de caer en pecado mortal a
que él y María Antonia Fernández se exponían, y le prohibió resuelta y
terminantemente que volviese a visitarla y a tratar con ella.
Obedeció don Jacinto, no sin combatir enérgica y dolorosamente contra la
amistad y contra la pura simpatía que María Antonia Fernández le había
inspirado.
Nada más natural; nada con menos premeditación y malicia que lo ocurrido
después de esto.
La envidia calumniaba a la joven marquesita de Montefrío, sin otra
razón que la de ser ella rica e ilustre. Educada con el mayor
recogimiento, tímida y silenciosa, sin el menor esmero en trajes y
tocados de moda y sin desenfado alguno en sus ademanes y conversaciones,
la marquesita fue declarada harto injustamente tonta y fea. No era ni lo
uno ni lo otro. No avergonzarse, sino bien podía envanecerse quien
llegase a tenerla por suya. Y de cierto había entonces, en esta villa y
corte de Madrid, no pocas damas de alto copete, cuyo talento y cuya
hermosura eran muy inferiores a los de la marquesita; pero que
completaban con el desenfado la carencia o la escasez de tan altas
cualidades, e infundían vehementes pasiones y eran heroínas de mil
galantes aventuras.
El casamiento, cristianamente considerado, no presupone historia
amorosa, por muy delicada y limpia que sea. Es más bien un contrato,
purificado, santificado y sancionado por la religión, cuyo fin principal
es la fundación de las familias, la educación de los hijos y la
conservación de los linajes. Tan cumplir con un deber es casarse como
entrar en religión. Esto prueba que puede la persona honrada y piadosa
servir a Dios en cualquier estado. Así lo entendió don Jacinto.
Respetables individuos de su familia y de la familia de la marquesita
concertaron la boda de ambos. Apenas se vieron ellos y apenas se
hablaron tres o cuatro veces: lo bastante para reconocer que no había
motivo para que ellos se repugnasen el uno al otro, sino que, por el
contrario, el mutuo agrado, la satisfacción vanidosa de tener por
consorte a una persona de gentil presencia y el pleno convencimiento de
la inmaculada reputación de esta persona, todo coincidía con la
conveniencia de intereses y de miras que había en el proyectado
casamiento, en cuyos conciertos intervino más que nadie el padre
Atanasio.
En suma, don Jacinto se casó con la marquesita y de pobre hidalgo que
era se transformó en rico señor titulado; pero en cierto modo pudo
seguir llamándose pobre de espíritu, porque poseyó la riqueza como si no
la poseyese; cuidó de los bienes cuantiosos de su mujer, más como celoso
administrador que como propietario y dueño de ellos; y a su muerte, que
no fue tardía, porque murió a los trece años después de la boda, había
acrecentado de tal manera el caudal de la casa con su tino y su
economía, que de la parte de gananciales que a él tocaba pudo dejar y
dejó cerca de tres mil ducados de renta a cada uno de sus cuatro hijos.
Yo, que redacto estos apuntes, soy el menor de ellos. Nada digo de mí
porque nada merezco; pero sí diré de mis tres hermanos que todos son muy
guapos, entendidos y capaces para la profesión que siguen; y que mi
hermana es el encanto y la gala de la corte, a quien ponderan y ensalzan
todos por su apacible y honesto trato, por su discreción y hermosura,
honrando y glorificando así la noble casa donde como cabeza y madre de
familia entró hace años.
Bastaría mirar sin prevención todo esto, aunque se careciese de otras
pruebas, para entender que el marqués y la marquesa se amaron de verdad;
porque del enlace frío y por mero cumplimiento de un deber, no nace
jamás tan lucida y generosa prole.
Asegurado esto, voy a declarar y a explicar aquí cuál fue la conducta
del marqués en sus relaciones con María Antonia Fernández, y cómo esta
conducta, si bien en ciertos puntos digna de censura, sólo en un momento
de vergonzoso extravío no dejó de conciliarse con el respeto y con el
verdadero y santo amor que consagró a su mujer la marquesa. Por lo
demás, la culpa del marqués fue castigada severamente por el cielo,
siendo el mismo marqués, con sus remordimientos y profundo y secreto
pesar, instrumento de aquel castigo.
Mucho le amargaban y atormentaban las injuriosas frases, justas con él e
injustas con la marquesa, con que _la Caramba_ le arrojó de su casa;
pero más le compungió y más honda herida hizo en su corazón lastimado,
un escrito que le dirigió _la Caramba_, arrepentida de las injurias.
_La Caramba_ redactó aquel escrito poco antes de morir; y, legándole
además el San Vicente Ferrer de talla, se lo confió todo al padre
Atanasio. Este consideró conveniente que el marqués tuviese noticia del
escrito, pero no se le comunicó y le guardó entre sus papeles. El padre
Atanasio consintió en que yo le leyera y en que sacase de él la copia
exacta que aquí traslado.
«Ilustre señor marqués, a quien ya no me atrevo a llamar amigo: Creo
cumplir con un deber de conciencia dirigiéndome a usía, para pedirle
perdón de las muchas faltas que he cometido en su daño. Ni remotamente
tenía yo derecho a imaginar que las caritativas visitas que usía me
hizo, después de mi conversión, más aparente que real, le enlazaban
conmigo, por ningún estilo, y le ponían en la obligación de consagrarse
a mi persona con amistad exclusiva y única y de ser constante compañero
mío en la penitencia, cuando nunca lo fue en el pecado. Mi extraña
conversión y el refinamiento vicioso de quien, sin caer en ello, era aún
enamorada pecadora, me inducían a deleitarme con aquellas visitas, a
aliñarlas con el sabor picante de un falso misticismo y con las
mortificaciones y castigos que yo imponía a mi cuerpo, y a saborearlas
regalándome y alimentándome con la dulzura de ellas, como si usía fuese
mi Dios y no el que está en el cielo.
»De aquí mi descompuesta furia y mi loca desesperación cuando usía,
advertido a tiempo del peligro, dejó con razón de visitarme. Mi enojo
fue mayor aún cuando supe que usía se había casado; enojo absurdo,
porque usía ni me había prometido ni podía prometerme no casarse, para
ser fiel a las relaciones indefinibles en que soñé yo que estábamos. De
aquí que, rabiosa yo, maldijese de la marquesa, y ciega con mis celos me
la figurase un monstruo.
»Y de aquí, por último, que olvidando y echando a rodar todas mis
penitencias, mis cilicios, ayunos y disciplina, me entregase yo de
nuevo al demonio, cuya esclava y servidora había sido durante mucho
tiempo. Y el demonio me prestó, sin duda, el poder sobrenatural y los
medios de seducción casi irresistibles, con los cuales tendí a usía mis
infernales redes, donde por vez primera logré que usía cayese, para
insultarle y maltratarle luego con infamia. Y más vale así, porque peor
hubiera sido que hubiésemos caído ambos en más honda sima y en pecado
más grave.
»No me arrepiento, pues, de haber rechazado a usía: de lo que me
arrepiento es de haberle atraído con inaudita perfidia para rechazarle
luego. Cuando en esto pienso me doy a cavilar y a recelar que tal vez,
al principio, no hubo en mí perfidia, sino que me movió otra pasión,
cuando no peor, más peligrosa. ¿Me movió tal vez amor frenético y
desesperado? ¿Fue repentino y súbito el cambio en odio de este amor,
cuando le vi triunfante? El corazón de la mujer es un abismo de malvadas
inconsecuencias. Para abrazarme a mi ídolo le derribé del altar, y
cuando le vi por tierra, me llené de orgullo, y la adoración se trocó en
desprecio, y le pisoteé en lugar de recibir con júbilo y con vehemente
gratitud su beso.
»En fin, más vale que haya sucedido todo como ha sucedido. Dios tenga
piedad de mí y perdone mis culpas. Conozco que se acerca la hora en que
me llamará Dios a su tremendo tribunal. Aun así, no puedo menos de
pensar en usía y de anhelar que usía me perdone. Yo he sido su ángel
malo, y me arrepiento de ello y lo deploro. Compadézcame usía; pero no
me llore, porque descansaré con la muerte. Y no permita el cielo que la
paz del alma de usía se turbe y que se obscurezca su luz, al pensar usía
en mi último pecado y en el único sin duda que usía cometió por mi causa
e instigado por mí y por todos los espíritus del Averno que me
auxiliaban entonces.»
Así terminaba el escrito de _la Caramba_.
En cuanto al marqués, solo el padre Atanasio, su confesor, supo lo que
padecía, recordando su fea, aunque momentánea falta, y pensando, ya en
el misterioso afecto que _la Caramba_ le había inspirado, ya en la
singular pasión que tuvo por él aquella mujer, pasión que fue tomando
diversas formas y condiciones, que sin duda no extinguió el desengaño ni
la penitencia, y que no se desprendió del ser de ella hasta que se
desprendió de ella el alma al exhalar el postrer suspiro.


GARUDA O LA CIGÜEÑA BLANCA

I
En las fértiles orillas del azul y caudaloso Danubio, no muy lejos de la
gran ciudad de Viena, vivía, hace ya cerca de medio siglo, la Condesa
viuda de Liebestein, nobilísima y fecundísima señora. Al morir el Conde,
su marido, le había dejado en herencia muchos pergaminos, poquísimo
dinero, escasas rentas, abundantes deudas, y once hijos, entre varones y
hembras, el mayor de dieciocho años.
La Condesa, con admirable economía, fue poco a poco pagando todas las
deudas del Conde, y halló además recursos para dar carrera a sus hijos
varones, que fueron militares, unos al servicio de Prusia, otros al de
Austria, y otros al de Baviera. Casó además con caballeros de su clase,
que todos eran Condes, y el que menos tenía dieciséis cuarteles, a
cuatro de sus hijas, condesas también desde su nacimiento.
Conseguido tan difícil triunfo, la Condesa viuda vivía tranquila y
retirada en el castillo o mansión señorial que le había dejado en
usufructo y de por vida su difunto esposo.
Las hijas, casadas, se habían ido con sus respectivos consortes. Los
hijos, militares, andaban por los campamentos, o de guarnición, o
asistiendo y sirviendo en distintas residencias imperiales y regias.
La Condesa se hubiera quedado sola con su servidumbre, si el cielo no
hubiera dispuesto que el más alegre y entendido de sus hijos, cuando
apenas tenía doce años, hiciese la travesura de montar en un potro
cerril, que se despeñó y rodó con él por un barranco, dejándole lisiado
para siempre, y tan cojo, que difícilmente podía salir de casa, a no
tomar muletas, en vez de tomar las armas. El conde Enrique vivía en el
castillo; acompañaba a su madre, y, pensador y estudioso, se iba
haciendo gran sabio y leía mucho, porque en el castillo daba pábulo a su
afición una copiosa y escogida biblioteca, fundada hacía siglos por sus
antepasados y acrecentada de continuo.
No pequeña parte del castillo estaba muy cómoda, elegante y hasta
ricamente amueblada aún, gracias al esmero cuidadoso de la Condesa
viuda. Tapices flamencos cubrían las paredes de dos amplios salones. Los
antiguos muebles se hallaban en perfecto estado de conservación. En las
alcobas había camas de roble primorosamente esculpido y con colgaduras
de damasco. Varios retratos de familia, de pomposas damas y de
caballeros armados, prestaban autoridad a las habitaciones y les ponían
muy aristocrático sello. Durante los fríos y las nieves invernales se
estaba allí muy a gusto, gracias a enormes chimeneas donde podían arder
troncos enteros de encina y a colosales estufas de loza vidriada que
había también en no pocos cuartos. Pero el edificio era vastísimo, y
proporcionalmente era pequeña la porción de él que se conservaba
amueblada y habitada. Largas y desiertas galerías, salas sin muebles,
pasadizos misteriosos y estrechas y torcidas escaleras que bajaban a los
profundos sótanos o subían hasta lo más alto de las torres, prestaban al
conjunto del edificio muy medroso aspecto y a la imaginación fértil y
extenso espacio donde crear fantasmas y sobrenaturales prodigios.
Acostumbrada y encariñada la Condesa viuda con su antigua vivienda,
nada, sin embargo, temía. Al contrario, tal vez se hubiera complacido
ella en ver con los ojos de su cuerpo mortal y en hablar y en oír hablar
a varias almas en pena de los progenitores de su marido, las cuales
almas, según afirmaba el vulgo, solían aparecerse durante la noche, y
andaban vagando por los más recónditos camaranchones y obscuros
escondrijos de aquel laberinto arquitectónico.
Tampoco el conde Enrique, algo descreído y volteriano, tenía miedo de lo
sobrenatural. Casi sobrenatural se consideraba él mismo. Vivía
artificialmente, merced a un severo régimen y a la atinadísima ciencia
de su médico. En su primera mocedad, y, a pesar de su cojera, había
gozado de mejor salud relativa, y había podido pasar largas temporadas
en Viena, asistiendo a las aulas y dedicándose al estudio. Empeoró
después su salud y se encerró tan obstinadamente en el castillo, que
nunca salía de él y acompañaba siempre a su madre. Por su carácter era
un ángel, y por su facha, a no ser tan bondadoso, hubiera parecido un
demonio, aunque por lo feo y pequeñuelo no dejaba de parecer un duende.
El ser que iluminaba el castillo con esplendores de poética hermosura,
era la gentil Poldy, única hija de la Condesa viuda que permanecía
soltera, aunque frisaba ya en los veintiocho años.
Como era muy distraída y muy corta de vista, y tenía, si es lícito
valernos de una expresión gráfica aunque harto vulgar, grandes humos
aristocráticos, apenas había tratado ni fijado siquiera la mirada en
individuo alguno de la humanidad circunstante, como no tuviese por lo
menos dieciséis cuarteles de nobleza. A los criados, a los campesinos y
a los desvalidos y pobres, sí los miraba, pero los miraba para
protegerlos y ampararlos hasta donde alcanzaban sus medios y recursos.
Lo que es de igual a igual, la condesa Poldy no trataba a nadie, ni
fijaba su atención en nadie como no fuera de su clase. Para excitar su
caridad, para pedir consejo o auxilio, toda criatura humana, por
miserable y desvalida que fuese, podía llegar hasta ella, segura de que
ella le tendería sin repugnancia sus blancas y piadosas manos, como las
de Santa Isabel, reina de Hungría, sobre la inmunda cabeza del tiñoso;
pero, si Poldy había de recibir a una persona en su estrado y conversar
familiarmente con ella, esta persona necesitaba contar, entre sus
ascendientes, héroes y príncipes, y ser además por sí atildado, culto y
perfecto dechado de cortesía, de discreción, y de otras mil raras
prendas.
Alguien calificará tal vez a esta señorita de engreída, fastidiosa y
hasta inaguantable. Yo ni la defiendo ni la injurio. La pinto como ella
fue, sin quitar ni poner nada. Su orgullo, a la verdad, aunque es falta
que no merece disculpa, no carecía de fundamento, porque, sobre ser
Poldy de nobilísima estirpe y contar entre sus ascendientes a un héroe
que peleó en Legnano, al lado de Federico Barba-roja, contra el ejército
de la liga lombarda, y a otro que estuvo de cruzado en Palestina, con el
impío Emperador Federico II, era ella de por sí hermosa y discreta y de
tan fino temple de carácter y de tales bríos, que parecía una reina y
avasallaba todas las voluntades.
Habían bastado sus breves apariciones en Viena, en casa de una tía suya,
para que se llevase a las gentes tras de sí y la proclamasen
_hauptcomtesse_ o como si dijéramos Condesa capital o princesa y
capitana de las condesas todas.
Es evidente que, siendo ella así, no había carecido de novios, entre los
señores de su clase; pero, como era tan descontentadiza y dificultosa de
gusto, ningún pretendiente le agradaba ni le satisfacía. Uno le parecía
tonto, otro ordinario, otro feo y otro vulgar. En suma, ninguno la
enamoró, y, repugnando casarse por casarse, sin estar enamorada,
permaneció soltera.
Vivía casi siempre retraída en el castillo, donde no veía ni hablaba a
nadie más que a su madre, a su hermano y a las gentes que los servían.
A fin de gozar, no obstante, de cierta libertad y de poder ir de vez en
cuando a Viena sin otra custodia que la de su doncella, a los veintidós
años se había hecho _stiftdame_ o sea canonesa. Ningún voto perpetuo la
ligaba, apenas tenía obligación de vivir algunos días en comunidad, y
alcanzaba en cambio no cortos privilegios, exenciones y autorizada
consideración.
A pesar de estas facilidades y ventajas, hacía ya tiempo que la condesa
Poldy se había aficionado tanto a la soledad, que no iba a Viena, ni
salía del castillo y de sus rústicas cercanías.
Su conversación con el conde Enrique acabó por infundir en su espíritu
idéntica curiosidad, igual afán de saber y no menos decidida afición a
toda clase de estudios. En ella, sin embargo, predominaba el amor a la
poesía, sobre todo, cuando tenía por objeto el examen de lo íntimo del
alma propia para sondear sus misteriosos abismos y buscar y hallar luego
en el lenguaje humano la expresión adecuada de sus ensueños, anhelos y
vagas creencias y esperanzas.
El misticismo algo panteísta que llenaba y colmaba su espíritu, rebosaba
y trascendía a lo exterior convertido en hondo sentimiento de la
naturaleza y en arrobo contemplativo y extático de las remotas estrellas
del cielo y de las flores y plantas del intrincado y frondoso bosque que
casi rodeaba el castillo.
Durante el invierno, la Condesa Poldy, retenida en el castillo por las
lluvias y los hielos, no daba tan largos paseos ni eran sus excursiones
tan reposadas y contemplativas como en la primavera y en el verano.
Pero, durante la primavera, se desquitaba bien de su forzada reclusión
permaneciendo largas horas en el bosque. Ya se paraba a meditar, ya iba
con lentitud y sin dirección determinada, y ya se detenía, o bien
mirando una flor, una mariposa, una libélula, o los caprichosos efectos
de la luz al través de las verdes ramas, o bien oyendo cantar los
pájaros, o el murmullo del agua del arroyo al quebrarse en las guijas, o
el manso susurrar del aura entre las verdes y tempranas hojas.
Cuando la condesa Poldy daba estos paseos meditabundos, cuando salía,
como solía ella decir, a caza de impresiones poéticas, no gustaba de que
nadie la acompañase; siempre iba sola.

II
En un hermoso día de los últimos del mes de Mayo, la condesa Poldy se
hallaba sola, en lo más intrincado del bosque, entre diez y once de la
mañana. Sencilla y elegantemente vestida, llevaba en la airosa cabeza un
gracioso sombrero de paja de Italia y pendiente del brazo izquierdo un
ligero canastillo de mimbre. Aquel día no eran la meditación y la
contemplación de las bellezas naturales el único propósito de su paseo.
Tenía otro más práctico. Iba ella a coger fresas silvestres, de las muy
delicadas que en abundancia producía aquel bosque, y a coger también
cierta florida hierbecilla, llamada _waldmeister_, que se pone y conque
se perfuma y sazona el _maitrank_, deliciosa bebida propia de aquella
estación y de la que gustaba muchísimo la Condesa viuda.
Buscando fresas y _waldmeister_, Poldy se había alejado del castillo y
penetrado en la profundidad del bosque, harto más de lo que solía. Así
vino a encontrarse en sitio muy solitario y agreste, donde, rota la
espesura que los apiñados árboles formaban con su denso follaje, había
una pequeña laguna. En la orilla opuesta de aquélla a la que Poldy se
había acercado, se alzaba un obscuro y ruinoso torreón. Todo el terreno
que circundaba la laguna era húmedo y vicioso. Las emanaciones palúdicas
habían ahuyentado las aves de aquel sitio. Las aves no le alegraban con
sus trinos y gorjeos como hacían en otros lugares del mismo bosque. Casi
hundidas las raíces en el agua se veían a trechos espadañas y juncos en
muy pobladas matas. Sobre el haz del agua dormida, que no rizaba
entonces el más ligero soplo de viento, se extendían la verde lama y las
redondas y anchas hojas de nenúfar, cuyas blancas flores se levantaban
en el aire tranquilo. Los pies de Poldy se hundían en la hierba que
había crecido muy alta. Cada vez que fijaba en el suelo uno de sus
menudos pies, se espantaban las ranas que entre la hierba se hallaban
ocultas, y daban estupendos brincos, zambulléndose en el agua estancada.
El ruido que hacía el agua, al chapuzar en ella las ranas, era lo único
que interrumpía el maravilloso silencio que reinaba en torno.
Poldy, por irreflexivo y curioso instinto, siguió andando por la margen
de la laguna hacia el sitio donde el torreón se parecía. Y estando ya
muy cerca de él, vio de improviso un objeto que, si bien ella no era
tímida, le produjo un sacudimiento nervioso, por mostrarse tan de
repente y cuando menos lo recelaba. Era una corpulenta cigüeña blanca,
que salió de detrás del torreón, y que sin el menor espanto, sino mansa
y serena, se vino hacia Poldy con paso lento, grave y majestuoso. De vez
en cuando movía la cabeza a un lado y a otro con graciosa coquetería.
Cuando estuvo más cerca, dio algunos saltitos, extendió y batió las
largas alas como en señal de júbilo, y abriendo y cerrando repetidas
veces el rojo pico, produjo un son muy semejante al de las castañuelas.
Volviendo luego a andar con mayor lentitud y con cierta vacilación, como
si el respeto le contuviera, siguió el pájaro peregrino caminando hacia
Poldy, y parándose a cada dos o tres pasos como si aguardase el permiso
de llegar hasta ella.
Comprendió Poldy la intención del pájaro; no temió nada porque le
consideró inofensivo, pero extrañó que se le mostrase tan cariñoso y
que tan resueltamente y a largos trancos de sus zancas enjutas viniese
hacia ella como si fuese un antiguo amigo suyo. ¿Le habría conocido y
tratado antes y no lo recordaría entonces? Poldy buscaba en balde por
todos los más hondos y olvidados senos de su memoria algún vago recuerdo
de aquel conocimiento y trato. No hallaba el menor rastro ni la más
ligera huella de haberlos tenido jamás. La misma cigüeña dejaba ver que
nunca había conocido a Poldy, pues aunque no atinaba a expresarse en
ningún idioma humano sino sólo con los resonantes castañetazos de su
pico, la lentitud de su marcha, sus paradas frecuentes y cada una de las
miradas que sus pardos ojos dirigían a Poldy parecían significar
interrogación y súplica, como si dijesen: graciosa Condesa, ¿me permite
V. E. que me aproxime y la trate? Había además en la cigüeña un no
sabemos qué de exótico: cierto raro modo de ser, bastante parecido al
que se nota en un viajero de distinción, venido de muy remotos países,
con quien por dicha tropezamos y entablamos conversación sin pensarlo ni
pretenderlo y solamente a causa de súbita y misteriosa simpatía.
Poldy, sin duda, simpatizó con la cigüeña. Le cayeron en gracia y le
ganaron la voluntad el respetuoso acatamiento y la amistosa dulzura
conque la cigüeña la miraba. Confesó, allá en sus adentros, que la
cigüeña sabía tratar a las gentes como merecían, y que, naturalmente,
estaba dotada de exquisita buena crianza, aunque por ser crianza no
aprendida, más bien debiera llamarse soltura fina o refinado tacto de
mundo.
En fin, Poldy se allanó a tratar a la cigüeña sin que nadie se la
presentase y sin saber quién era ni cuántos cuarteles tenía; dio también
hacia ella algunos pasos, y extendió la mano y le tocó regaladamente la
cabeza. La cigüeña se dejó acariciar y mostró la satisfacción y el gusto
que aquellas nobles caricias le causaban, entornando los párpados como
si se adormeciese y restregando suavemente el largo cuello sobre la
vestidura de la linda dama. Pasó ésta la mano por el cuello de la
cigüeña, bajándola hasta el ancho buche, cubierto todo de abundantes y
blancas plumas. Entonces advirtió con sorpresa que la cigüeña tenía
allí, suspendido de listón muy sutil, un pequeño retazo de tela de seda,
que, flexible y apiñada, formaba poquísimo bulto.
Poldy no pudo resistir la curiosidad ni vencer el deseo de apoderarse de
aquella prenda. Pronto desató el lazo conque por medio del listón
colgaba la prenda del cuello del pájaro y se quedó con la prenda en las
manos.
No se sabe si espantada entonces la cigüeña o enojada del que pudo
considerar despojo, se apartó bruscamente de la dama, extendió las alas,
salió volando, se remontó en los aires y acabó por perderse de vista.
Avergonzada quedó Poldy como si hubiese cometido un hurto villano, pero,
al fin, desechó los escrúpulos, pensando que no había ella tenido la
intención de quedarse con la prenda y que estaba dispuesta a
devolvérsela al pájaro, si el pájaro acudía de nuevo a ella y de algún
modo la reclamaba.
Desenredó luego Poldy más de un metro de listón que estaba devanado en
la tela de seda, dándole forma de ovillo, y desenvuelta la tela, que era
del color de los albaricoques, vio escritos en ella con muy negra tinta
varios renglones en extrañas y menudas letras. Ella las miró y las
remiró, pero en vano, porque no conocía una sola. Y aunque era
medianamente sabia y aprovechada discípula de su hermano el conde
Enrique, no acertaba a determinar con fijeza a qué alfabeto y lengua
aquellos signos y palabras pertenecían. Sospechó, no obstante, que las
inscripciones de la tela de seda estaban en sanscrito, lengua que
estudiaba con asiduidad y provecho su hermano el conde Enrique.

III
Volvió Poldy al castillo aguijoneada por la curiosidad y deseosa de que
le descifrase su hermano lo que la tela decía. Almorzó con muy buen
apetito, y luego, mientras que la Condesa viuda dormía después del
almuerzo, como tenía de costumbre, se fue a la biblioteca con su hermano
Enrique, le contó su encuentro con el pájaro zancudo, le enseñó la tela
de seda y le rogó que tradujese lo que en ella había escrito.
El conde Enrique confesó que no estaba bastante versado en la lengua de
Valmiki para traducir de repente los versos, pues indudablemente eran
versos los que había en la tela; pero pidió tiempo y prometió a su
hermana presentarle una exacta traducción de todo en aquel mismo día.
En efecto; pocas horas después buscó el conde a Poldy, la llevó de nuevo
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    34.6 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
    47.8 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
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  • De varios colores - 03
    Süzlärneñ gomumi sanı 4978
    Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1609
    36.4 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
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  • De varios colores - 04
    Süzlärneñ gomumi sanı 4891
    Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1747
    34.7 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
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  • De varios colores - 05
    Süzlärneñ gomumi sanı 4865
    Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1744
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  • De varios colores - 06
    Süzlärneñ gomumi sanı 4835
    Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1736
    32.3 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
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  • De varios colores - 07
    Süzlärneñ gomumi sanı 4851
    Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1832
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  • De varios colores - 08
    Süzlärneñ gomumi sanı 4961
    Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1814
    33.3 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
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  • De varios colores - 09
    Süzlärneñ gomumi sanı 4965
    Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1690
    34.2 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
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  • De varios colores - 10
    Süzlärneñ gomumi sanı 4928
    Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1720
    32.8 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
    47.0 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
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  • De varios colores - 11
    Süzlärneñ gomumi sanı 4568
    Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1563
    37.9 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
    51.3 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
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  • De varios colores - 12
    Süzlärneñ gomumi sanı 751
    Unikal süzlärneñ gomumi sanı 378
    44.9 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
    56.4 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
    62.9 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
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