Cuentos y diálogos - 5

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partir y que entregó a Chemed una persona de toda confianza. La carta
decía como sigue:
«Mi querida Chemed: Yo soy el más débil y el más malvado de los hombres.
Debí huir de ti desde el primer momento y no entregarte nunca un corazón
que no te pertenecía, que era de otra mujer y que jamás podía ser tuyo.
Todo el afecto, toda la ternura que te he dado, ha sido falsía, perjurio
e infamia. Y no porque yo fingiese esa ternura y ese afecto, que al
contrario brotaban a borbotones, con toda sinceridad y con vehemente
efusión, del fondo de mi pecho, sino porque, al consagrártelos, faltaba
a la fe jurada, rompía el sello de la fidelidad que había puesto
Echeloría sobre mi alma, y me rebajaba hasta la vileza. De aquí mi lucha
interior; de aquí mis contradicciones y extravagancias. A veces reía yo,
jugaba y me deleitaba contigo; pero, cuando más contento estaba, surgía
como espectro, como aterrador fantasma, de las profundidades de mi ser,
el mismo amor ultrajado, el cual me azotaba rudamente con el azote de
los remordimientos. Otros amantes, mientras más aman, se hacen más
dignos del amor, porque el amor hermosea y sublima los espíritus; pero
yo, amándote, me degradaba en vez de elevarme, porque pisoteaba
juramentos y promesas, y no amándote, me degradaba también, porque
recibía de ti inmensos e inestimables tesoros de cariño que no acertaba
a pagar. Si olvidaba a Echeloría para amarte era yo un perjuro, y si no
te amaba, para seguir amando a Echeloría, un falso, un estafador y un
ingrato. Situación tan horrible y poco digna no podía durar. El cielo ha
estado benigno conmigo, aunque no lo merezco, proporcionándome ocasión
de dejarte con razonable motivo, sin que puedas tú tildarme de galán sin
entrañas. Adherbal no está en Tiro. Mi deber es perseguirle. La ofensa
que me ha hecho no puede quedar impune. Tú misma me tendrías por vil y
cobarde si yo no me vengara. No extrañes, pues, que te deje para cumplir
con esta obligación.--Adiós; adiós para siempre, ¡oh generosa y dulce
amiga!»
Tal era la carta que escribió Mutileder, en buen fenicio, sin ninguna
falta de gramática ni de ortografía. Chemed la leyó con lágrimas en los
ojos y haciendo otros mil extremos de amoroso sentimiento.
Mutileder, entre tanto, caballero en su dromedario y lleno de
impaciencia, iba trotando y galopando hacia Jerusalén. Harto de la pausa
con que la caravana marchaba, tomó un guía, poseedor de otro dromedario
tan ligero como el suyo, y se adelantó al resto de sus compañeros de
viaje. Así llegó en pocas jornadas a la ciudad que casi había creado
David, y que Salomón acababa de fortificar y hermosear con admirables
monumentos. La había ceñido de altas torres almenadas y de fuertes y
gruesos muros; había edificado, sobre gigantescos sillares, en la cumbre
del monte Moria, donde fue el sacrificio de Abraham, el maravilloso y
único templo del Dios único, y había coronado las alturas de Sion con
inexpugnable ciudadela y con alcázar suntuoso.
Dilatando Salomón sus conquistas al Sur del mar Muerto, domeñando a los
hijos de Edom, de Amalec y de Madian, y enseñoreándose de Elath y de
Aziongaber, abrió puertos para comerciar con el Hadramauth y el Yemen,
con el alto Egipto, con la Nubia y con las Indias orientales. Cortando
luego las corpulentas hayas y los pinos y cedros seculares del Líbano,
haciéndolos llevar en hombros de los más robustos varones de las
naciones vencidas, como de los _refaim_, por ejemplo, raza descomedida
de gigantes, que casi ladraban en vez de hablar; y trabando entre sí los
leños con arte y maestría, hizo formar Salomón flotantes castillos que
resistiesen el ímpetu de los huracanes y el furor de las olas. En medio
del desierto, Salomón había fundado a Tadmor, célebre después con el
nombre de Palmira, en un oasis lleno de palmas, a fin de que fuese
emporio riquísimo y lugar de reposo de las caravanas que iban desde las
orillas del Jordan a las del Eufrates y del Tígris; a Damasco, a Nínive
y a Babilonia. Estaba, por último, interesado Salomón en el comercio de
los fenicios con Társis o Iberia, patria de Mutileder, y aun de más
allá, hacia el Occidente y Norte del mundo; bastante más allá, porque
las naves tirias llegaban hasta el Báltico. Por todo lo cual refluía
sobre Jerusalén cuanto Dios crió de bienes temporales. La plata era tan
común, que se miraba con desprecio. Todo se fabricaba de oro purísimo,
hasta los trastos de cocina. De Arabia venían perfumes; de Egipto, telas
de lino, caballos y carros; esclavos negros y marfil, de Nubia; y
especierías y madera de sándalo, y perlas, y diamantes, y papagayos y
jimios y pavos reales, y telas de algodón y de seda, de allá de la
desembocadura del Indo. Oro venía de todas partes, ya de Tíbar, ya de
Ofir; ámbar y estaño, del Norte de Europa; cobre y hierro, de España. De
esta suerte abundaba todo en Jerusalén. La fama del rey volaba por el
mundo, porque el rey excedió a los demás reyes, habidos y por haber, en
ciencia y en riqueza; y no había persona de buen gusto que no desease
ver su cara, y sobre todo, los hijos de Israel, a quienes las naciones
extranjeras respetaban y temían, por donde vivieron ellos tranquilos y
venturosos, a la sombra de sus parras y de sus higueras, desde Dan hasta
Beersebá, durante todos los días de aquel reinado.
Pues, como íbamos diciendo, a esta espléndida ciudad de Jerusalén llegó
nuestro bermejino prehistórico, acompañado de su guía, pero más confiado
en su fiero garrote y en la primorosa honda que le había regalado
Echeloría, y con la cual, según suele decirse, no se le cocía el pan
hasta que vengase a su primer amor, descalabrando al raptor injusto de
una violenta y certera pedrada.
Preocupado con estos pensamientos de venganza, y como hombre que va a su
negocio y que no viaja a lo _touriste_, Mutileder no quiso visitar las
curiosidades de Jerusalén ni enterarse de nada de lo que allí sucedía, a
no ser del paradero de Adherbal.
Imagine el pío lector qué desesperación no sería la de Mutileder cuando
en seguida supo de buena tinta que Adherbal, viendo que urgía darse a
la vela, y llegar pronto al Océano, para no desperdiciar la monzón,
favorable entonces a los que iban a la India, había salido en posta, con
dromedarios que de trecho en trecho estaban ya preparados y escalonados
en el camino, a fin de verse cuanto antes en el puerto de Aziongaber,
orillas del mar Bermejo.
Imposible de toda imposibilidad era ya que Mutileder llegase a donde
estaba el marino fenicio, quien se sustraía así a su venganza. Tiempo
había de pasar, pampanitos había de haber, antes de que dicho marino se
pusiese a tiro de su honda o al alcance de su garrote.
Creyó entonces Mutileder que Adherbal se había llevado consigo a
Echeloría para que fuese ornamento principal de la nave capitana, desde
donde había de mandar la flota; y su rabia rayó en tal extremo, que
pateó, juró, bufó, blasfemó, y hasta hubo de arrancarse a tirones
algunos de los rizos hermosos y rubios que coronaban su cabeza.
En medio de todo, fue grande su consolación cuando logró saber que el
pícaro y cortesano marino, rastrero adulador de príncipes, había hecho
presente a Salomón de la preciosa Echeloría.


VI

¿Cómo resistir aquí a la tentación de encarecer lo mucho que D. Juan
Fresco se ensoberbece y ufana, y lo orondo que se pone, y lo por bien
pagado que se da de haberse pelado las cejas descifrando y leyendo las
inscripciones y papiros manuscritos de donde está sacada esta historia?
Por ella consta que un bermejino, pues al cabo bermejino era Mutileder,
ya que Vesci era la Villabermeja de entonces, rivaliza con Salomón y
viene a hacer el brillante y extraordinario papel que verá el que
siguiere leyendo.
Mutileder no se amilanó al saber que Echeloría estaba en el harén
salomónico; antes dispuso quedarse en Jerusalén, espiar ocasión
oportuna, y, no bien se presentase, asirla por el copete, arrebatando a
la linda moza de entre las manos del Rey Sabio. No por eso pensó en
hacer el más leve daño a Salomón. Mutileder era muy monárquico, y el
Rey, por ser rey y por su ciencia infusa y demás virtudes, le infundía
respeto. Salomón, además, no tenía culpa ninguna ni había ofendido a
Mutileder. Había aceptado el presente que le habían traído, y había dado
prueba de buen gusto al aceptarle y guardarle.
A veces concebía Mutileder cierta halagüeña esperanza. Imaginaba que
Echeloría había de llorar por él y había de decir a Salomón, con todo
miramiento y finura, que no le amaba porque amaba a otro; y daba por
cierto que Salomón, que era benigno con las mujeres, y tan galante y
condescendiente que las consentía tener ídolos de la tierra de cada una
de ellas no debía de ser feroz con Echeloría, sino que, no bien supiese
que su ídolo era Mutileder, había de ceder en sus pretensiones.
Mutileder llegaba a columbrar como probable que el Rey le hiciera buscar
para entregarle a la muchacha, y hasta que quizá se allanase a ser
padrino de la boda.
La entereza, constancia y resistencia de Echeloría habían de mover a
todo esto, y a más, el ánimo generoso de Salomón. ¿Qué le importaba a
este gran Rey una mujer más o menos, cuando tenía en su harén
setecientas reinas, ochocientas concubinas e infinito número de
princesas? Así, pues, lo natural era que, viendo Salomón a Echeloría
enamorada de otro, afligida y llorosa, y rechazándole por estilo arisco
y montaraz, había de mostrarse desprendido.
Al hacer esta suposición, muy plausible, Mutileder se ponía colorado de
vergüenza. Se presentaba en su imaginación lo bien que se portaba
Echeloría, huraña como un gato y firme como una roca, veía el
desprendimiento regio y la nobilísima conducta de Salomón, y se
consideraba indigno, y quería, al recordar sus infidelidades con Chemed,
que se abriese la tierra y le tragase.
Estos remordimientos, esta compunción y este sonrojo por la culpa
tenían, sin embargo, bastante de sabroso y de dulce. ¡Ay, cuán pronto se
trocó todo ello en amargura cuando oyó Mutileder lo que en Jerusalén se
decía de público en calles y plazas!
Para saber lo que se decía conviene tomar las cosas de atrás y entrar en
algunas explicaciones.
El palacio de Salomón era inmenso, y la sociedad en él muy amena.
Multitud de poetas y de tocadores de arpas, tímpanos y salterios, le
regocijaban de continuo. Allí había diestras bailarinas, artistas
ingeniosos que hacían muebles elegantes y otras obras de extremado
primor, y los mejores cocineros que entonces se conocían. Aquello era,
en grado superlativo, en elevación a la quinta potencia, perpetua boda,
de Camacho. Salomón y sus mujeres y servidumbre devoraban cada día
treinta bueyes cebados, cien ovejas y multitud de ciervos, búfalos,
gacelas y aves. Y no se crea que porque comiesen poco pan. El consumo
diario de harina empleada en hacer pan, tortas, bollos y pasta _frolla o
flora_, era de noventa coros, o sea cuarenta y cinco cahíces, de doce
fanegas se entiende.
Así es que en el palacio de Salomón hasta el último pinche se regalaba a
pedir de boca y estaba gordo y lucio.
Las mujeres, tanto por naturaleza cuanto por los afeites que usaban,
parecían celestiales y de variadísimo mérito. En aquella época no
llevaban nombres puestos a la ventura, sino nombres significativos de
sus más egregias cualidades, por donde sólo con mentarlas se puede
colegir, lo que valían. Entonces no se llamaba Doña Sol una fea, ni
Blanca una negra, ni Dolores una regocijada, ni Rosa la que olía mal o
era áspera como cardo ajonjero.
Las favoritas de Salomón lo habían sido y llevaban los nombres que
llevaban porque lo merecían. La hija del Faraón, que fue, a no dudarlo,
Meneftá II, se llamaba Uom-anhet, esto es, Destroza-corazones. Ella
inspiró a Salomón el primer amor, profundo y suave. Salomón era muy
muchacho cuando se casó con ella, y ella le trajo en dote a Gezer y doce
mil caballos para la remonta de su caballería. Después amó Salomón con
locura a Anahid, Lucero de la mañana, hija del Rey de Armenia. Se
refiere que, repudiada ésta, hubo de volver a su patria, donde tuvo un
hijo de Salomón, de quien procede el famoso Abagaro, a quien Cristo
escribió una carta y envió su efigie. Después amó Salomón con no menor
locura a Leliti, la Noche, princesa de Etiopía. Luego amó
apasionadamente a Vahar, a quien trajeron de la India las primeras naves
tirio-hebreas que fueron por allí. Esta Vahar, o dígase Primavera, era
de la familia de los Sakias, reyes de Kapilavastu, y por consiguiente,
parienta del ilustre Sakiamúni, que había de ser Buda, y fundar una
religión en que creyese cerca de la mitad del humano linaje.
Por último, pasión más durable que todas había concebido, alimentado y
guardado Salomón por la Sulamita, en cuya alabanza dejó compuestas las
poesías amatorias más bellas que habían sonado hasta entonces en lengua
humana.
Pero Salomón, en medio de tantos deleites y triunfos, estaba hastiado.
Nada le satisfacía. Todo era para él vanidad de vanidades y aflicción de
espíritu. Ni siquiera tenía el goce del amor propio y del orgullo,
porque sostenía que su grandeza se debía al acaso y no a su carácter ni
a su entendimiento y prudencia. Salomón había recapacitado y había visto
que, debajo del sol, ni la carrera era de los ligeros, ni la guerra era
de los fuertes, ni el bienestar de los listos, ni de los prudentes la
riqueza, ni de los elocuentes el favor, sino que todo era caprichoso
resultado de la ciega fortuna.
Y hallándose su alma en tan doloroso estado, fue cuando Adherbal le
presentó a Echeloría.
Y el pueblo de Jerusalén afirmaba que Salomón la había conocido y la
había amado. Y que la había hallado rosa de Saron y lirio de los valles.
Y que había comparado su cabeza rubia, por la majestad, con el Carmelo,
y el olor de sus vestidos al olor del almizcle y al de las silvestres
flores que crecen en el Líbano.
La ternura de Salomón por Echeloría se aseguraba que excedía a la de
Jacob por Raquel y a la de Isaac por Rebeca. Se daba por cierto que la
amaba mil veces más que había amado a las otras mujeres: que sentía por
ella todo género de afecto; que con el espíritu puro la estimaba y
quería como su padre David había estimado y querido a Jonatás, muerto en
las alturas de Gelboé por los filisteos; y que de un modo tempestuoso la
idolatraba como el príncipe de Siquen había idolatrado a Dina.
Todos estos rumores llegaban cada vez con más consistencia a los oídos
de Mutileder y le iban dando mucho que sentir y no poco que sospechar:
le iban dando, permítaseme lo vulgar de la frase en gracia de lo
gráfico, muy mala espina.
¿Cómo era posible que Echeloría resistiese a tantas seducciones? ¿Cómo
había de entenderse el amor de Salomón, si la muchacha, en vez de estar
amable, estuviese zahareña y cogotuda?
En vista de estas y de otras reflexiones, y de no pocos indicios y
pruebas que vinieron después, el pobre Mutileder tuvo al fin que abrir
los ojos, y que reconocer que Echeloría se había dejado querer, y hasta
que pagaba a Salomón su cariño, queriéndole y siendo infiel y perjura a
su Mutileder y a los juramentos hechos en Aratispi y en Churriana.
Por falta de elocuencia dejo de pintar aquí el furor de Mutileder cuando
de esto se hubo cerciorado. Ni Otelo ni el Tetrarca estuvieron después
más celosos y furiosos.
Pero nuestro bermejino no se limitaba a lamentos estériles. Siempre
tomaba resoluciones y procuraba darles cima. La que ahora tomó fue la de
matar a puñaladas a Echeloría y matarse él a renglón seguido con el
propio puñal. Lo difícil era ver a Echeloría para matarla.
Chemed, ocupada en Tiro con sus asuntos, se había consolado de la
ausencia de Mutileder, pero le conservaba buena amistad, y le había
enviado cartas de recomendación para Adoniram, que era el mayordomo de
Salomón, y para otros personajes de la Córte. Con estas cartas y con su
hermoso rostro, gentil presencia y gallardo cuerpo, que más que nada le
recomendaban, Mutileder pretendió y consiguió sin dificultad entrar en
la guardia personal del rey.
Componíase dicha guardia de sugetos de no poco fuste; de señores y hasta
de príncipes de las dinastías destronadas, cuyos reinos se habían
anexionado Salomón y su padre, y de cuyos bienes habían ido
incautándose. Allí había heteos, amorreos y jebuseos; caballeros de la
casa de Abinadab, rey de Kiriath-Yarin; dos sobrinitos de Og, rey de
Basan, a quienes apenas apuntaba el bozo y tenían ocho codos de
estatura; varios nietos de Hamnon, rey de los Amonitas; y _para
complemento de hermosura_, como dice Ezequiel, hablando de los pigmeos
de Tiro, una pequeña tropa de idénticos pigmeos, que no se levantaban un
codo de la tierra, pero que eran certeros y terribles disparando
ponzoñosos dardos.
Encubriendo siempre en los abismos oscuros del alma su terrible
propósito de matar a Echeloría y de matarse él, Mutileder se ingenió de
suerte que se ganó la voluntad de sus jefes inmediatos y hasta del
General Benaya, tan ágil para cortar cabezas, según lo demostró a
principios de aquel reinado, enviando al otro mundo, a fin de cimentar
bien el trono, a Adonia, hermano mayor del rey, y a otros personajes.
Con este favor, pronto subió Mutileder a capitán de una compañía de
filisteos, rubios casi tanto como él, y que formaban parte de la guardia
real.
Lo que no pudo conseguir fue ver a Echeloría. Lo que no pudo inspirar
fue la absoluta e indispensable confianza para llegar a ser uno de
aquellos sesenta valientes, los más probados y selectos, que rodeaban el
tálamo de Salomón por la noche (algo parecido a nuestros Monteros de
Espinosa), y que andaban siempre con la espada sobre el muslo, por temor
de los duendes y vestiglos, que eran traviesos, traían revuelto el
alcázar, y no hubieran dejado, sin la citada precaución, un instante de
sosiego a las reinas y demás señoras.
¿Quién sabe si la misma gentileza de Mutileder sería óbice para que
entrase él en el número de los sesenta, no hiciera el diablo que
inquietase a las damas en vez de aquietarlas? Lo cierto es que su
gentileza ya mencionada, su discreción, despejo y buen trato, se
hicieron notorios en Jerusalén, y que las damas le ponían en las nubes.
Hasta un no sé qué de torvo, de melancólico y de trágicamente distraído,
que había en su lindo semblante, le hacía más grato a las damas.
Así las cosas, cuando ocurrió una novedad grandísima, que contribuyó a
glorificar el reinado de Salomón más todavía.


VII

Además de los libros que conocemos, Salomón escribió otros muchos que se
han perdido. Compuso tres mil parábolas y mil y cinco cantares, y
disertó sobre árboles y plantas, desde el cedro hasta el hisopo que nace
en la pared, y sobre aves, cuadrúpedos, reptiles y peces. Quieren decir
que supo muchas cosas que después se olvidaron; unas han vuelto a
descubrirse; otras quizá no se descubran nunca de nuevo. Así, por
ejemplo, parece que atraía por medio de pinchos de metal los rayos y las
centellas; que entendía la lengua de los pájaros; que conocía la fuerza
oculta de la palabra humana y obraba por ella mil prodigios; que los
genios le obedecían; y que era sabedor de todas las doctrinas mágicas de
Enoch y de las que Abraham había aprendido en su patria, Ur de los
caldeos, y de las que estudió Moises en los colegios sacerdotales de las
orillas del Nilo.
Sea de esto lo que se quiera, no puede negarse que su fama de sabio se
extendió por todas partes.
La reina de Sabá, cuyo nombre, según hemos llegado a averiguar, era
Guadé, que en el idioma hymiárico, hablado entonces en su reino,
equivale a _Amor_ o _Amistad_, oyó hablar de Salomón y quiso probarle
con preguntas y acertijos.
Embarcóse, pues, esta augusta señora en Aden, que era el mejor puerto de
sus Estados, y con próspero viento, navegando por el mar Bermejo, aportó
a Aziongaber, y desde allí, por Sela, Beersebá y otras poblaciones,
llegó hasta Hebron, donde el Rey Sabio salió a recibirla con mucha
cortesía y aparato.
No entro aquí en descripciones del viaje de esta reina, de la pompa con
que venía, de su entrada en Jerusalén, acompañada ya de Salomón, que la
hospedó en su palacio, y de las fiestas que hubo con este motivo. Sería
muy largo contar todo esto. Contentémonos con decir que los regalos que
dio la reina a Salomón fueron magníficos, y no inferiores los que de
Salomón recibió ella; que ella se quedó pasmada del lujo que gastaba
Salomón; y que, como Salomón le adivinó de tenazón todos sus más
enmarañados acertijos, ella se quedó doblemente pasmada de su sabiduría.
Salomón, que era fino y discreto, creyó que el mayor obsequio que podía
hacer a Guadé, mientras morase en su alcázar, y siendo ella de un moreno
muy subido de punto, era darle para guardia de su persona a los
filisteos que mandaba Mutileder, todos rubios, blancos y sonrosados. En
efecto, los filisteos la impresionaron agradablemente; pero Mutileder,
su capitán, le pareció una divinidad y no un hombre cualquiera.
Era Guadé tan hermosa como las noches serenas del estío; sus ojos
brillaban como carbunclos, y en oposición a su rostro, algo tostado,
relucían como perlas sus dientes blanquísimos. Sabía mucho. Era un
Salomón con faldas. Pronto con sus miradas fulmíneas derritió la triple
placa de bronce que el empeño de ser consecuente había puesto en torno
del corazón de Mutileder. Y Mutileder y Guadé se amaron, a pesar de
Chemed y de Echeloría.
Guadé, a quien importaba desengañar por completo a Mutileder, el cual le
había contado toda su historia, menos su plan de tragedia; Guadé, que
hablaba en toda confianza con Salomón y sabía los secretos del harem,
reveló y probó a su joven amigo que Echeloría amaba a Salomón con
delirio.
Esto indujo más a Mutileder a amar con delirio también a Guadé, no sólo
porque ella se lo merecía, sino para no ser menos y tomar represalias y
desquite.
Y sin embargo, y aquí entra lo más patético de mi cuento, si bien era
cierto que Echeloría y Mutileder estaban enamorados el uno de su reina y
de su rey la otra, ambos sentían, en medio de la embriaguez del nuevo
amor, pesar tremendo, torcedor horrible en la conciencia, y pasión de
ánimo, que amenazaban matarlos.
Las mismas imaginaciones, las mismas ideas acudían al alma de los dos,
aunque no se veían ni se hablaban. Se sentían rebajados y humillados.
Eran juguetes de la casualidad. La voluntad de ellos carecía de firmeza.
¿Había sido ensueño infantil el amor que se tuvieron? ¿Había sido burla
ridícula el juramento que se hicieron repetidas veces? O no había sido
santa y hermosa aquella primera pasión, y entonces lo más poético de la
vida de ambos se desvanecía; o si la pasión había sido santa y hermosa,
ellos habían sido sacrílegos e infames, profanándola y hollándola.
Mutileder desistió ya de matar a Echeloría y de matarse; pero aquel
dolor oculto iba a matar a los dos. Y mientras más notaban ambos que el
amor que tenían a Salomón y a Guadé era su encanto y su delicia, más
culpados y viles se juzgaban y más ganas tenían de morirse, porque el
sonrojo y la humillación destrozaban sus pechos, no bien dejaban de
embargarlos y cautivarlos el frenesí y el vivo deleite que nacen de los
coloquios y caricias en el amor bien correspondido.
Salomón advirtió el mal de Echeloría, y Guadé advirtió el mal de
Mutileder. Conferenciaron sobre ello. Se lo contaron todo. Buscaron
remedio y no pudieron hallarle. ¿Qué hierba, qué elixir, qué talismán
sería poderoso contra tan rara dolencia, que designaron con el nombre de
_dolencia de los dos amores_?
Presintieron los reyes que iban a perecer sus dulces amigos y se
desconsolaron. Todo era cavilar en balde qué habían de hacer para
salvarlos. Llegaron hasta a ser tan generosos que proyectaron ceder él a
Echeloría y ella a Mutileder para que se casasen. Pero luego
consideraron que esto sería peor. Al verse, se avergonzarían de verse;
no dejarían de amar de otro modo a Salomón y a Guadé; no podrían amarse
entre sí del mismo amor que los amaban, y morirían más pronto y más
desesperadamente.
El lance no tenía otra solución que la más lúgubre, a no ocurrir algo
con visos de milagro, como ocurrió en efecto.


VIII

Años atrás, en los últimos del reinado de David, había venido a
Jerusalén un príncipe hiperbóreo, a quien de fama conocen sin duda mis
lectores. Hablo del sapientísimo Abaris, que caminaba montado en una
flecha. Si era la aguja de marear aplicada a la navegación aérea o algo
por el mismo orden, no acertaré yo a decirlo en este momento. Lo que
hace al caso es saber que Abaris viajaba con facilidad prodigiosa.
David estaba viejísimo, y los sabios de Israel resolvieron que, para
aliviar sus dolencias y hacer menos crueles los postreros años de su
vida, era menester casarle con una jovencita bella e inocente; la flor
de las doce tribus. Eligieron para esto los sabios a Abisag de Sunam, de
quien, por una maldita coincidencia, Abaris, muy joven entonces, andaba
perdidamente enamorado.
Abaris hizo esfuerzos inauditos para disuadir a Abisag de sacrificarse a
aquel viejo; pero ella, teniéndolo a mucha honra, y creyendo que cumplía
con un deber en ser útil al Rey Profeta, desdeñó a Abaris y se unió con
el Rey.
Abaris montó en su flecha y se fue de Jerusalén hecho un veneno. A fin
de vengarse del desdén de Abisag, ya que no en ella, en otras mujeres,
se convirtió en seductor desaforado, en el D. Juan Tenorio o Lovelace de
aquel siglo. Los medios de que disponía eran enormes. Era guapísimo,
ágil y divertido en la conversación; y desde que, siglos antes, había
venido su compatriota Olen a civilizar a tracios y pelasgos, no se había
visto hiperbóreo de más doctrina en el Mediodía de Europa. Con esto, con
su astucia, con sus chistes y con su atrevimiento, Abaris iba por todas
partes haciendo estragos en los corazones femeninos.
Entre tanto, murió David, subió Salomón al trono, y Abisag quedó en
palacio como una de las reinas viudas, aunque en realidad no se podía
decir que hubiese sido esposa del Santo Rey.
Sabido es, no obstante, que Salomón quería que la tuviesen por tal y que
asimismo viviese ella consagrada sólo a la memoria de David, cuyo
último suspiro había recogido. Por esto se enfadó tanto Salomón cuando
Adonia se atrevió a pedirle por mujer a Abisag. Y habiéndole perdonado
que conspirase contra él, no le perdonó aquella insolencia, e hizo que
Benaya le matase sin que pudiera valerle el haberse asido al cuerno del
altar, en el templo mismo.
Abaris, que tuvo noticia de todo esto, y que aun estaba enojado contra
Abisag, tardó en volver a Jerusalén; pero volvió al cabo y precisamente
en los días en que Salomón y la reina de Sabá andaban más afligidos con
la dolencia de Echeloría y de Mutileder.
Ignorábase qué proyectos traía Abaris, pero Salomón le recibió bien,
porque Salomón apreciaba mucho la ciencia. Además, como Abaris era
hombre de mundo, lo que se llama un rodaballo muy corrido, Salomón le
puso al corriente de todo, a ver si él hallaba remedio para aquel mal.
Abaris aseguró que curaría a los dos jóvenes iberos; pero que, en
cambio, deseaba que Salomón le prometiese que había de otorgarle un don
que intentaba pedirle. Salomón se lo prometió.
Pasaron después tres días, durante los cuales Abaris pareció como que
estaba estudiando. Al terminar los tres días, fue Abaris al regio
alcázar, hizo que Salomón le presentase a Echeloría, y, no bien la hubo
visto, Abaris dio un grito y se echó en los brazos de la joven,
exclamando:
--¡Gracias, gracias, benignos cielos: al fin he hallado a mi hija!
Explicó entonces Abaris que él había estado en Aratispi; que allí había
tenido amores con la madre de Echeloría, y que Echeloría era el fruto de
dichos amores. Añadió luego que como entonces era él tan peregrino
seductor, había tenido también amores en Vesci con la madre de
Mutileder; y que por lo tanto, Mutileder era su hijo. En prueba de esto
dio no pocos datos y razones, y la más sorprendente fue la de afirmar
que ambos jóvenes iberos estaban sellados por él, en la espalda, desde
el día en que nacieron, con una salamandra azul.
Con la alegría que produjo tan fausto descubrimiento, se prescindió de
la etiqueta de palacio. Vino Guadé y trajo consigo a Mutileder.
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