Algo de todo - 03

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pero el genio no se hereda, y la hija de Juana la Larga no llega, ni con
mucho, adonde llegaba su madre: es mucho menos larga en todo, como lo
reconocen y declaran cuantas personas competentes han conocido a la una
y a la otra.
Con la cocina, con el guiso diario, hay muy distinto proceder. Una
señora cuidadosa y casera tendrá cuenta con lo que se guisa, irá a la
despensa, dará órdenes: pero el verdadero guisar queda enteramente al
cuidado de la cocinera. De aquí lo decaído del arte. La cocina cordobesa
fue, sin duda, original y grande. Hoy es una ruina, como los palacios de
Medina-Azahara y los encantadores jardines de la Almunia. Sólo quedan
algunos restos, que dan señales, que son como reliquias de la grandeza
pasada; restos que un hábil cocinero arqueólogo pudiera restaurar, como
ha restaurado Canina los antiguos monumentos de Roma.
Sería menester una pericia técnica, de que carezco, para caracterizar
aquí la cocina cordobesa, excelente aunque arruinada, y para definirla y
distinguirla entre las demás cocinas de los diversos pueblos, lenguas y
tribus del globo.
El lector me perdonará que hable casi como profano en esta materia
trascendente.
Yo creo que, sin desestimar la cocina francesa, que hoy priva y
prevalece en el mundo, hay restos y como raíces en la de Córdoba, que no
deben menospreciarse. ¿Quién sabe si darán aún opimos frutos sin
desnaturalizarse con ingertos, sino conservando el ser castizo que
tienen?
Las habas, a pesar del anatema de Pitágoras, que tal vez las condenó
como afrodisíacas, son el principal alimento de los campesinos de mi
tierra. El guiso en que las preparan, llamado por excelencia _cocina_,
es riquísimo. Dudo yo que el más científico cocinero francés, sin más
que habas, aceite turbio, vinagre archi-turbio, pimientos, sal y agua,
pueda sacar cosa tan rica como dicha cocina de habas preparada por
cualquiera mujer cordobesa. Del salmorejo, del ajo-blanco y del
gazpacho, afirmo lo propio, Será malo; harán mil muecas y melindres las
damas de Madrid si le comen; pero tomen los ingredientes, combínenlos, y
ya veremos si producen algo mejor.
Por lo demás, el salmorejo, dentro de la rustiqueza del pan prieto,
Y los rojos pimientos y ajos duros,
de que principalmente consta, debe pasar por creación refinada en las
artes del deleite, sobre todo si se ha batido bien y largo tiempo por
fuertes puños y en un ancho dornajo. En cuanto al gazpacho, es saludable
en tiempo de calor y después de las faenas de la siega, y tiene algo de
clásico y de poético. No era más que gazpacho lo que, según Virgilio, en
la segunda Égloga, preparaba Testilis para agasajo y refrigerio de los
fatigados segadores:
_Allia, serpyllumque, herbas contundit olentes._
Dejo de hablar de la olla, caldereta, cochifrito, ajo de pollo y otros
guisados, por no tener diverso carácter en Córdoba que en las restantes
provincias andaluzas. Sólo diré algo en defensa de la alboronía, por
haberse burlado de ella un agudo escritor, amigo mío, y por habernos
suministrado la ciencia moderna un medio de justificarla, y aun de
probar, o rastrear al menos, que la antigua cocina cordobesa fue una
cocina aristocrática o casi regia, que ha venido degenerando. El sabio
orientalista Dozy demuestra que la inventora de la alboronía, o quien le
dio su nombre, fue nada menos que la Sultana Boran, hermosa, distinguida
y _comm'il faut_ entre todas las Princesas del Oriente. Tal vez el
creador de la alboronía dedicó su invención a esta Sultana, como hacen
hoy los más famosos cocineros, dedicando sus guisos y señalándolos con
el nombre de algún ilustre personaje. Así hay solomillo a la
Chateaubriand, salmón a la Chambord, y otros condimentos a la Soubisse,
a la Bismarck, a la Thiers, a la Emperatriz, a la Reina y a la Pío IX.
Para mayor concisión se suprime el nombre de lo guisado y queda sólo el
del personaje glorioso; por donde cualquiera se come un Pío IX o un
Chateaubriand, sin incurrir en antropofagia.
Sin duda, así como, en vista del aserto irrefragable de Dozy, la
alboronía viene de la Sultana Boran, la torta maimón y los maimones, que
son unas a modo de sopas, deben provenir del Califa, marido de la
susodicha Boran, el cual se llamaba Maimón, ya que no provengan del gran
filósofo judío Maimónides, que era cordobés, y compatriota, por lo
tanto, de los maimones, sopa, torta y bollo.
Fuerza es confesar, a pesar de lo expuesto, que estas cosas se han
maleado. Son como los refranes, que fueron sentencias de los antiguos
sabios y han venido a avillanarse; o como ciertas familias de clara
estirpe, que han caído en baja y oscura pobreza. Lástima es, por cierto,
que así pase; pues los primeros elementos son exquisitos para la cocina
en toda la provincia de Córdoba.
Entre las jaras, tarajes, lentiscos y durillos, en la espesura de la
fragosa sierra, a la sombra de los altos pinos y copudos alcornoques,
discurren valerosos jabalíes y ligeros corzos y venados: por toda la
feraz campiña abundan la liebre, el conejo, la perdiz y hasta el sison
corpulento, y toda clase de palomas, desde la torcaz hasta la zurita. No
bien empieza a negrear y a madurar la aceituna, acuden de Africa los
zorzales, cuajando el aire con animadas nubes. El jilguero, la
oropéndola, la vejeta y el verdearon alegran la primavera con sus trinos
amorosos. El gran Guadalquivir da mantecosos sábalos y sollos enormes; y
dan ancas de ranas y anguilas suaves todos los arroyos y riachuelos.
Sería proceder en infinito si yo contase aquí los productos del reino
vegetal, la Flora de aquella tierra predilecta del cielo, sobre la cual,
según popular convencimiento y arraigada creencia, está verticalmente
colocado, en el cenit, el trono de la Santísima Trinidad. Baste saber
que las mil y tantas huertas de Cabra son un Paraíso. Allí, si aun
estuviese de moda la mitología, pudiéramos decir que puso su trono
Pomona; y extendiéndonos en esto, y sin la menor hipérbole, bien
añadiríamos que Pales tiene su trono en las ermitas, Ceres en los campos
que se dilatan entre Baena y Valenzuela, y Baco el suyo en los Moriles,
cuyo vino supera en todo al de Jerez.
La cordobesa mira con desdén todo esto, o bien porque le es habitual y
no le da precio, o bien por su espiritualismo delicado. Sin embargo,
algunas señoras ricas se esmeran en cuidar frutas y en aclimatar otras
poco comunes hasta ahora en aquellas regiones, como la fresa y la
frambuesa. Asimismo suele tener la cordobesa un corral bien poblado de
gallinas, patos y pavos, que ella misma alimenta y ceba; y ya logra
verse, aunque rara vez, la desentonada y atigrada gallina de Guinea. El
faisán sigue siendo para mis paisanas un animal tan fabuloso como el
fénix, el grifo o el águila bicípite.
Donde verdadera y principalmente se luce la cordobesa es en el manejo
interior de la casa. Los versos en que Schiller encomia a sus paisanas,
pudieran con más razón aplicarse a las mías. No es la alemana la que
describe el gran poeta: es la madre de familia de mi provincia o de mi
lugar:
Ella en el reino aquél prudente manda;
Reprime al hijo y a la niña instruye,
Nunca para su mano laboriosa,
Cuyo ordenado tino
En rico aumento del caudal refluye.
¡Cómo se afana! ¡Cómo desde el amanecer va del granero a la bodega, y de
la bodega a la despensa! ¡Cómo atisba la menor telaraña y hace al punto
que la deshollinen, cuando no la deshollina ella misma! ¡Cómo limpia el
polvo de todos los muebles! ¡Con qué esmero alza en el armario o guarda
en el arca o en la cómoda la limpia ropa de mesa y cama, sahumada con
alhucema! Ella borda con primor, y no olvida jamás los mil pespuntes,
calados, dobladillos y vainicas que en la _miga_ le enseñaban, y que
hizo y reunió en un rico dechado, que conserva como grato recuerdo. No
queda camisa de hilo o de algodón que no marque, ni calceta cuyos puntos
no encubra y junte, ni desgarrón que no zurza, ni rotura que no
remiende. Si es rica, ella y su marido y su prole están siempre aseados
y bien vestidos. Si es pobre, el domingo y los días de grandes fiestas
salen del fondo del arca las bien conservadas galas: mantón o pañolón de
Manila, rica saya y mantilla para ella; y para el marido una camisa
bordada con pájaros y flores, blanca como la nieve, un chaleco de
terciopelo, una faja de seda encarnada o amarilla, un marsellé
remendado, unos zahones con botoncillos de plata dobles y de muletilla,
y unos botines prolijamente bordados de seda en el bien curtido becerro.
Sobre todo esto, para ir a misa o a cualquier otra ceremonia o visita de
cumplido, se pone mi paisano la capa. Sería una falta de decoro, casi un
desacato, presentarse sin ella aunque señale el termómetro treinta
grados de calor. En efecto, la capa, como toda vestidura talar y
rozagante, presta a la persona cierta amplitud, entono y prosopopeya. No
es esto decir que en mi tierra no se abuse de la capa. Me acuerdo de un
médico que nos visitaba en el lugar, siendo yo niño, el cual no la
abandonaba jamás; iba embozado en ella y no se desembozaba ni aun para
tomar el pulso, tomándole por cima del embozo. Claro está que quien no
se quita jamás la capa, menos se quita el sombrero, sino en muy solemnes
ocasiones. Hombre hay que ni para dormir se le quita, trayéndole hacia
la cara para defenderla del sol o de la luz, si duerme la siesta al aire
libre; así como se le lleva hacia el morrillo o cogote, sosteniéndole
con la mano, para saludar a las personas que más respeto y acatamiento
le merecen. Pero volvamos a nuestra cordobesa.
Pobre o rica se esmera, como he dicho, en la casa. En algunas hay ya
habitaciones empapeladas, pero lo común es el enjalbiego, lo cual será
grosero y rústico si se quiere, mas alegra con la blancura y da a todo
un aspecto de limpieza. La misma ama, si es pobre, y si no la criada,
enjalbiega a menudo toda la casa, incluso la fachada. Esta manía de
enjalbegar llegó a tal extremo, que una señora de mi lugar, algunos años
ha, enjalbegaba su piano; el primero que apareció por allí. Ahora hay ya
muchos y buenos, hasta de palo santo, y se cuentan por docenas las
señoras y señoritas que tocan y cantan.
Los patios, en Córdoba y en otras ciudades de la provincia, son como los
de Sevilla, cercados de columnas de mármol, enlosados y con fuentes y
flores. En los lugares más pequeños no suelen ser tan ricos ni tan
regulares y arquitectónicos; pero las flores y las plantas están
cuidadas con más amor, con verdadero mimo. La señora, en la primavera y
en las tardes y noches de verano, suele estar cosiendo o de tertulia en
el patio, cuyos muros se ven cubiertos de un tapiz de verdura. La
hiedra, la pasionaría, el jazmín, el limonero, la madreselva, la rosa
enredadera y otras plantas trepadoras, tejen ese tapiz con sus hojas
entrelazadas y le bordan con sus flores y frutos. Tal vez está cubierta
de un frondoso emparrado una buena parte del patio: y en su centro, de
suerte que se vea bien por la cancela, si por dicha la hay, se levanta
un macizo de flores, formado por muchas macetas, colocadas en gradas o
escaloncillos de madera. Allí claveles, rosas, miramelindos, marimoñas,
albahaca, boj, evónimo, brusco, laureola y mucho dompedro fragante. Ni
faltan arriates todo alrededor, en que las flores también abundan; y
para más primor y amparo de las flores, hay encañados vistosos, donde
forman las cañas mil dibujos y laberintos, rematando en triángulos y en
otras figuras matemáticas. Las puntas superiores de las cañas, con que
se entretejen aquellas rejas o verjas, suelen tener por adorno sendos
cascarones de huevo o lindos y esmaltados calabacines. Las abejas y las
avispas zumban y animan el patio durante el día. El ruiseñor le da
música por la noche.
En el invierno, la cordobesa tiene buen cuidado de que plantas de hoja
perenne hermoseen su habitación. Canarios o jilgueros recuerdan la
primavera con sus trinos; y si el amo de casa es cazador, no faltan
perdices y codornices cantoras en sus jaulas, y las escopetas y trofeos
de caza adornan las paredes. En torno del hogar, casi en tertulia con
los amos, vienen a colocarse los galgos y los podencos.
Todavía en las casas aristocráticas de los lugares suele haber uno como
bufón o gracioso, que recuerda, si bien por lo rústico, al lacayo de
nuestras antiguas comedias. Este gracioso posee mil habilidades; caza
zorzales con silbato y percha, y jilgueros con liga o red, y pesca
anguilas metiéndose en los charcos y arroyos, y cogiéndolas con la mano.
Alguno de estos suele tener su poco de poeta; da los días a la señora en
décimas, y compone coplas en su elogio, y sátiras contra los rivales o
contrarios de sus amos. Acompaña también y entretiene a los niños, y
sabe una multitud de cuentos, que relata con animación y mucha mímica.
La criada de lugar no deja de saber también muchos cuentos, y los cuenta
con gracia. Los sabe de asombros, de encantos y de amores; y todos éstos
son serios. Para lo cómico y jocoso atesora una infinidad de
chascarrillos picantes.
Siendo yo pequeñuelo, no me hartaba nunca de oír cuentos que me contaban
las criadas de casa. El más bonito, el que más me deleitaba era el de
doña Guiomar, cuyo argumento, en lo esencial, es el mismo del drama
indio de Kalidasa, titulado _Sacuntala_. Los árabes, sin duda, trajeron
este cuento y otros mil, en la Edad Media, desde el remoto Oriente.
La criada que descuella por lo lista, amena y entretenida, se capta la
voluntad y se convierte siempre en la acompañanta o favorita del ama, o
de la niña o señorita soltera. Viene a semejarse a la confidenta de las
tragedias clásicas, y aun puede hacer el papel de Enone. De todos modos
va con su ama a visitas, a misa y a paseo, le lleva y le trae recados, y
procura tenerla al corriente de cuanto pasa en el lugar.
A esto de saber vidas ajenas y de murmurar, menester es confesarlo, hay
una deplorable afición en las hidalgas y ricas labradoras de por allí.
Por lo demás, si hay algo de cierto en el mordaz proverbio que dice: _Al
andaluz hacedle la cruz, y al cordobés de manos y pies_, bien puede
afirmarse que no reza con las mujeres; antes son víctimas las pobrecitas
de lo levantiscos, alborotados y amigos de correrla que son generalmente
los maridos. Ya dice uno que va al campo a ver las viñas o los olivares
y a inspeccionar la poda, la cava u otra labor cualquiera; ya supone
otro que va a cazar _sub Jove frígido, tenerae conjugis immemor_; ya
éste tiene que ir a negocios a la cabeza de partido, o a Córdoba, o a
Madrid por motivos políticos; ya alega aquél que debe ir a Jerez a
llevar muestras de vino, o a alguna feria, a ver si vende o compra
ganado: en suma, jamás carece ninguno de pretexto para estar ausente de
su casa la mitad del año. Si el marido es mozo y alegre, suele pasar
meses enteros lejos del techo conyugal. La tierna esposa, entre tanto,
queda en la soledad y en el abandono, y si a menudo se ve asediada por
los pretendientes, imita a Penélope y aun se le adelanta, pues al cabo
su marido, ni fue a pasar trabajos y a aventurar la vida en la guerra de
Troya, ni de fijo, salvo raras y laudables excepciones, se muestra más
fosco y zahareño que Ulises con las Circes y Calipsos que en mesones,
hosterías, fondas y otras partes se le aparecen.
Muy de maravillar y muy digna de alabanza es esta fidelidad resignada de
la cordobesa. No negaré, con todo, que a veces agota la cordobesa la
resignación y rompe el freno de la paciencia. Entonces estallan los
celos como una tempestad. Me acuerdo de cierta parienta mía que supo que
su marido tenía con todo sigilo a una muchacha en su casa de campo,
adonde iba todas las tardes y aun se quedaba algunas noches, con
pretexto de las labores. Apenas lo supo, mandó que pusiesen las jamugas
a la burra, se hizo acompañar en otra burra por su confidenta, y sin que
su marido lo notase, se fue por aquellos vericuetos hasta llegar a la
casería. Terrible fue la entrevista con la pecadora, a quien echó de
allí a pescozones.
Debo advertir que en este y otros casos se avivan los celos con
poderosas razones económicas. Tal linaje de mancebas suele ser muy
costoso, y remata en la perdición de pingües y desahogados caudales. No
se origina el gasto, ni nace de las galas y dijes, coches y primores que
hay que comprar a la muchacha, ni del boato y pompa con que es menester
sostenerla; aunque todo es relativo y proporcional, y en algo de esto se
gasta también. La _hetera_ de lugar es menos exigente, pedigüeña y
antojadiza que las Coras, las Baruccis, las Paivas y otras famosas
_heteras_ parisinas: pero aquéllas son solas, se diría que nacieron como
los hongos, y la lugareña tiene un diluvio de parientes, que se lanza y
abate sobre la casa y la hacienda del mantenedor enamorado, como bandada
de langostas hambrientas y voraces. Los primos, los sobrinos, los
cuñados, la madre, las tías, todos, en suma, se creen con derecho a
cuanto hay: con derecho al trabajo; y por consiguiente, con derecho a la
asistencia y a la holganza. El aceite sale de tu bodega, no por
panillas, sino por arrobas; las lonjas de tocino vuelan de la despensa;
las morcillas transponen; la manteca se evapora; los jamones se disipan.
La parentela entera se alumbra, se calienta, come, bebe y hasta mora a
costa tuya. Si tienes casas, las habitará alguien de la parentela y no
te las pagará; si eres cosechero de vino o aguardiente, menudearán las
botas, botijas y botijuelas, y entrarán vacías y saldrán rebosando.
No se crea, no obstante, que, siendo tan lucrativo este oficio, se
dedican muchas mujeres a él y abaratan el mercado con la competencia. En
todo el territorio de Córdoba ha vivido siempre gente muy hidalga y
harto difícil en puntos de honra. Colonia en lo antiguo de verdaderos
ciudadanos romanos, y no de libertos, como otras, mereció y obtuvo el
título de _patricia_; cuando la invasión mahometana, no vinieron a
poblarla rudos y plebeyos berberiscos, sino claros varones de pura
sangre arábiga; los linajes más ilustres de Medina y de la Meca; los
descendientes de los _ansáres_, _tabies_ y _muhadjires_. Y por último,
habiendo sido mi provincia, durante dos siglos, fronteriza con el reino
de Granada, ha debido tener y ha tenido para custodia y defensa de sus
lugares fuertes, y para tomar el desquite de cualquier ataque, entrando
en algarada por los dominios del alarbe, talando sus mieses y haciendo
otras mil insolencias y diabluras, una población de hombres recios y
valerosos,
Todos hidalgos de honra
Y enamorados de veras,
como canta el viejo romance. Desde entonces no ha deslucido Córdoba su
bien cimentada reputación: y no por vana jactancia, sino con sobra de
motivo, lleva por mote, en torno de los rampantes leones de su limpio
escudo: «_Corduba, militiae domus, inclyta fonsque sophiae._» Lucano,
Séneca, Averroes, Ambrosio de Morales, Góngora y mil otros dan
testimonio de lo segundo. Acreditan lo primero, en multitud innumerable,
los acérrimos y audaces guerreros que por todos estilos ha criado
Córdoba; ya para pasmo y terror de los enemigos de España, como el Gran
Capitán; ya para perpetua desazón y sobresalto constante de los
españoles mansos, como el Tempranillo, el Guapo Francisco Esteban, el
Chato de Benamejí, el Cojo de Encinas-Reales, Navarro el de Lucena, y
Caparrota el de Doña-Mencía.
No es, pues, llano el que haya por allí mucho marido sufrido, mucho
padre complaciente, y mucha interesada y fácil mujer. La que lo es se lo
hace pagar caro, no tanto por la rareza, sino por lo que pierde. Sólo a
fuerza de regalos y de espléndida generosidad, y deslumbrando con su
lujo, se hace perdonar en ocasiones sus malos pasos. Aun así, es mirada
con desprecio, y no suelen llamarla con su nombre de pila, sino con un
apodo irónico, como, por ejemplo, la Galga, la Joya, la Guitarrita. Tal
vez la designan con el nombre genérico del país de que es natural, como
para designar su origen forastero; y de éstas he conocido yo a la
Murciana, a la Manchega y a la Tarifeña.
Si alguna mocita soltera o alguna casada joven siente veleidades de
dejarse seducir y sonsacar, hay con frecuencia un padre o un marido que
la sana y endereza con una buena vara de mimbre. Ni debe estar muy
seguro y descuidado el seductor, por mucho respeto que inspire. No basta
a veces la inocencia, si es que infunde recelos algún galán. Cierto
compañero mío de colegio, en el Sacro Monte, fue, años ha, a curar las
almas en un lugar de mi provincia. Era gran teólogo, recto y virtuoso;
pero bien hablado, elegantísimo, peripuesto y agradable; era hombre que
en el siglo XVIII hubiera figurado, en una corte, como el más delicioso
abate. Pues bien, en el pueblo la tomaron con él, y, como vulgarmente se
dice, le _abroncaron_. El _brónquis_ que le dieron llegó hasta tirarle
algunos tiros, pero con pólvora sólo, para asustarle. Él calculó que de
la pólvora, si no surtía efecto, se podría con facilidad pasar a los
perdigones, y se largó con la música y la teología a otra parte menos
difícil.
Semejantes extremos son raros, por fortuna. La cordobesa no es coqueta,
sino muy prudente y sigilosa, y a nadie compromete. Aunque sea de la más
humilde condición, acostumbra a desahuciar al paciente enamorado,
hablando de su honor, como las damas calderonianas. Cuando esto no
basta, ni chilla, ni alborota, ni escandaliza; pero se defiende cual una
Pentesilea; lucha, como el ángel luchó con Jacob, en las tinieblas de la
noche; y robusta, aunque angélica, suele echarle la zancadilla,
derribarle, y hasta darle una soba, todo con muda elocuencia y en
silencio maravilloso. Y no se extrañe esto, porque en la clase de
muchachas pobres, y aun en algunas acaudaladas labradoras, es notable la
robustez. Son más duras que el mármol, no sólo de corazón, no sólo en el
centro, sino por toda la perifería. Cierto día hicimos una gira de campo
con las más garridas y principales mozas del lugar. Una de ellas,
creyendo el asiento más alto, se sentó de golpe sobre un montón de
tejas. Eran de las macizas y mejores de Lucena. Tres vimos rotas. Ella
nos dijo con encantadora modestia que ya, antes de la caída, lo estaban.
No se entienda, por lo dicho, nada que amengüe o desfigure en lo más
mínimo la esbeltez y gentileza de mis paisanas. Una cosa es la densidad
y la firmeza, y otra el desaforado volumen. La moza que desde niña
trabaja, anda mucho y va a la fuente que está en el ejido, volviendo de
allí con el cántaro lleno, apoyado en la cadera, o con la ropa lavada
por ella en el arroyo, es fuerte, pero no gorda. La fuente o el pilar
era el término de mi paseo cotidiano, y allí me sentaba yo en un poyo,
bajo un eminente y frondoso álamo negro. Al ver lavar a las chicas, o
llenar los cántaros y subir con ellos tan gallardas, airosas y ligeras,
por aquella cuesta arriba, me trasladaba yo en espíritu a los tiempos
patriarcales; y ya me creía testigo de alguna escena bíblica como la de
Rebeca y Eliacer; ya, comparándome con el prudente Rey de Ítaca, me
juzgaba en presencia de la princesa Nausicáa y de sus amables
compañeras. Nada de miriñaques ni ahuecadores en aquellas muchachas. El
pobre vestido corto, sobre todo en verano, se ciñe al cuerpo y se pliega
graciosamente, velando y revelando las formas juveniles, como en la
estatua de Diana cazadora.
Por desgracia, las damas del lugar han adoptado, en cuanto cabe, casi
todas las modas francesas, y van perdiendo el estilo propio de vestirse
y peinarse. Todas usaron ingentes miriñaques totales, y ahora usan el
miriñaque parcial y _pseudo-calípigo_ que priva. El día menos pensado
abandonarán la mantilla y se pondrán el sombrerito. Todas se peinan,
tomando por modelo el figurín, y suelen llamar a este peinado de
_cucuné_ o de _remangué_, a fin de darle, hasta en el nombre, cierto
carácter extranjero. Las faldas, en vez de llevarlas cortas, las llevan
largas, y van barriendo con la cola el polvo de los caminos. En
resolución, es una pena este abandono del traje propio y adecuado.
A pesar de tales disfraces, la belleza, o al menos la gracia, el garbo y
el salero, son prendas comunes en mis paisanas. Tienen en el andar mucho
primor, y más aún si bailan. Los rigodones y el vals y la polca se van
aclimatando; pero el fandango no se desterró todavía. Hasta las
señoritas salen a hacer una mudanza, si las sacan y obligan en
cualquiera fiesta campestre, y se mueven y brincan con gallardía y
desenfado, y repiquetean con brío las castañuelas. Mujeres hay del
pueblo que, en esto de bailar y tocar las castañuelas, vencen a la
Teletusa, celebrada por Marcial, en aquel epigrama que principia:
_Edere lascivos ad Bætica crusmata gestus._
Si la mujer casada, como ya queda expuesto, es un modelo de paciencia
conyugal, la soltera es casi siempre un modelo de novias. Puntualmente
baja a la reja todas las noches a hablar con el enamorado, a lo que se
llama _pelar la pava_. En cada calle de cualquier lugar de Andalucía se
ven, de diez a una de la noche, sendos embozados, como cosidos a casi
todas las rejas. Tal vez suspira él y exclama:
--¡Qué mala es usted!
Y ella responde:
--¡Pues no, que usted!...
Y exhala otro suspiro.
Así se pasan horas y horas.
Tiene tal encanto este ejercicio, para el hombre sobre todo, que no
pocos noviazgos se prolongan más que el de Jacob y Raquel, que duró
catorce años, sólo por no perder el encanto de pelar la pava. Las pobres
muchachas lo sufren con paciencia, pero languidecen y se ponen ojerosas.
Verdad es que luego, cuando se casan, no sucede, como en otras partes,
que la mujer sigue sirviendo, trabajando y afanando. Aunque sea el novio
un miserable jornalero, procura que su novia, no bien llega a ser su
mujer, salga de todo trabajo, no vuelva a escardar ni a coger aceituna,
y sea en su casa como reina y señora. Si está sirviendo, se despide y
deja de servir; y ya no cose, ni lava, ni plancha, ni friega, ni guisa,
sino para su marido y para sus hijos. El hombre, salvo en raras
ocasiones, es quien trabaja, busca y granjea o garbea lo necesario para
el sostén de toda la familia.
La cordobesa, sea de la clase que sea, es todo corazón y ternura: pero
sin el sentimentalismo falso y de alquimia que ha venido de extranjis.
Nadie (vergüenza es confesarlo) ha pintado a la cordobesa del pueblo,
verdaderamente enamorada y apasionada, como el novelista Mérimée. Su
Carmen es el tipo ideal de la humilde y baja de condición, aunque
sublime por el alma. Como reza el dístico del poeta griego, que sirve de
epígrafe a la novela, Carmen sabe morir y amar; es admirable cuando se
entrega por amor y cuando por amor muere; tiene dos horas divinas: una
en la muerte; otra en el tálamo.
_De atrás le viene al garbanzo el pico_, según el decir vulgar. Desde
muy antiguo es la cordobesa espejo, luz y norte de enamoradas. Sus ojos,
como los de Laura, inspiran platónicos y casi místicos afectos, y hacen
que un moro, como Ibn Zeidun, escriba canciones más finas que las del
Petrarca, merced a la princesa Walada, que era asimismo poetisa.
Los amores de dos mujeres cordobesas han tenido un inmenso influjo
bienhechor en el mundo: han contribuido, casi han sido causa de las más
preciadas glorias para España, y de acontecimientos tan providenciales,
que sin ellos la actual civilización europea no se explicaría. Sin
Zahira, enamorada de Gústios, no hubiera nacido Mudarra, los siete
infantes de Lara no hubieran tenido vengador; la flor de la caballería
castellana hubiera perecido antes de abrir el cáliz; acaso no hubiéramos
poseído al Cid, pues a no inspirarse en la espada de Mudarra y cobrar
aliento con ella, no hubiera muerto al Conde Lozano ni dado principio a
tanta hazaña imperecedera. Si doña Beatriz Enriquez no se enamorara en
Córdoba de Colon, consolándole y alentándole, Colon se hubiera ido de
España; hubiera muerto en un hospital de locos; no hubiera descubierto
los nuevos orbes, cuya existencia había columbrado y vaticinado más de
mil y cuatrocientos años antes un inspirado cordobés, y para cuyo
descubrimiento le dio ánimo y bríos aquella apasionada e inmortal
cordobesa.
Véase, pues, de cuánto son y han sido capaces mis paisanas. Dios las
bendiga a todas.
Imposible parece que, siendo tan buenas, las descuiden y abandonen los
pícaros hombres. Además de las peregrinaciones de que ya hemos hablado,
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