Aguas fuertes - 05

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también... Todos los días por la tarde iba a esperarme a la salida del
colegio; se estaba paseando por delante hasta que yo salía y después me
seguía hasta casa...
Aquí Asunción cesó de hablar, y Lola, que la escuchaba con tristeza y
curiosidad, aguardó un rato a que continuase, y viendo que no lo hacía,
le preguntó:
--Pero, ¿por qué me decías que después de contármelo no iba a darte más
besos y todas aquellas cosas?... Al contrario, ahora te quiero más...
mira como te quiero.
Y Lolita al decir esto le daba apasionados besos.
--Espera, espera... no me beses... ¿De qué murió tu hermano? ¿No dijeron
los médicos que había muerto de una mojadura que había cogido?
--Sí.
--Pues esa mojadura, Lola... la cogió por causa mía... Sí, la cogió por
causa mía... Una tarde en que estaba lloviendo a cántaros, fue a
esperarme al colegio... Le vi por los cristales metido en un portal...
en el portal de enfrente... no traía paraguas. Cuando salimos yo me tapé
perfectamente porque la criada había traído uno para mí y otro para
ella... Pepito nos siguió al descubierto... llovía atrozmente... y yo en
vez de ofrecerle el paraguas y taparme con el de la criada, le dejé ir
mojándose hasta casa... Pero no fue por gusto mío, Lola... por Dios, no
lo creas... fue que me daba vergüenza...
Al decir estas palabras, le embargó la emoción, se le anudó la voz en la
garganta y rompió a sollozar fuertemente. Lolita se la quedó mirando un
buen rato, con ojos coléricos, el semblante pálido y las cejas
fruncidas; por último se levantó repentinamente y fue a reunirse con sus
amigas que estaban algo apartadas formando un grupo. La vi agitar los
brazos en medio de ellas narrando, al parecer, el suceso con vehemencia,
y observé que algunas lágrimas se desprendían de sus ojos, sin que por
eso perdiesen la expresión dura y sombría. Asunción permaneció sentada,
con la cabeza baja y ocultando el rostro entre las manos.
En el grupo de Lolita hubo acalorada deliberación. Las amigas se
esforzaban en convencerla para que otorgase su perdón a la culpable.
Lolita se negaba a ello con una mímica (lo único que yo percibía) altiva
y violenta. Luisa no cesaba de ir y venir consolando a su triste amiga
y procurando calmar a la otra.
El sol se había retirado ya del paseo, aunque anduviese todavía por las
ramas de los árboles y las fachadas de las casas. La estatua de Apolo
que corona la fuente del centro, recibía su postrera caricia; los
lejanos palacios del paseo de Recoletos resplandecían en aquel instante
como si fuesen de plata. El salón estaba ya lleno de gente.
Después de discutir con violencia y de rechazar enérgicamente las
proposiciones conciliadoras, Lolita se encerró en un silencio sombrío.
Al ver esta muestra de debilidad, las amigas apretaron el asedio,
enviando cada cual un argumento más o menos poderoso; sobre todo Luisa,
era incansable en formar silogismos, que alternaba sin cesar con
súplicas ardientes.
Al fin Lolita volvió lentamente la cabeza hacia Asunción. La pobre niña
seguía en la misma postura, abatida, ocultando siempre el rostro con las
manos. Al verla, debió pasar un soplo de enternecimiento por el corazón
de la irritada hermana; destacose del grupo, y viniendo hacia ella, la
echó los brazos al cuello diciendo:
--No llores, Chonchita, no llores.
Pero al pronunciar estas palabras lloraba también. La cabecita rubia y
la morena estuvieron un instante confundidas. Rodeáronlas las amigas, y
ni una sola dejó de verter lágrimas.
--¡Vamos, niñas, que nos están mirando!--dijo Luisa.--Enjugad las
lágrimas y vamos a pasear.
Y en efecto, llevándose el pañuelo a los ojos, ella la primera, con
rostro sereno y risueño se mezclaron agrupadas entre la muchedumbre; y
las perdí muy pronto de vista.


LA BIBLIOTECA NACIONAL

Madrid posee una biblioteca nacional. Esta biblioteca se halla situada
en la calle del mismo nombre que desemboca por un lado en la plaza de la
Encarnación y por el otro en la de Isabel II. Es fácil reconocer el
edificio. Además, posee en el barrio de Salamanca los cimientos de una
nueva biblioteca construidos con todo lujo, perfectamente resguardados
de la intemperie y rodeados de una bonita verja. Con tales elementos es
fuerza convenir en que la capital de España no carece de medios de
instrucción y que todo el que desee estudiar puede hacerlo. No obstante,
una cosa me ha sorprendido siempre, y es que la biblioteca nacional no
está tan concurrida como debiera suponerse, dado el número de habitantes
y su reconocida afición a meterse en todos los sitios donde no cueste
dinero. Quizá dependa de hallarse cerrada la mayor parte de las horas
del día y de la noche. En cuanto a los cimientos, a pesar de ser tan
bellos y sólidos, están siempre desiertos, lo cual les da un cierto
aspecto de necrópolis pagana, no ciertamente en consonancia con los
fines de su instituto, como dijo Pavía el del 3 de Enero hablando de la
Guardia civil.
Pero dejando a un lado los cimientos, cuya importancia me complazco en
reconocer y acerca de los que no será esta la última palabra que diga, y
volviendo a la antigua biblioteca donde el gobierno de Su Majestad
distribuye la ciencia por el sistema dosimétrico, esto es, en pequeñas
dosis y repetidas, diré primeramente que tiene un portal muy análogo a
una bodega, donde los sabios de mañana aguardan, tiritando y dando
estériles patadas contra las losas para calentarse los pies, a que les
abran la puerta. El frío es por naturaleza anti-científico, y desde los
tiempos más remotos se ha ensañado siempre con los sabios. De aquí los
sabañones que tanto caracterizan a los hombres de ciencia.
Arranca del portal una escalera medianamente espaciosa, cuidadosamente
tapizada de polvo como conviene a esta clase de establecimientos, la
cual termina en una portería o conserjería donde hay generalmente
sentados seis u ocho señores ocupados en la tarea de mirar lo que entra
y lo que sale y en charlar y discutir en voz alta a fin de que los que
estudian dentro se acostumbren a concentrar su atención, como hacía
Arquímedes en los tiempos antiguos.
--¿Me hacen ustedes el favor de una papeleta?--pregunta en actitud
humilde el sabio, que ha llegado hasta allí tragando polvo.
El portero encargado de facilitarlas vuelve la cabeza y le dirige una
mirada fría y hostil: después sigue tranquilamente la conversación
empeñada.
--¿Cuánto te ha costado a tí la contrabarrera?
--Lo que cuesta en el despacho: el amo ha pedido tres a un concejal y me
ha cedido una.
--¡Todos los pillos tienen suerte!
Mucha risa; mucha algazara. La conversación rueda después acerca de las
probabilidades que Frascuelo tiene de echar la pata a Lagartijo: los
toros eran de Veraguas, se podían lidiar con franqueza; sin riesgo; y el
matador «se las tiraría de plancheta» como acostumbraba, sin...
--¿Me hace V. el favor de una papeleta? repite el sabio un poco más
alto.
El portero le mira de nuevo con más frialdad si cabe, se levanta
lentamente, moja el dedo para sacar una papeleta del montón y dice:
--Pues yo te aseguro que no pago primadas; a última hora ha de andar más
bajo el papel...
--¿Quiere V. darme una papeleta?--dice el sabio con impaciencia.
--¿Tiene V. prisa, verdad, caballero?--responde el dependiente con
cierta sonrisilla irrespetuosa.
El sabio escribe en silencio sobre la papeleta el nombre de una obra
famosa, aunque reciente, y entra en el salón principal de la biblioteca.
En cada extremo de él hay un grupo de señores convenientemente separados
de los que leen arrimados a las mesas. El sabio de mañana vacila entre
dirigirse al grupo de la derecha o al grupo de la izquierda; decídese al
fin a emprender su marcha hacia el primero, procediendo lógicamente. Uno
de los señores de los extremos le toma la papeleta, mas antes de leerla
le examina escrupulosamente de pies a cabeza cual si tratase de
sonsacarle, mediante su aspecto, qué intención perversa le había movido
al venir hasta allí en demanda de un libro. Después que se entera del
que pide, crecen evidentemente sus sospechas porque le acribilla a
miradas escrutadoras, de tal suerte, que el presunto sabio baja la vista
avergonzado, juzgándose un matutero de la ciencia. El empleado, sin
dejar de mirarle, pasa la papeleta a otro empleado que a su vez le mira
también con cuidado y la pasa a otro, y así sucesivamente pasa por todas
las manos del grupo hasta que llega nuevamente a las del primero, el
cual se la devuelve diciendo:
--Vaya V. allí enfrente.
Y nuestro sabio atraviesa el salón y se dirige al grupo contrario, donde
sufre el mismo examen por parte de la inspección facultativa del
gobierno, y se repite con ninguna variante la escena anterior. Al
devolverle la papeleta le dicen también:
--Vaya V. allí enfrente.
--Ya he estado.
--Entonces vaya V. al Índice... la primera puerta a la derecha.
En el Índice, un señor empleado lee con toda calma la papeleta, y sin
decirle palabra desaparece con ella por el foro. Nuestro sabio espera
una buena media hora tocando el tambor sobre las rejas de la valla con
las yemas de los dedos. De vez en cuando levanta la vista a los estantes
donde en correcta formación se halla una muchedumbre de libros feos,
rugosos, mal encarados, que le infunden respeto. Ninguno de aquellos
libros se acuerda ya de cuándo fue sacado para ser leído. De ahí su
respetabilidad. En este mundo las cosas de poco uso son siempre las más
respetables; los senadores, los capitanes generales, los académicos, los
canónigos. Casi todos tienen escrita sobre su severo lomo en letras muy
gordas la palabra _Ópera_. No se ve en torno más que óperas; óperas
arriba, óperas abajo, óperas delante, óperas detrás. En esto llega el
señor empleado del Índice, silencioso siempre como un pez, y en lugar
del libro le entrega de nuevo la papeleta. El sabio en estado de
crisálida no sabe lo que aquello significa y da vueltas entre sus dedos
al papel hasta que percibe dos palabritas de distinta letra debajo de su
petición: _no consta_. El sabio, que es bastante listo, comprende en
seguida que con aquellas palabras se quiere decir que no hay semejante
libro. Lo mismo les ha pasado a todos los sabios que en el mundo han
sido y han ido a leer a la biblioteca de la nación. Ningún libro
reciente consta. ¿Y por qué había de constar? ¿No perdería mucho de su
prestigio esta biblioteca, admitiendo sin dificultad cualquier libro de
ayer mañana? La biblioteca nacional no puede proceder como la de un
particular; para que un libro tenga la honra de entrar en sus salones
es necesario que el tiempo lo garantice, pues hasta ahora no se conoce
nada mejor para garantir la ciencia que una serie de años, cuantos más
mejor. Un libro nuevo, bien impreso, satinado y limpio, no encaja bien
entre aquellas dignas y graves óperas, preñadas hasta reventar de latín
y de ciencia.
Nuestro sabio torna a la portería meditando todo esto, y escribe sobre
otra papeleta el título de un libro sobre filosofía, del siglo trece. La
papeleta vuelve a pasar por las manos de los señores de los extremos;
pero esta vez, sin que el sabio adivine la razón, se miran consternados
los unos a los otros. Por último uno de ellos le dice en tono humilde:
--Caballero, el libro que V. pide está en uno de los últimos estantes y
es un poco expuesto subir a buscarle... ¡Si a V. le fuese indiferente
pedir otro!...
¡Pues no había de serle indiferente! Los sabios son muy finos y humanos.
Nada, nada, no se moleste V. Por nada en el mundo querría nuestro sabio
exponer la preciosa vida de ningún empleado del Gobierno. Así que, pian
pianito vuelve sobre sus pasos hasta la portería, atormentando la
imaginación para buscar una obra que fácilmente le pudiesen
proporcionar, fuese cual fuese. Al fin no encuentra nada mejor que pedir
el Quijote.
--¿Qué edición quiere V.?
--La que V. guste.
--¡Ah! no, caballero, perdone V., nosotros no podemos dar sino la
edición que nos piden.
--Bien, pues la de la Academia.
--Tenga V. entonces la bondad de consignarlo así en la papeleta.
Vuelta a la portería. Al fin, después de una brega tan larga y
deslucida, tiene la dicha de recibir el Quijote de manos del empleado.
El sabio deja escapar un suspiro de consuelo: estaba sudando. Trata de
sentarse a una de las mesas que hay esparcidas por la sala, sobre las
cuales, para que nada llame y distraiga la atención, no suele haber ni
pupitre, ni papel, ni plumas, ni tintero; nada más que la madera lisa y
reluciente, invitando al estudio y a la patinación. Al tomar una de las
sillas, observa con dolor que está cubierta de polvo y quizá de algo
más. ¿Qué tiene esto de particular? La ciencia y la porquería no son
enemigas declaradas: antes al contrario, parece que aquélla vive dichosa
en los brazos de ésta, como lo atestiguan multitud de ejemplos. La
sagrada Teología, muy especialmente, siempre ha tenido marcada
predilección por la suciedad. En otro tiempo se medía la profundidad de
un teólogo por la cantidad de grasa que llevaba adherida a la sotana.
También la literatura manifestó siempre tendencias bastante pronunciadas
en este sentido, y es cosa proverbial, sobre todo en las provincias, que
nuestros literatos no se lavan sino cuando llueve: hay hortera a quien
se le saltan las lágrimas de entusiasmo contando alguna gran
asquerosidad de Carlos Rubio, o la manera de vivir de Marcos
Zapata,--por más que respecto a este último, como amigo suyo que soy,
puedo declarar que hay exageración. Fundándose, a no dudarlo, en tales
razones, el gobierno de S. M. ha procurado mantener en la biblioteca
nacional una conveniente y adecuada porquería, de cuya conservación
están encargados algunos mozos no bastantemente retribuidos.
Nuestro sabio en agraz, que aún no ha llegado a las altas regiones de la
ciencia, y que por lo tanto no comprende la ayuda poderosa que le
prestarían en la investigación de la verdad aquellas manchas grises de
la silla que mira con sobresalto, saca el pañuelo del bolsillo y lo
coloca bonitamente sobre ella, sentándose después lleno de confianza.
¡Ea! ya está sentado el sabio; ya sopla el polvo de la mesa y coloca el
sombrero sobre ella; ya se saca a medias una bota que le oprime
mortalmente los sabañones; ya tose y se arranca la flema de la garganta;
ya trae el libro hacia sí, ya mira con curiosidad el sello de la
Academia estampado en la primera página; ya empieza a leer.
«_En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha
mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, rocín
flaco....._»
Tilín, tilín.
--¿Qué es eso?--pregunta con sorpresa al compañero que tiene al lado.
--Nada, que tocan a cerrar--contesta el otro levantándose.
El sabio entonces se levanta también; le sigue; devuelve el Quijote al
empleado de quien lo recibiera; y se va a su casa.


EL DRAMA DE LAS BAMBALINAS

Antoñico era una chispa, al decir de cuantos andaban entre bastidores;
no se había conocido traspunte como él desde hacía muchos años: era
necesario remontarse a los tiempos de Máiquez y Rita Luna, como hacía
frecuentemente un caballero gordo que iba todas las noches de tertulia
al saloncillo, para hallar precedente de tal inteligencia y actividad.
Solamente cuando falleció se estimaron sus servicios en lo que valían.
Porque no era el traspunte vulgar que con cinco minutos de antelación
recorre los cuartos de los actores gritando: «Don José; va V. a
salir--Señorita Clotilde; cuando V. guste». Ni por pienso: Antoñico
tenía en su cabeza todos los pormenores indispensables para el buen
orden de la representación; dirigía la tramoya con una precisión
admirable, daba oportunos consejos al mueblista, hacía bajar el telón
sin retrasarse ni adelantarse jamás; cuando había necesidad de sonar
cascabeles para imitar el ruido de un coche, él los sonaba; si de tocar
un pito, él lo tocaba, y hasta redoblaba el tambor con asombrosa
destreza apagando el ruido para hacer creer al espectador que la tropa
se iba alejando. En los dramas en que la muchedumbre llega rugiendo a
las puertas del palacio y amenaza saquearlo, nadie como él para hacer
mucho ruido con poca gente; una docena de comparsas le bastaban para
poner en sobresalto a la familia real; a uno le hacía gritar
continuamente _¡esto no se puede sufrir!_, a otro le mandaba exclamar
sin punto de reposo, _¡mueran los tiranos!_, a otro, _¡abajo las
cadenas!_, etc., etc., todo en un _crescendo_ perfectamente ejecutado,
que infundía pavor no sólo en el corazón del tirano sino en el de todos
los que se interesaban por su suerte. Además sabía arrojar piedras a la
escena de modo que produjesen mucho ruido y no hiciesen daño a nadie:
algunas veces hizo también escuchar su voz desde las cajas o desde el
sótano en calidad de fantasma. En fin, más que traspunte debía
considerarse a Antoñico como un actor eminente aunque invisible.
En el teatro era casi un dictador: los actores le halagaban porque les
podía hacer daño con un descuido intencionado, la empresa se mostraba
satisfecha de él, y los dependientes le respetaban y le consideraban
como jefe.
Era necesario verle con un reverbero en la mano derecha, el libro en la
izquierda, una barretina colorada en la cabeza a guisa de uniforme,
deslizarse velozmente por los bastidores acudiendo a opuestos parajes en
nada de tiempo, poniendo prisa a los empleados, contestando al sin
número de preguntas que le dirigían, y esparciendo órdenes en estilo
telegráfico como un general en el fragor de la batalla.


II

Con todo, Antoñico tenía un grave defecto: le gustaban demasiado las
mujeres. Quizá digan ustedes que este defecto no es grave: en cualquier
otro hombre, convengo en ello, pero en Antoñico, un funcionario
dramático de tal importancia, era un pecado mortal. No hay más que
pensar en que tenía bajo su inmediata inspección a varias actrices
secundarias, o sean racionistas, y que aun las principales veíanse
obligadas a estar con él en una relación constante. De donde resultaban
a menudo algunos disgustillos y desórdenes que se hubieran evitado si
nuestro traspunte tuviese un temperamento menos inflamable.
Verbigracia; se hubiera evitado que Narcisa, la jovencita que
desempeñaba papeles de chula, se fuese del teatro dando un fuerte
escándalo, diciendo a quien la quería oír que Antoñico pellizcaba las
piernas a las actrices en las ocasiones propicias; y también que la mamá
de Clotilde, la primera dama, se quejase al empresario de que Antoñico
fuese con demasiada prisa a levantar a su hija siempre que caía
desmayada al terminarse un acto. Hay que convenir en que todo esto era
muy feo y dañaba no poco a la respetabilidad del traspunte; que vuelvo a
decir, era sin disputa el alma del teatro.
Sucedió, pues, que al medio de la temporada el primer tramoyista
contrajo matrimonio: era un hombre de unos treinta años de edad, feo,
silencioso, sombrío, ojos negros hundidos, barba rala y erizada;
inteligente con todo y amigo de cumplir con su deber. La mujer que
eligió por esposa era una jovencita, casi una niña, linda, vivaracha,
nariz arremangada, más alegre que unas castañuelas, perezosa y juguetona
como una gatita. Se casó con el tramoyista... no sé por qué; quizá por
su desahogada posición (ganaba seis pesetas diarias).
Para no privarse de su compañía un momento, el enamorado marido la trajo
consigo al teatro; en los ratos que le dejaban libre sus ocupaciones, el
pobre hombre gozaba con acercarse a su mujercita y darle un pellizco o
un abrazo furtivo. La muchacha, que no había entrado hasta entonces en
la región de los bastidores, estaba maravillada y contenta al verse
entre aquel bullicio, y pronto fue una necesidad el pasarse tres o
cuatro horas todas las noches vagando por las cajas y por los cuartos de
las actrices con quienes simpatizó en seguida.
Antoñico, al verla por primera vez, se relamió como el tigre cuando
atisba la presa. La barretina colorada sufrió un fuerte temblor y se
dispuso a cobijar un enjambre de pensamientos tenebrosos y lúbricos. Mas
como hombre experto y precavido, guardó sus ideas, contrarias a la
unidad de la familia, debajo de la barretina, y aparentó no fijar la
atención en la presa y dejar que tranquilamente fuese y viniese a su
buen talante.
Sin embargo, una que otra vez al encontrarse en los pasillos le dirigía
miradas magnéticas que la fascinaban y profería unas _buenas noches_
preñadas de ideas disolventes. Como es natural, la bella tramoyista no
dejó de sospechar el género de pensamientos que dentro de la barretina
se escondían, y en su consecuencia decidió ruborizarse hasta las orejas
siempre que tropezaba con el tigre-traspunte. Este avanzó con cautela,
paso tras paso; nada de pellizcos, ni de palabrotas necias, ni de
estrujones contra los bastidores: una actitud sosegada, dulce, casi
melancólica, adecuada para no espantar la caza, algunas palabritas
melosas y furtivas, varios conceptillos aduladores envueltos en
suspiros, y cuando todo estaba convenientemente preparado ¡zas! el salto
que todos conocen:--«María, yo me muero por V... perdóneme V. el
atrevimiento... yo no puedo tener escondido por más tiempo lo que
siento, etc., etc.»
La vivaracha tramoyista quedó, como era de esperar, entre las uñas del
traspunte. Y comenzó para ambos el período de los placeres amargos, la
felicidad con sobresalto: aparentando no mirarse, no se quitaban ojo;
fingiendo que apenas se conocían, estaban siempre juntos: ¡el marido era
tan sombrío, tan suspicaz! Necesitaban llevar a cabo prodigios de
estrategia para no ser advertidos: a veces pasaban cuatro o cinco noches
sin poder decirse siquiera una palabra. Puesta en tortura la
imaginación, Antoñico ideaba las citas más estupendas y extravagantes;
unas veces en el sótano, otras en el cuarto de un actor que estaba en
escena; pero todas breves y agitadas, porque el tramoyista era pegajoso
como recién casado, y Antoñico no tomaba el aspecto de tigre sino con
las damas.
Una noche en que el traspunte se sentía, por el ayuno forzoso de muchos
días, más enamorado que otras veces, dijo algunas palabras rápidamente
al oído de María y se perdió entre los bastidores. Ésta le siguió.
Encontráronse en un rincón sombrío cerca del telón de boca; y el
traspunte, que conocía el terreno a palmos, cogió de la mano a su
querida, separó con la otra un bastidor y penetraron ambos en un recinto
estrechísimo formado por telones y bastidores: Antoñico trajo hacia si
el que había separado, y quedaron perfectamente cerrados. Los amantes
pudieron gozar breves instantes del seguro que la experiencia y
habilidad del traspunte habían buscado. En aquel extraño retiro nadie
podía dar con ellos. ¿Nadie? Antoñico vio de improviso, en medio de su
embriaguez, que por un agujerito abierto en el telón, un ojo les
observaba; y su corazón de tigre dio un salto prodigioso dentro del
pecho:--«María--dijo con voz temblorosa, imperceptible--estamos
perdidos... nos están viendo... ¡silencio!... ¿quieres salir tú
primero?» La animosa tramoyista corrió bruscamente el bastidor y se
arrojó fuera: no había nadie. Antoñico salió detrás con el semblante
pintado de interesante palidez. Su primer cuidado fue buscar por todas
partes al tramoyista: encontráronlo sumamente preocupado porque la
chimenea de mármol que debía aparecer en el acto tercero había sido
rota al trasladarla; tanto que no reparó en su mujer al acercarse.
--¿Lo ves, hombre--dijo María a Antoñico--como eres un gallina? A tí el
miedo te hace ver visiones.


III

Transcurrieron bastantes días. Las adúlteras relaciones de nuestros
héroes seguían la misma marcha dulce y borrascosa a la par: sobresaltos,
temores, ansias, vacilaciones sin cuento: regalos, vivos deleites,
instantes de dicha, con todo. Tal es el lote de la pasión criminal.
María había olvidado enteramente el episodio del agujero en el bastidor;
Antoñico soñaba todavía algunas veces con aquel ojo fantástico,
escrutador, y despertaba despavorido; poco a poco se fue convenciendo de
que había sido una ilusión del miedo y el miedo abrió paso a la
confianza.
Una noche el tramoyista le habló de esta manera:
--Oye, Antoñico; ¿sabes que el tercer telón, el de las columnas, debía
colocarse más atrás...?
--¿Pues?
--No hay perspectiva.
--Sí la hay..., y además tropezaría casi con el lago.
--El lago también puede correrse un poco.
--No hay sitio.
--Tenemos todavía metro y medio.
--¡Qué hemos de tener, hombre! ¿Lo has medido?
--Sí, lo he medido: ¿tienes tú ahí el metro...? Pues ven a verlo y te
convencerás.
El tramoyista emprendió la marcha y Antoñico le siguió. Subieron por la
estrecha y frágil escalerilla que conduce a las bambalinas. Cuando
estaban a la mitad de la altura, el tramoyista volvió la cabeza, y sus
ojos se encontraron con los del traspunte. ¿Qué había de particular en
aquella mirada? ¿Por qué empalidece el rostro de Antoñico? ¿Por qué se
le doblan las piernas?
Vacila un instante entre seguir o retroceder: la barretina colorada se
detiene y se agita presa de mortal incertidumbre. El tramoyista exclama:
--¡Diablo de escalera...! La subo setenta veces al día y no acabo de
acostumbrarme... Me moriré del pecho, Antoñico, me moriré del pecho.
El traspunte se siente fortalecido y sigue su camino.


IV

Aquella noche se representaba un drama histórico, acaecido en tiempo de
los godos. El primer galán era un mancebo muy simpático, rebosando de
entusiasmo y de décimas calderonianas. La primera dama gastaba una
túnica muy larga y comenzaba a llorar desde que subían el telón. El
barba hacía de rey y debía morir al fin del acto tercero a manos del
mancebo de las décimas: buena voz, potente y cavernosa, como convenía a
un rey visigodo.
El público aguardaba con impaciencia la catástrofe: cuando le parecía
bien, bostezaba; cuando lo creía necesario, sacaba _La Correspondencia
de España_ y leía. Había muchas personas que llegaban a desear que el
barba cayese pronto bañado en su sangre para escapar a casa y meterse
en la cama.
En el acto segundo había un monólogo del rey, de inusitadas dimensiones.
El público ya tenía entre pecho y espalda setenta y cinco endecasílabos
de este monólogo y se disponía a recibir con resignación otra partida no
menos crecida, cuando de pronto...
--¿Qué ha pasado... qué sucede? ¿Por qué se levanta el público? ¿Por qué
se puebla la escena de gente?
Un bulto, un hombre, acaba de caer de las bambalinas sobre el escenario
con espantoso estruendo. Un grupo de gente le rodea en seguida. El
público aterrado se agita y se alborota: quiere saber lo que ha pasado.
Al fin uno de los actores se destaca del grupo y dice en voz alta: «que
el traspunte Antonio García, caminando por los telares del teatro, había
tenido la desgracia de caerse.
--¿Pero, está muerto?... ¿está muerto?--preguntan varias voces.
El actor hace con la cabeza señal afirmativa.


LLOVIENDO

Cuando salí de casa recibí la desagradable sorpresa de ver que estaba
lloviendo. Había dejado al sol pavoneándose en el azul del cielo,
envolviendo a la ciudad en una esplendorosa caricia de padre... ¡Quién
había de sospechar!...
En un instante desgarraron mi alma muchedumbre de ideas extrañas; la
duda se alojó en mi espíritu atormentado. ¿Subiría por el paraguas? En
aquella sazón mi paraguas ocupaba una de las más altas posiciones de
Madrid: se encontraba en un piso tercero, con entresuelo y primero.
Arranquémosle la careta: era un piso quinto.
Las escaleras me fatigan casi tanto como los dramas históricos: a veces
prefiero escuchar una producción de Catalina o Sánchez de Castro, con
reyes visigodos y todo, a subir a un cuarto segundo. Me hallaba en una
de estas ocasiones. La verdad es que llovía sin gran aparato, pero de un
modo respetable. Los transeúntes pasaban ligeros por delante de mí, bien
guarecidos debajo de sus paraguas. Alguno que no le llevaba, vino a
buscar techo a mi lado. Todavía aguardé unos instantes presa de horrible
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