Don Quijote - 51
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voy componiendo , que es Suplemento de Virgilio Polidoro, en la invención
de las antigüedades; y creo que en el suyo no se acordó de poner la de los
naipes, como la pondré yo ahora, que será de mucha importancia, y más
alegando autor tan grave y tan verdadero como es el señor Durandarte. La
cuarta es haber sabido con certidumbre el nacimiento del río Guadiana,
hasta ahora ignorado de las gentes.
— Vuestra merced tiene razón —dijo don Quijote—, pero querría yo saber, ya
que Dios le haga merced de que se le dé licencia para imprimir esos sus
libros, que lo dudo, a quién piensa dirigirlos.
— Señores y grandes hay en España a quien puedan dirigirse —dijo el primo.
— No muchos —respondió don Quijote—; y no porque no lo merezcan, sino que no
quieren admitirlos, por no obligarse a la satisfación que parece se debe al
trabajo y cortesía de sus autores. Un príncipe conozco yo que puede suplir
la falta de los demás, con tantas ventajas que, si me atreviere a decirlas,
quizá despertara la invidia en más de cuatro generosos pechos; pero quédese
esto aquí para otro tiempo más cómodo, y vamos a buscar adonde recogernos
esta noche.
— No lejos de aquí —respondió el primo— está una ermita, donde hace su
habitación un ermitaño, que dicen ha sido soldado, y está en opinión de ser
un buen cristiano, y muy discreto y caritativo además. Junto con la ermita
tiene una pequeña casa, que él ha labrado a su costa; pero, con todo,
aunque chica, es capaz de recibir huéspedes.
— ¿Tiene por ventura gallinas el tal ermitaño? —preguntó Sancho.
— Pocos ermitaños están sin ellas —respondió don Quijote—, porque no son los
que agora se usan como aquellos de los desiertos de Egipto, que se vestían
de hojas de palma y comían raíces de la tierra. Y no se entienda que por
decir bien de aquéllos no lo digo de aquéstos, sino que quiero decir que al
rigor y estrecheza de entonces no llegan las penitencias de los de agora;
pero no por esto dejan de ser todos buenos; a lo menos, yo por buenos los
juzgo; y, cuando todo corra turbio, menos mal hace el hipócrita que se
finge bueno que el público pecador.
Estando en esto, vieron que hacia donde ellos estaban venía un hombre a
pie, caminando apriesa, y dando varazos a un macho que venía cargado de
lanzas y de alabardas. Cuando llegó a ellos, los saludó y pasó de largo.
Don Quijote le dijo:
— Buen hombre, deteneos, que parece que vais con más diligencia que ese
macho ha menester.
— No me puedo detener, señor —respondió el hombre—, porque las armas que
veis que aquí llevo han de servir mañana; y así, me es forzoso el no
detenerme, y a Dios. Pero si quisiéredes saber para qué las llevo, en la
venta que está más arriba de la ermita pienso alojar esta noche; y si es
que hacéis este mesmo camino, allí me hallaréis, donde os contaré
maravillas. Y a Dios otra vez.
Y de tal manera aguijó el macho, que no tuvo lugar don Quijote de
preguntarle qué maravillas eran las que pensaba decirles; y, como él era
algo curioso y siempre le fatigaban deseos de saber cosas nuevas, ordenó
que al momento se partiesen y fuesen a pasar la noche en la venta, sin
tocar en la ermita, donde quisiera el primo que se quedaran.
Hízose así, subieron a caballo, y siguieron todos tres el derecho camino de
la venta, a la cual llegaron un poco antes de anochecer. Dijo el primo a
don Quijote que llegasen a ella a beber un trago. Apenas oyó esto Sancho
Panza, cuando encaminó el rucio a la ermita, y lo mismo hicieron don
Quijote y el primo; pero la mala suerte de Sancho parece que ordenó que el
ermitaño no estuviese en casa; que así se lo dijo una sotaermitaño que en
la ermita hallaron. Pidiéronle de lo caro; respondió que su señor no lo
tenía, pero que si querían agua barata, que se la daría de muy buena gana.
— Si yo la tuviera de agua —respondió Sancho—, pozos hay en el camino,
donde la hubiera satisfecho. ¡Ah bodas de Camacho y abundancia de la casa
de don Diego, y cuántas veces os tengo de echar menos!
Con esto, dejaron la ermita y picaron hacia la venta; y a poco trecho
toparon un mancebito, que delante dellos iba caminando no con mucha priesa;
y así, le alcanzaron. Llevaba la espada sobre el hombro, y en ella puesto
un bulto o envoltorio, al parecer de sus vestidos; que, al parecer, debían
de ser los calzones o greguescos, y herreruelo, y alguna camisa, porque
traía puesta una ropilla de terciopelo con algunas vislumbres de raso, y la
camisa, de fuera; las medias eran de seda, y los zapatos cuadrados, a uso
de corte; la edad llegaría a diez y ocho o diez y nueve años; alegre de
rostro, y, al parecer, ágil de su persona. Iba cantando seguidillas, para
entretener el trabajo del camino. Cuando llegaron a él, acababa de cantar
una, que el primo tomó de memoria, que dicen que decía:
A la guerra me lleva
mi necesidad;
si tuviera dineros,
no fuera, en verdad.
El primero que le habló fue don Quijote, diciéndole:
— Muy a la ligera camina vuesa merced, señor galán. Y ¿adónde bueno?
Sepamos, si es que gusta decirlo.
A lo que el mozo respondió:
— El caminar tan a la ligera lo causa el calor y la pobreza, y el adónde voy
es a la guerra.
— ¿Cómo la pobreza? —preguntó don Quijote—; que por el calor bien puede ser.
— Señor —replicó el mancebo—, yo llevo en este envoltorio unos greguescos de
terciopelo, compañeros desta ropilla; si los gasto en el camino, no me
podré honrar con ellos en la ciudad, y no tengo con qué comprar otros; y,
así por esto como por orearme, voy desta manera, hasta alcanzar unas
compañías de infantería que no están doce leguas de aquí, donde asentaré mi
plaza, y no faltarán bagajes en que caminar de allí adelante hasta el
embarcadero, que dicen ha de ser en Cartagena. Y más quiero tener por amo y
por señor al rey, y servirle en la guerra, que no a un pelón en la corte.
— Y ¿lleva vuesa merced alguna ventaja por ventura? —preguntó el primo.
— Si yo hubiera servido a algún grande de España, o algún principal
personaje —respondió el mozo—, a buen seguro que yo la llevara, que eso
tiene el servir a los buenos: que del tinelo suelen salir a ser alférez o
capitanes, o con algún buen entretenimiento; pero yo, desventurado, serví
siempre a catarriberas y a gente advenediza, de ración y quitación tan
mísera y atenuada, que en pagar el almidonar un cuello se consumía la mitad
della; y sería tenido a milagro que un paje aventurero alcanzase alguna
siquiera razonable ventura.
— Y dígame, por su vida, amigo —preguntó don Quijote—: ¿es posible que en
los años que sirvió no ha podido alcanzar alguna librea?
— Dos me han dado —respondió el paje—; pero, así como el que se sale de
alguna religión antes de profesar le quitan el hábito y le vuelven sus
vestidos, así me volvían a mí los míos mis amos, que, acabados los negocios
a que venían a la corte, se volvían a sus casas y recogían las libreas que
por sola ostentación habían dado.
— Notable espilorchería, como dice el italiano —dijo don Quijote—; pero, con
todo eso, tenga a felice ventura el haber salido de la corte con tan buena
intención como lleva; porque no hay otra cosa en la tierra más honrada ni
de más provecho que servir a Dios, primeramente, y luego, a su rey y señor
natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se
alcanzan, si no más riquezas, a lo menos, más honra que por las letras,
como yo tengo dicho muchas veces; que, puesto que han fundado más
mayorazgos las letras que las armas, todavía llevan un no sé qué los de las
armas a los de las letras, con un sí sé qué de esplendor que se halla en
ellos, que los aventaja a todos. Y esto que ahora le quiero decir llévelo
en la memoria, que le será de mucho provecho y alivio en sus trabajos; y es
que, aparte la imaginación de los sucesos adversos que le podrán venir, que
el peor de todos es la muerte, y como ésta sea buena, el mejor de todos es
el morir. Preguntáronle a Julio César, aquel valeroso emperador romano,
cuál era la mejor muerte; respondió que la impensada, la de repente y no
prevista; y, aunque respondió como gentil y ajeno del conocimiento del
verdadero Dios, con todo eso, dijo bien, para ahorrarse del sentimiento
humano; que, puesto caso que os maten en la primera facción y refriega, o
ya de un tiro de artillería, o volado de una mina, ¿qué importa? Todo es
morir, y acabóse la obra; y, según Terencio, más bien parece el soldado
muerto en la batalla que vivo y salvo en la huida; y tanto alcanza de fama
el buen soldado cuanto tiene de obediencia a sus capitanes y a los que
mandarle pueden. Y advertid, hijo, que al soldado mejor le está el oler a
pólvora que algalia, y que si la vejez os coge en este honroso ejercicio,
aunque sea lleno de heridas y estropeado o cojo, a lo menos no os podrá
coger sin honra, y tal, que no os la podrá menoscabar la pobreza; cuanto
más, que ya se va dando orden cómo se entretengan y remedien los soldados
viejos y estropeados, porque no es bien que se haga con ellos lo que suelen
hacer los que ahorran y dan libertad a sus negros cuando ya son viejos y no
pueden servir, y, echándolos de casa con título de libres, los hacen
esclavos de la hambre, de quien no piensan ahorrarse sino con la muerte. Y
por ahora no os quiero decir más, sino que subáis a las ancas deste mi
caballo hasta la venta, y allí cenaréis conmigo, y por la mañana seguiréis
el camino, que os le dé Dios tan bueno como vuestros deseos merecen.
El paje no aceptó el convite de las ancas, aunque sí el de cenar con él en
la venta; y, a esta sazón, dicen que dijo Sancho entre sí:
— ¡Válate Dios por señor! Y ¿es posible que hombre que sabe decir tales,
tantas y tan buenas cosas como aquí ha dicho, diga que ha visto los
disparates imposibles que cuenta de la cueva de Montesinos? Ahora bien,
ello dirá.
Y en esto, llegaron a la venta, a tiempo que anochecía, y no sin gusto de
Sancho, por ver que su señor la juzgó por verdadera venta, y no por
castillo, como solía. No hubieron bien entrado, cuando don Quijote preguntó
al ventero por el hombre de las lanzas y alabardas; el cual le respondió
que en la caballeriza estaba acomodando el macho. Lo mismo hicieron de sus
jumentos el primo y Sancho, dando a Rocinante el mejor pesebre y el mejor
lugar de la caballeriza.
Capítulo XXV. Donde se apunta la aventura del rebuzno y la graciosa del
titerero, con las memorables adivinanzas del mono adivino
No se le cocía el pan a don Quijote, como suele decirse, hasta oír y saber
las maravillas prometidas del hombre condutor de las armas. Fuele a buscar
donde el ventero le había dicho que estaba, y hallóle, y díjole que en todo
caso le dijese luego lo que le había de decir después, acerca de lo que le
había preguntado en el camino. El hombre le respondió:
— Más despacio, y no en pie, se ha de tomar el cuento de mis maravillas:
déjeme vuestra merced, señor bueno, acabar de dar recado a mi bestia, que
yo le diré cosas que le admiren.
— No quede por eso —respondió don Quijote—, que yo os ayudaré a todo.
Y así lo hizo, ahechándole la cebada y limpiando el pesebre, humildad que
obligó al hombre a contarle con buena voluntad lo que le pedía; y,
sentándose en un poyo y don Quijote junto a él, teniendo por senado y
auditorio al primo, al paje, a Sancho Panza y al ventero, comenzó a decir
desta manera:
— «Sabrán vuesas mercedes que en un lugar que está cuatro leguas y media
desta venta sucedió que a un regidor dél, por industria y engaño de una
muchacha criada suya, y esto es largo de contar, le faltó un asno, y,
aunque el tal regidor hizo las diligencias posibles por hallarle, no fue
posible. Quince días serían pasados, según es pública voz y fama,— que el
asno faltaba, cuando, estando en la plaza el regidor perdidoso, otro
regidor del mismo pueblo le dijo: ''Dadme albricias, compadre, que vuestro
jumento ha parecido''. ''Yo os las mando y buenas, compadre —respondió el
otro—, pero sepamos dónde ha parecido''. ''En el monte —respondió el
hallador—, le vi esta mañana, sin albarda y sin aparejo alguno, y tan flaco
que era una compasión miralle. Quísele antecoger delante de mí y traérosle,
pero está ya tan montaraz y tan huraño, que, cuando llegé a él, se fue
huyendo y se entró en lo más escondido del monte. Si queréis que volvamos
los dos a buscarle, dejadme poner esta borrica en mi casa, que luego
vuelvo''. ''Mucho placer me haréis —dijo el del jumento—, e yo procuraré
pagároslo en la mesma moneda''. Con estas circunstancias todas, y de la
mesma manera que yo lo voy contando, lo cuentan todos aquellos que están
enterados en la verdad deste caso. En resolución, los dos regidores, a pie
y mano a mano, se fueron al monte, y, llegando al lugar y sitio donde
pensaron hallar el asno, no le hallaron, ni pareció por todos aquellos
contornos, aunque más le buscaron. Viendo, pues, que no parecía, dijo el
regidor que le había visto al otro: ''Mirad, compadre: una traza me ha
venido al pensamiento, con la cual sin duda alguna podremos descubrir este
animal, aunque esté metido en las entrañas de la tierra, no que del monte;
y es que yo sé rebuznar maravillosamente; y si vos sabéis algún tanto, dad
el hecho por concluido''. ''¿Algún tanto decís, compadre? —dijo el otro—;
por Dios, que no dé la ventaja a nadie, ni aun a los mesmos asnos''.
''Ahora lo veremos —respondió el regidor segundo—, porque tengo determinado
que os vais vos por una parte del monte y yo por otra, de modo que le
rodeemos y andemos todo, y de trecho en trecho rebuznaréis vos y rebuznaré
yo, y no podrá ser menos sino que el asno nos oya y nos responda, si es que
está en el monte''. A lo que respondió el dueño del jumento: ''Digo,
compadre, que la traza es excelente y digna de vuestro gran ingenio''. Y,
dividiéndose los dos según el acuerdo, sucedió que casi a un mesmo tiempo
rebuznaron, y cada uno engañado del rebuzno del otro, acudieron a buscarse,
pensando que ya el jumento había parecido; y, en viéndose, dijo el
perdidoso: ''¿Es posible, compadre, que no fue mi asno el que rebuznó?''
''No fue, sino yo'', respondió el otro. ''Ahora digo —dijo el dueño—, que
de vos a un asno, compadre, no hay alguna diferencia, en cuanto toca al
rebuznar, porque en mi vida he visto ni oído cosa más propia''. ''Esas
alabanzas y encarecimiento —respondió el de la traza—, mejor os atañen y
tocan a vos que a mí, compadre; que por el Dios que me crió que podéis dar
dos rebuznos de ventaja al mayor y más perito rebuznador del mundo; porque
el sonido que tenéis es alto; lo sostenido de la voz, a su tiempo y compás;
los dejos, muchos y apresurados, y, en resolución, yo me doy por vencido y
os rindo la palma y doy la bandera desta rara habilidad''. ''Ahora digo
— respondió el dueño—, que me tendré y estimaré en más de aquí adelante, y
pensaré que sé alguna cosa, pues tengo alguna gracia; que, puesto que
pensara que rebuznaba bien, nunca entendí que llegaba el estremo que
decís''. ''También diré yo ahora —respondió el segundo— que hay raras
habilidades perdidas en el mundo, y que son mal empleadas en aquellos que
no saben aprovecharse dellas''. ''Las nuestras —respondió el dueño—, si no
es en casos semejantes como el que traemos entre manos, no nos pueden
servir en otros, y aun en éste plega a Dios que nos sean de provecho''.
Esto dicho, se tornaron a dividir y a volver a sus rebuznos, y a cada paso
se engañaban y volvían a juntarse, hasta que se dieron por contraseño que,
para entender que eran ellos, y no el asno, rebuznasen dos veces, una tras
otra. Con esto, doblando a cada paso los rebuznos, rodearon todo el monte
sin que el perdido jumento respondiese, ni aun por señas. Mas, ¿cómo había
de responder el pobre y mal logrado, si le hallaron en lo más escondido del
bosque, comido de lobos? Y, en viéndole, dijo su dueño: ''Ya me maravillaba
yo de que él no respondía, pues a no estar muerto, él rebuznara si nos
oyera, o no fuera asno; pero, a trueco de haberos oído rebuznar con tanta
gracia, compadre, doy por bien empleado el trabajo que he tenido en
buscarle, aunque le he hallado muerto''. ''En buena mano está, compadre
— respondió el otro—, pues si bien canta el abad, no le va en zaga el
monacillo''. Con esto, desconsolados y roncos, se volvieron a su aldea,
adonde contaron a sus amigos, vecinos y conocidos cuanto les había
acontecido en la busca del asno, exagerando el uno la gracia del otro en el
rebuznar; todo lo cual se supo y se estendió por los lugares circunvecinos.
Y el diablo, que no duerme, como es amigo de sembrar y derramar rencillas y
discordia por doquiera, levantando caramillos en el viento y grandes
quimeras de nonada, ordenó e hizo que las gentes de los otros pueblos, en
viendo a alguno de nuestra aldea, rebuznase, como dándoles en rostro con el
rebuzno de nuestros regidores. Dieron en ello los muchachos, que fue dar en
manos y en bocas de todos los demonios del infierno, y fue cundiendo el
rebuzno de en uno en otro pueblo, de manera que son conocidos los naturales
del pueblo del rebuzno, como son conocidos y diferenciados los negros de
los blancos; y ha llegado a tanto la desgracia desta burla, que muchas
veces con mano armada y formado escuadrón han salido contra los burladores
los burlados a darse la batalla, sin poderlo remediar rey ni roque, ni
temor ni vergüenza. Yo creo que mañana o esotro día han de salir en campaña
los de mi pueblo, que son los del rebuzno, contra otro lugar que está a dos
leguas del nuestro, que es uno de los que más nos persiguen: y, por salir
bien apercebidos, llevo compradas estas lanzas y alabardas que habéis
visto.» Y éstas son las maravillas que dije que os había de contar, y si no
os lo han parecido, no sé otras.
Y con esto dio fin a su plática el buen hombre; y, en esto, entró por la
puerta de la venta un hombre todo vestido de camuza, medias, greguescos y
jubón, y con voz levantada dijo:
— Señor huésped, ¿hay posada? Que viene aquí el mono adivino y el retablo de
la libertad de Melisendra.
— ¡Cuerpo de tal —dijo el ventero—, que aquí está el señor mase Pedro! Buena
noche se nos apareja.
Olvidábaseme de decir como el tal mase Pedro traía cubierto el ojo
izquierdo, y casi medio carrillo, con un parche de tafetán verde, señal que
todo aquel lado debía de estar enfermo; y el ventero prosiguió, diciendo:
— Sea bien venido vuestra merced, señor mase Pedro. ¿Adónde está el mono y
el retablo, que no los veo?
— Ya llegan cerca —respondió el todo camuza—, sino que yo me he adelantado,
a saber si hay posada.
— Al mismo duque de Alba se la quitara para dársela al señor mase Pedro
— respondió el ventero—; llegue el mono y el retablo, que gente hay esta
noche en la venta que pagará el verle y las habilidades del mono.
— Sea en buen hora —respondió el del parche—, que yo moderaré el precio, y
con sola la costa me daré por bien pagado; y yo vuelvo a hacer que camine
la carreta donde viene el mono y el retablo.
Y luego se volvió a salir de la venta.
Preguntó luego don Quijote al ventero qué mase Pedro era aquél, y qué
retablo y qué mono traía. A lo que respondió el ventero:
— Éste es un famoso titerero, que ha muchos días que anda por esta Mancha de
Aragón enseñando un retablo de Melisendra, libertada por el famoso don
Gaiferos, que es una de las mejores y más bien representadas historias que
de muchos años a esta parte en este reino se han visto. Trae asimismo
consigo un mono de la más rara habilidad que se vio entre monos, ni se
imaginó entre hombres, porque si le preguntan algo, está atento a lo que le
preguntan y luego salta sobre los hombros de su amo, y, llegándosele al
oído, le dice la respuesta de lo que le preguntan, y maese Pedro la declara
luego; y de las cosas pasadas dice mucho más que de las que están por
venir; y, aunque no todas veces acierta en todas, en las más no yerra, de
modo que nos hace creer que tiene el diablo en el cuerpo. Dos reales lleva
por cada pregunta, si es que el mono responde; quiero decir, si responde el
amo por él, después de haberle hablado al oído; y así, se cree que el tal
maese Pedro esta riquísimo; y es hombre galante, como dicen en Italia y bon
compaño, y dase la mejor vida del mundo; habla más que seis y bebe más que
doce, todo a costa de su lengua y de su mono y de su retablo.
En esto, volvió maese Pedro, y en una carreta venía el retablo, y el mono,
grande y sin cola, con las posaderas de fieltro, pero no de mala cara; y,
apenas le vio don Quijote, cuando le preguntó:
— Dígame vuestra merced, señor adivino: ¿qué peje pillamo? ¿Qué ha de ser de
nosotros?. Y vea aquí mis dos reales.
Y mandó a Sancho que se los diese a maese Pedro, el cual respondió por el
mono, y dijo:
— Señor, este animal no responde ni da noticia de las cosas que están por
venir; de las pasadas sabe algo, y de las presentes, algún tanto.
— ¡Voto a Rus —dijo Sancho—, no dé yo un ardite porque me digan lo que por
mí ha pasado!; porque, ¿quién lo puede saber mejor que yo mesmo? Y pagar yo
porque me digan lo que sé, sería una gran necedad; pero, pues sabe las
cosas presentes, he aquí mis dos reales, y dígame el señor monísimo qué
hace ahora mi mujer Teresa Panza, y en qué se entretiene.
No quiso tomar maese Pedro el dinero, diciendo:
— No quiero recebir adelantados los premios, sin que hayan precedido los
servicios.
Y, dando con la mano derecha dos golpes sobre el hombro izquierdo, en un
brinco se le puso el mono en él, y, llegando la boca al oído, daba diente
con diente muy apriesa; y, habiendo hecho este ademán por espacio de un
credo, de otro brinco se puso en el suelo, y al punto, con grandísima
priesa, se fue maese Pedro a poner de rodillas ante don Quijote, y,
abrazándole las piernas, dijo:
— Estas piernas abrazo, bien así como si abrazara las dos colunas de
Hércules, ¡oh resucitador insigne de la ya puesta en olvido andante
caballería!; ¡oh no jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la
Mancha, ánimo de los desmayados, arrimo de los que van a caer, brazo de los
caídos, báculo y consuelo de todos los desdichados!
Quedó pasmado don Quijote, absorto Sancho, suspenso el primo, atónito el
paje, abobado el del rebuzno, confuso el ventero, y, finalmente, espantados
todos los que oyeron las razones del titerero, el cual prosiguió diciendo:
— Y tú, ¡oh buen Sancho Panza!, el mejor escudero y del mejor caballero del
mundo, alégrate, que tu buena mujer Teresa está buena, y ésta es la hora en
que ella está rastrillando una libra de lino, y, por más señas, tiene a su
lado izquierdo un jarro desbocado que cabe un buen porqué de vino, con que
se entretiene en su trabajo.
— Eso creo yo muy bien —respondió Sancho—, porque es ella una
bienaventurada, y, a no ser celosa, no la trocara yo por la giganta
Andandona, que, según mi señor, fue una mujer muy cabal y muy de pro; y es
mi Teresa de aquellas que no se dejan mal pasar, aunque sea a costa de sus
herederos.
— Ahora digo —dijo a esta sazón don Quijote—, que el que lee mucho y anda
mucho, vee mucho y sabe mucho. Digo esto porque, ¿qué persuasión fuera
bastante para persuadirme que hay monos en el mundo que adivinen, como lo
he visto ahora por mis propios ojos? Porque yo soy el mesmo don Quijote de
la Mancha que este buen animal ha dicho, puesto que se ha estendido algún
tanto en mis alabanzas; pero comoquiera que yo me sea, doy gracias al
cielo, que me dotó de un ánimo blando y compasivo, inclinado siempre a
hacer bien a todos, y mal a ninguno.
— Si yo tuviera dineros —dijo el paje—, preguntara al señor mono qué me ha
de suceder en la peregrinación que llevo.
A lo que respondió maese Pedro, que ya se había levantado de los pies de
don Quijote:
— Ya he dicho que esta bestezuela no responde a lo por venir; que si
respondiera, no importara no haber dineros; que, por servicio del señor don
Quijote, que está presente, dejara yo todos los intereses del mundo. Y
agora, porque se lo debo, y por darle gusto, quiero armar mi retablo y dar
placer a cuantos están en la venta, sin paga alguna.
Oyendo lo cual el ventero, alegre sobremanera, señaló el lugar donde se
podía poner el retablo, que en un punto fue hecho.
Don Quijote no estaba muy contento con las adivinanzas del mono, por
parecerle no ser a propósito que un mono adivinase, ni las de por venir, ni
las pasadas cosas; y así, en tanto que maese Pedro acomodaba el retablo, se
retiró don Quijote con Sancho a un rincón de la caballeriza, donde, sin ser
oídos de nadie, le dijo:
— Mira, Sancho, yo he considerado bien la estraña habilidad deste mono, y
hallo por mi cuenta que sin duda este maese Pedro, su amo, debe de tener
hecho pacto, tácito o espreso, con el demonio.
— Si el patio es espeso y del demonio —dijo Sancho—, sin duda debe de ser
muy sucio patio; pero, ¿de qué provecho le es al tal maese Pedro tener esos
patios?
— No me entiendes, Sancho: no quiero decir sino que debe de tener hecho
algún concierto con el demonio de que infunda esa habilidad en el mono, con
que gane de comer, y después que esté rico le dará su alma, que es lo que
este universal enemigo pretende. Y háceme creer esto el ver que el mono no
responde sino a las cosas pasadas o presentes, y la sabiduría del diablo no
se puede estender a más, que las por venir no las sabe si no es por
conjeturas, y no todas veces; que a solo Dios está reservado conocer los
tiempos y los momentos, y para Él no hay pasado ni porvenir, que todo es
presente. Y, siendo esto así, como lo es, está claro que este mono habla
con el estilo del diablo; y estoy maravillado cómo no le han acusado al
Santo Oficio, y examinádole y sacádole de cuajo en virtud de quién adivina;
porque cierto está que este mono no es astrólogo, ni su amo ni él alzan, ni
saben alzar, estas figuras que llaman judiciarias, que tanto ahora se usan
en España, que no hay mujercilla, ni paje, ni zapatero de viejo que no
presuma de alzar una figura, como si fuera una sota de naipes del suelo,
echando a perder con sus mentiras e ignorancias la verdad maravillosa de la
ciencia. De una señora sé yo que preguntó a uno destos figureros que si una
perrilla de falda pequeña, que tenía, si se empreñaría y pariría, y cuántos
y de qué color serían los perros que pariese. A lo que el señor judiciario,
después de haber alzado la figura, respondió que la perrica se empreñaría,
y pariría tres perricos, el uno verde, el otro encarnado y el otro de
mezcla, con tal condición que la tal perra se cubriese entre las once y
doce del día, o de la noche, y que fuese en lunes o en sábado; y lo que
sucedió fue que de allí a dos días se moría la perra de ahíta, y el señor
levantador quedó acreditado en el lugar por acertadísimo judiciario, como
lo quedan todos o los más levantadores.
— Con todo eso, querría —dijo Sancho— que vuestra merced dijese a maese
Pedro preguntase a su mono si es verdad lo que a vuestra merced le pasó en
la cueva de Montesinos; que yo para mí tengo, con perdón de vuestra merced,
que todo fue embeleco y mentira, o por lo menos, cosas soñadas.
— Todo podría ser —respondió don Quijote—, pero yo haré lo que me aconsejas,
puesto que me ha de quedar un no sé qué de escrúpulo.
Estando en esto, llegó maese Pedro a buscar a don Quijote y decirle que ya
estaba en orden el retablo; que su merced viniese a verle, porque lo
merecía. Don Quijote le comunicó su pensamiento, y le rogó preguntase luego
a su mono le dijese si ciertas cosas que había pasado en la cueva de
Montesinos habían sido soñadas o verdaderas; porque a él le parecía que
tenían de todo. A lo que maese Pedro, sin responder palabra, volvió a traer
el mono, y, puesto delante de don Quijote y de Sancho, dijo:
— Mirad, señor mono, que este caballero quiere saber si ciertas cosas que le
pasaron en una cueva llamada de Montesinos, si fueron falsas o verdaderas.
Y, haciéndole la acostumbrada señal, el mono se le subió en el hombro
izquierdo, y, hablándole, al parecer, en el oído, dijo luego maese Pedro:
— El mono dice que parte de las cosas que vuesa merced vio, o pasó, en la
dicha cueva son falsas, y parte verisímiles; y que esto es lo que sabe, y
no otra cosa, en cuanto a esta pregunta; y que si vuesa merced quisiere
saber más, que el viernes venidero responderá a todo lo que se le
preguntare, que por ahora se le ha acabado la virtud, que no le vendrá
de las antigüedades; y creo que en el suyo no se acordó de poner la de los
naipes, como la pondré yo ahora, que será de mucha importancia, y más
alegando autor tan grave y tan verdadero como es el señor Durandarte. La
cuarta es haber sabido con certidumbre el nacimiento del río Guadiana,
hasta ahora ignorado de las gentes.
— Vuestra merced tiene razón —dijo don Quijote—, pero querría yo saber, ya
que Dios le haga merced de que se le dé licencia para imprimir esos sus
libros, que lo dudo, a quién piensa dirigirlos.
— Señores y grandes hay en España a quien puedan dirigirse —dijo el primo.
— No muchos —respondió don Quijote—; y no porque no lo merezcan, sino que no
quieren admitirlos, por no obligarse a la satisfación que parece se debe al
trabajo y cortesía de sus autores. Un príncipe conozco yo que puede suplir
la falta de los demás, con tantas ventajas que, si me atreviere a decirlas,
quizá despertara la invidia en más de cuatro generosos pechos; pero quédese
esto aquí para otro tiempo más cómodo, y vamos a buscar adonde recogernos
esta noche.
— No lejos de aquí —respondió el primo— está una ermita, donde hace su
habitación un ermitaño, que dicen ha sido soldado, y está en opinión de ser
un buen cristiano, y muy discreto y caritativo además. Junto con la ermita
tiene una pequeña casa, que él ha labrado a su costa; pero, con todo,
aunque chica, es capaz de recibir huéspedes.
— ¿Tiene por ventura gallinas el tal ermitaño? —preguntó Sancho.
— Pocos ermitaños están sin ellas —respondió don Quijote—, porque no son los
que agora se usan como aquellos de los desiertos de Egipto, que se vestían
de hojas de palma y comían raíces de la tierra. Y no se entienda que por
decir bien de aquéllos no lo digo de aquéstos, sino que quiero decir que al
rigor y estrecheza de entonces no llegan las penitencias de los de agora;
pero no por esto dejan de ser todos buenos; a lo menos, yo por buenos los
juzgo; y, cuando todo corra turbio, menos mal hace el hipócrita que se
finge bueno que el público pecador.
Estando en esto, vieron que hacia donde ellos estaban venía un hombre a
pie, caminando apriesa, y dando varazos a un macho que venía cargado de
lanzas y de alabardas. Cuando llegó a ellos, los saludó y pasó de largo.
Don Quijote le dijo:
— Buen hombre, deteneos, que parece que vais con más diligencia que ese
macho ha menester.
— No me puedo detener, señor —respondió el hombre—, porque las armas que
veis que aquí llevo han de servir mañana; y así, me es forzoso el no
detenerme, y a Dios. Pero si quisiéredes saber para qué las llevo, en la
venta que está más arriba de la ermita pienso alojar esta noche; y si es
que hacéis este mesmo camino, allí me hallaréis, donde os contaré
maravillas. Y a Dios otra vez.
Y de tal manera aguijó el macho, que no tuvo lugar don Quijote de
preguntarle qué maravillas eran las que pensaba decirles; y, como él era
algo curioso y siempre le fatigaban deseos de saber cosas nuevas, ordenó
que al momento se partiesen y fuesen a pasar la noche en la venta, sin
tocar en la ermita, donde quisiera el primo que se quedaran.
Hízose así, subieron a caballo, y siguieron todos tres el derecho camino de
la venta, a la cual llegaron un poco antes de anochecer. Dijo el primo a
don Quijote que llegasen a ella a beber un trago. Apenas oyó esto Sancho
Panza, cuando encaminó el rucio a la ermita, y lo mismo hicieron don
Quijote y el primo; pero la mala suerte de Sancho parece que ordenó que el
ermitaño no estuviese en casa; que así se lo dijo una sotaermitaño que en
la ermita hallaron. Pidiéronle de lo caro; respondió que su señor no lo
tenía, pero que si querían agua barata, que se la daría de muy buena gana.
— Si yo la tuviera de agua —respondió Sancho—, pozos hay en el camino,
donde la hubiera satisfecho. ¡Ah bodas de Camacho y abundancia de la casa
de don Diego, y cuántas veces os tengo de echar menos!
Con esto, dejaron la ermita y picaron hacia la venta; y a poco trecho
toparon un mancebito, que delante dellos iba caminando no con mucha priesa;
y así, le alcanzaron. Llevaba la espada sobre el hombro, y en ella puesto
un bulto o envoltorio, al parecer de sus vestidos; que, al parecer, debían
de ser los calzones o greguescos, y herreruelo, y alguna camisa, porque
traía puesta una ropilla de terciopelo con algunas vislumbres de raso, y la
camisa, de fuera; las medias eran de seda, y los zapatos cuadrados, a uso
de corte; la edad llegaría a diez y ocho o diez y nueve años; alegre de
rostro, y, al parecer, ágil de su persona. Iba cantando seguidillas, para
entretener el trabajo del camino. Cuando llegaron a él, acababa de cantar
una, que el primo tomó de memoria, que dicen que decía:
A la guerra me lleva
mi necesidad;
si tuviera dineros,
no fuera, en verdad.
El primero que le habló fue don Quijote, diciéndole:
— Muy a la ligera camina vuesa merced, señor galán. Y ¿adónde bueno?
Sepamos, si es que gusta decirlo.
A lo que el mozo respondió:
— El caminar tan a la ligera lo causa el calor y la pobreza, y el adónde voy
es a la guerra.
— ¿Cómo la pobreza? —preguntó don Quijote—; que por el calor bien puede ser.
— Señor —replicó el mancebo—, yo llevo en este envoltorio unos greguescos de
terciopelo, compañeros desta ropilla; si los gasto en el camino, no me
podré honrar con ellos en la ciudad, y no tengo con qué comprar otros; y,
así por esto como por orearme, voy desta manera, hasta alcanzar unas
compañías de infantería que no están doce leguas de aquí, donde asentaré mi
plaza, y no faltarán bagajes en que caminar de allí adelante hasta el
embarcadero, que dicen ha de ser en Cartagena. Y más quiero tener por amo y
por señor al rey, y servirle en la guerra, que no a un pelón en la corte.
— Y ¿lleva vuesa merced alguna ventaja por ventura? —preguntó el primo.
— Si yo hubiera servido a algún grande de España, o algún principal
personaje —respondió el mozo—, a buen seguro que yo la llevara, que eso
tiene el servir a los buenos: que del tinelo suelen salir a ser alférez o
capitanes, o con algún buen entretenimiento; pero yo, desventurado, serví
siempre a catarriberas y a gente advenediza, de ración y quitación tan
mísera y atenuada, que en pagar el almidonar un cuello se consumía la mitad
della; y sería tenido a milagro que un paje aventurero alcanzase alguna
siquiera razonable ventura.
— Y dígame, por su vida, amigo —preguntó don Quijote—: ¿es posible que en
los años que sirvió no ha podido alcanzar alguna librea?
— Dos me han dado —respondió el paje—; pero, así como el que se sale de
alguna religión antes de profesar le quitan el hábito y le vuelven sus
vestidos, así me volvían a mí los míos mis amos, que, acabados los negocios
a que venían a la corte, se volvían a sus casas y recogían las libreas que
por sola ostentación habían dado.
— Notable espilorchería, como dice el italiano —dijo don Quijote—; pero, con
todo eso, tenga a felice ventura el haber salido de la corte con tan buena
intención como lleva; porque no hay otra cosa en la tierra más honrada ni
de más provecho que servir a Dios, primeramente, y luego, a su rey y señor
natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se
alcanzan, si no más riquezas, a lo menos, más honra que por las letras,
como yo tengo dicho muchas veces; que, puesto que han fundado más
mayorazgos las letras que las armas, todavía llevan un no sé qué los de las
armas a los de las letras, con un sí sé qué de esplendor que se halla en
ellos, que los aventaja a todos. Y esto que ahora le quiero decir llévelo
en la memoria, que le será de mucho provecho y alivio en sus trabajos; y es
que, aparte la imaginación de los sucesos adversos que le podrán venir, que
el peor de todos es la muerte, y como ésta sea buena, el mejor de todos es
el morir. Preguntáronle a Julio César, aquel valeroso emperador romano,
cuál era la mejor muerte; respondió que la impensada, la de repente y no
prevista; y, aunque respondió como gentil y ajeno del conocimiento del
verdadero Dios, con todo eso, dijo bien, para ahorrarse del sentimiento
humano; que, puesto caso que os maten en la primera facción y refriega, o
ya de un tiro de artillería, o volado de una mina, ¿qué importa? Todo es
morir, y acabóse la obra; y, según Terencio, más bien parece el soldado
muerto en la batalla que vivo y salvo en la huida; y tanto alcanza de fama
el buen soldado cuanto tiene de obediencia a sus capitanes y a los que
mandarle pueden. Y advertid, hijo, que al soldado mejor le está el oler a
pólvora que algalia, y que si la vejez os coge en este honroso ejercicio,
aunque sea lleno de heridas y estropeado o cojo, a lo menos no os podrá
coger sin honra, y tal, que no os la podrá menoscabar la pobreza; cuanto
más, que ya se va dando orden cómo se entretengan y remedien los soldados
viejos y estropeados, porque no es bien que se haga con ellos lo que suelen
hacer los que ahorran y dan libertad a sus negros cuando ya son viejos y no
pueden servir, y, echándolos de casa con título de libres, los hacen
esclavos de la hambre, de quien no piensan ahorrarse sino con la muerte. Y
por ahora no os quiero decir más, sino que subáis a las ancas deste mi
caballo hasta la venta, y allí cenaréis conmigo, y por la mañana seguiréis
el camino, que os le dé Dios tan bueno como vuestros deseos merecen.
El paje no aceptó el convite de las ancas, aunque sí el de cenar con él en
la venta; y, a esta sazón, dicen que dijo Sancho entre sí:
— ¡Válate Dios por señor! Y ¿es posible que hombre que sabe decir tales,
tantas y tan buenas cosas como aquí ha dicho, diga que ha visto los
disparates imposibles que cuenta de la cueva de Montesinos? Ahora bien,
ello dirá.
Y en esto, llegaron a la venta, a tiempo que anochecía, y no sin gusto de
Sancho, por ver que su señor la juzgó por verdadera venta, y no por
castillo, como solía. No hubieron bien entrado, cuando don Quijote preguntó
al ventero por el hombre de las lanzas y alabardas; el cual le respondió
que en la caballeriza estaba acomodando el macho. Lo mismo hicieron de sus
jumentos el primo y Sancho, dando a Rocinante el mejor pesebre y el mejor
lugar de la caballeriza.
Capítulo XXV. Donde se apunta la aventura del rebuzno y la graciosa del
titerero, con las memorables adivinanzas del mono adivino
No se le cocía el pan a don Quijote, como suele decirse, hasta oír y saber
las maravillas prometidas del hombre condutor de las armas. Fuele a buscar
donde el ventero le había dicho que estaba, y hallóle, y díjole que en todo
caso le dijese luego lo que le había de decir después, acerca de lo que le
había preguntado en el camino. El hombre le respondió:
— Más despacio, y no en pie, se ha de tomar el cuento de mis maravillas:
déjeme vuestra merced, señor bueno, acabar de dar recado a mi bestia, que
yo le diré cosas que le admiren.
— No quede por eso —respondió don Quijote—, que yo os ayudaré a todo.
Y así lo hizo, ahechándole la cebada y limpiando el pesebre, humildad que
obligó al hombre a contarle con buena voluntad lo que le pedía; y,
sentándose en un poyo y don Quijote junto a él, teniendo por senado y
auditorio al primo, al paje, a Sancho Panza y al ventero, comenzó a decir
desta manera:
— «Sabrán vuesas mercedes que en un lugar que está cuatro leguas y media
desta venta sucedió que a un regidor dél, por industria y engaño de una
muchacha criada suya, y esto es largo de contar, le faltó un asno, y,
aunque el tal regidor hizo las diligencias posibles por hallarle, no fue
posible. Quince días serían pasados, según es pública voz y fama,— que el
asno faltaba, cuando, estando en la plaza el regidor perdidoso, otro
regidor del mismo pueblo le dijo: ''Dadme albricias, compadre, que vuestro
jumento ha parecido''. ''Yo os las mando y buenas, compadre —respondió el
otro—, pero sepamos dónde ha parecido''. ''En el monte —respondió el
hallador—, le vi esta mañana, sin albarda y sin aparejo alguno, y tan flaco
que era una compasión miralle. Quísele antecoger delante de mí y traérosle,
pero está ya tan montaraz y tan huraño, que, cuando llegé a él, se fue
huyendo y se entró en lo más escondido del monte. Si queréis que volvamos
los dos a buscarle, dejadme poner esta borrica en mi casa, que luego
vuelvo''. ''Mucho placer me haréis —dijo el del jumento—, e yo procuraré
pagároslo en la mesma moneda''. Con estas circunstancias todas, y de la
mesma manera que yo lo voy contando, lo cuentan todos aquellos que están
enterados en la verdad deste caso. En resolución, los dos regidores, a pie
y mano a mano, se fueron al monte, y, llegando al lugar y sitio donde
pensaron hallar el asno, no le hallaron, ni pareció por todos aquellos
contornos, aunque más le buscaron. Viendo, pues, que no parecía, dijo el
regidor que le había visto al otro: ''Mirad, compadre: una traza me ha
venido al pensamiento, con la cual sin duda alguna podremos descubrir este
animal, aunque esté metido en las entrañas de la tierra, no que del monte;
y es que yo sé rebuznar maravillosamente; y si vos sabéis algún tanto, dad
el hecho por concluido''. ''¿Algún tanto decís, compadre? —dijo el otro—;
por Dios, que no dé la ventaja a nadie, ni aun a los mesmos asnos''.
''Ahora lo veremos —respondió el regidor segundo—, porque tengo determinado
que os vais vos por una parte del monte y yo por otra, de modo que le
rodeemos y andemos todo, y de trecho en trecho rebuznaréis vos y rebuznaré
yo, y no podrá ser menos sino que el asno nos oya y nos responda, si es que
está en el monte''. A lo que respondió el dueño del jumento: ''Digo,
compadre, que la traza es excelente y digna de vuestro gran ingenio''. Y,
dividiéndose los dos según el acuerdo, sucedió que casi a un mesmo tiempo
rebuznaron, y cada uno engañado del rebuzno del otro, acudieron a buscarse,
pensando que ya el jumento había parecido; y, en viéndose, dijo el
perdidoso: ''¿Es posible, compadre, que no fue mi asno el que rebuznó?''
''No fue, sino yo'', respondió el otro. ''Ahora digo —dijo el dueño—, que
de vos a un asno, compadre, no hay alguna diferencia, en cuanto toca al
rebuznar, porque en mi vida he visto ni oído cosa más propia''. ''Esas
alabanzas y encarecimiento —respondió el de la traza—, mejor os atañen y
tocan a vos que a mí, compadre; que por el Dios que me crió que podéis dar
dos rebuznos de ventaja al mayor y más perito rebuznador del mundo; porque
el sonido que tenéis es alto; lo sostenido de la voz, a su tiempo y compás;
los dejos, muchos y apresurados, y, en resolución, yo me doy por vencido y
os rindo la palma y doy la bandera desta rara habilidad''. ''Ahora digo
— respondió el dueño—, que me tendré y estimaré en más de aquí adelante, y
pensaré que sé alguna cosa, pues tengo alguna gracia; que, puesto que
pensara que rebuznaba bien, nunca entendí que llegaba el estremo que
decís''. ''También diré yo ahora —respondió el segundo— que hay raras
habilidades perdidas en el mundo, y que son mal empleadas en aquellos que
no saben aprovecharse dellas''. ''Las nuestras —respondió el dueño—, si no
es en casos semejantes como el que traemos entre manos, no nos pueden
servir en otros, y aun en éste plega a Dios que nos sean de provecho''.
Esto dicho, se tornaron a dividir y a volver a sus rebuznos, y a cada paso
se engañaban y volvían a juntarse, hasta que se dieron por contraseño que,
para entender que eran ellos, y no el asno, rebuznasen dos veces, una tras
otra. Con esto, doblando a cada paso los rebuznos, rodearon todo el monte
sin que el perdido jumento respondiese, ni aun por señas. Mas, ¿cómo había
de responder el pobre y mal logrado, si le hallaron en lo más escondido del
bosque, comido de lobos? Y, en viéndole, dijo su dueño: ''Ya me maravillaba
yo de que él no respondía, pues a no estar muerto, él rebuznara si nos
oyera, o no fuera asno; pero, a trueco de haberos oído rebuznar con tanta
gracia, compadre, doy por bien empleado el trabajo que he tenido en
buscarle, aunque le he hallado muerto''. ''En buena mano está, compadre
— respondió el otro—, pues si bien canta el abad, no le va en zaga el
monacillo''. Con esto, desconsolados y roncos, se volvieron a su aldea,
adonde contaron a sus amigos, vecinos y conocidos cuanto les había
acontecido en la busca del asno, exagerando el uno la gracia del otro en el
rebuznar; todo lo cual se supo y se estendió por los lugares circunvecinos.
Y el diablo, que no duerme, como es amigo de sembrar y derramar rencillas y
discordia por doquiera, levantando caramillos en el viento y grandes
quimeras de nonada, ordenó e hizo que las gentes de los otros pueblos, en
viendo a alguno de nuestra aldea, rebuznase, como dándoles en rostro con el
rebuzno de nuestros regidores. Dieron en ello los muchachos, que fue dar en
manos y en bocas de todos los demonios del infierno, y fue cundiendo el
rebuzno de en uno en otro pueblo, de manera que son conocidos los naturales
del pueblo del rebuzno, como son conocidos y diferenciados los negros de
los blancos; y ha llegado a tanto la desgracia desta burla, que muchas
veces con mano armada y formado escuadrón han salido contra los burladores
los burlados a darse la batalla, sin poderlo remediar rey ni roque, ni
temor ni vergüenza. Yo creo que mañana o esotro día han de salir en campaña
los de mi pueblo, que son los del rebuzno, contra otro lugar que está a dos
leguas del nuestro, que es uno de los que más nos persiguen: y, por salir
bien apercebidos, llevo compradas estas lanzas y alabardas que habéis
visto.» Y éstas son las maravillas que dije que os había de contar, y si no
os lo han parecido, no sé otras.
Y con esto dio fin a su plática el buen hombre; y, en esto, entró por la
puerta de la venta un hombre todo vestido de camuza, medias, greguescos y
jubón, y con voz levantada dijo:
— Señor huésped, ¿hay posada? Que viene aquí el mono adivino y el retablo de
la libertad de Melisendra.
— ¡Cuerpo de tal —dijo el ventero—, que aquí está el señor mase Pedro! Buena
noche se nos apareja.
Olvidábaseme de decir como el tal mase Pedro traía cubierto el ojo
izquierdo, y casi medio carrillo, con un parche de tafetán verde, señal que
todo aquel lado debía de estar enfermo; y el ventero prosiguió, diciendo:
— Sea bien venido vuestra merced, señor mase Pedro. ¿Adónde está el mono y
el retablo, que no los veo?
— Ya llegan cerca —respondió el todo camuza—, sino que yo me he adelantado,
a saber si hay posada.
— Al mismo duque de Alba se la quitara para dársela al señor mase Pedro
— respondió el ventero—; llegue el mono y el retablo, que gente hay esta
noche en la venta que pagará el verle y las habilidades del mono.
— Sea en buen hora —respondió el del parche—, que yo moderaré el precio, y
con sola la costa me daré por bien pagado; y yo vuelvo a hacer que camine
la carreta donde viene el mono y el retablo.
Y luego se volvió a salir de la venta.
Preguntó luego don Quijote al ventero qué mase Pedro era aquél, y qué
retablo y qué mono traía. A lo que respondió el ventero:
— Éste es un famoso titerero, que ha muchos días que anda por esta Mancha de
Aragón enseñando un retablo de Melisendra, libertada por el famoso don
Gaiferos, que es una de las mejores y más bien representadas historias que
de muchos años a esta parte en este reino se han visto. Trae asimismo
consigo un mono de la más rara habilidad que se vio entre monos, ni se
imaginó entre hombres, porque si le preguntan algo, está atento a lo que le
preguntan y luego salta sobre los hombros de su amo, y, llegándosele al
oído, le dice la respuesta de lo que le preguntan, y maese Pedro la declara
luego; y de las cosas pasadas dice mucho más que de las que están por
venir; y, aunque no todas veces acierta en todas, en las más no yerra, de
modo que nos hace creer que tiene el diablo en el cuerpo. Dos reales lleva
por cada pregunta, si es que el mono responde; quiero decir, si responde el
amo por él, después de haberle hablado al oído; y así, se cree que el tal
maese Pedro esta riquísimo; y es hombre galante, como dicen en Italia y bon
compaño, y dase la mejor vida del mundo; habla más que seis y bebe más que
doce, todo a costa de su lengua y de su mono y de su retablo.
En esto, volvió maese Pedro, y en una carreta venía el retablo, y el mono,
grande y sin cola, con las posaderas de fieltro, pero no de mala cara; y,
apenas le vio don Quijote, cuando le preguntó:
— Dígame vuestra merced, señor adivino: ¿qué peje pillamo? ¿Qué ha de ser de
nosotros?. Y vea aquí mis dos reales.
Y mandó a Sancho que se los diese a maese Pedro, el cual respondió por el
mono, y dijo:
— Señor, este animal no responde ni da noticia de las cosas que están por
venir; de las pasadas sabe algo, y de las presentes, algún tanto.
— ¡Voto a Rus —dijo Sancho—, no dé yo un ardite porque me digan lo que por
mí ha pasado!; porque, ¿quién lo puede saber mejor que yo mesmo? Y pagar yo
porque me digan lo que sé, sería una gran necedad; pero, pues sabe las
cosas presentes, he aquí mis dos reales, y dígame el señor monísimo qué
hace ahora mi mujer Teresa Panza, y en qué se entretiene.
No quiso tomar maese Pedro el dinero, diciendo:
— No quiero recebir adelantados los premios, sin que hayan precedido los
servicios.
Y, dando con la mano derecha dos golpes sobre el hombro izquierdo, en un
brinco se le puso el mono en él, y, llegando la boca al oído, daba diente
con diente muy apriesa; y, habiendo hecho este ademán por espacio de un
credo, de otro brinco se puso en el suelo, y al punto, con grandísima
priesa, se fue maese Pedro a poner de rodillas ante don Quijote, y,
abrazándole las piernas, dijo:
— Estas piernas abrazo, bien así como si abrazara las dos colunas de
Hércules, ¡oh resucitador insigne de la ya puesta en olvido andante
caballería!; ¡oh no jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la
Mancha, ánimo de los desmayados, arrimo de los que van a caer, brazo de los
caídos, báculo y consuelo de todos los desdichados!
Quedó pasmado don Quijote, absorto Sancho, suspenso el primo, atónito el
paje, abobado el del rebuzno, confuso el ventero, y, finalmente, espantados
todos los que oyeron las razones del titerero, el cual prosiguió diciendo:
— Y tú, ¡oh buen Sancho Panza!, el mejor escudero y del mejor caballero del
mundo, alégrate, que tu buena mujer Teresa está buena, y ésta es la hora en
que ella está rastrillando una libra de lino, y, por más señas, tiene a su
lado izquierdo un jarro desbocado que cabe un buen porqué de vino, con que
se entretiene en su trabajo.
— Eso creo yo muy bien —respondió Sancho—, porque es ella una
bienaventurada, y, a no ser celosa, no la trocara yo por la giganta
Andandona, que, según mi señor, fue una mujer muy cabal y muy de pro; y es
mi Teresa de aquellas que no se dejan mal pasar, aunque sea a costa de sus
herederos.
— Ahora digo —dijo a esta sazón don Quijote—, que el que lee mucho y anda
mucho, vee mucho y sabe mucho. Digo esto porque, ¿qué persuasión fuera
bastante para persuadirme que hay monos en el mundo que adivinen, como lo
he visto ahora por mis propios ojos? Porque yo soy el mesmo don Quijote de
la Mancha que este buen animal ha dicho, puesto que se ha estendido algún
tanto en mis alabanzas; pero comoquiera que yo me sea, doy gracias al
cielo, que me dotó de un ánimo blando y compasivo, inclinado siempre a
hacer bien a todos, y mal a ninguno.
— Si yo tuviera dineros —dijo el paje—, preguntara al señor mono qué me ha
de suceder en la peregrinación que llevo.
A lo que respondió maese Pedro, que ya se había levantado de los pies de
don Quijote:
— Ya he dicho que esta bestezuela no responde a lo por venir; que si
respondiera, no importara no haber dineros; que, por servicio del señor don
Quijote, que está presente, dejara yo todos los intereses del mundo. Y
agora, porque se lo debo, y por darle gusto, quiero armar mi retablo y dar
placer a cuantos están en la venta, sin paga alguna.
Oyendo lo cual el ventero, alegre sobremanera, señaló el lugar donde se
podía poner el retablo, que en un punto fue hecho.
Don Quijote no estaba muy contento con las adivinanzas del mono, por
parecerle no ser a propósito que un mono adivinase, ni las de por venir, ni
las pasadas cosas; y así, en tanto que maese Pedro acomodaba el retablo, se
retiró don Quijote con Sancho a un rincón de la caballeriza, donde, sin ser
oídos de nadie, le dijo:
— Mira, Sancho, yo he considerado bien la estraña habilidad deste mono, y
hallo por mi cuenta que sin duda este maese Pedro, su amo, debe de tener
hecho pacto, tácito o espreso, con el demonio.
— Si el patio es espeso y del demonio —dijo Sancho—, sin duda debe de ser
muy sucio patio; pero, ¿de qué provecho le es al tal maese Pedro tener esos
patios?
— No me entiendes, Sancho: no quiero decir sino que debe de tener hecho
algún concierto con el demonio de que infunda esa habilidad en el mono, con
que gane de comer, y después que esté rico le dará su alma, que es lo que
este universal enemigo pretende. Y háceme creer esto el ver que el mono no
responde sino a las cosas pasadas o presentes, y la sabiduría del diablo no
se puede estender a más, que las por venir no las sabe si no es por
conjeturas, y no todas veces; que a solo Dios está reservado conocer los
tiempos y los momentos, y para Él no hay pasado ni porvenir, que todo es
presente. Y, siendo esto así, como lo es, está claro que este mono habla
con el estilo del diablo; y estoy maravillado cómo no le han acusado al
Santo Oficio, y examinádole y sacádole de cuajo en virtud de quién adivina;
porque cierto está que este mono no es astrólogo, ni su amo ni él alzan, ni
saben alzar, estas figuras que llaman judiciarias, que tanto ahora se usan
en España, que no hay mujercilla, ni paje, ni zapatero de viejo que no
presuma de alzar una figura, como si fuera una sota de naipes del suelo,
echando a perder con sus mentiras e ignorancias la verdad maravillosa de la
ciencia. De una señora sé yo que preguntó a uno destos figureros que si una
perrilla de falda pequeña, que tenía, si se empreñaría y pariría, y cuántos
y de qué color serían los perros que pariese. A lo que el señor judiciario,
después de haber alzado la figura, respondió que la perrica se empreñaría,
y pariría tres perricos, el uno verde, el otro encarnado y el otro de
mezcla, con tal condición que la tal perra se cubriese entre las once y
doce del día, o de la noche, y que fuese en lunes o en sábado; y lo que
sucedió fue que de allí a dos días se moría la perra de ahíta, y el señor
levantador quedó acreditado en el lugar por acertadísimo judiciario, como
lo quedan todos o los más levantadores.
— Con todo eso, querría —dijo Sancho— que vuestra merced dijese a maese
Pedro preguntase a su mono si es verdad lo que a vuestra merced le pasó en
la cueva de Montesinos; que yo para mí tengo, con perdón de vuestra merced,
que todo fue embeleco y mentira, o por lo menos, cosas soñadas.
— Todo podría ser —respondió don Quijote—, pero yo haré lo que me aconsejas,
puesto que me ha de quedar un no sé qué de escrúpulo.
Estando en esto, llegó maese Pedro a buscar a don Quijote y decirle que ya
estaba en orden el retablo; que su merced viniese a verle, porque lo
merecía. Don Quijote le comunicó su pensamiento, y le rogó preguntase luego
a su mono le dijese si ciertas cosas que había pasado en la cueva de
Montesinos habían sido soñadas o verdaderas; porque a él le parecía que
tenían de todo. A lo que maese Pedro, sin responder palabra, volvió a traer
el mono, y, puesto delante de don Quijote y de Sancho, dijo:
— Mirad, señor mono, que este caballero quiere saber si ciertas cosas que le
pasaron en una cueva llamada de Montesinos, si fueron falsas o verdaderas.
Y, haciéndole la acostumbrada señal, el mono se le subió en el hombro
izquierdo, y, hablándole, al parecer, en el oído, dijo luego maese Pedro:
— El mono dice que parte de las cosas que vuesa merced vio, o pasó, en la
dicha cueva son falsas, y parte verisímiles; y que esto es lo que sabe, y
no otra cosa, en cuanto a esta pregunta; y que si vuesa merced quisiere
saber más, que el viernes venidero responderá a todo lo que se le
preguntare, que por ahora se le ha acabado la virtud, que no le vendrá
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