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El doncel de don Enrique el doliente, Tomo II (de 4) - 3

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  intrincada tésis con un teólogo; participaba de las preocupaciones de
  su siglo, pero era en sus acciones hidalgo, y esto es por lo menos
  tan recomendable como el talento. Alguna parte habia tenido en el
  criminal proyecto de don Enrique, pero solo aquella que no habia
  podido escusar en calidad de escudero suyo asi que, se habia opuesto
  constantemente á las miras de su señor, habíale afeado los medios,
  y le habia reconvenido despues, como arriba dejamos indicado; pero
  la misma probidad que le impulsaba á manifestar francamente sus
  sentimientos en tan delicado asunto, á riesgo de perder la gracia
  del conde, le impedia oponerse de hecho á sus deseos: era forzoso
  obedecer y callar por el propio honor del deslumbrado magnate:
  propúsose, pues, ser completamente pasivo y guardar el mas rigoroso
  silencio. Sospechando sin embargo que la primera que habia de poner
  á prueba su fidelidad habia de ser su esposa, no habia vuelto á
  desatar las crueles ligaduras en que habia quedado presa, y de que
  habia sido él la causa, pues desde luego habia manifestado al conde
  la imposibilidad de separarla de él, y la dificultad que hubiera
  encontrado para realizar su voluntad, mientras Elvira pudiese obrar
  libremente en los primeros momentos. Habia, pues, dejado á alguna
  casualidad que no podia tardar en sobrevenir el cuidado de su
  esposa, deseoso de retardar á cualquier costa el instante de una
  esplicacion con ella, para la cual no tenia todavia muy meditadas las
  respuestas.
  Avínole mal no obstante, pues poco tardó Elvira en presentarse
  ante sus ojos con una agitacion tal, que no le pudo quedar duda al
  infeliz del objeto de su intempestiva venida. Hubiera él querido
  hallarse á cien leguas entonces de su consorte y del mundo entero,
  en cuyas miradas creía ver á cada paso otras tantas reconvenciones
  á su reservada y ambigua conducta. Repúsose con todo lo mejor que
  pudo, y ni las preguntas sencillas de Elvira, ni sus halagos, ni sus
  reconvenciones lograron recabar de él la menor noticia que pudiese
  dar luz sobre lo ocurrido á la desconsolada hermosa. Obstinóse en
  negar constantemente la menor participacion del conde en el robo de
  la condesa; en una palabra, manifestó con toda entereza hallarse en
  la misma ignorancia que la corte toda, y aun se indignó con notable
  aire de verdad á la menor idea de sospecha presentada por Elvira.
  Comenzaba ya ésta á dudar si serian sus juicios temerarios, pero
  nunca pudo convencerse á sí misma; vió ademas á don Enrique, y
  parecióle que brillaban al través de su aparente dolor sentimientos
  de otra especie. Dificil cosa es por cierto engañar la natural
  penetracion de una muger: la inutilidad de los esfuerzos del
  de Villena para dar con los robadores, y el horrible atentado
  cometido en una muger que á nadie habia hecho daño, reunidos á los
  antecedentes particulares que de aquel matrimonio desgraciado solo
  ella acaso tenia, la hacian ver mas claro en tan atroz intriga
  que todos los demas. Inesplicable fue su dolor cuando llegó á sus
  oidos la funesta nueva, que de boca en boca corria por el alcázar,
  de la desdichada muerte de su señora: afirmábanse al recordarla
  todas sus sospechas, ardia en deseo de venganza, y la idea de la
  impunidad la hacia padecer tormentos imponderables. Resolvióse,
  pues, á realizar el plan que tenia meditado, arriesgado en verdad,
  y delante del cual habia retrocedido muchas veces. El amor, en fin,
  que á la condesa habia tenido, una voz superior y celestial que creía
  oir continuamente, pidiéndole venganza y reparacion, la hicieron
  creer que el cielo mismo y su conciencia la obligaban á volver por
  la inocencia, y constituyóse entonces campeon de la ultrajada
  virtud. Seguida del inquieto page, que tan asombrado como ella
  lloraba tambien la desgracia de doña María de Albornoz, entróse en
  su aposento, donde la dejaremos poniendo los medios que mas propios
  creía para dar cima á la importante empresa que sobre sí tomaba,
  sin comprometer su honor por otra parte, su virtud y hasta su misma
  tranquilidad.
  [Ilustración]
  
  
  CAPITULO XIV.
   Contadme vuestros enojos;
   no tomeis melenconía,
   que sabiendo la verdad
   todo se remediaria.
   _Rom. del conde Alarcos._
  
  En la misma postura que el page referia haber dejado al melancólico
  doncel, envuelto en su gaban hasta los ojos, y roto á sus pies el
  laud, permanecia cuando se presentó delante de él Hernando diciéndole
  con su acostumbrada sequedad:
  —¿Lloras, señor? Levanta la cabeza y mira que ó yo entiendo poco de
  rastro, ó se te viene la res por sí sola á tiro de tu venablo.
  Alzó la frente el consternado mancebo, y vió á pocos pasos de él
  una figura envuelta en un ropon negro, y cubierta la cara con la
  mascarilla que usaban en aquel tiempo las damas cuando salian
  sobre todo de su casa, ó cuando habian de hablar con caballeros
  desconocidos.
  —¿De qué res hablas, Hernando? ¿Quién es esa dama? preguntó
  desembozándose con enfado el doncel.
  Miróla entonces de alto abajo, y reparando que su silencio podia
  indicar que no venia á hablarle con testigos,—Retírate, Hernando,
  dijo: yo te llamaré cuando te haya menester. Cogiendo entonces de una
  mano á la dama, hízola entrar en su cámara. Luchaban en su fantasía
  mil encontradas ideas.
  —Señora, le dijo con voz mesurada y tímida, sola estais: si alguna
  revelacion teneis que hacerme, si alguna ocasion teneis que
  proporcionarme en que pueda seros útil mi débil brazo, hablad: no
  en vano os habeis dirigido á un caballero de la corte del ínclito y
  poderoso rey de Castilla.
  —Caballeros tiene la corte de don Enrique que pudieran desmentir
  la hidalguía de vuestras palabras, repuso la tapada con voz que
  desfiguraba enteramente la mascarilla que cubria su rostro.
  —Nombradlos, señora; si algun caballero ha mancillado el nombre de
  una orden de caballería, el me dará razon y satisfaccion...
  —No os altereis, y oidme. Sí, caballeros hay, y cerca de nosotros,
  que amancillan la clase á que pertenecen. Ni la sangre que corre
  por sus venas, ni el nombre ilustre que ostentan, ni la dorada cuna
  en que se mecieron son rémora bastante á sus desenfrenados deseos.
  ¿Conoceis á la condesa de Cangas y Tineo, á la ilustre doña María de
  Albornoz...?
  —¿Seria posible? Seríais vos, señora...
  —¡Pluguiese al cielo! Pero ni soy la condesa... ni...
  —¿Quién sois, pues, vos la que en su nombre...?
  —Templad vuestro ardor, noble caballero, y dadme palabra de oirme, y
  de no indagar quién yo soy...
  Latía violentamente en el pecho el corazon de Macías: miraba una y
  otra vez á la desconocida: no osaba, sin embargo, afirmarse en sus
  sospechas.
  —Con esa palabra proseguiré en mi demanda, dijo la dama. Contóle en
  seguida al caballero, que de todo estaba ignorante, cuanto de la
  condesa se decia...
  —¡Muerta la condesa! esclamó Macías al llegar al funesto desenlace de
  tan triste historia... y vive el conde todavia... y...
  —¡Silencio! Hé ahí el objeto de mi venida. La tiranía, la injusticia
  piden reparacion. Mañana una amiga de la condesa se arrojará á los
  pies del rey, y denunciará la traicion. Acaso será preciso que un
  caballero salga fiador con su espada de su acusacion. ¿Estareis
  mañana en la corte de don Enrique...?
  —¿Qué me pedís, señora? Cuando pensaba alejarme de esa funesta
  corte...
  —¿Alejáros? dijo con un movimiento de sorpresa la dama: ¿alejáros?
  repitió lanzando un amargo suspiro.
  —¡Ah! señora, ¿ignorais repuso el doncel con la mayor agitacion, que
  mi tranquilidad depende acaso de mi marcha precipitada...?
  —¿Y dejareis la inocencia ser presa de la traicion...?
  —Jamas; pero...
  —¿Y sabeis vos, por ventura, poco generoso mancebo, lo que en este
  momento sacrifica la que teneis ante vuestros ojos, los respetos que
  atropella, los riesgos á que se espone...?
  —Acabad, Santo Dios: ¿quién sois? vos, vos... no hay duda...
  —Caballero, respetad mi silencio y mi dolor. Acabemos: he procedido
  de ligero cuando he creido que...
  —No; no; mañana estaré en la corte de don Enrique. Una sola gracia os
  pido. Si he de ser vuestro caballero, dadme una prenda, señora, un
  color...
  —¡Mi caballero! interrumpió la dama. El caballero sereis de la
  inocencia: el mio es imposible...
  —¡Imposible!—Elvira, vos sois...
  —Soltad, imprudente jóven, soltad. ¿Por dónde presumís que soy la
  esposa del escudero? Vuestra imaginacion os engaña, y acaso vuestro
  deseo...
  —¡Me engaña...! Mi deseo, señora, es el de servir á esa dama, que
  conozco, como pudiera conocer...
  —Vuestra turbacion os delata; pero esa imprudencia permanecerá oculta
  en mi pecho. Conozco á esa Elvira, y su honor me es harto caro...
  —Nunca podia padecer su honor...
  —Bien: ¿qué nos importa Elvira? La prenda que me pedís, si mañana
  ante la corte toda del rey decreta el duelo y el juicio de Dios, la
  tendreis; pero ni os podreis nombrar mi caballero, ni exigireis de
  mí que me descubra. Básteos saber que conozco demasiado la dama que
  nombrasteis, y que sé, doncel, que ella no viniera á vos.
  —¿Eso sabeis?
  —Lo sé.
  Dejó caer Macías al oir estas dos palabras, pronunciadas con funesta
  tranquilidad, la mano con que tenia asida una punta de la ropa de
  la tapada, como para detenerla. Inclinando en seguida la cabeza,
  declaró que al dia siguiente se hallaria en la corte de don Enrique,
  y ofreció su mano á la desconocida: aceptóla ésta para salir, pero un
  notable temblor la agitaba: oprimióla suavemente el doncel como si
  quisiese tentar este último y desesperado recurso para salir de su
  terrible duda: un movimiento involuntario y convulsivo correspondió
  á su indicacion, y en el mismo momento la tapada, volviendo en sí,
  arrancó su mano de la del doncel y se lanzó fuera de la estancia.
  Arrojóse en pos Macías: iba á prosternarse á sus pies, iba á hablar,
  pero un ademan imperioso de la negra fantasma le mandó apartarse,
  y mas rápida en seguida que esas rojas exhalaciones que surcan el
  espacio en una oscura noche del estío, desapareció á sus ojos
  la aérea vision. Macías creyó ver un ser sobrenatural, la sombra
  acaso de la misma condesa; permaneció con los brazos cruzados, y la
  vista fija, como si quisiese ver mas allá de la oscuridad y de la
  distancia. Entonces oyó un suspiro lanzado á lo lejos, y parecióle
  que al desaparecer de sus ojos en el confin del corredor se habia
  reunido la dama á otra figura mas pequeña que alli la estaba sin duda
  alguna esperando.
  —_Sé doncel, que ella no viniera á vos_, repitió un momento despues
  Macías con doloroso acento. Yo tambien lo sé: nunca me amó. ¿Ni cómo
  pudiera amarme? ¿no amaba á ese feliz escudero cuando se unió á él en
  indisolubles lazos? ¡Loco, insensato de mí! Ah, quien quiera que seas
  la que vienes á implorar mi espada, ¡cuán poco conoces el corazon del
  hombre! ¡un amante correspondido, un mortal feliz es invencible; á un
  miserable despechado y aborrecido un niño le vence!!!
  [Ilustración]
  
  
  CAPITULO XV.
   ¿De dónde vino este diablo?
   _Rom. del Cid._
  
  De vuelta don Enrique en su cámara con su primer escudero y con su
  favorito juglar, revolvia en su cabeza los medios de dar á su intriga
  la feliz conclusion que por tanto tiempo habia deseado. Estorbábale
  la idea de Macías, pero dejó al tiempo el cuidado de iluminarle
  acerca de lo que de él podia temer. Despidió, pues, á Hernan, cuya
  probidad le incomodaba no poco para sus fines, y solo el juglar,
  de cuya aparente estupidez nada recelaba, entró con él al secreto
  laboratorio.
  —Libres estamos ya de la condesa, Ferrus, dijo; pero merced á tu
  singular valor, quédanos en campaña otro enemigo no menos terrible...
  —¿Eres ya maestre, señor...?
  —Lo seré, Ferrus, ó poco ha de poder don Enrique de Aragon: acabo
  de recibir un aviso secreto de que ha sido elegido papa en Aviñon
  don Pedro de Luna, bajo el nombre de Benedicto XIV. Esperaba este
  favorable acaecimiento de un momento á otro. Luna es aragonés, como
  yo, y vínculos antiguos de amistad nos unen: la lucha que habrá
  de sostener ademas con Urbano en este cisma de la iglesia, y la
  necesidad que tiene de Castilla y Aragon, unida á la influencia que
  él sabe que ejerzo en estos reinos, me aseguran su provision para
  el maestrazgo, la piedad por otra parte de don Enrique III no podrá
  menos de pesar en la balanza en favor mio cuando éste sepa que mi
  allegado, el rico-hombre de Luna, ha ceñido á sus sienes la triple
  corona. Ahora necesito sacar partido de la ignorancia en que de esta
  nueva está la corte, y de la feliz tardanza de la noticia de la
  muerte del maestre de Calatrava...
  —Tu antecesor.
  —Asi lo espero, Ferrus. Tira el cordon que corresponde al cuarto del
  astrólogo, y retírate á esa cámara inmediata.
  Hízolo Ferrus como se le mandaba. Apenas habia doblado tras sí las
  batientes hojas de la puerta, oyéronse los vacilantes pasos de
  una persona de edad que bajaba escalones con toda la prisa que sus
  cansados años le permitian.
  —Entrad, dijo don Enrique, y se presentó en la habitacion el físico
  de su alteza Mosen Abrahem Abenzarsal, el mismo que en la corte de la
  mañana habia acompañado constantemente al Doliente rey. Su estatura
  era pequeña, su tez pálida y macilenta: brillaban sus ojos en su
  oscuro semblante como dos carbuncos en medio de las tinieblas de la
  noche; y era la espresion de toda su persona, malignidad y avaricia.
  Su mano descarnada y su barba larga le daban cierto aire de adusta
  gravedad. Su trage era un largo y ámplio balandran negro cogido con
  una larga correa: ayudábale á andar un nudoso y retorcido báculo
  semejante al baston pastoral, y una toquilla con dos plumas malamente
  colocadas encubertaba su calva zolloa.
  —¿En qué puedo servir al ilustre y eminente...?
  —Tregua á las lisonjas; nos conocemos, y entre nosotros no son
  necesarias.
  —Sea en buen hora, conde, repuso con humildad el físico. ¿Habeis
  menester de mi ciencia y de las relaciones que con el espíritu del
  ser conservo? ¿quereis consultar el curso de las estrellas...?
  —En cuanto á las estrellas, Abrahem, no creo saber menos que vos.
  Dejemos á los astros del cielo recorrer tranquilamente su carrera,
  y no nos acordemos mas de ellos que ellos se acuerdan de nosotros.
  Otros astros mas humildes que cruzan sombriamente por esta esfera
  terrestre, haciendo sombra á mis vastos planes, son los que os será
  preciso desviar y no consultar.
  —¿Quereis que amolde una semejanza de cera...? Señaladme la víctima:
  antes que la noche haya tendido sus densas sombras sobre el alcázar
  de Madrid veréisla concluída y atravesado el pecho con punzante
  almarada: una lámpara arderá delante de ella; cuando gusteis, una vez
  pronunciado el funesto conjuro, vos mismo apagareis el resplander
  mortecino, y el que os haya ofendido, bien pudiera estar en el
  apartado polo, caerá herido de invisible mano...
  —Tregua, viejo miserable, tregua al torpe manejo de vuestra pérfida
  ciencia. ¿Creeis, por ventura, que tengo yo mi tiempo libre para
  oir vuestras impertinencias? ¿creeis que hablais con el imbécil don
  Enrique el Doliente, á quien su débil contestura arroja como una
  víctima inerme en vuestros groseros lazos? ¿creeis que he pasado años
  enteros sobre los triángulos y los crisoles, llamando inútilmente á
  ese espíritu de las tinieblas, para dejarme deslumbrar de vuestra
  impudente charlatanería? Guardad para el vulgo esa necia ostentacion,
  y acordaos de que es mas facil oir que adivinar.
  Temblaba el viejo de mal reprimido corage, pero no osaba arrostrar la
  indignacion del impaciente Villena.
  —Ea, Abrahem, dijo entonces don Enrique, mas sosegado con el terrible
  efecto que en el réprobo habian hecho sus tonantes espresiones,
  ¿cuánto oro habeis fabricado esta mañana?
  —¿Oro? ¡Pluguiera al cielo! en vano he intentado encerrar en el
  crisol un rayo de ese sol que nos alumbra: él contiene la apetecida
  esencia del oro; pero el medio, el medio...
  —¿No sabeis, pues, hacer oro con toda vuestra ciencia?
  —Si supiera hacer oro, señor, ¿imaginais que fraguara, para ganarle,
  mentiras que algun tiempo yo mismo creí, pero que la esperiencia me
  obliga, en fin, á desechar tristemente?
  —Bien, Abrahem: ahora os poneis en la razon: ahora hablais con el
  conde de Cangas. Ved: yo soy mejor alquimista. Sin andar á caza de la
  esencia del oro encerrada en un rayo del sol, yo hago ese precioso
  metal con los terrones de mis estados. Tomad esas doblas, añadió
  alargando al viejo, cuyos ojos brillaban ya de alegría, un repleto
  bolson de cuero, tomadlas: ese es el mejor conjuro: á la voz de ese
  no hay espíritu en el orbe que no responda.
  —¿Y en qué puede serviros vuestro criado?
  —Oid: ¿sabeis que os he elevado al alto favor que en la corte de don
  Enrique gozais?
  —Con tu licencia, señor; mi padre Abrahem Abenzarsal era ya físico
  del rey don Pedro el Cruel...
  —¿Y os sostendriais, Abenzarsal, en ese lugar, que creeis
  arrogantemente haber heredado, si el nieto del célebre y primer
  marques de Villena quisiese patentizar á la corte entera que vuestra
  existencia toda, vuestras palabras, vuestra misma persona, no son mas
  que una prolongada impostura...?
  —¿Pero esas preguntas...?
  —Quiero asegurarme vuestra fidelidad. Conozco á los hombres. Son
  fieles cuando tienen interes en serlo. Escuchad ahora. Quiero ser
  maestre de Calatrava.
  —¡Por Israel! Comprendo: un rayo de luz acaba de iluminarme, y la
  muerte de la condesa no es ya un enigma para...
  —Pues os advierto precisamente que debe serlo hasta para vos...
  —En buen hora, señor; no digas mas; confieso que no la entiendo. Pero
  hay ya un maestre, y no suele haber dos en ninguna orden...
  —Precisamente eso es lo que todas las figuras cabalísticas no os
  hubieran revelado nunca á vos antes que á los demas. No hay ninguno.
  —¡Dios de Abraham! Dos muertes en menos de...
  —Con respecto al maestre Guzman, ese mismo Dios de Abraham que
  invocais tuvo á bien llevarle á mejor vida.
  —¿Qué dices, señor?
  —Ahora lo sabemos dos en Madrid. Vos y yo.
  —¿Y creeis que Clemente VII...?
  —Clemente VII estará probablemente ahora donde el maestre...
  —¡Qué de importantes noticias!!
  —Don Pedro de Luna ocupa la santa silla de Aviñon. Ahora bien, ¿á qué
  hora vereis á su alteza?
  —Debo asistir á su refaccion de la noche.
  —¿Qué mas pudierais pretender? Deslumbrad á la corte. Alli podeis
  hacer uso de vuestra recóndita ciencia. Adivinad delante de su alteza
  las noticias que acabo de daros, y adivinidad tambien que el maestre
  de Calatrava ha de ser...
  —Don Enrique de Villena.
  —Justo. Mañana me ha de saludar el rey en la corte con ese pomposo
  título. Para el logro de nuestro fin es preciso que le conste al rey
  que no nos hemos visto.
  —Nada mas facil. Ya sabes, señor, que la quebrantada salud del
  jóven rey me obliga á habitar, ciñéndome á sus mismas órdenes, una
  habitacion inmediata á la suya, y que todos ignoran que tengo una
  comunicacion abierta con vuestro laboratorio. Su alteza juzga que
  encanezco ahora sobre los crisoles, que consulto las estrellas sobre
  el éxito de la guerra de Granada, y que revuelvo á Dioscórides
  buscando remedios á su dolencia.
  —Perfectamente. Esperad. Dos personas mas me estorban para mis
  fines...
  —Ya sabeis que he recibido no ha mucho de Italia un pomo de aquella
  agua clara, mas cristalina que la que envian las sierras vecinas á
  esta villa, y que el que la llega una vez á sus labios no vuelve en
  sus dias á tener sed.
  —Basta, Abenzarsal, basta. Si el estudio endurece de esa suerte el
  corazon del hombre, quemaré mis libros; viejo empedernido en el
  pecado, soy ambicioso; pero creo que hay un Dios, y juzgo que ya he
  hecho lo bastante hoy para haberle de dar cuentas largas y terribles
  el dia que se digne llamarme á su juicio,
  —En ese caso...
  —Oid. La una persona es un doncel de Enrique Doliente, un mancebo
  valeroso: las armas no pueden nada con él... pero es mozo de pasiones
  vivas; acaso manejándolas y volviéndolas contra él mismo...
  —¿Se llama?
  —Macías.
  —¿Está en Calatrava?
  —En el alcázar, por mi desgracia.
  —Prosigue, señor; la otra...
  —Elvira, la muger de...
  —Tranquilizaos. Vos ignorais acaso algunas circunstancias que
  derraman gran luz sobre mis ideas. Mañana os he de decir...
  —No: hablad ahora.
  —Bien: sabed que ese mancebo ha estado fuera de la corte por una
  pasion que le domina...
  —¿Qué decís? Yo creí que mis servicios solo...
  —Os equivocais.
  —¡Ah! ¡de esa ignorancia nació mi error! Proseguid.
  —Es bizarro, pero preocupado, supersticioso como los jóvenes todos de
  esa corte ciega y atrasada...
  —Proseguid.
  —En una ocasion halléle en mi habitacion: iba á consultarme sobre
  su horóscopo: examiné su temperamento, ardiente, arrebatado; hícele
  varias preguntas al parecer indiferentes; pero un jóven de veinte
  años mal hubiera pretendido encubrir su flaco á un hombre de mi
  esperiencia.
  —Díjome sin creer decirlo que amaba, y de sus respuestas, que yo
  aparentaba despreciar, inferí que amaba á una dama casada...
  —¿Casada?
  —Mi prediccion fue vaga. Deseoso de informarme mejor, tomé tiempo
  para responderle mas claramente. Observéle entre tanto: de alli á
  pocos dias un ramillete cayó del pecho de una dama desde el corredor
  al patio de los leones de su alteza, recordareis que un caballero
  incógnito, armado y calada la visera, se precipitó á recoger el
  ramillete á riesgo de su vida...
  —Adelante, Abrahem.
  —El ramillete era de Elvira, el caballero Macías. En la corte, y
  entre los que no tenian antecedente ni interes alguno en observarlos,
  esta anécdota sonó dos dias, y se olvidó despues. De alli á poco
  anuncié al mancebo que un astro fatal le perseguia en la corte...
  —¡Santo Dios!
  —El crédulo mancebo me creyó y desapareció. No me cabe duda: ama á
  Elvira, y la ama como un frenético. Mas; debe de ser correspondido:
  la dama no pensó en recoger su ramillete. Creedme, le he examinado
  atentamente; es de aquellos hombres en quienes el amor es siempre
  precursor de la muerte.
  —¡Qué descubrimiento! ¿Y pensais que...?
  —Pienso que si logramos poner en juego esa pasion, pienso que si el
  doncel no ha olvidado su amor, vuestros enemigos se destruirán por sí
  solos, sin que necesitéis cargar vuestra conciencia con un crímen.
  —Hacedlo, Abenzarsal, hacedlo, gritó don Enrique fuera de sí:
  quitáisme un peso horrible.
  —Un medio para reunirlos: una ocasion, y son perdidos.
  —Un medio, una ocasion... es mas facil decirlo que...
  —No importa. Una ocasion.
  —Y que Hernan Perez...
  —Sí: una vez impuesto Hernan Perez, su ruina es cierta; el escudero
  es osado, pundonoroso, valiente...
  —¡Ah! pero me haceis recordar... si ha de envolver su desgracia la de
  mi escudero... mirad que me ha prestado servicios...
  —Tranquilizaos, ilustre conde. ¿Qué mal le podrá avenir? ¿haber de
  encerrar á su muger en una reclusion para toda su vida? Supongo que
  sabeis que un esposo de tres años no se morirá de tristeza por tan
  terrible golpe... Vos erais tambien esposo y...
  —Abrahem, Abrahem, ya os he dicho que no consiento alusiones en esa
  materia: dejadme tiempo á lo menos para reconciliarme conmigo mismo.
  —Señor...
  —En buen hora, concluyamos en ese asunto; pues vos me respondeis
  de mi inocencia y de la vida de mi escudero, de consuno buscaremos
  un medio para reunirlos, y acaso la Vírgen Santísima de Atocha, de
  quien soy devoto, nos le proporcione presto. Si lo consigo, ofrezco
  edificarle un santuario en la mejor villa del maestrazgo...
  —Besad este escapulario, señor, que representa su efigie, dijo
  entonces el redomado físico, alargando el que del cuello traía
  pendiente, y ella y su Hijo nos ayuden.
  —Amen, dijo levantándose don Enrique con aquella incomprensible
  mezcla de devocion y de impudencia, de religion y de vicios que
  distinguia asi á los hombres vulgares como á los mas ilustrados de
  la época, sin que dejemos de inclinarnos á creer que en hombres como
  nuestros dos interlocutores eran aquellas prácticas esteriores
  hijas solo de la costumbre. Amen, repitió, y apretando la mano del
  físico, separáronse con una afectuosa mirada de inteligencia; volvió
  á subir el astrólogo la escalera escondida, por donde habia bajado,
  para meditar en los medios de cooperar á los planes ambiciosos de don
  Enrique, y éste cruzó su laboratorio alquimístico en busca de Ferrus,
  que en la cámara impaciente le esperaba.
  [Ilustración]
  
  
  CAPITULO XVI.
   Viendo aquesto un moro viejo
   que solia adivinar...
   suspirando con gran pena,
   aquesto fue á razonar.
   _Canc. de Rom._
  
  Inútil es decir á nuestros lectores que el físico Abrahem Abenzarsal
  contó en cuanto llegó á su aposento las relucientes doblas del de
  Villena, y que animado con su sonido vivificador, y con la esperanza
  fundada de merecer nuevas confianzas de la misma especie, coordinó
  sus ideas y estudió preventivamente el dificil papel que ante el rey
  de Castilla habia de representar de alli á poco. Llegada la hora,
  asistió como tenia de costumbre á la mesa frugal de su alteza, ora
  previniéndole los platos que debia comer y los que solo debia gustar,
  ora dando pábulo con sus bien estudiadas respuestas á la conversacion
  naturalmente seca y desabrida de Enrique III. Hubieron empero de
  chocarle tanto á su alteza las misteriosas palabras con que salpicó
  la cena su médico, que no pudo menos de hacerle entrar en su cámara,
  y á presencia solo del buen condestable Rui Lopez Dávalos, que gozaba
  con él de la mayor privanza, y era no poco afecto á superticiones y
  hechicerías,—Abrahem, le dijo, tus palabras encierran esta noche un
  sentido que no acierto á comprender. Dime por tu vida si algun fausto
  acontecimiento se prepara para estos reinos, ó si alguna calamidad
  nos amaga, que podamos evitar con el favor de nuestro padre San
  Francisco, á quien venero particularmente.
  —Vana es ya la intercesion de los santos, señor, cuando es pasada la
  hora del hombre.
  Paróse aqui el inspirado varon, arqueó las cejas con siniestro mirar,
  dió un golpe en el pavimento con su nudoso báculo, y permaneció
  suspenso largo espacio, insensible á las reiteradas instancias
  del asustado monarca, que puesto en pie y descubierta la cabeza,
  pendia de su boca, ni mas ni menos que el reo que espera oir de la
  de su juez la temida sentencia. Llegándose entonces el astrólogo
  judiciario á una rasgada y gótica ventana, y examinado el cielo
  detenidamente,—No me engañaron, esclamó con voz hueca y sonora,
  que salia como un trueno de lo mas hondo de su agitado pecho, no me
  engañaron los infalibles cálculos de mi cábala. El astro, que ha
  presidido tan infausto dia, velado entre cenicientas y rojas nubes,
  acabó su diurna revolucion, y corrió á lanzarse en la inmensidad de
  los mundos, dejando tras sí sangrientas huellas de su funesto paso.
  ¡Oh rey! humilla tu frente soberbia: la iglesia de tu Dios, dividida
  y presa de un cisma prolongado, ve caer su columna principal; el
  sublime vicario de su ungido inclina la frente pálida, soltando sus
  sienes la triple corona que dignamente llevó, y sus débiles manos las
  llaves de Pedro y el anillo del Pescador.
  —¡Dios mio! esclamaron á un tiempo el piadoso rey y el asombrado
  condestable; ¡Clemente VII!
  —Sí; Clemente VII, continuó el energúmeno, ha pagado á la tierra el
  tributo de que solo un profeta de Israel, arrebatado por el fuego del
  cielo, pudo eximirse. Pero, esperad: veo levantarse sobre su asiento
  y calzar la sagrada sandalia á un ilustre aragonés: un rico-hombre
  de los de Luna es el elegido del Señor, á quien confia el timon de
  su nave zozobrante... Oh Benedicto, catorce de este nombre; á alta
  mision has sido llamado por el cielo. ¡Qué de lágrimas costará tu
  aragonesa condicion, tu invencible tenacidad, á los fieles divididos!
  En tí habrán de estrellarse los esfuerzos conciliadores de Urbano y
  del Sacro Colegio Romano.
  —¡Don Pedro de Luna! esclamó vuelto hácia el condestable el
  
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