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El doncel de don Enrique el doliente, Tomo II (de 4) - 2

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  por la misma mina era caso imposible, puesto que habiendo sustraido y
  llevado las llaves de las diversas puertas los encubiertos, era claro
  que habrian ido cerrandolas todas sucesivamente tras sí, como con la
  primera de la cámara habia hecho el gefe de ellos, con el prudente
  objeto de asegurarse las espaldas.
  Dejemos á don Enrique á la cabeza de los oficiales de su casa
  corriendo el campo del moro en busca de su robada Elena, y pidamos
  al lector un ligero descanso, que despues de la pasada refriega y
  aventura estraordinaria referida habernos en gran manera menester.
  [Ilustración]
  
  
  CAPITULO XI.
   Cuando el conde aquesto vido
   . . . . . . . . . . . . . .
   fuérase para el palacio
   donde el rey solia estar,
   saludó á todos los grandes,
   la mano al rey fue á besar.
   _Rom. del conde Grimaltos, Silva de varios rom._
  
  La pequeña corte de la antecámara de don Enrique, que dejamos en
  anteriores capítulos descrita, era un imperfecto y pálido remedo de
  la del _muy alto y poderoso rey don Enrique III_.
  Veíanse lucir en esta á mas de los que tenian los primeros oficios
  de la real casa de su alteza las principales dignidades de Castilla.
  Hallábanse en derredor del trono á derecha é izquierda, y por el
  orden de su dignidad y favor, el buen condestable don Rui Lopez
  Dávalos, el almirante don Alfonso Enriquez, don Fadrique, duque de
  Benavente, don Gaston, conde de Medinaceli, el conde don Juan Alfonso
  de Niebla, los maestres de Santiago y Alcántara, el mariscal don
  Garci Gonzalez de Herrera, don Juan de Velasco, camarero mayor, Diego
  Lopez de Stúñiga, justicia mayor, Pero Lopez de Ayala, chanciller
  mayor y del sello de la puridad, el adelantado Pedro Manrique,
  donceles y caballeros principales, en fin, que á la corte asistian.
  En el momento de nuestra narracion llegaba su alteza á ocupar su
  regia silla: acompañábanle al lado don Pedro Tenorio, arzobispo
  de Toledo, don Juan Hurtado de Mendoza, su mayordomo mayor, y
  sosteníanle del brazo fray Juan Enriquez, su confesor, y don Mosen
  Abenzarsal, su físico. Don Enrique III, en medio de su juventud,
  tenia el natural aspecto enfermizo que á su rostro prestaban
  sus habituales dolencias. Semblante pálido y prolongado por la
  enfermedad, noble con todo, grave y lleno de magestad: sus ojos eran
  hermosos: mezclábase en ellos cierta languidez y tristeza con la
  penetracion y la severidad: su andar era lento y su voz flaca.
  Hasta el momento de la entrada de su alteza habíase tratado con
  raro interes entre los palaciegos del robo singular de doña María
  de Albornoz, y ninguno en consecuencia estrañaba la ausencia de don
  Enrique de Villena y de los caballeros de su casa. Succedió el mayor
  silencio á la entrada de su alteza, y éste recorrió con la vista
  apresuradamente el círculo de sus cortesanos, saludando á uno y otro
  lado con su natural sequedad.
  —¿Y nuestro fiel pariente y vasallo don Enrique de Villena? preguntó
  su alteza: condestable, ¿creo que me habeis dicho que ha vuelto de la
  montería del Real de Manzanares?
  —Señor, dijo el buen Lopez Dávalos inclinando su cabeza cana y
  despojada por el tiempo, cierto es lo que aseguré á tu alteza: don
  Enrique volvió ayer del Pardo.
  —¡Por San Francisco! que no sabe sus intereses mi primo cuando olvida
  presentarse á su rey...
  —¡Es una omision imperdonable...! pero, señor, hay causas á veces
  que...
  —¿Causas? quiero saberlas.
  —Seis enmascarados han robado á su esposa.
  —¿Robado? ¿dónde?
  —En su cámara misma.
  —¿En mi palacio? no puede ser, condestable. Tal desacato costaria la
  cabeza... esplicaos.
  —Nada hay mas cierto, señor.
  Aqui el condestable, amigo del conde de Cangas y Tineo, refirió al
  rey cuanto en el alcázar corria acerca de tan estraño acontecimiento.
  —Diego Lopez de Stúñiga, dijo el rey levantándose cuando hubo oido
  la relacion del caso. El rey Enrique no desmentirá jamas la fama que
  tiene granjeada de justiciero. Como justicia mayor de mis reinos os
  cometo la averiguacion del suceso. Compadezco á nuestro fiel pariente
  y vasallo, y quiero vengar la felonía cometida en la persona de mi
  muy amada doña María de Albornoz. Antes de tres meses me habreis
  descubierto quién sea el reo, y habrá pagado con su cabeza su
  atrevimiento. Juro por las llagas de San Francisco que no le podré
  dar seguro aunque me le pida.
  Inclinó respetuosamente la cabeza Diego Lopez de Stúñiga, y volvió á
  ocupar su lugar.
  —Vos, Pero Lopez de Ayala, tendreis entendido que quiero que se
  estienda hoy mismo la cédula que os dije: es mi real voluntad que no
  paguen mis reinos mas monedas, á pesar de no haberse acabado aun la
  guerra con Granada. ¿Qué os parece almirante?
  —Paréceme, señor, que pudieran recrecerse graves daños de la
  supresion del tributo de las monedas, repuso el almirante: si bien
  con eso contentais á los pecheros y hombres de afan, tambien si los
  moros vuelven á hacer la entrada...
  —No me lo digais, repuso el rey; estad cierto de que tengo yo mayor
  miedo de las maldiciones de las viejas de mis reinos que de cuantos
  moros hay de esta parte y de la otra parte del mar.
  Calló el almirante, y alto murmullo de aprobacion acogió el paternal
  dicho de Enrique el Doliente.
  Otra media hora pasaria en que el rey de Castilla despachó en medio
  de su corte algunos negocios del gobierno de sus reinos; ya iba á dar
  la vuelta á la cámara cuando se sintió ruido como de muchas personas
  armadas que se acercan; volviendo todos las cabezas hácia el sitio
  por donde el rumor sonaba, un faraute de su alteza llegando hasta el
  medio de la sala hizo una reverencia, otra á poca distancia, y hecha
  la tercera á los pies casi del trono.
  —Poderoso rey, dijo en alta voz, y justo don Enrique, tu pariente
  y leal vasallo don Enrique de Aragon, conde de Cangas y Tineo,
  rico-hombre de estos reinos, y señor de Alcocer, Salmeron y
  Valdeolivas, viene á pedir á tus plantas justicia y reparacion.
  —Decid que entre á mi pariente y leal vasallo.
  Retiróse el faraute con las mismas cortesías sin volver jamas las
  espaldas, y llegado á la puerta, _entrad_, dijo con voz descomunal.
  Dos farautes de don Enrique precedian. Don Enrique de Villena detras
  con rostro á la par airado y pesaroso. Seguia á su lado su primer
  escudero, y detras un caballero de su casa con el estandarte de sus
  armas, en que lucian sobremanera las barras paralelas de Aragon. El
  estandarte, pendiente de una asta á la manera de los que aun se usan
  en algunas procesiones, era ricamente recamado de oro y plata sobre
  campo azul. Venian despues armados como su señor los caballeros y
  escuderos vasallos del poderoso don Enrique.
  Pedido y dado el permiso de hablar por su alteza, tres veces
  reclamaron los farautes de don Enrique la atencion y silencio de los
  demas señores y asistentes.
  —Oid, oid, oid el desacato y felonía cometido en la persona de la muy
  noble é ilustre señora doña María de Albornoz, esposa del muy noble
  é ilustre señor don Enrique de Aragon, y de que en nombre de Dios
  Padre, Hijo y Espíritu Santo, y de la Bienaventurada Vírgen gloriosa,
  viene á pedir justicia y reparacion.
  Respondido _hablad_ tres veces tambien por el faraute de su alteza,
  comenzó don Enrique, hincando en tierra una rodilla, á hacer relacion
  de como le habia sido en su misma cámara robada su muy amada esposa,
  y de como habia salido en persecucion de los robadores, entre los
  cuales contábanse criados de su casa, cuya falta habia notado al
  mismo tiempo.
  —Alzad, le dijo el Doliente rey, conde de Cangas y Tineo, y decid
  cuál sea el fruto de vuestra espedicion.
  —No me levantaré, señor escelso, mientras no acabe el cuento de mi
  cuita, y no esté seguro de que tu alteza me otorga lo que á pedirte
  vengo. Inútilmente he recorrido el campo en busca de los robadores;
  á haberlos encontrado, señor, no hubiera menester pedirte justicia,
  porque mi espada me la supiera dar muy suficiente. ¡Pero oh dolor!
  Gran rey, he hallado en vez de la esposa ó de la venganza que
  buscara, esos sangrientos despojos que solo una funesta catástrofe me
  pueden anunciar.
  Adelantáronse al llegar á decir esto de entre el grupo de los
  caballeros dos escuderos, que tendieron á la vista del rey el manto y
  el velo de doña María de Albornoz todos ensangrentados.
  —¡Cielo santo! esclamó horrorizado el piadoso rey: un movimiento
  de horror circuló por la corte, y todos apartaban la vista de los
  sangrientos restos.
  —Hé aqui, señor, esclamó sollozando el desdichado esposo; ¡y ojalá no
  hubiera encontrado mas pruebas de mi desgracia!
  —¿Qué decís? hablad, esclamó Enrique III.
  —Un pastor, gran rey, que es el que ves y puede darte de ello
  testimonio, me ha asegurado que unas horas antes de encontrar con
  estas ropas, habia visto pasar á unos armados con un cadáver de una
  muger, á su parecer hermosa y jóven; mi esposa, señor. Receláronse
  de él, y quisieron echarle mano para impedir que su mal hecho se
  supiese; mas el conocimiento que tiene del pais, las quebradas de las
  peñas y sus buenos pies le salvaron por desdicha mia, para mi amargo
  desengaño.
  —Pastor, llegad, dijo don Enrique; ¿vos habeis visto eso?
  —Verdad dice su grandeza, repuso el pastor con visible turbacion, que
  achacaron todos al asombro de hallarse en tal parage. Llevábanla sin
  duda á enterrar en los sitios ocultos en donde los ví.
  —Justicia, pues, señor, justicia. Otorgadme que me dé á buscar al
  alevoso, y que donde quiera que le encuentre pueda sin duelo ni
  formalidad alguna castigar al que como villano se portó.
  —Yo os juro, don Enrique, justicia y reparacion. Alzad: ¿teneis vos
  indicios de quién pueda ser el robador?
  —Ninguno, respondió Villena levantándose.
  —¿Sospechais por ventura, si una venganza ó si una pasion...?
  —¡Ay de quien osare ofender la memoria de mi esposa...!
  —Nadie en mi presencia la ofenderá, conde de Cangas y Tineo.
  Imposible me fuera concederos que os entregueis á buscar al
  delincuente; necesito vuestra asistencia en mi corte. Pero los
  oficiales de mi justicia apurarán la verdad, y le hallarán donde
  quiera que se esconda. Os otorgo, sin embargo, en nombre de Dios
  Trino y Uno, á quien en la tierra representan los reyes ejercitando
  su justicia, que matéis al villano, si lo hallais, adonde quiera que
  lo halleis, armado ó desnudo, solo ó acompañado, por vuestra mano
  ó por la de villanos vasallos vuestros. Otorgo otro sí, que quede
  privado de cualquier gracia que pudiere yo hacerle ó le hubiere hecho
  sin conocerle; mando á quien le encuentre, caballero, escudero, noble
  ó pechero, y le requiero que le castigue como su villanía merece, y
  al que le mate hágole de su muerte salvo y perdonado. Alzad ahora,
  don Enrique.
  —No esperaba yo menos, gran rey, de tu recta justicia.
  Adelantándose entonces don Enrique el espacio que del trono le
  separaba, llegó con rostro apenado, y doblando de nuevo la rodilla
  ante el rey Doliente, quitóse el yelmo, besóle la mano, y dióle
  repelidas gracias por el favor singular que acababa de otorgarle.
  Retiróse en seguida á desarmar con sus caballeros por el mismo orden
  que habian venido.
  Quedaron los cortesanos estupefactos de cuanto acababan de oir.
  ¿Qué motivo racional se podia efectivamente dar á la estraordinaria
  muerte de doña María? Todos discurrian y se hablaban al oido; pero
  ninguno conjeturaba la verdad, si bien muchos dudaban del relato y
  forma de la muerte por don Enrique referida. Pero donde el rey habia
  creido públicamente, no era lícito, ni aun á los mayores enemigos
  de don Enrique, dudar del caso sino en secreto. Todos por lo tanto
  callaron, y el físico de su alteza, que vió, que la animada audiencia
  de la mañana, y lo mucho que su alteza habia hablado, habia alterado
  visiblemente su color, le advirtió respetuosamente, que le convenia
  tomar algun descanso. Oido esto por el rey bajó del regio sillon,
  y despidiendo á sus cortesanos, entróse en su cámara con aquellos
  mismos que le habian acompañado á su salida, menos don Pedro Tenorio
  el arzobispo de Toledo, que quedó en la sala de audiencia con los
  mas grandes, dando y tomando en la singular aventura del que entonces
  mas que nunca comenzó á parecer verdadero hechicero á los ojos de los
  suspicaces cortesanos de don Enrique el Doliente.
  [Ilustración]
  
  
  CAPITULO XII.
   Por dar al dicho don Quadros
   dado ha al emperador.
   . . . . . . . . . . . .
   —¿Por qué me tiraste, infante?
   ¿por qué me tiras, traidor?
   —Perdóneme tu alteza,
   que no tiraba á tí, no.
   _Rom. ant. del infante vengador._
  
  No bien hubo llegado don Enrique á su cámara despachó á sus
  caballeros, y solo quedó á su lado su predilecto escudero: depuesta
  alli la falsa máscara de la pena, cuando hubo quedado solo el
  intrigante conde con Fernan Perez de Vadillo trabó con él una breve
  conversacion.
  —Fernan, nada tenemos que temer.
  —Siempre tiene que temer quien no obra bien, señor.
  —¡Fernan!
  —Perdonadme, pero no apruebo lo hecho. Y ahora que he obedecido tus
  órdenes sin murmurar, tengo algun derecho á descargar mi conciencia.
  —Vadillo, díjole al oido el conde, de nada tiene que acusarme la mia.
  —¿De nada?
  —Bien: convengo en que el medio ha sido violento; pero era preciso
  ser maestre de Calatrava.
  —Callo, señor, obedezco; pero no lo apruebo. Permíteme que te lo diga
  por última vez.
  —En buena hora: vuestro silencio y vuestra obediencia es lo que
  necesito. Y vamos á lo que mas importa. Tiéneme inquieto el camino
  que habrán tomado los armados.
  —En cuanto á los que llevaron á la condesa, yo te respondo de su
  silencio y de su fidelidad.
  —Bien; ¿y Ferrus?
  —¿Tanto sentís la pérdida del juglar?
  —¡Si la siento, Hernan! aquel nunca desaprueba nada: su conciencia es
  la del estúpido: nada le dice nunca: yo soy harto débil y harto bueno
  todavia para no necesitar tener á mi lado en mis fines un hombre
  honrado como vos. Quiero un instrumento, no un amigo. ¿Y el trovador
  prisionero?
  —Podemos verle.
  —¡Podemos!!! es indispensable. ¿No os dije yo que era él? Ved si ha
  estado detras del sillon del trono, como acostumbra, hallándose en la
  corte. El golpe nuestro será tanto mas seguro cuanto que nadie tiene
  noticia de su llegada. Habrá desaparecido del mundo, y quién sabe si
  alguien notará la coincidencia de su desaparicion y la de la condesa.
  —Eso, señor, pudiera no convenirte.
  —Conviéneme mucho ser maestre de Calatrava. Partamos. Guíame adonde
  esté.
  Inquietos iban los dos acerca de la entrevista que con el nocturno
  músico los esperaba. Al odio que contra él por la denegacion referida
  abrigaba don Enrique, agregábase cierto recelo de que hubiese en su
  conducta algo mas que ley de caballería, y pura generosidad hácia la
  condesa: y aunque no amaba á su esposa, como bien á las claras lo
  acababa de probar, irritábale sin embargo la idea de que un simple
  caballero hubiese puesto los ojos en cosa suya y en tan alta persona.
  Con respecto á Vadillo no dejaba de tener alguna inquietud, pues no
  estaba muy claro para él si daba serenata á la condesa, ó si acaso su
  esposa... imposible y horrorosa le parecia tan descabellada sospecha
  de la virtud de Elvira... pero la duda se habia hecho lugar en su
  corazon, y es huésped por cierto que, una vez alojado, no se arroja
  del pecho á voluntad.
  A entrambos parecia cosa indisputable que el músico era Macías, y
  nosotros, que desde la noche anterior nada sabemos de su existencia,
  no podemos menos de abundar en la opinion de los que tal pensaban.
  Llegaron por fin á una puerta pequeña que en el estremo de una
  larguísima galería se encontraba.
  —Alvar, dijo llamando Vadillo, y se abrió la puerta inmediatamente.
  Alvar era el montero á quien en la noche anterior habia confiado el
  escudero la importante presa. Entraron en una pequeña habitacion,
  cerrándose tras ellos la puerta.
  —¿Y el preso? preguntó Vadillo.
  —Descansa en la pieza inmediata; debia no haber dormido en un mes,
  segun ronca tranquilamente.
  —¿Ronca? ¿No está, pues, herido de peligro?
  —Mas daño debió de hacerle el miedo que vuestro venablo, señor
  escudero. Tiene algo arañada la cara de la caida, y un brazo vendado;
  pero el maestro que lo ha reconocido esta mañana asegura que podrá
  salir despues del medio dia.
  —Despertad, pues, á ese caballero, interrumpió impaciente don Enrique.
  —Despertad á ese caballero, repitió entre dientes Alvar.
  —¿Qué respondeis en voz baja? Despachad, dijo Fernan. ¿Háse quejado
  de la violencia que con él se ha usado?
  —Ayer noche todo era pedir que se le condujese á presencia de su amo
  el ilustre conde...
  —¿Su amo? dijo el conde: el trovador ha perdido la cabeza.
  —Voy á advertirle que vuestras señorías...
  —Presto, Alvar, presto.
  Entróse Alvar en la inmediata pieza, mientras que don Enrique y
  Hernan se preparaban á la estraña entrevista que iban á tener. No
  tardó mucho en volver á salir Alvar, asegurando que habia despertado
  al enfermo, quien sintiéndose completamente reparado de fuerzas con
  el pasado sueño, metia sus vestidos para salir á recibir á sus
  ilustres huéspedes.
  —¿Es segura esa puerta, Alvar? preguntó el conde.
  —Las fuerzas de diez hombres reunidos no bastarán, señor, á
  violentarla, respondió Alvar. Ademas, dos monteros le guardan conmigo
  y está indefenso: de aqui no saldrá sino para donde vuestras señorías
  determinen. Pero aqui está.
  Salia en efecto el asombrado prisionero, el cual, no bien hubo visto
  al conde, cuando arrojándose hácia él, como quien ve á su libertador,
  se echó á sus pies, y con lágrimas de gozo y de temor, “Señor,
  esclamó besándoselos, ¿en qué ha podido ofenderte para merecer tan
  dura prision tu fiel Ferrus?”
  Dos estátuas de mármol parecieron á tan inesperada vista el conde y
  su escudero. No seria mayor el asombro y la indignacion del rústico
  pastor que se viese torpemente cogido en el propio lazo que hubiera
  preparado para el raposo.
  —¿Tú, Ferrus? esclamó despues de la primera sorpresa el furioso
  conde. ¿Tú, Ferrus?—Hernan, nos han vendido. Venid acá, don Villano,
  añadió derribando por tierra de un empellon al desesperado juglar,
  venid acá vos, Alvar, ¿es éste el preso que se os ha confiado?
  ¿Qué hicísteis, don Vellaco, del doncel de su alteza? Asíale de
  la garganta, y ahogárale sin remedio sino se le pusiera por medio
  Hernan, que mas sereno comenzaba á vislumbrar la verdad del caso.
  —¿Qué doncel, señor? gritó cuanto pudo Alvar. Lleve mi alma el diablo
  si tuve yo jamas en mi poder mas preso que el que el señor escudero
  me entregó, y si no es ese el mismo de que me encargué.
  —¿Qué es esto, Hernan? dijo don Enrique soltando la presa.
  —¡Qué ha de ser, señor! que sin duda debió de ser Ferrus el músico
  que yo cogí.
  —Negra fortuna mia, gritó don Enrique. ¡Qué músico habiais de coger,
  ni qué...! ¡Por Santiago! venid acá, Ferrus; ¿qué hicísteis vos de
  cuanto os encargué? ¿quién era el músico, juglar? acabad ó...
  —Serénate, señor, respondió temblando el alterado Ferrus. Yo obedecí
  tus órdenes ciegamente: yo rodeaba el muro y me acercaba ya al
  que tañía, cuando él, echando de ver mi bulto, calló, y hundióse
  precipitadamente en la tierra; el diablo debia de ser sin duda, que
  tomó la forma de músico para perderme en tu estimacion...
  —¿El diablo? malandrín... no pudo menos de sonreirse don Enrique al
  oir la simpleza de su juglar. ¿El diablo?
  —Señor, lo jurára: lo cierto es que yo no le volví á ver mas: y
  cuando, todo ojos y orejas, me acercaba al sitio donde le habia
  visto, y buscaba el boqueron que habria dejado al hundirse, sin saber
  por dónde encontréme con un caballo encima y un caballero... Bien
  sabe Dios que en aquel trance me santigüé...
  —Adelante; miserable, acaba.
  —Por acabado, señor: desde aquel punto ni ví ni oí: cuando recobré
  el uso de mi razon halléme en ese camaranchon donde me curaban las
  heridas que el mal enemigo me habia hecho.
  —Calle el necio, interrumpió, no pudiendo sufrir mas, don Enrique.
  ¡Vive Dios que nada comprendo, Hernan!
  —Yo infiero, señor, dijo Hernan, que el músico debió ser si no
  diablo, muy ligero por lo menos, y yo debí tomar á Ferrus por el que
  tañía.
  —Eso debió de ser sin duda. Pero voto á Santiago que todos los deseos
  que de encontrar á Ferrus tenia no me pagan del pesado chasco. Alza,
  Ferrus, y vente con nosotros. ¡Necio de mí, que fui á escoger para
  tan delicada empresa al mándria mayor que vió la tierra! ¿Enviéte
  yo para que cogieras al músico, ó para que te dejaras coger por el
  primero que llegase?
  —Perdóname, señor, contestó algo repuesto Ferrus; dijérasme lo que
  habia de hacer contra el diablo en viéndole...
  —¿Vuelves á mentar al diablo, menguado? ¿Dónde está el diablo, mal
  servidor? Enséñamele, desalmado.
  —¡Jesus! Líbreme Dios. ¡Jesus! esclamó Ferrus santiguándose á mas y
  mejor.
  —Vamos de aqui, Hernan. Juro no abrir libro ni hacer trova, y júrolo
  por el apostol Santiago, hasta no tener en mi poder al insolente
  doncel que de tal manera ha burlado mi esperanza. Ahora está libre
  vive Dios, y puede hacernos mucho mal. Alvar tu fidelidad será
  recompensada.
  Inclinóse Alvar, y nuestros tres predilectos personages salieron
  silenciosamente á la galería; regocijado Ferrus de verse libre, en
  poder de su señor legítimo, y disipado ya el nublado que sobre su
  cabeza tronaba desde la noche anterior; disimulando Hernan la risa
  que en el cuerpo le retozaba al recordar á sangre fria el chasco
  inesperado; y mohino por demas el desairado conde, á cuya imaginacion
  se agolpaba entre otros peligrosos recuerdos el del secreto que habia
  imprudentemente confiado al perseguido doncel, y dándole no poco
  cuidado la reflexion de no haberle visto en la corte, siendo asi
  que ya no era la causa que él habia pensado la que podia habérselo
  impedido.
  [Ilustración]
  
  
  CAPITULO XIII.
   ¿Qué es aquesto, mi señora?
   ¿quién es el que os hizo mal?
   _Cancion. de Rom._
  
  Largo tiempo hacia que Elvira, atada á la columna y sin poder pedir á
  nadie ausilio á causa del pañuelo que la tapaba la boca, esperaba con
  insufrible impaciencia á que la casualidad ó el transcurso del dia le
  deparase un libertador que de tan crítica situacion la sacase. Por
  fin llegó el momento deseado, y el page que tanto habia tardado en la
  averiguacion de lo que se encomendara á su cuidado, abrió las puertas
  de la cámara que de prision servia á la afligida hermosa. Miró en
  derredor y á nadie veía, hasta que fijando los ojos en la columna,
  ofrecióse á su vista el espectáculo de su aprisionada prima. Asustóse
  primero y esclamó:
  —¡Santo Dios! ¿qué ha ocurrido aqui...?
  Mal podia responderle Elvira sino con los ojos; pero cuando vió el
  pagecillo que no parecia nadie, ni habia asomos de peligro alguno,
  soltó la carcajada, impertinente á la verdad en aquel momento, y
  comenzó á dar brincos.
  —¿Quién os ha puesto asi, mi señora Elvira? ¿os ató el señor escudero
  por...?
  Dióle lástima al llegar aqui el ver que su prima no parecia gustar de
  la prolongacion de tan pesada chanza: llegóse entonces el atolondrado
  á Elvira, y desató sus crueles ligaduras.
  —¡Dios mio! ¡Dios mio! esclamó Elvira en viéndose libre, alguna gran
  desgracia está sucediendo á mi señora la condesa. Corramos...
  —¿Adónde vais tan deprisa? repuso el page deteniéndola; ¿y quién
  me paga mi recado? ¿quién escucha las nuevas que traigo? ¿quién
  sobre todo me cuenta lo que os ha sucedido, y la razon de haberos
  encontrado asi mano á mano con esa columna negra?
  —¿Traes nuevas? preguntó Elvira olvidando todo lo demas. ¿Traes
  nuevas?
  —Y buenas, contestó el page. El caballero de las armas negras era el
  que tañía...
  —Lo sé... y...
  —Pero sabed que le esperé inútilmente dos largas horas, mas largas
  que las del arenero...
  —¿Inútilmente?
  —Si, pero por fin llegó.
  —¿Llegó? ¿Con que no era él el...? ¡Yo os bendigo, Dios mio...! Sigue.
  —¡Si le vierais qué agitado! descompuesto el cabello, espantados
  los ojos, entró en su cámara y no me vió:—Negra suerte, esclamó,
  y despedazó con sus manos el laud que traía cruzado sobre la
  espalda. ¿No me servireis, dijo rompiendo las cuerdas, sino de
  gemir eternamente? vióme en seguida: ¿qué haces aqui? me dijo con
  voz terrible; pero al reconocerme templóse toda su ira. Page me
  dijo entonces con voz mesurada, ¿tornas aun con nuevas demandas del
  hechicero?
  —¡Ah! si supierais quién me envia, dije entonces, si supierais que
  una hermosa dama...
  —Silencio, esclamó, no pronuncies su nombre... ¿Es posible?—Díjele
  entonces la comision que me dísteis en nombre de la señora condesa:
  largo rato suspiró y miró al cielo sin hablar.—Page, me dijo en
  fin, no nos veremos mas. He creido que mi brazo podia ser útil á
  una inocente; pero si es fuerte contra los hombres, es impotente
  contra los recursos de una ciencia misteriosa y... maldecida. El
  infierno me envia enemigos en medio de la soledad, y la Madre de
  Dios me abandona. Un acontecimiento estraordinario ha interrumpido
  mis avisos. He rondado la noche toda para volver á entrar en el
  alcázar; las órdenes mas rigurosas, dadas no sé por quién despues
  de mi salida, me han impedido verificarlo. He debido esperar á que
  entrase el dia para que no fuese mi entrada sospechosa. Pero mañana
  el alba me encontrará lejos, bien lejos de Madrid. Si alguna muger
  necesita mi amparo en cualquier ocasion, mal pudiera negársele un
  doncel de don Enrique. Dígame qué puedo hacer: por mí lo ignoro.
  A Dios.—Apretóme la mano de una manera, prima, que yo creí que le
  atormentaban otros recuerdos que los de nuestra amistad. Envolvióse
  entonces en su pardo gaban, y cubriéndose con él la cabeza, oíle
  sollozar y salí. Hé aqui, prima, las nuevas.
  —Tristes, bien tristes, dijo pensativa Elvira. ¿Y de la condesa
  supiste...?
  —¿La condesa? ¿Es su confidenta la que me pregunta...?
  —Sí: ¿nada sabes?
  —Pero querida prima, ¿qué teneis? vuestra palidez, vuestra agitacion
  me asustan...
  —¡Ah Jaime! la condesa es víctima en este momento de la mas espantosa
  villanía... volemos á su socorro: no sé adonde me dirija; la menor
  imprudencia mia puede comprometer su suerte y el éxito mismo de mis
  diligencias. Si supiera... pero la mas completa oscuridad reina en
  todas mis conjeturas.
  Meditó un momento Elvira el partido que tomaria mientras que hacia
  nudos á uno de los cordones, que de su cintura pendia, el distraido
  page. De pronto pareció que habia iluminado su entendimiento un rayo
  de luz.
  —No hay mas recurso, dijo: para los casos estremos son los remedios
  violentos Jaime... deja ese cordon, déjale te digo... vamos á buscar
  á mi esposo: averigüemos primero qué voces corren de lo ocurrido, y
  qué se cree en el alcázar... despues, si eres prudente, si has de ser
  callado, pero callado como la muerte, tú, que sabes el camino, me
  guiarás adonde pienso ir.
  —Puede que algun dia pruebe Jaime á su hermosa prima que no es tan
  atolondrado como le llaman.
  Elvira apretó la mano del inteligente pagecillo con espresion de
  gratitud, y ambos salieron de la cámara que acababa de ser teatro de
  tan estraordinarias escenas.
  Buscó Elvira á su esposo sin mas demora, por que si bien sospechaba
  que don Enrique hubiese tenido parte en la pérfida desaparicion de la
  condesa, ni veía claro en esto, ni menos lo podia asegurar. ¡Tan bien
  se habia representado por todos la farsa que dejamos descrita! Ni por
  otra parte, aunque á pies juntillas hubiera creido la traicion del
  conde, cabia en su imaginacion la menor sospecha acerca del estremado
  honor de su esposo: sabíale ligado á los intereses de su señor; pero
  que él hubiese tomado parte activa en el mal hecho, no le era lícito
  á Elvira imaginarlo siquiera.
  Asi era la verdad: hidalga sangre corria por las venas del escudero,
  y hacia vanidad de honradez y de rectos sentimientos; no era uno de
  los pocos hombres ilustrados de la época; no hubiera sostenido una
  
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