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El doncel de don Enrique el doliente, Tomo I (de 4) - 3

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  Calatrava habia alimentado inútilmente.
  —Ferrus, vos tambien podeis iros, dijo don Enrique á su juglar:
  esperadme en mi cámara, pero haced retirar á todo el mundo: que
  se acuesten mis donceles y mis pages: vos solo podeis quedaros...
  tenemos que tratar materias en que no habemos menester testigos.
  —Serás obedecido, dijo el juglar; y salióse dejando á la de Albornoz
  retorciendo sus manos en medio de su desesperacion, y con los ojos
  clavados en el conde con cierto asombro, nada de estrañar en quien
  estaba como ella muy poco acostumbrada á tener con su esposo escenas
  solitarias como la que al parecer de intento le preparaba.
  —Ya estamos solos, esclamó don Enrique levantándose. Estrañareis
  este paso sin duda, la de Albornoz... al llegar aqui calló como sino
  estuviera muy resuelto todavía á decir lo que traía pensado, y empezó
  á pasearse á lo largo con pasos tendidos y acelerados.
  —Perdonadme si no os he respondido mas pronto, contestó su esposa
  despues de una ligera pausa: creí que íbais á seguir hablando.
  ¿Deberé alegrarme de esta inesperada entrevista? ¿Por fin vuestro
  corazon, don Enrique, se ha rendido á mi amor? ¿habeis pensado ya
  decididamente volver la paz al pecho de vuestra esposa... y cortar de
  raiz las rencillas que han amargado hasta ahora nuestra desdichada
  union?
  —¿Desdichada? maldecida, debierais decir; murmuró entre dientes el
  conde, paseándose siempre sin volver los ojos una sola vez á mirar á
  su afligida mitad.
  —Si tal es vuestro intento, continuó sin oirle la de Albornoz, ¿qué
  tardais en venir á los brazos de la muger que mas os ama, y que no ha
  amado nunca sino á vos...? Desechad esa dura indiferencia... si algun
  rubor de vuestra pasada frialdad os impide darme ese contento, yo os
  lo perdono todo.
  —Perdon... gritó fuera de sí el conde al oir esta palabra que lo sacó
  de su letargo. Perdon... vos á mí... ¿Y sabeis antes si os perdono yo
  á vos?
  —¡Santo cielo! ¡qué palabras! ¿pues en qué pude yo ser culpable
  jamas? ¿en amaros demasiado, en sufriros...? ¡ah! perdonad, pero
  soy vuestra esposa y tengo derecho á vuestro amor, ó por lo menos á
  vuestra consideracion.
  —No se trata ya de amor.
  —¿Se ha tratado con vos alguna vez?
  —Lo ignoro: solo sé que ha llegado el caso de un rompimiento completo.
  —¿Un rompimiento? ¡Desgraciada María...! ¿Y qué causa podreis alegar
  para tan indigna conducta...?
  —¡María...! gritó don Enrique.
  —Sí, sacad el puñal todo: no os contenteis con apretarle en vuestra
  mano; aqui teneis el corazon criminal que os ha querido bien; acabad
  de una vez con el único estorbo de vuestros intentos... De otra
  manera, don Enrique, jamas conseguireis esa separacion; yo quiero
  antes saber el motivo que os conduce á...
  —Ya lo podeis haber conocido: el estudio que ocupa las horas de mi
  vida me impide que me entregue como debiera á la contemplacion de una
  belleza terrenal... los hondos arcanos de las ciencias, el objeto
  importante de mis tareas misteriosas...
  —¿Vos pretendeis embaucar como al vulgo de las gentes á vuestra misma
  esposa...? ¡Delirios!
  —Bien, señora; pues si no os satisface esa respuesta, os diré
  secamente: _mi voluntad_.
  —Para ese divorcio que pretendeis, necesitais de la mia...
  —Y esa es precisamente la que vengo á pediros...
  —¿Yo dar mi consentimiento...?
  —Vos... sí.
  —Jamas.
  —¡María! ¿conoces mi furor? Tú me le darás...
  —¡Ah! vos ocultais mal vuestra perfidia: vos amais á otra; no, no
  puede tener otro origen ese estraño interes que manifestais...
  —¿A otra muger? interrumpió rojo de cólera don Enrique... Cuando don
  Enrique de Villena pueda volver al estado de la estupidez y de la
  ignorancia de un ente que nace al mundo, entonces amará á una muger...
  —Mentís, don Enrique...
  —¿Mentís, María, habeis dicho? ¿mentís?
  —Nada temo ya: mentís como fementido caballero: yo os he visto mas
  de una vez, yo os he visto profanar con miradas de iniquidad la faz
  mas pura acaso y celestial que existe sobre la tierra: yo he leido en
  vuestros ojos el pecado: no me lo ocultareis...
  —¡Silencio!
  —Los ojos de una muger que quiere ven mas de lo que pensais los
  hombres insensatos é ignorantes en medio de vuestra sabiduría.
  —¡Silencio, repito! dijo en voz ronca don Enrique: oid: quiero
  conceder vuestras gratuitas suposiciones: ¿pretendeis, imaginais
  vencer mi repugnancia á fuerza de amor? si tanto sabeis, no podeis
  ignorar que vuestra solicitud sería inútil...
  —Lo sé; dad gracias, don Enrique, á que no de ahora lo sé, y á que he
  llorado muchas lágrimas que han desahogado mi corazon; que de no, con
  mis propias manos yo os hiciera pagar...
  —Teneos, María, y acabemos... si lo sabeis, y si ya de mucho tiempo
  habeis consentido en ello, de nada servirá vuestra tenacidad: dadme
  vuestro consentimiento y retiraos á un monasterio. Los estados de
  Salmeron, Alcocer y Valdeolivas que me tragísteis al matrimonio
  pagarán espléndidamente vuestra dote.
  —Nunca: lo sé, y sé que todos mis esfuerzos serán inútiles; cederé,
  sí, cederé á la fuerza de los sucesos; empero nunca pondré yo misma
  la primera piedra para el edificio de mi deshonra. Haced, don
  Enrique, lo que gusteis; pero puesto que quereis guerra, guerra os
  juro de muerte...
  —María, es en vano: desprecio tus baladronadas: mira este pergamino:
  tu firma hace falta al pie...
  —Dejadme... soltad...
  —No os ireis sin firmarle.
  —¿Cuál es su contenido?
  —Una demanda de divorcio que pedís vos misma.
  —¿Yo? Soltad.
  —No; esclamó don Enrique deteniéndola con una mano mientras la
  enseñaba el pergamino estendido sobre la mesa con la otra, en que
  relucia su agudo puñal.
  —¡Nunca! ¡socorro! ¡Elvira! ¡Elvira! gritó la desesperada condesa,
  huyendo hácia la cámara.
  —Callad, ó sois muerta, interrumpió con voz reconcentrada el conde
  fuera de sí arrojándose delante de ella para impedirle la salida:
  callad, ó temblad este puñal.
  Pero ya era tarde: la condesa habia llegado al colmo de su
  indignacion, que estallaba en aquella coyuntura con tanta mas
  fuerza cuanto mayor tiempo habia estado comprimida en el fondo de
  su corazon. En vano procuraba taparla la boca su iracundo esposo
  imponiéndole repetidas veces la mano sobre los labios: no bien
  la separaba, sonidos inarticulados se escapaban del pecho de la
  condesa, y resonaban por los ámbitos del salon: en valde trataba el
  conde de sujetarla á sus plantas; la condesa, de rodillas conforme
  habia caido al querer huir, hacia inconcebibles esfuerzos por
  desasirse de aquellos lazos crueles que la detenian.
  —¿No firmareis? repitió cuando la tuvo mas sujeta don Enrique: ¿no
  firmareis...?
  En este momento se oyó una puerta que, girando sobre goznes ruidosos,
  iba á dar entrada en el salon á Elvira, que asustada acudia á las
  voces de su señora.
  —Sí, gritó levantándose la de Albornoz animada con el ruido de la
  puerta, que hacia perder asimismo su posicion opresora al conde; sí,
  firmaré, firmaré; y añadiendo _pero de esta manera_; y precipitándose
  sobre el pergamino lo arrojó al fuego inmediato sin que pudiera
  evitarlo don Enrique estupefacto, á quien habia quitado la accion la
  inesperada vista de Elvira.
  —¿Qué teneis, señora, que dais tantos gritos? preguntó azorada Elvira
  echando una mirada esploradora de desconfianza hácia el conde, que
  con los brazos cruzados, pero sin pensar en esconder el puñal,
  parecia su propia estátua enclavada en medio de su casa.
  Arrojóse la condesa en brazos de Elvira sin tener aliento sino para
  exhalar tristísimos ayes y profundos suspiros, y regar con abundantes
  y ardientes lágrimas el pecho de su camarera, donde ocultó su rostro
  avergonzado.
  Volvió el conde al mismo tiempo las espaldas, sonriéndose con cierta
  espresion sardónica de desprecio y de indignacion, y sin proferir una
  sola palabra que pudiese dar á Elvira la clave de lo que entre sus
  señores habia pasado; anduvo varios pasos; escondió su puñal en la
  vaina, y al llegar á la pared apretó con su dedo un resorte oculto
  en la tapicería, el cual cedió y manifestó una puerta de la altura
  y ancho de una persona, secretamente practicada en aquella parte.
  Por ella desapareció como un espectro que se hunde en una pared,
  ó que se borra y desvanece al mirarle detenidamente; que no otra
  cosa hubiera parecido el conde al espectador que le hubiera mirado
  estando ignorante de la salida misteriosa, la cual no dejó despues de
  su desaparicion la menor señal de fractura, raya ó llave por donde
  pudiese conocerse que no era obra de magia ó de encantamiento.
  [Ilustración]
  
  
  CAPITULO IV.
   Este es aquel Albenzáyde
   que entre todos tiene fama.
   _Floresta de var. Rom._
  
  La cámara de don Enrique de Villena, adonde vamos á trasladar á
  nuestro lector, era una verdadera rareza en el siglo XV. Una ancha
  y pesada mesa, que en valde intentariamos comparar con ninguna de
  las que entre nosotros se usan, era el mueble que mas llamaba la
  atencion al entrar por primera vez en el estudio del sabio. Varios
  voluminosos libros, de los cuales algunos abiertos presentaban á la
  vista del curioso gruesos caractéres góticos estampados, ó mejor
  diremos dibujados sobre pulidas hojas de pergamino; un reló de
  arena; un enorme tintero, cuyos algodones hubieran podido prestar
  zumo para varios tomos en folio; dos ó tres lunas redondas, de
  aquellas con que solía surtir la reina del Adriático entonces á las
  personas ricas; algun espejo metálico girando sobre un eje á la
  manera de los modernos tocadores de las damas; varios instrumentos
  groseros de matemáticas, que el vulgo creía talismanes mágicos, y
  no pocos alambiques y redomas aplicables á usos químicos, si asi
  podemos llamar á las confecciones misteriosas de los que en aquella
  época encanecian buscando la piedra filosofal ó la esencia del oro;
  crisoles y aparatos sencillos, si bien costosos, de física, eran los
  objetos que cubrian la mesa que hemos procurado describir: veíanse á
  otra parte de la habitacion armas ofensivas y defensivas, que segun
  la estima que en aquellos tiempos belígeros tenian, no dejaban nunca
  de verse en las cámaras de los caballeros: una lámpara de cuatro
  mecheros, suspendida del artístico arteson, y otra manual y mas
  pequeña colocada entre la confusion de objetos que llenaban la mesa,
  iluminaban el laboratorio del conde de Cangas y Tineo.
  Un enorme sillon de baqueta, donde hubieran podido sentarse
  cómodamente mas de dos personas, completaba el ajuar del misterioso
  personage de nuestros primeros capítulos.
  En la noche á que nos referimos, y á una hora medianamente avanzada
  consideradas las costumbres del siglo, se hallaba en aquella pieza un
  hombre solo, en quien el lector reconocerá al momento á Ferrus con
  solo notar su sonrisa maligna y el aire de importancia y franqueza
  con que paseaba á lo largo y á lo ancho en una habitacion, de que
  ciertamente no era él el dueño. Despues de un momento de pausa,—Rui
  Pero, dijo en voz baja Ferrus, Rui Pero.
  A esta interpelacion se manifestó otro hombre en la cámara.
  —¿Habeis llamado, señor Ferrus?
  —Sí: ¿se ha recogido todo el mundo?
  —Solo queda en pie el ballestero de la parte esterior de la puerta.
  —Bien.
  —Y yo, que como camarero de nuestro amo estoy aguardando su venida
  para prestarle los servicios de mi cargo.
  —Es inútil: yo le serviré.
  —Mirad que soy su camarero.
  —Le serviré, os he dicho; sé sus intenciones.
  —En ese caso me retiraré.
  —Es lo mejor que podeis hacer.
  —Buenas noches, señor Ferrus.
  —Esperad... decidme antes, ¿no habria algun page cerca, por si fuese
  necesario despues servirse de una tercera persona...?
  —Jaime ha quedado conmigo: está en la antecámara.
  —Llamadle.
  —Está bien.
  —Id con Dios. Ya se fue... no sé por qué razon, dijo para sí luego
  que estuvo solo el juglar mirando á todas partes, no sé por qué razon
  he de tener miedo, cuando estoy solo en esta cámara. Verdad es que
  nunca he podido comprender cómo hay hombres valientes; y eso que en
  mas de un encuentro me he hallado yo mismo con el enemigo; pero puedo
  jurar que me da mas miedo esta soledad que la compañía de diez moros
  y veinte portugueses en un dia de batalla. Estas voces que corren de
  que mi amo es nigromante y este aparato... ¡Dios me valga! no tocaria
  á una redoma de esas por mil cornados... ¿Quién sabe cuántas legiones
  de demonios podrán caber en cada una...? No será malo hacer la señal
  de la cruz y santiguarme... ¿Qué es esto...? ¡Ah! no es nada; es mi
  sobrecapote, lo estaba pisando: hubiera dicho que tiraban de mí...
  Disimulemos el miedo; ya está aqui el page: es preciso buscar un
  pretesto para estar acompañado.
  A esta sazon entraba ya un pagecito que podria tener catorce ó quince
  años todo lo mas.
  —El camarero dice...
  —Sí, el camarero dice bien, interrumpió Ferrus sin enterarse, y
  sin saber todavía qué pretesto suponer para justificar aquella
  intempestiva llamada. ¿Dormías, Jaime?
  —Pésiami alma si he podido en mi vida pegar los ojos en esta maldita
  cámara. El miedo me tiene mas despierto que una liebre.
  —¿El miedo...?
  —Pienso que puedo hablar francamente con el señor Ferrus, y que no
  irá á decir á su señoría...
  —Habla sin temor. Vamos, el muchacho es de los mios, dijo para sí el
  ingenioso juglar.
  —Si va á decir verdad, puedo jurar por el salto que dió el Cid sobre
  la puerta de Burgos estando un dia á caballo, segun nos cuentan...
  —Adelante.
  —Puedo jurar que no veo sino espíritus del otro mundo... y á cada
  paso se me antoja que me arrebatan por los aires...
  —¡Eh! interrumpió Ferrus echando una mirada á todas partes. ¡Ba!
  niñerías, Jaime, niñerías; yo te creí hombre de mas valor. ¡Qué
  valiente es uno, añadió para sí, cuando está con un cobarde!
  —¿Niñerías? ¿os parece, señor Ferrus, que cuando las gentes han dado
  en hablar de la magia blanca ó negra, que ni aun eso quiero saber, de
  nuestro amo, no se lo tendrán bien sabido? Si hubierais de dormir,
  como yo, algunas noches tabique por medio con nuestro señor conde, ya
  me dariais noticias de las niñerías; y sino decidme, ¿con quién habla
  mi amo cuando no habla con nadie...?
  —Claro está, con nadie.
  —Quiero decir, cuando está solo.
  —¿Y con quién puede hablar?
  —¿Con quién ha de ser? con el diablo que me lleve: ello es que habla,
  y que á él nadie le responde, y que se pasa las noches de claro en
  claro trabajando y afanando sobre esos cacharros que llama crisoles
  y rodeados de llamas, y que anda un olor tal que, Dios me perdone,
  si se me pasa por la imaginacion hacer conocimiento con el pomo de
  esencias de donde lo saca... Venid aqui, añadió el barbilampiño
  cogiendo de la mano inesperadamente á Ferrus, que se estremeció al
  sentirse tocado en tan crítica circunstancia; venid aqui, decidme
  qué significan esos garabatos que escribe sobre el papel, y sino
  son signos diabólicos... ¡Mal año para mí! si quiero permanecer mas
  tiempo al servicio del señor conde... no, sino estéme yo aqui y
  llévese el diablo mi alma una noche, sin tener arte ni parte en los
  productos que sin duda le dará á nuestro amo por precio de la suya.
  Os digo que no se pasarán tres dias sin que me torne al servicio de
  mi hermosa prima Elvira. A lo menos alli no hay mas hechizos que los
  de sus ojos.
  —¡Tate! señor page, ¿con que se os entiende tambien á vos de esotros
  hechizos?
  —Os aseguro que no estoy para aplaudir vuestras gracias. Mirad bien
  esos caractéres.
  —Bien, page, pero no hay necesidad de acercarse tanto: verdad es que
  son raros; imagino sin embargo, añadió el coplero afectando una
  indiferencia que estaba muy lejos de sentir, imagino que esos pueden
  ser versos, porque has de saber que el conde hace versos... y como ni
  tú ni yo sabemos leer ni escribir, acaso maliciemos...
  —¡Voto va! ¡no sabeis escribir! ¿Pues no haceis vos trovas tambien?
  —Cierto que hago trovas, y las canto, que es mas; empero no las
  escribo.
  —¿Eh? ¿no digo yo que esos serán encantos...? Mirad, Ferrus, os
  quiero porque nos soleis hacer reir en el hogar con vuestras
  sandeces, quiero decir, con vuestras sales... yo os aconsejaría que
  imitárais mi ejemplo, y os viniérais...
  —Eso no, señor page; paso, paso, que antes me dejaré llevar de todos
  los espíritus que tengan el menor interes en especular con mis
  huesos, que abandonar á mi amo. Verdad es que no las tengo todas
  conmigo; pero todos los caballeros de la tabla redonda, incluso
  el rey Artus, que se volvió cuervo, ni los doce de Francia no me
  convencerán de que don Enrique de Villena es tonto, y si él sabe mas
  que yo, quiero yo perderme cuando él se pierda...
  —A la buena de Dios, señor Ferrus; ¿mas no oís pasos?
  —¡Santo cielo! esclamó Ferrus. ¡Ah! sí, es don Enrique, sí, será
  don Enrique; vete retirando... poco á poco... ¡Jaime! mas despacio;
  pudiera ser que no fuese él...
  Miraba atento Ferrus á la parte de donde provenia el rumor á tiempo
  que el page, de suyo poco inclinado á esperar aventuras de ninguna
  especie, y menos de aquella á que él se figuraba pertenecer la que se
  presentaba, se habia puesto ya en salvamento en la antecámara, donde
  le parecia que no estaba tan al alcance de los perniciosos efectos
  de las maléficas redomas que tanto temor le infundian. Santiguábase
  alli á su placer, y dábase prisa á besar una santa reliquia que en
  el pecho para tales ocasiones llevaba con mas fervor que besaría un
  enamorado la blanca mano de su Filis dejada al descuido entre las
  suyas.
  Miraba atento Ferrus, y no esperaba nada menos que ver alguna
  desmesurada fantasma ó ridículo endriago que viniese á pedirle
  cuentas de su mal pasada vida. Abrióse por fin una puerta tan
  secreta como la que en nuestro capítulo anterior hablando del salon
  dejamos descrita, y se presentó á los ojos del espantado confidente
  la persona del mismo don Enrique, á la cual daba cierto aire nada
  tranquilizador la escena que acababa recientemente de pasar entre él
  y su desdichada esposa, la de Albornoz.
  —¡Maldita tenacidad! entró diciendo con voz iracunda el enojado conde
  sin reparar en su medroso confidente, ni menos acordarse de la orden
  que de esperarle en su cámara le tenia anteriormente conferida. Mal
  conoce á don Enrique el desdichado que pretende atravesarse en el
  camino de sus planes, añadió acercándose á la mesa; resiste, infeliz,
  resiste mañana todavía, y conocerás bien pronto quién es don Enrique
  de Villena.
  —Señor, perdonadme si os he ofendido, esclamó hincándose de hinojos
  el espantado Ferrus, é interpretando contra sí el sentido de las
  últimas palabras del conde, únicas que habia oido distintamente.
  Perdonadme...
  —¡Ah! ¿estás ahí? dijo don Enrique volviendo en sí: ¿qué haces en esa
  postura? ¿rezas? insensato.
  —Sí, gran señor, insensato, pero te juro que mi intencion es buena.
  —Alza: ¿has perdido el juicio? Bien que nunca le tuviste. Alza,
  miserable, ¿no sabrás distinguir jamas cuándo es ocasion de farsas, y
  cuándo no?
  —Dios me perdone, dijo levantándose Ferrus; Dios me perdone mis
  muchos pecados. Dame tus órdenes, y te probará tu esclavo si
  desconoce la oportunidad de servirte.
  —¿Estás solo?
  —Solo, con mi miedo, iba á decir el intempestivo juglar, pero el
  gesto mal encarado de su amo le recordó lo que acababa de decirle
  en aquel tono que tiene tanto prestigio sobre las almas débiles.
  Solo, señor, pronunció titubeando. Jaime es el único que vela en la
  antecámara.
  —Dale las señas de la habitacion del caballero que ha llegado esta
  mañana de Calatrava. Que llegue á ella, que dé tres golpes, y que
  pronuncie mi nombre en voz baja; nada mas. Es señal convenida.
  Salió Ferrus á obedecer la orden de su señor, y no tardó mucho en
  volver á entrar con la noticia de que quedaba desempeñada su comision
  con el mismo celo de que tantas pruebas tenia dadas.
  —En buen hora, Ferrus. Llégate mas cerca y habla bajo. Conozco
  tu celo, y tú conoces mi poder. Hasta la presente creo haberte
  recompensado mas allá de tus esperanzas, y aun mas allá de lo que tus
  méritos exigian.
  —Estoy harto pagado con el honor de servirte, dijo el astuto juglar.
  —Bien, dejemos lisonjas que tú no crees ni yo tampoco: toma esas
  monedas: cada cornado que aceptas debe pesar mas que plomo en tu
  bolsillo si piensas faltarme algun dia: del plomo sabria hacer oro
  si lo hubiese menester; pero tambien del oro sabré hacer fuego si tu
  conducta...
  —Ofendes á Ferrus, señor.
  —Quiero creerlo asi: escucha, dame el pergamino que te he confiado.
  Bien. El maestre de Calatrava ha muerto: esta es la nueva que aqui me
  dan.
  —Dios le haya perdonado, y tenga su alma...
  —Bien; esas no son cuentas nuestras. Atiende primero; luego le
  encomendarás; en el estado en que está, puede esperar mucho tiempo:
  lo mismo es hoy que mañana. Nadie sabe en la corte todavía este
  importante suceso. El doncel favorito de Enrique III ha llegado á
  darme este aviso, y no ha descansado desde Calatrava hasta Madrid.
  Es preciso ser gran maestre de Calatrava antes que nadie piense en
  pretenderlo.
  —Tendrás, señor, por enemigo á don Luis Guzman, sobrino del muerto.
  —Despreciable enemigo: otro tengo mas cerca, Ferrus, y mas temible.
  —¿Mas temible y mas cerca?
  —Sí, mas cerca y mas temible. Soy casado.
  —Cierto que es mal enemigo la muger propia...
  —El instituto de la orden exige voto de castidad.
  —Tambien es mal enemigo ese voto.
  —Tregua á las chanzas, Ferrus. No es el enemigo el voto, ni en eso
  pudiera yo pararme. ¿Pero cómo combinar ese voto con mi estado?
  —No serás el primero que se haya divorciado; yo te citaré ejemplos...
  —Ninguno ignoro, y el paso ya le he dado, pero inútilmente; he
  levantado la caza y he perdido el rastro. La de Albornoz ha dado en
  el mas raro desatino que se pudiera imaginar, ama á su marido y es
  constante.
  —Con todo, es muger.
  —Desgraciadamente, como hay pocas.
  —¿Es posible?
  —Y sin embargo es preciso buscar un medio.
  Quedóse un momento pensativo el conde como hombre que busca en su
  imaginacion agotada algun arbitrio, ó que espera en la inaccion que
  la casualidad le presente alguna idea luminosa que él se siente
  desesperado ya de encontrar.
  Ferrus discurria en tanto mas de prisa, y aun un buen fisonomista,
  al ver sus ojos inciertamente fijos en el conde y sus labios moverse
  por sí solos maquinalmente, hubiera conocido cuán importantes
  reflexiones ocupaban su cabeza, que era en realidad mejor y mas
  firme de lo que á él le convenia aparentar. Bajo el velo de una
  lealtad ciega y de una estupidez atolondrada, ocultaba vastos
  planes, que sin duda hubiera llegado á realizar si la educacion
  ignorante que habia recibido en la clase ínfima de la sociedad no
  le hubiera rodeado de preocupaciones y supersticiones vulgares,
  que continuamente se atravesaban como obstáculos insuperables
  en el camino de su ambicion. En una palabra, no era el malvado
  bastante impío para las exigencias de su ambicion. Ya hacia tiempo
  que varias conversaciones que habia tenido con el conde le habian
  iluminado acerca de sus miras de alcanzar un maestrazgo; porque es
  de advertir que Villena, acostumbrado á no ver en Ferrus sino un
  juglar grosero é incapaz de planes para sí, lo tenia á su lado y
  en su favor con preferencia á cualquier otro: contaba con que era
  bueno para ejecutar, y á la par incapaz de penetrar los motivos
  de sus acciones, las cuales no siempre los tenian tan buenos que
  pudiese él gustar de que por el conducto de algun incauto ó taimado
  confidente llegase nunca el público á saberlos. Hacíase el conde
  ademas la doble ilusion tan comun en los hombres, y especialmente en
  los de talento, de creer que era sumamente dificultoso escudriñar
  las causas de sus acciones y encontrar el hilo de sus intrigas. Asi
  que, en muchas ocasiones en que no esperaba nada de la inventiva
  de su confidente, contábale sin embargo sus cuitas y hablaba alto
  delante de él, depositando en el taimado Ferrus sus mas importantes
  secretos, con la misma tranquilidad con que deja un moro sus pecados
  en el agujero practicado para el descargo de su conciencia. Si queria
  Ferrus influir en las determinaciones de su señor, soltaba las ideas
  que á su entender habia de aprovechar; pero soltábalas como ideas
  ocurridas al acaso sin plan ni conocimiento, y riéndose el primero
  de su supuesto desatino: tenia de este modo la habilidad de hacer
  que creyese don Enrique que eran suyas propias las ideas que mas de
  una vez le hacia él solo adoptar. Las mas veces se contentaba con
  escuchar, afectando una completa inmovilidad é indiferencia en sus
  facciones, actitud que le favorecia mucho para no perder una sola
  palabra; y en estas ocasiones se hubiera creido que don Enrique y su
  juglar eran un solo ente compuesto de dos personas; la una sublime
  é inteligente que debia discurrir, hablar y proponer, y la otra
  material y bruta encargada de escuchar.
  En la circunstancia actual revolvia Ferrus aceleradamente en su
  imaginacion las ventajas que de lograr Villena el maestrazgo le
  podrian resultar, y cierto que no eran pocas. Don Enrique de Villena
  era rico por sí, es verdad, pero la pérdida de su marquesado de
  Villena le habia privado de un sin número de castillos y vasallos,
  y su condado de Cangas y Tineo estaba casi en su totalidad reducido
  á tener bajo su jurisdiccion dos ó tres de los mejores montes de
  oso de toda España. Las posesiones que su muger le habia traido en
  dote eran pingües, mas nunca habia querido contar con ellas como
  cosa suya, porque habiéndose llevado siempre mal con la de Albornoz,
  conocia que tarde ó temprano habia de llegar entre ellos el punto de
  una eterna separacion, y el caso por consiguiente de restituir lo
  que solo en calidad de dote habia recibido. Los maestres de las tres
  órdenes militares de Santiago, Calatrava y Alcántara, eran entonces
  tres potentados á quienes solo la corona faltaba para poderse llamar
  reyes. Una infinidad de riquezas, castillos y vasallos no reconocian
  otro dueño, y su inclinacion á cualquier partido hacia un contrapeso
  casi imposible de vencer por el mismo rey con todo su poder.
  Todo esto sabia Ferrus, y bien se le alcanzaba que cuanto creciese en
  gloria su señor creceria él en poder, y aun ¿quién sabe si habria
  concebido entre sus miras ambiciosas la de ser armado algun dia
  caballero, y verse alcaide de alguna fortaleza ó clavero de la orden,
  ó aun algo mas si el viento le soplaba en popa como hasta la presente
  le habia felizmente acontecido? Resolvió, pues, en su corazon poner
  de su parte cuantos medios estuviesen á su alcance para derribar el
  obstáculo que la de Albornoz presentaba á su futura grandeza, sin
  hacer escrúpulo alguno hasta de perderla si fuese preciso recurrir á
  medios violentos, que al parecer no debia tener adoptados todavía su
  agitado esposo. Quiso sin embargo esplorar el campo, y soltar alguna
  espresion por donde pudiera conocer la firmeza del terreno en que iba
  á aventurar su pie mal seguro.
  —Es preciso buscar un medio, repitió don Enrique despues de otra
  pausa de inútil reflexion.
  —Si mi muger, gran señor, se empeñara en estar casada conmigo á la
  fuerza, ó me fingiria impotente...
  —¿Estás loco? ¿impotente?
  —¿Crees, señor, que ella resistiria á esa prueba...? ó... hallaria
  algun medio para que se quitase ese obstáculo por el mismo término
  que se nos ha quitado el obstáculo del maestre...
  —¿Qué quieres decir...? dijo espantado don Enrique.
  —¡Eh! dijo Ferrus, afectando una risa estúpida. Digo que si yo, hablo
  de mí no mas, si yo supiera hacer del plomo oro como ha un rato me
  han dicho, tambien sabria hacer de los vivos muertos: y clavó sus
  ojos en los del conde para esplorar el efecto que habia producido su
  espresion, bien como el muchacho despues de haber tirado la piedra
  anda buscando con los ojos en el espacio el punto que debe marcarle
  el alcance de su tiro.
  —Lejos de mí semejante idea; si la separacion es imposible, no seré
  maestre: pero recurrir á una violencia, nunca: todavía no he manchado
  
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