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Marianela - 01

Süzlärneñ gomumi sanı 4656
Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1668
35.9 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
47.4 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
53.2 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.
  
  Marianela
  Por
  Benito Pérez Galdós
  Imprenta y Litografía de La Guirnalda
  Madrid
  1878
  
  
  
  -I-
  Perdido
  
  Se puso el sol. Tras el breve crepúsculo vino tranquila y oscura la
  noche, en cuyo negro seno murieron poco a poco los últimos rumores de la
  tierra soñolienta, y el viajero siguió adelante en su camino,
  apresurando su paso a medida que avanzaba la noche. Iba por angosta
  vereda, de esas que sobre el césped traza el constante pisar de hombres
  y brutos, y subía sin cansancio por un cerro en cuyas vertientes se
  alzaban pintorescos grupos de guinderos, hayas y robles. (Ya se ve que
  estamos en el Norte de España.)
  Era un hombre de mediana edad, de complexión recia, buena talla, ancho
  de espaldas, resuelto de ademanes, firme de andadura, basto de
  facciones, de mirar osado y vivo, ligero a pesar de su regular obesidad,
  y (dígase de una vez aunque sea prematuro) excelente persona por
  doquiera que se le mirara. Vestía el traje propio de los señores
  acomodados que viajan en verano, con el redondo sombrerete, que debe a
  su fealdad el nombre de hongo, gemelos de campo pendientes de una
  correa, y grueso bastón que, entre paso y paso, le servía para apalear
  las zarzas cuando extendían sus ramas llenas de afiladas uñas para
  atraparle la ropa.
  Detúvose, y mirando a todo el círculo del horizonte, parecía impaciente
  y desasosegado. Sin duda no tenía gran confianza en la exactitud de su
  itinerario y aguardaba el paso de algún aldeano que le diese buenos
  informes topográficos para llegar pronto y derechamente a su destino.
  --No puedo equivocarme--murmuró--. Me dijeron que atravesara el río por
  la pasadera... así lo hice. Después que marchara adelante, siempre
  adelante. En efecto, allá, detrás de mí queda esa apreciable villa, a
  quien yo llamaría _Villafangosa_ por el buen surtido de lodos que hay en
  sus calles y caminos.... De modo que por aquí, adelante, siempre
  adelante (me gusta esta frase, y si yo tuviera escudo no le pondría otra
  divisa) he de llegar a las famosas minas de Socartes.
  Después de andar largo trecho, añadió:
  --Me he perdido, no hay duda de que me he perdido.... Aquí tienes,
  Teodoro Golfín, el resultado de tu _adelante_, _siempre adelante_. Estos
  palurdos no conocen el valor de las palabras. O han querido burlarse de
  ti, o ellos mismos ignoran dónde están las minas de Socartes. Un gran
  establecimiento minero ha de anunciarse con edificios, chimeneas, ruido
  de arrastres, resoplido de hornos, relincho de caballos, trepidación de
  máquinas, y yo no veo, ni huelo, ni oigo nada.... Parece que estoy en un
  desierto... ¡qué soledad! Si yo creyera en brujas, pensaría que mi
  destino me proporcionaba esta noche el honor de ser presentado a
  ellas.... ¡Demonio!, ¿pero no hay gente en estos lugares?... Aún falta
  media hora para la salida de la luna. ¡Ah!, bribona, tú tienes la culpa
  de mi extravío.... Si al menos pudiera conocer el sitio donde me
  encuentro.... ¿Pero qué más da? (Al decir esto, hizo un gesto propio del
  hombre esforzado que desprecia los peligros). Golfín, tú que has dado la
  vuelta al mundo, ¿te acobardarás ahora?... ¡Ah!, los aldeanos tenían
  razón: adelante, siempre adelante. La ley universal de la locomoción no
  puede fallar en este momento.
  Y puesta denodadamente en ejecución aquella osada ley, recorrió un
  kilómetro, siguiendo a capricho las veredas que le salían al paso y se
  cruzaban y se quebraban en ángulos mil, cual si quisiesen engañarle y
  confundirle más. Por grande que fuera su resolución e intrepidez, al fin
  tuvo que pararse. Las veredas, que al principio subían, luego empezaron
  a bajar, enlazándose; y al fin bajaron tanto, que nuestro viajero
  hallose en un talud, por el cual sólo habría podido descender echándose
  a rodar.
  --¡Bonita situación!--exclamó sonriendo y buscando en su buen humor
  lenitivo a la enojosa contrariedad--. ¿En dónde estás, querido Golfín?
  Esto parece un abismo. ¿Ves algo allá abajo? Nada, absolutamente nada...
  pero el césped ha desaparecido, el terreno está removido. Todo es aquí
  pedruscos y tierra sin vegetación, teñida por el óxido de hierro.... Sin
  duda estoy en las minas... pero ni alma viviente, ni chimeneas
  humeantes, ni ruido, ni un tren que murmure a lo lejos, ni siquiera un
  perro que ladre.... ¿Qué haré?, hay por aquí una vereda que vuelve a
  subir. ¿Seguirela? ¿Desandaré lo andado?... ¡Retroceder! ¡Qué absurdo! O
  yo dejo de ser quien soy, o llegaré esta noche a las famosas minas de
  Socartes y abrazaré a mi querido hermano. Adelante, siempre adelante.
  Dio un paso y hundiose en la frágil tierra movediza.
  --¿Esas tenemos, señor planeta?... ¿Con que quiere usted tragarme?... Si
  ese holgazán satélite quisiera alumbrar un poco, ya nos veríamos las
  caras usted y yo.... Y a fe que por aquí abajo no hemos de ir a ningún
  paraíso. Parece esto el cráter de un volcán apagado.... Hay que andar
  suavemente por tan delicioso precipicio. ¿Qué es esto? ¡Ah! Una piedra;
  magnífico asiento para echar un cigarro, esperando a que salga la luna.
  El discreto Golfín se sentó tranquilamente como podría haberlo hecho en
  el banco de un paseo; y ya se disponía a fumar, cuando sintió una voz...
  sí, indudablemente era una voz humana que lejos sonaba, un quejido
  patético, mejor dicho, melancólico canto, formado de una sola frase,
  cuya última cadencia se prolongaba apianándose en la forma que los
  músicos llamaban _morendo_, y que se apagaba al fin en el plácido
  silencio de la noche, sin que el oído pudiera apreciar su vibración
  postrera.
  --Vamos--dijo el viajero lleno de gozo--, humanidad tenemos. Ese es el
  canto de una muchacha; sí, es voz de mujer, y voz preciosísima. Me gusta
  la música popular de este país.... Ahora calla.... Oigamos, que pronto
  ha de volver a empezar.... Ya, ya suena otra vez. ¡Qué voz tan bella,
  qué melodía tan conmovedora! Creeríase que sale de las profundidades de
  la tierra y que el señor de Golfín, el hombre más serio y menos
  supersticioso del mundo, va a andar en tratos ahora con los silfos,
  ondinas, gnomos, hadas y toda la chusma emparentada con la loca de la
  casa.... Pero, si no me engaña el oído, la voz se aleja.... La graciosa
  cantora se va.... ¡Eh! Muchacha, aguarda, detén el paso.
  La voz, que durante breve rato había regalado con encantadora música el
  oído del hombre extraviado, se iba perdiendo en la inmensidad tenebrosa,
  y a los gritos de Golfín, el canto extinguiose por completo. Sin duda la
  misteriosa entidad gnómica, que entretenía su soledad subterránea
  cantando tristes amores, se había asustado de la brusca interrupción del
  hombre, huyendo a las más hondas entrañas de la tierra, donde moran,
  avaras de sus propios fulgores, las piedras preciosas.
  --Esta es una situación divina--murmuró Golfín, considerando que no
  podía hacer mejor cosa que dar lumbre a su cigarro--. No hay mal que
  cien años dure. Aguardemos fumando. Me he lucido con querer venir solo y
  a pie a las minas de Socartes. Mi equipaje habrá llegado primero, lo que
  prueba de un modo irrebatible las ventajas del _adelante_, _siempre
  adelante_.»
  Moviose entonces ligero vientecillo, y Teodoro creyó sentir pasos
  lejanos en el fondo de aquel desconocido o supuesto abismo que ante sí
  tenía. Puso atención y no tardó en adquirir la certeza de que alguien
  andaba por allí. Levantándose, gritó:
  --Muchacha, hombre, o quien quiera que seas, ¿se puede ir por aquí a las
  minas de Socartes?
  No había concluido, cuando oyose el violento ladrar de un perro, y
  después una voz de hombre, que dijo:
  --Choto, Choto, ven aquí.
  --¡Eh!--gritó el viajero--. Buen amigo, muchacho de todos los demonios,
  o lo que quiera que seas, sujeta pronto ese perro, que yo soy hombre de
  paz!
  --¡Choto, Choto!
  Golfín vio que se le acercaba un perro negro y grande; mas el animal,
  después de gruñir junto a él, retrocedió llamado por su amo. En tal
  punto y momento, el viajero pudo distinguir una figura, un hombre, que
  inmóvil y sin expresión, cual muñeco de piedra, estaba en pie a
  distancia como de diez varas más abajo de él, en una vereda trasversal
  que aparecía irregularmente trazada por todo lo largo del talud. Este
  sendero y la humana figura detenida en él llamaron vivamente la atención
  de Golfín, que dirigiendo gozosa mirada al cielo, exclamó:
  --¡Gracias a Dios!, al fin salió esa loca. Ya podemos saber dónde
  estamos. No sospechaba yo que tan cerca de mí existiera esta senda....
  Pero si es un camino.... ¡Hola!, amiguito, ¿puede usted decirme si estoy
  en las minas de Socartes?
  --Sí, señor, estas son las minas de Socartes, aunque estamos un poco
  lejos del establecimiento.
  La voz que esto decía era juvenil y agradable, y resonaba con las
  simpáticas inflexiones que indican una disposición a prestar servicios
  con buena voluntad y cortesía. Mucho gustó al doctor oírla, y más aún
  observar la dulce claridad que, difundiéndose por los espacios antes
  oscuros, hacía revivir cielo y tierra, cual si se los sacara de la nada.
  --_Fiat lux_--dijo descendiendo--. Me parece que acabo de salir del caos
  primitivo. Ya estamos en la realidad.... Bien, amiguito, doy a usted
  gracias por las noticias que me ha dado y las que aún ha de darme....
  Salí de Villamojada al ponerse el sol. Dijéronme que adelante, siempre
  adelante....
  --¿Va usted al establecimiento?--preguntó el misterioso joven,
  permaneciendo inmóvil y rígido, sin mirar al doctor, que ya estaba
  cerca.
  --Sí, señor; pero sin duda equivoqué el camino.
  --Esta no es la entrada de las minas. La entrada es por la pasadera de
  Rabagones, donde está el camino y el ferro-carril en construcción. Por
  allá hubiera usted llegado en diez minutos al establecimiento. Por aquí
  tardaremos más, porque hay bastante distancia y muy mal camino. Estamos
  en la última zona de explotación, y hemos de atravesar algunas galerías
  y túneles, bajar escaleras, pasar trincheras, remontar taludes,
  descender el plano inclinado; en fin, recorrer todas las minas de
  Socartes desde un extremo, que es este, hasta el otro extremo, donde
  están los talleres, los hornos, las máquinas, el laboratorio y las
  oficinas.
  --Pues a fe mía que ha sido floja mi equivocación--dijo Golfín riendo.
  --Yo le guiaré a usted con mucho gusto, porque conozco estos sitios
  perfectamente.
  Golfín, hundiendo los pies en la tierra, resbalando aquí y bailoteando
  más allá, tocó al fin el benéfico suelo de la vereda, y su primera
  acción fue examinar al bondadoso joven. Breve rato estuvo el doctor
  dominado por la sorpresa.
  --Usted...--murmuró.
  --Soy ciego, sí, señor--añadió el joven--; pero sin vista sé recorrer de
  un cabo a otro las minas de Socartes. El palo que uso me impide
  tropezar, y Choto me acompaña, cuando no lo hace la Nela, que es mi
  lazarillo. Con que sígame usted y déjese llevar.
  
  
  -II-
  Guiado
  
  --¿Ciego de nacimiento?--dijo Golfín con vivo interés que no era sólo
  inspirado por la compasión.
  --Sí, señor, de nacimiento--repuso el ciego con naturalidad. No conozco
  el mundo más que por el pensamiento, el tacto y el oído. He podido
  comprender que la parte más maravillosa del universo es esa que me está
  vedada. Yo sé que los ojos de los demás no son como estos míos, sino que
  por sí conocen las cosas; pero este don me parece tan extraordinario,
  que ni siquiera comprendo la posibilidad de poseerlo.
  --Quién sabe...--manifestó Teodoro--¿pero qué es esto que veo, amigo
  mío, qué sorprendente espectáculo es este?
  El viajero, que había andado algunos pasos junto a su guía, se detuvo
  asombrado de la fantástica perspectiva que se ofrecía ante sus ojos.
  Hallábase en un lugar hondo, semejante al cráter de un volcán, de suelo
  irregular, de paredes más irregulares aún. En los bordes y en el centro
  de la enorme caldera, cuya magnitud era aumentada por el engañoso
  claro-oscuro de la noche, se elevaban figuras colosales, hombres
  disformes, monstruos volcados y patas arriba, brazos inmensos
  desperezándose, pies truncados, desparramadas figuras semejantes a las
  que forma el caprichoso andar de las nubes en el cielo; pero quietas,
  inmobles, endurecidas. Era su color el de las momias, un color terroso
  tirando a rojo; su actitud la del movimiento febril sorprendido y
  atajado por la muerte. Parecía la petrificación de una orgía de
  gigantescos demonios; y sus manotadas, los burlones movimientos de sus
  desproporcionadas cabezas habían quedado fijos como las inalterables
  actitudes de la escultura. El silencio que llenaba el ámbito del
  supuesto cráter era un silencio que daba miedo. Creeríase que mil voces
  y aullidos habían quedado también hechos piedra, y piedra eran desde
  siglos de siglos.
  --¿En dónde estamos, buen amigo?--dijo Golfín--. Esto es una pesadilla.
  --Esta zona de la mina se llama la Terrible--repuso el ciego indiferente
  al estupor de su compañero de camino--. Ha estado en explotación hasta
  que hace dos años se agotó el mineral de calamina. Hoy los trabajos se
  hacen en otras zonas que hay más arriba. Lo que a usted le maravilla son
  los bloques de piedra que llaman cretácea y de arcilla ferruginosa
  endurecida que han quedado después de sacado el mineral. Dicen que esto
  presenta un golpe de vista sublime, sobre todo a la luz de la luna. Yo
  de nada de eso entiendo.
  --Espectáculo asombroso, sí--dijo el forastero deteniéndose en
  contemplarlo--, pero que a mí antes me causa espanto que placer, porque
  lo asocio al recuerdo de mis neuralgias. ¿Sabe usted lo que me parece?
  Me parece que estoy viajando por el interior de un cerebro atacado de
  violentísima jaqueca. Estas figuras son como las formas perceptibles que
  afecta el dolor cefalálgico, confundiéndose con los terroríficos bultos
  y sombrajos que engendra la fiebre.
  --¡Choto, Choto, aquí!--dijo el ciego--. Caballero, mucho cuidado ahora,
  que vamos a entrar en una galería.
  En efecto, Golfín vio que el ciego, tocando el suelo con su palo, se
  dirigía hacia una puertecilla estrecha, cuyo marco eran tres gruesas
  vigas.
  El perro entró primero olfateando la negra cavidad. Siguole el ciego con
  la impavidez de quien vive en perpetuas tinieblas. Teodoro fue detrás,
  no sin experimentar cierta repugnancia instintiva hacia la importuna
  excursión bajo la tierra.
  --Es pasmoso--dijo--que usted entre y salga por aquí sin tropiezo.
  --Me he criado en estos sitios y los conozco como mi propia casa. Aquí
  se siente frío; abríguese usted si tiene con qué. No tardaremos mucho en
  salir.
  Iba palpando con su mano derecha la pared, formada de vigas
  perpendiculares. Después dijo:
  --Cuide usted de no tropezar en los carriles que hay en el suelo. Por
  aquí se arrastra el mineral de las pertenencias de arriba. ¿Tiene usted
  frío?
  --Diga usted, buen amigo--interrogó el doctor festivamente--. ¿Está
  usted seguro de que no nos ha tragado la tierra? Este pasadizo es un
  esófago. Somos pobres bichos que hemos caído en el estómago de un gran
  insectívoro. ¿Y usted, joven, se pasea mucho por estas amenidades?
  --Mucho paseo por aquí a todas horas, y me agrada extraordinariamente.
  Ya hemos entrado en la parte más seca. Esto es arena pura.... Ahora
  vuelve la piedra.... Aquí hay filtraciones de agua sulfurosa; por aquí
  una capa de tierra, en que se encuentran conchitas de piedra.... También
  hay capas de pizarra: esto llaman esquistos.... ¿Oye usted cómo canta el
  sapo? Ya estamos cerca de la boca. Allí se pone ese holgazán todas las
  noches. Le conozco; tiene una voz ronca y pausada.
  --¿Quién, el sapo?
  --Sí, señor. Ya nos acercamos al fin.
  --En efecto; allá veo como un ojo que nos mira. Es la claridad de la
  boca.
  Cuando salieron, el primer accidente que hirió los sentidos del doctor,
  fue el canto melancólico que había oído antes. Oyolo también el ciego;
  volviose bruscamente y dijo sonriendo con placer y orgullo:
  --¿La oye usted?
  --Antes oí esa voz y me agradó sobremanera. ¿Quién es la que canta?...
  En vez de contestar, el ciego se detuvo, y dando al viento la voz con
  toda la fuerza de sus pulmones, gritó:
  --¡Nela!... ¡Nela!
  Ecos sonorosos, próximos los unos, lejanos otros, repitieron aquel
  nombre.
  El ciego, poniéndose las manos en la boca en forma de bocina, gritó:
  --No vengas, que voy allá. ¡Espérame en la herrería... en la herrería!
  Después, volviéndose al doctor, le dijo:
  --La Nela es una muchacha que me acompaña; es mi lazarillo. Al anochecer
  volvíamos juntos del prado grande... hacía un poco de fresco. Como mi
  padre me ha prohibido que ande de noche sin abrigo, metime en la cabaña
  de Romolinos, y la Nela corrió a mi casa a buscarme el gabán. Al poco
  rato de estar en la cabaña, acordeme de que un amigo había quedado en
  esperarme en casa; no tuve paciencia para aguardar a la Nela, y salí con
  Choto. Pasaba por la Terrible, cuando le encontré a usted.... Pronto
  llegaremos a la herrería. Allí nos separaremos, porque mi padre se enoja
  cuando entro tarde en casa, y ella le acompañará a usted hasta las
  oficinas.
  --Muchas gracias, amigo mío.
  El túnel les había conducido a un segundo espacio más singular que el
  anterior. Era una profunda grieta abierta en el terreno, a semejanza de
  las que resultan de un cataclismo; pero no había sido abierta por las
  palpitaciones fogosas del planeta, sino por el laborioso azadón del
  minero. Parecía el interior de un gran buque náufrago, tendido sobre la
  playa, y a quien las olas hubieran quebrado por la mitad, doblándole en
  un ángulo obtuso. Hasta se podían ver sus descarnados costillajes, cuyas
  puntas coronaban en desigual fila una de las alturas. En la concavidad
  panzuda distinguíanse grandes piedras, como restos de carga maltratados
  por las olas; y era tal la fuerza pictórica del claro-oscuro de la luna,
  que Golfín creyó ver, entre mil despojos de cosas náuticas, cadáveres
  medio devorados por los peces, momias, esqueletos, todo muerto, dormido,
  semi-descompuesto y profundamente tranquilo, cual si por mucho tiempo
  morara en la inmensa sepultura del mar.
  La ilusión fue completa cuando sintió rumor de agua, un chasquido
  semejante al de las olas mansas cuando juegan en los huecos de una peña
  o azotan el esqueleto de un buque náufrago.
  --Por aquí hay agua--dijo a su compañero.
  --Ese ruido que usted siente--replicó el ciego deteniéndose--y que
  parece... ¿cómo lo diré? ¿no es verdad que parece ruido de gárgaras,
  como el que hacemos cuando nos curamos la garganta?
  --Exactamente. ¿Y dónde está ese buche de agua? ¿Es algún arroyo que
  pasa?
  --No, señor. Aquí, a la izquierda, hay una loma. Detrás de ella se abre
  una gran boca, una sima, un abismo cuyo fin no se sabe. Se llama la
  Trascava. Algunos creen que va a dar al mar por junto a Ficóbriga. Otros
  dicen que por el fondo de él corre un río que está siempre dando vueltas
  y más vueltas, como una rueda, sin salir nunca fuera. Yo me figuro que
  será como un molino. Algunos dicen que hay allá abajo un resoplido de
  aire que sale de las entrañas de la tierra, como cuando silbamos, el
  cual resoplido de aire choca contra un chorro de agua, se ponen a reñir,
  se engrescan, se enfurecen y producen ese hervidero que oímos de fuera.
  --¿Y nadie ha bajado a esa sima?
  --No se puede bajar sino de una manera.
  --¿Cómo?
  --Arrojándose a ella. Los que han entrado no han vuelto a salir, y es
  lástima, porque nos hubieran dicho qué pasaba allá dentro. La boca de
  esa caverna hállase a bastante distancia de nosotros; pero hace dos años
  los mineros, cavando en este sitio, descubrieron una hendidura en la
  peña, por la cual se oye el mismo hervor de agua que por la boca
  principal. Esta hendidura debe comunicar con las galerías de allá
  dentro, donde está el resoplido que sube y el chorro que baja. De día
  podrá usted verla perfectamente, pues basta trepar un poco por las
  piedras del lado izquierdo, para llegar hasta ella. Hay un cómodo
  asiento. Algunas personas tienen miedo de acercarse; pero la Nela y yo
  nos sentamos allí muy a menudo a oír cómo resuena la voz del abismo. Y
  efectivamente, señor, parece que nos hablan al oído. La Nela dice y jura
  que oye palabras, que las distingue claramente. Yo, la verdad, nunca he
  oído palabras; pero sí un murmullo como soliloquio o meditación, que a
  veces parece triste, a veces alegre, a veces colérico, a veces burlón.
  --Pues yo no oigo sino ruido de gárgaras--dijo el doctor riendo.
  --Así parece desde aquí... Pero no nos retardemos, que es tarde.
  Prepárese usted a pasar otra galería.
  --¿Otra?
  --Sí, señor. Y ésta, al llegar a la mitad se divide en dos. Hay después
  un laberinto de vueltas y revueltas, porque se hicieron galerías que
  después quedaron abandonadas, y aquello está como Dios quiere. Choto,
  adelante.
  Choto se metió por un agujero, como hurón que persigue al conejo, y
  siguiéronle el doctor y su guía, que tentaba con su palo el tortuoso,
  estrecho y lóbrego camino. Nunca el sentido del tacto había tenido más
  delicadeza y finura, prolongándose desde la epidermis humana hasta un
  pedazo de madera insensible. Avanzaron, describiendo primero una curva,
  después ángulos y más ángulos, siempre entre las dos paredes de tablones
  húmedos y medio podridos.
  --¿Sabe usted a lo que me parece esto?--dijo el doctor, conociendo que
  los símiles agradaban a su guía--. Pues se me parece a los pensamientos
  del hombre perverso. Parece que somos la intuición del malo, cuando
  penetra en su conciencia para verse en toda su fealdad.
  Creyó Golfín que se había expresado en lenguaje poco inteligible para el
  ciego; mas éste probole lo contrario, diciendo:
  --Para el que posee ese reino desconocido de la luz, estas galerías
  deben de ser tristes; pero yo, que vivo en tinieblas, hallo aquí cierta
  conformidad de la tierra con mi propio ser. Yo ando por aquí como usted
  por la calle más ancha. Si no fuera porque unas veces es escaso el aire
  y otras la humedad excesiva, preferiría estos lugares subterráneos a
  todos los demás lugares que conozco.
  --Esto es la idea de la meditación.
  --Yo siento en mi cerebro un paso, un agujero lo mismo que este por
  donde voy, y por él corren mis ideas desarrollándose magníficamente.
  --¡Oh! ¡cuán lamentable cosa es no haber visto nunca la bóveda azul del
  cielo en pleno día!--exclamó el doctor con espontaneidad suma--. Dígame
  usted, ¿este conducto donde las ideas de usted se desarrollan
  magníficamente, no se acaba nunca?
  --Ya, ya pronto estaremos fuera.... ¿Dice usted que la bóveda del
  cielo...? ¡Ah! Ya me figuro que será una concavidad armoniosa, a la cual
  parece que podremos alcanzar con las manos, sin poder hacerlo realmente.
  Al decir esto, salieron; Golfín, respirando con placer y fuerza, como el
  que acaba de soltar un gran peso, exclamó mirando al cielo:
  --Gracias a Dios que os vuelvo a ver, estrellitas del firmamento. Nunca
  me habéis parecido más lindas que en este instante.
  --Al pasar--dijo el ciego, alargando su mano que mostraba una piedra--he
  cogido este pedazo de caliza cristalizada; ¿sostendrá usted que estos
  cristalitos que mi tacto halla tan bien cortados, tan finos, y tan bien
  pegados los unos a los otros no son una cosa muy bella? Al menos a mí me
  lo parece.
  Diciéndolo, desmenuzaba los cristales.
  --Amigo querido--dijo Golfín con emoción y lástima--es verdaderamente
  triste que usted no pueda conocer que ese pedruzco no merece la atención
  del hombre, mientras esté suspendido sobre nuestras cabezas el infinito
  rebaño de maravillosas luces que llenan la bóveda del cielo.
  El ciego volvió su rostro hacia arriba, y dijo con profunda tristeza:
  --¿Es verdad que existís, estrellas?
  --Dios es inmensamente grande y misericordioso--observó Golfín, poniendo
  su mano sobre el hombro de su acompañante--. Quién sabe, quién sabe,
  amigo mío.... Se han visto, se ven todos los días casos muy raros.
  Mientras esto decía, le miraba de cerca, tratando de examinar a la
  escasa claridad de la noche las pupilas del joven. Fijo y sin mirada, el
  ciego volvía sonriendo su rostro hacia donde sonaba la voz del doctor.
  --No tengo esperanza--murmuró.
  Habían salido a un sitio despejado. La luna, más clara a cada rato,
  iluminaba praderas ondulantes y largos taludes, que parecían las
  escarpas de inmensas fortificaciones. A la izquierda y a regular altura
  vio el doctor un grupo de blancas casas en el mismo borde de la
  vertiente.
  --Aquí a la izquierda--dijo el ciego--está mi casa. Allá arriba... ¿sabe
  usted? Aquellas tres casas es lo que queda del lugar de Aldeacorba de
  Suso: lo demás ha sido expropiado en diversos años para beneficiar el
  terreno; todo aquí debajo es calamina. Nuestros padres vivían sobre
  miles de millones sin saberlo.
  Esto decía, cuando se vino corriendo hacia ellos una muchacha, una niña,
  una chicuela, de ligerísimos pies y menguada estatura.
  --Nela, Nela--dijo el ciego--. ¿Me traes el abrigo?
  --Aquí está--repuso la muchacha poniéndole un capote sobre los hombros.
  --¿Ésta es la que cantaba?... ¿Sabes que tienes una preciosa voz?
  --¡Oh!--exclamó el ciego con candoroso acento de encomio--canta
  admirablemente--. Ahora, Mariquilla, vas a acompañar a este caballero
  hasta las oficinas. Yo me quedo en casa. Ya siento la voz de mi padre
  que baja a buscarme. Me reñirá de seguro.... ¡Allá voy, allá voy!
  --Retírese usted pronto, amigo--dijo Golfín estrechándole la mano--. El
  aire es fresco y puede hacerle daño. Muchas gracias por la compañía.
  Espero que seremos amigos, porque estaré aquí algún tiempo.... Yo soy
  hermano de Carlos Golfín, el ingeniero de estas minas.
  --¡Ah!... ya.... D. Carlos es muy amigo de mi padre y mío: le espera a
  usted desde ayer.
  --Llegué esta tarde a la estación de Villamojada... dijéronme que
  Socartes estaba cerca y que podía venirme a pie. Como me gusta ver el
  paisaje y hacer ejercicio, y como me dijeron que adelante, siempre
  adelante, eché a andar, mandando mi equipaje en un carro. Ya ve usted
  cómo me perdí... pero no hay mal que por bien no venga... le he conocido
  a usted y seremos amigos, quizás muy amigos.... Vaya, adiós; a casa
  pronto, que el fresco de Setiembre no es bueno. Esta señora Nela tendrá
  la bondad de acompañarme.
  --De aquí a las oficinas no hay más que un cuarto de hora de camino...
  poca cosa.... Cuidado no tropiece usted en los rails; cuidado al bajar
  el plano inclinado. Suelen dejar los vagonetes sobre la vía... y con la
  humedad, la tierra está como jabón.... Adiós, caballero y amigo mío.
  Buenas noches.
  Subió por una empinada escalera abierta en la tierra y cuyos peldaños
  estaban reforzados con vigas. Golfín siguió adelante, guiado por la
  Nela. Lo que hablaron ¿merecerá capítulo aparte? Por si acaso, se lo
  daremos.
  
  
  -III-
  Un diálogo que servirá de exposición
  
  --Aguarda, hija, no vayas tan a prisa--dijo Golfín deteniéndose--déjame
  encender un cigarro.
  Estaba tan serena la noche, que no necesitó emplear las precauciones que
  generalmente adoptan contra el viento los fumadores. Encendido el
  cigarro, acercó la cerilla al rostro de la Nela, diciendo con bondad:
  --A ver, enséñame tu cara.
  Mirábale la muchacha con asombro, y sus negros ojuelos brillaron con un
  punto rojizo, como chispa, en el breve instante que duró la luz del
  fósforo. Era como una niña, pues su estatura debía contarse entre las
  más pequeñas, correspondiendo a su talle delgadísimo y a su busto
  mezquinamente constituido. Era como una jovenzuela, pues sus ojos no
  tenían el mirar propio de la infancia, y su cara revelaba la madurez de
  un organismo en que ha entrado o debido entrar el juicio. A pesar de
  esta desconformidad, era admirablemente proporcionada, y su pequeña
  cabeza remataba con cierta gallardía el miserable cuerpecillo. Alguien
  decía que era una mujer mirada con vidrio de disminución; alguno que era
  una niña con ojos y expresión de adolescente. No conociéndola, se dudaba
  si era un asombroso progreso o un deplorable atraso.
  --¿Qué edad tienes tú?--preguntole Golfín sacudiendo los dedos para
  arrojar el fósforo, que empezaba a quemarle.
  
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