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La Espuma - 10
Süzlärneñ gomumi sanı 4677
Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1719
33.7 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
47.2 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
52.5 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
concede superioridad.
--¿Es usted naturalista?--le preguntó después.
--Estudio para serlo. Mi padre lo ha sido....
Mientras le mostraba su preciosa colección con el gozo especial no
exento de desdén con que los sabios enseñan sus trabajos a los profanos,
le fué enterando de su vida sencilla. Al llegar a la enfermedad de su
madre volvió a conmoverse y las lágrimas a brotar a sus ojos. Clementina
le escuchaba con atención, recorriendo con la vista los cartones que le
ponía delante, dejando escapar algunas palabras, ora de elogio a los
matizados insectos, bien de compasión cuando Raimundo llegó a
describirle la muerte de su madre. Afectaba desembarazo, distracción. No
lograba, sin embargo disipar la confusión en que la ponía el extraño
paso que había dado, la situación anómala en que se hallaba. Salió de
ella bruscamente, como hacía siempre las cosas. Se puso seria y tendió
la mano al joven, diciéndole:
--Mil gracias por su amabilidad, señor Alcázar. Me voy, celebrando mucho
que no haya sido el objeto de su persecución el que yo sospechaba.... De
todos modos, sin embargo, le ruego no continúe en ella.... Ya ve usted;
soy casada, y cualquiera podría pensar que yo la aliento o doy algún
motivo....
--Pierda usted cuidado, señora. Desde el momento en que a usted le
molesta me guardaré de seguirla. Perdóneme usted en gracia del
motivo--respondió el joven apretándole la mano con naturalidad y
afectuosa simpatía que lograron interesar a la dama. Pero no lo
demostró. Al contrario, se puso más seria y emprendió la marcha hacía la
sala. Raimundo la siguió. Al pasar delante de ella para abrirle la
puerta, le dijo con franqueza seductora:
--No valgo nada, señora; pero si algún día quisiera usted servirse de mi
insignificante persona, ¡no sabe usted el placer que me causaría con
ello!
--Gracias, gracias--repuso secamente Clementina sin detenerse.
Al llegar a la puerta de la escalera y al tirar del pasador, el joven
vió asomar la cabecita curiosa de su hermana en el fondo del pasillo.
--Ven aquí, Aurelia--le dijo.
Pero la niña no hizo caso y se retiró velozmente.
--Aurelia, Aurelia.
Bien a su pesar, ésta salió al pasillo y avanzó hacia ellos sonriente y
roja como una cereza.
--Aquí tienes a la señora de quien te he hablado, que tanto se parece a
mamá.
Aurelia la miró sin saber qué decir, sonriente y cada vez más
ruborizada.
--¿No se parece muchísimo? Dí.
--Yo no lo encuentro ...--respondió la joven después de vacilar.
--¿Lo ve usted?--exclamó la dama volviéndose a Raimundo con la sonrisa
en los labios--. No ha sido más que una fantasía, una alucinación.
Traslucíase un poco de despecho debajo de estas palabras. La presencia
de Aurelia hacía más falsa aún su situación.
--No importa--repuso Raimundo--. Yo veo claro el parecido, y basta.
La puerta estaba ya abierta.
--Tanto gusto ...--dijo Clementina dirigiéndose a Aurelia sin extenderle
la mano, inclinándose con una de esas reverencias frías, desdeñosas, con
que las damas aristócratas establecen rápidamente la distancia que las
separa del interlocutor.
Aurelia murmuró algunas frases de ofrecimiento. Raimundo salió hasta la
escalera para despedirla, repitiéndole algunas frases amables y
cordiales que no impresionaron a la dama, a juzgar por su continente
grave.
Bajó las escaleras descontenta de sí misma, embargada por una sorda
irritación. No era la primera vez, ni la segunda tampoco, que su
temperamento impetuoso la colocaba en estas situaciones anómalas y
ridículas.
VI
#Desde el «Club de los Salvajes» a casa de Calderón.#
Pintorescamente diseminados por los divanes y butacas de la gran sala de
conversación del _Club de los Salvajes_, yacen a las dos de la tarde
hasta una docena de sus miembros más asiduos. Forman grupo en un rincón
el general Patiño, Pepe Castro, Cobo Ramírez, Ramoncito Maldonado y
otros dos socios a quienes no tenemos el gusto de conocer. Algo más
lejos está Manolito Dávalos, solo. Más allá Pinedo con algunos socios,
entre los cuales sólo conocemos a Rafael Alcántara y a León Guzmán,
conde de Agreda, por haber sido los de la fiesta nocturna en casa de la
Amparo que tanto disgustó al duque de Requena. Las posturas de estos
jóvenes (porque lo son en su mayoría) responden admirablemente a la
elegancia que resplandece en todas las manifestaciones de su espíritu
refinado. Uno tiene puesta la nuca en el borde del diván y los pies en
una butaca, otro se retuerce con la mano izquierda el bigote y con la
derecha se acaricia una pantorrilla por debajo del pantalón; quién se
mantiene reclinado con los brazos en cruz; quién se digna apoyar la
suela de sus primorosas botas en el rojo terciopelo de las sillas.
Este _Club de los Salvajes_ es más bien un arreglo que una traducción
del inglés (_Savage Club_). Por mejor decir, se ha traducido con una
graciosa libertad que mantiene vivo dentro de él el genio español en
estrecha alianza con el británico. A más del título, pertenece al inglés
todo el aparato o exterior de la sociedad. Los miembros se ponen
indefectiblemente el frac por las noches si es invierno, el _smoking_ si
es verano; los criados gastan calzón corto y peluca. Hay un elegante y
espacioso comedor, sala de armas, gabinete de _toilette_, cuartos de
baño y dos o tres habitaciones para dormir. Tiene el club, asimismo,
servicio particular de coches y caballos de silla. El genio español se
manifiesta en multitud de pormenores internos. El que más lo caracteriza
es el de la ausencia de metal acuñado. Esto da origen a muchas y
extrañas relaciones de los socios entre sí y de los socios con el mundo
exterior, que constituyen una complicada y hermosa variedad que no se
hallará en ningún otro pueblo de la tierra. Da lugar, sobre todo, a un
desarrollo inmenso, inconcebible, de esa palanca poderosa con que el
siglo XIX ha llevado a término las más grandiosas y estupendas de sus
empresas, el _Crédito_. Realízanse dentro del _Club de los Salvajes_
tantas operaciones de crédito como en el Banco de Londres. No sólo se
prestan los socios entre sí dinero y juegan sobre su palabra, sino que
también realizan la misma operación con el club, considerado como
persona jurídica, y hasta con el conserje en calidad de funcionario y
como particular. Fuera del círculo, los salvajes, arrastrados de su
entusiasmo y veneración por el crédito, lo hacen jugar en casi todas sus
relaciones con el sastre, el casero, el constructor de coches, el
importador de caballos, el joyero, etc., sin mencionar aquí otras
grandes operaciones de la misma clase que de vez en cuando realizan con
algún banquero o propietario. Gracias, pues, a este inapreciable
elemento económico, se había hecho casi innecesario, entre los socios
del club, el numerario, reemplazándolo dichosamente por otro medio
enteramente abstracto y espiritual, la palabra; la palabra oral o
escrita. Vivían, gastaban lo mismo que sus colegas y modelos de Londres,
sin libras esterlinas, ni chelines, ni pesetas, ni nada.
Es evidente, pues, la superioridad del club español sobre el inglés en
este respecto. También lo es en cuanto a la franqueza y cordialidad con
que los socios se tratan entre sí. Poco a poco se habían ido alejando de
las formas correctas, ceremoniosas, que caracterizan a los graves
_gentlemen_ de la Gran Bretaña, dando a su trato cada vez más color
local, acercándolo en lo posible al de nuestros pintorescos barrios de
Lavapiés y Maravillas. El medio, la raza y el momento son elementos de
los cuales no se puede prescindir, lo mismo en la política que en las
sociedades de recreo.
El club empieza a animarse siempre después de las doce de la noche,
llega a su período álgido a las tres de la madrugada, y desde esta hora
comienza a descender. A las cinco o seis de la mañana se retiran todos
santamente en busca de reposo. Durante el día suele verse poco
concurrido. Sólo dos o tres docenas de socios van por las tardes, antes
del paseo, a culotear sus boquillas. Embotados aún por el sueño, hablan
poco. Les hace falta la excitación de la noche para que muestren en todo
su esplendor sus facultades nativas. Estas parecen concentradas en la
nobilísima tarea de poner la boquilla de un hermoso color de caramelo.
Si los objetos de arte han sido en otro tiempo objetos útiles, si el
Arte arrastra consigo la idea de inutilidad como algunos afirman, hay
que confesar que los socios del _Club de los Salvajes_, en materia de
boquillas obran como verdaderos artistas. Hácenlas venir de París y de
Londres; traen grabadas las iniciales de sus dueños y encima la
correspondiente corona de conde o marqués si el fumador lo es;
guárdanlas en preciosos estuches, y cuando llega el caso de sacarlas
para fumar lo realizan con tales cuidados y precauciones, que en
realidad se convierten en objetos molestos más que útiles. Hay salvaje
que se estraga fumando sin gana cigarro sobre cigarro, sólo por el gusto
de ahumar la boquilla antes que alguno de sus colegas. Y si no es así,
por lo menos, nadie se cuida de saborear el tabaco. Lo importante es
soplar el humo sobre la espuma de mar y que vaya tomando color por
igual. De vez en cuando sacan el fino pañuelo de batista, y con una
delicadeza que les honra se dedican largo rato a frotarla mientras su
espíritu reposa dulcemente abstraído de todo pensamiento terrenal.
Graves, solemnes, armoniosos en sus movimientos, los socios más
distinguidos del _Club de los Salvajes_ chupan y soplan el humo del
tabaco de dos a cuatro de la tarde. Hay en esta tarea algo de íntimo y
contemplativo, como en toda concepción artística, que les obliga a bajar
los párpados y a subir las pupilas para mejor recrearse en la pura
visión de la Idea.
En este elevadísimo estado de alma se hallaba nuestro amigo Pepe Castro
ahumando una que figuraba la pata de un caballo, cuando le sacó de su
éxtasis la voz de Rafael Alcántara que desde lejos le gritó:
--¿Conque es verdad que has vendido la jaca, Pepe?
--Hace ya unos días.
--¿La inglesa?
--¿La inglesa?--exclamó levantando los ojos hacia su amigo con asombro y
reconvención--. No, hombre, no; la cruzada.
--Chico, como no hace dos meses siquiera que la has comprado, no creía
que te deshicieses de ella.
--Ahí verás tú--replicó el bello calavera adoptando un continente
misterioso.
--¿Algún defecto oculto?
--A mí no se me oculta ningún defecto--dijo con orgullo.
Y todos lo creyeron; porque en este ramo del saber humano no tenía rival
en Madrid, si no era el duque de Saites, reputado como el primer mayoral
de España.
--Ah, vamos, falta de _luz_.
--Tampoco.
Rafael Alcántara se encogió de hombros y se puso a hablar con los que
tenía cerca. Era un joven rubio, de fisonomía gastada, ojos pequeños y
verdosos, malignos y duros. Como otros tres o cuatro de los que asistían
a diario al club, entraba en él y alternaba con toda la alta
aristocracia, sin derecho alguno. Alcántara era de familia humilde, hijo
de un tapicero de la calle Mayor. En muy poco tiempo se había gastado la
pequeña hacienda que le dejó su padre y después vivió del juego y a
préstamo. A todo Madrid debía y hacía gala de ello. La condición que le
mantenía abiertas las puertas de la alta sociedad era su valor y su
cinismo. Alcántara era hombre bravo de veras, se había batido tres o
cuatro veces y estaba apercibido a hacerlo por el más mínimo pretexto.
Además, era un desvergonzado, hablaba siempre en tono despreciativo,
aunque fuese a la persona más respetable, dispuesto a burlarse de todo
el mundo. Estas cualidades le habían hecho adquirir gran prestigio entre
los jóvenes salvajes. Se le trataba como a un igual, se contaba con él
en todas las francachelas; pero nadie preguntaba por su dinero.
--Mi general, le habrá a usted gustado ayer la Tosti, ¿eh?--dijo
Ramoncito Maldonado dirigiéndose a Patiño.
--En la romanza solamente,--repuso el guerrero sensible después de
dirigir con destreza una larga bocanada de humo a su boquilla que
representaba un obús montado sobre su cureña.
--No diga usted que el dúo ha estado mal.
--¡Vaya si lo digo!
--Pues, señor, entonces declaro que no entiendo una palabra porque me ha
parecido sublime--replicó el joven con señales de hallarse picado.
--Esa declaración te honra, Ramón. Sabes hacerte justicia--dijo Cobo
Ramírez, que no perdía ocasión de vejar a su amigo y rival.
--¡Ya lo creo, como que sólo tú eres el inteligente!--exclamó vivamente
el concejal--. Mira, Cobo, aquí el general puede hablar porque tiene
motivo, ¿estamos?... pero tú debes callarte porque me gastas una oreja
como la de una cocinera.
--Pero hombre, ¿por qué se picará tanto Ramoncito, en cuanto usted le
dice algo?--preguntó el general riendo.
--No sé--repuso Cobo dando un chupetón al cigarro mientras sus facciones
se contraían con una leve sonrisa burlona--. Si le contradigo se enfada,
y si repito lo que él dice, lo mismo.
--¡Se entiende, chico, se entiende! Si ya sabemos que eres un guasón de
primera fuerza. No necesitas esforzarte más delante de estos señores....
Pero lo que es ahora, has dado una buena pifia.
--Yo sostengo lo mismo que el general. El dúo estuvo muy mal
cantado--dijo con calma provocativa Cobo.
--¡Qué importa que tú sostengas uno u otro!--exclamó ya fuera de sí
Maldonado--. ¡Si no conoces una nota de música!
--¡Alto! Tengo más derecho a hablar de música, puesto que no cencerreo
como tú el piano. Por lo menos soy un ser inofensivo.
Siguió una disputa larga entre ambos, viva y descompuesta por parte de
Ramoncito, tranquila y sarcástica por la de Cobo, que se gozaba en sacar
a aquél de sus casillas. No poco se divertían también los presentes,
poniéndose unos de parte del concejal y otros de su competidor para más
prolongar el recreo.
--¿Sabéis que esta tarde se bate Alvaro Luna?--dijo uno cuando ya iban
hastiados de los dimes y diretes del concejal y Cobo.
--Eso me han dicho--respondió Pepe Castro cerrando los ojos con
voluptuosidad, mientras chupaba el cigarro--. En el jardín de Escalona,
¿verdad?
--Creo que sí.
--¿A sable?
--A sable.
--Vamos, un chirlo más--manifestó León Guzmán desde su asiento.
--Con punta.
--¡Oh! ya es otra cosa.
Y los salvajes presentes mostraron entonces interés en el duelo.
--Alvaro tira poco. El coronel debe llevarle ventaja. Es más hombre, y
además tira con energía.
--Con demasiada--dijo Pepe Castro sacando el pañuelo después de haber
arrojado la punta del cigarro y poniéndose a frotar con esmero la
boquilla.
Todos volvieron los ojos hacia él porque tenía fama de habilísimo
tirador.
--¿Crees tú?
--Desde luego. La energía es conveniente hasta cierto límite. Pasando de
él, muy expuesta, sobre todo cuando los sables tienen punta. Si se las
cortasen, todavía redoblando los ataques sin descanso se puede hacer
algo. Por lo menos, es posible aturdir al contrario. Pero cuando la
llevan hay que andarse con ojo. Alvaro no tira mucho; pero es frío,
tiene un juego cerrado y estira el pico que es un primor. Que no se
descuide el coronel.
--¿La cuestión ha sido por la cuñada de Alvaro?
--Al parecer.
--¿Y a él qué diablos le importa?
--¡Ps ... ahí verás!
--Como no esté enamorado, no comprendo....
--Todo podría ser.
--¡La niña es de oro! Este verano, en Biarritz, ella y el chico de
Fonseca se ponían de un modo por las noches en la terraza del casino,
que era cosa de sacar fotografías iluminadas.
--Allá Cobo, antes de irse, hizo también algunos cuadros disolventes en
los jardinillos.
--¡Sí, sí; bien me ha comprometido esa chica!--manifestó Cobo en tono
cómicamente desesperado.
--Ya no tenías mucho que perder. Desde el negocio de Teresa estás
deshonrado--dijo Alcántara.
--Siempre va la desgracia con la hermosura--apuntó con tonillo irónico
Ramoncito.
--¿También tú, Ramón?--exclamó con afectado asombro Cobo--. Vamos, llegó
el momento de que los pájaros tiren a las escopetas.
--Pues, señores, confieso mi debilidad. No puedo estar al lado de esa
chica sin ponerme malo--dijo León Guzmán.
--Ni esa niña puede tampoco estar al lado de un chico tan guapo y tan
risueño como tú sin ponerse enferma también--dijo Rafael Alcántara.
--¿Me quieres seducir, Rafael?
--Sí, chico, para que me dejes mañana la llave de tu cuarto y no
parezcas en toda la tarde por allá. Lo necesito.
--Es que tengo una colcha preciosa de raso.
--Se cuidará de la colcha.
--Y hay además un criado que se dedica, con gran afición, al dibujo por
las tardes.
--Se le darán dos duros al criado para que vaya a dibujar a otro lado.
--Y una vecinita que pasa la vida acechando desde su ventana lo que hay
y lo que no hay en mi habitación.
--Se la convidará ... digo, se bajarán las persianas.... Oye, Manolito,
¿te vas a pasar toda la juventud tirado en ese diván sin decir palabra?
Manolito Dávalos descansaba, en efecto, en actitud sombría y
melancólica, sin que le hubiesen impulsado a levantar la cabeza los
dichos de su amigo. Al oirse nombrar la alzó con sorpresa y mal humor.
--Si tú te encontrases en mi posición, qué poca gana tendrías de
bromear, Rafael!--dijo exhalando un suspiro.
Hay que advertir que el joven marqués de Dávalos, que nunca había
poseído una inteligencia muy clara, teníala de algún tiempo a esta parte
bastante perturbada. Según la expresión vulgar estaba un poco chiflado o
tocado. Sus amigos sabían todos que este trastorno procedía de la
ruptura con la Amparo, que le había comido en poco tiempo su fortuna y
de quien estaba aún profundamente enamorado. Tratábanle con cierta
protección entre burlona y benévola; pero se abstenían, si no es muy
embozadamente y con precauciones, de bromearle con su ex-querida, porque
alguna vez que se propasaron, Manolito fué víctima de ataques de cólera
muy semejantes a la locura. Tenía poco más de treinta años; estaba
calvo, la tez y los labios marchitos, los ojos apagados. Sus cuatro
hijos habíalos recogido la suegra. Vivía en una fonda con la pensión que
le pasaba una tía vieja de quien era presunto heredero. Sobre la
esperanza de esta herencia algunos usureros le prestaban dinero.
--Si yo me encontrara en tu caso, ¿sabes lo que haría, Manolo?...
Casarme con mi tía.
Los amigos rieron, porque la tía de Dávalos tenía cerca de ochenta años.
--Bueno, bueno--exclamó éste con acento doloroso. Bien se conoce que no
has tenido que luchar con indecentes usureros toda la mañana para
concluir por dejarles algo ... que es una infamia empeñar--añadió por lo
bajo.
--¡A mí con ingleses!... ¿Tú no sabes, Manolito, que todos los meses
tengo que renovar el timbre de la puerta de mi casa porque lo gastan
ellos de tanto tirar?... Pero yo lo tomo con más filosofía. Lejos de
disgustarme, experimento una gran satisfacción cada vez que viene a
visitarme un acreedor, porque es la prueba de que soy un buen hijo, de
que cumplo la última voluntad de mi padre.
Los salvajes de los dos grupos le miraron con curiosidad, sonriendo.
--¿Cómo es eso, Rafael?--preguntó Pepe Castro.
--Habéis de saber que mi padre se murió diciéndome: "¡El deber, hijo!
¡el deber! ¡Ante todo el deber!"... Fueron sus últimas palabras. Yo,
cumpliendo con este sagrado consejo, procuro deber todo lo posible.
Hizo gracia a sus compañeros este rasgo cínico; lo celebraron con
algazara. Rafael, sustrayéndose modestamente a sus aplausos, se acercó a
Dávalos, y pasándole una mano por encima del hombro le dijo, bajando la
voz aunque no tanto que no pudiesen oirle los amigos:
--Pues sí, Manolito, no es broma. Yo me casaría con mi tía. ¿Qué se
pierde con ello? Es una vieja.... ¡Mejor! Así se morirá más pronto. Pero
en cuanto te cases entras a manejar su fortuna y no tienes necesidad de
aguardar los años que a ella se le antoje vivir. A ti lo que te hace
falta como a mí es _guita_. Desengáñate; si la tuviéramos nos pondríamos
más gordos que Cobo Ramírez.... Además, en cuanto seas rico, le birlas
la Amparo a Salabert, ¿no comprendes?
El marquesito levantó la vista hacia su amigo abriendo mucho los ojos,
donde se reflejaba la duda de si hablaba en serio o en broma. No
advirtiendo en el rostro imperturbable de Alcántara señal de burla,
comenzó a enternecerse. Habló de su antigua querida con tal entusiasmo y
veneración que haría reir a cualquiera. El proyecto ya no le pareció tan
insensato. Se entretuvo en pensarlo largamente y estudiarlo por todas
sus fases. Mientras tanto Rafael le escuchaba con afectada atención,
animándole a proseguir con signos y frases de afirmación. Nadie pensaría
que se estaba mofando de él, a no ser porque de vez en cuando,
aprovechando los instantes en que el tocado marqués miraba a la punta de
sus botas buscando alguna frase bastante expresiva para ponderar su
amor, hacía guiños maliciosos a los amigos que los contemplaban con
curiosidad burlona.
Abrióse la mampara del salón. Apareció Alvaro Luna. Los salvajes le
acogieron con exclamaciones de afecto y burla.
--¡Bravo, bravo! Aquí está el reo en capilla.
--Mirad qué cara trae.
--¡Como que está al borde de la tumba!
El recién llegado sonrió vagamente y tendió una mirada escrutadora por
el salón. Alvaro Luna, conde de Soto, era hombre de treinta y ocho a
cuarenta años, delgado, de mediana estatura, ojos vivos y duros y rostro
bilioso.
--¿Habéis visto a Juanito Escalona?--preguntó.
--Sí--dijo uno--. Aquí ha estado hace una media hora. Me ha dicho que
le aguardases, que a las cuatro menos cuarto en punto vendría.
--Bueno, esperaremos--repuso avanzando con calma y sentándose al lado de
ellos.
La broma continuó.
--Veamos, veamos cómo está ese pulso--dijo Rafael cogiéndole por la
muñeca y sacando al mismo tiempo el reloj.
El conde entregó su mano sonriendo.
--¡Jesús, qué atrocidad! ¡Ciento treinta pulsaciones por minuto! Ningún
condenado a muerte las ha tenido.
No era verdad. El pulso estaba normal. Así lo manifestó el mismo
Alcántara a los amigos haciendo una seña negativa. Alvaro no se alteró
por la mentira. Poseído de su valor y convencido de que no dudaban de
él, siguió con la misma vaga sonrisa en los labios.
--Vaya, mañana a las cuatro de la tarde el entierro. Lo siento, porque
tenía que ir de caza con Briones--dijo uno.
--¡Y que no es pequeña la carrera desde la casa mortuoria a San
Isidro!--respondió otro.
--No, hombre, no--apuntó un tercero--; lo llevarán a la estación del
Norte para conducirlo a Soto, al panteón de familia.
Las bromas no eran de buen gusto. Sin embargo, el conde no se
impacientaba, quizá temiendo que el más pequeño signo de impaciencia, en
aquella ocasión, hiciese dudar de su serenidad. Alentados con esta
paciencia, los jóvenes salvajes cada vez le apretaban más con su vaya,
repitiendo con variantes la misma idea del entierro. La verdad es que se
iban haciendo pesados; pero no lograron ahuyentar su fría y vaga
sonrisa. Respondíales pocas veces. Cuando lo hacía era con breves
palabras displicentes. Al fin, sacando el reloj, dijo:
--Son las tres. Quedan tres cuartos de hora. ¿Quién quiere echar un
tresillo?
Era un pretexto para librarse de aquellas moscas y al mismo tiempo un
acto que confirmaba su sangre fría. Tres de los amigos se fueron con él
a la sala de juego. No tardaron en rodearles los demás. La broma siguió
lo mismo que en el salón.
--¡Miradle, cómo le tiembla la mano!
--Dentro de una hora ese hombre habrá dejado de existir.
--Oyes, Alvaro, debías de legarme la Conchilla.
--No hay inconveniente--repuso aquél arreglando sus cartas.
--Ya lo oyen ustedes, señores; la Conchilla es mía por testamento....
¿Cómo se llama este testamento, León?
--Testamento nuncupativo--dijo éste, que sabía algo de leyes por andar
en pleito hacía tiempo con unos primos.
--La Conchilla me pertenece por testamento nuncupativo. Gracias, Alvaro.
Haré que vista luto y respetaremos tu memoria hasta donde se pueda.
¿Tienes algo que encargarme?
--Sí, que la sacudas el polvo cada ocho o diez días. Si no suelta
algunas lágrimas todas las semanas se pone enferma.
--Corriente. Así se hará.
--¡Ah! y que sea con el bastón. Se ha acostumbrado a ello y no lo tolera
con la mano.
--Perfectamente.
Cada vez era mayor la algazara. La imperturbabilidad del conde hacía muy
buen efecto. Detrás de aquellas bromas se adivinaba que sus amigos le
querían y respetaban su valor. En esto apareció un criado y le presentó
una carta en bandeja de plata. La tomó y la abrió con curiosidad. Al
recorrerla volvió a sonreír y la pasó a los que tenía al lado. Era del
dueño de la Funeraria ofreciéndole sus servicios y remitiéndole un
prospecto con los precios. Alguno de aquellos chicos se había divertido
en pasarle aviso. Tampoco se ofendió: parecía interesado en el juego.
Al fin entró en la sala Juanito Escalona en su busca. Después de ajustar
cuentas se levantó de la silla. Todos le rodearon.
--¡Buena suerte, Alvaro!
--Me da el corazón que lo ensartas.
--No seas tonto; nada de ensartar. A concluir pronto, aunque sea con un
rasguño.
En aquel momento terminaban las bromas y estallaba el compañerismo. El
conde encendió un cigarro puro con toda calma y dijo con la mayor
naturalidad:
--Hasta luego, señores.
Había una parte efectiva de valor en aquella actitud serena,
imperturbable del conde; pero había también buena porción de esfuerzo y
estudio. Los jóvenes salvajes, aunque poco dados en general a la
literatura, recibían no obstante su influencia. Lo que entre ellos priva
son los folletines y las novelas de salón. Estas, novelas trazan la
figura de un hombre ideal lo mismo que los libros de caballería.
Solamente que en las antiguas novelas, el hombre dechado era el que por
amor a las nobles ideas de justicia y caridad acometía empresas
superiores a sus fuerzas. En las modernas es el que por temor al
ridículo se abstiene de todo entusiasmo y de toda acción generosa. Al
hombre que arriesgaba su vida en todos los momentos por una causa útil a
sus semejantes, ha sustituído el que la arriesga por las nonadas de la
vanidad o la soberbia. Al caballero ha sucedido el espadachín.
Quedáronse los contertulios comentando la serenidad del conde. Se le
ensalzó aunque no muy vivamente ni por mucho tiempo. Es regla primera
del buen tono no asombrarse jamás. La segunda hablar prolijamente de las
cosas leves y con sobriedad de las graves. Deshízose al fin la tertulia
vespertina. Salieron casi todos sus preclaros miembros y se esparcieron
por Madrid a difundir sus doctrinas, las cuales pueden resumirse de este
modo: "El hombre nació destinado a firmar pagarés y gastar bigotes
retorcidos. El trabajo, la instrucción, el orden, son atentatorios al
estado de naturaleza y deben proscribirse de toda sociedad bien
organizada".
Ramoncito Maldonado, como siempre, se agarró a los faldones de su amigo
Pepe Castro. El lector está enterado ya de la profunda admiración que le
profesaba. Ahora le toca saber que Pepe Castro se dejaba admirar lleno
de condescendencia, y que de vez en cuando se dignaba iniciarle en
algunos inefables secretos referentes a sus altas concepciones sobre las
yeguas inglesas y las boquillas de ámbar. Ramoncito iba poco a poco
adquiriendo nociones claras, no sólo de estas cosas, sino también del
modo más adecuado de combinar el idioma francés con el español en la
conversación familiar. Pepe Castro poseía el don admirable de olvidar,
en un momento dado, la palabra castellana, y después de algunas
vacilaciones pronunciar la francesa con perfecta naturalidad. Ramoncito
también lo hacía, pero con menos elegancia. Asimismo iba distinguiendo
bastante bien las ostras de Arcachón de las que no son de Arcachón, el
Château-Laffite del Château-Margaux, la voz de pecho, en los tenores, de
la voz de cabeza, y la pasta dentífrica de Akinson de las otras pastas
dentífricas. No obstante, Ramoncito, como todos los neófitos, mucho más
--¿Es usted naturalista?--le preguntó después.
--Estudio para serlo. Mi padre lo ha sido....
Mientras le mostraba su preciosa colección con el gozo especial no
exento de desdén con que los sabios enseñan sus trabajos a los profanos,
le fué enterando de su vida sencilla. Al llegar a la enfermedad de su
madre volvió a conmoverse y las lágrimas a brotar a sus ojos. Clementina
le escuchaba con atención, recorriendo con la vista los cartones que le
ponía delante, dejando escapar algunas palabras, ora de elogio a los
matizados insectos, bien de compasión cuando Raimundo llegó a
describirle la muerte de su madre. Afectaba desembarazo, distracción. No
lograba, sin embargo disipar la confusión en que la ponía el extraño
paso que había dado, la situación anómala en que se hallaba. Salió de
ella bruscamente, como hacía siempre las cosas. Se puso seria y tendió
la mano al joven, diciéndole:
--Mil gracias por su amabilidad, señor Alcázar. Me voy, celebrando mucho
que no haya sido el objeto de su persecución el que yo sospechaba.... De
todos modos, sin embargo, le ruego no continúe en ella.... Ya ve usted;
soy casada, y cualquiera podría pensar que yo la aliento o doy algún
motivo....
--Pierda usted cuidado, señora. Desde el momento en que a usted le
molesta me guardaré de seguirla. Perdóneme usted en gracia del
motivo--respondió el joven apretándole la mano con naturalidad y
afectuosa simpatía que lograron interesar a la dama. Pero no lo
demostró. Al contrario, se puso más seria y emprendió la marcha hacía la
sala. Raimundo la siguió. Al pasar delante de ella para abrirle la
puerta, le dijo con franqueza seductora:
--No valgo nada, señora; pero si algún día quisiera usted servirse de mi
insignificante persona, ¡no sabe usted el placer que me causaría con
ello!
--Gracias, gracias--repuso secamente Clementina sin detenerse.
Al llegar a la puerta de la escalera y al tirar del pasador, el joven
vió asomar la cabecita curiosa de su hermana en el fondo del pasillo.
--Ven aquí, Aurelia--le dijo.
Pero la niña no hizo caso y se retiró velozmente.
--Aurelia, Aurelia.
Bien a su pesar, ésta salió al pasillo y avanzó hacia ellos sonriente y
roja como una cereza.
--Aquí tienes a la señora de quien te he hablado, que tanto se parece a
mamá.
Aurelia la miró sin saber qué decir, sonriente y cada vez más
ruborizada.
--¿No se parece muchísimo? Dí.
--Yo no lo encuentro ...--respondió la joven después de vacilar.
--¿Lo ve usted?--exclamó la dama volviéndose a Raimundo con la sonrisa
en los labios--. No ha sido más que una fantasía, una alucinación.
Traslucíase un poco de despecho debajo de estas palabras. La presencia
de Aurelia hacía más falsa aún su situación.
--No importa--repuso Raimundo--. Yo veo claro el parecido, y basta.
La puerta estaba ya abierta.
--Tanto gusto ...--dijo Clementina dirigiéndose a Aurelia sin extenderle
la mano, inclinándose con una de esas reverencias frías, desdeñosas, con
que las damas aristócratas establecen rápidamente la distancia que las
separa del interlocutor.
Aurelia murmuró algunas frases de ofrecimiento. Raimundo salió hasta la
escalera para despedirla, repitiéndole algunas frases amables y
cordiales que no impresionaron a la dama, a juzgar por su continente
grave.
Bajó las escaleras descontenta de sí misma, embargada por una sorda
irritación. No era la primera vez, ni la segunda tampoco, que su
temperamento impetuoso la colocaba en estas situaciones anómalas y
ridículas.
VI
#Desde el «Club de los Salvajes» a casa de Calderón.#
Pintorescamente diseminados por los divanes y butacas de la gran sala de
conversación del _Club de los Salvajes_, yacen a las dos de la tarde
hasta una docena de sus miembros más asiduos. Forman grupo en un rincón
el general Patiño, Pepe Castro, Cobo Ramírez, Ramoncito Maldonado y
otros dos socios a quienes no tenemos el gusto de conocer. Algo más
lejos está Manolito Dávalos, solo. Más allá Pinedo con algunos socios,
entre los cuales sólo conocemos a Rafael Alcántara y a León Guzmán,
conde de Agreda, por haber sido los de la fiesta nocturna en casa de la
Amparo que tanto disgustó al duque de Requena. Las posturas de estos
jóvenes (porque lo son en su mayoría) responden admirablemente a la
elegancia que resplandece en todas las manifestaciones de su espíritu
refinado. Uno tiene puesta la nuca en el borde del diván y los pies en
una butaca, otro se retuerce con la mano izquierda el bigote y con la
derecha se acaricia una pantorrilla por debajo del pantalón; quién se
mantiene reclinado con los brazos en cruz; quién se digna apoyar la
suela de sus primorosas botas en el rojo terciopelo de las sillas.
Este _Club de los Salvajes_ es más bien un arreglo que una traducción
del inglés (_Savage Club_). Por mejor decir, se ha traducido con una
graciosa libertad que mantiene vivo dentro de él el genio español en
estrecha alianza con el británico. A más del título, pertenece al inglés
todo el aparato o exterior de la sociedad. Los miembros se ponen
indefectiblemente el frac por las noches si es invierno, el _smoking_ si
es verano; los criados gastan calzón corto y peluca. Hay un elegante y
espacioso comedor, sala de armas, gabinete de _toilette_, cuartos de
baño y dos o tres habitaciones para dormir. Tiene el club, asimismo,
servicio particular de coches y caballos de silla. El genio español se
manifiesta en multitud de pormenores internos. El que más lo caracteriza
es el de la ausencia de metal acuñado. Esto da origen a muchas y
extrañas relaciones de los socios entre sí y de los socios con el mundo
exterior, que constituyen una complicada y hermosa variedad que no se
hallará en ningún otro pueblo de la tierra. Da lugar, sobre todo, a un
desarrollo inmenso, inconcebible, de esa palanca poderosa con que el
siglo XIX ha llevado a término las más grandiosas y estupendas de sus
empresas, el _Crédito_. Realízanse dentro del _Club de los Salvajes_
tantas operaciones de crédito como en el Banco de Londres. No sólo se
prestan los socios entre sí dinero y juegan sobre su palabra, sino que
también realizan la misma operación con el club, considerado como
persona jurídica, y hasta con el conserje en calidad de funcionario y
como particular. Fuera del círculo, los salvajes, arrastrados de su
entusiasmo y veneración por el crédito, lo hacen jugar en casi todas sus
relaciones con el sastre, el casero, el constructor de coches, el
importador de caballos, el joyero, etc., sin mencionar aquí otras
grandes operaciones de la misma clase que de vez en cuando realizan con
algún banquero o propietario. Gracias, pues, a este inapreciable
elemento económico, se había hecho casi innecesario, entre los socios
del club, el numerario, reemplazándolo dichosamente por otro medio
enteramente abstracto y espiritual, la palabra; la palabra oral o
escrita. Vivían, gastaban lo mismo que sus colegas y modelos de Londres,
sin libras esterlinas, ni chelines, ni pesetas, ni nada.
Es evidente, pues, la superioridad del club español sobre el inglés en
este respecto. También lo es en cuanto a la franqueza y cordialidad con
que los socios se tratan entre sí. Poco a poco se habían ido alejando de
las formas correctas, ceremoniosas, que caracterizan a los graves
_gentlemen_ de la Gran Bretaña, dando a su trato cada vez más color
local, acercándolo en lo posible al de nuestros pintorescos barrios de
Lavapiés y Maravillas. El medio, la raza y el momento son elementos de
los cuales no se puede prescindir, lo mismo en la política que en las
sociedades de recreo.
El club empieza a animarse siempre después de las doce de la noche,
llega a su período álgido a las tres de la madrugada, y desde esta hora
comienza a descender. A las cinco o seis de la mañana se retiran todos
santamente en busca de reposo. Durante el día suele verse poco
concurrido. Sólo dos o tres docenas de socios van por las tardes, antes
del paseo, a culotear sus boquillas. Embotados aún por el sueño, hablan
poco. Les hace falta la excitación de la noche para que muestren en todo
su esplendor sus facultades nativas. Estas parecen concentradas en la
nobilísima tarea de poner la boquilla de un hermoso color de caramelo.
Si los objetos de arte han sido en otro tiempo objetos útiles, si el
Arte arrastra consigo la idea de inutilidad como algunos afirman, hay
que confesar que los socios del _Club de los Salvajes_, en materia de
boquillas obran como verdaderos artistas. Hácenlas venir de París y de
Londres; traen grabadas las iniciales de sus dueños y encima la
correspondiente corona de conde o marqués si el fumador lo es;
guárdanlas en preciosos estuches, y cuando llega el caso de sacarlas
para fumar lo realizan con tales cuidados y precauciones, que en
realidad se convierten en objetos molestos más que útiles. Hay salvaje
que se estraga fumando sin gana cigarro sobre cigarro, sólo por el gusto
de ahumar la boquilla antes que alguno de sus colegas. Y si no es así,
por lo menos, nadie se cuida de saborear el tabaco. Lo importante es
soplar el humo sobre la espuma de mar y que vaya tomando color por
igual. De vez en cuando sacan el fino pañuelo de batista, y con una
delicadeza que les honra se dedican largo rato a frotarla mientras su
espíritu reposa dulcemente abstraído de todo pensamiento terrenal.
Graves, solemnes, armoniosos en sus movimientos, los socios más
distinguidos del _Club de los Salvajes_ chupan y soplan el humo del
tabaco de dos a cuatro de la tarde. Hay en esta tarea algo de íntimo y
contemplativo, como en toda concepción artística, que les obliga a bajar
los párpados y a subir las pupilas para mejor recrearse en la pura
visión de la Idea.
En este elevadísimo estado de alma se hallaba nuestro amigo Pepe Castro
ahumando una que figuraba la pata de un caballo, cuando le sacó de su
éxtasis la voz de Rafael Alcántara que desde lejos le gritó:
--¿Conque es verdad que has vendido la jaca, Pepe?
--Hace ya unos días.
--¿La inglesa?
--¿La inglesa?--exclamó levantando los ojos hacia su amigo con asombro y
reconvención--. No, hombre, no; la cruzada.
--Chico, como no hace dos meses siquiera que la has comprado, no creía
que te deshicieses de ella.
--Ahí verás tú--replicó el bello calavera adoptando un continente
misterioso.
--¿Algún defecto oculto?
--A mí no se me oculta ningún defecto--dijo con orgullo.
Y todos lo creyeron; porque en este ramo del saber humano no tenía rival
en Madrid, si no era el duque de Saites, reputado como el primer mayoral
de España.
--Ah, vamos, falta de _luz_.
--Tampoco.
Rafael Alcántara se encogió de hombros y se puso a hablar con los que
tenía cerca. Era un joven rubio, de fisonomía gastada, ojos pequeños y
verdosos, malignos y duros. Como otros tres o cuatro de los que asistían
a diario al club, entraba en él y alternaba con toda la alta
aristocracia, sin derecho alguno. Alcántara era de familia humilde, hijo
de un tapicero de la calle Mayor. En muy poco tiempo se había gastado la
pequeña hacienda que le dejó su padre y después vivió del juego y a
préstamo. A todo Madrid debía y hacía gala de ello. La condición que le
mantenía abiertas las puertas de la alta sociedad era su valor y su
cinismo. Alcántara era hombre bravo de veras, se había batido tres o
cuatro veces y estaba apercibido a hacerlo por el más mínimo pretexto.
Además, era un desvergonzado, hablaba siempre en tono despreciativo,
aunque fuese a la persona más respetable, dispuesto a burlarse de todo
el mundo. Estas cualidades le habían hecho adquirir gran prestigio entre
los jóvenes salvajes. Se le trataba como a un igual, se contaba con él
en todas las francachelas; pero nadie preguntaba por su dinero.
--Mi general, le habrá a usted gustado ayer la Tosti, ¿eh?--dijo
Ramoncito Maldonado dirigiéndose a Patiño.
--En la romanza solamente,--repuso el guerrero sensible después de
dirigir con destreza una larga bocanada de humo a su boquilla que
representaba un obús montado sobre su cureña.
--No diga usted que el dúo ha estado mal.
--¡Vaya si lo digo!
--Pues, señor, entonces declaro que no entiendo una palabra porque me ha
parecido sublime--replicó el joven con señales de hallarse picado.
--Esa declaración te honra, Ramón. Sabes hacerte justicia--dijo Cobo
Ramírez, que no perdía ocasión de vejar a su amigo y rival.
--¡Ya lo creo, como que sólo tú eres el inteligente!--exclamó vivamente
el concejal--. Mira, Cobo, aquí el general puede hablar porque tiene
motivo, ¿estamos?... pero tú debes callarte porque me gastas una oreja
como la de una cocinera.
--Pero hombre, ¿por qué se picará tanto Ramoncito, en cuanto usted le
dice algo?--preguntó el general riendo.
--No sé--repuso Cobo dando un chupetón al cigarro mientras sus facciones
se contraían con una leve sonrisa burlona--. Si le contradigo se enfada,
y si repito lo que él dice, lo mismo.
--¡Se entiende, chico, se entiende! Si ya sabemos que eres un guasón de
primera fuerza. No necesitas esforzarte más delante de estos señores....
Pero lo que es ahora, has dado una buena pifia.
--Yo sostengo lo mismo que el general. El dúo estuvo muy mal
cantado--dijo con calma provocativa Cobo.
--¡Qué importa que tú sostengas uno u otro!--exclamó ya fuera de sí
Maldonado--. ¡Si no conoces una nota de música!
--¡Alto! Tengo más derecho a hablar de música, puesto que no cencerreo
como tú el piano. Por lo menos soy un ser inofensivo.
Siguió una disputa larga entre ambos, viva y descompuesta por parte de
Ramoncito, tranquila y sarcástica por la de Cobo, que se gozaba en sacar
a aquél de sus casillas. No poco se divertían también los presentes,
poniéndose unos de parte del concejal y otros de su competidor para más
prolongar el recreo.
--¿Sabéis que esta tarde se bate Alvaro Luna?--dijo uno cuando ya iban
hastiados de los dimes y diretes del concejal y Cobo.
--Eso me han dicho--respondió Pepe Castro cerrando los ojos con
voluptuosidad, mientras chupaba el cigarro--. En el jardín de Escalona,
¿verdad?
--Creo que sí.
--¿A sable?
--A sable.
--Vamos, un chirlo más--manifestó León Guzmán desde su asiento.
--Con punta.
--¡Oh! ya es otra cosa.
Y los salvajes presentes mostraron entonces interés en el duelo.
--Alvaro tira poco. El coronel debe llevarle ventaja. Es más hombre, y
además tira con energía.
--Con demasiada--dijo Pepe Castro sacando el pañuelo después de haber
arrojado la punta del cigarro y poniéndose a frotar con esmero la
boquilla.
Todos volvieron los ojos hacia él porque tenía fama de habilísimo
tirador.
--¿Crees tú?
--Desde luego. La energía es conveniente hasta cierto límite. Pasando de
él, muy expuesta, sobre todo cuando los sables tienen punta. Si se las
cortasen, todavía redoblando los ataques sin descanso se puede hacer
algo. Por lo menos, es posible aturdir al contrario. Pero cuando la
llevan hay que andarse con ojo. Alvaro no tira mucho; pero es frío,
tiene un juego cerrado y estira el pico que es un primor. Que no se
descuide el coronel.
--¿La cuestión ha sido por la cuñada de Alvaro?
--Al parecer.
--¿Y a él qué diablos le importa?
--¡Ps ... ahí verás!
--Como no esté enamorado, no comprendo....
--Todo podría ser.
--¡La niña es de oro! Este verano, en Biarritz, ella y el chico de
Fonseca se ponían de un modo por las noches en la terraza del casino,
que era cosa de sacar fotografías iluminadas.
--Allá Cobo, antes de irse, hizo también algunos cuadros disolventes en
los jardinillos.
--¡Sí, sí; bien me ha comprometido esa chica!--manifestó Cobo en tono
cómicamente desesperado.
--Ya no tenías mucho que perder. Desde el negocio de Teresa estás
deshonrado--dijo Alcántara.
--Siempre va la desgracia con la hermosura--apuntó con tonillo irónico
Ramoncito.
--¿También tú, Ramón?--exclamó con afectado asombro Cobo--. Vamos, llegó
el momento de que los pájaros tiren a las escopetas.
--Pues, señores, confieso mi debilidad. No puedo estar al lado de esa
chica sin ponerme malo--dijo León Guzmán.
--Ni esa niña puede tampoco estar al lado de un chico tan guapo y tan
risueño como tú sin ponerse enferma también--dijo Rafael Alcántara.
--¿Me quieres seducir, Rafael?
--Sí, chico, para que me dejes mañana la llave de tu cuarto y no
parezcas en toda la tarde por allá. Lo necesito.
--Es que tengo una colcha preciosa de raso.
--Se cuidará de la colcha.
--Y hay además un criado que se dedica, con gran afición, al dibujo por
las tardes.
--Se le darán dos duros al criado para que vaya a dibujar a otro lado.
--Y una vecinita que pasa la vida acechando desde su ventana lo que hay
y lo que no hay en mi habitación.
--Se la convidará ... digo, se bajarán las persianas.... Oye, Manolito,
¿te vas a pasar toda la juventud tirado en ese diván sin decir palabra?
Manolito Dávalos descansaba, en efecto, en actitud sombría y
melancólica, sin que le hubiesen impulsado a levantar la cabeza los
dichos de su amigo. Al oirse nombrar la alzó con sorpresa y mal humor.
--Si tú te encontrases en mi posición, qué poca gana tendrías de
bromear, Rafael!--dijo exhalando un suspiro.
Hay que advertir que el joven marqués de Dávalos, que nunca había
poseído una inteligencia muy clara, teníala de algún tiempo a esta parte
bastante perturbada. Según la expresión vulgar estaba un poco chiflado o
tocado. Sus amigos sabían todos que este trastorno procedía de la
ruptura con la Amparo, que le había comido en poco tiempo su fortuna y
de quien estaba aún profundamente enamorado. Tratábanle con cierta
protección entre burlona y benévola; pero se abstenían, si no es muy
embozadamente y con precauciones, de bromearle con su ex-querida, porque
alguna vez que se propasaron, Manolito fué víctima de ataques de cólera
muy semejantes a la locura. Tenía poco más de treinta años; estaba
calvo, la tez y los labios marchitos, los ojos apagados. Sus cuatro
hijos habíalos recogido la suegra. Vivía en una fonda con la pensión que
le pasaba una tía vieja de quien era presunto heredero. Sobre la
esperanza de esta herencia algunos usureros le prestaban dinero.
--Si yo me encontrara en tu caso, ¿sabes lo que haría, Manolo?...
Casarme con mi tía.
Los amigos rieron, porque la tía de Dávalos tenía cerca de ochenta años.
--Bueno, bueno--exclamó éste con acento doloroso. Bien se conoce que no
has tenido que luchar con indecentes usureros toda la mañana para
concluir por dejarles algo ... que es una infamia empeñar--añadió por lo
bajo.
--¡A mí con ingleses!... ¿Tú no sabes, Manolito, que todos los meses
tengo que renovar el timbre de la puerta de mi casa porque lo gastan
ellos de tanto tirar?... Pero yo lo tomo con más filosofía. Lejos de
disgustarme, experimento una gran satisfacción cada vez que viene a
visitarme un acreedor, porque es la prueba de que soy un buen hijo, de
que cumplo la última voluntad de mi padre.
Los salvajes de los dos grupos le miraron con curiosidad, sonriendo.
--¿Cómo es eso, Rafael?--preguntó Pepe Castro.
--Habéis de saber que mi padre se murió diciéndome: "¡El deber, hijo!
¡el deber! ¡Ante todo el deber!"... Fueron sus últimas palabras. Yo,
cumpliendo con este sagrado consejo, procuro deber todo lo posible.
Hizo gracia a sus compañeros este rasgo cínico; lo celebraron con
algazara. Rafael, sustrayéndose modestamente a sus aplausos, se acercó a
Dávalos, y pasándole una mano por encima del hombro le dijo, bajando la
voz aunque no tanto que no pudiesen oirle los amigos:
--Pues sí, Manolito, no es broma. Yo me casaría con mi tía. ¿Qué se
pierde con ello? Es una vieja.... ¡Mejor! Así se morirá más pronto. Pero
en cuanto te cases entras a manejar su fortuna y no tienes necesidad de
aguardar los años que a ella se le antoje vivir. A ti lo que te hace
falta como a mí es _guita_. Desengáñate; si la tuviéramos nos pondríamos
más gordos que Cobo Ramírez.... Además, en cuanto seas rico, le birlas
la Amparo a Salabert, ¿no comprendes?
El marquesito levantó la vista hacia su amigo abriendo mucho los ojos,
donde se reflejaba la duda de si hablaba en serio o en broma. No
advirtiendo en el rostro imperturbable de Alcántara señal de burla,
comenzó a enternecerse. Habló de su antigua querida con tal entusiasmo y
veneración que haría reir a cualquiera. El proyecto ya no le pareció tan
insensato. Se entretuvo en pensarlo largamente y estudiarlo por todas
sus fases. Mientras tanto Rafael le escuchaba con afectada atención,
animándole a proseguir con signos y frases de afirmación. Nadie pensaría
que se estaba mofando de él, a no ser porque de vez en cuando,
aprovechando los instantes en que el tocado marqués miraba a la punta de
sus botas buscando alguna frase bastante expresiva para ponderar su
amor, hacía guiños maliciosos a los amigos que los contemplaban con
curiosidad burlona.
Abrióse la mampara del salón. Apareció Alvaro Luna. Los salvajes le
acogieron con exclamaciones de afecto y burla.
--¡Bravo, bravo! Aquí está el reo en capilla.
--Mirad qué cara trae.
--¡Como que está al borde de la tumba!
El recién llegado sonrió vagamente y tendió una mirada escrutadora por
el salón. Alvaro Luna, conde de Soto, era hombre de treinta y ocho a
cuarenta años, delgado, de mediana estatura, ojos vivos y duros y rostro
bilioso.
--¿Habéis visto a Juanito Escalona?--preguntó.
--Sí--dijo uno--. Aquí ha estado hace una media hora. Me ha dicho que
le aguardases, que a las cuatro menos cuarto en punto vendría.
--Bueno, esperaremos--repuso avanzando con calma y sentándose al lado de
ellos.
La broma continuó.
--Veamos, veamos cómo está ese pulso--dijo Rafael cogiéndole por la
muñeca y sacando al mismo tiempo el reloj.
El conde entregó su mano sonriendo.
--¡Jesús, qué atrocidad! ¡Ciento treinta pulsaciones por minuto! Ningún
condenado a muerte las ha tenido.
No era verdad. El pulso estaba normal. Así lo manifestó el mismo
Alcántara a los amigos haciendo una seña negativa. Alvaro no se alteró
por la mentira. Poseído de su valor y convencido de que no dudaban de
él, siguió con la misma vaga sonrisa en los labios.
--Vaya, mañana a las cuatro de la tarde el entierro. Lo siento, porque
tenía que ir de caza con Briones--dijo uno.
--¡Y que no es pequeña la carrera desde la casa mortuoria a San
Isidro!--respondió otro.
--No, hombre, no--apuntó un tercero--; lo llevarán a la estación del
Norte para conducirlo a Soto, al panteón de familia.
Las bromas no eran de buen gusto. Sin embargo, el conde no se
impacientaba, quizá temiendo que el más pequeño signo de impaciencia, en
aquella ocasión, hiciese dudar de su serenidad. Alentados con esta
paciencia, los jóvenes salvajes cada vez le apretaban más con su vaya,
repitiendo con variantes la misma idea del entierro. La verdad es que se
iban haciendo pesados; pero no lograron ahuyentar su fría y vaga
sonrisa. Respondíales pocas veces. Cuando lo hacía era con breves
palabras displicentes. Al fin, sacando el reloj, dijo:
--Son las tres. Quedan tres cuartos de hora. ¿Quién quiere echar un
tresillo?
Era un pretexto para librarse de aquellas moscas y al mismo tiempo un
acto que confirmaba su sangre fría. Tres de los amigos se fueron con él
a la sala de juego. No tardaron en rodearles los demás. La broma siguió
lo mismo que en el salón.
--¡Miradle, cómo le tiembla la mano!
--Dentro de una hora ese hombre habrá dejado de existir.
--Oyes, Alvaro, debías de legarme la Conchilla.
--No hay inconveniente--repuso aquél arreglando sus cartas.
--Ya lo oyen ustedes, señores; la Conchilla es mía por testamento....
¿Cómo se llama este testamento, León?
--Testamento nuncupativo--dijo éste, que sabía algo de leyes por andar
en pleito hacía tiempo con unos primos.
--La Conchilla me pertenece por testamento nuncupativo. Gracias, Alvaro.
Haré que vista luto y respetaremos tu memoria hasta donde se pueda.
¿Tienes algo que encargarme?
--Sí, que la sacudas el polvo cada ocho o diez días. Si no suelta
algunas lágrimas todas las semanas se pone enferma.
--Corriente. Así se hará.
--¡Ah! y que sea con el bastón. Se ha acostumbrado a ello y no lo tolera
con la mano.
--Perfectamente.
Cada vez era mayor la algazara. La imperturbabilidad del conde hacía muy
buen efecto. Detrás de aquellas bromas se adivinaba que sus amigos le
querían y respetaban su valor. En esto apareció un criado y le presentó
una carta en bandeja de plata. La tomó y la abrió con curiosidad. Al
recorrerla volvió a sonreír y la pasó a los que tenía al lado. Era del
dueño de la Funeraria ofreciéndole sus servicios y remitiéndole un
prospecto con los precios. Alguno de aquellos chicos se había divertido
en pasarle aviso. Tampoco se ofendió: parecía interesado en el juego.
Al fin entró en la sala Juanito Escalona en su busca. Después de ajustar
cuentas se levantó de la silla. Todos le rodearon.
--¡Buena suerte, Alvaro!
--Me da el corazón que lo ensartas.
--No seas tonto; nada de ensartar. A concluir pronto, aunque sea con un
rasguño.
En aquel momento terminaban las bromas y estallaba el compañerismo. El
conde encendió un cigarro puro con toda calma y dijo con la mayor
naturalidad:
--Hasta luego, señores.
Había una parte efectiva de valor en aquella actitud serena,
imperturbable del conde; pero había también buena porción de esfuerzo y
estudio. Los jóvenes salvajes, aunque poco dados en general a la
literatura, recibían no obstante su influencia. Lo que entre ellos priva
son los folletines y las novelas de salón. Estas, novelas trazan la
figura de un hombre ideal lo mismo que los libros de caballería.
Solamente que en las antiguas novelas, el hombre dechado era el que por
amor a las nobles ideas de justicia y caridad acometía empresas
superiores a sus fuerzas. En las modernas es el que por temor al
ridículo se abstiene de todo entusiasmo y de toda acción generosa. Al
hombre que arriesgaba su vida en todos los momentos por una causa útil a
sus semejantes, ha sustituído el que la arriesga por las nonadas de la
vanidad o la soberbia. Al caballero ha sucedido el espadachín.
Quedáronse los contertulios comentando la serenidad del conde. Se le
ensalzó aunque no muy vivamente ni por mucho tiempo. Es regla primera
del buen tono no asombrarse jamás. La segunda hablar prolijamente de las
cosas leves y con sobriedad de las graves. Deshízose al fin la tertulia
vespertina. Salieron casi todos sus preclaros miembros y se esparcieron
por Madrid a difundir sus doctrinas, las cuales pueden resumirse de este
modo: "El hombre nació destinado a firmar pagarés y gastar bigotes
retorcidos. El trabajo, la instrucción, el orden, son atentatorios al
estado de naturaleza y deben proscribirse de toda sociedad bien
organizada".
Ramoncito Maldonado, como siempre, se agarró a los faldones de su amigo
Pepe Castro. El lector está enterado ya de la profunda admiración que le
profesaba. Ahora le toca saber que Pepe Castro se dejaba admirar lleno
de condescendencia, y que de vez en cuando se dignaba iniciarle en
algunos inefables secretos referentes a sus altas concepciones sobre las
yeguas inglesas y las boquillas de ámbar. Ramoncito iba poco a poco
adquiriendo nociones claras, no sólo de estas cosas, sino también del
modo más adecuado de combinar el idioma francés con el español en la
conversación familiar. Pepe Castro poseía el don admirable de olvidar,
en un momento dado, la palabra castellana, y después de algunas
vacilaciones pronunciar la francesa con perfecta naturalidad. Ramoncito
también lo hacía, pero con menos elegancia. Asimismo iba distinguiendo
bastante bien las ostras de Arcachón de las que no son de Arcachón, el
Château-Laffite del Château-Margaux, la voz de pecho, en los tenores, de
la voz de cabeza, y la pasta dentífrica de Akinson de las otras pastas
dentífricas. No obstante, Ramoncito, como todos los neófitos, mucho más
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