Flor de mayo - 15
Süzlärneñ gomumi sanı 4223
Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1515
30.4 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
44.0 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
51.3 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
espuerta de esparto, vieja, rota, cubierta por una costra de basura,
igual á la que él llevaba á la espalda cuando niño.
Era el pasado que reaparecía para echarle en cara su infidelidad.
¿No se había emancipado de la miseria de su clase? Pues ya lo tenía
todo; que comiera, que se regodeara con la satisfacción de ser
considerado como un ser superior.
Lo otro, lo desconocido, lo que le hacía temblar con intensa emoción,
era para los infelices, para los que luchaban por la vida.
El cura gimió con desesperación, sintiendo en torno de él el vacío y la
frialdad, pensando que si sus manos ahora consagradas hubiesen seguido
porteando el mísero capazo, estaría en tal instante arrebujado en
aquella blanda cama del _estudi_ nupcial, viendo cómo Toneta, al aire
sus hermosos brazos y marcada bajo el fino lienzo su robustez armoniosa,
se contemplaba en el espejo sonriendo ruborizada con los recuerdos de la
noche de bodas.
Y el pobre cura lloró como un niño; lloró hasta que el esquilón de la
iglesia con su gangueo de vieja comenzó á llamarle á la misa primera.
Guapeza valenciana
I
Buenos parroquianos tuvo aquella mañana el cafetín del _Cubano_. La flor
de la guapeza, los valientes más valientes que campaban en Valencia por
sus propios méritos; todos cuantos vivían á estilo de caballero andante
por la fuerza de su brazo; los que formaban la guardia de puertas en las
timbas, los que llevaban la parte de terror en la banca, los que iban á
tiros ó cuchilladas en las calles, sin tropezar nunca, en virtud de
secretas inmunidades, con la puerta del presidio, estaban allí, bebiendo
á sorbos la copita matinal de aguardiente, con la gravedad de buenos
burgueses que van á sus negocios.
El dueño del cafetín les servía con solicitud de admirador entusiasta,
mirando de reojo todas aquellas caras famosas, y no faltaban chicuelos
de la vecindad que asomaban curiosos á la puerta, señalando con el dedo
á los más conocidos.
La baraja estaba completa. ¡Vive Dios!, que era un verdadero
acontecimiento ver reunidos en una sola familia, bebiendo amigablemente,
á todos los guapos que días antes tenían alarmada la ciudad y cada dos
noches andaban á tiros por Pescadores ó la calle de las Barcas, para
provecho de los periódicos noticieros, mayor trabajo de las casas de
Socorro y no menos fatiga de los policías, que echaban á correr á los
primeros rugidos de aquellos leones que se disputaban el privilegio de
vivir á costa de un valor más ó menos reconocido.
Allí estaban todos. Los cinco hermanos _Bandullos_, una dinastía que al
mamar llevaba ya cuchillo, que se educó degollando reses en el Matadero
y con una estrecha solidaridad lograba que cada uno valiera por cinco y
el prestigio de la familia fuese indiscutible. Allí _Pepet_, un valentón
rústico que usaba zapatos por la primera vez en su vida y había sido
extraído de la Ribera por un dueño de timba, para colocarlo frente á los
terribles _Bandullos_, que le molestaban con sus exigencias y continuos
tributos; y en torno de estas eminencias de la profesión, hasta una
docena de valientes de segunda magnitud, gente que pasaba la vida
penando por no trabajar: guardianes de casas de juego que estaban de
vigilancia en la puerta desde el mediodía hasta el amanecer, por ganarse
tres pesetas, lobos que no habían hecho aun más que morder á algún
señorito enclenque ó asustar á los municipales, maestros de cuchillo que
poseían golpes secretos é irresistibles, á pesar de lo cual habían
perdido la cuenta de las bofetadas y palos recibidos en esta vida.
Aquello era una fiesta importantísima, digna de que la voceasen por la
noche los vendedores de _La Correspondencia_ á falta de _¡el crimen de
hoy!_
Iban todos á comerse una _paella_ en el camino de Burjasot, para
solemnizar dignamente las paces entre los _Bandullos_ y Pepet.
Los hombres, cuanto más hombres, más serios para ganarse la vida.
¿Qué se iba adelantando con hacerse la guerra sin cuartel y reñir
batalla todas las noches? Nada; que se asustaran los tontos y rieran los
listos; pero en resumen, ni una peseta y los padres de familia expuestos
á ir á presidio.
Valencia era grande y había pan para todos. Pepet no se metería para
nada con la timba que tenían los _Bandullos_ y éstos le dejarían con
mucha complacencia que gozase en paz lo que sacara de las otras. Y en
cuanto á quiénes eran los valientes, si los unos ó el otro, eso quedaba
en alto y no había por qué mentarlo: todos eran valientes y se iban
rectos al bulto; la prueba estaba en que después de un mes de buscarse,
de emprenderse á tiros ó cuchillo en mano, entre sustos de los
transeuntes, corridas y cierres de puertas, no se habían hecho el más
ligero rasguño.
Había que respetarse, caballeros, y campar cada uno como pudiera.
Y mediando por ambas partes excelentes amigos, se llegó al arreglo.
Aquella buena armonía alegraba el alma, y los satélites de ambos bandos
conmovíanse en el cafetín del _Cubano_ al ver cómo los _Bandullos_
mayores, hombres sesudos, carianchos y cuidadosamente afeitados con
cierto aire monacal, distinguían á Pepet y le ofrecían copas y cigarros;
finezas á las que respondía con gruñidos de satisfacción aquel gañán
ribereño, negro, apretado de cejas, enjuto y como cohibido al no verse
con alpargatas, manta y retaco al brazo, tal como iba en su pueblo á
ejecutar las órdenes del cacique. De su nuevo aspecto sólo le causaba
satisfacción la gruesa cadena de reloj y un par de sortijas con enormes
culos de vaso, distintivos de su fortuna que le producían infantil
alegría.
El único que en la respetable reunión podía meter la pata era el menor
de los _Bandullos:_ un chiquillo fisgón é insultadorcillo que abusaba
del prestigio de la familia, sin más historia ni méritos que romper el
capote á los municipales ó patear el farolillo de algún sereno siempre
que se emborrachaba, hazañas que obligaban á sus poderosos hermanos á
echar mano de las influencias, pidiendo á este y al otro que tapasen
tales tonterías á cambio de sus buenos servicios en las elecciones.
Él era el único que se había opuesto á las paces con Pepet, y no
mostraba ahora, en un día de concordia y olvido, la buena crianza de sus
hermanos. Pero ya se encargarían éstos de meter en cintura aquel bicho
ruin, que no valía una bofetada y quería perder á los hombres de mérito.
Salieron todos del cafetín formando grupo, por el centro del arroyo, con
aire de superioridad, como si la ciudad entera fuese suya, saludados con
sonriente respeto por las parejas de agentes que estaban en las
esquinas.
¡Vaya una partida! Marchaban graves, como si la costumbre de hacer miedo
les impidiese sonreir; hablaban lentamente, escupiendo á cada instante,
con voz fosca y forzada, cual si la sacaran de los talones, y se
llevaban las manos á las sienes, atusándose los bucles y torciendo el
morro con compasivo desprecio á todo cuanto les rodeaba.
Por un contraste caprichoso, aquellos buenos mozos malcarados exhibían
como gala el pie pequeño, usaban botas de tacón alto adornadas con
pespuntes, lo que les daba cierto aire de afeminamiento, así como los
pantalones estrechos y las chaquetas ajustadas, marcando protuberancias
musculosas ó míseros armazones de piel y huesos en que los nervios
suplían á la robustez.
Los había que empuñaban escandalosos garrotes ó barras de hierro
forradas de piel, golpeando con estrépito los adoquines, como si
quisieran anunciar el paso de la fiera; pero otros usaban bastoncillos
endebles ó no se apoyaban en nada, pues bastante compañía llevaban
sobre las caderas, con el cuchillo como un machete y la pistola del
quince, más segura que el revólver.
Aquel desfile de guapos detúvose en todos los cafetines del tránsito,
para refrescar con medias libras de aguardiente, convidando á los
policías conocidos que encontraban al paso, y cerca de las doce llegaron
á la alquería del camino de Burjasot, donde la _paella_ burbujeaba ya
sobre los sarmientos, faltando sólo que la echasen el arroz.
Cuando se sentaron á comer estaban medio borrachos, mas no por esto
perdieron su fúnebre y despreciativa gravedad.
II
Eran gente de buenas tragaderas, y pronto salió á luz el fondo de la
sartén, viéndose, por los profundos agujeros que las cucharas de palo
abrían en la masa de arroz, el meloso _socarraet_, el bocado más
exquisito de la _paella_.
De vino, no digamos. Á un lado estaba el pellejo, vacío, exangüe,
estremeciéndose con las convulsiones de la agonía, y las rondas eran
interminables, pasando de mano en mano los enormes vasos, en cuyo negro
contenido nadaban los trozos de limón, para hacer más aromático el
líquido.
Á los postres, aquellas caras perdieron algo de su máscara feroz; se
reía y bromeaba, con la pretina suelta para favorecer la digestión y
lanzando poderosos regüeldos.
Salían á conversación todos los amigos que se hallaban ausentes por
voluntad ó por fuerza; el tío _Tripa_, que había muerto hecho un santo
después de una vida de trueno; los _Donsainers_, huídos á Buenos Aires
por unos golpes tan mal dados, que el asunto no se pudo arreglar aun
mediando el mismo gobernador de la provincia; y la gente de menor
cuantía que estaba en San Agustín ó San Miguel de los Reyes, inocentones
que se echaron á valientes sin contar antes con buenos protectores.
¡Cristo! Que era una lástima que hombres de tanto mérito hubieran muerto
ó se hallaran pudriendo en la cárcel ó en el extranjero. Aquéllos eran
valientes de verdad, no los de ahora, que son en su mayoría unos muertos
de hambre, á quienes la miseria obliga á echárselas de guapos á falta de
valor para pegarse un tiro.
Esto lo decía el _Bandullo_ pequeño, aquel trastuelo, que se había
propuesto alterar la reunión pinchando á Pepet, y á quien sus hermanos
lanzaban severas miradas por su imprudencia. ¡Criatura más
comprometedora! Con chicos no puede irse á ninguna parte.
Pero el escuerzo ruin no se daba por entendido. Tenía mal vino y
parecía haber ido á la _paella_ por el sólo gusto de insultar á Pepet.
Había que ver su cara enjuta, de una palidez lívida, con aquel lunar
largo y retorcido, para convencerse de que le dominaba el afán de
acometividad, el odio irreconciliable que lucía en sus ojos y hacía
latir las venas de su frente.
Sí señor; él no podía transigir con ciertos valientes que no tienen
corazón, sino estómago hambriento; _ruqueròls_ que olían todavía al
estiércol de la cuadra en que habían nacido y venían á estorbar á las
personas decentes. Si otros querían callar, que callasen. Él no; y no
pensaba parar hasta que se viera que toda la guapeza de esos tales era
mentira, cortándoles la cara y lo de más allá.
Por fortuna, estaban presentes los _Bandullos_ mayores, gente sesuda que
no gustaba de compromisos más que cuando eran irremediables. Miraban á
Pepet, que estaba pálido, mascando furiosamente su cigarro, y le decían
al oído, excusando la embriaguez del pequeño:
--_No fases cas: está bufat._
¡Pero buena excusa era aquella con un bicho tan rabioso! Se crecía ante
el silencio é insultaba sin miedo alguno.
Lo que él decía allí lo repetía en todas partes. Había muchos
embusteros. Valientes de _mata mòrta_ como los melones malos. Él conocía
un guapo que se creía una fiera porque le habían vestido de señor:
mentira, todo mentira. El muy fachenda, hasta intentaba presumir y le
hacía corrococos á María la _Borriquera_, la cordobesa que cantaba
flamenco en el café de la Peña... ¡Ya voy!... Ella se burlaba del muy
bruto: tenía poco mérito para engañarla; la chica se reservaba para
hombres de valía, para valientes de verdad; él, por ejemplo, que estaba
cansado de acompañarla por las madrugadas cuando salía del café.
Ahora sí que no valieron las benévolas insinuaciones de los hermanos
mayores. Pepet estaba magnífico, puesto de pie, irguiendo su poderoso
corpachón, con los ojos centelleantes bajo las espesas cejas y
extendiendo aquel brazo musculoso y potente que era un verdadero ariete.
Respondía con palabras que la ira cortaba y hacía temblar:
--_Aixó es mentira... ¡Mocós!_
Pero apenas había terminado, un vaso de vino le fué recto á los ojos,
separándolo Pepet de una zarpada é hiriéndose el dorso de la mano con
los vidrios rotos.
Buena se armó entonces... Las mujeres de la alquería huyeron adentro
lanzando agudos chillidos; todo el honorable concurso saltó de sus
silletas de cuerda, rascándose el cinto, y allí salió á relucir un
verdadero arsenal: navajas de lengua de toro, cuchillos pesados y anchos
como de carnicería, pistolas que se montaban con espeluznante ruido
metálico.
La reunión dividióse instantáneamente en dos bandos. Á un lado los
_Bandullos_ cuchillo en mano, pálidos por la emoción, pero torciendo el
morro con desprecio ante aquellos mendigos que se atrevían á
emanciparse, y al otro, rodeando á Pepet, todos, absolutamente todos los
convidados, gente que había sobrellevado con paciencia el despotismo de
la familia bandullesca y que ahora veía ocasión para emanciparse.
Miráronse en silencio por algunos segundos, queriendo cada uno que los
otros empezaran.
¡Vaya, caballeros! La cosa no podía quedar así... Allí se había
insultado á un hombre, y de hombre á hombre no va nada.
Al fin el reñir es de hombres.
Era una lástima que la fiesta terminase mal, pero entre hombres ya se
sabe: hay que estar á todo. Dejar sitio y que se las arreglen los
hombres como puedan.
Los amigos de Pepet, que estaban en sus glorias y se mostraban fieros
por la superioridad del número, colocáronse ante los _Bandullos_
mayores, cortándoles el paso con los cuchillos y sus palabras.
En ocasiones como aquella había que demostrar la entraña de valiente.
Nada importaba que fuese su hermano. Había insultado y debía probar sin
ayuda ajena que tenía tanto de aquello como de lengua.
Pero las razones eran inútiles. Estaban frente á frente los dos
enemigos, á la puerta de la alquería, bajo aquella hermosa parra por
entre cuyos pámpanos se filtraban los rayos del sol dorando las
telarañas que envolvían las uvas.
El pequeño, extendiendo la diestra armada de ancha faca, y cubriéndose
el pecho con el brazo izquierdo, saltaba como una mona, haciendo gala de
la esgrima presidiaria aprendida en los corralones de la calle de
Cuarte.
Todos callaban. Oíase el zumbido de los moscardones en aquella tibia
atmósfera de primavera, el susurrar de la vecina acequia, el murmullo
del trigo agitando sus verdes espigas y el chirriar lejano de algún
carro junto con los gritos de los labradores que trabajaban en sus
campos.
Iba á correr sangre, y todos avanzaban el pescuezo con malsana
curiosidad, para dar faltas y buenas sobre el modo de reñir.
El bicho maldito no se aquietaba y seguía insultando. ¡Á ver! Que se
atracara aquel guapo y vería cuán pronto le echaba la _tanda_ al suelo.
¡Y vaya si se atracó! Pero con un valor primitivo; no con la arrogancia
del león, sino con la acometividad del toro; bajando la dura testa,
encorvando su musculoso pecho, con el impulso irresistible de una
catapulta.
De una zarpada se llevó por delante tambaleando y desarmado al pequeño
_Bandullo_, y antes de que cayera al suelo le hundió el cuchillo en un
costado, de abajo arriba, con tal fuerza que casi lo levantó en el
aire.
Cayó el chicuelo, llevándose ambas manos al costado, á la desgarrada
faja que rezumaba sangre, y hubo un murmullo de asombro casi semejante á
un aplauso.
¡Buen pájaro era aquel Pepet! Cualquiera se metía con un bruto así.
Los _Bandullos_ lanzáronse sobre su caído hermano, trémulos de coraje, y
hubo de ellos que requirieron sus armas con desesperación, como
dispuestos á cerrar con aquel numeroso grupo de enemigos y morir matando
para desagravio de la familia, que no podía consentir tal deshonra.
Pero les contuvo un gesto imperioso del hermano mayor, Néstor de la
familia, cuyas indicaciones seguían todos ciegamente. Aun no se había
acabado el mundo. Lo que él aconsejaba y siempre salía bien: paciencia y
mala intención.
El pequeño, pálido, casi exánime, echando sangre y más sangre por entre
la faja, fué llevado por sus hermanos á la tartana, que aguardaba cerca
de la alquería desde que trajo por la mañana todo el _arreglo_ de la
_paella_.
¡Arrea, tartanero!... ¡Al Hospital! Donde van los hombres cuando están
en desgracia.
Y la tartana se alejó dando tumbos que arrancaban al herido rugidos de
dolor.
Pepet limpió su cuchillo con hojas de ensalada que había en el suelo, lo
lavó en la acequia y volvió á guardarlo con tanto cariño como si fuese
un hijo.
El ribereño había crecido desmesuradamente á los ojos de todos aquellos
emancipados que le rodeaban, y de regreso á Valencia, por la polvorienta
carretera, se quitaban la palabra unos á otros para darle consejos.
Á la policía no había que tenerle cuidado. Entre valientes era de rigor
el silencio. El pequeño diría en el Hospital que no conocía á quien le
hirió, y si era tan ruin que intentara cantar, allí estarían sus
hermanos para enseñarle la obligación.
Á quien debía mirar de lejos era á los _Bandullos_ que quedaban sanos.
Eran gente de cuidado. Para ellos lo importante era pegar, y si no
podían de frente, lo mismo les daba á traición. ¡Ojo, Pepet! Aquello no
lo perdonarían, más que por el hermano, por el buen sentimiento de la
familia.
Pero al valentón ribereño aun le duraba la excitación de la lucha y
sonreía despreciativamente. Al fin aquello tenía que ocurrir. Había
venido á Valencia para pegarles á los _Bandullos_; donde estaba él no
quería más guapos: ya había asegurado á uno; ahora que fuesen saliendo
los otros y á todos los arreglaría.
Y como prueba de que no tenía miedo, al pasar el puente de San José y
meterse todos en la ciudad, amenazó con un par de guantadas al que
intentara acompañarle.
Quería ir solo por ver si así le salían al paso aquellos enemigos.
Conque... ¡largo y hasta la vista!
¡Qué hígados de hombre! Y la turba bravucona se disolvió, ansiosa de
relatar en cafetines y timbas la caída de los _Bandullos_, añadiendo con
aire de importancia que habían presenciado la terrible _gabinetá_ de
aquel valentón que juraba el exterminio de la familia.
Bien decía el ribereño que no tenía miedo ni le inquietaban los
_Bandullos_. No había más que verle á las once de la noche marchando por
la calle de las Barcas con desembarazada confianza.
Iba á la Peña, á oír á su adorada novia la _Borriquera_.
¡Mala pécora! Si resultaba cierto lo que aquel chiquillo insultador le
había dicho antes de recibir el golpe, á ella le cortaba la cara, y
después no dejaba botella ni títere sano en todo el café.
Aun le duraba la excitación de la riña, aquella rabia destructora que le
dominaba después de haber _hecho_ sangre.
Ahora, antes que se enfriase, debieran salirle al encuentro los
_Bandullos_, uno á uno ó todos juntos. Se sentía con ánimos para de la
primera rebanada partirlos en redondo.
Estaba ya en la subida de la Morera, cuando sonó un disparo, y el
valentón sintió un golpe en la espalda, al mismo tiempo que se nublaba
su vista y le zumbaban los oídos.
¡Cristo! Eran ellos que acababan de herirle.
Y llevándose la mano al cinto, tiró de su pistola del quince, pero antes
de que volviera la cara, sonó otro disparo y Pepet cayó redondo.
Corría la gente, cerrábanse las puertas con estrépito, sonaban pitos y
más pitos al extremo de la calle, sin que por esto se viese un kepis por
parte alguna, y aprovechándose del pánico abandonaron los _Bandullos_ la
protectora esquina, avanzando cuchillo en mano hacia el inerte cuerpo,
al que removieron de una patada como si fuese un talego de ropa.
--_Ben mòrt está._
Y para convencerse más, se inclinó uno de ellos sobre la cabeza del
muerto, guardándose algo en el bolsillo.
Cuando llegaron los guardias y se amotinó la gente en torno del cadáver,
esperando la llegada del juzgado, vióse á la luz de algunos fósforos la
cara moruna de Pepet el de la Ribera, con los ojos desmesurados y
vidriosos y junto á la sien derecha una desolladura roja que aun manaba
sangre.
Le habían cortado una oreja como á los toros muertos con arte.
III
El entierro fué una manifestación.
Aun quedaba sangre de valientes: la raza no iba á terminar tan pronto
como muchos creían.
Los amos de las casas de juego marchaban en primer término tras el
ataúd, como afligidos protectores del muerto, y tras ellos todos los
matones de segunda fila y los aspirantes á la clase: morralla del
Mercado y del Matadero que esperaba ocasión para revelarse, y hacía sus
ensayos de guapeza yendo á pedir alguna peseta en los billares ó timbas
de calderilla.
Aquel cortejo de caras insolentes con gorrillas ladeadas y tufos en las
orejas, hacía apartarse á los transeuntes, pensando en el gran golpe que
se perdía la guardia civil.
¡Qué magnífica redada podía echarse!
Pero no; había que respetar el dolor sincero de aquella gente que
lloraba al muerto con toda su alma, con una ingenuidad jamás vista en
los entierros.
¿Era así como se mataba á los hombres? ¡Cobardes!... _¡morrals!_... ¡y
después querían los _Bandullos_ pasar por bravos! Santo y bueno que le
hubiesen tirado el hígado al suelo riñendo cara á cara, pues á esto
están expuestos los hombres que valen; pero matarlo por la espalda y con
pistola para no acercarse mucho, era una canallada que merecía garrote.
¡Morir á manos de unos ruines un chico que tanto valía! Parecía
imposible que la prensa no protestase y que la ciudad entera no se
sublevara contra los _Bandullos_. ¿Y lo de cortarle la oreja?
_Ambusteros_, más que _ambusteros_. Eso está bien que se haga con uno á
quien se mata de frente; en casos así hay que guardar un recuerdo;
pero... ¡vamos! cuando no hay de qué y sólo tienen ciertas gentes motivo
para avergonzarse, irrita que se pongan moños. Y lo más triste era que
muerto Pepet, el valiente de verdad, el guapo entre los guapos, los
_Bandullos_ camparían como únicos amos, y las personas decentes, que
eran los demás, tendrían que juntarse para que les diesen las sobras y
poder comer. ¡Tan tranquilos que estaban, amparados por aquel león de la
Ribera que se había propuesto acabar con los _Bandullos_!...
Los que más irritados se mostraban eran los neófitos, los aprendices que
no habían estrenado la _tea_ que llevaban cruzada sobre los riñones; los
que no tenían aún categoría para vivir de la tremenda, pero que sentían
por Pepet la misma adoración de los salvajes ante un astro nuevo.
Y todos ellos, que pretendían meter miedo al mundo con sólo un gesto,
lloraban en el cementerio, en torno de la fosa, al ver los húmedos
terrones que caían sobre el ataúd.
¿Y un hombre así, más bien plantado que el que paró el sol, se lo habían
de comer la tierra y los gusanos?... _¡Retapones!_ aquello partía el
corazón.
La chavalería esperaba con ansiosa curiosidad las ceremonias de
costumbre en tales casos; algo que demostrase al que se iba que aquí
quedaba quien se acordaba de él.
Sonó un _glu-glu_ de líquido, cayendo sobre la rellena fosa. Los
compañeros de Pepet, foscos como sacerdotes de terrorífico culto,
vaciaban botellas de vino sobre aquella tierra grasienta que parecía
sudar la corrupción de la vida.
Y cuando se formó un charco rojizo y repugnante, toda aquella hermandad
del valor malogrado tiró de las _teas_ y uno por uno fueron trazando en
el barro furiosas cruces con la punta del cuchillo, al mismo tiempo que
mascullaban terribles palabras mirando á lo alto, como si por el aire
fueran á llegar volando los odiados _Bandullos_.
Podía Pepet dormir tranquilo. Aquellos granujas recibirían las tornas...
si es que se empeñaban en comérselo todo y no hacer parte á las personas
decentes. ¡Lo juraban!
Y al mismo tiempo que los cuchillos de la comitiva trazaban cruces en el
cementerio, los _Bandullos_ entraban en el Hospital, graves, estirados,
solemnes, como diplomáticos en importante misión.
El pequeño sacaba por entre las sábanas su rostro exangüe, tan pálido
como el lienzo, y únicamente en su mirada había una chispa de vida al
preguntar con mudo gesto á sus hermanos.
Debía saber algo de lo de la noche anterior y quería convencerse.
Sí; era cierto. Se lo aseguraba su hermano mayor, el más sesudo de la
familia. El que atacase á los _Bandullos_ tenía pena de la vida.
Mientras viviesen todos, cada uno de los hermanos tendría la espalda
bien cubierta. ¿No le habían prometido venganza? Pues allí estaba.
Y desliando un trozo de periódico, arrojó sobre las sábanas un muñón
asqueroso, cubierto de negros coágulos.
El pequeño lo alcanzó sacando de entre las sábanas sus brazos
enflaquecidos, ahogando con penosos estertores el dolor que sentía en
las llagadas entrañas al incorporarse.
--_¡La orella!... ¡La orella d'eixe lladre!_
Rechinaron sus dientes con los dos fuertes mordiscos que dió al
asqueroso cartílago, y sus hermanos, sonriendo complacidos al comprender
hasta dónde llegaba la furia de su cachorro, tuvieron que arrebatarle la
oreja de Pepet para que no la devorase.
igual á la que él llevaba á la espalda cuando niño.
Era el pasado que reaparecía para echarle en cara su infidelidad.
¿No se había emancipado de la miseria de su clase? Pues ya lo tenía
todo; que comiera, que se regodeara con la satisfacción de ser
considerado como un ser superior.
Lo otro, lo desconocido, lo que le hacía temblar con intensa emoción,
era para los infelices, para los que luchaban por la vida.
El cura gimió con desesperación, sintiendo en torno de él el vacío y la
frialdad, pensando que si sus manos ahora consagradas hubiesen seguido
porteando el mísero capazo, estaría en tal instante arrebujado en
aquella blanda cama del _estudi_ nupcial, viendo cómo Toneta, al aire
sus hermosos brazos y marcada bajo el fino lienzo su robustez armoniosa,
se contemplaba en el espejo sonriendo ruborizada con los recuerdos de la
noche de bodas.
Y el pobre cura lloró como un niño; lloró hasta que el esquilón de la
iglesia con su gangueo de vieja comenzó á llamarle á la misa primera.
Guapeza valenciana
I
Buenos parroquianos tuvo aquella mañana el cafetín del _Cubano_. La flor
de la guapeza, los valientes más valientes que campaban en Valencia por
sus propios méritos; todos cuantos vivían á estilo de caballero andante
por la fuerza de su brazo; los que formaban la guardia de puertas en las
timbas, los que llevaban la parte de terror en la banca, los que iban á
tiros ó cuchilladas en las calles, sin tropezar nunca, en virtud de
secretas inmunidades, con la puerta del presidio, estaban allí, bebiendo
á sorbos la copita matinal de aguardiente, con la gravedad de buenos
burgueses que van á sus negocios.
El dueño del cafetín les servía con solicitud de admirador entusiasta,
mirando de reojo todas aquellas caras famosas, y no faltaban chicuelos
de la vecindad que asomaban curiosos á la puerta, señalando con el dedo
á los más conocidos.
La baraja estaba completa. ¡Vive Dios!, que era un verdadero
acontecimiento ver reunidos en una sola familia, bebiendo amigablemente,
á todos los guapos que días antes tenían alarmada la ciudad y cada dos
noches andaban á tiros por Pescadores ó la calle de las Barcas, para
provecho de los periódicos noticieros, mayor trabajo de las casas de
Socorro y no menos fatiga de los policías, que echaban á correr á los
primeros rugidos de aquellos leones que se disputaban el privilegio de
vivir á costa de un valor más ó menos reconocido.
Allí estaban todos. Los cinco hermanos _Bandullos_, una dinastía que al
mamar llevaba ya cuchillo, que se educó degollando reses en el Matadero
y con una estrecha solidaridad lograba que cada uno valiera por cinco y
el prestigio de la familia fuese indiscutible. Allí _Pepet_, un valentón
rústico que usaba zapatos por la primera vez en su vida y había sido
extraído de la Ribera por un dueño de timba, para colocarlo frente á los
terribles _Bandullos_, que le molestaban con sus exigencias y continuos
tributos; y en torno de estas eminencias de la profesión, hasta una
docena de valientes de segunda magnitud, gente que pasaba la vida
penando por no trabajar: guardianes de casas de juego que estaban de
vigilancia en la puerta desde el mediodía hasta el amanecer, por ganarse
tres pesetas, lobos que no habían hecho aun más que morder á algún
señorito enclenque ó asustar á los municipales, maestros de cuchillo que
poseían golpes secretos é irresistibles, á pesar de lo cual habían
perdido la cuenta de las bofetadas y palos recibidos en esta vida.
Aquello era una fiesta importantísima, digna de que la voceasen por la
noche los vendedores de _La Correspondencia_ á falta de _¡el crimen de
hoy!_
Iban todos á comerse una _paella_ en el camino de Burjasot, para
solemnizar dignamente las paces entre los _Bandullos_ y Pepet.
Los hombres, cuanto más hombres, más serios para ganarse la vida.
¿Qué se iba adelantando con hacerse la guerra sin cuartel y reñir
batalla todas las noches? Nada; que se asustaran los tontos y rieran los
listos; pero en resumen, ni una peseta y los padres de familia expuestos
á ir á presidio.
Valencia era grande y había pan para todos. Pepet no se metería para
nada con la timba que tenían los _Bandullos_ y éstos le dejarían con
mucha complacencia que gozase en paz lo que sacara de las otras. Y en
cuanto á quiénes eran los valientes, si los unos ó el otro, eso quedaba
en alto y no había por qué mentarlo: todos eran valientes y se iban
rectos al bulto; la prueba estaba en que después de un mes de buscarse,
de emprenderse á tiros ó cuchillo en mano, entre sustos de los
transeuntes, corridas y cierres de puertas, no se habían hecho el más
ligero rasguño.
Había que respetarse, caballeros, y campar cada uno como pudiera.
Y mediando por ambas partes excelentes amigos, se llegó al arreglo.
Aquella buena armonía alegraba el alma, y los satélites de ambos bandos
conmovíanse en el cafetín del _Cubano_ al ver cómo los _Bandullos_
mayores, hombres sesudos, carianchos y cuidadosamente afeitados con
cierto aire monacal, distinguían á Pepet y le ofrecían copas y cigarros;
finezas á las que respondía con gruñidos de satisfacción aquel gañán
ribereño, negro, apretado de cejas, enjuto y como cohibido al no verse
con alpargatas, manta y retaco al brazo, tal como iba en su pueblo á
ejecutar las órdenes del cacique. De su nuevo aspecto sólo le causaba
satisfacción la gruesa cadena de reloj y un par de sortijas con enormes
culos de vaso, distintivos de su fortuna que le producían infantil
alegría.
El único que en la respetable reunión podía meter la pata era el menor
de los _Bandullos:_ un chiquillo fisgón é insultadorcillo que abusaba
del prestigio de la familia, sin más historia ni méritos que romper el
capote á los municipales ó patear el farolillo de algún sereno siempre
que se emborrachaba, hazañas que obligaban á sus poderosos hermanos á
echar mano de las influencias, pidiendo á este y al otro que tapasen
tales tonterías á cambio de sus buenos servicios en las elecciones.
Él era el único que se había opuesto á las paces con Pepet, y no
mostraba ahora, en un día de concordia y olvido, la buena crianza de sus
hermanos. Pero ya se encargarían éstos de meter en cintura aquel bicho
ruin, que no valía una bofetada y quería perder á los hombres de mérito.
Salieron todos del cafetín formando grupo, por el centro del arroyo, con
aire de superioridad, como si la ciudad entera fuese suya, saludados con
sonriente respeto por las parejas de agentes que estaban en las
esquinas.
¡Vaya una partida! Marchaban graves, como si la costumbre de hacer miedo
les impidiese sonreir; hablaban lentamente, escupiendo á cada instante,
con voz fosca y forzada, cual si la sacaran de los talones, y se
llevaban las manos á las sienes, atusándose los bucles y torciendo el
morro con compasivo desprecio á todo cuanto les rodeaba.
Por un contraste caprichoso, aquellos buenos mozos malcarados exhibían
como gala el pie pequeño, usaban botas de tacón alto adornadas con
pespuntes, lo que les daba cierto aire de afeminamiento, así como los
pantalones estrechos y las chaquetas ajustadas, marcando protuberancias
musculosas ó míseros armazones de piel y huesos en que los nervios
suplían á la robustez.
Los había que empuñaban escandalosos garrotes ó barras de hierro
forradas de piel, golpeando con estrépito los adoquines, como si
quisieran anunciar el paso de la fiera; pero otros usaban bastoncillos
endebles ó no se apoyaban en nada, pues bastante compañía llevaban
sobre las caderas, con el cuchillo como un machete y la pistola del
quince, más segura que el revólver.
Aquel desfile de guapos detúvose en todos los cafetines del tránsito,
para refrescar con medias libras de aguardiente, convidando á los
policías conocidos que encontraban al paso, y cerca de las doce llegaron
á la alquería del camino de Burjasot, donde la _paella_ burbujeaba ya
sobre los sarmientos, faltando sólo que la echasen el arroz.
Cuando se sentaron á comer estaban medio borrachos, mas no por esto
perdieron su fúnebre y despreciativa gravedad.
II
Eran gente de buenas tragaderas, y pronto salió á luz el fondo de la
sartén, viéndose, por los profundos agujeros que las cucharas de palo
abrían en la masa de arroz, el meloso _socarraet_, el bocado más
exquisito de la _paella_.
De vino, no digamos. Á un lado estaba el pellejo, vacío, exangüe,
estremeciéndose con las convulsiones de la agonía, y las rondas eran
interminables, pasando de mano en mano los enormes vasos, en cuyo negro
contenido nadaban los trozos de limón, para hacer más aromático el
líquido.
Á los postres, aquellas caras perdieron algo de su máscara feroz; se
reía y bromeaba, con la pretina suelta para favorecer la digestión y
lanzando poderosos regüeldos.
Salían á conversación todos los amigos que se hallaban ausentes por
voluntad ó por fuerza; el tío _Tripa_, que había muerto hecho un santo
después de una vida de trueno; los _Donsainers_, huídos á Buenos Aires
por unos golpes tan mal dados, que el asunto no se pudo arreglar aun
mediando el mismo gobernador de la provincia; y la gente de menor
cuantía que estaba en San Agustín ó San Miguel de los Reyes, inocentones
que se echaron á valientes sin contar antes con buenos protectores.
¡Cristo! Que era una lástima que hombres de tanto mérito hubieran muerto
ó se hallaran pudriendo en la cárcel ó en el extranjero. Aquéllos eran
valientes de verdad, no los de ahora, que son en su mayoría unos muertos
de hambre, á quienes la miseria obliga á echárselas de guapos á falta de
valor para pegarse un tiro.
Esto lo decía el _Bandullo_ pequeño, aquel trastuelo, que se había
propuesto alterar la reunión pinchando á Pepet, y á quien sus hermanos
lanzaban severas miradas por su imprudencia. ¡Criatura más
comprometedora! Con chicos no puede irse á ninguna parte.
Pero el escuerzo ruin no se daba por entendido. Tenía mal vino y
parecía haber ido á la _paella_ por el sólo gusto de insultar á Pepet.
Había que ver su cara enjuta, de una palidez lívida, con aquel lunar
largo y retorcido, para convencerse de que le dominaba el afán de
acometividad, el odio irreconciliable que lucía en sus ojos y hacía
latir las venas de su frente.
Sí señor; él no podía transigir con ciertos valientes que no tienen
corazón, sino estómago hambriento; _ruqueròls_ que olían todavía al
estiércol de la cuadra en que habían nacido y venían á estorbar á las
personas decentes. Si otros querían callar, que callasen. Él no; y no
pensaba parar hasta que se viera que toda la guapeza de esos tales era
mentira, cortándoles la cara y lo de más allá.
Por fortuna, estaban presentes los _Bandullos_ mayores, gente sesuda que
no gustaba de compromisos más que cuando eran irremediables. Miraban á
Pepet, que estaba pálido, mascando furiosamente su cigarro, y le decían
al oído, excusando la embriaguez del pequeño:
--_No fases cas: está bufat._
¡Pero buena excusa era aquella con un bicho tan rabioso! Se crecía ante
el silencio é insultaba sin miedo alguno.
Lo que él decía allí lo repetía en todas partes. Había muchos
embusteros. Valientes de _mata mòrta_ como los melones malos. Él conocía
un guapo que se creía una fiera porque le habían vestido de señor:
mentira, todo mentira. El muy fachenda, hasta intentaba presumir y le
hacía corrococos á María la _Borriquera_, la cordobesa que cantaba
flamenco en el café de la Peña... ¡Ya voy!... Ella se burlaba del muy
bruto: tenía poco mérito para engañarla; la chica se reservaba para
hombres de valía, para valientes de verdad; él, por ejemplo, que estaba
cansado de acompañarla por las madrugadas cuando salía del café.
Ahora sí que no valieron las benévolas insinuaciones de los hermanos
mayores. Pepet estaba magnífico, puesto de pie, irguiendo su poderoso
corpachón, con los ojos centelleantes bajo las espesas cejas y
extendiendo aquel brazo musculoso y potente que era un verdadero ariete.
Respondía con palabras que la ira cortaba y hacía temblar:
--_Aixó es mentira... ¡Mocós!_
Pero apenas había terminado, un vaso de vino le fué recto á los ojos,
separándolo Pepet de una zarpada é hiriéndose el dorso de la mano con
los vidrios rotos.
Buena se armó entonces... Las mujeres de la alquería huyeron adentro
lanzando agudos chillidos; todo el honorable concurso saltó de sus
silletas de cuerda, rascándose el cinto, y allí salió á relucir un
verdadero arsenal: navajas de lengua de toro, cuchillos pesados y anchos
como de carnicería, pistolas que se montaban con espeluznante ruido
metálico.
La reunión dividióse instantáneamente en dos bandos. Á un lado los
_Bandullos_ cuchillo en mano, pálidos por la emoción, pero torciendo el
morro con desprecio ante aquellos mendigos que se atrevían á
emanciparse, y al otro, rodeando á Pepet, todos, absolutamente todos los
convidados, gente que había sobrellevado con paciencia el despotismo de
la familia bandullesca y que ahora veía ocasión para emanciparse.
Miráronse en silencio por algunos segundos, queriendo cada uno que los
otros empezaran.
¡Vaya, caballeros! La cosa no podía quedar así... Allí se había
insultado á un hombre, y de hombre á hombre no va nada.
Al fin el reñir es de hombres.
Era una lástima que la fiesta terminase mal, pero entre hombres ya se
sabe: hay que estar á todo. Dejar sitio y que se las arreglen los
hombres como puedan.
Los amigos de Pepet, que estaban en sus glorias y se mostraban fieros
por la superioridad del número, colocáronse ante los _Bandullos_
mayores, cortándoles el paso con los cuchillos y sus palabras.
En ocasiones como aquella había que demostrar la entraña de valiente.
Nada importaba que fuese su hermano. Había insultado y debía probar sin
ayuda ajena que tenía tanto de aquello como de lengua.
Pero las razones eran inútiles. Estaban frente á frente los dos
enemigos, á la puerta de la alquería, bajo aquella hermosa parra por
entre cuyos pámpanos se filtraban los rayos del sol dorando las
telarañas que envolvían las uvas.
El pequeño, extendiendo la diestra armada de ancha faca, y cubriéndose
el pecho con el brazo izquierdo, saltaba como una mona, haciendo gala de
la esgrima presidiaria aprendida en los corralones de la calle de
Cuarte.
Todos callaban. Oíase el zumbido de los moscardones en aquella tibia
atmósfera de primavera, el susurrar de la vecina acequia, el murmullo
del trigo agitando sus verdes espigas y el chirriar lejano de algún
carro junto con los gritos de los labradores que trabajaban en sus
campos.
Iba á correr sangre, y todos avanzaban el pescuezo con malsana
curiosidad, para dar faltas y buenas sobre el modo de reñir.
El bicho maldito no se aquietaba y seguía insultando. ¡Á ver! Que se
atracara aquel guapo y vería cuán pronto le echaba la _tanda_ al suelo.
¡Y vaya si se atracó! Pero con un valor primitivo; no con la arrogancia
del león, sino con la acometividad del toro; bajando la dura testa,
encorvando su musculoso pecho, con el impulso irresistible de una
catapulta.
De una zarpada se llevó por delante tambaleando y desarmado al pequeño
_Bandullo_, y antes de que cayera al suelo le hundió el cuchillo en un
costado, de abajo arriba, con tal fuerza que casi lo levantó en el
aire.
Cayó el chicuelo, llevándose ambas manos al costado, á la desgarrada
faja que rezumaba sangre, y hubo un murmullo de asombro casi semejante á
un aplauso.
¡Buen pájaro era aquel Pepet! Cualquiera se metía con un bruto así.
Los _Bandullos_ lanzáronse sobre su caído hermano, trémulos de coraje, y
hubo de ellos que requirieron sus armas con desesperación, como
dispuestos á cerrar con aquel numeroso grupo de enemigos y morir matando
para desagravio de la familia, que no podía consentir tal deshonra.
Pero les contuvo un gesto imperioso del hermano mayor, Néstor de la
familia, cuyas indicaciones seguían todos ciegamente. Aun no se había
acabado el mundo. Lo que él aconsejaba y siempre salía bien: paciencia y
mala intención.
El pequeño, pálido, casi exánime, echando sangre y más sangre por entre
la faja, fué llevado por sus hermanos á la tartana, que aguardaba cerca
de la alquería desde que trajo por la mañana todo el _arreglo_ de la
_paella_.
¡Arrea, tartanero!... ¡Al Hospital! Donde van los hombres cuando están
en desgracia.
Y la tartana se alejó dando tumbos que arrancaban al herido rugidos de
dolor.
Pepet limpió su cuchillo con hojas de ensalada que había en el suelo, lo
lavó en la acequia y volvió á guardarlo con tanto cariño como si fuese
un hijo.
El ribereño había crecido desmesuradamente á los ojos de todos aquellos
emancipados que le rodeaban, y de regreso á Valencia, por la polvorienta
carretera, se quitaban la palabra unos á otros para darle consejos.
Á la policía no había que tenerle cuidado. Entre valientes era de rigor
el silencio. El pequeño diría en el Hospital que no conocía á quien le
hirió, y si era tan ruin que intentara cantar, allí estarían sus
hermanos para enseñarle la obligación.
Á quien debía mirar de lejos era á los _Bandullos_ que quedaban sanos.
Eran gente de cuidado. Para ellos lo importante era pegar, y si no
podían de frente, lo mismo les daba á traición. ¡Ojo, Pepet! Aquello no
lo perdonarían, más que por el hermano, por el buen sentimiento de la
familia.
Pero al valentón ribereño aun le duraba la excitación de la lucha y
sonreía despreciativamente. Al fin aquello tenía que ocurrir. Había
venido á Valencia para pegarles á los _Bandullos_; donde estaba él no
quería más guapos: ya había asegurado á uno; ahora que fuesen saliendo
los otros y á todos los arreglaría.
Y como prueba de que no tenía miedo, al pasar el puente de San José y
meterse todos en la ciudad, amenazó con un par de guantadas al que
intentara acompañarle.
Quería ir solo por ver si así le salían al paso aquellos enemigos.
Conque... ¡largo y hasta la vista!
¡Qué hígados de hombre! Y la turba bravucona se disolvió, ansiosa de
relatar en cafetines y timbas la caída de los _Bandullos_, añadiendo con
aire de importancia que habían presenciado la terrible _gabinetá_ de
aquel valentón que juraba el exterminio de la familia.
Bien decía el ribereño que no tenía miedo ni le inquietaban los
_Bandullos_. No había más que verle á las once de la noche marchando por
la calle de las Barcas con desembarazada confianza.
Iba á la Peña, á oír á su adorada novia la _Borriquera_.
¡Mala pécora! Si resultaba cierto lo que aquel chiquillo insultador le
había dicho antes de recibir el golpe, á ella le cortaba la cara, y
después no dejaba botella ni títere sano en todo el café.
Aun le duraba la excitación de la riña, aquella rabia destructora que le
dominaba después de haber _hecho_ sangre.
Ahora, antes que se enfriase, debieran salirle al encuentro los
_Bandullos_, uno á uno ó todos juntos. Se sentía con ánimos para de la
primera rebanada partirlos en redondo.
Estaba ya en la subida de la Morera, cuando sonó un disparo, y el
valentón sintió un golpe en la espalda, al mismo tiempo que se nublaba
su vista y le zumbaban los oídos.
¡Cristo! Eran ellos que acababan de herirle.
Y llevándose la mano al cinto, tiró de su pistola del quince, pero antes
de que volviera la cara, sonó otro disparo y Pepet cayó redondo.
Corría la gente, cerrábanse las puertas con estrépito, sonaban pitos y
más pitos al extremo de la calle, sin que por esto se viese un kepis por
parte alguna, y aprovechándose del pánico abandonaron los _Bandullos_ la
protectora esquina, avanzando cuchillo en mano hacia el inerte cuerpo,
al que removieron de una patada como si fuese un talego de ropa.
--_Ben mòrt está._
Y para convencerse más, se inclinó uno de ellos sobre la cabeza del
muerto, guardándose algo en el bolsillo.
Cuando llegaron los guardias y se amotinó la gente en torno del cadáver,
esperando la llegada del juzgado, vióse á la luz de algunos fósforos la
cara moruna de Pepet el de la Ribera, con los ojos desmesurados y
vidriosos y junto á la sien derecha una desolladura roja que aun manaba
sangre.
Le habían cortado una oreja como á los toros muertos con arte.
III
El entierro fué una manifestación.
Aun quedaba sangre de valientes: la raza no iba á terminar tan pronto
como muchos creían.
Los amos de las casas de juego marchaban en primer término tras el
ataúd, como afligidos protectores del muerto, y tras ellos todos los
matones de segunda fila y los aspirantes á la clase: morralla del
Mercado y del Matadero que esperaba ocasión para revelarse, y hacía sus
ensayos de guapeza yendo á pedir alguna peseta en los billares ó timbas
de calderilla.
Aquel cortejo de caras insolentes con gorrillas ladeadas y tufos en las
orejas, hacía apartarse á los transeuntes, pensando en el gran golpe que
se perdía la guardia civil.
¡Qué magnífica redada podía echarse!
Pero no; había que respetar el dolor sincero de aquella gente que
lloraba al muerto con toda su alma, con una ingenuidad jamás vista en
los entierros.
¿Era así como se mataba á los hombres? ¡Cobardes!... _¡morrals!_... ¡y
después querían los _Bandullos_ pasar por bravos! Santo y bueno que le
hubiesen tirado el hígado al suelo riñendo cara á cara, pues á esto
están expuestos los hombres que valen; pero matarlo por la espalda y con
pistola para no acercarse mucho, era una canallada que merecía garrote.
¡Morir á manos de unos ruines un chico que tanto valía! Parecía
imposible que la prensa no protestase y que la ciudad entera no se
sublevara contra los _Bandullos_. ¿Y lo de cortarle la oreja?
_Ambusteros_, más que _ambusteros_. Eso está bien que se haga con uno á
quien se mata de frente; en casos así hay que guardar un recuerdo;
pero... ¡vamos! cuando no hay de qué y sólo tienen ciertas gentes motivo
para avergonzarse, irrita que se pongan moños. Y lo más triste era que
muerto Pepet, el valiente de verdad, el guapo entre los guapos, los
_Bandullos_ camparían como únicos amos, y las personas decentes, que
eran los demás, tendrían que juntarse para que les diesen las sobras y
poder comer. ¡Tan tranquilos que estaban, amparados por aquel león de la
Ribera que se había propuesto acabar con los _Bandullos_!...
Los que más irritados se mostraban eran los neófitos, los aprendices que
no habían estrenado la _tea_ que llevaban cruzada sobre los riñones; los
que no tenían aún categoría para vivir de la tremenda, pero que sentían
por Pepet la misma adoración de los salvajes ante un astro nuevo.
Y todos ellos, que pretendían meter miedo al mundo con sólo un gesto,
lloraban en el cementerio, en torno de la fosa, al ver los húmedos
terrones que caían sobre el ataúd.
¿Y un hombre así, más bien plantado que el que paró el sol, se lo habían
de comer la tierra y los gusanos?... _¡Retapones!_ aquello partía el
corazón.
La chavalería esperaba con ansiosa curiosidad las ceremonias de
costumbre en tales casos; algo que demostrase al que se iba que aquí
quedaba quien se acordaba de él.
Sonó un _glu-glu_ de líquido, cayendo sobre la rellena fosa. Los
compañeros de Pepet, foscos como sacerdotes de terrorífico culto,
vaciaban botellas de vino sobre aquella tierra grasienta que parecía
sudar la corrupción de la vida.
Y cuando se formó un charco rojizo y repugnante, toda aquella hermandad
del valor malogrado tiró de las _teas_ y uno por uno fueron trazando en
el barro furiosas cruces con la punta del cuchillo, al mismo tiempo que
mascullaban terribles palabras mirando á lo alto, como si por el aire
fueran á llegar volando los odiados _Bandullos_.
Podía Pepet dormir tranquilo. Aquellos granujas recibirían las tornas...
si es que se empeñaban en comérselo todo y no hacer parte á las personas
decentes. ¡Lo juraban!
Y al mismo tiempo que los cuchillos de la comitiva trazaban cruces en el
cementerio, los _Bandullos_ entraban en el Hospital, graves, estirados,
solemnes, como diplomáticos en importante misión.
El pequeño sacaba por entre las sábanas su rostro exangüe, tan pálido
como el lienzo, y únicamente en su mirada había una chispa de vida al
preguntar con mudo gesto á sus hermanos.
Debía saber algo de lo de la noche anterior y quería convencerse.
Sí; era cierto. Se lo aseguraba su hermano mayor, el más sesudo de la
familia. El que atacase á los _Bandullos_ tenía pena de la vida.
Mientras viviesen todos, cada uno de los hermanos tendría la espalda
bien cubierta. ¿No le habían prometido venganza? Pues allí estaba.
Y desliando un trozo de periódico, arrojó sobre las sábanas un muñón
asqueroso, cubierto de negros coágulos.
El pequeño lo alcanzó sacando de entre las sábanas sus brazos
enflaquecidos, ahogando con penosos estertores el dolor que sentía en
las llagadas entrañas al incorporarse.
--_¡La orella!... ¡La orella d'eixe lladre!_
Rechinaron sus dientes con los dos fuertes mordiscos que dió al
asqueroso cartílago, y sus hermanos, sonriendo complacidos al comprender
hasta dónde llegaba la furia de su cachorro, tuvieron que arrebatarle la
oreja de Pepet para que no la devorase.
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