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Flor de mayo - 14
Süzlärneñ gomumi sanı 4722
Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1678
31.0 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
45.4 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
53.4 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
estaba en que al día siguiente saldría en letras de molde en los
papeles de Valencia.
En la cabecera estaban el nuevo sacerdote, casi oprimido por las
blanduras exuberantes de los otros curas que habían tomado parte en la
ceremonia, los padrinos y aquel par de viejecillos que llorando sobre
sus cucharas se tragaban el arroz amasado con lágrimas. En los lados de
la mesa algunos señores de la ciudad convidados por doña Ramona y los
amigos de la familia junto con lo más _distinguido_ del pueblo,
labradores acomodados que, enardecidos por la digestión del vino y la
_paella_, hablaban del rey legítimo que está en Venecia y de lo
perseguida que en estos tiempos de liberalismo se ve la religión.
Era aquello un banquete de bodas. Corría el vino, se alegraba la gente y
sonreía la madrina con las bromas trasnochadas de sus compañeros de
mesa; aquellas tres moles que desbordaban su temblona grasa por el
alzacuello desabrochado y el roce de cuyas sotanas hacía enrojecer de
satisfacción á la bendita señora.
El único que mostraba seriedad era el nuevo cura. No estaba triste: su
gravedad era producto del ensimismamiento. Su imaginación huía desbocada
por el pasado, recorriendo casi instantáneamente la vida anterior.
La vista de todos los suyos, su elevación en aquel mismo lugar donde
había sufrido hambre, aquel aparatoso banquete, le hacían recordar la
época en que la conquista del mendrugo mohoso le obligaba á recorrer los
caminos, capazo á la espalda, siguiendo á los carros para arrojarse
ávidamente, como si fuese oro, sobre el reguero humeante que dejaban las
bestias.
Aquella había sido su peor época, cuando tenía que gemir y alborotar
horas enteras para que la pobre madre se decidiera á engañarle el hambre
nunca satisfecha con un pedazo del pan guardado con mísera previsión.
La presencia de Toneta, aquel moreno y gracioso rostro que se destacaba
al extremo de la mesa, evocaba en el cura recuerdos más gratos.
Veíase pequeño y haraposo en el huerto de la _siñá_ Tona, aquel hermoso
campo cercado de encañizadas en el que se cultivaban las flores como si
fuesen legumbres. Recordaba á Toneta greñuda, tostada, traviesa como un
chico, haciéndole sufrir con sus juegos, que eran verdaderas diabluras,
y después el rápido crecimiento y el cambio de suerte: ella á Valencia
todos los días con sus cestos de flores, y él al Seminario protegido por
doña Ramona, que, en vista de su afición á la lectura y de cierta viveza
de ingenio, quería hacer un sacerdote de aquel retoño de la miseria
rural.
Luego venían los días mejores, cuyo recuerdo parecía perfumar dulcemente
todo su pasado.
¡Cómo amaba él á aquella buena hermana, que tantas veces le había
fortalecido en los momentos de desaliento!
En invierno salía de su barraca casi al amanecer camino del Seminario.
Pendiente de su diestra, en grasiento saquillo, lo que entre clase y
clase había de devorar en las Alamedas de Serranos; medio pan moreno con
algo más, que, sin nutrirle, engañaba su hambre; y cruzado sobre el
pecho á guisa de bandolera, el enorme pañuelo de hierbas envolviendo los
textos latinos y teológicos que bailoteaban á su espalda como movible
joroba. Así equipado pasaba por frente al huerto de la _siñá_ Tona,
aquella pequeña alquería blanca con las ventanas azules, siempre en el
mismo momento que se abría su puerta para dar paso á Toneta, fresca,
recién lavada, con el peinado aceitoso y llevando con garbo las dos
enormes cestas en que yacían revueltas las flores mezclando la humedad
de sus pétalos.
Y juntos los dos, por atajos que ellos conocían, marchaban hacia
Valencia, que por encima del follaje de la Alameda marcaba en las brumas
del amanecer sus esbeltas torres, su Miguelete rojizo, cuya cima parecía
encenderse antes de que llegasen á la tierra los primeros rayos del sol.
¡Qué hermosas mañanas! El cura, cerrando los ojos, veía las obscuras
acequias con sus rumorosos cañaverales; los campos con sus hortalizas,
que parecían sudar cubiertas del titilante rocío; las sendas orladas de
brozas con sus tímidas ranas, que al ruido de pasos arrojábanse con
nervioso salto en los verdosos charcos; aquel horizonte que por la
parte del mar se incendiaba al contacto de enorme hostia de fuego; los
caminos desde los cuales se esparcía por toda la huerta chirrido de
ruedas y relinchos de bestias; los fresales que se poblaban de seres
agachados, que á cada movimiento hacían brillar en el espacio el
culebreo de las aceradas herramientas, y los rosarios de mujeres que con
cestas en la cabeza iban al mercado de la ciudad saludando con sonriente
y maternal _¡bòn día!_ á la linda pareja que formaban la florista
garbosa y avispada y aquel muchachote que con su excesivo crecimiento
parecía escaparse por pies y manos del trajecillo negro y angosto, que
iba tomando un sacristanesco color de ala de mosca.
El matinal viaje era un baño diario de fortaleza para el pobre
seminarista, que oyendo los buenos consejos de Toneta tenía ánimos para
sufrir las largas clases; aquella inercia contra la que se rebelaba su
robustez, su sangre hirviente de hijo del campo y las pesadas
explicaciones en cuyo laberinto penetraba á cabezadas.
Separábanse en el puente del Real: ella hacia el Mercado en busca de su
madre; él á conquistar poco á poco el dominio de las ciencias
eclesiásticas, en las cuales tenía la certeza de que jamás llegaría á
ser un prodigio. Y apenas terminaba su comida en las Alamedas de
Serranos, en cualquier banco compartido con las familias de los
albañiles, que hundían sus cucharas en la humeante cazuela de mediodía,
Visantet, insensiblemente, se entraba en la ciudad, no parando hasta el
mercadillo de las flores, donde encontraba á Toneta atando los últimos
ramos y á su madre ocupada en recontar la calderilla del día.
Tras estos agradables recuerdos, que constituían toda su juventud, venía
la separación lenta que la edad y la divergencia de aspiraciones habían
efectuado entre los dos. No en balde crecían en años y no impunemente
sometía él al estudio su inteligencia virgen y pasiva.
En la última parte de su carrera, comenzó á sentir con vehemencia el
fervor profesional. Entusiasmábase pensando que iba á formar parte de
una institución extendida por toda la tierra, que tiene en su poder las
llaves del cielo y de las conciencias; le enardecían las glorias de la
Iglesia; las luchas de los papas con los reyes en el pasado, y la
influencia del sacerdote sobre el magnate en el presente. No era
ambicioso, no pensaba ir más allá de un modesto curato de misa y olla;
pero le satisfacía que el hijo de unos miserables perteneciese con el
tiempo á una clase tan poderosa, y mecido por tales ilusiones se entregó
de lleno á la vocación que iba á sacarle del subsuelo social.
Cuando no estaba en Valencia en el Seminario, prestaba en Benimaclet
funciones de sacristán, y llegó á ser hombre sin sentir apenas el
despertar de la virilidad en su vigorosa complexión.
Su voluntad de campesino tozudo anulaba las exigencias del sexo, que le
causaban horror, teniéndolas como tentaciones del _Malo_. La mujer era
para él un mal, necesario é imprescindible para el sostenimiento del
mundo; _la bestia impúdica_ de que hablaban los Santos Padres.
La belleza era amenazante monstruosidad, temblaba ante ella poseído de
repugnancia y sordo malestar, y sólo se sentía tranquilo y confiado en
presencia de aquella beldad que, vestida de blanco y azul, pisando la
luna, yergue su cabeza en los altares con arrobadora dulzura. Su
contemplación provocaba en el seminarista explosiones de indefinible
cariño, y también participaba de éste aquella otra criatura terrenal y
grosera á la que él consideraba como hermana.
No era sacrilegio ni mundana pasión. Toneta resultaba para él una
hermana, una amiga, un afecto espiritual que le acompañaba desde su
infancia: todo, menos una mujer. Y tal era su ilusión, que en aquel
momento, entre la algazara del banquete, entornando los ojos, le parecía
que se transformaba, que su rostro vulgar y moreno dulcificábase con
expresión celestial, que se elevaba de su asiento, que su falda rameada
y su pañuelo de pájaros y flores convertíase en cerúleo manto, lo mismo
que en la otra, cuya belleza se ensalza con los más dulces nombres que
ha producido idioma alguno...
Pero sintió á sus espaldas algo que le hizo despertar de la dulce
somnolencia.
Era la _siñá_ Tona, la madre de la florista, que abandonando su asiento
venía á hablar con el cura.
La buena mujer no podía conformarse con el nuevo estado del hijo de su
amiga. Como buena cristiana, sabía el respeto que se debe á un
representante de Dios; pero que la perdonasen, pues para ella Visantet
siempre sería Visantet, nunca don Vicente, y aunque la aspasen, no
podría menos que hablarle de tú. Él no se ofendería por eso, ¿verdad?
Pues si lo había conocido tan pequeño... si era ella quien lo había
llevado de pañales á la iglesia para que lo cristianasen, ¿cómo iba á
hacerle tales pamplinas á un chico á quien consideraba como hijo? Aparte
de esta falta de respeto, ya sabía que en casa se le quería de veras. Si
no vivieran el tío _Bollo_ y la _siñá_ Tomasa, Toneta y ella eran
capaces de irse con él como amas de llaves: pero ¡ay, hijo mío! no iba
el agua por esa acequia. Aquella chiquilla estaba muertecita por _Chimo
el Moreno_, un pedazo de bruto de quien nadie tenía nada que decir,
mejorando lo presente; se querían casar en seguida, antes de San Juan si
era posible, y ella ¿qué había de hacer?... En casa faltaba un hombre,
el huerto estaba en poder de jornaleros, ellas necesitaban la sombra de
unos pantalones, y como el _Moreno_ servía para el caso (siempre
mejorando lo presente), la madre estaba conforme en que la chica se
casara.
Y la habladora vieja interrogaba con los ojos al cura, como esperando su
aprobación.
Bueno; pues á _eso_ se había acercado ella... ¿Á qué? Á decirle que
Toneta quería que fuese él quien la casase. Teniendo un capellán casi en
la familia, ¿para qué ir á buscarlo fuera de casa?
El cura no dudó; le parecía muy natural la pretensión. Estaba bien; los
casaría.
III
El día en que se casó Toneta, fué de los peores para el nuevo adjunto de
la parroquia de Benimaclet.
Cuando la ceremonia hubo terminado, don Vicente despojóse en la
sacristía de sus sagradas vestiduras, pálido y trémulo como si le
aquejase oculta dolencia.
El sacristán, ayudándole, hablaba del insufrible calor. Estaban en
Julio, soplaba el poniente, la vega se mustiaba bajo aquel soplo
interminable y ardoroso que antes de perderse en el mar había pasado por
las tostadas llanuras de Castilla y la Mancha y con su ambiente de
hoguera agrietaba la piel y excitaba los nervios.
Pero bien sabía el nuevo cura que no era el poniente lo que le
trastornaba. ¡Buenas estarían tales delicadezas en él, acostumbrado á
todas las fatigas del campo!
Lo que sentía era arrepentimiento de haber accedido á celebrar la boda
de Toneta. ¡Cuán poco se conocía! Ahora iba comprendiendo lo que se
ocultaba tras el afecto fraternal nacido en la niñez.
Él, sacerdote desligado de las miserias humanas, sentía un sordo
malestar después de bendecir la eterna unión de Toneta y Chimo;
experimentaba idéntica impresión que si le acabasen de arrebatar algo
que era suyo.
Le parecía hallarse aún en la capilla mirando casi á sus pies aquella
linda cabeza cubierta por la vistosa mantilla. Nunca había visto tan
hermosa á Toneta, pálida por la emoción y con un brillo extraño en los
ojos cada vez que miraba al _Moreno_, que estaba soberbio con su traje
nuevo y su _ringlot_ azul de larga esclavina.
Podía decirse que el cura acababa de ver por primera vez á Toneta. La
hermana ideal que en su imaginación casi se confundía con la figura azul
que pisaba la luna, habíase convertido de pronto en una mujer.
Él, que jamás había descendido con su vista más allá de la fresca boca
siempre sonriente, y que miraba á Toneta como esas imágenes de lindo
rostro que bajo las vestiduras de oro sólo guardan los tres puntales que
sostienen el busto, pensaba ahora, con misteriosos estremecimientos, que
había algo más, y veía con los ojos de la imaginación el terrible
enemigo con todas sus redondeces rosadas y sus graciosos hoyuelos: la
carne, arma poderosa del _Malo_ con que abate las más fuertes virtudes.
Odiaba al _Moreno_, su compañero de la niñez. Era un buen muchacho, pero
no podía tolerarse que su rudeza brutal hubiera de ser la eterna
compañera de la florista. No debía consentirse, lo afirmaba él, que
estaba arrepentido de haber realizado la boda.
Pero inmediatamente sentíase avergonzado por tales pensamientos, se
ruborizaba al considerar que aquella protesta era envidia, impotencia
que se revolvía en forma de murmuración.
Hacíale daño el contemplar la felicidad ajena, aquella explosión de amor
que venía preparándose, amor legítimo, pero que no por esto molestaba
menos al cura.
Se iría á casa. No quería presenciar por más tiempo la alegría de la
boda; pero cuando salió de la sacristía, se encontró con la comitiva
nupcial que estaba esperándole, pues la _siñá_ Tona se oponía á que se
hiciera nada sin la presencia de su Visantet.
Y por más que resistió, tuvo que seguir el camino de aquel huerto del
que tantos recuerdos guardaba; y entre las faldas rameadas y coloridas
como la primavera, los pañuelos de seda brillantes y los reflejos
tornasolados de la pana y el terciopelo, causaba un efecto lastimoso el
suelto manteo y aquel desmayado sombrero de teja que avanzaba con
lentitud, como si en vez de cubrir un cuerpo vigoroso y exuberante de
vida, fuesen los de un viejo achacoso.
Una vez en el huerto, ¡qué de tormentos! ¡qué cariñosas solicitudes, que
le parecían crueles burlas! La _siñá_ Tona, en su alegría de madre,
enseñábale todas las reformas hechas en la alquería con motivo del
matrimonio. ¿Se enteraba Visantet? Aquel _estudi_ era el dormitorio de
los novios y aquella cama sería la del matrimonio, con su colcha de
azulada blancura y complicados arabescos, que á Toneta le habían costado
todo un invierno de trabajo.
Bien estarían allí los novios. Qué blancura, ¿eh? Y la inocente vieja
creía hacer una gracia obligando al cura á que tocase los mullidos
colchones y apreciase en todos sus detalles la rústica comodidad de
aquella habitación, que á la noche había de convertirse en caliente
nido.
Y después seguían los tormentos, las intimidades fraternales, que
resultaban para él terribles latigazos: aquel bruto del _Moreno_ que no
se recataba de hablar en su presencia, bromeando con sus amigotes sobre
lo que ocurriría por la noche, con comentarios tales, que las mujeres
chillaban como ratas y sofocadas de risa le llamaban _¡pòrc!_ y
_¡animal!_ y Toneta, que en traje de casa, al aire sus morenos y
redondos brazos, se aproximaba á él rozando su sotana con la epidermis
fina y caliente, preguntándole qué pensaba de su casamiento y
acompañando sus palabras con fijas miradas de aquellos ojos que parecían
registrarle hasta las entrañas.
¡Ira de Dios! La gente le hacía tanto caso como si fuese un muerto que
hablara; aquella mujer se atrevía á tratarle con un descuido que no
osaría con el gañán más bestia de los que allí estaban; no era un
hombre, era un cura, y al pensar en esto tan amargo, creía que todos le
miraban con respetuosa compasión, y una llamarada de rabia enturbiaba su
vista.
Bien pagaba los honores de su clase, la elevación sobre la miseria en
que nació. Él, el más respetado de la reunión, don Vicente, el gran
sacerdote, miraba con envidia á aquellos muchachotes cerriles con
alpargatas y en mangas de camisa.
Hubiera querido ser temido, como ellos, á los que no osaban aproximarse
mucho las mujeres por miedo á audaces pellizcos, y sobre todo no
inspirar lástima, no ser tenido como una momia santa, en cuyos oídos
resbalaban las palabras ardientes sin causar mella.
Cada vez se sentía más molesto. Durante la comida estuvo al lado de los
novios, sufriendo el ardoroso contacto de aquel cuerpo sano y fragante,
que parecía esparcir un perfume de flor carnosa, y que en la confianza
de la impunidad se revolvía libremente y sin cuidado á empujar, ó se
inclinaba sobre él y al decirle insignificantes palabras le envolvía en
su cálido aliento. Y después aquel Chimo con su salvaje ingenuidad,
creyendo que tras la misa de por la mañana todo era ya legítimo;
corroído por la impaciencia, tomando con sus dedos romos la redonda
barbilla de Toneta, entre la algazara de los convidados, y hundiendo las
manos bajo la mesa, mientras miraba á lo alto con la expresión inocente
del que no ha roto un plato en su vida.
Aquello no podía seguir. Don Vicente se sentía enfermo. Oleadas de
sangre caldeaban su rostro; parecíale que el viento seco y ardoroso que
inflamaba la piel se había introducido en sus venas, y su olfato
dilatábase con nervioso estremecimiento, como excitado por aquel
ambiente de pasión carnívora y brutal.
No quería ver; deseaba olvidar, aislarse, sumirse en dulce y apática
estupidez, y guiado por el instinto, vaciaba su vaso, que la cortesanía
labriega cuidaba de tener siempre lleno.
Bebió mucho, sin conseguir que aquel sentimiento de envidia y de
despecho se amortiguase; esperaba las nieblas rosadas de una embriaguez
ligera, algo semejante á la discreta alegría de sus meriendas de
seminarista, cuando á los postres él y sus compañeros, con la más
absoluta confianza en el porvenir, soñaban en ser papas ó en eclipsar á
Bossuet; pero lo que llegó para él fué una jaqueca insufrible, que
doblaba su cabeza como si sobre ella gravitase enorme mole y que le
perforaba la frente con un tornillo sin fin.
Don Vicente estaba enfermo.
La misma _siñá_ Tona, reconociéndolo, le permitió, con harto dolor, que
se retirase de la fiesta, y el cura, con paso firme, pero con la vista
turbia y zumbándole los oídos, se encaminó á su casa, seguido de su
alarmada madre, que no quiso permanecer ni un instante más en la boda.
No era nada; podía tranquilizarse. El maldito poniente y la agitación
del día. No necesitaba más que dormir.
Y cuando penetró en su cuarto, en la casita nueva que habitaba en el
pueblo desde su primera misa, tiró el sombrero y el manteo, y sin
quitarse el alzacuello ni tocar su sotana, se arrojó de bruces con los
brazos extendidos en su blanca cama de célibe, extinguiéndose
inmediatamente los débiles destellos de su razón y sumiéndose en la
lobreguez más absoluta.
IV
Poblóse la negra inmensidad de puntos rojos, de infinitas y movibles
chispas, como si aventasen gigantesca hoguera; sintió que caía y caía,
como sí aquel desplome durase años y fuese en una sima sin fondo, hasta
que por fin experimentó en todo su ser un rudo choque, conmoviéndose de
pies á cabeza; y... despertó en su cama, tendido sobre el vientre, tal
como se había arrojado en ella.
Lo primero que el cura pensó fué que había pasado mucho tiempo.
Era de noche. Por la abierta ventana veíase el cielo azul y diáfano,
moteado por la inquieta luz de las estrellas.
Don Vicente experimentó la misma impresión de las damas de comedia que
al volver en sí lanzan la sacramental pregunta: «¿En dónde estoy?»
Su cerebro sentíase abrumado por la pesadez del sueño, discurría con
dificultad y tardó en reconocer su cuarto y en recordar cómo había
llegado hasta allí.
De pie en la ventana, vagando su turbia mirada por la obscura vega, fué
recobrando su memoria, agrupando los recuerdos que llegaban separados y
con paso tardo, hasta que tuvo conciencia de todos sus actos, antes de
que le rindiera el sueño.
¡Bien, don Vicente! ¡Magnífica conducta para un sacerdote joven que
debía ser ejemplo de templanza! Se había emborrachado; sí, esta era la
palabra, y había sido en presencia de los que casi eran sus feligreses.
Lo que más le molestaba era el recuerdo de los motivos que le impulsaron
á tal abuso.
Estaba perdido. Ahora que se aclaraba su inteligencia, aunque sus
sentidos parecían embotados, horrorizábase ante el peligro y protestaba
contra la pasión que pretendía hacer presa en su carne virgen. ¡Qué
vergüenza! Salido apenas del Seminario, sin contacto alguno con esa
atmósfera corruptora de las grandes ciudades, viviendo en el ambiente
tranquilo y virtuoso de los campos, y próximo, sin embargo, á caer en
los más repugnantes pecados. No; él resistiría á las seducciones del
_Malo_; acallaría el espíritu tentador que para mortificante prueba se
había rebelado dentro de él; afortunadamente, la torpe embriaguez con su
sueño le había devuelto la calma.
Oyéronse á lo lejos campanas que daban horas. Eran las tres... ¡Cuánto
había dormido! Por esto se sentía ya sin sueño, dispuesto á emprender la
tarea diaria.
Desde aquella ventana, abierta en las espaldas de la modesta casita,
veíase la inmensa vega, que á la difusa luz de las estrellas marcaba sus
masas de verdura y las moles de sus innumerables viviendas. La calma era
absoluta. No soplaba ya el poniente, pero la atmósfera estaba caldeada,
y los ruidos de la noche parecían la jadeante respiración de los
tostados campos.
Perfumes indefinibles había en aquel ambiente que aspiraba con delicia
el joven cura, como si quisiera saturar el interior de su organismo del
aire puro de los campos.
Su vista vagaba en aquella penumbra, intentando adivinar los objetos que
tantas veces había visto á la luz del sol. Esta distracción infantil
parecía volverle á los tranquilos goces de la niñez, pero sus ojos
tropezaron con una débil mancha blanca, en la que creía adivinar la
alquería de la _siñá_ Tona y... ¡adiós tranquilidad, propósitos de
fortaleza y de lucha!
Fué un rudo choque, una conmoción rápida; huyeron arrolladas la calma y
la placidez; desapareció el dulce embotamiento, despertó la carne,
sacudiendo la torpeza de los sentidos, y otra vez subió hasta sus
mejillas aquella llamarada que le hacía pensar en el fuego del infierno.
Sintió en su imaginación que se desgarraba denso velo, como si aun
estuviera en la tarde anterior, aquellos brazos morenos de sedoso y
ardiente contacto, al par que percibía la fragancia de la carne, cuyo
misterio acababa de revelársele.
Y en aquel momento, ¡oh _Malo_ tentador! el infeliz, mirando la obscura
vega, veía, no la blanca é indecisa alquería, sino el _estudi_ envuelto
en voluptuosa sombra, aquella cama cuya blandura tanto había ensalzado
la _siñá_ Tona, y sobre el mullido trono lo que para otros era felicidad
y para él horrendo pecado, lo que jamás había de conocer y le atraía con
la irresistible fuerza de lo prohibido.
La maldita imaginación ponía junto á sus ojos las tibias suavidades, los
dulces contornos, los finos colores de aquella carne desconocida; y la
agitación del infeliz iba en aumento, sentía crecer dentro de sí algo
animado por el espíritu de la rebelión, la virilidad, que se vengaba de
tantos años de olvido inflamando su organismo, haciendo que zumbasen sus
oídos, enturbiando su vista y dilatando todo su ser, como si fuese á
estallar á impulsos del deseo contenido y falto de escape.
Aquello era la tentación en toda regla; pensó en los santos eremitas, en
San Antonio tal como le había visto en los cuadros, cubriéndose los ojos
ante impúdicas beldades, tras cuyas seducciones se ocultaban los diablos
repugnantes; pero allí no habían espíritus malignos por parte alguna: lo
único real que acompañaba á las evocaciones de su imaginación, era la
cálida noche con aquel suave ambiente de alcoba cerrada y los ruidos
misteriosos del campo que sonaban como besos.
Ellos allá, en el tibio lecho, rodeados de la discreta obscuridad que
había de guardar en profundo secreto los delirios de la más grata de las
iniciaciones: él, solo, inaccesible á toda efusión, planta parásita en
un mundo que vive por el amor, sintiendo penetrar hasta su tuétano el
eterno frío de aquella cama de célibe.
De allá lejos, de la blanca casita, parecía salir un soplo de fuego que
le envolvía calcinando su carne hasta convertirla en cenizas. Creyó que
la vista de aquel nido de amores y la voluptuosa noche eran lo que le
excitaba, y huyó de la ventana, moviéndose á ciegas en su lóbrega
habitación.
No había calma para él. También en aquella lobreguez la veía, creyendo
sentir en su cuello el roce de los turgentes brazos y en sus labios
ardorosos aquel fresco beso que le había despertado de su
desvanecimiento el día de la primera misa. La combustión interna seguía,
y el sufrimiento ya no era moral, pues la tensión de todo su ser
producíale agudos dolores.
¡Aire! ¡frescura! Y en el silencio de la lóbrega habitación sonó un
chapoteo de agua removida, los suspiros de desahogo del pobre cura al
sentir la glacial caricia en su abrasada piel.
Lentamente volvió á la ventana, calmado por la fría inmersión. Un
sentimiento de profunda tristeza le dominaba. Se había salvado, pero era
momentáneamente: dentro de él llevaba el enemigo, el pecado que acechaba
pronto á dominarle y vencerle, y aquella tremenda lucha reaparecería al
día siguiente, al otro y al otro, amargando su existencia, mientras el
ardor de una robusta juventud animase su cuerpo. ¡Cuán sombrío veía el
porvenir! Luchar contra la Naturaleza, sentir en su cuerpo una glándula
que trabajaba incesantemente y que con sólo la voluntad había de anular,
vivir como un cadáver en un mundo que desde el insecto al hombre rige
todos sus actos por el amor, parecíale el mayor de los sacrificios.
La ambición, el deseo de emanciparse de la miseria, le había enterrado.
Cuando creía subir á envidiadas alturas, veíase cayendo en lobregueces
de fondo desconocido.
Sus compañeros de pobreza, los que sufrían hambre y doblaban la espalda
sobre el surco, eran más felices que él, conocían aquel atractivo
misterio que acababa de revelársele y que el deber le obligaba á ignorar
eternamente.
Bien pagaba su encumbramiento. ¡Maldita idea la de aquella buena señora
que quiso hacer un sacerdote del mocetón fornido, que antes que
continencias necesitaba esparcimiento y escapes para su plétora de vida!
Subía, sí, pero encadenado para siempre; se hallaba por encima de las
gentes entre las que nació, pero recordaba sus estudios clásicos, la
fábula del audaz Prometeo, y se veía amarrado para siempre á la roca
inconmovible de la fe jurada, indefenso á merced de la pasión carnal que
le devoraba las entrañas.
Su firme devoción de campesino aterrábase ante la idea de ser un mal
sacerdote; el sexo, que había despertado en él para siempre como
inacabable tormento, desvanecía toda esperanza de tranquilidad, y en
este conflicto, el cura, asustado ante el porvenir, se entregó al
desaliento, é inclinando su cabeza sobre el alféizar, cubriéndose los
ojos con las manos, lloró por los pecados que no había cometido y por
aquel error que había de acompañarle hasta la tumba.
Una húmeda sensación de frescura le hizo volver en sí.
Amanecía. Por la parte del mar rasgábase la noche marcando una faja de
luminoso azul: la verdura de la vega y la dentellada línea de montañas
iban fijando sus esfumados contornos; lanzaban sus últimos parpadeos las
estrellas, rodaba el fiero alerta de los gallos de alquería en alquería,
y las alondras, como alegres notas envueltas en volador plumaje, rozaban
las cerradas ventanas anunciando la llegada del día.
¡Magnífico despertar! Tal vez á aquella hora Toneta, recogiéndose el
cabello y cubriendo púdicamente con el blanco lienzo los encantos que
solo un hombre había de conocer, saltaba de la cama y abría el
ventanillo de su _estudi_ para que la aurora purificase el ambiente de
pasión y voluptuosidad.
El cura salió de su cuarto con los ojos enrojecidos y la frente
contraída por penosa arruga, perenne recuerdo de aquella noche de bodas
en que la compañera de su infancia había visto de cerca el amor, y él se
había unido con la desesperación, la más fiel de las esposas.
Abajo, en la cocina, encontró á su madre que preparaba el desayuno, y la
pobre vieja no pudo comprender aquella amarga mirada de reproche que el
cura le lanzó al pasar.
Paseó maquinalmente por el corral hasta que sus pies tropezaron con una
papeles de Valencia.
En la cabecera estaban el nuevo sacerdote, casi oprimido por las
blanduras exuberantes de los otros curas que habían tomado parte en la
ceremonia, los padrinos y aquel par de viejecillos que llorando sobre
sus cucharas se tragaban el arroz amasado con lágrimas. En los lados de
la mesa algunos señores de la ciudad convidados por doña Ramona y los
amigos de la familia junto con lo más _distinguido_ del pueblo,
labradores acomodados que, enardecidos por la digestión del vino y la
_paella_, hablaban del rey legítimo que está en Venecia y de lo
perseguida que en estos tiempos de liberalismo se ve la religión.
Era aquello un banquete de bodas. Corría el vino, se alegraba la gente y
sonreía la madrina con las bromas trasnochadas de sus compañeros de
mesa; aquellas tres moles que desbordaban su temblona grasa por el
alzacuello desabrochado y el roce de cuyas sotanas hacía enrojecer de
satisfacción á la bendita señora.
El único que mostraba seriedad era el nuevo cura. No estaba triste: su
gravedad era producto del ensimismamiento. Su imaginación huía desbocada
por el pasado, recorriendo casi instantáneamente la vida anterior.
La vista de todos los suyos, su elevación en aquel mismo lugar donde
había sufrido hambre, aquel aparatoso banquete, le hacían recordar la
época en que la conquista del mendrugo mohoso le obligaba á recorrer los
caminos, capazo á la espalda, siguiendo á los carros para arrojarse
ávidamente, como si fuese oro, sobre el reguero humeante que dejaban las
bestias.
Aquella había sido su peor época, cuando tenía que gemir y alborotar
horas enteras para que la pobre madre se decidiera á engañarle el hambre
nunca satisfecha con un pedazo del pan guardado con mísera previsión.
La presencia de Toneta, aquel moreno y gracioso rostro que se destacaba
al extremo de la mesa, evocaba en el cura recuerdos más gratos.
Veíase pequeño y haraposo en el huerto de la _siñá_ Tona, aquel hermoso
campo cercado de encañizadas en el que se cultivaban las flores como si
fuesen legumbres. Recordaba á Toneta greñuda, tostada, traviesa como un
chico, haciéndole sufrir con sus juegos, que eran verdaderas diabluras,
y después el rápido crecimiento y el cambio de suerte: ella á Valencia
todos los días con sus cestos de flores, y él al Seminario protegido por
doña Ramona, que, en vista de su afición á la lectura y de cierta viveza
de ingenio, quería hacer un sacerdote de aquel retoño de la miseria
rural.
Luego venían los días mejores, cuyo recuerdo parecía perfumar dulcemente
todo su pasado.
¡Cómo amaba él á aquella buena hermana, que tantas veces le había
fortalecido en los momentos de desaliento!
En invierno salía de su barraca casi al amanecer camino del Seminario.
Pendiente de su diestra, en grasiento saquillo, lo que entre clase y
clase había de devorar en las Alamedas de Serranos; medio pan moreno con
algo más, que, sin nutrirle, engañaba su hambre; y cruzado sobre el
pecho á guisa de bandolera, el enorme pañuelo de hierbas envolviendo los
textos latinos y teológicos que bailoteaban á su espalda como movible
joroba. Así equipado pasaba por frente al huerto de la _siñá_ Tona,
aquella pequeña alquería blanca con las ventanas azules, siempre en el
mismo momento que se abría su puerta para dar paso á Toneta, fresca,
recién lavada, con el peinado aceitoso y llevando con garbo las dos
enormes cestas en que yacían revueltas las flores mezclando la humedad
de sus pétalos.
Y juntos los dos, por atajos que ellos conocían, marchaban hacia
Valencia, que por encima del follaje de la Alameda marcaba en las brumas
del amanecer sus esbeltas torres, su Miguelete rojizo, cuya cima parecía
encenderse antes de que llegasen á la tierra los primeros rayos del sol.
¡Qué hermosas mañanas! El cura, cerrando los ojos, veía las obscuras
acequias con sus rumorosos cañaverales; los campos con sus hortalizas,
que parecían sudar cubiertas del titilante rocío; las sendas orladas de
brozas con sus tímidas ranas, que al ruido de pasos arrojábanse con
nervioso salto en los verdosos charcos; aquel horizonte que por la
parte del mar se incendiaba al contacto de enorme hostia de fuego; los
caminos desde los cuales se esparcía por toda la huerta chirrido de
ruedas y relinchos de bestias; los fresales que se poblaban de seres
agachados, que á cada movimiento hacían brillar en el espacio el
culebreo de las aceradas herramientas, y los rosarios de mujeres que con
cestas en la cabeza iban al mercado de la ciudad saludando con sonriente
y maternal _¡bòn día!_ á la linda pareja que formaban la florista
garbosa y avispada y aquel muchachote que con su excesivo crecimiento
parecía escaparse por pies y manos del trajecillo negro y angosto, que
iba tomando un sacristanesco color de ala de mosca.
El matinal viaje era un baño diario de fortaleza para el pobre
seminarista, que oyendo los buenos consejos de Toneta tenía ánimos para
sufrir las largas clases; aquella inercia contra la que se rebelaba su
robustez, su sangre hirviente de hijo del campo y las pesadas
explicaciones en cuyo laberinto penetraba á cabezadas.
Separábanse en el puente del Real: ella hacia el Mercado en busca de su
madre; él á conquistar poco á poco el dominio de las ciencias
eclesiásticas, en las cuales tenía la certeza de que jamás llegaría á
ser un prodigio. Y apenas terminaba su comida en las Alamedas de
Serranos, en cualquier banco compartido con las familias de los
albañiles, que hundían sus cucharas en la humeante cazuela de mediodía,
Visantet, insensiblemente, se entraba en la ciudad, no parando hasta el
mercadillo de las flores, donde encontraba á Toneta atando los últimos
ramos y á su madre ocupada en recontar la calderilla del día.
Tras estos agradables recuerdos, que constituían toda su juventud, venía
la separación lenta que la edad y la divergencia de aspiraciones habían
efectuado entre los dos. No en balde crecían en años y no impunemente
sometía él al estudio su inteligencia virgen y pasiva.
En la última parte de su carrera, comenzó á sentir con vehemencia el
fervor profesional. Entusiasmábase pensando que iba á formar parte de
una institución extendida por toda la tierra, que tiene en su poder las
llaves del cielo y de las conciencias; le enardecían las glorias de la
Iglesia; las luchas de los papas con los reyes en el pasado, y la
influencia del sacerdote sobre el magnate en el presente. No era
ambicioso, no pensaba ir más allá de un modesto curato de misa y olla;
pero le satisfacía que el hijo de unos miserables perteneciese con el
tiempo á una clase tan poderosa, y mecido por tales ilusiones se entregó
de lleno á la vocación que iba á sacarle del subsuelo social.
Cuando no estaba en Valencia en el Seminario, prestaba en Benimaclet
funciones de sacristán, y llegó á ser hombre sin sentir apenas el
despertar de la virilidad en su vigorosa complexión.
Su voluntad de campesino tozudo anulaba las exigencias del sexo, que le
causaban horror, teniéndolas como tentaciones del _Malo_. La mujer era
para él un mal, necesario é imprescindible para el sostenimiento del
mundo; _la bestia impúdica_ de que hablaban los Santos Padres.
La belleza era amenazante monstruosidad, temblaba ante ella poseído de
repugnancia y sordo malestar, y sólo se sentía tranquilo y confiado en
presencia de aquella beldad que, vestida de blanco y azul, pisando la
luna, yergue su cabeza en los altares con arrobadora dulzura. Su
contemplación provocaba en el seminarista explosiones de indefinible
cariño, y también participaba de éste aquella otra criatura terrenal y
grosera á la que él consideraba como hermana.
No era sacrilegio ni mundana pasión. Toneta resultaba para él una
hermana, una amiga, un afecto espiritual que le acompañaba desde su
infancia: todo, menos una mujer. Y tal era su ilusión, que en aquel
momento, entre la algazara del banquete, entornando los ojos, le parecía
que se transformaba, que su rostro vulgar y moreno dulcificábase con
expresión celestial, que se elevaba de su asiento, que su falda rameada
y su pañuelo de pájaros y flores convertíase en cerúleo manto, lo mismo
que en la otra, cuya belleza se ensalza con los más dulces nombres que
ha producido idioma alguno...
Pero sintió á sus espaldas algo que le hizo despertar de la dulce
somnolencia.
Era la _siñá_ Tona, la madre de la florista, que abandonando su asiento
venía á hablar con el cura.
La buena mujer no podía conformarse con el nuevo estado del hijo de su
amiga. Como buena cristiana, sabía el respeto que se debe á un
representante de Dios; pero que la perdonasen, pues para ella Visantet
siempre sería Visantet, nunca don Vicente, y aunque la aspasen, no
podría menos que hablarle de tú. Él no se ofendería por eso, ¿verdad?
Pues si lo había conocido tan pequeño... si era ella quien lo había
llevado de pañales á la iglesia para que lo cristianasen, ¿cómo iba á
hacerle tales pamplinas á un chico á quien consideraba como hijo? Aparte
de esta falta de respeto, ya sabía que en casa se le quería de veras. Si
no vivieran el tío _Bollo_ y la _siñá_ Tomasa, Toneta y ella eran
capaces de irse con él como amas de llaves: pero ¡ay, hijo mío! no iba
el agua por esa acequia. Aquella chiquilla estaba muertecita por _Chimo
el Moreno_, un pedazo de bruto de quien nadie tenía nada que decir,
mejorando lo presente; se querían casar en seguida, antes de San Juan si
era posible, y ella ¿qué había de hacer?... En casa faltaba un hombre,
el huerto estaba en poder de jornaleros, ellas necesitaban la sombra de
unos pantalones, y como el _Moreno_ servía para el caso (siempre
mejorando lo presente), la madre estaba conforme en que la chica se
casara.
Y la habladora vieja interrogaba con los ojos al cura, como esperando su
aprobación.
Bueno; pues á _eso_ se había acercado ella... ¿Á qué? Á decirle que
Toneta quería que fuese él quien la casase. Teniendo un capellán casi en
la familia, ¿para qué ir á buscarlo fuera de casa?
El cura no dudó; le parecía muy natural la pretensión. Estaba bien; los
casaría.
III
El día en que se casó Toneta, fué de los peores para el nuevo adjunto de
la parroquia de Benimaclet.
Cuando la ceremonia hubo terminado, don Vicente despojóse en la
sacristía de sus sagradas vestiduras, pálido y trémulo como si le
aquejase oculta dolencia.
El sacristán, ayudándole, hablaba del insufrible calor. Estaban en
Julio, soplaba el poniente, la vega se mustiaba bajo aquel soplo
interminable y ardoroso que antes de perderse en el mar había pasado por
las tostadas llanuras de Castilla y la Mancha y con su ambiente de
hoguera agrietaba la piel y excitaba los nervios.
Pero bien sabía el nuevo cura que no era el poniente lo que le
trastornaba. ¡Buenas estarían tales delicadezas en él, acostumbrado á
todas las fatigas del campo!
Lo que sentía era arrepentimiento de haber accedido á celebrar la boda
de Toneta. ¡Cuán poco se conocía! Ahora iba comprendiendo lo que se
ocultaba tras el afecto fraternal nacido en la niñez.
Él, sacerdote desligado de las miserias humanas, sentía un sordo
malestar después de bendecir la eterna unión de Toneta y Chimo;
experimentaba idéntica impresión que si le acabasen de arrebatar algo
que era suyo.
Le parecía hallarse aún en la capilla mirando casi á sus pies aquella
linda cabeza cubierta por la vistosa mantilla. Nunca había visto tan
hermosa á Toneta, pálida por la emoción y con un brillo extraño en los
ojos cada vez que miraba al _Moreno_, que estaba soberbio con su traje
nuevo y su _ringlot_ azul de larga esclavina.
Podía decirse que el cura acababa de ver por primera vez á Toneta. La
hermana ideal que en su imaginación casi se confundía con la figura azul
que pisaba la luna, habíase convertido de pronto en una mujer.
Él, que jamás había descendido con su vista más allá de la fresca boca
siempre sonriente, y que miraba á Toneta como esas imágenes de lindo
rostro que bajo las vestiduras de oro sólo guardan los tres puntales que
sostienen el busto, pensaba ahora, con misteriosos estremecimientos, que
había algo más, y veía con los ojos de la imaginación el terrible
enemigo con todas sus redondeces rosadas y sus graciosos hoyuelos: la
carne, arma poderosa del _Malo_ con que abate las más fuertes virtudes.
Odiaba al _Moreno_, su compañero de la niñez. Era un buen muchacho, pero
no podía tolerarse que su rudeza brutal hubiera de ser la eterna
compañera de la florista. No debía consentirse, lo afirmaba él, que
estaba arrepentido de haber realizado la boda.
Pero inmediatamente sentíase avergonzado por tales pensamientos, se
ruborizaba al considerar que aquella protesta era envidia, impotencia
que se revolvía en forma de murmuración.
Hacíale daño el contemplar la felicidad ajena, aquella explosión de amor
que venía preparándose, amor legítimo, pero que no por esto molestaba
menos al cura.
Se iría á casa. No quería presenciar por más tiempo la alegría de la
boda; pero cuando salió de la sacristía, se encontró con la comitiva
nupcial que estaba esperándole, pues la _siñá_ Tona se oponía á que se
hiciera nada sin la presencia de su Visantet.
Y por más que resistió, tuvo que seguir el camino de aquel huerto del
que tantos recuerdos guardaba; y entre las faldas rameadas y coloridas
como la primavera, los pañuelos de seda brillantes y los reflejos
tornasolados de la pana y el terciopelo, causaba un efecto lastimoso el
suelto manteo y aquel desmayado sombrero de teja que avanzaba con
lentitud, como si en vez de cubrir un cuerpo vigoroso y exuberante de
vida, fuesen los de un viejo achacoso.
Una vez en el huerto, ¡qué de tormentos! ¡qué cariñosas solicitudes, que
le parecían crueles burlas! La _siñá_ Tona, en su alegría de madre,
enseñábale todas las reformas hechas en la alquería con motivo del
matrimonio. ¿Se enteraba Visantet? Aquel _estudi_ era el dormitorio de
los novios y aquella cama sería la del matrimonio, con su colcha de
azulada blancura y complicados arabescos, que á Toneta le habían costado
todo un invierno de trabajo.
Bien estarían allí los novios. Qué blancura, ¿eh? Y la inocente vieja
creía hacer una gracia obligando al cura á que tocase los mullidos
colchones y apreciase en todos sus detalles la rústica comodidad de
aquella habitación, que á la noche había de convertirse en caliente
nido.
Y después seguían los tormentos, las intimidades fraternales, que
resultaban para él terribles latigazos: aquel bruto del _Moreno_ que no
se recataba de hablar en su presencia, bromeando con sus amigotes sobre
lo que ocurriría por la noche, con comentarios tales, que las mujeres
chillaban como ratas y sofocadas de risa le llamaban _¡pòrc!_ y
_¡animal!_ y Toneta, que en traje de casa, al aire sus morenos y
redondos brazos, se aproximaba á él rozando su sotana con la epidermis
fina y caliente, preguntándole qué pensaba de su casamiento y
acompañando sus palabras con fijas miradas de aquellos ojos que parecían
registrarle hasta las entrañas.
¡Ira de Dios! La gente le hacía tanto caso como si fuese un muerto que
hablara; aquella mujer se atrevía á tratarle con un descuido que no
osaría con el gañán más bestia de los que allí estaban; no era un
hombre, era un cura, y al pensar en esto tan amargo, creía que todos le
miraban con respetuosa compasión, y una llamarada de rabia enturbiaba su
vista.
Bien pagaba los honores de su clase, la elevación sobre la miseria en
que nació. Él, el más respetado de la reunión, don Vicente, el gran
sacerdote, miraba con envidia á aquellos muchachotes cerriles con
alpargatas y en mangas de camisa.
Hubiera querido ser temido, como ellos, á los que no osaban aproximarse
mucho las mujeres por miedo á audaces pellizcos, y sobre todo no
inspirar lástima, no ser tenido como una momia santa, en cuyos oídos
resbalaban las palabras ardientes sin causar mella.
Cada vez se sentía más molesto. Durante la comida estuvo al lado de los
novios, sufriendo el ardoroso contacto de aquel cuerpo sano y fragante,
que parecía esparcir un perfume de flor carnosa, y que en la confianza
de la impunidad se revolvía libremente y sin cuidado á empujar, ó se
inclinaba sobre él y al decirle insignificantes palabras le envolvía en
su cálido aliento. Y después aquel Chimo con su salvaje ingenuidad,
creyendo que tras la misa de por la mañana todo era ya legítimo;
corroído por la impaciencia, tomando con sus dedos romos la redonda
barbilla de Toneta, entre la algazara de los convidados, y hundiendo las
manos bajo la mesa, mientras miraba á lo alto con la expresión inocente
del que no ha roto un plato en su vida.
Aquello no podía seguir. Don Vicente se sentía enfermo. Oleadas de
sangre caldeaban su rostro; parecíale que el viento seco y ardoroso que
inflamaba la piel se había introducido en sus venas, y su olfato
dilatábase con nervioso estremecimiento, como excitado por aquel
ambiente de pasión carnívora y brutal.
No quería ver; deseaba olvidar, aislarse, sumirse en dulce y apática
estupidez, y guiado por el instinto, vaciaba su vaso, que la cortesanía
labriega cuidaba de tener siempre lleno.
Bebió mucho, sin conseguir que aquel sentimiento de envidia y de
despecho se amortiguase; esperaba las nieblas rosadas de una embriaguez
ligera, algo semejante á la discreta alegría de sus meriendas de
seminarista, cuando á los postres él y sus compañeros, con la más
absoluta confianza en el porvenir, soñaban en ser papas ó en eclipsar á
Bossuet; pero lo que llegó para él fué una jaqueca insufrible, que
doblaba su cabeza como si sobre ella gravitase enorme mole y que le
perforaba la frente con un tornillo sin fin.
Don Vicente estaba enfermo.
La misma _siñá_ Tona, reconociéndolo, le permitió, con harto dolor, que
se retirase de la fiesta, y el cura, con paso firme, pero con la vista
turbia y zumbándole los oídos, se encaminó á su casa, seguido de su
alarmada madre, que no quiso permanecer ni un instante más en la boda.
No era nada; podía tranquilizarse. El maldito poniente y la agitación
del día. No necesitaba más que dormir.
Y cuando penetró en su cuarto, en la casita nueva que habitaba en el
pueblo desde su primera misa, tiró el sombrero y el manteo, y sin
quitarse el alzacuello ni tocar su sotana, se arrojó de bruces con los
brazos extendidos en su blanca cama de célibe, extinguiéndose
inmediatamente los débiles destellos de su razón y sumiéndose en la
lobreguez más absoluta.
IV
Poblóse la negra inmensidad de puntos rojos, de infinitas y movibles
chispas, como si aventasen gigantesca hoguera; sintió que caía y caía,
como sí aquel desplome durase años y fuese en una sima sin fondo, hasta
que por fin experimentó en todo su ser un rudo choque, conmoviéndose de
pies á cabeza; y... despertó en su cama, tendido sobre el vientre, tal
como se había arrojado en ella.
Lo primero que el cura pensó fué que había pasado mucho tiempo.
Era de noche. Por la abierta ventana veíase el cielo azul y diáfano,
moteado por la inquieta luz de las estrellas.
Don Vicente experimentó la misma impresión de las damas de comedia que
al volver en sí lanzan la sacramental pregunta: «¿En dónde estoy?»
Su cerebro sentíase abrumado por la pesadez del sueño, discurría con
dificultad y tardó en reconocer su cuarto y en recordar cómo había
llegado hasta allí.
De pie en la ventana, vagando su turbia mirada por la obscura vega, fué
recobrando su memoria, agrupando los recuerdos que llegaban separados y
con paso tardo, hasta que tuvo conciencia de todos sus actos, antes de
que le rindiera el sueño.
¡Bien, don Vicente! ¡Magnífica conducta para un sacerdote joven que
debía ser ejemplo de templanza! Se había emborrachado; sí, esta era la
palabra, y había sido en presencia de los que casi eran sus feligreses.
Lo que más le molestaba era el recuerdo de los motivos que le impulsaron
á tal abuso.
Estaba perdido. Ahora que se aclaraba su inteligencia, aunque sus
sentidos parecían embotados, horrorizábase ante el peligro y protestaba
contra la pasión que pretendía hacer presa en su carne virgen. ¡Qué
vergüenza! Salido apenas del Seminario, sin contacto alguno con esa
atmósfera corruptora de las grandes ciudades, viviendo en el ambiente
tranquilo y virtuoso de los campos, y próximo, sin embargo, á caer en
los más repugnantes pecados. No; él resistiría á las seducciones del
_Malo_; acallaría el espíritu tentador que para mortificante prueba se
había rebelado dentro de él; afortunadamente, la torpe embriaguez con su
sueño le había devuelto la calma.
Oyéronse á lo lejos campanas que daban horas. Eran las tres... ¡Cuánto
había dormido! Por esto se sentía ya sin sueño, dispuesto á emprender la
tarea diaria.
Desde aquella ventana, abierta en las espaldas de la modesta casita,
veíase la inmensa vega, que á la difusa luz de las estrellas marcaba sus
masas de verdura y las moles de sus innumerables viviendas. La calma era
absoluta. No soplaba ya el poniente, pero la atmósfera estaba caldeada,
y los ruidos de la noche parecían la jadeante respiración de los
tostados campos.
Perfumes indefinibles había en aquel ambiente que aspiraba con delicia
el joven cura, como si quisiera saturar el interior de su organismo del
aire puro de los campos.
Su vista vagaba en aquella penumbra, intentando adivinar los objetos que
tantas veces había visto á la luz del sol. Esta distracción infantil
parecía volverle á los tranquilos goces de la niñez, pero sus ojos
tropezaron con una débil mancha blanca, en la que creía adivinar la
alquería de la _siñá_ Tona y... ¡adiós tranquilidad, propósitos de
fortaleza y de lucha!
Fué un rudo choque, una conmoción rápida; huyeron arrolladas la calma y
la placidez; desapareció el dulce embotamiento, despertó la carne,
sacudiendo la torpeza de los sentidos, y otra vez subió hasta sus
mejillas aquella llamarada que le hacía pensar en el fuego del infierno.
Sintió en su imaginación que se desgarraba denso velo, como si aun
estuviera en la tarde anterior, aquellos brazos morenos de sedoso y
ardiente contacto, al par que percibía la fragancia de la carne, cuyo
misterio acababa de revelársele.
Y en aquel momento, ¡oh _Malo_ tentador! el infeliz, mirando la obscura
vega, veía, no la blanca é indecisa alquería, sino el _estudi_ envuelto
en voluptuosa sombra, aquella cama cuya blandura tanto había ensalzado
la _siñá_ Tona, y sobre el mullido trono lo que para otros era felicidad
y para él horrendo pecado, lo que jamás había de conocer y le atraía con
la irresistible fuerza de lo prohibido.
La maldita imaginación ponía junto á sus ojos las tibias suavidades, los
dulces contornos, los finos colores de aquella carne desconocida; y la
agitación del infeliz iba en aumento, sentía crecer dentro de sí algo
animado por el espíritu de la rebelión, la virilidad, que se vengaba de
tantos años de olvido inflamando su organismo, haciendo que zumbasen sus
oídos, enturbiando su vista y dilatando todo su ser, como si fuese á
estallar á impulsos del deseo contenido y falto de escape.
Aquello era la tentación en toda regla; pensó en los santos eremitas, en
San Antonio tal como le había visto en los cuadros, cubriéndose los ojos
ante impúdicas beldades, tras cuyas seducciones se ocultaban los diablos
repugnantes; pero allí no habían espíritus malignos por parte alguna: lo
único real que acompañaba á las evocaciones de su imaginación, era la
cálida noche con aquel suave ambiente de alcoba cerrada y los ruidos
misteriosos del campo que sonaban como besos.
Ellos allá, en el tibio lecho, rodeados de la discreta obscuridad que
había de guardar en profundo secreto los delirios de la más grata de las
iniciaciones: él, solo, inaccesible á toda efusión, planta parásita en
un mundo que vive por el amor, sintiendo penetrar hasta su tuétano el
eterno frío de aquella cama de célibe.
De allá lejos, de la blanca casita, parecía salir un soplo de fuego que
le envolvía calcinando su carne hasta convertirla en cenizas. Creyó que
la vista de aquel nido de amores y la voluptuosa noche eran lo que le
excitaba, y huyó de la ventana, moviéndose á ciegas en su lóbrega
habitación.
No había calma para él. También en aquella lobreguez la veía, creyendo
sentir en su cuello el roce de los turgentes brazos y en sus labios
ardorosos aquel fresco beso que le había despertado de su
desvanecimiento el día de la primera misa. La combustión interna seguía,
y el sufrimiento ya no era moral, pues la tensión de todo su ser
producíale agudos dolores.
¡Aire! ¡frescura! Y en el silencio de la lóbrega habitación sonó un
chapoteo de agua removida, los suspiros de desahogo del pobre cura al
sentir la glacial caricia en su abrasada piel.
Lentamente volvió á la ventana, calmado por la fría inmersión. Un
sentimiento de profunda tristeza le dominaba. Se había salvado, pero era
momentáneamente: dentro de él llevaba el enemigo, el pecado que acechaba
pronto á dominarle y vencerle, y aquella tremenda lucha reaparecería al
día siguiente, al otro y al otro, amargando su existencia, mientras el
ardor de una robusta juventud animase su cuerpo. ¡Cuán sombrío veía el
porvenir! Luchar contra la Naturaleza, sentir en su cuerpo una glándula
que trabajaba incesantemente y que con sólo la voluntad había de anular,
vivir como un cadáver en un mundo que desde el insecto al hombre rige
todos sus actos por el amor, parecíale el mayor de los sacrificios.
La ambición, el deseo de emanciparse de la miseria, le había enterrado.
Cuando creía subir á envidiadas alturas, veíase cayendo en lobregueces
de fondo desconocido.
Sus compañeros de pobreza, los que sufrían hambre y doblaban la espalda
sobre el surco, eran más felices que él, conocían aquel atractivo
misterio que acababa de revelársele y que el deber le obligaba á ignorar
eternamente.
Bien pagaba su encumbramiento. ¡Maldita idea la de aquella buena señora
que quiso hacer un sacerdote del mocetón fornido, que antes que
continencias necesitaba esparcimiento y escapes para su plétora de vida!
Subía, sí, pero encadenado para siempre; se hallaba por encima de las
gentes entre las que nació, pero recordaba sus estudios clásicos, la
fábula del audaz Prometeo, y se veía amarrado para siempre á la roca
inconmovible de la fe jurada, indefenso á merced de la pasión carnal que
le devoraba las entrañas.
Su firme devoción de campesino aterrábase ante la idea de ser un mal
sacerdote; el sexo, que había despertado en él para siempre como
inacabable tormento, desvanecía toda esperanza de tranquilidad, y en
este conflicto, el cura, asustado ante el porvenir, se entregó al
desaliento, é inclinando su cabeza sobre el alféizar, cubriéndose los
ojos con las manos, lloró por los pecados que no había cometido y por
aquel error que había de acompañarle hasta la tumba.
Una húmeda sensación de frescura le hizo volver en sí.
Amanecía. Por la parte del mar rasgábase la noche marcando una faja de
luminoso azul: la verdura de la vega y la dentellada línea de montañas
iban fijando sus esfumados contornos; lanzaban sus últimos parpadeos las
estrellas, rodaba el fiero alerta de los gallos de alquería en alquería,
y las alondras, como alegres notas envueltas en volador plumaje, rozaban
las cerradas ventanas anunciando la llegada del día.
¡Magnífico despertar! Tal vez á aquella hora Toneta, recogiéndose el
cabello y cubriendo púdicamente con el blanco lienzo los encantos que
solo un hombre había de conocer, saltaba de la cama y abría el
ventanillo de su _estudi_ para que la aurora purificase el ambiente de
pasión y voluptuosidad.
El cura salió de su cuarto con los ojos enrojecidos y la frente
contraída por penosa arruga, perenne recuerdo de aquella noche de bodas
en que la compañera de su infancia había visto de cerca el amor, y él se
había unido con la desesperación, la más fiel de las esposas.
Abajo, en la cocina, encontró á su madre que preparaba el desayuno, y la
pobre vieja no pudo comprender aquella amarga mirada de reproche que el
cura le lanzó al pasar.
Paseó maquinalmente por el corral hasta que sus pies tropezaron con una
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