Flor de mayo - 11
Süzlärneñ gomumi sanı 4742
Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1520
32.3 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
44.6 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
52.1 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
casa. Un bulto se despegó de la obscura puerta, y por unos instantes
estuvo inmóvil, como si mirase á ambos lados de la calle temiendo ser
espiado.
Volvió á percibirse el chirrido, el choque de las maderas cerrándose, al
mismo tiempo que _el Retor_, entumecido por la humedad, se incorporaba
trabajosamente.
Por fin, le llegaba su hora buena. Y corrió hacia el bulto, pero éste
tenía unas piernas envidiables, y al ver venir un hombre dió un salto
prodigioso y emprendió carrera. Los vecinos madrugadores oían desde la
cama la ruidosa persecución, aquel galope furioso que hacía temblar las
aceras de ladrillos.
Perseguíanse jadeantes é impetuosos en la obscuridad. _El Retor_ se
guiaba por una mancha blanca, algo así como un hatillo que aquel hombre
llevaba en la espalda, pero á pesar de sus esfuerzos adivinaba que
perdería la pista, pues la distancia entre él y el perseguido aumentaba
rápidamente. Sus piernas de marinero eran para sostenerse erguido en la
borrasca, no para correr; entorpecíale el entumecimiento de la humedad,
y además, bien conocía que había de habérselas con su hermano, famoso
desde pequeño por su agilidad y ligereza.
En una encrucijada le perdió de vista, como si se hubiera disuelto en la
sombra. Huroneó por las calles inmediatas buscando al perseguido, sin
encontrar el menor rastro. ¡Buenas piernas tenía el ladrón!
Abríanse algunas puertas dando paso á los madrugadores que tenían
trabajo en la playa, y _el Retor_ huyó, dominado por el terror que le
inspiraba la presencia de extraños.
Nada le quedaba ya que hacer. Había perdido hasta la esperanza de
vengarse. Y se encaminó á la playa, temblando de frío, sin voluntad, sin
fuerzas para pensar, resignado con su suerte.
Comenzaba el movimiento en torno de las barcas. Sobre la obscura arena
brillaban como luciérnagas los rojos farolillos de la marinería que
acababa de despertar.
_El Retor_ vió la luz en la taberna de su madre; Roseta había levantado
la hoja de madera que se cerraba sobre el mostrador, y estaba tras éste,
arrebujada en su mantón, soñolienta, con la aureola de rubios y
encrespados cabellos escapándose por bajo del pañuelo de seda y la
naricilla roja por el frío del amanecer.
Esperaba á los primeros parroquianos y tenía sobre el mostrador, pronta
á servir, los vasitos y la botella de aguardiente. La madre dormía aún
en su camarote.
Cuando Pascual se dió cuenta de lo que hacía, ya estaba plantado ante el
mostrador... ¡Una copa! Roseta, en vez de servirle, le miraba fijamente
con sus ojos claros y sin expresión, que parecían registrarle hasta el
alma. _El Retor_ temblaba... ¡Ah! aquella chiquilla... ¡qué lista era!
Todo lo adivinaba, y por esto el patrón, para salir del paso, apeló á la
brutalidad.
_¡Recordons!_ ¿No había oído? Quería una copa, y realmente la necesitaba
para echar lejos de sí el frío mortal que le congelaba las entrañas. Él,
siempre tan sobrio, quería beber, emborracharse, anegar en aguardiente
su entorpecimiento de idiota que le dominaba.
Bebió... ¡Otra! ¡y otra después! y mientras tragaba el aguardiente de un
sorbo, su hermana no dejaba de servirle, siempre con la mirada fija en
él, como si leyese en su rostro todo lo ocurrido.
¡Qué bien se encontraba Pascual! ¡Oh! aquello reanimaba. Parecíale que
la fría atmósfera del amanecer se iba caldeando; sentía un tibio
cosquilleo bajo la piel y casi se reía de la veloz persecución por las
calles que tanto le había fatigado.
Experimentaba la necesidad de ser bueno, de querer á todo el mundo,
comenzando por aquella chica, por su hermana, que seguía mirándole. Sí;
lo proclamaba él muy alto. Roseta era la honra de la familia; todos los
demás unos cochinos, y él el primero. ¡Ah, Roseta! ¡Qué talento tenía!
¡Qué _finura!_ Sabía decir las cosas con _diplomacia;_ bien se acordaba
él de lo del camino del Grao; no era como otras locas que daban
disgustos de muerte y ponían á un hombre á dos dedos de la perdición. Y
además, ¡qué talento! Ella estaba en lo cierto. Los hombres eran todos
unos pillos ó unos imbéciles: que pensase así por muchos años. Más valía
aborrecer á los hombres que no fingirles cariño como otras, para después
engañarlos y perderlos. ¡Ay, Roseta! ¡hija mía!... ¡Cuánto valía
aquella chica!
Y _el Retor_, enardeciéndose por momentos, braceaba y gritaba,
oyéndosele desde lejos. Sonó un roce fuerte dentro del camarote de Tona,
y al través de la gruesa cortina salió su ruda voz con inflexión
cariñosa:
--_¿Eres tú, Pascualo?_
Sí, era él, madre; iba á la barca á ver lo que se hacía. No debía
levantarse aún, pues el tiempo era malo.
Comenzaba á amanecer. En el horizonte, sobre la obscura faja del mar,
marcábase otra de luz débil y lívida. El cielo estaba encapotado, y en
la playa una densa bruma borraba el contorno de los objetos, que se
marcaban como ligeras manchas.
_El Retor_ pidió otra copa: la última; y antes de alejarse pasó su
callosa mano por las frescas mejillas de Roseta.
¡Adiós! Ya lo sabía; ella era la única mujer buena de todo el Cabañal.
Debía creerle á él, que era su hermano. ¡Que no se casase nunca!
Cuando llegó cerca de la _Flor de Mayo_ silbando con indiferencia,
cualquiera lo hubiera creído alegre, á no ser por el extraño brillo de
sus ojos amarillentos, que parecían salirse del rostro, rubicundo por el
alcohol.
Sobre la cubierta de la barca, erguido con petulancia, como si quisiera
enterar á todo el mundo de que estaba allí, mostrábase Tonet. Á sus pies
veíase el blanco hatillo, el mismo que saltaba sobre su espalda al
correr por las calles del Cabañal.
--_¡Bòn día, Pascualo!_--gritó al ver á su hermano, como si tuviera
prisa por hablarle y desvanecer las temerosas sospechas que sentía.
¡Ah, ladrón!... ¡Y qué desvergonzado era! Pero antes de que Pascual
pudiera contestarle, cuando comenzaba á sentirse invadido por la misma
fiebre de horas antes, vióse rodeado por algunos compañeros.
Los patrones de las barcas celebraban consejo: se agrupaban sin quitar
la vista del horizonte.
El tiempo presentábase amenazador, resultaba temerario el salir. Era
lástima, porque el pescado se presentaba tan abundante, que podía
cogerse con las manos; pero la piel de un hombre vale más que el
negocio.
Todos eran de la misma opinión. El tiempo se _ensuciaba;_ había que
quedarse.
Pero Pascual protestó. ¿Quedarse? Eso que lo hiciera quien quisiera. Él
á la mar iba. Aun no se habían conocido temporales bastante fuertes para
darle miedo. _El Retor_ decía esto con resolución, como si le ofendieran
aquellos propósitos de quedarse. El que no tuviera... _agallas_ que no
saliera. Allí quería él ver hombres.
Y volvió la espalda sin atender razones. Quería huir de tierra, alejarse
de aquellos que le conocían y sabiendo su desgracia podían burlarse. ¡A
la mar!... Ya llegaban los bueyes del arrastre. A ver: ¡los de la _Flor
de Mayo!_ ¡Todo el mundo á tierra! Á poner los _parados_ para echar la
barca al agua.
Y la gente de á bordo, influída por la costumbre, obedeció al patrón. El
_tío Batiste_ fué el único en protestar con toda su autoridad de lobo
marino.
_¡Rediel!_ Aquello era una barbaridad. ¿Dónde tenía los ojos _el Retor?_
¿No veía acercarse el temporal?
_Mutis, agüelo_. Aquello, cuando más, reventaría en agua; y al que está
acostumbrado al mar, le importa poco un chubasco más ó menos.
Pero el viejo seguía protestando. Reventaría en agua ó en viento, y si
ocurría esto ya podían rezar el último padrenuestro los pescadores á
quienes pillase.
El patrón protestó con una rudeza extraña en él, que trataba siempre con
respeto al viejo... _¡Tío Batiste_, á casa! Sólo servía ya para
sacristán del Cabañal. Él no quería carroñas ni cobardes en su barca.
_¡Recontracordons!_... ¡Cobarde él! ¡Un hombre que había ido en falucho
á la Habana y naufragado dos veces! _¡Redeu!_ (y que le perdonase el
pecado el Santo Cristo del Grao); si tuviera veinte años menos, por
aquella palabra ya hubiera sacado la faca, tirándole las tripas al
suelo. ¡Á la mar! Que todo se lo llevase el demonio! Bien lo decía el
refrán: _Donde hay patrón no manda marinero_.
Y mascullando su indignación, ayudó á colocar las últimas viguetas,
cuando la proa de _Flor de Mayo_ tocaba ya el agua.
Otra pareja de bueyes arrastraba al mismo tiempo la barca vieja que _el
Retor_ tenía alquilada para formar pareja con la suya.
Al poco rato ambas embarcaciones balanceábanse sobre las rompientes de
la playa é izaban su gran vela latina, tomando viento con rapidez.
Los patrones agrupábanse en la playa perplejos y agitados, mirando con
codicia las dos barcas que se alejaban y haciendo indignados
comentarios.
Aquel _lanudo_ se había vuelto loco. El muy ladrón iba á hacer su
negocio, y ellos, por cobardes, se quedarían con las manos en los
bolsillos.
Esta suposición les irritaba, como si _el Retor_ fuese á apoderarse de
toda la pesca que había en el mar. Los más codiciosos y audaces se
decidieron. ¡Ea! ellos eran tan hombres como el que más y podían ir
donde fuese otro. ¡Barcas al agua!
La resolución fué contagiosa, y los boyeros no sabían dónde acudir, pues
todos querían ser los primeros, como si se hubiera generalizado la
locura del _Retor_. Parecía que todos temiesen ver agotada la pesca de
un momento á otro.
Las mujeres en la playa gritaban de miedo al ver á sus hombres lanzarse
en tal aventura, y proferían maldiciones contra _el Retor_, un _lanudo_
que quería perder á toda la gente honrada del Cabañal.
La _siñá_ Tona, en ropas menores, con la escasa cabellera gris flotando
sobre el cráneo, acababa de llegar á la orilla. Estando en la cama le
habían dicho la locura de su hijo y corría á evitarla. Pero las dos
barcas ya estaban muy lejos.
--_¡Pascualet!_--gritaba la pobre mujer formando bocina con las manos--.
_¡Fill meu!_... _Torna_... _torna_.
Y al conocer que no podían oirla, tirábase de los escasos pelos y
prorrumpía en gemidos y aclamaciones.
María Santísima: su hijo iba á morir. Se lo decía el corazón. ¡Ay, reina
y soberana! Todos morirían; sus dos hijos, su nieto: parecía que una
maldición pesase sobre la familia. La mar cochina se los tragaría á
todos, como ya había devorado á su pobre Pascual.
Y mientras la pobre mujer gritaba como una loca y las demás le hacían
coro, los marineros, ceñudos y sombríos, empujados por el egoísmo de la
existencia, por la conquista del pan, que hace afrontar los mayores
peligros, entraban en el agua hasta la cintura y montaban en sus barcas,
tendiendo las grandes velas.
Y poco después, un enjambre de manchas blancas marcábase en la bruma de
aquel amanecer tempestuoso, corriendo desbocadas mar adentro, como si
las atrajera el imán de la fatalidad.
X
Á las nueve navegaba la _Flor de Mayo_ á la vista de Sagunto, en el
espacio libre que el _tío Batiste_--con su afición á guiarse más por el
fondo del mar que por los accidentes de la costa--marcaba entre la _Roca
del Puig_ y el _Algar de Murviedro_.
Ninguna pareja se había atrevido á ir tan lejos.
Por la parte de Valencia, y prolongándose hacia Cullera, marcábanse como
puntos blancos las otras barcas emparejadas.
El cielo estaba gris; la mar era de un morado tan intenso, que en la
lustrosa curva formada entre dos olas, tomaba el color del ébano.
Ráfagas largas y frías agitaban las velas, causando ruidosos
estremecimientos.
La _Flor de Mayo_ y la otra barca de la pareja avanzaban con las velas
desplegadas, arrastrando la red del _bòu_, que cada vez se hacía más
pesada y tirante.
_El Retor_ iba en su sitio de popa, empuñando la caña del timón. Apenas
si miraba el mar: el instinto era quien movía su mano para enderezar la
marcha de la barca.
Sus ojos estaban fijos en Tonet, el cual desde que salieron parecía huir
de él. Cuando no miraba á su hermano, contemplaba á Pascualet, erguido
al pie del mástil, como si con su desmedrada figurilla quisiera desafiar
á aquel mar que en su segundo viaje comenzaba á mostrarse alborotado.
La barca daba algunos tumbos al saltar las olas, cada vez más violentas,
pero los tripulantes eran gente avezada al mar y andaban sobre la
movediza cubierta con gran seguridad, expuestos á cada paso á caer al
agua.
_El Retor_ no apartaba la vista de su hermano y su hijo, y sus ojos iban
con expresión interrogante de uno á otro, como si mentalmente hiciese
una minuciosa comparación.
Su calma era de las que inspiran pavor. Estaba pálido, á pesar de lo
bronceado de la tez; sus ojos tenían el enrojecimiento de la vigilia, y
apretaba los labios como si temiera que se escapasen las palabrotas de
ira que afluían á su lengua y que mascullaba sordamente.
No le había engañado Rosario. ¿Dónde tenía antes los ojos, que no había
visto la asombrosa semejanza? ¡Cómo se habría reído de él la gente! Su
deshonra estaba visible; era la misma cara, el mismo gesto. Pascualet le
recordaba al otro chicuelo delgado y nervioso, al que él sirvió de
niñera en la playa. Era el hijo de Tonet, no podía negarlo.
Y el patrón, conforme se convencía de su deshonra, arañábase el pecho y
lanzaba miradas de odio al mar, á su barca y á los marineros, que á
hurtadillas le examinaban con inquietud, creyendo que aquella ira se la
causaba el mal tiempo.
¿Para qué quería ya trabajar? No mantendría más á la perra que por tanto
tiempo le había puesto en ridículo: ¡adiós ilusiones de crear un
porvenir á Pascualet, de hacerle el pescador más rico del Cabañal! ¿Era
acaso suyo para interesarse tanto por su suerte? Nada deseaba ya en el
mundo; morir y que pereciera con él toda su obra.
Odiaba ahora á su _Flor de Mayo_, la hija de madera, á la que hablaba
como si fuese un ser animado; deseaba su extinción, su inmediata
pérdida, como si le avergonzase el recuerdo de las dulces ilusiones que
acariciaba cuando estaba ocupado en su construcción. Si el mar hubiera
obedecido á sus deseos, cualquiera de aquellas olas, en vez de levantar
á la barca rudamente sobre su espumeante cima, se hubiera abierto para
tragarla.
La red era cada vez más pesada, y las barcas, arrastrando la enorme
pesca, cabeceaban sobre las olas con dificultad.
De la barca vieja que formaba pareja con _Flor de Mayo_, preguntaban si
era llegado el momento de _chorrar_.
_El Retor_ sonrió con amargura. Bueno, que _chorrasen_; lo mismo le
importaba ahora que después. La tripulación de _Flor de Mayo_ agarró el
cabo de la red que arrastraba la _pareja_ y comenzó á tirar con gran
esfuerzo.
Tonet y los marineros, á pesar de lo ruda que era la faena y del mal
tiempo, mostrábanse alegres. ¡Vaya una pesca! Á quintales iba á salir el
pescado.
El _tío Batiste_, tendido en la proa y mojado por los espumarajos de las
olas, miraba al horizonte por la parte de Levante, donde el celaje
plomizo parecía condensarse, formando una masa de negruzco vapor.
Llamaba á Pascual para que prestase atención; pero _el Retor_ tenía
fijos sus ojos en el grupo de tripulantes que tiraban de la red. Por una
casualidad, Tonet y su sobrino estaban juntos, y la semejanza de sus
rostros resaltaba aun más ante la mirada del patrón.
--_Pascualo_... _Pascualo_--gritó el viejo pescador con voz algo
temblorosa--. _Ya está ahí_.
¿Quién?... ¡Quién había de ser! La tempestad, la tormenta que desde el
amanecer estaba esperando el _tío Batiste_.
La masa de sombras que se aproximaba agrandándose por momentos, se abrió
con la luz cárdena de un relámpago; después sonó el trueno, como si todo
el cielo fuese una inmensa pieza de tela que se rasgaba con estrépito.
Sólo faltaba lo otro, el terrible Levante, que barre impetuosamente con
hálito de muerte todo el golfo de Valencia; y el Levante llegó.
La _Flor de Mayo_ tendióse de costado sobre el agua, como si una mano
poderosa, agarrando su quilla, pugnase por voltearla. El agua invadió la
cubierta, y la gigantesca vela se extendió como una sábana sobre las
olas, aleteando, volviendo á caer como un pájaro moribundo.
Esta caída de lado, que iba á hacerles zozobrar, fué obra de un
instante: el primer impulso del vendaval que, pillando de lleno la
tendida vela, la aplastó sobre el agua, tumbando á la barca.
El _tío Batiste_ y _el Retor_, arrastrándose por la cubierta, llegaron
hasta el mástil, y deshaciendo el nudo de las jarcias, arriaron la vela.
Esta maniobra salvó á la barca que, libre de la presión de la vela, se
enderezó con un golpe de mar.
La _Flor de Mayo_, con el timón abandonado, giraba como una peonza en
las aguas bullentes, que se hinchaban con lívidas y arrolladoras
tumefacciones.
_El Retor_ corrió á popa á agarrar la caña. La barca se movía con
dificultad. Arrastraba la pesadísima red que momentos antes había
contribuído á su salvación, sirviendo de contrapeso á la vela combatida
por el huracán.
El patrón vió á la otra barca de la _pareja_ sin aparejo, con el mástil
roto, alejarse, presentando la popa.
Los tripulantes habían cortado la red para no zozobrar con su peso y
huían hacia Valencia, perseguidos por el furioso Levante, que levantaba
enormes olas, rectas como muros, arrolladoras y voraces y que de pronto
se combaban y caían con ensordecedor estrépito, sólo comparable al de
los truenos que rasgaban continuamente el espacio.
Era preciso imitar el ejemplo, librarse del peso que entorpecía la
maniobra y poner la proa hacia Valencia.
La cuerda de la red fué cortada, desapareció arrastrado por las olas el
peso que parecía apresar á la barca, y la _Flor de Mayo_ obedeció con
más facilidad el timón.
_El Retor_ ostentaba la serenidad sublime de las grandes ocasiones.
¡Oído todo el mundo! Atención á lo que él mandase y á obedecer con
prontitud.
La vela estaba caída sobre cubierta; la verga podía tocarse con las
manos, y á pesar de la poca lona puesta al viento, la barca corría con
vertiginosa rapidez, pasando el agua sobre la cubierta, mientras el
mástil crujía lastimeramente.
Era llegado el momento de virar; el instante supremo: si les cogía de
lado uno de aquellos _còlls_ de mar rectos, que se desplomaban como
murallas viejas, podían dar el adiós á la vida.
El patrón, puesto de pie valientemente, sin soltar el timón, examinaba
todas las tumefacciones gigantescas que avanzaban veloces. Buscaba en la
cordillera movible un espacio llano, un momento de calma que le
permitiera virar sin riesgo de que la barca fuese pillada de costado.
¡Ahora! Y la _Flor de Mayo_ giró rápidamente, cambió el rumbo entre dos
montañas de agua, pero tan oportunamente que, apenas terminada la
maniobra, un golpe de mar casi recto la entró por la popa, la puso
vertical, con la proa hundida en la espuma hirviente, la elevó hasta su
cima y la arrojó por la espalda, dejándola balanceante y trémula en un
espacio relativamente tranquilo.
Los tripulantes, conmovidos aún por el zarandeo colosal, seguían
absortos la marcha veloz y arrolladora de aquella muralla verdosa.
Viéronla inclinarse, formando como una bóveda sombría esmeralda sobre la
otra barca, que huía desmantelada; se desplomó estallando como una mina,
con hervor de espumas y nubes de agua que subían en columna. Cuando la
ola deshecha y anonadada desapareció para dejar espacio libre á otras
tan arrolladoras y ruidosas, los de la _Flor de Mayo_ sólo vieron en los
bullentes estremecimientos asomar un pedazo de palo y el lomo cóncavo de
un tonel.
--_Requiescat in pace_--murmuró el _tío Batiste_ santiguándose y
hundiendo su barba en el pecho.
Tonet y los otros dos mocetones que se burlaban del viejo estaban
pálidos, sombríos, é instintivamente contestaron: _Amén_.
--_¡Pare! ¡pare!_...--gritaba con terror Pascualet, mirando al patrón y
señalando la proa de la barca.
Momentos antes de virar estaba allí el compañero de Pascualet, el otro
_gato_ de la barca. La ola monstruosa se lo había llevado sin que lo
notaran los tripulantes.
En la _Flor de Mayo_ dominaba el terror y el asombro de los primeros
momentos de peligro.
El trance era supremo. Los truenos se sucedían sin interrupción;
rasgábase el plomizo horizonte por todas partes en el zigzag de los
rayos, culebras de fuego que se sumían en las aguas para apagar sus
entrañas incandescentes; sobre el estrépito de las olas retumbaban los
truenos; unos secos, espeluznantes, como descargas de artillería, que el
eco repetía hasta lo infinito; otros prolongados, silbantes, como una
rasgadura interminable; y cruzaba el espacio un furioso aguacero, como
si quisiera desbordar el mar furioso, dándole nueva fuerza.
_El Retor_ se sobrepuso pronto al terror de los suyos.
¿Qué era aquello, _recordons?_ ¿Pescadores del Cabañal y temblaban?
Parecía que se hubieran embarcado por primera vez. ¿Acaso no conocían
las bromas del Levante? Aquello pasaría; y si no pasaba, ¿qué remediaban
con el miedo? Los valientes deben morir en el mar. Ya sabían el dicho:
«más valía ser comido de _carranchs_ que no que les cantasen _els
capellans_». ¡Ánimo, _recristo!_ Á atarse todo el mundo, que por el
momento nada necesitaba la barca, y lo importante era librarse de los
golpes de mar.
El _tío Batiste_ y los dos marineros se amarraron al mástil por la
cintura; Tonet ató sólidamente á su sobrino á una argolla de popa, y él,
viendo que su hermano por un alarde de serenidad seguía sentado junto
al timón con el cuerpo libre, le imitó, agazapándose tras la borda,
agarrando con sus manos crispadas los salientes de la barca.
Reinaba un silencio fúnebre á bordo de _Flor de Mayo_. La furiosa
marejada agitaba los algares del fondo; la espuma era amarillenta,
sucia, biliosa, y los pobres marineros, calados por la lluvia y por las
olas, sufrían los latigazos del mar, los golpes de agua y algas que les
cortaban cruelmente la dura epidermis.
Cuando la ola los elevaba á prodigiosa altura y la barca quedaba con la
quilla al aire como si fuese á emprender prodigioso vuelo, veía _el
Retor_ á lo lejos, perdidas en la bruma del horizonte, las otras barcas
del Cabañal navegando casi á palo seco, empujadas por el temporal hacia
el puerto, cuya entrada era un peligro aun mayor que permanecer en el
mar corriendo la borrasca.
El marido de Dolores sentía hondo remordimiento. Parecíale que
despertaba después de penoso sueño: la noche pasada en las calles del
Cabañal, la borrachera de la playa y el imprudente embarque,
recordábalos ahora como vagas pesadillas.
¡Loco! ¡miserable! Se avergonzaba de sí mismo. Era más criminal que los
que le habían hecho traición. Si estaba cansado de la vida, podía
haberse atado una piedra al cuello y arrojarse al mar de cabeza en la
escollera de Levante. ¿Pero con qué derecho su locura había llevado á la
muerte á tanto padre honrado? ¿Qué dirían de él en el Cabañal, viendo
que por su culpa medio pueblo se había arrojado en medio de la
tempestad?
Recordaba á los tripulantes de la vieja barca de su _pareja_ que habían
sido tragados por el mar casi á su vista; pensaba en las muchas
embarcaciones que seguramente habrían perecido á aquellas horas y miraba
avergonzado á sus compañeros de tripulación, amarrados, azotados por las
olas y lanzados en el peligro por obedecerle.
Á su hermano y su hijo no quería mirarles: nada se perdía con que
pereciesen; aun renacía en él la ferocidad de la venganza; pero ¿y los
otros? ¿y los dos marineros que tenían sus madres, viejas pescaderas á
las que mantenían? ¿y aquel _tío Batiste_, el amigo de su padre, salvado
milagrosamente de tantos peligros?
No; él no tenía ningún derecho para arrastrarles á la muerte: era un
criminal. Y al ver al viejo marino y sus dos jóvenes compañeros casi
tendidos sobre la chorreante cubierta, amarrados con tanta fuerza que
las ligaduras les penetraban en las carnes y aturdidos por los golpes de
mar que caían sobre ellos como triturante martillo, se olvidaba de que
él también estaba en peligro; apenas si se fijaba en las olas que le
envolvían sin conmover su corpachón, que parecía incrustado en la popa,
y sentía dentro del pecho una pena semejante á la de la noche anterior.
Era preciso vivir, salvarse. Cuando estuviera en tierra ya arreglaría
sus asuntos de familia ó se mataría; ahora lo interesante era llegar al
puerto con toda su tripulación. Bastante le pesaban sobre la conciencia
el pobre grumetillo que desapareció al virar y los que tripulaban la
otra barca de la pareja.
Y _el Retor_ ponía toda su atención en el gobierno de la _Flor de Mayo_.
El presente no le inquietaba. La barca era fuerte y el temporal se
presentaba por la popa; pero pensaba con terror en la entrada del
puerto, aquella lucha suprema donde tantos perecían.
Á lo lejos, esfumada en el ambiente denso de la lluvia y las nubes que
levantaba el oleaje, marcábase la escollera como el lomo de una ballena
encallada por el temporal. ¡Ah! ¡Si él consiguiera doblarla!...
Y cuando la barca, después de quedar hundida en el agua, surgía
remontándose á la cumbre de una ola, el patrón miraba ansiosamente la
aglomeración de rocas que asaltaba el mar, y en cuya cima bullían
innumerables puntos negros, gente, sin duda, que presenciaba con
angustia el terrible combate de la tempestad con los hombres.
_El Retor_ temblaba al pensar en la próxima lucha. No se veía ninguna
barca. Muchas estarían ya en el puerto: las demás se habrían perdido.
En su inquietud, sentía la necesidad de fortalecerse, y habló al _tío
Batiste_.
Él que tan bien conocía el golfo, ¿qué opinaba de aquello?
El viejo, como si despertase, movía tristemente la cabeza, y en su cara
de chivo viejo marcábase un gesto de valiente resignación que le
embellecía. Todo tendría fin dentro de una hora; hombres y barca. La
entrada en el puerto era imposible. Lo aseguraba él, que en toda su
larga vida no había visto otro Levante tan furioso.
Pero _el Retor_ se sentía con ánimo para todo. Si no podían entrar en el
puerto seguirían á lo largo corriendo el temporal.
El _tío Batiste_ movía su cabeza con la misma expresión triste. Tampoco
podía ser. El temporal duraría dos días por lo menos, y si la barca
resistía el mar, no por esto iba á librarse de encallar en Cullera, ó de
ir, cuanto más, á hacerse trizas en el cabo de San Antonio. Más valía
intentar la entrada en el puerto. Para morir de todos modos, era mejor
allí, á la vista de sus casas, en el mismo lugar donde habían perecido
muchos de sus antecesores, cerca del milagroso Cristo del Grao.
Y el _tío Batiste_, revolviéndose en sus ligaduras, hurgábase el pecho
para sacar por entre la camisa un crucifijo de bronce oxidado por el
sudor, y que besaba con devoción.
Esto reanimaba á los demás. ¡Cristo! Bueno estaba el tiempo para
beaterías. Tonet se burlaba con risa fúnebre, y los otros dos marineros
increpaban al viejo con las más terribles maldiciones, como si el
peligro, en vez de aterrarles, aumentara su desesperación, que se
traducía en impiedades.
_El Retor_ levantaba los hombros con indiferencia. Él era buen creyente;
el cura del Cabañal podía atestiguarlo, pero estaba seguro de que allí
no había más Cristo milagroso que él, si la barca le obedecía y á la
entrada del puerto daba con oportunidad un golpe de timón.
Bien se adivinaba en la _Flor de Mayo_ la proximidad de la escollera. El
mar presentábase cada vez más agitado; ya no eran las olas únicamente de
popa, sino que retrocediendo el mar al encontrarse con el obstáculo de
piedra, acometía á la barca por la proa, formando las aguas espantosos
remolinos. Eran dos mangas las que había de sufrir: la del temporal y la
del gigantesco escollo formado por los hombres.
La _Flor de Mayo_, crujiendo dolorosamente á pesar de su sólida
construcción, apenas si obedecía al timonel é iba como una pelota
lanzada de ola en ola, tan pronto impulsada hacia adelante por el
vendaval, como retrocediendo casi sumergida por un golpe de mar.
Las escotillas estaban bien cerradas, y por esto la barca, después de
pasar sobre ella las montañas de agua, volvía á reaparecer flotando
valientemente.
El patrón se convencía de lo desesperado de la situación. Estaban
estuvo inmóvil, como si mirase á ambos lados de la calle temiendo ser
espiado.
Volvió á percibirse el chirrido, el choque de las maderas cerrándose, al
mismo tiempo que _el Retor_, entumecido por la humedad, se incorporaba
trabajosamente.
Por fin, le llegaba su hora buena. Y corrió hacia el bulto, pero éste
tenía unas piernas envidiables, y al ver venir un hombre dió un salto
prodigioso y emprendió carrera. Los vecinos madrugadores oían desde la
cama la ruidosa persecución, aquel galope furioso que hacía temblar las
aceras de ladrillos.
Perseguíanse jadeantes é impetuosos en la obscuridad. _El Retor_ se
guiaba por una mancha blanca, algo así como un hatillo que aquel hombre
llevaba en la espalda, pero á pesar de sus esfuerzos adivinaba que
perdería la pista, pues la distancia entre él y el perseguido aumentaba
rápidamente. Sus piernas de marinero eran para sostenerse erguido en la
borrasca, no para correr; entorpecíale el entumecimiento de la humedad,
y además, bien conocía que había de habérselas con su hermano, famoso
desde pequeño por su agilidad y ligereza.
En una encrucijada le perdió de vista, como si se hubiera disuelto en la
sombra. Huroneó por las calles inmediatas buscando al perseguido, sin
encontrar el menor rastro. ¡Buenas piernas tenía el ladrón!
Abríanse algunas puertas dando paso á los madrugadores que tenían
trabajo en la playa, y _el Retor_ huyó, dominado por el terror que le
inspiraba la presencia de extraños.
Nada le quedaba ya que hacer. Había perdido hasta la esperanza de
vengarse. Y se encaminó á la playa, temblando de frío, sin voluntad, sin
fuerzas para pensar, resignado con su suerte.
Comenzaba el movimiento en torno de las barcas. Sobre la obscura arena
brillaban como luciérnagas los rojos farolillos de la marinería que
acababa de despertar.
_El Retor_ vió la luz en la taberna de su madre; Roseta había levantado
la hoja de madera que se cerraba sobre el mostrador, y estaba tras éste,
arrebujada en su mantón, soñolienta, con la aureola de rubios y
encrespados cabellos escapándose por bajo del pañuelo de seda y la
naricilla roja por el frío del amanecer.
Esperaba á los primeros parroquianos y tenía sobre el mostrador, pronta
á servir, los vasitos y la botella de aguardiente. La madre dormía aún
en su camarote.
Cuando Pascual se dió cuenta de lo que hacía, ya estaba plantado ante el
mostrador... ¡Una copa! Roseta, en vez de servirle, le miraba fijamente
con sus ojos claros y sin expresión, que parecían registrarle hasta el
alma. _El Retor_ temblaba... ¡Ah! aquella chiquilla... ¡qué lista era!
Todo lo adivinaba, y por esto el patrón, para salir del paso, apeló á la
brutalidad.
_¡Recordons!_ ¿No había oído? Quería una copa, y realmente la necesitaba
para echar lejos de sí el frío mortal que le congelaba las entrañas. Él,
siempre tan sobrio, quería beber, emborracharse, anegar en aguardiente
su entorpecimiento de idiota que le dominaba.
Bebió... ¡Otra! ¡y otra después! y mientras tragaba el aguardiente de un
sorbo, su hermana no dejaba de servirle, siempre con la mirada fija en
él, como si leyese en su rostro todo lo ocurrido.
¡Qué bien se encontraba Pascual! ¡Oh! aquello reanimaba. Parecíale que
la fría atmósfera del amanecer se iba caldeando; sentía un tibio
cosquilleo bajo la piel y casi se reía de la veloz persecución por las
calles que tanto le había fatigado.
Experimentaba la necesidad de ser bueno, de querer á todo el mundo,
comenzando por aquella chica, por su hermana, que seguía mirándole. Sí;
lo proclamaba él muy alto. Roseta era la honra de la familia; todos los
demás unos cochinos, y él el primero. ¡Ah, Roseta! ¡Qué talento tenía!
¡Qué _finura!_ Sabía decir las cosas con _diplomacia;_ bien se acordaba
él de lo del camino del Grao; no era como otras locas que daban
disgustos de muerte y ponían á un hombre á dos dedos de la perdición. Y
además, ¡qué talento! Ella estaba en lo cierto. Los hombres eran todos
unos pillos ó unos imbéciles: que pensase así por muchos años. Más valía
aborrecer á los hombres que no fingirles cariño como otras, para después
engañarlos y perderlos. ¡Ay, Roseta! ¡hija mía!... ¡Cuánto valía
aquella chica!
Y _el Retor_, enardeciéndose por momentos, braceaba y gritaba,
oyéndosele desde lejos. Sonó un roce fuerte dentro del camarote de Tona,
y al través de la gruesa cortina salió su ruda voz con inflexión
cariñosa:
--_¿Eres tú, Pascualo?_
Sí, era él, madre; iba á la barca á ver lo que se hacía. No debía
levantarse aún, pues el tiempo era malo.
Comenzaba á amanecer. En el horizonte, sobre la obscura faja del mar,
marcábase otra de luz débil y lívida. El cielo estaba encapotado, y en
la playa una densa bruma borraba el contorno de los objetos, que se
marcaban como ligeras manchas.
_El Retor_ pidió otra copa: la última; y antes de alejarse pasó su
callosa mano por las frescas mejillas de Roseta.
¡Adiós! Ya lo sabía; ella era la única mujer buena de todo el Cabañal.
Debía creerle á él, que era su hermano. ¡Que no se casase nunca!
Cuando llegó cerca de la _Flor de Mayo_ silbando con indiferencia,
cualquiera lo hubiera creído alegre, á no ser por el extraño brillo de
sus ojos amarillentos, que parecían salirse del rostro, rubicundo por el
alcohol.
Sobre la cubierta de la barca, erguido con petulancia, como si quisiera
enterar á todo el mundo de que estaba allí, mostrábase Tonet. Á sus pies
veíase el blanco hatillo, el mismo que saltaba sobre su espalda al
correr por las calles del Cabañal.
--_¡Bòn día, Pascualo!_--gritó al ver á su hermano, como si tuviera
prisa por hablarle y desvanecer las temerosas sospechas que sentía.
¡Ah, ladrón!... ¡Y qué desvergonzado era! Pero antes de que Pascual
pudiera contestarle, cuando comenzaba á sentirse invadido por la misma
fiebre de horas antes, vióse rodeado por algunos compañeros.
Los patrones de las barcas celebraban consejo: se agrupaban sin quitar
la vista del horizonte.
El tiempo presentábase amenazador, resultaba temerario el salir. Era
lástima, porque el pescado se presentaba tan abundante, que podía
cogerse con las manos; pero la piel de un hombre vale más que el
negocio.
Todos eran de la misma opinión. El tiempo se _ensuciaba;_ había que
quedarse.
Pero Pascual protestó. ¿Quedarse? Eso que lo hiciera quien quisiera. Él
á la mar iba. Aun no se habían conocido temporales bastante fuertes para
darle miedo. _El Retor_ decía esto con resolución, como si le ofendieran
aquellos propósitos de quedarse. El que no tuviera... _agallas_ que no
saliera. Allí quería él ver hombres.
Y volvió la espalda sin atender razones. Quería huir de tierra, alejarse
de aquellos que le conocían y sabiendo su desgracia podían burlarse. ¡A
la mar!... Ya llegaban los bueyes del arrastre. A ver: ¡los de la _Flor
de Mayo!_ ¡Todo el mundo á tierra! Á poner los _parados_ para echar la
barca al agua.
Y la gente de á bordo, influída por la costumbre, obedeció al patrón. El
_tío Batiste_ fué el único en protestar con toda su autoridad de lobo
marino.
_¡Rediel!_ Aquello era una barbaridad. ¿Dónde tenía los ojos _el Retor?_
¿No veía acercarse el temporal?
_Mutis, agüelo_. Aquello, cuando más, reventaría en agua; y al que está
acostumbrado al mar, le importa poco un chubasco más ó menos.
Pero el viejo seguía protestando. Reventaría en agua ó en viento, y si
ocurría esto ya podían rezar el último padrenuestro los pescadores á
quienes pillase.
El patrón protestó con una rudeza extraña en él, que trataba siempre con
respeto al viejo... _¡Tío Batiste_, á casa! Sólo servía ya para
sacristán del Cabañal. Él no quería carroñas ni cobardes en su barca.
_¡Recontracordons!_... ¡Cobarde él! ¡Un hombre que había ido en falucho
á la Habana y naufragado dos veces! _¡Redeu!_ (y que le perdonase el
pecado el Santo Cristo del Grao); si tuviera veinte años menos, por
aquella palabra ya hubiera sacado la faca, tirándole las tripas al
suelo. ¡Á la mar! Que todo se lo llevase el demonio! Bien lo decía el
refrán: _Donde hay patrón no manda marinero_.
Y mascullando su indignación, ayudó á colocar las últimas viguetas,
cuando la proa de _Flor de Mayo_ tocaba ya el agua.
Otra pareja de bueyes arrastraba al mismo tiempo la barca vieja que _el
Retor_ tenía alquilada para formar pareja con la suya.
Al poco rato ambas embarcaciones balanceábanse sobre las rompientes de
la playa é izaban su gran vela latina, tomando viento con rapidez.
Los patrones agrupábanse en la playa perplejos y agitados, mirando con
codicia las dos barcas que se alejaban y haciendo indignados
comentarios.
Aquel _lanudo_ se había vuelto loco. El muy ladrón iba á hacer su
negocio, y ellos, por cobardes, se quedarían con las manos en los
bolsillos.
Esta suposición les irritaba, como si _el Retor_ fuese á apoderarse de
toda la pesca que había en el mar. Los más codiciosos y audaces se
decidieron. ¡Ea! ellos eran tan hombres como el que más y podían ir
donde fuese otro. ¡Barcas al agua!
La resolución fué contagiosa, y los boyeros no sabían dónde acudir, pues
todos querían ser los primeros, como si se hubiera generalizado la
locura del _Retor_. Parecía que todos temiesen ver agotada la pesca de
un momento á otro.
Las mujeres en la playa gritaban de miedo al ver á sus hombres lanzarse
en tal aventura, y proferían maldiciones contra _el Retor_, un _lanudo_
que quería perder á toda la gente honrada del Cabañal.
La _siñá_ Tona, en ropas menores, con la escasa cabellera gris flotando
sobre el cráneo, acababa de llegar á la orilla. Estando en la cama le
habían dicho la locura de su hijo y corría á evitarla. Pero las dos
barcas ya estaban muy lejos.
--_¡Pascualet!_--gritaba la pobre mujer formando bocina con las manos--.
_¡Fill meu!_... _Torna_... _torna_.
Y al conocer que no podían oirla, tirábase de los escasos pelos y
prorrumpía en gemidos y aclamaciones.
María Santísima: su hijo iba á morir. Se lo decía el corazón. ¡Ay, reina
y soberana! Todos morirían; sus dos hijos, su nieto: parecía que una
maldición pesase sobre la familia. La mar cochina se los tragaría á
todos, como ya había devorado á su pobre Pascual.
Y mientras la pobre mujer gritaba como una loca y las demás le hacían
coro, los marineros, ceñudos y sombríos, empujados por el egoísmo de la
existencia, por la conquista del pan, que hace afrontar los mayores
peligros, entraban en el agua hasta la cintura y montaban en sus barcas,
tendiendo las grandes velas.
Y poco después, un enjambre de manchas blancas marcábase en la bruma de
aquel amanecer tempestuoso, corriendo desbocadas mar adentro, como si
las atrajera el imán de la fatalidad.
X
Á las nueve navegaba la _Flor de Mayo_ á la vista de Sagunto, en el
espacio libre que el _tío Batiste_--con su afición á guiarse más por el
fondo del mar que por los accidentes de la costa--marcaba entre la _Roca
del Puig_ y el _Algar de Murviedro_.
Ninguna pareja se había atrevido á ir tan lejos.
Por la parte de Valencia, y prolongándose hacia Cullera, marcábanse como
puntos blancos las otras barcas emparejadas.
El cielo estaba gris; la mar era de un morado tan intenso, que en la
lustrosa curva formada entre dos olas, tomaba el color del ébano.
Ráfagas largas y frías agitaban las velas, causando ruidosos
estremecimientos.
La _Flor de Mayo_ y la otra barca de la pareja avanzaban con las velas
desplegadas, arrastrando la red del _bòu_, que cada vez se hacía más
pesada y tirante.
_El Retor_ iba en su sitio de popa, empuñando la caña del timón. Apenas
si miraba el mar: el instinto era quien movía su mano para enderezar la
marcha de la barca.
Sus ojos estaban fijos en Tonet, el cual desde que salieron parecía huir
de él. Cuando no miraba á su hermano, contemplaba á Pascualet, erguido
al pie del mástil, como si con su desmedrada figurilla quisiera desafiar
á aquel mar que en su segundo viaje comenzaba á mostrarse alborotado.
La barca daba algunos tumbos al saltar las olas, cada vez más violentas,
pero los tripulantes eran gente avezada al mar y andaban sobre la
movediza cubierta con gran seguridad, expuestos á cada paso á caer al
agua.
_El Retor_ no apartaba la vista de su hermano y su hijo, y sus ojos iban
con expresión interrogante de uno á otro, como si mentalmente hiciese
una minuciosa comparación.
Su calma era de las que inspiran pavor. Estaba pálido, á pesar de lo
bronceado de la tez; sus ojos tenían el enrojecimiento de la vigilia, y
apretaba los labios como si temiera que se escapasen las palabrotas de
ira que afluían á su lengua y que mascullaba sordamente.
No le había engañado Rosario. ¿Dónde tenía antes los ojos, que no había
visto la asombrosa semejanza? ¡Cómo se habría reído de él la gente! Su
deshonra estaba visible; era la misma cara, el mismo gesto. Pascualet le
recordaba al otro chicuelo delgado y nervioso, al que él sirvió de
niñera en la playa. Era el hijo de Tonet, no podía negarlo.
Y el patrón, conforme se convencía de su deshonra, arañábase el pecho y
lanzaba miradas de odio al mar, á su barca y á los marineros, que á
hurtadillas le examinaban con inquietud, creyendo que aquella ira se la
causaba el mal tiempo.
¿Para qué quería ya trabajar? No mantendría más á la perra que por tanto
tiempo le había puesto en ridículo: ¡adiós ilusiones de crear un
porvenir á Pascualet, de hacerle el pescador más rico del Cabañal! ¿Era
acaso suyo para interesarse tanto por su suerte? Nada deseaba ya en el
mundo; morir y que pereciera con él toda su obra.
Odiaba ahora á su _Flor de Mayo_, la hija de madera, á la que hablaba
como si fuese un ser animado; deseaba su extinción, su inmediata
pérdida, como si le avergonzase el recuerdo de las dulces ilusiones que
acariciaba cuando estaba ocupado en su construcción. Si el mar hubiera
obedecido á sus deseos, cualquiera de aquellas olas, en vez de levantar
á la barca rudamente sobre su espumeante cima, se hubiera abierto para
tragarla.
La red era cada vez más pesada, y las barcas, arrastrando la enorme
pesca, cabeceaban sobre las olas con dificultad.
De la barca vieja que formaba pareja con _Flor de Mayo_, preguntaban si
era llegado el momento de _chorrar_.
_El Retor_ sonrió con amargura. Bueno, que _chorrasen_; lo mismo le
importaba ahora que después. La tripulación de _Flor de Mayo_ agarró el
cabo de la red que arrastraba la _pareja_ y comenzó á tirar con gran
esfuerzo.
Tonet y los marineros, á pesar de lo ruda que era la faena y del mal
tiempo, mostrábanse alegres. ¡Vaya una pesca! Á quintales iba á salir el
pescado.
El _tío Batiste_, tendido en la proa y mojado por los espumarajos de las
olas, miraba al horizonte por la parte de Levante, donde el celaje
plomizo parecía condensarse, formando una masa de negruzco vapor.
Llamaba á Pascual para que prestase atención; pero _el Retor_ tenía
fijos sus ojos en el grupo de tripulantes que tiraban de la red. Por una
casualidad, Tonet y su sobrino estaban juntos, y la semejanza de sus
rostros resaltaba aun más ante la mirada del patrón.
--_Pascualo_... _Pascualo_--gritó el viejo pescador con voz algo
temblorosa--. _Ya está ahí_.
¿Quién?... ¡Quién había de ser! La tempestad, la tormenta que desde el
amanecer estaba esperando el _tío Batiste_.
La masa de sombras que se aproximaba agrandándose por momentos, se abrió
con la luz cárdena de un relámpago; después sonó el trueno, como si todo
el cielo fuese una inmensa pieza de tela que se rasgaba con estrépito.
Sólo faltaba lo otro, el terrible Levante, que barre impetuosamente con
hálito de muerte todo el golfo de Valencia; y el Levante llegó.
La _Flor de Mayo_ tendióse de costado sobre el agua, como si una mano
poderosa, agarrando su quilla, pugnase por voltearla. El agua invadió la
cubierta, y la gigantesca vela se extendió como una sábana sobre las
olas, aleteando, volviendo á caer como un pájaro moribundo.
Esta caída de lado, que iba á hacerles zozobrar, fué obra de un
instante: el primer impulso del vendaval que, pillando de lleno la
tendida vela, la aplastó sobre el agua, tumbando á la barca.
El _tío Batiste_ y _el Retor_, arrastrándose por la cubierta, llegaron
hasta el mástil, y deshaciendo el nudo de las jarcias, arriaron la vela.
Esta maniobra salvó á la barca que, libre de la presión de la vela, se
enderezó con un golpe de mar.
La _Flor de Mayo_, con el timón abandonado, giraba como una peonza en
las aguas bullentes, que se hinchaban con lívidas y arrolladoras
tumefacciones.
_El Retor_ corrió á popa á agarrar la caña. La barca se movía con
dificultad. Arrastraba la pesadísima red que momentos antes había
contribuído á su salvación, sirviendo de contrapeso á la vela combatida
por el huracán.
El patrón vió á la otra barca de la _pareja_ sin aparejo, con el mástil
roto, alejarse, presentando la popa.
Los tripulantes habían cortado la red para no zozobrar con su peso y
huían hacia Valencia, perseguidos por el furioso Levante, que levantaba
enormes olas, rectas como muros, arrolladoras y voraces y que de pronto
se combaban y caían con ensordecedor estrépito, sólo comparable al de
los truenos que rasgaban continuamente el espacio.
Era preciso imitar el ejemplo, librarse del peso que entorpecía la
maniobra y poner la proa hacia Valencia.
La cuerda de la red fué cortada, desapareció arrastrado por las olas el
peso que parecía apresar á la barca, y la _Flor de Mayo_ obedeció con
más facilidad el timón.
_El Retor_ ostentaba la serenidad sublime de las grandes ocasiones.
¡Oído todo el mundo! Atención á lo que él mandase y á obedecer con
prontitud.
La vela estaba caída sobre cubierta; la verga podía tocarse con las
manos, y á pesar de la poca lona puesta al viento, la barca corría con
vertiginosa rapidez, pasando el agua sobre la cubierta, mientras el
mástil crujía lastimeramente.
Era llegado el momento de virar; el instante supremo: si les cogía de
lado uno de aquellos _còlls_ de mar rectos, que se desplomaban como
murallas viejas, podían dar el adiós á la vida.
El patrón, puesto de pie valientemente, sin soltar el timón, examinaba
todas las tumefacciones gigantescas que avanzaban veloces. Buscaba en la
cordillera movible un espacio llano, un momento de calma que le
permitiera virar sin riesgo de que la barca fuese pillada de costado.
¡Ahora! Y la _Flor de Mayo_ giró rápidamente, cambió el rumbo entre dos
montañas de agua, pero tan oportunamente que, apenas terminada la
maniobra, un golpe de mar casi recto la entró por la popa, la puso
vertical, con la proa hundida en la espuma hirviente, la elevó hasta su
cima y la arrojó por la espalda, dejándola balanceante y trémula en un
espacio relativamente tranquilo.
Los tripulantes, conmovidos aún por el zarandeo colosal, seguían
absortos la marcha veloz y arrolladora de aquella muralla verdosa.
Viéronla inclinarse, formando como una bóveda sombría esmeralda sobre la
otra barca, que huía desmantelada; se desplomó estallando como una mina,
con hervor de espumas y nubes de agua que subían en columna. Cuando la
ola deshecha y anonadada desapareció para dejar espacio libre á otras
tan arrolladoras y ruidosas, los de la _Flor de Mayo_ sólo vieron en los
bullentes estremecimientos asomar un pedazo de palo y el lomo cóncavo de
un tonel.
--_Requiescat in pace_--murmuró el _tío Batiste_ santiguándose y
hundiendo su barba en el pecho.
Tonet y los otros dos mocetones que se burlaban del viejo estaban
pálidos, sombríos, é instintivamente contestaron: _Amén_.
--_¡Pare! ¡pare!_...--gritaba con terror Pascualet, mirando al patrón y
señalando la proa de la barca.
Momentos antes de virar estaba allí el compañero de Pascualet, el otro
_gato_ de la barca. La ola monstruosa se lo había llevado sin que lo
notaran los tripulantes.
En la _Flor de Mayo_ dominaba el terror y el asombro de los primeros
momentos de peligro.
El trance era supremo. Los truenos se sucedían sin interrupción;
rasgábase el plomizo horizonte por todas partes en el zigzag de los
rayos, culebras de fuego que se sumían en las aguas para apagar sus
entrañas incandescentes; sobre el estrépito de las olas retumbaban los
truenos; unos secos, espeluznantes, como descargas de artillería, que el
eco repetía hasta lo infinito; otros prolongados, silbantes, como una
rasgadura interminable; y cruzaba el espacio un furioso aguacero, como
si quisiera desbordar el mar furioso, dándole nueva fuerza.
_El Retor_ se sobrepuso pronto al terror de los suyos.
¿Qué era aquello, _recordons?_ ¿Pescadores del Cabañal y temblaban?
Parecía que se hubieran embarcado por primera vez. ¿Acaso no conocían
las bromas del Levante? Aquello pasaría; y si no pasaba, ¿qué remediaban
con el miedo? Los valientes deben morir en el mar. Ya sabían el dicho:
«más valía ser comido de _carranchs_ que no que les cantasen _els
capellans_». ¡Ánimo, _recristo!_ Á atarse todo el mundo, que por el
momento nada necesitaba la barca, y lo importante era librarse de los
golpes de mar.
El _tío Batiste_ y los dos marineros se amarraron al mástil por la
cintura; Tonet ató sólidamente á su sobrino á una argolla de popa, y él,
viendo que su hermano por un alarde de serenidad seguía sentado junto
al timón con el cuerpo libre, le imitó, agazapándose tras la borda,
agarrando con sus manos crispadas los salientes de la barca.
Reinaba un silencio fúnebre á bordo de _Flor de Mayo_. La furiosa
marejada agitaba los algares del fondo; la espuma era amarillenta,
sucia, biliosa, y los pobres marineros, calados por la lluvia y por las
olas, sufrían los latigazos del mar, los golpes de agua y algas que les
cortaban cruelmente la dura epidermis.
Cuando la ola los elevaba á prodigiosa altura y la barca quedaba con la
quilla al aire como si fuese á emprender prodigioso vuelo, veía _el
Retor_ á lo lejos, perdidas en la bruma del horizonte, las otras barcas
del Cabañal navegando casi á palo seco, empujadas por el temporal hacia
el puerto, cuya entrada era un peligro aun mayor que permanecer en el
mar corriendo la borrasca.
El marido de Dolores sentía hondo remordimiento. Parecíale que
despertaba después de penoso sueño: la noche pasada en las calles del
Cabañal, la borrachera de la playa y el imprudente embarque,
recordábalos ahora como vagas pesadillas.
¡Loco! ¡miserable! Se avergonzaba de sí mismo. Era más criminal que los
que le habían hecho traición. Si estaba cansado de la vida, podía
haberse atado una piedra al cuello y arrojarse al mar de cabeza en la
escollera de Levante. ¿Pero con qué derecho su locura había llevado á la
muerte á tanto padre honrado? ¿Qué dirían de él en el Cabañal, viendo
que por su culpa medio pueblo se había arrojado en medio de la
tempestad?
Recordaba á los tripulantes de la vieja barca de su _pareja_ que habían
sido tragados por el mar casi á su vista; pensaba en las muchas
embarcaciones que seguramente habrían perecido á aquellas horas y miraba
avergonzado á sus compañeros de tripulación, amarrados, azotados por las
olas y lanzados en el peligro por obedecerle.
Á su hermano y su hijo no quería mirarles: nada se perdía con que
pereciesen; aun renacía en él la ferocidad de la venganza; pero ¿y los
otros? ¿y los dos marineros que tenían sus madres, viejas pescaderas á
las que mantenían? ¿y aquel _tío Batiste_, el amigo de su padre, salvado
milagrosamente de tantos peligros?
No; él no tenía ningún derecho para arrastrarles á la muerte: era un
criminal. Y al ver al viejo marino y sus dos jóvenes compañeros casi
tendidos sobre la chorreante cubierta, amarrados con tanta fuerza que
las ligaduras les penetraban en las carnes y aturdidos por los golpes de
mar que caían sobre ellos como triturante martillo, se olvidaba de que
él también estaba en peligro; apenas si se fijaba en las olas que le
envolvían sin conmover su corpachón, que parecía incrustado en la popa,
y sentía dentro del pecho una pena semejante á la de la noche anterior.
Era preciso vivir, salvarse. Cuando estuviera en tierra ya arreglaría
sus asuntos de familia ó se mataría; ahora lo interesante era llegar al
puerto con toda su tripulación. Bastante le pesaban sobre la conciencia
el pobre grumetillo que desapareció al virar y los que tripulaban la
otra barca de la pareja.
Y _el Retor_ ponía toda su atención en el gobierno de la _Flor de Mayo_.
El presente no le inquietaba. La barca era fuerte y el temporal se
presentaba por la popa; pero pensaba con terror en la entrada del
puerto, aquella lucha suprema donde tantos perecían.
Á lo lejos, esfumada en el ambiente denso de la lluvia y las nubes que
levantaba el oleaje, marcábase la escollera como el lomo de una ballena
encallada por el temporal. ¡Ah! ¡Si él consiguiera doblarla!...
Y cuando la barca, después de quedar hundida en el agua, surgía
remontándose á la cumbre de una ola, el patrón miraba ansiosamente la
aglomeración de rocas que asaltaba el mar, y en cuya cima bullían
innumerables puntos negros, gente, sin duda, que presenciaba con
angustia el terrible combate de la tempestad con los hombres.
_El Retor_ temblaba al pensar en la próxima lucha. No se veía ninguna
barca. Muchas estarían ya en el puerto: las demás se habrían perdido.
En su inquietud, sentía la necesidad de fortalecerse, y habló al _tío
Batiste_.
Él que tan bien conocía el golfo, ¿qué opinaba de aquello?
El viejo, como si despertase, movía tristemente la cabeza, y en su cara
de chivo viejo marcábase un gesto de valiente resignación que le
embellecía. Todo tendría fin dentro de una hora; hombres y barca. La
entrada en el puerto era imposible. Lo aseguraba él, que en toda su
larga vida no había visto otro Levante tan furioso.
Pero _el Retor_ se sentía con ánimo para todo. Si no podían entrar en el
puerto seguirían á lo largo corriendo el temporal.
El _tío Batiste_ movía su cabeza con la misma expresión triste. Tampoco
podía ser. El temporal duraría dos días por lo menos, y si la barca
resistía el mar, no por esto iba á librarse de encallar en Cullera, ó de
ir, cuanto más, á hacerse trizas en el cabo de San Antonio. Más valía
intentar la entrada en el puerto. Para morir de todos modos, era mejor
allí, á la vista de sus casas, en el mismo lugar donde habían perecido
muchos de sus antecesores, cerca del milagroso Cristo del Grao.
Y el _tío Batiste_, revolviéndose en sus ligaduras, hurgábase el pecho
para sacar por entre la camisa un crucifijo de bronce oxidado por el
sudor, y que besaba con devoción.
Esto reanimaba á los demás. ¡Cristo! Bueno estaba el tiempo para
beaterías. Tonet se burlaba con risa fúnebre, y los otros dos marineros
increpaban al viejo con las más terribles maldiciones, como si el
peligro, en vez de aterrarles, aumentara su desesperación, que se
traducía en impiedades.
_El Retor_ levantaba los hombros con indiferencia. Él era buen creyente;
el cura del Cabañal podía atestiguarlo, pero estaba seguro de que allí
no había más Cristo milagroso que él, si la barca le obedecía y á la
entrada del puerto daba con oportunidad un golpe de timón.
Bien se adivinaba en la _Flor de Mayo_ la proximidad de la escollera. El
mar presentábase cada vez más agitado; ya no eran las olas únicamente de
popa, sino que retrocediendo el mar al encontrarse con el obstáculo de
piedra, acometía á la barca por la proa, formando las aguas espantosos
remolinos. Eran dos mangas las que había de sufrir: la del temporal y la
del gigantesco escollo formado por los hombres.
La _Flor de Mayo_, crujiendo dolorosamente á pesar de su sólida
construcción, apenas si obedecía al timonel é iba como una pelota
lanzada de ola en ola, tan pronto impulsada hacia adelante por el
vendaval, como retrocediendo casi sumergida por un golpe de mar.
Las escotillas estaban bien cerradas, y por esto la barca, después de
pasar sobre ella las montañas de agua, volvía á reaparecer flotando
valientemente.
El patrón se convencía de lo desesperado de la situación. Estaban
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