Flor de mayo - 11

Süzlärneñ gomumi sanı 4742
Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1520
32.3 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
44.6 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
52.1 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.
  casa. Un bulto se despegó de la obscura puerta, y por unos instantes
  estuvo inmóvil, como si mirase á ambos lados de la calle temiendo ser
  espiado.
  Volvió á percibirse el chirrido, el choque de las maderas cerrándose, al
  mismo tiempo que _el Retor_, entumecido por la humedad, se incorporaba
  trabajosamente.
  Por fin, le llegaba su hora buena. Y corrió hacia el bulto, pero éste
  tenía unas piernas envidiables, y al ver venir un hombre dió un salto
  prodigioso y emprendió carrera. Los vecinos madrugadores oían desde la
  cama la ruidosa persecución, aquel galope furioso que hacía temblar las
  aceras de ladrillos.
  Perseguíanse jadeantes é impetuosos en la obscuridad. _El Retor_ se
  guiaba por una mancha blanca, algo así como un hatillo que aquel hombre
  llevaba en la espalda, pero á pesar de sus esfuerzos adivinaba que
  perdería la pista, pues la distancia entre él y el perseguido aumentaba
  rápidamente. Sus piernas de marinero eran para sostenerse erguido en la
  borrasca, no para correr; entorpecíale el entumecimiento de la humedad,
  y además, bien conocía que había de habérselas con su hermano, famoso
  desde pequeño por su agilidad y ligereza.
  En una encrucijada le perdió de vista, como si se hubiera disuelto en la
  sombra. Huroneó por las calles inmediatas buscando al perseguido, sin
  encontrar el menor rastro. ¡Buenas piernas tenía el ladrón!
  Abríanse algunas puertas dando paso á los madrugadores que tenían
  trabajo en la playa, y _el Retor_ huyó, dominado por el terror que le
  inspiraba la presencia de extraños.
  Nada le quedaba ya que hacer. Había perdido hasta la esperanza de
  vengarse. Y se encaminó á la playa, temblando de frío, sin voluntad, sin
  fuerzas para pensar, resignado con su suerte.
  Comenzaba el movimiento en torno de las barcas. Sobre la obscura arena
  brillaban como luciérnagas los rojos farolillos de la marinería que
  acababa de despertar.
  _El Retor_ vió la luz en la taberna de su madre; Roseta había levantado
  la hoja de madera que se cerraba sobre el mostrador, y estaba tras éste,
  arrebujada en su mantón, soñolienta, con la aureola de rubios y
  encrespados cabellos escapándose por bajo del pañuelo de seda y la
  naricilla roja por el frío del amanecer.
  Esperaba á los primeros parroquianos y tenía sobre el mostrador, pronta
  á servir, los vasitos y la botella de aguardiente. La madre dormía aún
  en su camarote.
  Cuando Pascual se dió cuenta de lo que hacía, ya estaba plantado ante el
  mostrador... ¡Una copa! Roseta, en vez de servirle, le miraba fijamente
  con sus ojos claros y sin expresión, que parecían registrarle hasta el
  alma. _El Retor_ temblaba... ¡Ah! aquella chiquilla... ¡qué lista era!
  Todo lo adivinaba, y por esto el patrón, para salir del paso, apeló á la
  brutalidad.
  _¡Recordons!_ ¿No había oído? Quería una copa, y realmente la necesitaba
  para echar lejos de sí el frío mortal que le congelaba las entrañas. Él,
  siempre tan sobrio, quería beber, emborracharse, anegar en aguardiente
  su entorpecimiento de idiota que le dominaba.
  Bebió... ¡Otra! ¡y otra después! y mientras tragaba el aguardiente de un
  sorbo, su hermana no dejaba de servirle, siempre con la mirada fija en
  él, como si leyese en su rostro todo lo ocurrido.
  ¡Qué bien se encontraba Pascual! ¡Oh! aquello reanimaba. Parecíale que
  la fría atmósfera del amanecer se iba caldeando; sentía un tibio
  cosquilleo bajo la piel y casi se reía de la veloz persecución por las
  calles que tanto le había fatigado.
  Experimentaba la necesidad de ser bueno, de querer á todo el mundo,
  comenzando por aquella chica, por su hermana, que seguía mirándole. Sí;
  lo proclamaba él muy alto. Roseta era la honra de la familia; todos los
  demás unos cochinos, y él el primero. ¡Ah, Roseta! ¡Qué talento tenía!
  ¡Qué _finura!_ Sabía decir las cosas con _diplomacia;_ bien se acordaba
  él de lo del camino del Grao; no era como otras locas que daban
  disgustos de muerte y ponían á un hombre á dos dedos de la perdición. Y
  además, ¡qué talento! Ella estaba en lo cierto. Los hombres eran todos
  unos pillos ó unos imbéciles: que pensase así por muchos años. Más valía
  aborrecer á los hombres que no fingirles cariño como otras, para después
  engañarlos y perderlos. ¡Ay, Roseta! ¡hija mía!... ¡Cuánto valía
  aquella chica!
  Y _el Retor_, enardeciéndose por momentos, braceaba y gritaba,
  oyéndosele desde lejos. Sonó un roce fuerte dentro del camarote de Tona,
  y al través de la gruesa cortina salió su ruda voz con inflexión
  cariñosa:
  --_¿Eres tú, Pascualo?_
  Sí, era él, madre; iba á la barca á ver lo que se hacía. No debía
  levantarse aún, pues el tiempo era malo.
  Comenzaba á amanecer. En el horizonte, sobre la obscura faja del mar,
  marcábase otra de luz débil y lívida. El cielo estaba encapotado, y en
  la playa una densa bruma borraba el contorno de los objetos, que se
  marcaban como ligeras manchas.
  _El Retor_ pidió otra copa: la última; y antes de alejarse pasó su
  callosa mano por las frescas mejillas de Roseta.
  ¡Adiós! Ya lo sabía; ella era la única mujer buena de todo el Cabañal.
  Debía creerle á él, que era su hermano. ¡Que no se casase nunca!
  Cuando llegó cerca de la _Flor de Mayo_ silbando con indiferencia,
  cualquiera lo hubiera creído alegre, á no ser por el extraño brillo de
  sus ojos amarillentos, que parecían salirse del rostro, rubicundo por el
  alcohol.
  Sobre la cubierta de la barca, erguido con petulancia, como si quisiera
  enterar á todo el mundo de que estaba allí, mostrábase Tonet. Á sus pies
  veíase el blanco hatillo, el mismo que saltaba sobre su espalda al
  correr por las calles del Cabañal.
  --_¡Bòn día, Pascualo!_--gritó al ver á su hermano, como si tuviera
  prisa por hablarle y desvanecer las temerosas sospechas que sentía.
  ¡Ah, ladrón!... ¡Y qué desvergonzado era! Pero antes de que Pascual
  pudiera contestarle, cuando comenzaba á sentirse invadido por la misma
  fiebre de horas antes, vióse rodeado por algunos compañeros.
  Los patrones de las barcas celebraban consejo: se agrupaban sin quitar
  la vista del horizonte.
  El tiempo presentábase amenazador, resultaba temerario el salir. Era
  lástima, porque el pescado se presentaba tan abundante, que podía
  cogerse con las manos; pero la piel de un hombre vale más que el
  negocio.
  Todos eran de la misma opinión. El tiempo se _ensuciaba;_ había que
  quedarse.
  Pero Pascual protestó. ¿Quedarse? Eso que lo hiciera quien quisiera. Él
  á la mar iba. Aun no se habían conocido temporales bastante fuertes para
  darle miedo. _El Retor_ decía esto con resolución, como si le ofendieran
  aquellos propósitos de quedarse. El que no tuviera... _agallas_ que no
  saliera. Allí quería él ver hombres.
  Y volvió la espalda sin atender razones. Quería huir de tierra, alejarse
  de aquellos que le conocían y sabiendo su desgracia podían burlarse. ¡A
  la mar!... Ya llegaban los bueyes del arrastre. A ver: ¡los de la _Flor
  de Mayo!_ ¡Todo el mundo á tierra! Á poner los _parados_ para echar la
  barca al agua.
  Y la gente de á bordo, influída por la costumbre, obedeció al patrón. El
  _tío Batiste_ fué el único en protestar con toda su autoridad de lobo
  marino.
  _¡Rediel!_ Aquello era una barbaridad. ¿Dónde tenía los ojos _el Retor?_
  ¿No veía acercarse el temporal?
  _Mutis, agüelo_. Aquello, cuando más, reventaría en agua; y al que está
  acostumbrado al mar, le importa poco un chubasco más ó menos.
  Pero el viejo seguía protestando. Reventaría en agua ó en viento, y si
  ocurría esto ya podían rezar el último padrenuestro los pescadores á
  quienes pillase.
  El patrón protestó con una rudeza extraña en él, que trataba siempre con
  respeto al viejo... _¡Tío Batiste_, á casa! Sólo servía ya para
  sacristán del Cabañal. Él no quería carroñas ni cobardes en su barca.
  _¡Recontracordons!_... ¡Cobarde él! ¡Un hombre que había ido en falucho
  á la Habana y naufragado dos veces! _¡Redeu!_ (y que le perdonase el
  pecado el Santo Cristo del Grao); si tuviera veinte años menos, por
  aquella palabra ya hubiera sacado la faca, tirándole las tripas al
  suelo. ¡Á la mar! Que todo se lo llevase el demonio! Bien lo decía el
  refrán: _Donde hay patrón no manda marinero_.
  Y mascullando su indignación, ayudó á colocar las últimas viguetas,
  cuando la proa de _Flor de Mayo_ tocaba ya el agua.
  Otra pareja de bueyes arrastraba al mismo tiempo la barca vieja que _el
  Retor_ tenía alquilada para formar pareja con la suya.
  Al poco rato ambas embarcaciones balanceábanse sobre las rompientes de
  la playa é izaban su gran vela latina, tomando viento con rapidez.
  Los patrones agrupábanse en la playa perplejos y agitados, mirando con
  codicia las dos barcas que se alejaban y haciendo indignados
  comentarios.
  Aquel _lanudo_ se había vuelto loco. El muy ladrón iba á hacer su
  negocio, y ellos, por cobardes, se quedarían con las manos en los
  bolsillos.
  Esta suposición les irritaba, como si _el Retor_ fuese á apoderarse de
  toda la pesca que había en el mar. Los más codiciosos y audaces se
  decidieron. ¡Ea! ellos eran tan hombres como el que más y podían ir
  donde fuese otro. ¡Barcas al agua!
  La resolución fué contagiosa, y los boyeros no sabían dónde acudir, pues
  todos querían ser los primeros, como si se hubiera generalizado la
  locura del _Retor_. Parecía que todos temiesen ver agotada la pesca de
  un momento á otro.
  Las mujeres en la playa gritaban de miedo al ver á sus hombres lanzarse
  en tal aventura, y proferían maldiciones contra _el Retor_, un _lanudo_
  que quería perder á toda la gente honrada del Cabañal.
  La _siñá_ Tona, en ropas menores, con la escasa cabellera gris flotando
  sobre el cráneo, acababa de llegar á la orilla. Estando en la cama le
  habían dicho la locura de su hijo y corría á evitarla. Pero las dos
  barcas ya estaban muy lejos.
  --_¡Pascualet!_--gritaba la pobre mujer formando bocina con las manos--.
  _¡Fill meu!_... _Torna_... _torna_.
  Y al conocer que no podían oirla, tirábase de los escasos pelos y
  prorrumpía en gemidos y aclamaciones.
  María Santísima: su hijo iba á morir. Se lo decía el corazón. ¡Ay, reina
  y soberana! Todos morirían; sus dos hijos, su nieto: parecía que una
  maldición pesase sobre la familia. La mar cochina se los tragaría á
  todos, como ya había devorado á su pobre Pascual.
  Y mientras la pobre mujer gritaba como una loca y las demás le hacían
  coro, los marineros, ceñudos y sombríos, empujados por el egoísmo de la
  existencia, por la conquista del pan, que hace afrontar los mayores
  peligros, entraban en el agua hasta la cintura y montaban en sus barcas,
  tendiendo las grandes velas.
  Y poco después, un enjambre de manchas blancas marcábase en la bruma de
  aquel amanecer tempestuoso, corriendo desbocadas mar adentro, como si
  las atrajera el imán de la fatalidad.
  
  X
  Á las nueve navegaba la _Flor de Mayo_ á la vista de Sagunto, en el
  espacio libre que el _tío Batiste_--con su afición á guiarse más por el
  fondo del mar que por los accidentes de la costa--marcaba entre la _Roca
  del Puig_ y el _Algar de Murviedro_.
  Ninguna pareja se había atrevido á ir tan lejos.
  Por la parte de Valencia, y prolongándose hacia Cullera, marcábanse como
  puntos blancos las otras barcas emparejadas.
  El cielo estaba gris; la mar era de un morado tan intenso, que en la
  lustrosa curva formada entre dos olas, tomaba el color del ébano.
  Ráfagas largas y frías agitaban las velas, causando ruidosos
  estremecimientos.
  La _Flor de Mayo_ y la otra barca de la pareja avanzaban con las velas
  desplegadas, arrastrando la red del _bòu_, que cada vez se hacía más
  pesada y tirante.
  _El Retor_ iba en su sitio de popa, empuñando la caña del timón. Apenas
  si miraba el mar: el instinto era quien movía su mano para enderezar la
  marcha de la barca.
  Sus ojos estaban fijos en Tonet, el cual desde que salieron parecía huir
  de él. Cuando no miraba á su hermano, contemplaba á Pascualet, erguido
  al pie del mástil, como si con su desmedrada figurilla quisiera desafiar
  á aquel mar que en su segundo viaje comenzaba á mostrarse alborotado.
  La barca daba algunos tumbos al saltar las olas, cada vez más violentas,
  pero los tripulantes eran gente avezada al mar y andaban sobre la
  movediza cubierta con gran seguridad, expuestos á cada paso á caer al
  agua.
  _El Retor_ no apartaba la vista de su hermano y su hijo, y sus ojos iban
  con expresión interrogante de uno á otro, como si mentalmente hiciese
  una minuciosa comparación.
  Su calma era de las que inspiran pavor. Estaba pálido, á pesar de lo
  bronceado de la tez; sus ojos tenían el enrojecimiento de la vigilia, y
  apretaba los labios como si temiera que se escapasen las palabrotas de
  ira que afluían á su lengua y que mascullaba sordamente.
  No le había engañado Rosario. ¿Dónde tenía antes los ojos, que no había
  visto la asombrosa semejanza? ¡Cómo se habría reído de él la gente! Su
  deshonra estaba visible; era la misma cara, el mismo gesto. Pascualet le
  recordaba al otro chicuelo delgado y nervioso, al que él sirvió de
  niñera en la playa. Era el hijo de Tonet, no podía negarlo.
  Y el patrón, conforme se convencía de su deshonra, arañábase el pecho y
  lanzaba miradas de odio al mar, á su barca y á los marineros, que á
  hurtadillas le examinaban con inquietud, creyendo que aquella ira se la
  causaba el mal tiempo.
  ¿Para qué quería ya trabajar? No mantendría más á la perra que por tanto
  tiempo le había puesto en ridículo: ¡adiós ilusiones de crear un
  porvenir á Pascualet, de hacerle el pescador más rico del Cabañal! ¿Era
  acaso suyo para interesarse tanto por su suerte? Nada deseaba ya en el
  mundo; morir y que pereciera con él toda su obra.
  Odiaba ahora á su _Flor de Mayo_, la hija de madera, á la que hablaba
  como si fuese un ser animado; deseaba su extinción, su inmediata
  pérdida, como si le avergonzase el recuerdo de las dulces ilusiones que
  acariciaba cuando estaba ocupado en su construcción. Si el mar hubiera
  obedecido á sus deseos, cualquiera de aquellas olas, en vez de levantar
  á la barca rudamente sobre su espumeante cima, se hubiera abierto para
  tragarla.
  La red era cada vez más pesada, y las barcas, arrastrando la enorme
  pesca, cabeceaban sobre las olas con dificultad.
  De la barca vieja que formaba pareja con _Flor de Mayo_, preguntaban si
  era llegado el momento de _chorrar_.
  _El Retor_ sonrió con amargura. Bueno, que _chorrasen_; lo mismo le
  importaba ahora que después. La tripulación de _Flor de Mayo_ agarró el
  cabo de la red que arrastraba la _pareja_ y comenzó á tirar con gran
  esfuerzo.
  Tonet y los marineros, á pesar de lo ruda que era la faena y del mal
  tiempo, mostrábanse alegres. ¡Vaya una pesca! Á quintales iba á salir el
  pescado.
  El _tío Batiste_, tendido en la proa y mojado por los espumarajos de las
  olas, miraba al horizonte por la parte de Levante, donde el celaje
  plomizo parecía condensarse, formando una masa de negruzco vapor.
  Llamaba á Pascual para que prestase atención; pero _el Retor_ tenía
  fijos sus ojos en el grupo de tripulantes que tiraban de la red. Por una
  casualidad, Tonet y su sobrino estaban juntos, y la semejanza de sus
  rostros resaltaba aun más ante la mirada del patrón.
  --_Pascualo_... _Pascualo_--gritó el viejo pescador con voz algo
  temblorosa--. _Ya está ahí_.
  ¿Quién?... ¡Quién había de ser! La tempestad, la tormenta que desde el
  amanecer estaba esperando el _tío Batiste_.
  La masa de sombras que se aproximaba agrandándose por momentos, se abrió
  con la luz cárdena de un relámpago; después sonó el trueno, como si todo
  el cielo fuese una inmensa pieza de tela que se rasgaba con estrépito.
  Sólo faltaba lo otro, el terrible Levante, que barre impetuosamente con
  hálito de muerte todo el golfo de Valencia; y el Levante llegó.
  La _Flor de Mayo_ tendióse de costado sobre el agua, como si una mano
  poderosa, agarrando su quilla, pugnase por voltearla. El agua invadió la
  cubierta, y la gigantesca vela se extendió como una sábana sobre las
  olas, aleteando, volviendo á caer como un pájaro moribundo.
  Esta caída de lado, que iba á hacerles zozobrar, fué obra de un
  instante: el primer impulso del vendaval que, pillando de lleno la
  tendida vela, la aplastó sobre el agua, tumbando á la barca.
  El _tío Batiste_ y _el Retor_, arrastrándose por la cubierta, llegaron
  hasta el mástil, y deshaciendo el nudo de las jarcias, arriaron la vela.
  Esta maniobra salvó á la barca que, libre de la presión de la vela, se
  enderezó con un golpe de mar.
  La _Flor de Mayo_, con el timón abandonado, giraba como una peonza en
  las aguas bullentes, que se hinchaban con lívidas y arrolladoras
  tumefacciones.
  _El Retor_ corrió á popa á agarrar la caña. La barca se movía con
  dificultad. Arrastraba la pesadísima red que momentos antes había
  contribuído á su salvación, sirviendo de contrapeso á la vela combatida
  por el huracán.
  El patrón vió á la otra barca de la _pareja_ sin aparejo, con el mástil
  roto, alejarse, presentando la popa.
  Los tripulantes habían cortado la red para no zozobrar con su peso y
  huían hacia Valencia, perseguidos por el furioso Levante, que levantaba
  enormes olas, rectas como muros, arrolladoras y voraces y que de pronto
  se combaban y caían con ensordecedor estrépito, sólo comparable al de
  los truenos que rasgaban continuamente el espacio.
  Era preciso imitar el ejemplo, librarse del peso que entorpecía la
  maniobra y poner la proa hacia Valencia.
  La cuerda de la red fué cortada, desapareció arrastrado por las olas el
  peso que parecía apresar á la barca, y la _Flor de Mayo_ obedeció con
  más facilidad el timón.
  _El Retor_ ostentaba la serenidad sublime de las grandes ocasiones.
  ¡Oído todo el mundo! Atención á lo que él mandase y á obedecer con
  prontitud.
  La vela estaba caída sobre cubierta; la verga podía tocarse con las
  manos, y á pesar de la poca lona puesta al viento, la barca corría con
  vertiginosa rapidez, pasando el agua sobre la cubierta, mientras el
  mástil crujía lastimeramente.
  Era llegado el momento de virar; el instante supremo: si les cogía de
  lado uno de aquellos _còlls_ de mar rectos, que se desplomaban como
  murallas viejas, podían dar el adiós á la vida.
  El patrón, puesto de pie valientemente, sin soltar el timón, examinaba
  todas las tumefacciones gigantescas que avanzaban veloces. Buscaba en la
  cordillera movible un espacio llano, un momento de calma que le
  permitiera virar sin riesgo de que la barca fuese pillada de costado.
  ¡Ahora! Y la _Flor de Mayo_ giró rápidamente, cambió el rumbo entre dos
  montañas de agua, pero tan oportunamente que, apenas terminada la
  maniobra, un golpe de mar casi recto la entró por la popa, la puso
  vertical, con la proa hundida en la espuma hirviente, la elevó hasta su
  cima y la arrojó por la espalda, dejándola balanceante y trémula en un
  espacio relativamente tranquilo.
  Los tripulantes, conmovidos aún por el zarandeo colosal, seguían
  absortos la marcha veloz y arrolladora de aquella muralla verdosa.
  Viéronla inclinarse, formando como una bóveda sombría esmeralda sobre la
  otra barca, que huía desmantelada; se desplomó estallando como una mina,
  con hervor de espumas y nubes de agua que subían en columna. Cuando la
  ola deshecha y anonadada desapareció para dejar espacio libre á otras
  tan arrolladoras y ruidosas, los de la _Flor de Mayo_ sólo vieron en los
  bullentes estremecimientos asomar un pedazo de palo y el lomo cóncavo de
  un tonel.
  --_Requiescat in pace_--murmuró el _tío Batiste_ santiguándose y
  hundiendo su barba en el pecho.
  Tonet y los otros dos mocetones que se burlaban del viejo estaban
  pálidos, sombríos, é instintivamente contestaron: _Amén_.
  --_¡Pare! ¡pare!_...--gritaba con terror Pascualet, mirando al patrón y
  señalando la proa de la barca.
  Momentos antes de virar estaba allí el compañero de Pascualet, el otro
  _gato_ de la barca. La ola monstruosa se lo había llevado sin que lo
  notaran los tripulantes.
  En la _Flor de Mayo_ dominaba el terror y el asombro de los primeros
  momentos de peligro.
  El trance era supremo. Los truenos se sucedían sin interrupción;
  rasgábase el plomizo horizonte por todas partes en el zigzag de los
  rayos, culebras de fuego que se sumían en las aguas para apagar sus
  entrañas incandescentes; sobre el estrépito de las olas retumbaban los
  truenos; unos secos, espeluznantes, como descargas de artillería, que el
  eco repetía hasta lo infinito; otros prolongados, silbantes, como una
  rasgadura interminable; y cruzaba el espacio un furioso aguacero, como
  si quisiera desbordar el mar furioso, dándole nueva fuerza.
  _El Retor_ se sobrepuso pronto al terror de los suyos.
  ¿Qué era aquello, _recordons?_ ¿Pescadores del Cabañal y temblaban?
  Parecía que se hubieran embarcado por primera vez. ¿Acaso no conocían
  las bromas del Levante? Aquello pasaría; y si no pasaba, ¿qué remediaban
  con el miedo? Los valientes deben morir en el mar. Ya sabían el dicho:
  «más valía ser comido de _carranchs_ que no que les cantasen _els
  capellans_». ¡Ánimo, _recristo!_ Á atarse todo el mundo, que por el
  momento nada necesitaba la barca, y lo importante era librarse de los
  golpes de mar.
  El _tío Batiste_ y los dos marineros se amarraron al mástil por la
  cintura; Tonet ató sólidamente á su sobrino á una argolla de popa, y él,
  viendo que su hermano por un alarde de serenidad seguía sentado junto
  al timón con el cuerpo libre, le imitó, agazapándose tras la borda,
  agarrando con sus manos crispadas los salientes de la barca.
  Reinaba un silencio fúnebre á bordo de _Flor de Mayo_. La furiosa
  marejada agitaba los algares del fondo; la espuma era amarillenta,
  sucia, biliosa, y los pobres marineros, calados por la lluvia y por las
  olas, sufrían los latigazos del mar, los golpes de agua y algas que les
  cortaban cruelmente la dura epidermis.
  Cuando la ola los elevaba á prodigiosa altura y la barca quedaba con la
  quilla al aire como si fuese á emprender prodigioso vuelo, veía _el
  Retor_ á lo lejos, perdidas en la bruma del horizonte, las otras barcas
  del Cabañal navegando casi á palo seco, empujadas por el temporal hacia
  el puerto, cuya entrada era un peligro aun mayor que permanecer en el
  mar corriendo la borrasca.
  El marido de Dolores sentía hondo remordimiento. Parecíale que
  despertaba después de penoso sueño: la noche pasada en las calles del
  Cabañal, la borrachera de la playa y el imprudente embarque,
  recordábalos ahora como vagas pesadillas.
  ¡Loco! ¡miserable! Se avergonzaba de sí mismo. Era más criminal que los
  que le habían hecho traición. Si estaba cansado de la vida, podía
  haberse atado una piedra al cuello y arrojarse al mar de cabeza en la
  escollera de Levante. ¿Pero con qué derecho su locura había llevado á la
  muerte á tanto padre honrado? ¿Qué dirían de él en el Cabañal, viendo
  que por su culpa medio pueblo se había arrojado en medio de la
  tempestad?
  Recordaba á los tripulantes de la vieja barca de su _pareja_ que habían
  sido tragados por el mar casi á su vista; pensaba en las muchas
  embarcaciones que seguramente habrían perecido á aquellas horas y miraba
  avergonzado á sus compañeros de tripulación, amarrados, azotados por las
  olas y lanzados en el peligro por obedecerle.
  Á su hermano y su hijo no quería mirarles: nada se perdía con que
  pereciesen; aun renacía en él la ferocidad de la venganza; pero ¿y los
  otros? ¿y los dos marineros que tenían sus madres, viejas pescaderas á
  las que mantenían? ¿y aquel _tío Batiste_, el amigo de su padre, salvado
  milagrosamente de tantos peligros?
  No; él no tenía ningún derecho para arrastrarles á la muerte: era un
  criminal. Y al ver al viejo marino y sus dos jóvenes compañeros casi
  tendidos sobre la chorreante cubierta, amarrados con tanta fuerza que
  las ligaduras les penetraban en las carnes y aturdidos por los golpes de
  mar que caían sobre ellos como triturante martillo, se olvidaba de que
  él también estaba en peligro; apenas si se fijaba en las olas que le
  envolvían sin conmover su corpachón, que parecía incrustado en la popa,
  y sentía dentro del pecho una pena semejante á la de la noche anterior.
  Era preciso vivir, salvarse. Cuando estuviera en tierra ya arreglaría
  sus asuntos de familia ó se mataría; ahora lo interesante era llegar al
  puerto con toda su tripulación. Bastante le pesaban sobre la conciencia
  el pobre grumetillo que desapareció al virar y los que tripulaban la
  otra barca de la pareja.
  Y _el Retor_ ponía toda su atención en el gobierno de la _Flor de Mayo_.
  El presente no le inquietaba. La barca era fuerte y el temporal se
  presentaba por la popa; pero pensaba con terror en la entrada del
  puerto, aquella lucha suprema donde tantos perecían.
  Á lo lejos, esfumada en el ambiente denso de la lluvia y las nubes que
  levantaba el oleaje, marcábase la escollera como el lomo de una ballena
  encallada por el temporal. ¡Ah! ¡Si él consiguiera doblarla!...
  Y cuando la barca, después de quedar hundida en el agua, surgía
  remontándose á la cumbre de una ola, el patrón miraba ansiosamente la
  aglomeración de rocas que asaltaba el mar, y en cuya cima bullían
  innumerables puntos negros, gente, sin duda, que presenciaba con
  angustia el terrible combate de la tempestad con los hombres.
  _El Retor_ temblaba al pensar en la próxima lucha. No se veía ninguna
  barca. Muchas estarían ya en el puerto: las demás se habrían perdido.
  En su inquietud, sentía la necesidad de fortalecerse, y habló al _tío
  Batiste_.
  Él que tan bien conocía el golfo, ¿qué opinaba de aquello?
  El viejo, como si despertase, movía tristemente la cabeza, y en su cara
  de chivo viejo marcábase un gesto de valiente resignación que le
  embellecía. Todo tendría fin dentro de una hora; hombres y barca. La
  entrada en el puerto era imposible. Lo aseguraba él, que en toda su
  larga vida no había visto otro Levante tan furioso.
  Pero _el Retor_ se sentía con ánimo para todo. Si no podían entrar en el
  puerto seguirían á lo largo corriendo el temporal.
  El _tío Batiste_ movía su cabeza con la misma expresión triste. Tampoco
  podía ser. El temporal duraría dos días por lo menos, y si la barca
  resistía el mar, no por esto iba á librarse de encallar en Cullera, ó de
  ir, cuanto más, á hacerse trizas en el cabo de San Antonio. Más valía
  intentar la entrada en el puerto. Para morir de todos modos, era mejor
  allí, á la vista de sus casas, en el mismo lugar donde habían perecido
  muchos de sus antecesores, cerca del milagroso Cristo del Grao.
  Y el _tío Batiste_, revolviéndose en sus ligaduras, hurgábase el pecho
  para sacar por entre la camisa un crucifijo de bronce oxidado por el
  sudor, y que besaba con devoción.
  Esto reanimaba á los demás. ¡Cristo! Bueno estaba el tiempo para
  beaterías. Tonet se burlaba con risa fúnebre, y los otros dos marineros
  increpaban al viejo con las más terribles maldiciones, como si el
  peligro, en vez de aterrarles, aumentara su desesperación, que se
  traducía en impiedades.
  _El Retor_ levantaba los hombros con indiferencia. Él era buen creyente;
  el cura del Cabañal podía atestiguarlo, pero estaba seguro de que allí
  no había más Cristo milagroso que él, si la barca le obedecía y á la
  entrada del puerto daba con oportunidad un golpe de timón.
  Bien se adivinaba en la _Flor de Mayo_ la proximidad de la escollera. El
  mar presentábase cada vez más agitado; ya no eran las olas únicamente de
  popa, sino que retrocediendo el mar al encontrarse con el obstáculo de
  piedra, acometía á la barca por la proa, formando las aguas espantosos
  remolinos. Eran dos mangas las que había de sufrir: la del temporal y la
  del gigantesco escollo formado por los hombres.
  La _Flor de Mayo_, crujiendo dolorosamente á pesar de su sólida
  construcción, apenas si obedecía al timonel é iba como una pelota
  lanzada de ola en ola, tan pronto impulsada hacia adelante por el
  vendaval, como retrocediendo casi sumergida por un golpe de mar.
  Las escotillas estaban bien cerradas, y por esto la barca, después de
  pasar sobre ella las montañas de agua, volvía á reaparecer flotando
  valientemente.
  El patrón se convencía de lo desesperado de la situación. Estaban
  
Sez İspan ädäbiyättän 1 tekst ukıdıgız.