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Flor de mayo - 09
Süzlärneñ gomumi sanı 4715
Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1660
30.2 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
44.5 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
52.4 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
más de las mujeres mostrábanse impresionadas pensando en los muchos
meses de sobresalto é inquietud que habían de sufrir hasta la primavera.
Los patrones mostrábanse atareados por los últimos preparativos. Iban al
puerto para examinar sus embarcaciones, hacían funcionar las garruchas,
correr las maromas, subían y bajaban las velas, tocaban el fondo de la
cala, examinaban el repuesto de lona y cables, contaban las cestas y
hacían repasar las redes. Después llevaban los papeles á las oficinas
para que aquellos señores tan orgullosos y malhumorados se dignasen
despacharlos.
Cuando _el Retor_ fué á comer á mediodía, encontró en la cocina de su
casa á la _siñá_ Tona, que lloraba hablando con Dolores.
La vieja sostenía sobre sus rodillas un envoltorio, y apenas vió á su
hijo, le increpó con ira.
Vamos á ver: aquello era una mala cosa; parecía imposible que fuese
padre. Le habían dicho que su nieto Pascualet se embarcaba en la _Flor
de Mayo_ para hacer el aprendizaje de _gato_. ¿Estaba bien aquello? Una
criatura de ocho años que aun debía estar mamando, ó cuando más jugando
en la tabernilla de la abuela, ir al mar como los hombres, á pasar
fatigas y quién sabe si algo peor.
Ella se oponía, sí señor; el chico no debía conformarse con aquel
martirio, y puesto que la madre callaba y al padre se le había ocurrido
tal barbaridad, ella, como abuela, protestaba. Se llevaría el chico para
impedir semejante crimen. ¡Pascualet! ¡tu abuela te llama!
Pero el demonio del muchacho, enfundado en un traje nuevo de franela
amarilla, descalzo, para mayor _carácter_, con una faja que se le
enroscaba hasta el pecho, gorra negra sobre la oreja y la blusa hinchada
como un globo, pavoneábase imitando el aire desgarbado del _tío Batiste_
y hacía muecas á su abuela en venganza de la ofensa que le infería
rogando por él.
No iría á jugar más á la playa; que se guardase la abuela sus meriendas;
él era hombre y quería ir al mar como segundo _gato_ de la _Flor de
Mayo_.
Sus padres se reían con las insolencias del muchacho. ¡Demonio de chico!
_El Retor_ se lo hubiera comido á besos.
La abuela lloraba como si le viera ya próximo á la muerte. Pero el padre
se indignó. ¿Quería callar? Cualquiera creería que mataban al chico.
¿Qué tenía aquello de extraordinario? Pascualet iba al mar como habían
ido su padre y todos sus abuelos. ¿Deseaba la _agüela_ que fuese un
vago? Él le quería valiente y trabajador, sin miedo al agua, que es
donde está la vida. Si cuando él muriera podía dejarle _un buen pasar_,
mejor que mejor. El chico no expondría su vida navegando, pero sabiendo
lo que es una barca, no podrían engañarle. Una desgracia á cualquiera le
ocurre, y porque su padre, el tío Pascual, había acabado como todos
sabían, ya se figuraba su madre que todos los pescadores habían de morir
ahogados. ¡Vamos... calle, calle y no haga reir!
Pero la _siñá_ Tona no podía callar. Estaban todos endemoniados. El
maldito mar les atraía para acabar con la familia. Ella no descansaba.
¡Si contase los espantosos sueños que tenía por la noche! Ya sufría
mucho pensando en los peligros del hijo, y ahora, por si no tiene usted
bastante, el nieto también. Vamos, que aquello no podía sufrirse; lo
hacían por matarla á pesares; y si no fuera por lo mucho que les quería,
no debía mirarles más á la cara.
_El Retor_, indiferente á los lamentos de su madre, sentábase á la mesa
ante la cazuela humeante. Escrúpulos de vieja. ¡Á comer, Pascualet!
Su padre había de hacerle el mejor marinero del Cabañal. Y para extremar
sus bromas, quiso saber qué traía su madre en aquel envoltorio.
Volvió á llorar la _siñá_ Tona. Era un obsequio bien triste. El miedo no
la dejaba dormir; había reunido la noche anterior todos sus ahorros,
bien poca cosa, y quería hacer un regalo á su hijo: un chaleco
salvavidas que por mediación de una amiga había comprado al maquinista
de un vapor inglés.
Y sacó á luz la coraza voluminosa de forradas escamas de corcho, que se
plegaba con gran flexibilidad. _El Retor_ la contemplaba sonriendo. Bien
estaba aquello; ¡lo que inventaban los hombres! algo había oído de tales
chalecos, y se alegraba de tener uno, por más que él nadaba como un atún
y no necesitaba adornos.
Pero entusiasmado como un niño ante el regalo, abandonó la comida y se
probó el chaleco, riéndose del grueso envoltorio, que le daba el aspecto
de una foca, haciéndole respirar angustiosamente.
Gracias; con aquello no era posible ahogarse, pero moriría de
sofocación. Lo metería en la barca. Y arrojó la coraza al suelo,
apoderándose de ella Pascualet, quien con gran trabajo se embutió en el
salvavidas, asomando la cabeza y las extremidades como una tortuga
dentro del caparazón.
Al terminar la comida llegó Tonet. Traía una mano entrapajada. Era un
golpe que había recibido aquella mañana; y lo decía de un modo, que su
hermano no quiso preguntar más ni le sorprendió la extraña mirada de
Dolores. Alguna diablura de aquel loco; alguna riña que habría tenido en
la taberna.
Con una mano inútil, para nada servía en la barca. Debía quedarse en
tierra, y ya lo tomaría su hermano á bordo de allí á dos días, pues
pensaba no tardar más en la primer salida si la pesca era buena.
Mientras hablaba _el Retor_ con gran tranquilidad, lamentándose de que
su hermano no fuese á bordo de la _Flor de Mayo_, Tonet y su cuñada
bajaban la cabeza y evitaban mirarse, como si se sintieran avergonzados.
Á media tarde comenzaron los preparativos para la salida del _bóu_.
Más de un centenar de barcas formadas en doble fila frente á los
muelles, inclinaban los mástiles como un escuadrón de lanzas que saluda,
moviendo sus cascos con incesante y gracioso contoneo. Las pequeñas
embarcaciones, con su rudo perfil de galera antigua, recordaban las
numerosas armadas de Aragón, las flotas de barquichuelos con las que
Roger de Lauria era el terror de Sicilia. Y los Pescadores presentábanse
en grupos con el hatillo á la espalda y el aire resuelto, como las
bandas de almogávares llegaron á la playa de Salou para ir en
embarcaciones iguales ó peores á la conquista de Mallorca. Tenía aquel
embarque en masa y en tan rudos barcos un sabor tradicional, algo que
forzosamente hacía recordar la marina de la Edad Media, los bajeles de
Aragón, cuya vela triangular lo mismo espantaba al moro de Andalucía que
se destacaba sobre el clásico y risueño cielo de la Grecia.
Todo el pueblo acudía al puerto; las mujeres y los niños corrían por los
muelles buscando en la confusión de mástiles, cuerdas y cascos
incrustados unos en otros, la barca donde iban los suyos. Era la
emigración anual á los desiertos del mar; la caída en perpetuo peligro
para sacar el pan de las misteriosas profundidades, que unas veces se
dejan extraer mansamente sus riquezas y otras se alborotan amenazando de
muerte á los audaces argonautas.
Y por las pendientes tablas que unían las barcas con el muelle, pasaban
pies descalzos, calzones amarillos, caras tostadas, todo el mísero
rebaño que nace y muere en la playa sin conocer más mundo que la
extensión azul; gente embrutecida por el peligro, sentenciada á muerte,
para que tierra adentro otros seres, sentados ante el adamascado mantel,
puedan contemplar como joyeles de coral los rojos langostinos ó se
conmuevan con estremecimientos de gula ante la enorme merluza nadando en
apetitosa salsa. El hambre iba á lanzarse en el peligro para satisfacer
á la opulencia.
Comenzaba á caer la tarde. Los últimos mosquitos del verano, enormes,
hinchados, zumbaban en el ambiente impregnado de tibia luz, brillando
como un chisporroteo de oro; el mar se extendía tranquilo fuera del
puerto hasta juntarse con el horizonte, y allá en la línea divisoria
destacábase como una vaga nube la cumbre del Mongó, cual una isla
flotante.
Continuaba el embarque. La aglomeración de barcas tragábase hombres y
más hombres; las mujeres hablaban con animación del tiempo de la pesca,
que esperaban fuese buena; de la temporada que se preparaba, en la cual
podría haber pan abundante en sus casas; y los grumetes corrían
desolados por el muelle, descalzos y apestando á brea, para hacer los
últimos encargos de sus patrones, embarcar la galleta y cargar el
tonelillo del vino.
Cerraba la noche; ya estaba toda la gente en las barcas: más de mil
hombres. Sólo faltaba para partir que los señores de las oficinas
acabasen de despachar los papeles; y la multitud que ocupaba los muelles
se impacientaba como ante un espectáculo que se retarda.
Había en el acto de la partida una costumbre que cumplir. Desde tiempo
inmemorial, todo el pueblo acudía á la salida del _bòu_ para insultar á
los que se iban. Chistes atroces, sangrientas bromas cruzábanse entre
las barcas y las escolleras cuando aquéllas salían del puerto; todo á la
buena de Dios, sin mala intención, porque así lo marcaba la costumbre y
porque tenía gracia decirles algo á los... _lanudos_ que se iban
tranquilos á pescar dejando solas á sus mujeres.
Y tan arraigada estaba la costumbre, que algunos pescadores se
preparaban con anticipación, metiendo en sus barcas capazos de guijarros
para contestar las insultantes despedidas á pedrada limpia.
Era una diversión brutal, propia de las playas levantinas, donde las
bromas giran siempre con la mayor inocencia sobre la mansedumbre del
marido y la fidelidad de la mujer.
Cerró la noche. Inflamábase como una guirnalda de fuego el rosario de
faroles que orlaba los muelles; titilaban los rojos regueros de luz
sobre las mansas aguas del puerto, y las linternas de los buques
brillaban en lo alto de los palos como estrellas verdes y encarnadas.
Cielo y agua tomaban el mismo color ceniciento, destacándose los objetos
como manchas negras. El puerto, el caserío y los buques parecían
dibujados con tinta china sobre un inmenso papel gris.
¡Ya salían, ya salían!... Izábanse las velas, que en la lobreguez
transparentaban las luces del puerto, como piezas extendidas de crespón
ó sutiles alas de grandes mariposas negras.
La pillería había ocupado lo más saliente de las escolleras para saludar
á los que partían. ¡Cristo! ¡y cómo iban á divertirse! Había que
agazaparse bien para que no les llegara alguna piedra.
Ya salía la primer pareja; mansamente, con poco viento aún, cabeceando
las dos barcas como toros perezosos antes de tomar carrera. En la
obscuridad se reconocía a las _parejas_ y á los que iban en ellas.
--_¡Adiós!_--gritaban las mujeres de los tripulantes--. _¡Bòn viache!_
Pero la pillería había roto ya en espantoso e infamante vocerío. ¡Vaya
unas lengüecitas! Hasta las mismas mujeres injuriadas que estaban á
espaldas de ellos reían como locas, celebrando las ocurrencias. Era un
carnaval con toda su libre franqueza para mezclar verdades y mentiras.
_¡Lanudos!_ ¡más que _lanudos!_ Iban á pescar tan tranquilos, dejando
solas sus mujeres. Ya se encargaría el cura de acompañarlas. _¡Muuu!
¡muuu!_...
É imitaban el mugido de los bueyes entre las carcajadas del gentío que,
por un absurdo de la costumbre, gustaba de despedir con tales insultos á
los hombres que marchaban á trabajar y tal vez á morir por el sustento
de sus familias. Pero éstos, siguiendo la sarcástica broma, echaban mano
á los capazos de piedras y los guijarros silbaban como balas, chocando
con los peñascos, tras los cuales se ocultaba la procaz granujería.
Era un aquelarre, una aglomeración de escandalosos duendes que bullían
en las dos escolleras y vomitaban injurias cada vez que pasaban barcas
por la estrecha garganta de la dársena.
Cuando las voces, ya roncas, enmudecían cansadas de berrear, la
provocación partía de las mismas barcas. Molestábales á los pescadores
que saliese su _pareja_ en silencio, y partía de ella alguna voz de
marinero socarrón preguntando mansamente:
--_¡Che! ¿qué no dieu algo?_
Vaya si le decían, y recrudecíase otra vez el eterno grito de _lanudos_,
confundiéndose con el rugido de los caracoles que soplaban los grumetes,
misteriosa señal para reconocerse las barcas que formaban la pareja y
navegar juntas en la obscuridad, sin mezclarse con las otras
embarcaciones que seguían el mismo rumbo.
Dolores estaba en una escollera, de pie, sin miedo á las pedradas, casi
confundida con la turba vociferante. Sus amigas se habían quedado atrás
por temor á un guijarro y ella estaba allí sola: sola no, porque un
hombre se aproximaba lentamente, con fingida distracción, hasta quedar
casi pegado á sus espaldas.
Era Tonet. La soberbia moza sentía en el cuello la respiración de su
cuñado, y los rizados pelillos de la nuca erizábanse con su aliento
abrasador. Volvía ella la cabeza buscando en la obscuridad los ojos de
Tonet, que fulguraban con hambrienta fiebre, y sonreia satisfecha por la
muda adoración.
Sentía deslizarse por su talle una mano ansiosa y ágil, la misma mano
entrapajada que, según declaraba Tonet horas antes, no podía mover sin
terrible dolor.
Las miradas de los dos expresaban lo mismo. Por fin, tenían una noche de
libertad: ya no serían entrevistas rápidas con zozobra y peligro.
Solos, completamente solos toda la noche, y la otra y otra más... hasta
que volvieran _el Retor_ y su hijo. Tonet iba á acostarse en la cama de
su hermano, como si fuese el amo de casa.
Y este placer criminal, este adulterio, al que se unía la traición al
hermano, causábales escalofríos de horrible voluptuosidad; les hacía
estrechar sus cuerpos, en los que la carne se estremecía con vibraciones
puramente animales, como si lo infame de la pasión aumentase la
intensidad del placer.
Un grito de la chicallería les sacó de su somnolencia amorosa.
--_¡El Retor! ¡Ahí va el Retor! ¡Esta es Flor de Mayo!_
Y ¡vive Cristo, que fué buena la que se armó! Para el pobre Pascualo
estaba reservado lo más fuerte de la fiesta.
Ya no eran chicuelos los que gritaban. Los pocos hombres que quedaban en
tierra y el mujerío que odiaba á Dolores, unían sus voces al ronco
gritar de la pillería.
_¡Lanudo!_ Cuando volviera á tierra habría que acercarse a él capa en
mano. Y la gente vociferaba estos y peores insultos con verdadera furia,
como quien sabe que no da golpes en vago. Con aquél no era broma: le
decían la verdad y nada más.
Tonet se estremecía temiendo alguna indiscreción de los bárbaros, pero
Dolores, impúdica y audaz, reíase de veras, como si le hiciera mucha
gracia la rociada de insultos que recibía su panzudo. ¡Oh! Era legítima
hija del _tío Paella_.
La _Flor de Mayo_ atravesaba mansamente por entre las escolleras, y de
su popa salió la alegre voz del patrón, satisfecho de las ovaciones que
merecía.
--_¡Che! ¡Digau més! ¡Digau més!_
Aquella provocación irritó á la muchedumbre. ¿Que dijeran más? Pues allá
va. Y cerca, muy cerca de Tonet y Dolores, sonó una voz que contestó á
la provocación de un modo que hizo estremecer á los amantes.
Á ver si callaba el muy _lanudo_. Á pescar sin cuidado. Tonet ya se
quedaba con Dolores para consolarla.
_El Retor_ soltó el timón y se puso en pie de un salto.
--_¡Morrals!_--rugió--; _¡cochinos!_...
No; aquello no estaba bien. Bromitas á él, todas las que quisieran; pero
eso de meterse con la familia, era muy feo... muy indecente.
IX
Aquel año protegía Dios á los pobres.
Así lo decían las pobres mujeres del Cabañal, agrupándose por la tarde
en la playa, dos días después de la salida de las barcas.
Volvían las parejas del _bòu_ rápidamente, viento en popa, y la rígida
línea del horizonte aparecía dentellada por las innumerables aletas que
se aproximaban á pares como palomas unidas por una cinta á flor de agua.
Hasta las más viejas del pueblo no recordaban una pesca tan afortunada.
¡Señor! ¡si parecía que el pescado estaba allá dentro, en grandes masas,
esperando pacientemente las redes para entrar sin resistencia en ellas,
aliviando la miseria de los pescadores!...
Sobre la arena de la playa, agitado todavía, dentro de los cestones de
caña, estaba toda aquella hermosura: los salmonetes de roca, como
palpitantes pétalos de camelia, contrayendo el lomo de suave bermellón
con el estertor de la asfixia; los viscosos calamares y los pulpos,
moviendo su maraña de patas, apelotonándose y enroscándose en la
agonía; los lenguados, planos y delgados como suelas de zapatos; las
rayas, estremeciendo su titilante mucosidad, y sobre todo los
langostinos, la pesca preciosa, que asombraban aquel año por su
cantidad, transparentes como el cristal, erizando sus tentáculos con
desesperación y destacando sobre las negruzcas cestas sus dulces tonos
de nácar.
Llegaban las barcas plegando las enormes velas y quedaban quietas y
balanceantes á pocos metros de la orilla.
Á cada _pareja_ agolpábase la multitud en el límite de las olas,
arremolinábanse las faldas de sucio percal, las caras rojas y las
cabelleras de Medusa, gritando, increpándose, discutiendo para quién
sería el pescado. Arrojábanse de las barcas los _gatos_ con agua á la
cintura, formando larga fila, en la que iban interpolados los hombres y
los cestos y avanzaban rectamente hacia la orilla, surgiendo poco á poco
del manso oleaje, hasta que sus pies descalzos tocaban la arena seca, y
las mujeres de los patrones se encargaban de la pesca para venderla.
Poblábase como si fuese un pedazo de tierra el espacio de mar entre la
orilla y las barcas. Pasaban los grumetes con el cántaro al hombro,
enviados por la tripulación que, cansada del líquido recalentado y sucio
de los toneles, anhelaba el agua fresca de la _fònt de Gas_; las
chicuelas de la playa, remangándose impúdicamente las haraposas
faldillas, hundían en el mar las piernas de chocolate para ir á
curiosear y apropiarse algo de la pesca menuda: y para sacar las barcas
que habían de aguardar en seco el día siguiente, entraban olas adentro
los bueyes de la comunidad de pescadores, hermosos animales rubios y
blancos, enormes como mastodontes, moviéndose con pesada majestad y
agitando su enorme papada con la soberana altivez de un senador romano.
Estas yuntas, que hundían la arena bajo sus pezuñas y de un tirón
arrastraban las barcas más grandes, guiábalas _Chepa_, un chicuelo
enteco y jiboso con cara de vieja maliciosa, un enjendro que lo mismo
podía tener quince años que treinta, enfundado en un chubasquero
amarillo, por bajo del cual asomaban dos piernecillas rojas, en las que
la piel, siguiendo con fidelidad todas las ondulaciones del esqueleto,
marcaba el contorno y los ligamentos de sus huesos.
En torno de las barcas que arrastradas surgían lentamente del mar,
agitábase un apretado círculo de pillería haraposa y greñuda, sacando
medio cuerpo del agua como el cortejo de nereidas y tritones que
escoltan las barcas mitológicas, pidiendo con roncos gritos que les
echasen un puñado de _cabets_.
En la playa organizábase un mercado, donde á fuerza de gritos, manoteos
é insultos, se realizaban las ventas.
Las amas de barca regateaban y reñían detrás de sus repletas banastas
con todo el rebaño vociferante que había de revender el pescado al día
siguiente en Valencia, y cuando llegaba el ajuste por arrobas
recrudecíanse los insultos, discutiendo si habían de entrar las piezas
gordas ó la morralla. Dos capazos pendientes de cuerdas y unos cuantos
guijarros enormes servían de balanza y pesas, y nunca faltaba algún
chico del pueblo de la clase de _leídos_ que se prestaba á ser
secretario de las amas, llevando en un papel la cuenta de las ventas.
Rodaban empujados por el pie del comprador los repletos capazos,
contemplados con codicia por los pillos de la playa. Pieza que caía,
_evaporábase_ como tragada por la arena; y los buenos burgueses que
venían de Valencia para admirar el pescado fresco, sentíanse empujados,
pisoteados por la multitud arremolinada que, como inquieta tromba,
mudaba de sitio á la llegada de una nueva barca.
Dolores estaba en sus glorias. Durante muchos años, al comprar en la
playa el pescado como una simple vendedora, había deseado ser ama de
barca, poder reñir é imponerse al mísero y escandaloso rebaño. Por fin
se realizaban sus aspiraciones; y sorbiendo orgullosamente el aire con
su graciosa nariz, erguíase entre los cestones recién desembarcados,
mientras que Tonet se cuidaba del peso y de registrar las ventas.
Casi encallada en la mar baja, esperaba cabeceando _Flor de Mayo_ á que
los bueyes la sacasen á la playa.
_El Retor_ ayudaba á los marineros á plegar la vela, y se detenía
algunas veces para mirar á su mujer cómo se peleaba con las compradoras
y marcaba los precios que el cuñado tenía que registrar. ¡Miradla;
parecía una reina! Y el pobre hombre sentíase satisfecho al pensar que
su Dolores debía todo aquello á él, á nadie más que á él.
En la proa erguía su hijo Pascualet la desmedrada é inmóvil figurilla,
como si fuese el mascarón de la barca, hecho un lobo de mar, descalzo y
sucio, con la camisa fuera del calzón, los faldones revoloteando al
viento y al descubierto su panza rojiza como la de una estatuílla de
barro cocido. Y frente á la barca lo admiraban un buen golpe de
infelices rateros de la playa, casi desnudos, con aspecto de tribu
salvaje, rojos, con la pátina que da á los cuerpos el aire del mar y los
miembros enjutos, delatando la pobreza nutritiva de la salazón. ¡Pero
qué suerte tenía _el Retor!_ Traía la barca atestada de langostinos, que
á dos pesetas libra... ¡tira! ¡tira! Y los miserables abrían la boca y
entornaban los ojos como si viesen un deslumbrante oleaje de pesetas.
_Chepa_ llegó con su pareja de poderosas bestias, y la _Flor de Mayo_,
chirriando sobre los tarugos en que resbalaba su quilla, comenzó á salir
á tierra.
_El Retor_ había abandonado su barca y estaba frente á Dolores,
sonriendo como un bendito ante su delantal recogido é hinchado por los
enormes puñados de plata que parecían romper la tela. ¡Vaya una
jornada! Con pocas así podían redondearse. Y la suerte tal vez se
repitiera, pues el viejo que llevaba á bordo adivinaba los sitios donde
estaba la mejor pesca.
Pero se interrumpió en su entusiasmo para mirarle las manos á su
hermano. Los trapos habían desaparecido. Ya estaba bueno, ¿eh? Se
alegraba mucho: así podría embarcarse en la segunda expedición y ya
vería lo que era divertirse. Daba gusto pescar sacando las redes llenas
con tanta facilidad. Pensaba salir al amanecer. Había que aprovechar la
fortuna.
Dolores, viendo terminada la venta, preguntó á su marido si iría á casa.
El patrón no podía decirlo. No le gustaba abandonar la barca. La gente
de la tripulación era capaz de irse á la taberna así que volviese la
espalda, y la embarcación no podía quedar sola en la playa, donde
pululaban los raterillos husmeando todo la aprovechable. Tenía
ocupación, y si á las nueve de la noche no estaba en casa, podía ella
acostarse.
En cuanto á Tonet, que marchara á despedirse de su Rosario y á coger el
hatillo; pero antes del amanecer, allí en la playa, pues no quería
esperar.
Dolores cambió una rápida ojeada con su cuñado y después se despidió de
su marido, intentando llevarse á Pascualet. No; el muchacho quería
quedarse en la barca al lado de su padre; y al fin la buena moza tuvo
que partir sola, siguiendo los dos hombres con su mirada el garboso
contoneo de aquel cuerpo soberbio que se alejaba empequeñeciéndose.
Tonet permaneció en la playa hasta el anochecer, hablando con el _tío
Batiste_ y comentando con otros pescadores la inesperada abundancia de
pescado. Se fué cuando el grumete comenzaba á preparar la cena á bordo
de la _Flor de Mayo_.
Pascual, al quedar solo, comenzó á pasear por la playa con las manos
metidas en la faja, oyendo el _fru-fru_ de sus calzones impermeables,
que producían un roce de pergamino seco.
La playa estaba obscura. En las cubiertas de algunas barcas brillaban
las fogatas de la cena, pasando ante ellas de vez en cuando las sombras
de los tripulantes. El mar, casi invisible, marcándose en ciertos
momentos con débil fosforescencia, mugía dulcemente, y á lo lejos salían
de la lóbrega playa ladridos de perros y alguna voz de niño entonando
una canción amortiguada por la distancia. Eran grumetes que se dirigían
al Cabañal.
_El Retor_ miraba la débil faja de la luz rojiza que aun se marcaba en
el horizonte tras la línea de lejanos tejados por donde se había
ocultado el sol. No le gustaba aquel color: como él decía con su
experiencia de marinero, el tiempo no estaba seguro.
Pero esto le preocupó poco, pensando únicamente en sus negocios y en su
dicha. No podía quejarse de la suerte. Hogar tranquilo, buena mujer,
ganancias para construir antes de un año otra barca que formase
_pareja_ con _Flor de Mayo_ y un hijo digno de él, que mostraba gran
afición al mar y sería con el tiempo el mejor patrón del Cabañal.
¡Vamos, hombre! que podía tenerse por el más feliz de los mortales, y
esto sin carecer de camisa como el hombre dichoso del cuento, pues tenía
más de una docena y un pedazo de pan para la vejez.
Pascual, animado por la contemplación de su dicha, avivaba su torpe
paso, restregándose las manos alegremente, cuando vió á poca distancia
una sombra que se aproximaba con lentitud. Era una mujer; una mendiga
tal vez que iría por las barcas pidiendo como limosna el desperdicio de
la pesca. ¡Válgame Dios, cuánta miseria hay en el mundo! Y como al
sentirse feliz quería hacer partícipe de su dicha á todo el mundo, buscó
la punta de su faja, donde llevaba, enrolladas algunas pesetas con
mezcla de calderilla.
--_Pascualo_--murmuró la mujer con voz dulce y tímida--. _¿Eres
Pascualo?_
¡Cristo! ¡qué chasco!... ¡Si era Rosario, su cuñada! ¿Venía en busca de
su marido? Pues perdía el viaje; debía estar ya en casa esperándola para
cenar.
Pero el alegre patrón quedó perplejo al saber que no buscaba á Tonet.
¿Qué hacía allí entonces? ¿Quería hablar con él? Esta pretensión le
extrañaba. Trataba poco á la mujer de Tonet, y no comprendía para qué
podría necesitarle. Pero en fin, podía hablar.
Se cruzó de brazos mirando su barca, en la que Pascualet y el otro
_gato_ danzaban en torno de la marmita de la cena. Esperaba las palabras
de aquella sombra que permanecía con la cabeza baja, como si se sintiera
poseída de invencible timidez.
Vamos, ya podía hablar: él la escuchaba.
Rosario, como quien desea acabar pronto diciéndolo todo de un golpe,
irguió su cabeza con energía y clavó sus ojos en los del _Retor_,
brillándole con misteriosa fosforescencia.
Lo que tenía que decirle era que se interesaba por la dignidad de la
familia; que ya no podía sufrir más, y que ella y _el Retor_ estaban
haciendo reir á todo el Cabañal.
Á ver: ¿quién hacía reir?... ¿Él?... ¿y por qué se divertían á su
costa?... Él no creía dar motivo para que se burlaran como si fuese una
mona.
--_Pascualo_--dijo Rosario con lentitud, pero con energía, como quien se
resuelve á todo--, _Pascualo... Dolores t'engaña._
¡Quién!... ¡su mujer le engañaba!... ¡Cristo, esto sí que era bueno!
Y como un buey que recibe un mazazo, inclinó su cabezota por algunos
instantes. Pero pronto sobrevino la reacción. Había en aquel hombre fe
suficiente para resistir golpes mayores.
--_¡Mentira!... ¡mentira! Vesten, embustera._
Si la obscuridad no hubiese sido tan densa, tal vez Rosario se habría
asustado al ver la cara del _Retor_. Pataleaba como si de la arena
hubiese salido la calumnia y quisiera aplastarla; movía sus brazos con
expresión amenazante y las palabras se le escapaban barboteando como si
se ahogasen en el acceso de rabia.
¡Ah, mala piel! ¿Creía ella que no la conocían?... Envidia, y nada más
que envidia... Odiaba á Dolores y mentía para perderla... ¿No le bastaba
con no saber dirigir al pobre Tonet, y aun intentaba deshonrar á
Dolores, que era una santa?... Sí señor, una santa, y ya quisiera ella
llegarle á la suela del zapato.
--_¡Vesten!_--_rugía_--; _¡vesten ó te mate!_
Pero á pesar de las amenazas con que acompañaba su exigencia de que se
fuera, Rosario permanecía inmóvil, como si resuelta á todo no le
intimidaran las amenazas del Retor.
meses de sobresalto é inquietud que habían de sufrir hasta la primavera.
Los patrones mostrábanse atareados por los últimos preparativos. Iban al
puerto para examinar sus embarcaciones, hacían funcionar las garruchas,
correr las maromas, subían y bajaban las velas, tocaban el fondo de la
cala, examinaban el repuesto de lona y cables, contaban las cestas y
hacían repasar las redes. Después llevaban los papeles á las oficinas
para que aquellos señores tan orgullosos y malhumorados se dignasen
despacharlos.
Cuando _el Retor_ fué á comer á mediodía, encontró en la cocina de su
casa á la _siñá_ Tona, que lloraba hablando con Dolores.
La vieja sostenía sobre sus rodillas un envoltorio, y apenas vió á su
hijo, le increpó con ira.
Vamos á ver: aquello era una mala cosa; parecía imposible que fuese
padre. Le habían dicho que su nieto Pascualet se embarcaba en la _Flor
de Mayo_ para hacer el aprendizaje de _gato_. ¿Estaba bien aquello? Una
criatura de ocho años que aun debía estar mamando, ó cuando más jugando
en la tabernilla de la abuela, ir al mar como los hombres, á pasar
fatigas y quién sabe si algo peor.
Ella se oponía, sí señor; el chico no debía conformarse con aquel
martirio, y puesto que la madre callaba y al padre se le había ocurrido
tal barbaridad, ella, como abuela, protestaba. Se llevaría el chico para
impedir semejante crimen. ¡Pascualet! ¡tu abuela te llama!
Pero el demonio del muchacho, enfundado en un traje nuevo de franela
amarilla, descalzo, para mayor _carácter_, con una faja que se le
enroscaba hasta el pecho, gorra negra sobre la oreja y la blusa hinchada
como un globo, pavoneábase imitando el aire desgarbado del _tío Batiste_
y hacía muecas á su abuela en venganza de la ofensa que le infería
rogando por él.
No iría á jugar más á la playa; que se guardase la abuela sus meriendas;
él era hombre y quería ir al mar como segundo _gato_ de la _Flor de
Mayo_.
Sus padres se reían con las insolencias del muchacho. ¡Demonio de chico!
_El Retor_ se lo hubiera comido á besos.
La abuela lloraba como si le viera ya próximo á la muerte. Pero el padre
se indignó. ¿Quería callar? Cualquiera creería que mataban al chico.
¿Qué tenía aquello de extraordinario? Pascualet iba al mar como habían
ido su padre y todos sus abuelos. ¿Deseaba la _agüela_ que fuese un
vago? Él le quería valiente y trabajador, sin miedo al agua, que es
donde está la vida. Si cuando él muriera podía dejarle _un buen pasar_,
mejor que mejor. El chico no expondría su vida navegando, pero sabiendo
lo que es una barca, no podrían engañarle. Una desgracia á cualquiera le
ocurre, y porque su padre, el tío Pascual, había acabado como todos
sabían, ya se figuraba su madre que todos los pescadores habían de morir
ahogados. ¡Vamos... calle, calle y no haga reir!
Pero la _siñá_ Tona no podía callar. Estaban todos endemoniados. El
maldito mar les atraía para acabar con la familia. Ella no descansaba.
¡Si contase los espantosos sueños que tenía por la noche! Ya sufría
mucho pensando en los peligros del hijo, y ahora, por si no tiene usted
bastante, el nieto también. Vamos, que aquello no podía sufrirse; lo
hacían por matarla á pesares; y si no fuera por lo mucho que les quería,
no debía mirarles más á la cara.
_El Retor_, indiferente á los lamentos de su madre, sentábase á la mesa
ante la cazuela humeante. Escrúpulos de vieja. ¡Á comer, Pascualet!
Su padre había de hacerle el mejor marinero del Cabañal. Y para extremar
sus bromas, quiso saber qué traía su madre en aquel envoltorio.
Volvió á llorar la _siñá_ Tona. Era un obsequio bien triste. El miedo no
la dejaba dormir; había reunido la noche anterior todos sus ahorros,
bien poca cosa, y quería hacer un regalo á su hijo: un chaleco
salvavidas que por mediación de una amiga había comprado al maquinista
de un vapor inglés.
Y sacó á luz la coraza voluminosa de forradas escamas de corcho, que se
plegaba con gran flexibilidad. _El Retor_ la contemplaba sonriendo. Bien
estaba aquello; ¡lo que inventaban los hombres! algo había oído de tales
chalecos, y se alegraba de tener uno, por más que él nadaba como un atún
y no necesitaba adornos.
Pero entusiasmado como un niño ante el regalo, abandonó la comida y se
probó el chaleco, riéndose del grueso envoltorio, que le daba el aspecto
de una foca, haciéndole respirar angustiosamente.
Gracias; con aquello no era posible ahogarse, pero moriría de
sofocación. Lo metería en la barca. Y arrojó la coraza al suelo,
apoderándose de ella Pascualet, quien con gran trabajo se embutió en el
salvavidas, asomando la cabeza y las extremidades como una tortuga
dentro del caparazón.
Al terminar la comida llegó Tonet. Traía una mano entrapajada. Era un
golpe que había recibido aquella mañana; y lo decía de un modo, que su
hermano no quiso preguntar más ni le sorprendió la extraña mirada de
Dolores. Alguna diablura de aquel loco; alguna riña que habría tenido en
la taberna.
Con una mano inútil, para nada servía en la barca. Debía quedarse en
tierra, y ya lo tomaría su hermano á bordo de allí á dos días, pues
pensaba no tardar más en la primer salida si la pesca era buena.
Mientras hablaba _el Retor_ con gran tranquilidad, lamentándose de que
su hermano no fuese á bordo de la _Flor de Mayo_, Tonet y su cuñada
bajaban la cabeza y evitaban mirarse, como si se sintieran avergonzados.
Á media tarde comenzaron los preparativos para la salida del _bóu_.
Más de un centenar de barcas formadas en doble fila frente á los
muelles, inclinaban los mástiles como un escuadrón de lanzas que saluda,
moviendo sus cascos con incesante y gracioso contoneo. Las pequeñas
embarcaciones, con su rudo perfil de galera antigua, recordaban las
numerosas armadas de Aragón, las flotas de barquichuelos con las que
Roger de Lauria era el terror de Sicilia. Y los Pescadores presentábanse
en grupos con el hatillo á la espalda y el aire resuelto, como las
bandas de almogávares llegaron á la playa de Salou para ir en
embarcaciones iguales ó peores á la conquista de Mallorca. Tenía aquel
embarque en masa y en tan rudos barcos un sabor tradicional, algo que
forzosamente hacía recordar la marina de la Edad Media, los bajeles de
Aragón, cuya vela triangular lo mismo espantaba al moro de Andalucía que
se destacaba sobre el clásico y risueño cielo de la Grecia.
Todo el pueblo acudía al puerto; las mujeres y los niños corrían por los
muelles buscando en la confusión de mástiles, cuerdas y cascos
incrustados unos en otros, la barca donde iban los suyos. Era la
emigración anual á los desiertos del mar; la caída en perpetuo peligro
para sacar el pan de las misteriosas profundidades, que unas veces se
dejan extraer mansamente sus riquezas y otras se alborotan amenazando de
muerte á los audaces argonautas.
Y por las pendientes tablas que unían las barcas con el muelle, pasaban
pies descalzos, calzones amarillos, caras tostadas, todo el mísero
rebaño que nace y muere en la playa sin conocer más mundo que la
extensión azul; gente embrutecida por el peligro, sentenciada á muerte,
para que tierra adentro otros seres, sentados ante el adamascado mantel,
puedan contemplar como joyeles de coral los rojos langostinos ó se
conmuevan con estremecimientos de gula ante la enorme merluza nadando en
apetitosa salsa. El hambre iba á lanzarse en el peligro para satisfacer
á la opulencia.
Comenzaba á caer la tarde. Los últimos mosquitos del verano, enormes,
hinchados, zumbaban en el ambiente impregnado de tibia luz, brillando
como un chisporroteo de oro; el mar se extendía tranquilo fuera del
puerto hasta juntarse con el horizonte, y allá en la línea divisoria
destacábase como una vaga nube la cumbre del Mongó, cual una isla
flotante.
Continuaba el embarque. La aglomeración de barcas tragábase hombres y
más hombres; las mujeres hablaban con animación del tiempo de la pesca,
que esperaban fuese buena; de la temporada que se preparaba, en la cual
podría haber pan abundante en sus casas; y los grumetes corrían
desolados por el muelle, descalzos y apestando á brea, para hacer los
últimos encargos de sus patrones, embarcar la galleta y cargar el
tonelillo del vino.
Cerraba la noche; ya estaba toda la gente en las barcas: más de mil
hombres. Sólo faltaba para partir que los señores de las oficinas
acabasen de despachar los papeles; y la multitud que ocupaba los muelles
se impacientaba como ante un espectáculo que se retarda.
Había en el acto de la partida una costumbre que cumplir. Desde tiempo
inmemorial, todo el pueblo acudía á la salida del _bòu_ para insultar á
los que se iban. Chistes atroces, sangrientas bromas cruzábanse entre
las barcas y las escolleras cuando aquéllas salían del puerto; todo á la
buena de Dios, sin mala intención, porque así lo marcaba la costumbre y
porque tenía gracia decirles algo á los... _lanudos_ que se iban
tranquilos á pescar dejando solas á sus mujeres.
Y tan arraigada estaba la costumbre, que algunos pescadores se
preparaban con anticipación, metiendo en sus barcas capazos de guijarros
para contestar las insultantes despedidas á pedrada limpia.
Era una diversión brutal, propia de las playas levantinas, donde las
bromas giran siempre con la mayor inocencia sobre la mansedumbre del
marido y la fidelidad de la mujer.
Cerró la noche. Inflamábase como una guirnalda de fuego el rosario de
faroles que orlaba los muelles; titilaban los rojos regueros de luz
sobre las mansas aguas del puerto, y las linternas de los buques
brillaban en lo alto de los palos como estrellas verdes y encarnadas.
Cielo y agua tomaban el mismo color ceniciento, destacándose los objetos
como manchas negras. El puerto, el caserío y los buques parecían
dibujados con tinta china sobre un inmenso papel gris.
¡Ya salían, ya salían!... Izábanse las velas, que en la lobreguez
transparentaban las luces del puerto, como piezas extendidas de crespón
ó sutiles alas de grandes mariposas negras.
La pillería había ocupado lo más saliente de las escolleras para saludar
á los que partían. ¡Cristo! ¡y cómo iban á divertirse! Había que
agazaparse bien para que no les llegara alguna piedra.
Ya salía la primer pareja; mansamente, con poco viento aún, cabeceando
las dos barcas como toros perezosos antes de tomar carrera. En la
obscuridad se reconocía a las _parejas_ y á los que iban en ellas.
--_¡Adiós!_--gritaban las mujeres de los tripulantes--. _¡Bòn viache!_
Pero la pillería había roto ya en espantoso e infamante vocerío. ¡Vaya
unas lengüecitas! Hasta las mismas mujeres injuriadas que estaban á
espaldas de ellos reían como locas, celebrando las ocurrencias. Era un
carnaval con toda su libre franqueza para mezclar verdades y mentiras.
_¡Lanudos!_ ¡más que _lanudos!_ Iban á pescar tan tranquilos, dejando
solas sus mujeres. Ya se encargaría el cura de acompañarlas. _¡Muuu!
¡muuu!_...
É imitaban el mugido de los bueyes entre las carcajadas del gentío que,
por un absurdo de la costumbre, gustaba de despedir con tales insultos á
los hombres que marchaban á trabajar y tal vez á morir por el sustento
de sus familias. Pero éstos, siguiendo la sarcástica broma, echaban mano
á los capazos de piedras y los guijarros silbaban como balas, chocando
con los peñascos, tras los cuales se ocultaba la procaz granujería.
Era un aquelarre, una aglomeración de escandalosos duendes que bullían
en las dos escolleras y vomitaban injurias cada vez que pasaban barcas
por la estrecha garganta de la dársena.
Cuando las voces, ya roncas, enmudecían cansadas de berrear, la
provocación partía de las mismas barcas. Molestábales á los pescadores
que saliese su _pareja_ en silencio, y partía de ella alguna voz de
marinero socarrón preguntando mansamente:
--_¡Che! ¿qué no dieu algo?_
Vaya si le decían, y recrudecíase otra vez el eterno grito de _lanudos_,
confundiéndose con el rugido de los caracoles que soplaban los grumetes,
misteriosa señal para reconocerse las barcas que formaban la pareja y
navegar juntas en la obscuridad, sin mezclarse con las otras
embarcaciones que seguían el mismo rumbo.
Dolores estaba en una escollera, de pie, sin miedo á las pedradas, casi
confundida con la turba vociferante. Sus amigas se habían quedado atrás
por temor á un guijarro y ella estaba allí sola: sola no, porque un
hombre se aproximaba lentamente, con fingida distracción, hasta quedar
casi pegado á sus espaldas.
Era Tonet. La soberbia moza sentía en el cuello la respiración de su
cuñado, y los rizados pelillos de la nuca erizábanse con su aliento
abrasador. Volvía ella la cabeza buscando en la obscuridad los ojos de
Tonet, que fulguraban con hambrienta fiebre, y sonreia satisfecha por la
muda adoración.
Sentía deslizarse por su talle una mano ansiosa y ágil, la misma mano
entrapajada que, según declaraba Tonet horas antes, no podía mover sin
terrible dolor.
Las miradas de los dos expresaban lo mismo. Por fin, tenían una noche de
libertad: ya no serían entrevistas rápidas con zozobra y peligro.
Solos, completamente solos toda la noche, y la otra y otra más... hasta
que volvieran _el Retor_ y su hijo. Tonet iba á acostarse en la cama de
su hermano, como si fuese el amo de casa.
Y este placer criminal, este adulterio, al que se unía la traición al
hermano, causábales escalofríos de horrible voluptuosidad; les hacía
estrechar sus cuerpos, en los que la carne se estremecía con vibraciones
puramente animales, como si lo infame de la pasión aumentase la
intensidad del placer.
Un grito de la chicallería les sacó de su somnolencia amorosa.
--_¡El Retor! ¡Ahí va el Retor! ¡Esta es Flor de Mayo!_
Y ¡vive Cristo, que fué buena la que se armó! Para el pobre Pascualo
estaba reservado lo más fuerte de la fiesta.
Ya no eran chicuelos los que gritaban. Los pocos hombres que quedaban en
tierra y el mujerío que odiaba á Dolores, unían sus voces al ronco
gritar de la pillería.
_¡Lanudo!_ Cuando volviera á tierra habría que acercarse a él capa en
mano. Y la gente vociferaba estos y peores insultos con verdadera furia,
como quien sabe que no da golpes en vago. Con aquél no era broma: le
decían la verdad y nada más.
Tonet se estremecía temiendo alguna indiscreción de los bárbaros, pero
Dolores, impúdica y audaz, reíase de veras, como si le hiciera mucha
gracia la rociada de insultos que recibía su panzudo. ¡Oh! Era legítima
hija del _tío Paella_.
La _Flor de Mayo_ atravesaba mansamente por entre las escolleras, y de
su popa salió la alegre voz del patrón, satisfecho de las ovaciones que
merecía.
--_¡Che! ¡Digau més! ¡Digau més!_
Aquella provocación irritó á la muchedumbre. ¿Que dijeran más? Pues allá
va. Y cerca, muy cerca de Tonet y Dolores, sonó una voz que contestó á
la provocación de un modo que hizo estremecer á los amantes.
Á ver si callaba el muy _lanudo_. Á pescar sin cuidado. Tonet ya se
quedaba con Dolores para consolarla.
_El Retor_ soltó el timón y se puso en pie de un salto.
--_¡Morrals!_--rugió--; _¡cochinos!_...
No; aquello no estaba bien. Bromitas á él, todas las que quisieran; pero
eso de meterse con la familia, era muy feo... muy indecente.
IX
Aquel año protegía Dios á los pobres.
Así lo decían las pobres mujeres del Cabañal, agrupándose por la tarde
en la playa, dos días después de la salida de las barcas.
Volvían las parejas del _bòu_ rápidamente, viento en popa, y la rígida
línea del horizonte aparecía dentellada por las innumerables aletas que
se aproximaban á pares como palomas unidas por una cinta á flor de agua.
Hasta las más viejas del pueblo no recordaban una pesca tan afortunada.
¡Señor! ¡si parecía que el pescado estaba allá dentro, en grandes masas,
esperando pacientemente las redes para entrar sin resistencia en ellas,
aliviando la miseria de los pescadores!...
Sobre la arena de la playa, agitado todavía, dentro de los cestones de
caña, estaba toda aquella hermosura: los salmonetes de roca, como
palpitantes pétalos de camelia, contrayendo el lomo de suave bermellón
con el estertor de la asfixia; los viscosos calamares y los pulpos,
moviendo su maraña de patas, apelotonándose y enroscándose en la
agonía; los lenguados, planos y delgados como suelas de zapatos; las
rayas, estremeciendo su titilante mucosidad, y sobre todo los
langostinos, la pesca preciosa, que asombraban aquel año por su
cantidad, transparentes como el cristal, erizando sus tentáculos con
desesperación y destacando sobre las negruzcas cestas sus dulces tonos
de nácar.
Llegaban las barcas plegando las enormes velas y quedaban quietas y
balanceantes á pocos metros de la orilla.
Á cada _pareja_ agolpábase la multitud en el límite de las olas,
arremolinábanse las faldas de sucio percal, las caras rojas y las
cabelleras de Medusa, gritando, increpándose, discutiendo para quién
sería el pescado. Arrojábanse de las barcas los _gatos_ con agua á la
cintura, formando larga fila, en la que iban interpolados los hombres y
los cestos y avanzaban rectamente hacia la orilla, surgiendo poco á poco
del manso oleaje, hasta que sus pies descalzos tocaban la arena seca, y
las mujeres de los patrones se encargaban de la pesca para venderla.
Poblábase como si fuese un pedazo de tierra el espacio de mar entre la
orilla y las barcas. Pasaban los grumetes con el cántaro al hombro,
enviados por la tripulación que, cansada del líquido recalentado y sucio
de los toneles, anhelaba el agua fresca de la _fònt de Gas_; las
chicuelas de la playa, remangándose impúdicamente las haraposas
faldillas, hundían en el mar las piernas de chocolate para ir á
curiosear y apropiarse algo de la pesca menuda: y para sacar las barcas
que habían de aguardar en seco el día siguiente, entraban olas adentro
los bueyes de la comunidad de pescadores, hermosos animales rubios y
blancos, enormes como mastodontes, moviéndose con pesada majestad y
agitando su enorme papada con la soberana altivez de un senador romano.
Estas yuntas, que hundían la arena bajo sus pezuñas y de un tirón
arrastraban las barcas más grandes, guiábalas _Chepa_, un chicuelo
enteco y jiboso con cara de vieja maliciosa, un enjendro que lo mismo
podía tener quince años que treinta, enfundado en un chubasquero
amarillo, por bajo del cual asomaban dos piernecillas rojas, en las que
la piel, siguiendo con fidelidad todas las ondulaciones del esqueleto,
marcaba el contorno y los ligamentos de sus huesos.
En torno de las barcas que arrastradas surgían lentamente del mar,
agitábase un apretado círculo de pillería haraposa y greñuda, sacando
medio cuerpo del agua como el cortejo de nereidas y tritones que
escoltan las barcas mitológicas, pidiendo con roncos gritos que les
echasen un puñado de _cabets_.
En la playa organizábase un mercado, donde á fuerza de gritos, manoteos
é insultos, se realizaban las ventas.
Las amas de barca regateaban y reñían detrás de sus repletas banastas
con todo el rebaño vociferante que había de revender el pescado al día
siguiente en Valencia, y cuando llegaba el ajuste por arrobas
recrudecíanse los insultos, discutiendo si habían de entrar las piezas
gordas ó la morralla. Dos capazos pendientes de cuerdas y unos cuantos
guijarros enormes servían de balanza y pesas, y nunca faltaba algún
chico del pueblo de la clase de _leídos_ que se prestaba á ser
secretario de las amas, llevando en un papel la cuenta de las ventas.
Rodaban empujados por el pie del comprador los repletos capazos,
contemplados con codicia por los pillos de la playa. Pieza que caía,
_evaporábase_ como tragada por la arena; y los buenos burgueses que
venían de Valencia para admirar el pescado fresco, sentíanse empujados,
pisoteados por la multitud arremolinada que, como inquieta tromba,
mudaba de sitio á la llegada de una nueva barca.
Dolores estaba en sus glorias. Durante muchos años, al comprar en la
playa el pescado como una simple vendedora, había deseado ser ama de
barca, poder reñir é imponerse al mísero y escandaloso rebaño. Por fin
se realizaban sus aspiraciones; y sorbiendo orgullosamente el aire con
su graciosa nariz, erguíase entre los cestones recién desembarcados,
mientras que Tonet se cuidaba del peso y de registrar las ventas.
Casi encallada en la mar baja, esperaba cabeceando _Flor de Mayo_ á que
los bueyes la sacasen á la playa.
_El Retor_ ayudaba á los marineros á plegar la vela, y se detenía
algunas veces para mirar á su mujer cómo se peleaba con las compradoras
y marcaba los precios que el cuñado tenía que registrar. ¡Miradla;
parecía una reina! Y el pobre hombre sentíase satisfecho al pensar que
su Dolores debía todo aquello á él, á nadie más que á él.
En la proa erguía su hijo Pascualet la desmedrada é inmóvil figurilla,
como si fuese el mascarón de la barca, hecho un lobo de mar, descalzo y
sucio, con la camisa fuera del calzón, los faldones revoloteando al
viento y al descubierto su panza rojiza como la de una estatuílla de
barro cocido. Y frente á la barca lo admiraban un buen golpe de
infelices rateros de la playa, casi desnudos, con aspecto de tribu
salvaje, rojos, con la pátina que da á los cuerpos el aire del mar y los
miembros enjutos, delatando la pobreza nutritiva de la salazón. ¡Pero
qué suerte tenía _el Retor!_ Traía la barca atestada de langostinos, que
á dos pesetas libra... ¡tira! ¡tira! Y los miserables abrían la boca y
entornaban los ojos como si viesen un deslumbrante oleaje de pesetas.
_Chepa_ llegó con su pareja de poderosas bestias, y la _Flor de Mayo_,
chirriando sobre los tarugos en que resbalaba su quilla, comenzó á salir
á tierra.
_El Retor_ había abandonado su barca y estaba frente á Dolores,
sonriendo como un bendito ante su delantal recogido é hinchado por los
enormes puñados de plata que parecían romper la tela. ¡Vaya una
jornada! Con pocas así podían redondearse. Y la suerte tal vez se
repitiera, pues el viejo que llevaba á bordo adivinaba los sitios donde
estaba la mejor pesca.
Pero se interrumpió en su entusiasmo para mirarle las manos á su
hermano. Los trapos habían desaparecido. Ya estaba bueno, ¿eh? Se
alegraba mucho: así podría embarcarse en la segunda expedición y ya
vería lo que era divertirse. Daba gusto pescar sacando las redes llenas
con tanta facilidad. Pensaba salir al amanecer. Había que aprovechar la
fortuna.
Dolores, viendo terminada la venta, preguntó á su marido si iría á casa.
El patrón no podía decirlo. No le gustaba abandonar la barca. La gente
de la tripulación era capaz de irse á la taberna así que volviese la
espalda, y la embarcación no podía quedar sola en la playa, donde
pululaban los raterillos husmeando todo la aprovechable. Tenía
ocupación, y si á las nueve de la noche no estaba en casa, podía ella
acostarse.
En cuanto á Tonet, que marchara á despedirse de su Rosario y á coger el
hatillo; pero antes del amanecer, allí en la playa, pues no quería
esperar.
Dolores cambió una rápida ojeada con su cuñado y después se despidió de
su marido, intentando llevarse á Pascualet. No; el muchacho quería
quedarse en la barca al lado de su padre; y al fin la buena moza tuvo
que partir sola, siguiendo los dos hombres con su mirada el garboso
contoneo de aquel cuerpo soberbio que se alejaba empequeñeciéndose.
Tonet permaneció en la playa hasta el anochecer, hablando con el _tío
Batiste_ y comentando con otros pescadores la inesperada abundancia de
pescado. Se fué cuando el grumete comenzaba á preparar la cena á bordo
de la _Flor de Mayo_.
Pascual, al quedar solo, comenzó á pasear por la playa con las manos
metidas en la faja, oyendo el _fru-fru_ de sus calzones impermeables,
que producían un roce de pergamino seco.
La playa estaba obscura. En las cubiertas de algunas barcas brillaban
las fogatas de la cena, pasando ante ellas de vez en cuando las sombras
de los tripulantes. El mar, casi invisible, marcándose en ciertos
momentos con débil fosforescencia, mugía dulcemente, y á lo lejos salían
de la lóbrega playa ladridos de perros y alguna voz de niño entonando
una canción amortiguada por la distancia. Eran grumetes que se dirigían
al Cabañal.
_El Retor_ miraba la débil faja de la luz rojiza que aun se marcaba en
el horizonte tras la línea de lejanos tejados por donde se había
ocultado el sol. No le gustaba aquel color: como él decía con su
experiencia de marinero, el tiempo no estaba seguro.
Pero esto le preocupó poco, pensando únicamente en sus negocios y en su
dicha. No podía quejarse de la suerte. Hogar tranquilo, buena mujer,
ganancias para construir antes de un año otra barca que formase
_pareja_ con _Flor de Mayo_ y un hijo digno de él, que mostraba gran
afición al mar y sería con el tiempo el mejor patrón del Cabañal.
¡Vamos, hombre! que podía tenerse por el más feliz de los mortales, y
esto sin carecer de camisa como el hombre dichoso del cuento, pues tenía
más de una docena y un pedazo de pan para la vejez.
Pascual, animado por la contemplación de su dicha, avivaba su torpe
paso, restregándose las manos alegremente, cuando vió á poca distancia
una sombra que se aproximaba con lentitud. Era una mujer; una mendiga
tal vez que iría por las barcas pidiendo como limosna el desperdicio de
la pesca. ¡Válgame Dios, cuánta miseria hay en el mundo! Y como al
sentirse feliz quería hacer partícipe de su dicha á todo el mundo, buscó
la punta de su faja, donde llevaba, enrolladas algunas pesetas con
mezcla de calderilla.
--_Pascualo_--murmuró la mujer con voz dulce y tímida--. _¿Eres
Pascualo?_
¡Cristo! ¡qué chasco!... ¡Si era Rosario, su cuñada! ¿Venía en busca de
su marido? Pues perdía el viaje; debía estar ya en casa esperándola para
cenar.
Pero el alegre patrón quedó perplejo al saber que no buscaba á Tonet.
¿Qué hacía allí entonces? ¿Quería hablar con él? Esta pretensión le
extrañaba. Trataba poco á la mujer de Tonet, y no comprendía para qué
podría necesitarle. Pero en fin, podía hablar.
Se cruzó de brazos mirando su barca, en la que Pascualet y el otro
_gato_ danzaban en torno de la marmita de la cena. Esperaba las palabras
de aquella sombra que permanecía con la cabeza baja, como si se sintiera
poseída de invencible timidez.
Vamos, ya podía hablar: él la escuchaba.
Rosario, como quien desea acabar pronto diciéndolo todo de un golpe,
irguió su cabeza con energía y clavó sus ojos en los del _Retor_,
brillándole con misteriosa fosforescencia.
Lo que tenía que decirle era que se interesaba por la dignidad de la
familia; que ya no podía sufrir más, y que ella y _el Retor_ estaban
haciendo reir á todo el Cabañal.
Á ver: ¿quién hacía reir?... ¿Él?... ¿y por qué se divertían á su
costa?... Él no creía dar motivo para que se burlaran como si fuese una
mona.
--_Pascualo_--dijo Rosario con lentitud, pero con energía, como quien se
resuelve á todo--, _Pascualo... Dolores t'engaña._
¡Quién!... ¡su mujer le engañaba!... ¡Cristo, esto sí que era bueno!
Y como un buey que recibe un mazazo, inclinó su cabezota por algunos
instantes. Pero pronto sobrevino la reacción. Había en aquel hombre fe
suficiente para resistir golpes mayores.
--_¡Mentira!... ¡mentira! Vesten, embustera._
Si la obscuridad no hubiese sido tan densa, tal vez Rosario se habría
asustado al ver la cara del _Retor_. Pataleaba como si de la arena
hubiese salido la calumnia y quisiera aplastarla; movía sus brazos con
expresión amenazante y las palabras se le escapaban barboteando como si
se ahogasen en el acceso de rabia.
¡Ah, mala piel! ¿Creía ella que no la conocían?... Envidia, y nada más
que envidia... Odiaba á Dolores y mentía para perderla... ¿No le bastaba
con no saber dirigir al pobre Tonet, y aun intentaba deshonrar á
Dolores, que era una santa?... Sí señor, una santa, y ya quisiera ella
llegarle á la suela del zapato.
--_¡Vesten!_--_rugía_--; _¡vesten ó te mate!_
Pero á pesar de las amenazas con que acompañaba su exigencia de que se
fuera, Rosario permanecía inmóvil, como si resuelta á todo no le
intimidaran las amenazas del Retor.
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