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Flor de mayo - 09

Süzlärneñ gomumi sanı 4715
Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1660
30.2 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
44.5 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
52.4 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.
  más de las mujeres mostrábanse impresionadas pensando en los muchos
  meses de sobresalto é inquietud que habían de sufrir hasta la primavera.
  Los patrones mostrábanse atareados por los últimos preparativos. Iban al
  puerto para examinar sus embarcaciones, hacían funcionar las garruchas,
  correr las maromas, subían y bajaban las velas, tocaban el fondo de la
  cala, examinaban el repuesto de lona y cables, contaban las cestas y
  hacían repasar las redes. Después llevaban los papeles á las oficinas
  para que aquellos señores tan orgullosos y malhumorados se dignasen
  despacharlos.
  Cuando _el Retor_ fué á comer á mediodía, encontró en la cocina de su
  casa á la _siñá_ Tona, que lloraba hablando con Dolores.
  La vieja sostenía sobre sus rodillas un envoltorio, y apenas vió á su
  hijo, le increpó con ira.
  Vamos á ver: aquello era una mala cosa; parecía imposible que fuese
  padre. Le habían dicho que su nieto Pascualet se embarcaba en la _Flor
  de Mayo_ para hacer el aprendizaje de _gato_. ¿Estaba bien aquello? Una
  criatura de ocho años que aun debía estar mamando, ó cuando más jugando
  en la tabernilla de la abuela, ir al mar como los hombres, á pasar
  fatigas y quién sabe si algo peor.
  Ella se oponía, sí señor; el chico no debía conformarse con aquel
  martirio, y puesto que la madre callaba y al padre se le había ocurrido
  tal barbaridad, ella, como abuela, protestaba. Se llevaría el chico para
  impedir semejante crimen. ¡Pascualet! ¡tu abuela te llama!
  Pero el demonio del muchacho, enfundado en un traje nuevo de franela
  amarilla, descalzo, para mayor _carácter_, con una faja que se le
  enroscaba hasta el pecho, gorra negra sobre la oreja y la blusa hinchada
  como un globo, pavoneábase imitando el aire desgarbado del _tío Batiste_
  y hacía muecas á su abuela en venganza de la ofensa que le infería
  rogando por él.
  No iría á jugar más á la playa; que se guardase la abuela sus meriendas;
  él era hombre y quería ir al mar como segundo _gato_ de la _Flor de
  Mayo_.
  Sus padres se reían con las insolencias del muchacho. ¡Demonio de chico!
  _El Retor_ se lo hubiera comido á besos.
  La abuela lloraba como si le viera ya próximo á la muerte. Pero el padre
  se indignó. ¿Quería callar? Cualquiera creería que mataban al chico.
  ¿Qué tenía aquello de extraordinario? Pascualet iba al mar como habían
  ido su padre y todos sus abuelos. ¿Deseaba la _agüela_ que fuese un
  vago? Él le quería valiente y trabajador, sin miedo al agua, que es
  donde está la vida. Si cuando él muriera podía dejarle _un buen pasar_,
  mejor que mejor. El chico no expondría su vida navegando, pero sabiendo
  lo que es una barca, no podrían engañarle. Una desgracia á cualquiera le
  ocurre, y porque su padre, el tío Pascual, había acabado como todos
  sabían, ya se figuraba su madre que todos los pescadores habían de morir
  ahogados. ¡Vamos... calle, calle y no haga reir!
  Pero la _siñá_ Tona no podía callar. Estaban todos endemoniados. El
  maldito mar les atraía para acabar con la familia. Ella no descansaba.
  ¡Si contase los espantosos sueños que tenía por la noche! Ya sufría
  mucho pensando en los peligros del hijo, y ahora, por si no tiene usted
  bastante, el nieto también. Vamos, que aquello no podía sufrirse; lo
  hacían por matarla á pesares; y si no fuera por lo mucho que les quería,
  no debía mirarles más á la cara.
  _El Retor_, indiferente á los lamentos de su madre, sentábase á la mesa
  ante la cazuela humeante. Escrúpulos de vieja. ¡Á comer, Pascualet!
  Su padre había de hacerle el mejor marinero del Cabañal. Y para extremar
  sus bromas, quiso saber qué traía su madre en aquel envoltorio.
  Volvió á llorar la _siñá_ Tona. Era un obsequio bien triste. El miedo no
  la dejaba dormir; había reunido la noche anterior todos sus ahorros,
  bien poca cosa, y quería hacer un regalo á su hijo: un chaleco
  salvavidas que por mediación de una amiga había comprado al maquinista
  de un vapor inglés.
  Y sacó á luz la coraza voluminosa de forradas escamas de corcho, que se
  plegaba con gran flexibilidad. _El Retor_ la contemplaba sonriendo. Bien
  estaba aquello; ¡lo que inventaban los hombres! algo había oído de tales
  chalecos, y se alegraba de tener uno, por más que él nadaba como un atún
  y no necesitaba adornos.
  Pero entusiasmado como un niño ante el regalo, abandonó la comida y se
  probó el chaleco, riéndose del grueso envoltorio, que le daba el aspecto
  de una foca, haciéndole respirar angustiosamente.
  Gracias; con aquello no era posible ahogarse, pero moriría de
  sofocación. Lo metería en la barca. Y arrojó la coraza al suelo,
  apoderándose de ella Pascualet, quien con gran trabajo se embutió en el
  salvavidas, asomando la cabeza y las extremidades como una tortuga
  dentro del caparazón.
  Al terminar la comida llegó Tonet. Traía una mano entrapajada. Era un
  golpe que había recibido aquella mañana; y lo decía de un modo, que su
  hermano no quiso preguntar más ni le sorprendió la extraña mirada de
  Dolores. Alguna diablura de aquel loco; alguna riña que habría tenido en
  la taberna.
  Con una mano inútil, para nada servía en la barca. Debía quedarse en
  tierra, y ya lo tomaría su hermano á bordo de allí á dos días, pues
  pensaba no tardar más en la primer salida si la pesca era buena.
  Mientras hablaba _el Retor_ con gran tranquilidad, lamentándose de que
  su hermano no fuese á bordo de la _Flor de Mayo_, Tonet y su cuñada
  bajaban la cabeza y evitaban mirarse, como si se sintieran avergonzados.
  Á media tarde comenzaron los preparativos para la salida del _bóu_.
  Más de un centenar de barcas formadas en doble fila frente á los
  muelles, inclinaban los mástiles como un escuadrón de lanzas que saluda,
  moviendo sus cascos con incesante y gracioso contoneo. Las pequeñas
  embarcaciones, con su rudo perfil de galera antigua, recordaban las
  numerosas armadas de Aragón, las flotas de barquichuelos con las que
  Roger de Lauria era el terror de Sicilia. Y los Pescadores presentábanse
  en grupos con el hatillo á la espalda y el aire resuelto, como las
  bandas de almogávares llegaron á la playa de Salou para ir en
  embarcaciones iguales ó peores á la conquista de Mallorca. Tenía aquel
  embarque en masa y en tan rudos barcos un sabor tradicional, algo que
  forzosamente hacía recordar la marina de la Edad Media, los bajeles de
  Aragón, cuya vela triangular lo mismo espantaba al moro de Andalucía que
  se destacaba sobre el clásico y risueño cielo de la Grecia.
  Todo el pueblo acudía al puerto; las mujeres y los niños corrían por los
  muelles buscando en la confusión de mástiles, cuerdas y cascos
  incrustados unos en otros, la barca donde iban los suyos. Era la
  emigración anual á los desiertos del mar; la caída en perpetuo peligro
  para sacar el pan de las misteriosas profundidades, que unas veces se
  dejan extraer mansamente sus riquezas y otras se alborotan amenazando de
  muerte á los audaces argonautas.
  Y por las pendientes tablas que unían las barcas con el muelle, pasaban
  pies descalzos, calzones amarillos, caras tostadas, todo el mísero
  rebaño que nace y muere en la playa sin conocer más mundo que la
  extensión azul; gente embrutecida por el peligro, sentenciada á muerte,
  para que tierra adentro otros seres, sentados ante el adamascado mantel,
  puedan contemplar como joyeles de coral los rojos langostinos ó se
  conmuevan con estremecimientos de gula ante la enorme merluza nadando en
  apetitosa salsa. El hambre iba á lanzarse en el peligro para satisfacer
  á la opulencia.
  Comenzaba á caer la tarde. Los últimos mosquitos del verano, enormes,
  hinchados, zumbaban en el ambiente impregnado de tibia luz, brillando
  como un chisporroteo de oro; el mar se extendía tranquilo fuera del
  puerto hasta juntarse con el horizonte, y allá en la línea divisoria
  destacábase como una vaga nube la cumbre del Mongó, cual una isla
  flotante.
  Continuaba el embarque. La aglomeración de barcas tragábase hombres y
  más hombres; las mujeres hablaban con animación del tiempo de la pesca,
  que esperaban fuese buena; de la temporada que se preparaba, en la cual
  podría haber pan abundante en sus casas; y los grumetes corrían
  desolados por el muelle, descalzos y apestando á brea, para hacer los
  últimos encargos de sus patrones, embarcar la galleta y cargar el
  tonelillo del vino.
  Cerraba la noche; ya estaba toda la gente en las barcas: más de mil
  hombres. Sólo faltaba para partir que los señores de las oficinas
  acabasen de despachar los papeles; y la multitud que ocupaba los muelles
  se impacientaba como ante un espectáculo que se retarda.
  Había en el acto de la partida una costumbre que cumplir. Desde tiempo
  inmemorial, todo el pueblo acudía á la salida del _bòu_ para insultar á
  los que se iban. Chistes atroces, sangrientas bromas cruzábanse entre
  las barcas y las escolleras cuando aquéllas salían del puerto; todo á la
  buena de Dios, sin mala intención, porque así lo marcaba la costumbre y
  porque tenía gracia decirles algo á los... _lanudos_ que se iban
  tranquilos á pescar dejando solas á sus mujeres.
  Y tan arraigada estaba la costumbre, que algunos pescadores se
  preparaban con anticipación, metiendo en sus barcas capazos de guijarros
  para contestar las insultantes despedidas á pedrada limpia.
  Era una diversión brutal, propia de las playas levantinas, donde las
  bromas giran siempre con la mayor inocencia sobre la mansedumbre del
  marido y la fidelidad de la mujer.
  Cerró la noche. Inflamábase como una guirnalda de fuego el rosario de
  faroles que orlaba los muelles; titilaban los rojos regueros de luz
  sobre las mansas aguas del puerto, y las linternas de los buques
  brillaban en lo alto de los palos como estrellas verdes y encarnadas.
  Cielo y agua tomaban el mismo color ceniciento, destacándose los objetos
  como manchas negras. El puerto, el caserío y los buques parecían
  dibujados con tinta china sobre un inmenso papel gris.
  ¡Ya salían, ya salían!... Izábanse las velas, que en la lobreguez
  transparentaban las luces del puerto, como piezas extendidas de crespón
  ó sutiles alas de grandes mariposas negras.
  La pillería había ocupado lo más saliente de las escolleras para saludar
  á los que partían. ¡Cristo! ¡y cómo iban á divertirse! Había que
  agazaparse bien para que no les llegara alguna piedra.
  Ya salía la primer pareja; mansamente, con poco viento aún, cabeceando
  las dos barcas como toros perezosos antes de tomar carrera. En la
  obscuridad se reconocía a las _parejas_ y á los que iban en ellas.
  --_¡Adiós!_--gritaban las mujeres de los tripulantes--. _¡Bòn viache!_
  Pero la pillería había roto ya en espantoso e infamante vocerío. ¡Vaya
  unas lengüecitas! Hasta las mismas mujeres injuriadas que estaban á
  espaldas de ellos reían como locas, celebrando las ocurrencias. Era un
  carnaval con toda su libre franqueza para mezclar verdades y mentiras.
  _¡Lanudos!_ ¡más que _lanudos!_ Iban á pescar tan tranquilos, dejando
  solas sus mujeres. Ya se encargaría el cura de acompañarlas. _¡Muuu!
  ¡muuu!_...
  É imitaban el mugido de los bueyes entre las carcajadas del gentío que,
  por un absurdo de la costumbre, gustaba de despedir con tales insultos á
  los hombres que marchaban á trabajar y tal vez á morir por el sustento
  de sus familias. Pero éstos, siguiendo la sarcástica broma, echaban mano
  á los capazos de piedras y los guijarros silbaban como balas, chocando
  con los peñascos, tras los cuales se ocultaba la procaz granujería.
  Era un aquelarre, una aglomeración de escandalosos duendes que bullían
  en las dos escolleras y vomitaban injurias cada vez que pasaban barcas
  por la estrecha garganta de la dársena.
  Cuando las voces, ya roncas, enmudecían cansadas de berrear, la
  provocación partía de las mismas barcas. Molestábales á los pescadores
  que saliese su _pareja_ en silencio, y partía de ella alguna voz de
  marinero socarrón preguntando mansamente:
  --_¡Che! ¿qué no dieu algo?_
  Vaya si le decían, y recrudecíase otra vez el eterno grito de _lanudos_,
  confundiéndose con el rugido de los caracoles que soplaban los grumetes,
  misteriosa señal para reconocerse las barcas que formaban la pareja y
  navegar juntas en la obscuridad, sin mezclarse con las otras
  embarcaciones que seguían el mismo rumbo.
  Dolores estaba en una escollera, de pie, sin miedo á las pedradas, casi
  confundida con la turba vociferante. Sus amigas se habían quedado atrás
  por temor á un guijarro y ella estaba allí sola: sola no, porque un
  hombre se aproximaba lentamente, con fingida distracción, hasta quedar
  casi pegado á sus espaldas.
  Era Tonet. La soberbia moza sentía en el cuello la respiración de su
  cuñado, y los rizados pelillos de la nuca erizábanse con su aliento
  abrasador. Volvía ella la cabeza buscando en la obscuridad los ojos de
  Tonet, que fulguraban con hambrienta fiebre, y sonreia satisfecha por la
  muda adoración.
  Sentía deslizarse por su talle una mano ansiosa y ágil, la misma mano
  entrapajada que, según declaraba Tonet horas antes, no podía mover sin
  terrible dolor.
  Las miradas de los dos expresaban lo mismo. Por fin, tenían una noche de
  libertad: ya no serían entrevistas rápidas con zozobra y peligro.
  Solos, completamente solos toda la noche, y la otra y otra más... hasta
  que volvieran _el Retor_ y su hijo. Tonet iba á acostarse en la cama de
  su hermano, como si fuese el amo de casa.
  Y este placer criminal, este adulterio, al que se unía la traición al
  hermano, causábales escalofríos de horrible voluptuosidad; les hacía
  estrechar sus cuerpos, en los que la carne se estremecía con vibraciones
  puramente animales, como si lo infame de la pasión aumentase la
  intensidad del placer.
  Un grito de la chicallería les sacó de su somnolencia amorosa.
  --_¡El Retor! ¡Ahí va el Retor! ¡Esta es Flor de Mayo!_
  Y ¡vive Cristo, que fué buena la que se armó! Para el pobre Pascualo
  estaba reservado lo más fuerte de la fiesta.
  Ya no eran chicuelos los que gritaban. Los pocos hombres que quedaban en
  tierra y el mujerío que odiaba á Dolores, unían sus voces al ronco
  gritar de la pillería.
  _¡Lanudo!_ Cuando volviera á tierra habría que acercarse a él capa en
  mano. Y la gente vociferaba estos y peores insultos con verdadera furia,
  como quien sabe que no da golpes en vago. Con aquél no era broma: le
  decían la verdad y nada más.
  Tonet se estremecía temiendo alguna indiscreción de los bárbaros, pero
  Dolores, impúdica y audaz, reíase de veras, como si le hiciera mucha
  gracia la rociada de insultos que recibía su panzudo. ¡Oh! Era legítima
  hija del _tío Paella_.
  La _Flor de Mayo_ atravesaba mansamente por entre las escolleras, y de
  su popa salió la alegre voz del patrón, satisfecho de las ovaciones que
  merecía.
  --_¡Che! ¡Digau més! ¡Digau més!_
  Aquella provocación irritó á la muchedumbre. ¿Que dijeran más? Pues allá
  va. Y cerca, muy cerca de Tonet y Dolores, sonó una voz que contestó á
  la provocación de un modo que hizo estremecer á los amantes.
  Á ver si callaba el muy _lanudo_. Á pescar sin cuidado. Tonet ya se
  quedaba con Dolores para consolarla.
  _El Retor_ soltó el timón y se puso en pie de un salto.
  --_¡Morrals!_--rugió--; _¡cochinos!_...
  No; aquello no estaba bien. Bromitas á él, todas las que quisieran; pero
  eso de meterse con la familia, era muy feo... muy indecente.
  
  IX
  Aquel año protegía Dios á los pobres.
  Así lo decían las pobres mujeres del Cabañal, agrupándose por la tarde
  en la playa, dos días después de la salida de las barcas.
  Volvían las parejas del _bòu_ rápidamente, viento en popa, y la rígida
  línea del horizonte aparecía dentellada por las innumerables aletas que
  se aproximaban á pares como palomas unidas por una cinta á flor de agua.
  Hasta las más viejas del pueblo no recordaban una pesca tan afortunada.
  ¡Señor! ¡si parecía que el pescado estaba allá dentro, en grandes masas,
  esperando pacientemente las redes para entrar sin resistencia en ellas,
  aliviando la miseria de los pescadores!...
  Sobre la arena de la playa, agitado todavía, dentro de los cestones de
  caña, estaba toda aquella hermosura: los salmonetes de roca, como
  palpitantes pétalos de camelia, contrayendo el lomo de suave bermellón
  con el estertor de la asfixia; los viscosos calamares y los pulpos,
  moviendo su maraña de patas, apelotonándose y enroscándose en la
  agonía; los lenguados, planos y delgados como suelas de zapatos; las
  rayas, estremeciendo su titilante mucosidad, y sobre todo los
  langostinos, la pesca preciosa, que asombraban aquel año por su
  cantidad, transparentes como el cristal, erizando sus tentáculos con
  desesperación y destacando sobre las negruzcas cestas sus dulces tonos
  de nácar.
  Llegaban las barcas plegando las enormes velas y quedaban quietas y
  balanceantes á pocos metros de la orilla.
  Á cada _pareja_ agolpábase la multitud en el límite de las olas,
  arremolinábanse las faldas de sucio percal, las caras rojas y las
  cabelleras de Medusa, gritando, increpándose, discutiendo para quién
  sería el pescado. Arrojábanse de las barcas los _gatos_ con agua á la
  cintura, formando larga fila, en la que iban interpolados los hombres y
  los cestos y avanzaban rectamente hacia la orilla, surgiendo poco á poco
  del manso oleaje, hasta que sus pies descalzos tocaban la arena seca, y
  las mujeres de los patrones se encargaban de la pesca para venderla.
  Poblábase como si fuese un pedazo de tierra el espacio de mar entre la
  orilla y las barcas. Pasaban los grumetes con el cántaro al hombro,
  enviados por la tripulación que, cansada del líquido recalentado y sucio
  de los toneles, anhelaba el agua fresca de la _fònt de Gas_; las
  chicuelas de la playa, remangándose impúdicamente las haraposas
  faldillas, hundían en el mar las piernas de chocolate para ir á
  curiosear y apropiarse algo de la pesca menuda: y para sacar las barcas
  que habían de aguardar en seco el día siguiente, entraban olas adentro
  los bueyes de la comunidad de pescadores, hermosos animales rubios y
  blancos, enormes como mastodontes, moviéndose con pesada majestad y
  agitando su enorme papada con la soberana altivez de un senador romano.
  Estas yuntas, que hundían la arena bajo sus pezuñas y de un tirón
  arrastraban las barcas más grandes, guiábalas _Chepa_, un chicuelo
  enteco y jiboso con cara de vieja maliciosa, un enjendro que lo mismo
  podía tener quince años que treinta, enfundado en un chubasquero
  amarillo, por bajo del cual asomaban dos piernecillas rojas, en las que
  la piel, siguiendo con fidelidad todas las ondulaciones del esqueleto,
  marcaba el contorno y los ligamentos de sus huesos.
  En torno de las barcas que arrastradas surgían lentamente del mar,
  agitábase un apretado círculo de pillería haraposa y greñuda, sacando
  medio cuerpo del agua como el cortejo de nereidas y tritones que
  escoltan las barcas mitológicas, pidiendo con roncos gritos que les
  echasen un puñado de _cabets_.
  En la playa organizábase un mercado, donde á fuerza de gritos, manoteos
  é insultos, se realizaban las ventas.
  Las amas de barca regateaban y reñían detrás de sus repletas banastas
  con todo el rebaño vociferante que había de revender el pescado al día
  siguiente en Valencia, y cuando llegaba el ajuste por arrobas
  recrudecíanse los insultos, discutiendo si habían de entrar las piezas
  gordas ó la morralla. Dos capazos pendientes de cuerdas y unos cuantos
  guijarros enormes servían de balanza y pesas, y nunca faltaba algún
  chico del pueblo de la clase de _leídos_ que se prestaba á ser
  secretario de las amas, llevando en un papel la cuenta de las ventas.
  Rodaban empujados por el pie del comprador los repletos capazos,
  contemplados con codicia por los pillos de la playa. Pieza que caía,
  _evaporábase_ como tragada por la arena; y los buenos burgueses que
  venían de Valencia para admirar el pescado fresco, sentíanse empujados,
  pisoteados por la multitud arremolinada que, como inquieta tromba,
  mudaba de sitio á la llegada de una nueva barca.
  Dolores estaba en sus glorias. Durante muchos años, al comprar en la
  playa el pescado como una simple vendedora, había deseado ser ama de
  barca, poder reñir é imponerse al mísero y escandaloso rebaño. Por fin
  se realizaban sus aspiraciones; y sorbiendo orgullosamente el aire con
  su graciosa nariz, erguíase entre los cestones recién desembarcados,
  mientras que Tonet se cuidaba del peso y de registrar las ventas.
  Casi encallada en la mar baja, esperaba cabeceando _Flor de Mayo_ á que
  los bueyes la sacasen á la playa.
  _El Retor_ ayudaba á los marineros á plegar la vela, y se detenía
  algunas veces para mirar á su mujer cómo se peleaba con las compradoras
  y marcaba los precios que el cuñado tenía que registrar. ¡Miradla;
  parecía una reina! Y el pobre hombre sentíase satisfecho al pensar que
  su Dolores debía todo aquello á él, á nadie más que á él.
  En la proa erguía su hijo Pascualet la desmedrada é inmóvil figurilla,
  como si fuese el mascarón de la barca, hecho un lobo de mar, descalzo y
  sucio, con la camisa fuera del calzón, los faldones revoloteando al
  viento y al descubierto su panza rojiza como la de una estatuílla de
  barro cocido. Y frente á la barca lo admiraban un buen golpe de
  infelices rateros de la playa, casi desnudos, con aspecto de tribu
  salvaje, rojos, con la pátina que da á los cuerpos el aire del mar y los
  miembros enjutos, delatando la pobreza nutritiva de la salazón. ¡Pero
  qué suerte tenía _el Retor!_ Traía la barca atestada de langostinos, que
  á dos pesetas libra... ¡tira! ¡tira! Y los miserables abrían la boca y
  entornaban los ojos como si viesen un deslumbrante oleaje de pesetas.
  _Chepa_ llegó con su pareja de poderosas bestias, y la _Flor de Mayo_,
  chirriando sobre los tarugos en que resbalaba su quilla, comenzó á salir
  á tierra.
  _El Retor_ había abandonado su barca y estaba frente á Dolores,
  sonriendo como un bendito ante su delantal recogido é hinchado por los
  enormes puñados de plata que parecían romper la tela. ¡Vaya una
  jornada! Con pocas así podían redondearse. Y la suerte tal vez se
  repitiera, pues el viejo que llevaba á bordo adivinaba los sitios donde
  estaba la mejor pesca.
  Pero se interrumpió en su entusiasmo para mirarle las manos á su
  hermano. Los trapos habían desaparecido. Ya estaba bueno, ¿eh? Se
  alegraba mucho: así podría embarcarse en la segunda expedición y ya
  vería lo que era divertirse. Daba gusto pescar sacando las redes llenas
  con tanta facilidad. Pensaba salir al amanecer. Había que aprovechar la
  fortuna.
  Dolores, viendo terminada la venta, preguntó á su marido si iría á casa.
  El patrón no podía decirlo. No le gustaba abandonar la barca. La gente
  de la tripulación era capaz de irse á la taberna así que volviese la
  espalda, y la embarcación no podía quedar sola en la playa, donde
  pululaban los raterillos husmeando todo la aprovechable. Tenía
  ocupación, y si á las nueve de la noche no estaba en casa, podía ella
  acostarse.
  En cuanto á Tonet, que marchara á despedirse de su Rosario y á coger el
  hatillo; pero antes del amanecer, allí en la playa, pues no quería
  esperar.
  Dolores cambió una rápida ojeada con su cuñado y después se despidió de
  su marido, intentando llevarse á Pascualet. No; el muchacho quería
  quedarse en la barca al lado de su padre; y al fin la buena moza tuvo
  que partir sola, siguiendo los dos hombres con su mirada el garboso
  contoneo de aquel cuerpo soberbio que se alejaba empequeñeciéndose.
  Tonet permaneció en la playa hasta el anochecer, hablando con el _tío
  Batiste_ y comentando con otros pescadores la inesperada abundancia de
  pescado. Se fué cuando el grumete comenzaba á preparar la cena á bordo
  de la _Flor de Mayo_.
  Pascual, al quedar solo, comenzó á pasear por la playa con las manos
  metidas en la faja, oyendo el _fru-fru_ de sus calzones impermeables,
  que producían un roce de pergamino seco.
  La playa estaba obscura. En las cubiertas de algunas barcas brillaban
  las fogatas de la cena, pasando ante ellas de vez en cuando las sombras
  de los tripulantes. El mar, casi invisible, marcándose en ciertos
  momentos con débil fosforescencia, mugía dulcemente, y á lo lejos salían
  de la lóbrega playa ladridos de perros y alguna voz de niño entonando
  una canción amortiguada por la distancia. Eran grumetes que se dirigían
  al Cabañal.
  _El Retor_ miraba la débil faja de la luz rojiza que aun se marcaba en
  el horizonte tras la línea de lejanos tejados por donde se había
  ocultado el sol. No le gustaba aquel color: como él decía con su
  experiencia de marinero, el tiempo no estaba seguro.
  Pero esto le preocupó poco, pensando únicamente en sus negocios y en su
  dicha. No podía quejarse de la suerte. Hogar tranquilo, buena mujer,
  ganancias para construir antes de un año otra barca que formase
  _pareja_ con _Flor de Mayo_ y un hijo digno de él, que mostraba gran
  afición al mar y sería con el tiempo el mejor patrón del Cabañal.
  ¡Vamos, hombre! que podía tenerse por el más feliz de los mortales, y
  esto sin carecer de camisa como el hombre dichoso del cuento, pues tenía
  más de una docena y un pedazo de pan para la vejez.
  Pascual, animado por la contemplación de su dicha, avivaba su torpe
  paso, restregándose las manos alegremente, cuando vió á poca distancia
  una sombra que se aproximaba con lentitud. Era una mujer; una mendiga
  tal vez que iría por las barcas pidiendo como limosna el desperdicio de
  la pesca. ¡Válgame Dios, cuánta miseria hay en el mundo! Y como al
  sentirse feliz quería hacer partícipe de su dicha á todo el mundo, buscó
  la punta de su faja, donde llevaba, enrolladas algunas pesetas con
  mezcla de calderilla.
  --_Pascualo_--murmuró la mujer con voz dulce y tímida--. _¿Eres
  Pascualo?_
  ¡Cristo! ¡qué chasco!... ¡Si era Rosario, su cuñada! ¿Venía en busca de
  su marido? Pues perdía el viaje; debía estar ya en casa esperándola para
  cenar.
  Pero el alegre patrón quedó perplejo al saber que no buscaba á Tonet.
  ¿Qué hacía allí entonces? ¿Quería hablar con él? Esta pretensión le
  extrañaba. Trataba poco á la mujer de Tonet, y no comprendía para qué
  podría necesitarle. Pero en fin, podía hablar.
  Se cruzó de brazos mirando su barca, en la que Pascualet y el otro
  _gato_ danzaban en torno de la marmita de la cena. Esperaba las palabras
  de aquella sombra que permanecía con la cabeza baja, como si se sintiera
  poseída de invencible timidez.
  Vamos, ya podía hablar: él la escuchaba.
  Rosario, como quien desea acabar pronto diciéndolo todo de un golpe,
  irguió su cabeza con energía y clavó sus ojos en los del _Retor_,
  brillándole con misteriosa fosforescencia.
  Lo que tenía que decirle era que se interesaba por la dignidad de la
  familia; que ya no podía sufrir más, y que ella y _el Retor_ estaban
  haciendo reir á todo el Cabañal.
  Á ver: ¿quién hacía reir?... ¿Él?... ¿y por qué se divertían á su
  costa?... Él no creía dar motivo para que se burlaran como si fuese una
  mona.
  --_Pascualo_--dijo Rosario con lentitud, pero con energía, como quien se
  resuelve á todo--, _Pascualo... Dolores t'engaña._
  ¡Quién!... ¡su mujer le engañaba!... ¡Cristo, esto sí que era bueno!
  Y como un buey que recibe un mazazo, inclinó su cabezota por algunos
  instantes. Pero pronto sobrevino la reacción. Había en aquel hombre fe
  suficiente para resistir golpes mayores.
  --_¡Mentira!... ¡mentira! Vesten, embustera._
  Si la obscuridad no hubiese sido tan densa, tal vez Rosario se habría
  asustado al ver la cara del _Retor_. Pataleaba como si de la arena
  hubiese salido la calumnia y quisiera aplastarla; movía sus brazos con
  expresión amenazante y las palabras se le escapaban barboteando como si
  se ahogasen en el acceso de rabia.
  ¡Ah, mala piel! ¿Creía ella que no la conocían?... Envidia, y nada más
  que envidia... Odiaba á Dolores y mentía para perderla... ¿No le bastaba
  con no saber dirigir al pobre Tonet, y aun intentaba deshonrar á
  Dolores, que era una santa?... Sí señor, una santa, y ya quisiera ella
  llegarle á la suela del zapato.
  --_¡Vesten!_--_rugía_--; _¡vesten ó te mate!_
  Pero á pesar de las amenazas con que acompañaba su exigencia de que se
  fuera, Rosario permanecía inmóvil, como si resuelta á todo no le
  intimidaran las amenazas del Retor.
  
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