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Flor de mayo - 08
Süzlärneñ gomumi sanı 4896
Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1654
34.1 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
46.0 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
53.2 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
sagrado cuenco, y detrás, escoltado por el patrón y sus marineros, don
Santiago, en una mano el libro de oraciones y levantándose con la otra,
para no rozar el barro, la capa vieja y suntuosa, de una blancura mate,
con los pesados bordados de oro de un tinte verdoso, mostrando por entre
la deshilachada trama el relleno del realce.
Acudían á bandadas los chiquillos á restregar la mocosa nariz en aquella
mano santa, que á cada instante había de soltar la capa. Las mujeres
saludaban sonrientes al _pae capellá_, hombre campechano, tolerante, con
sus puntos de malicia, sabiendo amoldarse á las costumbres de su
_ganado_, y que muchas veces veíase detenido en medio de la calle por
alguna pescadera de las que encargaban misas, pidiéndole que bendijera
las cestas y la balanza para que los municipales de Valencia no la
pillasen con las pesas cortas.
Al salir á la playa la comitiva, comenzaron á voltear las campanas,
confundiendo su parloteo juguetón con los murmullos de las olas. La
gente corría por la playa para llegar á tiempo y ver toda la ceremonia,
y allá lejos, en un espacio libre de barcas, alzábase sobre la arena la
_Flor de Mayo_, rodeada de negro y bullidor enjambre, brillante,
charolada, bañada por el sol que doraba sus costados, y destacando sobre
el espacio azul el mástil esbelto y graciosamente inclinado, en cuyo
tope agitábase el distintivo de toda barca nueva, un ramillete de
gramíneas y flores de trapo que habían de quedar allí hasta que el
viento de los temporales fuese arrebatándolas.
_El Retor_ y sus hombres abrían paso al cura entre el gentío que se
apelotonaba en torno de la barca. Frente á la popa estaban los padrinos;
la _siñá_ Tona con mantilla y falda nueva, y el señor Mariano, puesto de
sombrero y bastón, hecho un caballero, ni más ni menos que cuando iba á
Valencia para hablar con el gobernador.
Toda la familia ofrecía un aspecto de suntuosidad que alegraba la vista.
Dolores, con traje de color rosa, en el cuello un pañuelo de seda de
vistosas tintas y los dedos cargados de sortijas; Tonet, pavoneándose en
la cubierta con la chaqueta nueva, la gorra flamante caída sobre una
oreja y atusándose el bigotillo, muy satisfecho de verse en la altura
expuesto á la admiración de las buenas mozas; abajo, al lado de Roseta,
su Rosario, que en gracia á la solemnidad había hecho las paces con
Dolores y se presentaba con su mejor ropa; y _el Retor_, deslumbrante,
hecho un inglés, con un traje de rica lana azul que le había traído de
Glásgow el maquinista de un vapor, y ostentando sobre el chaleco--prenda
que usaba por primera vez en su vida--una cadena de _doublé_ tamaña como
un cable de su barca.
Sudaba con aquel hermoso traje de invierno; daba codazos y se esforzaba
por que no empujase la muchedumbre al capellán y los padrinos. ¡Á ver,
señores!... un poco de silencio. Un bautizo no es cosa de risa. Después
sería el jaleo.
Y para dar ejemplo á la irrespetuosa masa, puso el gesto compungido y se
quitó la gorra, mientras el capellán, no menos sudoroso bajo su pesada
capa, ojeaba el libro de oraciones buscando la de «_Propitiare Domini
supplicationibus nostis et benedic navem istam_», etc.
Los padrinos, graves y con la mirada en el suelo, estaban á ambos lados
del cura; el sacristán espiaba á éste, pronto á contestar _¡amén!_ á
todo, y la multitud calmábase y quedaba suspensa, con la cabeza
descubierta, esperando algo extraordinario.
Don Santiago conocía bien á su público. Leía la sencilla oración con
gran calma, deletreando las palabras, abriendo solemnes pausas en el
silencio general, y _el Retor_, á quien la emoción convertía en un pobre
mentecato, movía la cabeza á cada frase, como si estuviera empapándose
de lo que el cura decía en latín á su _Flor de Mayo_.
Lo único que pudo pillar fué lo de _Arcam Noe ambulantem in diluvio_, y
se infló de orgullo al adivinar confusamente que su barca era comparada
con la embarcación más famosa de la cristiandad, y con esto quedaba él
mano á mano con el alegre patriarca, el primer marinero que hubo en el
mundo.
La _siñá_ Tona se llevaba el pañuelo á los ojos, apretándolos para
impedir que saltasen las lágrimas.
Terminada la oración, el cura empuñó el hisopo:
--_Asperges_...
Y envió á la popa de la barca un polvo de agua que resbaló en menudas
gotas por las pintadas tablas. Después, siempre seguido por el _amén_
del sacristán y precedido por el patrón, que abría paso, dió la vuelta
en torno de la barca, repitiendo hisopazos y latines.
_El Retor_ no podía creer que la ceremonia hubiese terminado. Faltaba
bendecir lo de arriba, la cubierta, el fondo de la cala; ¡vamos, don
Santiago, un esfuerzo; ya sabía que él quedaba bien! Y el cura,
sonriendo ante la actitud suplicante del patrón, se aproximó á la
escalerilla aplicada al vientre de la barca y comenzó á ascender con su
incómoda capa que, bañada por el sol de la tarde, parecía de lejos el
caparazón de un insecto trepador y brillante.
Terminó la bendición. Se retiró el cura sin otro acompañamiento que su
monago, y arremolinóse la multitud en torno de la barca como si fuese á
entrar al asalto.
¡Buena se iba á armar! Toda la pillería del Cabañal estaba allí, ronca,
desgreñada, increpando á los padrinos con su chillona canturía.
_Armeles, confits_...
El señor Mariano sonreía omnipotente desde la cubierta. Ahora verían lo
que era bueno. Una onza de oro se había gastado para quedar bien con su
sobrino. Y se agachó, metiendo las manos en los cestos que tenía entre
las piernas. ¡Allá va! Y el primer metrallazo de confites, duros como
balas, cayó sobre la vociferante chusma, que se revolcaba por la arena
disputándose las almendras y los canelados, al aire las sucias faldillas
ó mostrando por los rotos pantalones sus carnes rojizas y costrosas de
pillos de playa.
Tonet destapaba los tarros de Ginebra, llamando á los amigotes con aire
protector, como si fuese él quien pagara. La caña blanca medíase á
jarros, y todos acudían á beber; los carabineros, fusil al brazo, los
viejos patronos, los de las otras barcas, que llegaban descalzos,
vestidos de bayeta amarilla, como payasos, y los grumetillos que, sobre
los harapos y atravesado en la faja, ostentaban pretenciosamente un
cuchillo tan grande como ellos.
Arriba estaba la juerga. La cubierta de _Flor de Mayo_ resonaba con
alegre taconeo como el entarimado de un salón de baile; un vaho de
taberna esparcíase en torno de la barca, y Dolores, atraída por la
alegría de los de arriba, se encaramó por la escalera, increpando en
cada peldaño á los grumetillos que se agazapaban con la malsana
intención de ver las medias encarnadas de la soberbia moza.
La mujer del _Retor_ estaba en su elemento arriba, entre tanto hombre,
rodeada de un ambiente de voraz admiración, pisando fuerte las tablas
que eran suyas y muy suyas, contemplada desde abajo por muchas mujeres,
y especialmente por su cuñada Rosario, que debía estar muriéndose de
envidia.
Pascual no abandonaba á su madre. En aquel día solemne para él y tantas
veces ansiado, sentía como un recrudecimiento de su cariño filial, y se
olvidaba de su mujer y hasta de su Pascualet, que se atracaba de
confites en la barca, para no pensar más que en la _siñá_ Tona.
--_¡Amo de barca!_... _¡Amo de barca!_
Y abrazaba á la vieja, besándola los ojos abotagados, que lloraban
también.
Algo renacía en la memoria de Tona. La fiesta en honor de la barca
evocaba el pasado, y por encima de la loca aventura con el carabinero y
de los largos años de viudez y aborrecimiento á los hombres, resucitaba
el tío Pascual joven y vigoroso, tal como le conoció al casarse, y
lloraba desconsolada, como si acabase de perderlo en aquel instante.
--_¡Fill meu!, ¡fill meu!_--gemía abrazando al _Retor_, en quien veía
una asombrosa resurrección de su padre.
Él era la honra de la familia; quien le hacía recobrar su perdida
importancia á fuerza de trabajo. Y si ella lloraba era porque sentía
remordimiento: se acusaba de no haberle querido todo lo que merecía.
Ahora se desbordaba su cariño; sentía prisa de amarle mucho, y temía...
sí señor, temía que su Pascualet, su pobre _Retor_, tuviese igual suerte
que su padre. Y al manifestar sus temores con voz entrecortada por el
llanto, miraba la vieja tabernilla que se veía desde allí: la barcaza
que guardaba en sus entrañas la espantosa tragedia de un mártir del
trabajo.
El contraste entre la barca nueva, gallarda, deslumbrante, y aquel ataúd
que, falto de parroquianos, iba haciéndose cada vez más tétrico y
negruzco, impresionaba á Tona, y hasta creía ver ya á _Flor de Mayo_
rota y tumbada, como vió un día la otra llevando en su seno á su pobre
marido.
No; ella no se alegraba. La hacía daño la algazara de la gente. Era
burlarse del mar, de aquel hipócrita que ahora susurraba marrulleramente
como un gato traidor, pero que se vengaría apenas _Flor de Mayo_ se
confiase á él.
Sentía miedo por su hijo, al que amaba de pronto como si le encontrase
tras larga ausencia; nada importaba que fuese un gran marinero; también
lo era su padre y se burlaba de las olas. ¡Ay! se lo decía el corazón.
El mar se la tenía jurada á la familia y se tragaría la nueva barca
como destrozó la otra.
No, _¡recristo!_ eso no. _El Retor_ protestaba indignado. ¡Vaya una
conversación oportuna en un día tan alegre! Todo eran escrúpulos de
vieja; remordimientos que la acometían por no haberse acordado en tantos
años de su primer marido. Lo que debía hacer era encenderle un cirio
bien gordo al alma del pobre marinero por si estaba _en pena_. ¡Afuera
tristezas! Á él que no le hablasen mal del mar. Era un buen amigo que se
enfadaba algunas veces, pero que se dejaba explotar por los hombres
honrados y mantenía á la pobreza. Á ver, una copa, Tonet. Que siguiera
la broma; había que bautizar bien á _Flor de Mayo_.
Bebió, mientras su madre seguía gimoteando con la mirada fija en la
trágica barcaza que sirvió de cuna á sus hijos. _El Retor_ púsose serio.
¿Pero no iba á callar? ¡En un día como aquel acordarse de que el mar
tiene malas bromas! ¿Y qué? Si no quería verle en peligro, haberlo
criado para obispo. Lo importante es ser honrado, trabajar, y venga lo
que venga. Ellos nacían allí; no veían más sustento que el mar; se
agarraban á sus pechos para siempre y había que tomar buenamente lo que
diesen: el agrio de la tempestad ó lo dulce de las grandes pescas.
Alguien tenía que exponerse para que la gente comiese pescado; le tocaba
á él, y mar adentro se iría como lo estaba haciendo desde chico.
_¡Rediel, agüela!_... _¡calle ya!_... ¡Que viva _Flor de Mayo!_ Otra
copa, caballeros. Un día es un día. Él pagaba, y le darían disgusto los
que estaban allí si no los recogían a media noche roncando sobre la
arena como si _talmente_ fuesen unos cerdos.
VIII
Volvía Pascual á su casa después de pasar la tarde en Valencia, y al
llegar á la Glorieta detúvose frente al palacio de la Aduana.
Eran las seis. El sol daba un tinte anaranjado a la crestería del enorme
caserón, suavizando la sombra verdinegra que las lluvias depositaban en
los respiraderos de las buhardillas. La estatua de Carlos III bañábase
en el ambiente azul y diáfano, saturada de luz tibia, y por los
enrejados balcones escapábase un rumor de colmena laboriosa, gritos,
canciones ahogadas y el ruido metálico de las tijeras, cogidas y
abandonadas á cada instante.
Por el ancho portalón comenzaban a salir como rebaño revoltoso las
operarias de los primeros talleres; una invasión de rameada indiana,
brazos arremangados y robustos con la cesta como eterno apéndice, y
menudos e incesantes pasos de gorrión. Era un confuso vocerío de
llamamientos y desvergüenzas, extendiéndose ante la puerta, en el
espacio donde paseaban los soldados de la guardia y se levantaban
algunos aguaduchos.
_El Retor_ quedó parado en la acera de la Glorieta, entre los
vendedores de periódicos. Atraíale la algazara de las cigarreras, aquel
rebaño revoltoso que, con sus blancos pañuelos avanzados sobre la
frente, tenía un aspecto de comunidad rebelde, de monjas impúdicas que
con sus negros ojos medían á los hombres de pies á cabeza como si los
desnudaran con la desdeñosa mirada.
_El Retor_ vió á Roseta que, apartándose de un grupo, fué en busca de
él. Sus compañeras esperaban á otras de diferente taller, que tardarían
algunos minutos en salir. ¿Iba él á casa? Bueno; harían el camino
juntos: á ella no le gustaba esperar.
Y emprendieron la marcha por el camino del Grao; él, pesado, como
marinero patizambo, haciendo esfuerzos por conservarse siempre en la
misma línea que aquel diablo de chica que no sabía andar más que de
prisa, con garboso contoneo, haciendo ondear su falda como una bandera
de regatas.
Su hermano quería descansarla llevándola la cesta. Muchas gracias; pero
estaba tan acostumbrada á sentirla en su brazo, que sin ella no sabía
moverse.
El patrón, antes de llegar al puente del Mar, hablaba ya de su barca, de
aquella _Flor de Mayo_, por la cual hasta se olvidaba de Dolores y su
Pascualet.
Al día siguiente comenzaba la pesca del _bòu_ y salían todas las barcas.
Ahora se vería de lo que era capaz la suya. ¡Barca más hermosa!... El
día anterior la habían arrastrado los bueyes al agua, y ahora estaba en
el puerto confundida con las demás. ¡Pero qué diferencia, chica! Llamaba
la atención, lo mismo que una señorita de Valencia metida entre las
zaparrastrosas de la playa.
Había estado en la ciudad para comprar lo que le faltaba en su equipo de
mar, y apostaba un duro á que todos los ricachos del Cabañal, los amos
que se comían lo mejor de la pesca sin exponer la piel, no presentaban
una barca tan maja como la suya.
Pero como todo tiene término, á pesar de los entusiasmos del _Retor_, se
agotó el capítulo de las excelencias de la barca, y al llegar frente al
horno de Figuetes callaba ya, oyendo á Roseta, que se lamentaba de las
perrerías de las maestras de la fábrica.
Abusaban de una y hasta daban motivo para que á la salida se las
agarrara del moño. Y menos mal que ella y su madre podían pasar con poca
cosa; pero ¡ay de otras infelices! otras que habían de trabajar como
negras para mantener á un marido vago y á las polladas de chiquillos que
esperaban en la puerta con unas bocas que nunca tragaban bastante pan.
Parecía imposible que con tanta miseria aun tuviesen algunas mujeres
ganas de broma. Y siempre grave, con ademán pudoroso, la virgen rubia é
inabordable, criada entre la pillería de la playa, contó á su hermano
una historia escabrosa, empleando los términos más crudos, como mujer
que lo sabe todo, pero con tal pulcritud de acento, que las palabras
más duras parecían resbalar por sus rojos labios sin dejar rastro
alguno. Tratábase de una compañera de taller, una mala piel que ahora no
podía trabajar por tener un brazo roto. Era á consecuencia de una paliza
del marido, que la había pillado con uno de sus muchos amigos. ¡Qué
escándalo! ¡Y aquella _púa_ tenía cuatro hijos!
_El Retor_ sonreía con ferocidad. ¡Un brazo roto! _¡Redeu!_ no estaba
mal, pero le parecía poco. Duro con las malas hembras. Debía ser una
pena insufrible vivir con una mujer así. ¡Cuántas gracias tenían que dar
á Dios los que como él gozaban la suerte de tener mujer honrada y casi
tranquila!
Sí; él era dichoso y podía dar muchas gracias. Y Roseta, al decir esto,
envolvíale en una mirada de compasiva ironía; sus palabras tenían una
vibración sardónica demasiado sutil para ser apreciada por _el Retor_.
Este parecía transfigurarse, indignado por la mala conducta de una mujer
á quien no conocía y por la desgracia de un hombre cuyo nombre ignoraba.
Es que le enfurecían tales perrerías. Porque eso de que un hombre se
mate trabajando para dar pan á la mujer y á los hijos, y cuando vuelva á
casa se la encuentre abrazada al querindango, francamente, es cosa para
hacer una barbaridad, yendo á presidio para toda la vida. Y lo que decía
él: ¿quién tiene la culpa, señores? Pues las mujeres, las maldecidas
mujeres, que están en el mundo para que los hombres se pierdan y nada
más... Pero arrepentido, rectificábase, haciendo una excepción en favor
de su Dolores y de Roseta.
De poco le servía la aclaración, pues su hermana, al ver iniciado el
tema favorito de ella y su madre, hablaba con gran apasionamiento y su
dulce voz vibraba con tonillo irritado. ¡Los hombres! ¡Vaya una gente!
ellos eran los culpables de todo. Lo que decían su madre y ella: el que
no era pillo resultaba imbécil. Ellos, solamente ellos tenían la culpa
de que las mujeres fuesen como eran. De solteras iban á tentarlas; podía
ella asegurarlo, pues á ser tonta y creer á ciertos hombres, estaría
Dios sabe cómo. De casadas, si se hacían malas, también era por culpa de
los hombres que, ó por pillos las irritaban, arrastrándolas á la
imitación, ó por tontos nada veían y no aplicaban á tiempo el remedio.
No tenía más que mirar á Tonet. ¿No le sobraba razón á Rosario para
hacerse una perdida, aunque nada más fuese que por vengarse de las
perrerías de su marido?... Y de los otros no quería presentar ejemplos.
En el Cabañal se conocían demasiados maridos que tenían la culpa de que
sus mujeres fuesen como eran.
É irreflexiblemente miró de tal modo al _Retor_, que éste, á pesar de su
rudeza, pareció entender, lanzando á su hermana una ojeada interrogante.
Pero tranquilizado en seguida por su inmensa confianza, protestó
dulcemente de lo que decía su hermana. ¡Bah! Era más lo que hablaba la
gente que la verdad. En el pueblo tenían mala lengua. Trataban los
asuntos de familia con la mayor ligereza: hacían tema de risa la
fidelidad de la mujer y la dignidad del marido; lanzaban los chistes más
atroces sobre la tranquilidad de las familias, pero todo junto no pasaba
de ser una broma dicha sin intención de ofender. Falta de educación,
como aseguraba muy bien don Santiago el cura.
Él mismo, si fuera á hacer caso, ¿no tenía razón para ofenderse? ¿No se
habían atrevido á hacer suposiciones maliciosas sobre su Dolores,
gastándole bromas a él en la playa? ¡Y con quién, señores!... ¡Con quién
dirás tú!... Pues había para asombrarse; con Tonet, con su hermano;
¡vamos, que era para reirse! ¡Creer que á él, con una mujer tan buena,
le adornaban la casa y que el encargado de ello era Tonet, que miraba á
Dolores con el mismo respeto que á una madre!
Y _el Retor_, aunque algo molestado por las murmuraciones, se reía al
recordarlas con la misma expresión de desprecio y de fe que un labriego
á quien negasen los milagros de la Virgen de su lugar.
Roseta le miraba fijamente, deteniendo el paso. Examinaba á su hermano
con sus ojazos profundos, como si dudase sobre la espontaneidad de
aquella risa. No había duda: era natural. Aquel zopenco estaba á prueba
de sospechas.
Por esto se irritó ella, é instintivamente, sin darse cuenta del daño
que causaba, soltó lo que parecía escarabajearle en la lengua. Lo
dicho: todos los hombres eran unos pillos ó unos brutos. Y con la
mirada parecía señalar á su hermano, incluyéndolo en la última
categoría.
Por fin adivinó aquel hombre rudo. ¿Quién era el bruto? ¿él? ¿Sabía
acaso Roseta algo?... Á ver: que hablase... y clarito.
Estaban entonces en mitad del camino, junto á la cruz, y se detuvieron
por algunos instantes. _El Retor_ estaba pálido y se mordía uno de sus
dedazos; dedos de marinero, romos, callosos y con las uñas roídas.
Á ver: podía hablar claro. Pero Roseta no hablaba. Veía en su hermano
algo que no la gustaba. Temía haber ido demasiado lejos; su conciencia
de buena muchacha protestaba y arrepentíase ante la palidez y el duro
gesto de aquel rostro siempre bondadoso.
No; ella no sabía nada: las murmuraciones del pueblo y nada más. Pero lo
que debía hacer para que la gente no hablase, era obligar á Tonet á que
visitara su casa lo menos posible.
_El Retor_ la oía encorvado sobre la fuente cercana á la cruz,
engullendo por entero el chorro de agua, como si la reciente impresión
hubiese encendido una hoguera en su estómago.
Emprendió de nuevo la marcha con la boca chorreante, enjugándola con sus
callosas manos. No; él no procedería nunca feamente con su Tonet. ¿Qué
culpa tenía el pobre chico de que la gente fuese tan desvergonzada?
Cerrarle la puerta sería perderle; justamente, si su mala cabeza se iba
sentando un poco, lo debía á los buenos consejos de Dolores; de aquella
pobrecita á la que muchos odiaban por envidia, nada más que por envidia.
Y en su rencor contra las enemigas de su Dolores, subrayaba las palabras
con el gesto, como si incluyera entre las envidiosas á Roseta.
¡Que hablasen hasta cansarse! Mientras él estuviera tranquilo, se reía
de los demás. Tonet era para él un hijo. Se acordaba como si hubiese
ocurrido ayer de cuando le servía de niñera y se acostaba con él en el
camarote de la barcaza, haciéndose un ovillo para dejarle la mayor parte
de la colchoneta. ¡Qué! ¿unas cosas así, tan fácilmente pueden
olvidarse?
Se olvidan las buenas épocas; se borra fácilmente el recuerdo de los
amigotes con los que se bebe y se ríe en la taberna; pero cuando se pasa
hambre, _¡redeu!_ no se olvida por nada del mundo al compañero de
miseria. ¡Pobre Tonet! se había propuesto sacar á flote á aquel perdido,
digno de lástima, y no pararía hasta verle hecho un hombre de pro. ¿Qué
se habían figurado?... Él era un animal, pero tenía un corazón que no le
cabía dentro... Y se golpeaba el recio pecho, que sonaba como un tambor.
Más de diez minutos marcharon los dos hermanos sin cambiar palabra.
Roseta, arrepentida de haber provocado aquella conversación; Pascual,
con la cabeza baja, pensativo, frunciendo algunas veces las cejas y
cerrando los puños como si le acometiera un mal pensamiento.
Habían llegado al Grao y atravesaban sus calles con dirección al
Cabañal.
_El Retor_ habló por fin, mostrando necesidad de desahogar su
pensamiento, de echar fuera ideas penosas, cuyo doloroso culebreo se
notaba en las contracciones de su frente.
En fin, Roseta, lo conveniente era que todo lo dicho sólo fuese una
broma de la gente. Porque si algún día resultara verdad, _¡recristo!_ á
él no le conocía nadie en el pueblo. Se tenía miedo á sí mismo en
ciertos momentos. Era hombre de paz y huía las cuestiones; muchas veces
perdía su derecho en la playa porque era padre y no aspiraba á pasar por
majo; pero que no le tocasen lo que era suyo y muy suyo: el dinero y su
mujer. Aun se acordaba con horror de que al venir de Argel, con
_aquello_, tuvo el pensamiento, si le alcanzaba la escampavía, de
plantarse junto al mástil faca en mano, y allí matar, matar siempre,
hasta que lo tumbaran sobre los fardos que eran su fortuna. Y en cuanto
á Dolores, algunas veces al contemplarla tan buena, tan guapa, con el
aire de señora que tan bien le sentaba, había pensado, ¡por qué no
decirlo! había pensado en que alguien se la podía quitar, y entonces
_¡redeu!_ entonces sentía deseos de apretarla el gaznate y salir por las
calles mordiendo como un perro rabioso. Sí; eso es lo que él era; un
perro mansote, que si llegaba á rabiar acabaría con el mundo ó tendrían
que matarle... Que le dejasen quieto; que nadie turbara su felicidad,
adquirida y sostenida á fuerza de trabajos.
Pascual manoteaba mirando fijamente á Roseta, como si ésta fuese la que
iba á robarle su Dolores. Pero de pronto hizo un gesto como si
despertara y se notó en él el disgusto del que en un momento de
excitación teme haber dicho demasiado.
Le molestaba la presencia de su hermana. Ya podían separarse. Ella hacia
la barcaza de la playa y _¡espresions á la mare!_ Él iba á su casa.
Hasta bien entrada la noche le duró al _Retor_ la impresión del
encuentro. Pero cuando fueron á verle para tomar órdenes los tripulantes
de _Flor de Mayo_, todo lo había olvidado, todo.
Allí estaba Tonet, en su presencia, y sin embargo, no experimentó la más
leve emoción. Esto resultaba la prueba más clara de que todo era
mentira. Su corazón estaba mudo; luego nada había.
Todo lo olvidó para hablar de la salida del día siguiente. La _Flor de
Mayo_ formaría pareja con una barca que había alquilado. Que Dios le
diese buena suerte, y no tardaría en construir otra embarcación como
_Flor de Mayo_.
En la tripulación figuraba un marinero, al que _el Retor_ oía como un
vetusto oráculo: el _tío Batiste_, el pescador más viejo de todo el
Cabañal; setenta años de vida de mar, encerrados en un armazón de
pergamino curtido, que salían por la negra boca oliendo á tabaco malo,
en forma de consejos prácticos y de marítimas profecías. Lo había
enganchado el patrón, no por lo que pudiera ayudar á la maniobra con sus
débiles brazos, sino por el exacto conocimiento que tenía de la costa.
Desde el cabo de San Antonio hasta el de Canet era el golfo una gran
plaza sin bache y agujero que no conociera el _tío Batiste_. ¡Ah! si él
pudiera convertirse en un _esparrelló_, nadaría por abajo, sabiendo
siempre dónde se encontraba. La superficie del mar, muda para otros,
leíala con la mayor facilidad, adivinando su fondo.
Sentado sobre la cubierta de la barca, parecía sentir todas las
ondulaciones del suelo submarino, y con una ligera ojeada sabía si
estaban sobre los profundos algares, sobre el _Fanch_ ó sobre las
colinas misteriosas llamadas los _Pedrusquets_, que evitaban los
pescadores por miedo á que se enroscasen las redes y se hicieran trizas.
Sabía pescar en los tortuosos callejones de profundo mar abiertos entre
los _Muralls de Confit_, la _Barreta de Casaret_ y _Ròca de Espiòca_;
arrastraba las redes por aquel laberinto sin tropezar con las traidoras
puntas ni con los algares que cargan la malla hasta romperla, no sacando
nada de provecho, y en las noches obscuras, cuando no se veía á cuatro
pasos de la barca y la luz de los faroles la sorbía sin rastro alguno la
lobreguez de las aguas, bastábale gustar con la lengua el fango de las
redes para decir con matemática certeza el sitio donde estaba. ¡Demonio
de hombre! parecía que sus setenta años se los había pasado abajo en
compañía de los salmonetes y de los pulpos.
Aparte de esto, sabía muchas cosas no menos útiles; por ejemplo, que el
que salía á pescar el día de las Almas, corría el peligro de sacar algún
muerto envuelto en las redes, y el que ayudaba todos los años el día de
la fiesta á llevar en hombros la Santa Cruz del Grao, no podía ahogarse
nunca.
Por eso él se conservaba bien á pesar de sus setenta años, y eso que
nunca se había separado del mar. Á los diez años tenía callos en el
sobaco, á fuerza de tirar como un toro de las cuerdas del _bolich_; y no
sólo había sido pescador: tenía su docena de viajes á la Habana, pero no
como los chicos de ahora, que se creen hombres de mar porque hacen de
camareros y mozos de cordel en cualquier trasatlántico como un pueblo,
sino á bordo de faluchos de la matrícula, barcos más valientes que
Barceló, que iban á Cuba con vino y traían azúcar, mandados por patrones
venerables, envueltos en su ranglán, y con sombrero de copa; y antes se
acababa el mundo que faltaba á bordo la lamparilla encendida ante el
Cristo del Grao y el rosario á la puesta del sol.
Aquellos eran otros tiempos; la gente era mejor. Y el _tío Batiste_,
moviendo las arrugas del rostro y su barbilla de chivo venerable,
hablaba contra la impiedad y soberbia del presente, acompañando sus
palabras con juramentos de castillo de proa y _me caso_ en esto y en lo
de más allá.
_El Retor_ le escuchaba complacido. Encontraba en el viejo á su antiguo
maestro el _tío Borrasca_, y oyéndole pensaba en su padre. La demás
gente de la barca, Tonet, los dos marineros y el grumete, reíanse del
viejo y le enfurecían asegurándole que ya no estaba para navegar y que
el cura le reservaba la plaza de sacristán.
_¡Chentòla!_ Ya verían quién era él cuando saliesen al mar; aun les
llamaría cobardes en más de una ocasión.
Al día siguiente todo el barrio de las Barracas estaba en movimiento.
Por la noche se hacían á la mar las barcas del _bòu_, llevando los
hombres á la pura conquista del pan.
Todos los años se repetía la emigración viril, pero á pesar de esto las
Santiago, en una mano el libro de oraciones y levantándose con la otra,
para no rozar el barro, la capa vieja y suntuosa, de una blancura mate,
con los pesados bordados de oro de un tinte verdoso, mostrando por entre
la deshilachada trama el relleno del realce.
Acudían á bandadas los chiquillos á restregar la mocosa nariz en aquella
mano santa, que á cada instante había de soltar la capa. Las mujeres
saludaban sonrientes al _pae capellá_, hombre campechano, tolerante, con
sus puntos de malicia, sabiendo amoldarse á las costumbres de su
_ganado_, y que muchas veces veíase detenido en medio de la calle por
alguna pescadera de las que encargaban misas, pidiéndole que bendijera
las cestas y la balanza para que los municipales de Valencia no la
pillasen con las pesas cortas.
Al salir á la playa la comitiva, comenzaron á voltear las campanas,
confundiendo su parloteo juguetón con los murmullos de las olas. La
gente corría por la playa para llegar á tiempo y ver toda la ceremonia,
y allá lejos, en un espacio libre de barcas, alzábase sobre la arena la
_Flor de Mayo_, rodeada de negro y bullidor enjambre, brillante,
charolada, bañada por el sol que doraba sus costados, y destacando sobre
el espacio azul el mástil esbelto y graciosamente inclinado, en cuyo
tope agitábase el distintivo de toda barca nueva, un ramillete de
gramíneas y flores de trapo que habían de quedar allí hasta que el
viento de los temporales fuese arrebatándolas.
_El Retor_ y sus hombres abrían paso al cura entre el gentío que se
apelotonaba en torno de la barca. Frente á la popa estaban los padrinos;
la _siñá_ Tona con mantilla y falda nueva, y el señor Mariano, puesto de
sombrero y bastón, hecho un caballero, ni más ni menos que cuando iba á
Valencia para hablar con el gobernador.
Toda la familia ofrecía un aspecto de suntuosidad que alegraba la vista.
Dolores, con traje de color rosa, en el cuello un pañuelo de seda de
vistosas tintas y los dedos cargados de sortijas; Tonet, pavoneándose en
la cubierta con la chaqueta nueva, la gorra flamante caída sobre una
oreja y atusándose el bigotillo, muy satisfecho de verse en la altura
expuesto á la admiración de las buenas mozas; abajo, al lado de Roseta,
su Rosario, que en gracia á la solemnidad había hecho las paces con
Dolores y se presentaba con su mejor ropa; y _el Retor_, deslumbrante,
hecho un inglés, con un traje de rica lana azul que le había traído de
Glásgow el maquinista de un vapor, y ostentando sobre el chaleco--prenda
que usaba por primera vez en su vida--una cadena de _doublé_ tamaña como
un cable de su barca.
Sudaba con aquel hermoso traje de invierno; daba codazos y se esforzaba
por que no empujase la muchedumbre al capellán y los padrinos. ¡Á ver,
señores!... un poco de silencio. Un bautizo no es cosa de risa. Después
sería el jaleo.
Y para dar ejemplo á la irrespetuosa masa, puso el gesto compungido y se
quitó la gorra, mientras el capellán, no menos sudoroso bajo su pesada
capa, ojeaba el libro de oraciones buscando la de «_Propitiare Domini
supplicationibus nostis et benedic navem istam_», etc.
Los padrinos, graves y con la mirada en el suelo, estaban á ambos lados
del cura; el sacristán espiaba á éste, pronto á contestar _¡amén!_ á
todo, y la multitud calmábase y quedaba suspensa, con la cabeza
descubierta, esperando algo extraordinario.
Don Santiago conocía bien á su público. Leía la sencilla oración con
gran calma, deletreando las palabras, abriendo solemnes pausas en el
silencio general, y _el Retor_, á quien la emoción convertía en un pobre
mentecato, movía la cabeza á cada frase, como si estuviera empapándose
de lo que el cura decía en latín á su _Flor de Mayo_.
Lo único que pudo pillar fué lo de _Arcam Noe ambulantem in diluvio_, y
se infló de orgullo al adivinar confusamente que su barca era comparada
con la embarcación más famosa de la cristiandad, y con esto quedaba él
mano á mano con el alegre patriarca, el primer marinero que hubo en el
mundo.
La _siñá_ Tona se llevaba el pañuelo á los ojos, apretándolos para
impedir que saltasen las lágrimas.
Terminada la oración, el cura empuñó el hisopo:
--_Asperges_...
Y envió á la popa de la barca un polvo de agua que resbaló en menudas
gotas por las pintadas tablas. Después, siempre seguido por el _amén_
del sacristán y precedido por el patrón, que abría paso, dió la vuelta
en torno de la barca, repitiendo hisopazos y latines.
_El Retor_ no podía creer que la ceremonia hubiese terminado. Faltaba
bendecir lo de arriba, la cubierta, el fondo de la cala; ¡vamos, don
Santiago, un esfuerzo; ya sabía que él quedaba bien! Y el cura,
sonriendo ante la actitud suplicante del patrón, se aproximó á la
escalerilla aplicada al vientre de la barca y comenzó á ascender con su
incómoda capa que, bañada por el sol de la tarde, parecía de lejos el
caparazón de un insecto trepador y brillante.
Terminó la bendición. Se retiró el cura sin otro acompañamiento que su
monago, y arremolinóse la multitud en torno de la barca como si fuese á
entrar al asalto.
¡Buena se iba á armar! Toda la pillería del Cabañal estaba allí, ronca,
desgreñada, increpando á los padrinos con su chillona canturía.
_Armeles, confits_...
El señor Mariano sonreía omnipotente desde la cubierta. Ahora verían lo
que era bueno. Una onza de oro se había gastado para quedar bien con su
sobrino. Y se agachó, metiendo las manos en los cestos que tenía entre
las piernas. ¡Allá va! Y el primer metrallazo de confites, duros como
balas, cayó sobre la vociferante chusma, que se revolcaba por la arena
disputándose las almendras y los canelados, al aire las sucias faldillas
ó mostrando por los rotos pantalones sus carnes rojizas y costrosas de
pillos de playa.
Tonet destapaba los tarros de Ginebra, llamando á los amigotes con aire
protector, como si fuese él quien pagara. La caña blanca medíase á
jarros, y todos acudían á beber; los carabineros, fusil al brazo, los
viejos patronos, los de las otras barcas, que llegaban descalzos,
vestidos de bayeta amarilla, como payasos, y los grumetillos que, sobre
los harapos y atravesado en la faja, ostentaban pretenciosamente un
cuchillo tan grande como ellos.
Arriba estaba la juerga. La cubierta de _Flor de Mayo_ resonaba con
alegre taconeo como el entarimado de un salón de baile; un vaho de
taberna esparcíase en torno de la barca, y Dolores, atraída por la
alegría de los de arriba, se encaramó por la escalera, increpando en
cada peldaño á los grumetillos que se agazapaban con la malsana
intención de ver las medias encarnadas de la soberbia moza.
La mujer del _Retor_ estaba en su elemento arriba, entre tanto hombre,
rodeada de un ambiente de voraz admiración, pisando fuerte las tablas
que eran suyas y muy suyas, contemplada desde abajo por muchas mujeres,
y especialmente por su cuñada Rosario, que debía estar muriéndose de
envidia.
Pascual no abandonaba á su madre. En aquel día solemne para él y tantas
veces ansiado, sentía como un recrudecimiento de su cariño filial, y se
olvidaba de su mujer y hasta de su Pascualet, que se atracaba de
confites en la barca, para no pensar más que en la _siñá_ Tona.
--_¡Amo de barca!_... _¡Amo de barca!_
Y abrazaba á la vieja, besándola los ojos abotagados, que lloraban
también.
Algo renacía en la memoria de Tona. La fiesta en honor de la barca
evocaba el pasado, y por encima de la loca aventura con el carabinero y
de los largos años de viudez y aborrecimiento á los hombres, resucitaba
el tío Pascual joven y vigoroso, tal como le conoció al casarse, y
lloraba desconsolada, como si acabase de perderlo en aquel instante.
--_¡Fill meu!, ¡fill meu!_--gemía abrazando al _Retor_, en quien veía
una asombrosa resurrección de su padre.
Él era la honra de la familia; quien le hacía recobrar su perdida
importancia á fuerza de trabajo. Y si ella lloraba era porque sentía
remordimiento: se acusaba de no haberle querido todo lo que merecía.
Ahora se desbordaba su cariño; sentía prisa de amarle mucho, y temía...
sí señor, temía que su Pascualet, su pobre _Retor_, tuviese igual suerte
que su padre. Y al manifestar sus temores con voz entrecortada por el
llanto, miraba la vieja tabernilla que se veía desde allí: la barcaza
que guardaba en sus entrañas la espantosa tragedia de un mártir del
trabajo.
El contraste entre la barca nueva, gallarda, deslumbrante, y aquel ataúd
que, falto de parroquianos, iba haciéndose cada vez más tétrico y
negruzco, impresionaba á Tona, y hasta creía ver ya á _Flor de Mayo_
rota y tumbada, como vió un día la otra llevando en su seno á su pobre
marido.
No; ella no se alegraba. La hacía daño la algazara de la gente. Era
burlarse del mar, de aquel hipócrita que ahora susurraba marrulleramente
como un gato traidor, pero que se vengaría apenas _Flor de Mayo_ se
confiase á él.
Sentía miedo por su hijo, al que amaba de pronto como si le encontrase
tras larga ausencia; nada importaba que fuese un gran marinero; también
lo era su padre y se burlaba de las olas. ¡Ay! se lo decía el corazón.
El mar se la tenía jurada á la familia y se tragaría la nueva barca
como destrozó la otra.
No, _¡recristo!_ eso no. _El Retor_ protestaba indignado. ¡Vaya una
conversación oportuna en un día tan alegre! Todo eran escrúpulos de
vieja; remordimientos que la acometían por no haberse acordado en tantos
años de su primer marido. Lo que debía hacer era encenderle un cirio
bien gordo al alma del pobre marinero por si estaba _en pena_. ¡Afuera
tristezas! Á él que no le hablasen mal del mar. Era un buen amigo que se
enfadaba algunas veces, pero que se dejaba explotar por los hombres
honrados y mantenía á la pobreza. Á ver, una copa, Tonet. Que siguiera
la broma; había que bautizar bien á _Flor de Mayo_.
Bebió, mientras su madre seguía gimoteando con la mirada fija en la
trágica barcaza que sirvió de cuna á sus hijos. _El Retor_ púsose serio.
¿Pero no iba á callar? ¡En un día como aquel acordarse de que el mar
tiene malas bromas! ¿Y qué? Si no quería verle en peligro, haberlo
criado para obispo. Lo importante es ser honrado, trabajar, y venga lo
que venga. Ellos nacían allí; no veían más sustento que el mar; se
agarraban á sus pechos para siempre y había que tomar buenamente lo que
diesen: el agrio de la tempestad ó lo dulce de las grandes pescas.
Alguien tenía que exponerse para que la gente comiese pescado; le tocaba
á él, y mar adentro se iría como lo estaba haciendo desde chico.
_¡Rediel, agüela!_... _¡calle ya!_... ¡Que viva _Flor de Mayo!_ Otra
copa, caballeros. Un día es un día. Él pagaba, y le darían disgusto los
que estaban allí si no los recogían a media noche roncando sobre la
arena como si _talmente_ fuesen unos cerdos.
VIII
Volvía Pascual á su casa después de pasar la tarde en Valencia, y al
llegar á la Glorieta detúvose frente al palacio de la Aduana.
Eran las seis. El sol daba un tinte anaranjado a la crestería del enorme
caserón, suavizando la sombra verdinegra que las lluvias depositaban en
los respiraderos de las buhardillas. La estatua de Carlos III bañábase
en el ambiente azul y diáfano, saturada de luz tibia, y por los
enrejados balcones escapábase un rumor de colmena laboriosa, gritos,
canciones ahogadas y el ruido metálico de las tijeras, cogidas y
abandonadas á cada instante.
Por el ancho portalón comenzaban a salir como rebaño revoltoso las
operarias de los primeros talleres; una invasión de rameada indiana,
brazos arremangados y robustos con la cesta como eterno apéndice, y
menudos e incesantes pasos de gorrión. Era un confuso vocerío de
llamamientos y desvergüenzas, extendiéndose ante la puerta, en el
espacio donde paseaban los soldados de la guardia y se levantaban
algunos aguaduchos.
_El Retor_ quedó parado en la acera de la Glorieta, entre los
vendedores de periódicos. Atraíale la algazara de las cigarreras, aquel
rebaño revoltoso que, con sus blancos pañuelos avanzados sobre la
frente, tenía un aspecto de comunidad rebelde, de monjas impúdicas que
con sus negros ojos medían á los hombres de pies á cabeza como si los
desnudaran con la desdeñosa mirada.
_El Retor_ vió á Roseta que, apartándose de un grupo, fué en busca de
él. Sus compañeras esperaban á otras de diferente taller, que tardarían
algunos minutos en salir. ¿Iba él á casa? Bueno; harían el camino
juntos: á ella no le gustaba esperar.
Y emprendieron la marcha por el camino del Grao; él, pesado, como
marinero patizambo, haciendo esfuerzos por conservarse siempre en la
misma línea que aquel diablo de chica que no sabía andar más que de
prisa, con garboso contoneo, haciendo ondear su falda como una bandera
de regatas.
Su hermano quería descansarla llevándola la cesta. Muchas gracias; pero
estaba tan acostumbrada á sentirla en su brazo, que sin ella no sabía
moverse.
El patrón, antes de llegar al puente del Mar, hablaba ya de su barca, de
aquella _Flor de Mayo_, por la cual hasta se olvidaba de Dolores y su
Pascualet.
Al día siguiente comenzaba la pesca del _bòu_ y salían todas las barcas.
Ahora se vería de lo que era capaz la suya. ¡Barca más hermosa!... El
día anterior la habían arrastrado los bueyes al agua, y ahora estaba en
el puerto confundida con las demás. ¡Pero qué diferencia, chica! Llamaba
la atención, lo mismo que una señorita de Valencia metida entre las
zaparrastrosas de la playa.
Había estado en la ciudad para comprar lo que le faltaba en su equipo de
mar, y apostaba un duro á que todos los ricachos del Cabañal, los amos
que se comían lo mejor de la pesca sin exponer la piel, no presentaban
una barca tan maja como la suya.
Pero como todo tiene término, á pesar de los entusiasmos del _Retor_, se
agotó el capítulo de las excelencias de la barca, y al llegar frente al
horno de Figuetes callaba ya, oyendo á Roseta, que se lamentaba de las
perrerías de las maestras de la fábrica.
Abusaban de una y hasta daban motivo para que á la salida se las
agarrara del moño. Y menos mal que ella y su madre podían pasar con poca
cosa; pero ¡ay de otras infelices! otras que habían de trabajar como
negras para mantener á un marido vago y á las polladas de chiquillos que
esperaban en la puerta con unas bocas que nunca tragaban bastante pan.
Parecía imposible que con tanta miseria aun tuviesen algunas mujeres
ganas de broma. Y siempre grave, con ademán pudoroso, la virgen rubia é
inabordable, criada entre la pillería de la playa, contó á su hermano
una historia escabrosa, empleando los términos más crudos, como mujer
que lo sabe todo, pero con tal pulcritud de acento, que las palabras
más duras parecían resbalar por sus rojos labios sin dejar rastro
alguno. Tratábase de una compañera de taller, una mala piel que ahora no
podía trabajar por tener un brazo roto. Era á consecuencia de una paliza
del marido, que la había pillado con uno de sus muchos amigos. ¡Qué
escándalo! ¡Y aquella _púa_ tenía cuatro hijos!
_El Retor_ sonreía con ferocidad. ¡Un brazo roto! _¡Redeu!_ no estaba
mal, pero le parecía poco. Duro con las malas hembras. Debía ser una
pena insufrible vivir con una mujer así. ¡Cuántas gracias tenían que dar
á Dios los que como él gozaban la suerte de tener mujer honrada y casi
tranquila!
Sí; él era dichoso y podía dar muchas gracias. Y Roseta, al decir esto,
envolvíale en una mirada de compasiva ironía; sus palabras tenían una
vibración sardónica demasiado sutil para ser apreciada por _el Retor_.
Este parecía transfigurarse, indignado por la mala conducta de una mujer
á quien no conocía y por la desgracia de un hombre cuyo nombre ignoraba.
Es que le enfurecían tales perrerías. Porque eso de que un hombre se
mate trabajando para dar pan á la mujer y á los hijos, y cuando vuelva á
casa se la encuentre abrazada al querindango, francamente, es cosa para
hacer una barbaridad, yendo á presidio para toda la vida. Y lo que decía
él: ¿quién tiene la culpa, señores? Pues las mujeres, las maldecidas
mujeres, que están en el mundo para que los hombres se pierdan y nada
más... Pero arrepentido, rectificábase, haciendo una excepción en favor
de su Dolores y de Roseta.
De poco le servía la aclaración, pues su hermana, al ver iniciado el
tema favorito de ella y su madre, hablaba con gran apasionamiento y su
dulce voz vibraba con tonillo irritado. ¡Los hombres! ¡Vaya una gente!
ellos eran los culpables de todo. Lo que decían su madre y ella: el que
no era pillo resultaba imbécil. Ellos, solamente ellos tenían la culpa
de que las mujeres fuesen como eran. De solteras iban á tentarlas; podía
ella asegurarlo, pues á ser tonta y creer á ciertos hombres, estaría
Dios sabe cómo. De casadas, si se hacían malas, también era por culpa de
los hombres que, ó por pillos las irritaban, arrastrándolas á la
imitación, ó por tontos nada veían y no aplicaban á tiempo el remedio.
No tenía más que mirar á Tonet. ¿No le sobraba razón á Rosario para
hacerse una perdida, aunque nada más fuese que por vengarse de las
perrerías de su marido?... Y de los otros no quería presentar ejemplos.
En el Cabañal se conocían demasiados maridos que tenían la culpa de que
sus mujeres fuesen como eran.
É irreflexiblemente miró de tal modo al _Retor_, que éste, á pesar de su
rudeza, pareció entender, lanzando á su hermana una ojeada interrogante.
Pero tranquilizado en seguida por su inmensa confianza, protestó
dulcemente de lo que decía su hermana. ¡Bah! Era más lo que hablaba la
gente que la verdad. En el pueblo tenían mala lengua. Trataban los
asuntos de familia con la mayor ligereza: hacían tema de risa la
fidelidad de la mujer y la dignidad del marido; lanzaban los chistes más
atroces sobre la tranquilidad de las familias, pero todo junto no pasaba
de ser una broma dicha sin intención de ofender. Falta de educación,
como aseguraba muy bien don Santiago el cura.
Él mismo, si fuera á hacer caso, ¿no tenía razón para ofenderse? ¿No se
habían atrevido á hacer suposiciones maliciosas sobre su Dolores,
gastándole bromas a él en la playa? ¡Y con quién, señores!... ¡Con quién
dirás tú!... Pues había para asombrarse; con Tonet, con su hermano;
¡vamos, que era para reirse! ¡Creer que á él, con una mujer tan buena,
le adornaban la casa y que el encargado de ello era Tonet, que miraba á
Dolores con el mismo respeto que á una madre!
Y _el Retor_, aunque algo molestado por las murmuraciones, se reía al
recordarlas con la misma expresión de desprecio y de fe que un labriego
á quien negasen los milagros de la Virgen de su lugar.
Roseta le miraba fijamente, deteniendo el paso. Examinaba á su hermano
con sus ojazos profundos, como si dudase sobre la espontaneidad de
aquella risa. No había duda: era natural. Aquel zopenco estaba á prueba
de sospechas.
Por esto se irritó ella, é instintivamente, sin darse cuenta del daño
que causaba, soltó lo que parecía escarabajearle en la lengua. Lo
dicho: todos los hombres eran unos pillos ó unos brutos. Y con la
mirada parecía señalar á su hermano, incluyéndolo en la última
categoría.
Por fin adivinó aquel hombre rudo. ¿Quién era el bruto? ¿él? ¿Sabía
acaso Roseta algo?... Á ver: que hablase... y clarito.
Estaban entonces en mitad del camino, junto á la cruz, y se detuvieron
por algunos instantes. _El Retor_ estaba pálido y se mordía uno de sus
dedazos; dedos de marinero, romos, callosos y con las uñas roídas.
Á ver: podía hablar claro. Pero Roseta no hablaba. Veía en su hermano
algo que no la gustaba. Temía haber ido demasiado lejos; su conciencia
de buena muchacha protestaba y arrepentíase ante la palidez y el duro
gesto de aquel rostro siempre bondadoso.
No; ella no sabía nada: las murmuraciones del pueblo y nada más. Pero lo
que debía hacer para que la gente no hablase, era obligar á Tonet á que
visitara su casa lo menos posible.
_El Retor_ la oía encorvado sobre la fuente cercana á la cruz,
engullendo por entero el chorro de agua, como si la reciente impresión
hubiese encendido una hoguera en su estómago.
Emprendió de nuevo la marcha con la boca chorreante, enjugándola con sus
callosas manos. No; él no procedería nunca feamente con su Tonet. ¿Qué
culpa tenía el pobre chico de que la gente fuese tan desvergonzada?
Cerrarle la puerta sería perderle; justamente, si su mala cabeza se iba
sentando un poco, lo debía á los buenos consejos de Dolores; de aquella
pobrecita á la que muchos odiaban por envidia, nada más que por envidia.
Y en su rencor contra las enemigas de su Dolores, subrayaba las palabras
con el gesto, como si incluyera entre las envidiosas á Roseta.
¡Que hablasen hasta cansarse! Mientras él estuviera tranquilo, se reía
de los demás. Tonet era para él un hijo. Se acordaba como si hubiese
ocurrido ayer de cuando le servía de niñera y se acostaba con él en el
camarote de la barcaza, haciéndose un ovillo para dejarle la mayor parte
de la colchoneta. ¡Qué! ¿unas cosas así, tan fácilmente pueden
olvidarse?
Se olvidan las buenas épocas; se borra fácilmente el recuerdo de los
amigotes con los que se bebe y se ríe en la taberna; pero cuando se pasa
hambre, _¡redeu!_ no se olvida por nada del mundo al compañero de
miseria. ¡Pobre Tonet! se había propuesto sacar á flote á aquel perdido,
digno de lástima, y no pararía hasta verle hecho un hombre de pro. ¿Qué
se habían figurado?... Él era un animal, pero tenía un corazón que no le
cabía dentro... Y se golpeaba el recio pecho, que sonaba como un tambor.
Más de diez minutos marcharon los dos hermanos sin cambiar palabra.
Roseta, arrepentida de haber provocado aquella conversación; Pascual,
con la cabeza baja, pensativo, frunciendo algunas veces las cejas y
cerrando los puños como si le acometiera un mal pensamiento.
Habían llegado al Grao y atravesaban sus calles con dirección al
Cabañal.
_El Retor_ habló por fin, mostrando necesidad de desahogar su
pensamiento, de echar fuera ideas penosas, cuyo doloroso culebreo se
notaba en las contracciones de su frente.
En fin, Roseta, lo conveniente era que todo lo dicho sólo fuese una
broma de la gente. Porque si algún día resultara verdad, _¡recristo!_ á
él no le conocía nadie en el pueblo. Se tenía miedo á sí mismo en
ciertos momentos. Era hombre de paz y huía las cuestiones; muchas veces
perdía su derecho en la playa porque era padre y no aspiraba á pasar por
majo; pero que no le tocasen lo que era suyo y muy suyo: el dinero y su
mujer. Aun se acordaba con horror de que al venir de Argel, con
_aquello_, tuvo el pensamiento, si le alcanzaba la escampavía, de
plantarse junto al mástil faca en mano, y allí matar, matar siempre,
hasta que lo tumbaran sobre los fardos que eran su fortuna. Y en cuanto
á Dolores, algunas veces al contemplarla tan buena, tan guapa, con el
aire de señora que tan bien le sentaba, había pensado, ¡por qué no
decirlo! había pensado en que alguien se la podía quitar, y entonces
_¡redeu!_ entonces sentía deseos de apretarla el gaznate y salir por las
calles mordiendo como un perro rabioso. Sí; eso es lo que él era; un
perro mansote, que si llegaba á rabiar acabaría con el mundo ó tendrían
que matarle... Que le dejasen quieto; que nadie turbara su felicidad,
adquirida y sostenida á fuerza de trabajos.
Pascual manoteaba mirando fijamente á Roseta, como si ésta fuese la que
iba á robarle su Dolores. Pero de pronto hizo un gesto como si
despertara y se notó en él el disgusto del que en un momento de
excitación teme haber dicho demasiado.
Le molestaba la presencia de su hermana. Ya podían separarse. Ella hacia
la barcaza de la playa y _¡espresions á la mare!_ Él iba á su casa.
Hasta bien entrada la noche le duró al _Retor_ la impresión del
encuentro. Pero cuando fueron á verle para tomar órdenes los tripulantes
de _Flor de Mayo_, todo lo había olvidado, todo.
Allí estaba Tonet, en su presencia, y sin embargo, no experimentó la más
leve emoción. Esto resultaba la prueba más clara de que todo era
mentira. Su corazón estaba mudo; luego nada había.
Todo lo olvidó para hablar de la salida del día siguiente. La _Flor de
Mayo_ formaría pareja con una barca que había alquilado. Que Dios le
diese buena suerte, y no tardaría en construir otra embarcación como
_Flor de Mayo_.
En la tripulación figuraba un marinero, al que _el Retor_ oía como un
vetusto oráculo: el _tío Batiste_, el pescador más viejo de todo el
Cabañal; setenta años de vida de mar, encerrados en un armazón de
pergamino curtido, que salían por la negra boca oliendo á tabaco malo,
en forma de consejos prácticos y de marítimas profecías. Lo había
enganchado el patrón, no por lo que pudiera ayudar á la maniobra con sus
débiles brazos, sino por el exacto conocimiento que tenía de la costa.
Desde el cabo de San Antonio hasta el de Canet era el golfo una gran
plaza sin bache y agujero que no conociera el _tío Batiste_. ¡Ah! si él
pudiera convertirse en un _esparrelló_, nadaría por abajo, sabiendo
siempre dónde se encontraba. La superficie del mar, muda para otros,
leíala con la mayor facilidad, adivinando su fondo.
Sentado sobre la cubierta de la barca, parecía sentir todas las
ondulaciones del suelo submarino, y con una ligera ojeada sabía si
estaban sobre los profundos algares, sobre el _Fanch_ ó sobre las
colinas misteriosas llamadas los _Pedrusquets_, que evitaban los
pescadores por miedo á que se enroscasen las redes y se hicieran trizas.
Sabía pescar en los tortuosos callejones de profundo mar abiertos entre
los _Muralls de Confit_, la _Barreta de Casaret_ y _Ròca de Espiòca_;
arrastraba las redes por aquel laberinto sin tropezar con las traidoras
puntas ni con los algares que cargan la malla hasta romperla, no sacando
nada de provecho, y en las noches obscuras, cuando no se veía á cuatro
pasos de la barca y la luz de los faroles la sorbía sin rastro alguno la
lobreguez de las aguas, bastábale gustar con la lengua el fango de las
redes para decir con matemática certeza el sitio donde estaba. ¡Demonio
de hombre! parecía que sus setenta años se los había pasado abajo en
compañía de los salmonetes y de los pulpos.
Aparte de esto, sabía muchas cosas no menos útiles; por ejemplo, que el
que salía á pescar el día de las Almas, corría el peligro de sacar algún
muerto envuelto en las redes, y el que ayudaba todos los años el día de
la fiesta á llevar en hombros la Santa Cruz del Grao, no podía ahogarse
nunca.
Por eso él se conservaba bien á pesar de sus setenta años, y eso que
nunca se había separado del mar. Á los diez años tenía callos en el
sobaco, á fuerza de tirar como un toro de las cuerdas del _bolich_; y no
sólo había sido pescador: tenía su docena de viajes á la Habana, pero no
como los chicos de ahora, que se creen hombres de mar porque hacen de
camareros y mozos de cordel en cualquier trasatlántico como un pueblo,
sino á bordo de faluchos de la matrícula, barcos más valientes que
Barceló, que iban á Cuba con vino y traían azúcar, mandados por patrones
venerables, envueltos en su ranglán, y con sombrero de copa; y antes se
acababa el mundo que faltaba á bordo la lamparilla encendida ante el
Cristo del Grao y el rosario á la puesta del sol.
Aquellos eran otros tiempos; la gente era mejor. Y el _tío Batiste_,
moviendo las arrugas del rostro y su barbilla de chivo venerable,
hablaba contra la impiedad y soberbia del presente, acompañando sus
palabras con juramentos de castillo de proa y _me caso_ en esto y en lo
de más allá.
_El Retor_ le escuchaba complacido. Encontraba en el viejo á su antiguo
maestro el _tío Borrasca_, y oyéndole pensaba en su padre. La demás
gente de la barca, Tonet, los dos marineros y el grumete, reíanse del
viejo y le enfurecían asegurándole que ya no estaba para navegar y que
el cura le reservaba la plaza de sacristán.
_¡Chentòla!_ Ya verían quién era él cuando saliesen al mar; aun les
llamaría cobardes en más de una ocasión.
Al día siguiente todo el barrio de las Barracas estaba en movimiento.
Por la noche se hacían á la mar las barcas del _bòu_, llevando los
hombres á la pura conquista del pan.
Todos los años se repetía la emigración viril, pero á pesar de esto las
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