🕥 38 minut uku

Flor de mayo - 08

Süzlärneñ gomumi sanı 4896
Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1654
34.1 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
46.0 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
53.2 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.
  sagrado cuenco, y detrás, escoltado por el patrón y sus marineros, don
  Santiago, en una mano el libro de oraciones y levantándose con la otra,
  para no rozar el barro, la capa vieja y suntuosa, de una blancura mate,
  con los pesados bordados de oro de un tinte verdoso, mostrando por entre
  la deshilachada trama el relleno del realce.
  Acudían á bandadas los chiquillos á restregar la mocosa nariz en aquella
  mano santa, que á cada instante había de soltar la capa. Las mujeres
  saludaban sonrientes al _pae capellá_, hombre campechano, tolerante, con
  sus puntos de malicia, sabiendo amoldarse á las costumbres de su
  _ganado_, y que muchas veces veíase detenido en medio de la calle por
  alguna pescadera de las que encargaban misas, pidiéndole que bendijera
  las cestas y la balanza para que los municipales de Valencia no la
  pillasen con las pesas cortas.
  Al salir á la playa la comitiva, comenzaron á voltear las campanas,
  confundiendo su parloteo juguetón con los murmullos de las olas. La
  gente corría por la playa para llegar á tiempo y ver toda la ceremonia,
  y allá lejos, en un espacio libre de barcas, alzábase sobre la arena la
  _Flor de Mayo_, rodeada de negro y bullidor enjambre, brillante,
  charolada, bañada por el sol que doraba sus costados, y destacando sobre
  el espacio azul el mástil esbelto y graciosamente inclinado, en cuyo
  tope agitábase el distintivo de toda barca nueva, un ramillete de
  gramíneas y flores de trapo que habían de quedar allí hasta que el
  viento de los temporales fuese arrebatándolas.
  _El Retor_ y sus hombres abrían paso al cura entre el gentío que se
  apelotonaba en torno de la barca. Frente á la popa estaban los padrinos;
  la _siñá_ Tona con mantilla y falda nueva, y el señor Mariano, puesto de
  sombrero y bastón, hecho un caballero, ni más ni menos que cuando iba á
  Valencia para hablar con el gobernador.
  Toda la familia ofrecía un aspecto de suntuosidad que alegraba la vista.
  Dolores, con traje de color rosa, en el cuello un pañuelo de seda de
  vistosas tintas y los dedos cargados de sortijas; Tonet, pavoneándose en
  la cubierta con la chaqueta nueva, la gorra flamante caída sobre una
  oreja y atusándose el bigotillo, muy satisfecho de verse en la altura
  expuesto á la admiración de las buenas mozas; abajo, al lado de Roseta,
  su Rosario, que en gracia á la solemnidad había hecho las paces con
  Dolores y se presentaba con su mejor ropa; y _el Retor_, deslumbrante,
  hecho un inglés, con un traje de rica lana azul que le había traído de
  Glásgow el maquinista de un vapor, y ostentando sobre el chaleco--prenda
  que usaba por primera vez en su vida--una cadena de _doublé_ tamaña como
  un cable de su barca.
  Sudaba con aquel hermoso traje de invierno; daba codazos y se esforzaba
  por que no empujase la muchedumbre al capellán y los padrinos. ¡Á ver,
  señores!... un poco de silencio. Un bautizo no es cosa de risa. Después
  sería el jaleo.
  Y para dar ejemplo á la irrespetuosa masa, puso el gesto compungido y se
  quitó la gorra, mientras el capellán, no menos sudoroso bajo su pesada
  capa, ojeaba el libro de oraciones buscando la de «_Propitiare Domini
  supplicationibus nostis et benedic navem istam_», etc.
  Los padrinos, graves y con la mirada en el suelo, estaban á ambos lados
  del cura; el sacristán espiaba á éste, pronto á contestar _¡amén!_ á
  todo, y la multitud calmábase y quedaba suspensa, con la cabeza
  descubierta, esperando algo extraordinario.
  Don Santiago conocía bien á su público. Leía la sencilla oración con
  gran calma, deletreando las palabras, abriendo solemnes pausas en el
  silencio general, y _el Retor_, á quien la emoción convertía en un pobre
  mentecato, movía la cabeza á cada frase, como si estuviera empapándose
  de lo que el cura decía en latín á su _Flor de Mayo_.
  Lo único que pudo pillar fué lo de _Arcam Noe ambulantem in diluvio_, y
  se infló de orgullo al adivinar confusamente que su barca era comparada
  con la embarcación más famosa de la cristiandad, y con esto quedaba él
  mano á mano con el alegre patriarca, el primer marinero que hubo en el
  mundo.
  La _siñá_ Tona se llevaba el pañuelo á los ojos, apretándolos para
  impedir que saltasen las lágrimas.
  Terminada la oración, el cura empuñó el hisopo:
  --_Asperges_...
  Y envió á la popa de la barca un polvo de agua que resbaló en menudas
  gotas por las pintadas tablas. Después, siempre seguido por el _amén_
  del sacristán y precedido por el patrón, que abría paso, dió la vuelta
  en torno de la barca, repitiendo hisopazos y latines.
  _El Retor_ no podía creer que la ceremonia hubiese terminado. Faltaba
  bendecir lo de arriba, la cubierta, el fondo de la cala; ¡vamos, don
  Santiago, un esfuerzo; ya sabía que él quedaba bien! Y el cura,
  sonriendo ante la actitud suplicante del patrón, se aproximó á la
  escalerilla aplicada al vientre de la barca y comenzó á ascender con su
  incómoda capa que, bañada por el sol de la tarde, parecía de lejos el
  caparazón de un insecto trepador y brillante.
  Terminó la bendición. Se retiró el cura sin otro acompañamiento que su
  monago, y arremolinóse la multitud en torno de la barca como si fuese á
  entrar al asalto.
  ¡Buena se iba á armar! Toda la pillería del Cabañal estaba allí, ronca,
  desgreñada, increpando á los padrinos con su chillona canturía.
  _Armeles, confits_...
  El señor Mariano sonreía omnipotente desde la cubierta. Ahora verían lo
  que era bueno. Una onza de oro se había gastado para quedar bien con su
  sobrino. Y se agachó, metiendo las manos en los cestos que tenía entre
  las piernas. ¡Allá va! Y el primer metrallazo de confites, duros como
  balas, cayó sobre la vociferante chusma, que se revolcaba por la arena
  disputándose las almendras y los canelados, al aire las sucias faldillas
  ó mostrando por los rotos pantalones sus carnes rojizas y costrosas de
  pillos de playa.
  Tonet destapaba los tarros de Ginebra, llamando á los amigotes con aire
  protector, como si fuese él quien pagara. La caña blanca medíase á
  jarros, y todos acudían á beber; los carabineros, fusil al brazo, los
  viejos patronos, los de las otras barcas, que llegaban descalzos,
  vestidos de bayeta amarilla, como payasos, y los grumetillos que, sobre
  los harapos y atravesado en la faja, ostentaban pretenciosamente un
  cuchillo tan grande como ellos.
  Arriba estaba la juerga. La cubierta de _Flor de Mayo_ resonaba con
  alegre taconeo como el entarimado de un salón de baile; un vaho de
  taberna esparcíase en torno de la barca, y Dolores, atraída por la
  alegría de los de arriba, se encaramó por la escalera, increpando en
  cada peldaño á los grumetillos que se agazapaban con la malsana
  intención de ver las medias encarnadas de la soberbia moza.
  La mujer del _Retor_ estaba en su elemento arriba, entre tanto hombre,
  rodeada de un ambiente de voraz admiración, pisando fuerte las tablas
  que eran suyas y muy suyas, contemplada desde abajo por muchas mujeres,
  y especialmente por su cuñada Rosario, que debía estar muriéndose de
  envidia.
  Pascual no abandonaba á su madre. En aquel día solemne para él y tantas
  veces ansiado, sentía como un recrudecimiento de su cariño filial, y se
  olvidaba de su mujer y hasta de su Pascualet, que se atracaba de
  confites en la barca, para no pensar más que en la _siñá_ Tona.
  --_¡Amo de barca!_... _¡Amo de barca!_
  Y abrazaba á la vieja, besándola los ojos abotagados, que lloraban
  también.
  Algo renacía en la memoria de Tona. La fiesta en honor de la barca
  evocaba el pasado, y por encima de la loca aventura con el carabinero y
  de los largos años de viudez y aborrecimiento á los hombres, resucitaba
  el tío Pascual joven y vigoroso, tal como le conoció al casarse, y
  lloraba desconsolada, como si acabase de perderlo en aquel instante.
  --_¡Fill meu!, ¡fill meu!_--gemía abrazando al _Retor_, en quien veía
  una asombrosa resurrección de su padre.
  Él era la honra de la familia; quien le hacía recobrar su perdida
  importancia á fuerza de trabajo. Y si ella lloraba era porque sentía
  remordimiento: se acusaba de no haberle querido todo lo que merecía.
  Ahora se desbordaba su cariño; sentía prisa de amarle mucho, y temía...
  sí señor, temía que su Pascualet, su pobre _Retor_, tuviese igual suerte
  que su padre. Y al manifestar sus temores con voz entrecortada por el
  llanto, miraba la vieja tabernilla que se veía desde allí: la barcaza
  que guardaba en sus entrañas la espantosa tragedia de un mártir del
  trabajo.
  El contraste entre la barca nueva, gallarda, deslumbrante, y aquel ataúd
  que, falto de parroquianos, iba haciéndose cada vez más tétrico y
  negruzco, impresionaba á Tona, y hasta creía ver ya á _Flor de Mayo_
  rota y tumbada, como vió un día la otra llevando en su seno á su pobre
  marido.
  No; ella no se alegraba. La hacía daño la algazara de la gente. Era
  burlarse del mar, de aquel hipócrita que ahora susurraba marrulleramente
  como un gato traidor, pero que se vengaría apenas _Flor de Mayo_ se
  confiase á él.
  Sentía miedo por su hijo, al que amaba de pronto como si le encontrase
  tras larga ausencia; nada importaba que fuese un gran marinero; también
  lo era su padre y se burlaba de las olas. ¡Ay! se lo decía el corazón.
  El mar se la tenía jurada á la familia y se tragaría la nueva barca
  como destrozó la otra.
  No, _¡recristo!_ eso no. _El Retor_ protestaba indignado. ¡Vaya una
  conversación oportuna en un día tan alegre! Todo eran escrúpulos de
  vieja; remordimientos que la acometían por no haberse acordado en tantos
  años de su primer marido. Lo que debía hacer era encenderle un cirio
  bien gordo al alma del pobre marinero por si estaba _en pena_. ¡Afuera
  tristezas! Á él que no le hablasen mal del mar. Era un buen amigo que se
  enfadaba algunas veces, pero que se dejaba explotar por los hombres
  honrados y mantenía á la pobreza. Á ver, una copa, Tonet. Que siguiera
  la broma; había que bautizar bien á _Flor de Mayo_.
  Bebió, mientras su madre seguía gimoteando con la mirada fija en la
  trágica barcaza que sirvió de cuna á sus hijos. _El Retor_ púsose serio.
  ¿Pero no iba á callar? ¡En un día como aquel acordarse de que el mar
  tiene malas bromas! ¿Y qué? Si no quería verle en peligro, haberlo
  criado para obispo. Lo importante es ser honrado, trabajar, y venga lo
  que venga. Ellos nacían allí; no veían más sustento que el mar; se
  agarraban á sus pechos para siempre y había que tomar buenamente lo que
  diesen: el agrio de la tempestad ó lo dulce de las grandes pescas.
  Alguien tenía que exponerse para que la gente comiese pescado; le tocaba
  á él, y mar adentro se iría como lo estaba haciendo desde chico.
  _¡Rediel, agüela!_... _¡calle ya!_... ¡Que viva _Flor de Mayo!_ Otra
  copa, caballeros. Un día es un día. Él pagaba, y le darían disgusto los
  que estaban allí si no los recogían a media noche roncando sobre la
  arena como si _talmente_ fuesen unos cerdos.
  
  VIII
  Volvía Pascual á su casa después de pasar la tarde en Valencia, y al
  llegar á la Glorieta detúvose frente al palacio de la Aduana.
  Eran las seis. El sol daba un tinte anaranjado a la crestería del enorme
  caserón, suavizando la sombra verdinegra que las lluvias depositaban en
  los respiraderos de las buhardillas. La estatua de Carlos III bañábase
  en el ambiente azul y diáfano, saturada de luz tibia, y por los
  enrejados balcones escapábase un rumor de colmena laboriosa, gritos,
  canciones ahogadas y el ruido metálico de las tijeras, cogidas y
  abandonadas á cada instante.
  Por el ancho portalón comenzaban a salir como rebaño revoltoso las
  operarias de los primeros talleres; una invasión de rameada indiana,
  brazos arremangados y robustos con la cesta como eterno apéndice, y
  menudos e incesantes pasos de gorrión. Era un confuso vocerío de
  llamamientos y desvergüenzas, extendiéndose ante la puerta, en el
  espacio donde paseaban los soldados de la guardia y se levantaban
  algunos aguaduchos.
  _El Retor_ quedó parado en la acera de la Glorieta, entre los
  vendedores de periódicos. Atraíale la algazara de las cigarreras, aquel
  rebaño revoltoso que, con sus blancos pañuelos avanzados sobre la
  frente, tenía un aspecto de comunidad rebelde, de monjas impúdicas que
  con sus negros ojos medían á los hombres de pies á cabeza como si los
  desnudaran con la desdeñosa mirada.
  _El Retor_ vió á Roseta que, apartándose de un grupo, fué en busca de
  él. Sus compañeras esperaban á otras de diferente taller, que tardarían
  algunos minutos en salir. ¿Iba él á casa? Bueno; harían el camino
  juntos: á ella no le gustaba esperar.
  Y emprendieron la marcha por el camino del Grao; él, pesado, como
  marinero patizambo, haciendo esfuerzos por conservarse siempre en la
  misma línea que aquel diablo de chica que no sabía andar más que de
  prisa, con garboso contoneo, haciendo ondear su falda como una bandera
  de regatas.
  Su hermano quería descansarla llevándola la cesta. Muchas gracias; pero
  estaba tan acostumbrada á sentirla en su brazo, que sin ella no sabía
  moverse.
  El patrón, antes de llegar al puente del Mar, hablaba ya de su barca, de
  aquella _Flor de Mayo_, por la cual hasta se olvidaba de Dolores y su
  Pascualet.
  Al día siguiente comenzaba la pesca del _bòu_ y salían todas las barcas.
  Ahora se vería de lo que era capaz la suya. ¡Barca más hermosa!... El
  día anterior la habían arrastrado los bueyes al agua, y ahora estaba en
  el puerto confundida con las demás. ¡Pero qué diferencia, chica! Llamaba
  la atención, lo mismo que una señorita de Valencia metida entre las
  zaparrastrosas de la playa.
  Había estado en la ciudad para comprar lo que le faltaba en su equipo de
  mar, y apostaba un duro á que todos los ricachos del Cabañal, los amos
  que se comían lo mejor de la pesca sin exponer la piel, no presentaban
  una barca tan maja como la suya.
  Pero como todo tiene término, á pesar de los entusiasmos del _Retor_, se
  agotó el capítulo de las excelencias de la barca, y al llegar frente al
  horno de Figuetes callaba ya, oyendo á Roseta, que se lamentaba de las
  perrerías de las maestras de la fábrica.
  Abusaban de una y hasta daban motivo para que á la salida se las
  agarrara del moño. Y menos mal que ella y su madre podían pasar con poca
  cosa; pero ¡ay de otras infelices! otras que habían de trabajar como
  negras para mantener á un marido vago y á las polladas de chiquillos que
  esperaban en la puerta con unas bocas que nunca tragaban bastante pan.
  Parecía imposible que con tanta miseria aun tuviesen algunas mujeres
  ganas de broma. Y siempre grave, con ademán pudoroso, la virgen rubia é
  inabordable, criada entre la pillería de la playa, contó á su hermano
  una historia escabrosa, empleando los términos más crudos, como mujer
  que lo sabe todo, pero con tal pulcritud de acento, que las palabras
  más duras parecían resbalar por sus rojos labios sin dejar rastro
  alguno. Tratábase de una compañera de taller, una mala piel que ahora no
  podía trabajar por tener un brazo roto. Era á consecuencia de una paliza
  del marido, que la había pillado con uno de sus muchos amigos. ¡Qué
  escándalo! ¡Y aquella _púa_ tenía cuatro hijos!
  _El Retor_ sonreía con ferocidad. ¡Un brazo roto! _¡Redeu!_ no estaba
  mal, pero le parecía poco. Duro con las malas hembras. Debía ser una
  pena insufrible vivir con una mujer así. ¡Cuántas gracias tenían que dar
  á Dios los que como él gozaban la suerte de tener mujer honrada y casi
  tranquila!
  Sí; él era dichoso y podía dar muchas gracias. Y Roseta, al decir esto,
  envolvíale en una mirada de compasiva ironía; sus palabras tenían una
  vibración sardónica demasiado sutil para ser apreciada por _el Retor_.
  Este parecía transfigurarse, indignado por la mala conducta de una mujer
  á quien no conocía y por la desgracia de un hombre cuyo nombre ignoraba.
  Es que le enfurecían tales perrerías. Porque eso de que un hombre se
  mate trabajando para dar pan á la mujer y á los hijos, y cuando vuelva á
  casa se la encuentre abrazada al querindango, francamente, es cosa para
  hacer una barbaridad, yendo á presidio para toda la vida. Y lo que decía
  él: ¿quién tiene la culpa, señores? Pues las mujeres, las maldecidas
  mujeres, que están en el mundo para que los hombres se pierdan y nada
  más... Pero arrepentido, rectificábase, haciendo una excepción en favor
  de su Dolores y de Roseta.
  De poco le servía la aclaración, pues su hermana, al ver iniciado el
  tema favorito de ella y su madre, hablaba con gran apasionamiento y su
  dulce voz vibraba con tonillo irritado. ¡Los hombres! ¡Vaya una gente!
  ellos eran los culpables de todo. Lo que decían su madre y ella: el que
  no era pillo resultaba imbécil. Ellos, solamente ellos tenían la culpa
  de que las mujeres fuesen como eran. De solteras iban á tentarlas; podía
  ella asegurarlo, pues á ser tonta y creer á ciertos hombres, estaría
  Dios sabe cómo. De casadas, si se hacían malas, también era por culpa de
  los hombres que, ó por pillos las irritaban, arrastrándolas á la
  imitación, ó por tontos nada veían y no aplicaban á tiempo el remedio.
  No tenía más que mirar á Tonet. ¿No le sobraba razón á Rosario para
  hacerse una perdida, aunque nada más fuese que por vengarse de las
  perrerías de su marido?... Y de los otros no quería presentar ejemplos.
  En el Cabañal se conocían demasiados maridos que tenían la culpa de que
  sus mujeres fuesen como eran.
  É irreflexiblemente miró de tal modo al _Retor_, que éste, á pesar de su
  rudeza, pareció entender, lanzando á su hermana una ojeada interrogante.
  Pero tranquilizado en seguida por su inmensa confianza, protestó
  dulcemente de lo que decía su hermana. ¡Bah! Era más lo que hablaba la
  gente que la verdad. En el pueblo tenían mala lengua. Trataban los
  asuntos de familia con la mayor ligereza: hacían tema de risa la
  fidelidad de la mujer y la dignidad del marido; lanzaban los chistes más
  atroces sobre la tranquilidad de las familias, pero todo junto no pasaba
  de ser una broma dicha sin intención de ofender. Falta de educación,
  como aseguraba muy bien don Santiago el cura.
  Él mismo, si fuera á hacer caso, ¿no tenía razón para ofenderse? ¿No se
  habían atrevido á hacer suposiciones maliciosas sobre su Dolores,
  gastándole bromas a él en la playa? ¡Y con quién, señores!... ¡Con quién
  dirás tú!... Pues había para asombrarse; con Tonet, con su hermano;
  ¡vamos, que era para reirse! ¡Creer que á él, con una mujer tan buena,
  le adornaban la casa y que el encargado de ello era Tonet, que miraba á
  Dolores con el mismo respeto que á una madre!
  Y _el Retor_, aunque algo molestado por las murmuraciones, se reía al
  recordarlas con la misma expresión de desprecio y de fe que un labriego
  á quien negasen los milagros de la Virgen de su lugar.
  Roseta le miraba fijamente, deteniendo el paso. Examinaba á su hermano
  con sus ojazos profundos, como si dudase sobre la espontaneidad de
  aquella risa. No había duda: era natural. Aquel zopenco estaba á prueba
  de sospechas.
  Por esto se irritó ella, é instintivamente, sin darse cuenta del daño
  que causaba, soltó lo que parecía escarabajearle en la lengua. Lo
  dicho: todos los hombres eran unos pillos ó unos brutos. Y con la
  mirada parecía señalar á su hermano, incluyéndolo en la última
  categoría.
  Por fin adivinó aquel hombre rudo. ¿Quién era el bruto? ¿él? ¿Sabía
  acaso Roseta algo?... Á ver: que hablase... y clarito.
  Estaban entonces en mitad del camino, junto á la cruz, y se detuvieron
  por algunos instantes. _El Retor_ estaba pálido y se mordía uno de sus
  dedazos; dedos de marinero, romos, callosos y con las uñas roídas.
  Á ver: podía hablar claro. Pero Roseta no hablaba. Veía en su hermano
  algo que no la gustaba. Temía haber ido demasiado lejos; su conciencia
  de buena muchacha protestaba y arrepentíase ante la palidez y el duro
  gesto de aquel rostro siempre bondadoso.
  No; ella no sabía nada: las murmuraciones del pueblo y nada más. Pero lo
  que debía hacer para que la gente no hablase, era obligar á Tonet á que
  visitara su casa lo menos posible.
  _El Retor_ la oía encorvado sobre la fuente cercana á la cruz,
  engullendo por entero el chorro de agua, como si la reciente impresión
  hubiese encendido una hoguera en su estómago.
  Emprendió de nuevo la marcha con la boca chorreante, enjugándola con sus
  callosas manos. No; él no procedería nunca feamente con su Tonet. ¿Qué
  culpa tenía el pobre chico de que la gente fuese tan desvergonzada?
  Cerrarle la puerta sería perderle; justamente, si su mala cabeza se iba
  sentando un poco, lo debía á los buenos consejos de Dolores; de aquella
  pobrecita á la que muchos odiaban por envidia, nada más que por envidia.
  Y en su rencor contra las enemigas de su Dolores, subrayaba las palabras
  con el gesto, como si incluyera entre las envidiosas á Roseta.
  ¡Que hablasen hasta cansarse! Mientras él estuviera tranquilo, se reía
  de los demás. Tonet era para él un hijo. Se acordaba como si hubiese
  ocurrido ayer de cuando le servía de niñera y se acostaba con él en el
  camarote de la barcaza, haciéndose un ovillo para dejarle la mayor parte
  de la colchoneta. ¡Qué! ¿unas cosas así, tan fácilmente pueden
  olvidarse?
  Se olvidan las buenas épocas; se borra fácilmente el recuerdo de los
  amigotes con los que se bebe y se ríe en la taberna; pero cuando se pasa
  hambre, _¡redeu!_ no se olvida por nada del mundo al compañero de
  miseria. ¡Pobre Tonet! se había propuesto sacar á flote á aquel perdido,
  digno de lástima, y no pararía hasta verle hecho un hombre de pro. ¿Qué
  se habían figurado?... Él era un animal, pero tenía un corazón que no le
  cabía dentro... Y se golpeaba el recio pecho, que sonaba como un tambor.
  Más de diez minutos marcharon los dos hermanos sin cambiar palabra.
  Roseta, arrepentida de haber provocado aquella conversación; Pascual,
  con la cabeza baja, pensativo, frunciendo algunas veces las cejas y
  cerrando los puños como si le acometiera un mal pensamiento.
  Habían llegado al Grao y atravesaban sus calles con dirección al
  Cabañal.
  _El Retor_ habló por fin, mostrando necesidad de desahogar su
  pensamiento, de echar fuera ideas penosas, cuyo doloroso culebreo se
  notaba en las contracciones de su frente.
  En fin, Roseta, lo conveniente era que todo lo dicho sólo fuese una
  broma de la gente. Porque si algún día resultara verdad, _¡recristo!_ á
  él no le conocía nadie en el pueblo. Se tenía miedo á sí mismo en
  ciertos momentos. Era hombre de paz y huía las cuestiones; muchas veces
  perdía su derecho en la playa porque era padre y no aspiraba á pasar por
  majo; pero que no le tocasen lo que era suyo y muy suyo: el dinero y su
  mujer. Aun se acordaba con horror de que al venir de Argel, con
  _aquello_, tuvo el pensamiento, si le alcanzaba la escampavía, de
  plantarse junto al mástil faca en mano, y allí matar, matar siempre,
  hasta que lo tumbaran sobre los fardos que eran su fortuna. Y en cuanto
  á Dolores, algunas veces al contemplarla tan buena, tan guapa, con el
  aire de señora que tan bien le sentaba, había pensado, ¡por qué no
  decirlo! había pensado en que alguien se la podía quitar, y entonces
  _¡redeu!_ entonces sentía deseos de apretarla el gaznate y salir por las
  calles mordiendo como un perro rabioso. Sí; eso es lo que él era; un
  perro mansote, que si llegaba á rabiar acabaría con el mundo ó tendrían
  que matarle... Que le dejasen quieto; que nadie turbara su felicidad,
  adquirida y sostenida á fuerza de trabajos.
  Pascual manoteaba mirando fijamente á Roseta, como si ésta fuese la que
  iba á robarle su Dolores. Pero de pronto hizo un gesto como si
  despertara y se notó en él el disgusto del que en un momento de
  excitación teme haber dicho demasiado.
  Le molestaba la presencia de su hermana. Ya podían separarse. Ella hacia
  la barcaza de la playa y _¡espresions á la mare!_ Él iba á su casa.
  Hasta bien entrada la noche le duró al _Retor_ la impresión del
  encuentro. Pero cuando fueron á verle para tomar órdenes los tripulantes
  de _Flor de Mayo_, todo lo había olvidado, todo.
  Allí estaba Tonet, en su presencia, y sin embargo, no experimentó la más
  leve emoción. Esto resultaba la prueba más clara de que todo era
  mentira. Su corazón estaba mudo; luego nada había.
  Todo lo olvidó para hablar de la salida del día siguiente. La _Flor de
  Mayo_ formaría pareja con una barca que había alquilado. Que Dios le
  diese buena suerte, y no tardaría en construir otra embarcación como
  _Flor de Mayo_.
  En la tripulación figuraba un marinero, al que _el Retor_ oía como un
  vetusto oráculo: el _tío Batiste_, el pescador más viejo de todo el
  Cabañal; setenta años de vida de mar, encerrados en un armazón de
  pergamino curtido, que salían por la negra boca oliendo á tabaco malo,
  en forma de consejos prácticos y de marítimas profecías. Lo había
  enganchado el patrón, no por lo que pudiera ayudar á la maniobra con sus
  débiles brazos, sino por el exacto conocimiento que tenía de la costa.
  Desde el cabo de San Antonio hasta el de Canet era el golfo una gran
  plaza sin bache y agujero que no conociera el _tío Batiste_. ¡Ah! si él
  pudiera convertirse en un _esparrelló_, nadaría por abajo, sabiendo
  siempre dónde se encontraba. La superficie del mar, muda para otros,
  leíala con la mayor facilidad, adivinando su fondo.
  Sentado sobre la cubierta de la barca, parecía sentir todas las
  ondulaciones del suelo submarino, y con una ligera ojeada sabía si
  estaban sobre los profundos algares, sobre el _Fanch_ ó sobre las
  colinas misteriosas llamadas los _Pedrusquets_, que evitaban los
  pescadores por miedo á que se enroscasen las redes y se hicieran trizas.
  Sabía pescar en los tortuosos callejones de profundo mar abiertos entre
  los _Muralls de Confit_, la _Barreta de Casaret_ y _Ròca de Espiòca_;
  arrastraba las redes por aquel laberinto sin tropezar con las traidoras
  puntas ni con los algares que cargan la malla hasta romperla, no sacando
  nada de provecho, y en las noches obscuras, cuando no se veía á cuatro
  pasos de la barca y la luz de los faroles la sorbía sin rastro alguno la
  lobreguez de las aguas, bastábale gustar con la lengua el fango de las
  redes para decir con matemática certeza el sitio donde estaba. ¡Demonio
  de hombre! parecía que sus setenta años se los había pasado abajo en
  compañía de los salmonetes y de los pulpos.
  Aparte de esto, sabía muchas cosas no menos útiles; por ejemplo, que el
  que salía á pescar el día de las Almas, corría el peligro de sacar algún
  muerto envuelto en las redes, y el que ayudaba todos los años el día de
  la fiesta á llevar en hombros la Santa Cruz del Grao, no podía ahogarse
  nunca.
  Por eso él se conservaba bien á pesar de sus setenta años, y eso que
  nunca se había separado del mar. Á los diez años tenía callos en el
  sobaco, á fuerza de tirar como un toro de las cuerdas del _bolich_; y no
  sólo había sido pescador: tenía su docena de viajes á la Habana, pero no
  como los chicos de ahora, que se creen hombres de mar porque hacen de
  camareros y mozos de cordel en cualquier trasatlántico como un pueblo,
  sino á bordo de faluchos de la matrícula, barcos más valientes que
  Barceló, que iban á Cuba con vino y traían azúcar, mandados por patrones
  venerables, envueltos en su ranglán, y con sombrero de copa; y antes se
  acababa el mundo que faltaba á bordo la lamparilla encendida ante el
  Cristo del Grao y el rosario á la puesta del sol.
  Aquellos eran otros tiempos; la gente era mejor. Y el _tío Batiste_,
  moviendo las arrugas del rostro y su barbilla de chivo venerable,
  hablaba contra la impiedad y soberbia del presente, acompañando sus
  palabras con juramentos de castillo de proa y _me caso_ en esto y en lo
  de más allá.
  _El Retor_ le escuchaba complacido. Encontraba en el viejo á su antiguo
  maestro el _tío Borrasca_, y oyéndole pensaba en su padre. La demás
  gente de la barca, Tonet, los dos marineros y el grumete, reíanse del
  viejo y le enfurecían asegurándole que ya no estaba para navegar y que
  el cura le reservaba la plaza de sacristán.
  _¡Chentòla!_ Ya verían quién era él cuando saliesen al mar; aun les
  llamaría cobardes en más de una ocasión.
  Al día siguiente todo el barrio de las Barracas estaba en movimiento.
  Por la noche se hacían á la mar las barcas del _bòu_, llevando los
  hombres á la pura conquista del pan.
  Todos los años se repetía la emigración viril, pero á pesar de esto las
  
Sez İspan ädäbiyättän 1 tekst ukıdıgız.