🕥 36 minut uku

Flor de mayo - 06

Süzlärneñ gomumi sanı 4716
Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1704
29.1 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
42.6 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
49.8 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.
  ritmo unas cancioncillas, en las que se describía lo conmovedor del
  encuentro.
  La gente oía embobada al _tío Grancha_, un viejo _velluter_ que todos
  los años venía de Valencia á cantar por entusiasmo piadoso en aquella
  fiesta. ¡Qué voz! Sus quejidos partían el corazón, y por esto, cuando
  los bebedores de la inmediata taberna de _Chulla_ reían demasiado
  fuerte, estallaba una protesta general en la silenciosa muchedumbre, y
  los devotos clamaban indignados:
  --_¡Calleu_... _recordons!_
  Subieron y bajaron las imágenes, lo que equivalía para la gente á
  dolorosos y desesperados saludos que se dirigían la madre y el hijo; y
  mientras se verificaban estas ceremonias y cantaba sus coplas el _tío
  Grancha_, Dolores no quitaba los ojos del judío esbelto y arrogante que
  contrastaba con su capitán patizambo.
  Podía estar de espaldas á Rosario, pero ésta la veía, ó más bien
  adivinaba dónde iban sus ojos. ¿Pero han visto ustedes? Ni que se lo
  quisiera comer. ¡Qué desvergüenza! Y eso en presencia de su marido; ¡qué
  sería cuando Tonet iba á su casa con excusa de jugar con el sobrino y la
  encontraba sola!
  Y mientras las dos procesiones se unían volviendo juntas á la iglesia,
  la celosa é inquieta mujercilla seguía rugiendo á media voz amenazas é
  insultos sobre aquellas espaldas anchas y rollizas, soberbio pedestal de
  la hermosa nuca erizada de rizados pelos.
  Dolores se volvió, dando una soberbia rabotada. ¿Pero era á ella á quien
  decía tantas cosas? ¿Cuándo iba a dejarla en paz? ¿No podría mirar donde
  le diese la gana?
  Y los puntitos de oro, con su brillo infernal, destacábanse sobre la
  pupila de hermoso verde mar.
  Sí; para ella iban todas sus palabras; para ella, perra rabiosa, que se
  comía los hombres con los ojos.
  Dolores reía con desprecio. ¡Gracias! Que se guarde el suyo. Vaya una
  prenda. Ella tenía su hombre y no podía acabárselo. Eso otras que
  estaban medio locas. _Piensa el ladrón que todos_, etc.... Ella
  únicamente se dedicaba á romperles los morros á las insultadoras.
  --_¡Mare!_, _¡mare!_--gritaba Pascualet lloriqueando, agarrándose á las
  faldas de la soberbia moza que, palideciendo bajo su piel morena, se
  arqueaba ya para acometer, mientras que las amigas de Rosario agarraban
  á ésta por los flacos y nerviosos brazos.
  --_¿Qué es asò?_ _¿Sempre lo mateix?_--bramó un vozarrón cascado.
  Y la enorme mole de la _tía Picores_ se interpuso entre las
  combatientes.
  Ella lo arreglaría todo. Sabía cómo se manejaba á aquellas locas. _Tú
  Dolores_... _á casa_. _Y tú, mala llengua, que no t'oixca_.
  Y á fuerza de empujones y amenazas las hizo obedecer.
  ¡Señor, qué gente! Hasta en un día santo, en viernes, y durante la
  procesión del Encuentro, armaban escándalo las condenadas. ¡Señor mil
  veces! ¡Qué chicas las de ahora!
  Y viendo la fiera vieja que todavía se insultaban de lejos, las amenazó
  con sus manos de bruja hinchada, logrando al fin que se dejasen llevar
  por las amigas.
  El escándalo trascendió al poco rato por todo el Cabañal.
  En la barraca de Tonet hubo gran alboroto. Éste, antes de despojarse del
  traje de judío, dió una paliza á su mujer para que se curara de celos.
  _El Retor_ habló de ello mientras Dolores le sacaba del tormento de la
  malla á fuerza de tirones y sus carnes martirizadas recobraban la
  saludable expansión.
  Su cuñada estaba loca: lo declaraba con la mayor lástima. Y aunque su
  hermano era un calavera y le dominaba el maldito aguardiente, no podía
  menos de compadecerlo al verle unido á una mujer intratable como un
  puerco espín.
  Pero la familia era la familia. Porque Rosario fuese como era, no iba él
  á cerrarle las puertas á su hermano Tonet, y menos ahora, que si le
  ayudaba la suerte, tendría ocasión de hacerlo todo un hombre. Dolores,
  pálida aún por la reciente emoción, aprobaba todas sus palabras con
  movimientos de cabeza.
  En fin, que con tratarse poco ó nada con aquella loca, todo quedaba
  arreglado.
  Y ahora al negocio.
  Al día siguiente, cuando las campanas comenzaban á voltear el toque de
  gloria, cuando se disparaban tiros en las calles y los muchachos
  aporreaban las puertas con garrotes, la _Garbosa_, aquella ruina del
  mar, aparejada como una barca pescadora, extendía su gran vela latina,
  blanca, fuerte y nueva, y se alejaba de la playa del Cabañal;
  contoneábase pesadamente sobre las olas como una belleza arruinada que
  oculta su vetustez, marchando en busca de la última conquista.
  
  VI
  Muy entrada la noche navegaba la _Garbosa_ en aguas del cabo de San
  Antonio.
  Coloreaban en torno de la barca como peces de fuego los encendidos
  reflejos del faro, rotos y arrollados por la incesante movilidad de las
  aguas.
  Destacábase el cabo con su gigantesca cortadura, recta, trabajada y
  bruñida por las tempestades, y detrás, tierra adentro, erguíase con
  ascensión interminable el sombrío Mongó como un borrón sobre la
  inmensidad azul.
  El faro brillaba sobre la obscura masa como el inflamado ojo de un
  cíclope acechando á los navegantes.
  Era flojo el viento de la costa, y la _Garbosa_ había pasado todo el día
  en atravesar el golfo. Ahora tenía ante su proa el mar libre: estaban en
  la entrada del verdadero camino de Argel.
  _El Retor_, sentado en la popa, junto á la caña del timón, miraba la
  obscura masa del cabo como orientándose, y al mismo tiempo examinaba un
  viejo compás de su tío, sobre cuyo empañado vidrio proyectábase la luz
  del farolillo que iluminaba el barco.
  Tonet, sentado junto á él, ayudábale con su experiencia. De todos los de
  á bordo, él era el único que había estado en Argel.
  El camino era fácil; recto como una carretera. Al llegar al cabo, ¡caña
  al Sudeste! y no había más que dejar á la _Garbosa_ que siguiese su
  camino si el viento era bueno.
  _El Retor_ se agarró con ambas manos á la caña del timón; viró la barca,
  exhalando quejidos como un enfermo que muda de postura; el manso oleaje
  que la mecía de lado comenzó á acometerla por la proa, obligándola á dar
  lentos cabeceos, en los que hervía la espuma, brillando en la
  obscuridad, y el faro vióse por la popa, confundiéndose su inquieta faja
  rojiza con el rebullir de la estela.
  Ahora á dormir.
  Tonet se tendió al pie del mástil con un rollo de cuerdas por almohada y
  cubierto con un pedazo de lona. Su hermano estaría en el timón hasta
  media noche, y después le relevaría él hasta la madrugada.
  _El Retor_ era el único que velaba á bordo de la _Garbosa_. Á pesar del
  rumor del oleaje, oía los ronquidos de la tripulación, dormida casi á
  sus pies.
  Él, que en el mar vivía siempre libre de cuidados y arrojaba las redes
  hasta en mal tiempo, no podía dominar cierta inquietud al hallarse solo.
  Los temores de la propiedad comenzaban á dominarle. El negocio por
  cuenta propia hacíale miedoso. ¿Cómo saldría de aquella aventura?
  ¿Resistiría la _Garbosa_ si se les echaba encima el mal tiempo? ¿Le
  pillarían cuando volviese cargado hacia España?
  Y con una atención de padre que cuenta las toses y pulsaciones del hijo
  enfermo, atendía á los crujidos dolorosos de la vieja _Garbosa_ como si
  los quejidos se los arrancase á él el dolor, y miraba á lo alto, á la
  punta de la vela, gigantesca sábana cóncava que, vista desde abajo,
  parecía rasgar con su punta el cielo, aquella bóveda de raso apolillado,
  por cuyos innumerables agujeros escapábase con vivo parpadeo el
  resplandor de lo infinito.
  Pasó la noche con tranquilidad, y el día amaneció entre nubecillas
  rojas, con el mismo calor que si hubiera llegado el verano.
  Palpitaba la vela con aleteo de ave, hinchada apenas por las tibias
  ráfagas que cosquilleaban la superficie del mar, bruñida, inmóvil y
  azulada como espejo veneciano.
  La tierra habíase perdido de vista. Á babor, disfuminadas en el
  horizonte como vapores del amanecer, marcábanse vagamente dos manchas de
  color de rosa, Tonet las señalaba á sus compañeros. Aquéllo era Ibiza.
  La _Garbosa_ avanzaba lentamente por la inmensidad circular, vasto
  anfiteatro de tranquilas aguas, en cuyos límites, como puntos indecisos,
  marcábanse las nubecillas de humo de las embarcaciones de vapor.
  Tan lenta era la marcha de la barca, que apenas si su proa agitaba las
  aguas: la vela pendía muchas veces inmóvil del mástil, barriendo la
  cubierta con su orla.
  Desde la cubierta de la _Garbosa_ alcanzaba la vista las hondas
  profundidades del agua tranquila. Las nubes y la misma barca
  reflejábanse en el fondo azulado con misterioso espejismo. Coleaban con
  nerviosa rapidez las bandas de pescado brillantes como pedazos de
  estaño; jugueteaban como chicuelos traviesos los enormes delfines,
  sacando á flor de agua su grotesca jeta y el negro lomo matizado de
  polvo brillante; aleteaban los peces voladores, mariposas del mar, que
  se hundían en el misterio de las aguas después de algunos instantes de
  vida atmosférica; y todos los seres extraños, de figuras fantásticas, de
  colores indefinibles, pintarrajeados unos como tigres, negros y fúnebres
  otros, gigantescos y fornidos, diminutos y nerviosos, de enormes bocas y
  cuerpo reducido ó de pequeña cabeza é hinchado vientre, bullían y se
  agitaban en torno de la vieja barca, como si fuese uno de aquellos
  esquifes mitológicos á los que daban escolta las divinidades del mar.
  Tonet y los dos marineros aprovechaban la calma para echar sedales. El
  _gato_ de la barca vigilaba el fogón de proa, donde burbujeaba la olla
  del mediodía, y _el Retor_, paseando por la estrecha popa y mirando al
  horizonte, se daba á todos los demonios ante la calma. La _Garbosa_,
  aunque no estaba inmóvil, parecía enclavada siempre en el mismo sitio.
  Á lo lejos veíase un pailebot con las velas caídas, apresado por la
  calma, con la proa al Este, tal vez en busca de Malta ó de Suez. Pasaban
  por la línea del horizonte con marcha veloz grandes vapores de ancha
  chimenea, hundidos por excesiva carga hasta la línea de flotación;
  _trigueros_ que venían del Mar Negro é iban hacia el Estrecho, llevando
  en sus entrañas la inmensa cosecha de la Rusia del Sur.
  El sol llegaba á su mayor altura. Brillaban las aguas como inflamadas,
  burbujeando bajo un resplandor de incendio; caldeábase la atmósfera como
  si hubiese llegado ya el verano, y en la cubierta de la _Garbosa_ ardían
  las viejas tablas crepitando con ruido de leña vieja.
  La comida estaba á punto, y patrón y marineros sentáronse al pie del
  mástil á la sombra de la vela, hundiendo todos su cuchara en el mismo
  plato.
  Todos estaban despechugados, sudorosos, anonadados por la calma
  bochornosa; rodaba sin cesar el porrón de mano en mano para refrescar
  las secas fauces, y algunas veces miraban con envidia las aves de mar
  que revoloteaban á ras del agua como si temiesen cruzar la atmósfera
  caliginosa.
  Al terminar la comida, los marineros entornaban los ojos y se movían
  perezosamente, como si estuvieran borrachos más de sol que de vino.
  Iban á dormir en la _zorra_ de aquel carro viejo, y uno tras otro
  deslizáronse en la cala de la barca, tumbándose sobre las maderas que
  rezumaban, quejándose al menor vaivén.
  Pasó la tarde y la noche sin ningún incidente. Al amanecer refrescó el
  viento, y la _Garbosa_, como un caballo viejo de buena casta que siente
  la espuela, comenzó á encabritarse, cabeceando sobre las rizada olas.
  Al mediodía marcáronse en el límite del mar algunas manchas de humo, y
  poco después todos los tripulantes de la _Garbosa_ vieron salir
  pausadamente tras la verde faja del horizonte mástiles como campanarios,
  con plataformas enormes; torres de fortaleza; castillos flotantes
  pintados de blanco: toda una ciudad cargada de miles de hombres que
  avanzaba envuelta en humo, trazando caprichosas evoluciones, formando
  una sola pieza ó disgregándose hasta ocupar todo el horizonte; rebaño de
  leviatanes que conmovían las aguas agitándolas con sus ocultas aletas.
  Era la escuadra francesa del Mediterráneo que marchaba haciendo
  evoluciones. Ya se aproximaban á Argel. Todos la contemplaban con
  asombro y temor. ¡Recristo y qué cosas tan grandes hacen los hombres! El
  más pequeño de tales barcos, el cañonero blanco que empavesado de
  banderas y bolas negras iba por entre los grandes navíos haciendo
  señales como un cabo que vigila la formación, no necesitaba más que
  rozar la barca para convertirla en sémola. Y no se diga nada de las
  vigas negras y redondas que asomaban por las aberturas de las torres.
  ¿Adónde irían á parar ellos si á los tales animalotes se les ocurría
  estornudar?...
  Y los contrabandistas contemplaban la escuadra con la inquietud y el
  respeto del raterillo que viese desfilar un batallón de guardia civil.
  Se alejaron los acorazados, borrándose al poco rato en el horizonte, sin
  dejar más rastro que algunas nubecillas flotantes, absorbidas por el
  inmenso azul.
  Á media tarde comenzó á marcarse vagamente una sombra que parecía el
  arqueado lomo de un cetáceo. Ya tenían la tierra á la vista. Tonet
  recordaba aquello; era el centinela avanzado de la costa, el cabo de la
  _Mala Dòna_. A babor estaba Argel.
  La brisa refrescaba cada vez más; la vela, hinchada, describía una
  atrevida curva sobre el inclinado mástil; la proa hundíase y se
  levantaba saludando gentilmente el hervor del agua cortada que la cubría
  de espumarajos, y toda la _Garbosa_, crujiente y conmovida, avanzaba
  veloz, como esas bestias débiles que se esfuerzan al percibir la cuadra
  y el descanso.
  Caía la tarde, y en los flancos de la _Mala Dòna_, esfumados por la
  distancia, íbanse marcando nuevas tierras, montañas bajas con manchas
  blancas de caseríos. La barca navegaba cada vez más veloz, como si la
  atrajera la tierra, y ésta se alejaba como esos países de los cuentos de
  hadas que huyen conforme el viandante acelera su marcha.
  La _Garbosa_ inclinábase al Sudeste, y al cerrar la noche dejaba á
  estribor el cabo y seguía de cerca la costa, saltando por encima del
  pequeño oleaje, que la hacía danzar alegremente.
  Sobre el cielo de un hermoso azul turquí destacábase la dentellada
  crestería de la costa; venía de tierra un aliento cálido, como de
  misteriosa habitación cargada de extraño perfume, y surgía de la tierra
  la luna al principio de su creciente; una verdadera luna oriental y
  delgada, de cuernos encorvados, como la que figura en el estandarte del
  Profeta y corona la cúpula de los minaretes. Aquello era estar en
  África.
  Percibíase desde la _Garbosa_ el choque del oleaje sobre los
  acantilados, las lucecillas de los pueblos ribereños, los gritos de los
  moros del campo; y á lo lejos, al término de la montañosa línea, donde
  el mar parecía precipitarse tierra adentro, en caprichosa revuelta,
  brillaban algunos puntos rojos de vivo fulgor.
  Allí estaba Argel. Tardaron unas tres horas en llegar. Las luces se
  multiplicaban, como si por todas partes brotasen del suelo rosarios de
  luciérnagas; clasificábanse en diverso brillo é intensidad; las había á
  centenares, en línea serpenteando, como si bordeasen un camino de la
  costa; al fin, tras una orzada para doblar un pequeño promontorio,
  apareció la ciudad con todo su resplandor de puerto levantino.
  Á excepción de Tonet, todos en la barca se quedaron embobados
  contemplando el espectáculo. ¡Recristo! ¡Debía hacerse el viaje sólo por
  ver aquello! Podían ir al infierno el Grao y su puerto.
  Estaban en una gran bahía de aguas sombrías é inmóviles, en cuyo fondo
  abríase el puerto con faroles verdes y rojos en la embocadura. Detrás,
  la ciudad, escalonándose colina arriba, blanca hasta en las sombras de
  la noche, moteada por millares de luces, como si se celebrase alguna
  fiesta con espléndida iluminación. ¡Vaya un derroche de gas! En las
  aguas del puerto culebreaban las líneas rojas, como si en el fondo se
  divirtieran los peces disparando cohetes voladores; brillaban las
  linternas rojas en el bosque de mástiles, unos escuetos con la sobriedad
  de la marina mercante, otros con cofas y ametralladoras; y arriba, sobre
  los baluartes, en la ciudad baja puramente europea, destacábanse con
  resplandor de incendio las fachadas de los cafés cantantes, las grandes
  tiendas y los bulevares atravesados por negro hormigueo y veloces
  carruajillos con toldos de lienzo blanco.
  Llegaban hasta la barca plegados, confundidos y revueltos por la brisa
  de la noche, las musiquillas de los cafés, el toque de retreta de los
  cuarteles, el rumor del gentío en las calles, los gritos de los boteros
  árabes que atravesaban el puerto: toda la agitada respiración de una
  ciudad comercial y exótica, que, después de cometer durante el día las
  mayores felonías por conquistar el franco, se entrega al placer al
  llegar la noche con el apetito excitado.
  _El Retor_, repuesto de su sorpresa, pensaba en el negocio. Recordaba
  las instrucciones de su tío, y mientras la tripulación recogía la vela
  para que darse al pairo, él prendía fuego á un calabrote embreado y
  agitaba la rojiza antorcha sobre su cabeza, ocultándola por tres veces
  tras una lona que sostenía el _gato_ de la barca.
  Esto lo repitió un sinnúmero de veces, mirando fijamente la parte más
  obscura de la costa. Tonet y los otros tripulantes seguían con
  curiosidad tales señales. Por fin vióse brillar en tierra una luz roja.
  Los del _entrepôt_ contestaban: no tardaría á llegar el cargamento.
  _El Retor_ explicaba á los suyos las ventajas de este sistema. No
  convenía cargar dentro del puerto. El tío Mariano sabía por experiencia
  que allí habían muchos _moscas_ prontos á telegrafiar á España el nombre
  y la matrícula de la barca para ganarse una parte de la presa. Lo mejor
  era recibir la carga fuera, en la sombra de la noche; al amanecer
  hacerse á la vela antes de que nadie se enterara, llegar á la costa de
  Valencia sin avisos de ninguna clase, y ¡adivina quién te dió!
  Y el bondadoso pescador se reía de su propia malicia, aunque mirando
  interiormente á su experto tío, que le había dado tan buenos consejos.
  Mientras el patrón esperaba la llegada de la carga mirando el punto de
  la sombría costa donde había brillado la luz, Tonet y los marineros,
  sentados en la proa con las piernas colgando sobre el mar, contemplaban
  codiciosos la iluminada ciudad.
  Bien se acordaba el marido de Rosario de su estancia allí, y relataba á
  sus embobados compañeros las alegres correrías por Argel. Les designaba
  las fachadas con grandes rótulos de gas, por cuyas ardientes ventanas
  escapábase una música chillona y confuso rumor de avispero. Eran los
  cafés cantantes. ¡Caballeros, cuánto se había divertido allí! Y el
  _gato_ de la barca, estirando su desgarrada boca de oreja á oreja,
  brillándole los ojuelos de muchacho vicioso, creía ver las cantatrices
  casi desnudas, con enorme sombrero de gasa, que graznaban sobre el
  tablado moviendo á compás las caderas y el vientre.
  Aquella calle recta, tendida sobre el muelle, toda de arcos y en cada
  hueco una luz como la interminable nave de una iglesia, era el
  _Boulevard de la República_, con sus grandes cafés, donde iban los
  señores oficiales á tomar la absenta, teniendo por vecinos de mesa los
  morotes ricos de enorme turbante y los negociantes judíos de túnica de
  seda sucia y vistosa. Detrás estaban otras calles, también con arcos y
  hermosas tiendas; la _plaza del Caballo_ con la mezquita principal, un
  gran caserón blanco, donde entraban los bobos descalzos y recién lavados
  á hacerle cortesías al zancarrón de Mahoma, mientras que arriba, en lo
  último de la torrecilla que se veía desde la barca, un tío con turbante
  pateaba y gritaba á ciertas horas como si estuviera loco. Por todas las
  calles madamas muy bien vestidas que olían á gloria, andando como
  patitos y diciendo _mersi_ á cada chicoleo; soldados con gorro de
  datilero y unos pantalonazos dentro de los cuales cabía la familia;
  gente de todos los países, lo mejorcito de cada casa, que había ido allí
  huyendo del rey, y cada dos puertas una cantina con sus mesas en la
  acera, donde se servía la absenta á vasos.
  Tonet lo había visto todo y lo describía á los suyos con manoteos y
  guiños, subrayando muchas veces la palabra con acciones que hacían
  prorrumpir al grumete en escandalosas carcajadas.
  ¿Y la ciudad alta donde vivían los moros? _¡Redeu!_ Aquello sí que era
  notable. ¿Se acordaban del callejón junto al mercado del Grao? ¡Aquel en
  que se tocan con los codos las paredes!... Pues era una carretera,
  comparado con las gargantas de lobo que cruzan la parte alta, siempre
  cuesta arriba, casi cubiertas por los aleros y con un arroyo de
  inmundicia bajando por los escalones del empedrado.
  Había que tomar fuerza en todos los cafetines del tránsito para subir
  tales calles y taparse las narices ante las tiendas, miserables tabucos
  en cuyo umbral fuman en cuclillas los morazos diciéndose Dios sabe qué
  cosas en su jerga de perros.
  Allí se vivía como un hombre, y con poco se sacaba la panza de mal año.
  El que tuviera buen estómago y no le importara ver comer el alcuzcuz á
  puñados con las manos después de acariciarse los pies, por un real se
  zampaba un plato bien colmado, un par de huevos pintados de rojo como
  los de Pascua, y aun podía tomar café en una tacita como un cascarón,
  tendido sobre la tarima de cualquier cafetín moruno, y hasta dormirse al
  son de una flauta y dos panderos.
  Había también sus cosas buenas. Moritas caritativas del dominio común,
  que llamaban desde sus puertas con la cara pintarrajeada, las uñas
  teñidas de azul y el pecho moteado por extravagantes dibujos; negrotas
  de los establecimientos de baños que sonreían como perros ofreciendo
  frotaros con sus manazas, y otras _¡rediel!_... otras que eran las
  señoras, con la cara tapada de tal modo, que sólo se veía la nariz y un
  ojo, con sus anchos calzones bamboleándose al andar y enseñando por bajo
  del manto la chaquetilla de oro, los brazos como un mostrador de
  platería, y sobre el abultado pecho infinitos rosarios de moneditas y
  medias lunas.
  ¡Y qué ojos, chiquillos! ¡Qué curvas! Aun se acordaba él de una negrota
  rica, con la que tropezó en un callejón de allí arriba. Como él era
  así... no pudo remediarlo; la pellizcó por la espalda en los
  zaragüelles, que parecían hinchados y estaban duros como la piedra; la
  negra chilló como una rata, cayeron sobre él tíos y más tíos, todos feos
  y con enormes trancas; él y sus dos amigotes tiraron de la faca
  marinera, y aquello se acabó cuando subieron los zuavos y se los
  llevaron al _violón_, de donde los sacó el cónsul después de dos días de
  encierro.
  Los marineros le oían ansiosos, admirando su superioridad, y mientras
  reían comentando el lance de la negra, Tonet murmuraba mirándose los
  pies con expresión de hombre cansado:
  --_¡Ay!_... _Entonses tenía yo més humor_.
  El patrón dió un grito desde la popa. Alguien se acercaba de tierra. Una
  luz roja agrandábase por momentos y oíase un sordo chapoteo, como si
  nadase un perrazo con dirección á la barca.
  Era el vaporcito del _entrepôt_. Saltó á la cubierta de la _Garbosa_ un
  buen mozo con bigote rubio y gorra azul, y en ese idioma híbrido de los
  puertos africanos, mezcla de italiano, francés, griego y catalán, dió
  cuenta al _Retor_ de su comisión.
  Habían recibido á tiempo el aviso de _mosiú_ Mariano, de Valencia; les
  esperaban desde la noche anterior; habían visto la señal y allí estaba
  el cargamento para transbordarlo cuanto antes, pues aunque las
  autoridades francesas hacían la vista gorda, convenía en tales negocios
  despachar pronto.
  --_¡A la faena!_--gritó el Retor á su gente--. _Cárrega á bordo_.
  Y desde el vaporcito, cuya chimenea apenas si asomaba un palmo sobre el
  montón de la carga, comenzaron á pasar á la barca los gruesos fardos
  envueltos en lona embreada, impregnados de picante olor.
  Las dos embarcaciones estaban amarradas una á otra, y el transbordo de
  la carga se hacía con facilidad. La abierta escotilla engullíase los
  fardos, y la _Garbosa_, conforme avanzaba la operación, iba hundiéndose,
  lanzando un sordo quejido, como una bestia paciente que se lamenta de la
  excesiva carga.
  El mocetón rubio del vapor examinaba con creciente asombro la barca.
  ¿Pero era posible que aquel ataúd resistiera tanto? Y _el Retor_
  contestaba golpeándose el pecho como para darse una convicción que
  comenzaba á faltarle. Toda; ni un fardo menos. Y su cuenta, si le
  ayudaba Dios y el Santo Cristo del Grao, era tirar aquellos bultos de
  allí á dos noches en la playa del Cabañal.
  La cala estaba atestada y los fardos se apilaron sobre la vieja
  cubierta, colocándose en la borda palitroques y cuerdas para contenerlos
  y que no cayesen al mar.
  --_Buona sorte, patrón_--chapurreó el rubio quitándose su gorrilla y
  estrechando con fuerza la mano del _Retor_.
  Se alejó el vaporcillo; la _Garbosa_ extendió su vela, y comenzó á
  correrse hacia la izquierda la ciudad, con su iluminación cada vez menos
  brillante.
  Al _Retor_ se le encogía el corazón viendo marchar su barca. ¡Ay! ¡Que
  Dios no se olvidase de ellos y no les enviara un poco de mal tiempo!
  Aun con buena mar, la barca navegaba milagrosamente, hundida casi hasta
  la borda, cabeceando torpemente y elevándose con tal lentitud sobre las
  olas, que éstas, á pesar de ser flojas, le entraban por la proa como si
  estuviera corriendo un temporal.
  Tonet, ajeno á los cuidados que inspiraba la propiedad, se reía de la
  barca, que, según él, parecía un torpedero navegando con la cubierta á
  flor de agua.
  Cuando amaneció, el cabo de la _Mala Dòna_ veíase por la popa como una
  vaga silueta, y al poco rato la barca estaba en alta mar.
  La carga, hecha con tanta rapidez frente á Argel y en la sombra de la
  noche, la recordaba _el Retor_ como si fuese un sueño, ahora que se veía
  de nuevo en medio del Mediterráneo, sin tierras á la vista. Pero para no
  dudar, allí estaban los fardos, durmiendo sobre ellos la tripulación
  fatigada por la faena de carga, y como testimonio decisivo, la pobre
  _Garbosa_, que navegaba torpemente como una tortuga.
  Lo único que tranquilizaba al _Retor_ era el tiempo. Buen viento y mar
  bella; aun así, á la barca le vendría justo el llegar á Valencia. Ahora
  comprendía el patrón su temeridad al acometer el negocio con tal zapato.
  Y á pesar de que no conocía el verdadero miedo, pensó algunas veces en
  su padre, aquel valiente que se burlaba del mar como de un amigo manso,
  lo que no impidió que lo recogiesen en la playa deshecho y corrompido
  como un salivazo de las olas.
  La barca navegó sin novedad hasta el amanecer del día siguiente. El
  cielo estaba encapotado. Un largo estremecimiento agitaba la superficie
  del agua, y el cabo de San Antonio se mostraba envuelto en brumas, así
  como el Mongó, cuya cumbre aparecía suspendida en el espacio con la base
  cortada por dos fajas de nubes.
  La _Garbosa_, inclinada sobre babor de un modo alarmante y con la
  ventruda vela rozando casi las aguas, avanzaba rápidamente.
  El cariz alarmante del tiempo inquietaba al patrón, que debía aguantar
  hasta la noche para hacer el alijo.
  De pronto púsose en pie de un salto y abandonó la caña del timón.
  Fijábase en una vela que se destacaba sobre el fondo gris del cabo...
  _¡Futro!_ No se equivocaba; bien conocía aquella embarcación. Era una
  escampavía de Valencia que parecía al acecho costeando frente al cabo.
  Algún _mosca_ había hecho de las suyas en el Cabañal, diciendo que la
  _Garbosa_ había salido á algo más que á pescar.
  Tonet también adivinaba la clase de la embarcación, y miraba á su
  hermano con inquietud.
  Aun era tiempo; á tomar mar. Y la _Garbosa_, inclinando un poco su proa,
  se alejó del cabo, huyendo hacia el Nordeste. El viento la favorecía en
  esta maniobra, y la _Garbosa_ navegaba con gran rapidez hundiendo
  muchas veces bajo las olas su abrumado casco.
  La escampavía al poco rato imitaba la maniobra, dándola caza. Aquella
  barca era mejor y más ligera, pero la distancia entre las dos resultaba
  considerable, y _el Retor_ pensaba huir, huir siempre, aunque fuese á
  dar en el mismísimo puerto de Marsella, si antes no se tragaban las
  aguas á la guitarra vieja con todo su cargamento.
  La persecución duró hasta mediodía, cuando estaban indudablemente á la
  altura de Valencia. Pero allí la escampavía viró, dirigiéndose á tierra.
  
Sez İspan ädäbiyättän 1 tekst ukıdıgız.