Flor de mayo - 05

Süzlärneñ gomumi sanı 4705
Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1770
31.0 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
44.6 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
51.6 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.
  con banderas, vergas entrecruzadas, chimeneas encarnadas y negras y
  grúas que parecían horcas. Avanzaba mar adentro la escollera de Levante
  como un muro ciclópeo de rojos bloques aglomerados al azar por una
  trepidación del terreno; amontonábanse en el fondo los edificios del
  Grao, las grandes casas donde están los almacenes, los consignatarios,
  los agentes de embarque, la gente de dinero, la aristocracia del puerto,
  y después, como una larga cola de tejados, la vista encontraba tendidos
  en línea recta el Cabañal, el Cañamelar, el _Cap de Fransa_, una masa
  prolongada de construcciones de mil colores, que decrecían conforme se
  alejaban del puerto; al principio fincas con muchos pisos y esbeltas
  torrecillas, y en el lejano extremo, lindante con la vega, blancas
  barracas con la caperuza de paja torcida por los vendavales.
  No temiendo espionajes, _el Retor_ volvió á sentarse al lado de su
  hermano.
  Su mujer le había metido el proyecto en la cabeza, y él, después de
  pensarlo mucho, había acabado por creerlo aceptable. Se trataba de un
  viaje á la _còsta d'afòra_, á Argel; como quien dice á la pared de
  enfrente de aquella casa azul y mudable que tantas veces recorrían como
  pescadores. Nada de pescado, que no se deja coger siempre que el hombre
  quiere; buenos fardos de contrabando; la barca llena hasta los topes de
  _alguilla_ y _Flor de Mayo_... _¡Rediel!_ ese era el negocio; mil veces
  lo había hecho su pobre padre. ¿Qué le parecía?
  Y el honradote Retor, incapaz de faltar á lo que le previniese el
  alguacil del pueblo ó el cabo de mar, reíase como un bendito al pensar
  en aquel alijo de tabaco que hacía tiempo le danzaba en la cabeza, y le
  parecía ver ya sobre la arena los fardos de lona embreada. Como buen
  hijo de la costa, recordando las hazañas de sus mayores, consideraba el
  contrabando como la profesión más natural y honrada para un hombre
  aburrido de la pesca.
  Á Tonet le parecía bien. Ya había hecho él dos viajes de tal clase,
  enganchándose como simple marinero, y ahora que faltaba trabajo en el
  muelle y el tío Mariano no acababa de sacarle aquel empleo tan codiciado
  en las obras del puerto, no tenía inconveniente en seguir á su hermano.
  Este redondeaba el plan. Tenía lo más importante: barca propia, la
  _Garbosa_. Y como Tonet lanzase una exclamación de asombro, _el Retor_
  entró en detalles. Ya sabía él que la tal barca estaba casi
  despanzurrada, con los costillares poco unidos y la cubierta combada
  hacia abajo; una ruina que al saltar sobre las olas, sonaba como una
  guitarra vieja; pero no le habían engañado: treinta duros dió por ella;
  compró la leña y nada más; pero aun sobraba para hombres que conocían el
  mar y eran capaces de atravesarlo en un zapato.
  Además--y guiñaba un ojo con su malicia de muchacho grande--, con una
  barca así se tenía la ventaja de perder poco si el guardacostas les
  echaba la zarpa.
  Y con este argumento, de una sencillez sublime, convencíase _el Retor_
  de la conveniencia de tal temeridad, sin ocurrírsele ni remotamente que
  exponía su vida.
  Con su hermano y dos hombres de confianza quedaba formada la
  tripulación. Ahora sólo necesitaba hablarle al tío Mariano, que tenía
  buenos conocimientos en Argel, de la época en que hacía el negocio.
  Y como hombre decidido que teme arrepentirse si espera mucho, quiso ir
  inmediatamente en busca de aquel personaje poderoso, que les honraba
  siendo su tío.
  Á tales horas debía estar fumando su pipa en el café de _Carabina_, y
  allá fueron los dos hermanos.
  Al pasar por cerca de la casa _dels bòus_ miraron la barcaza-taberna,
  cada vez más negra y abandonada, y saludaron con un _¡adiós, mare!_ el
  rostro lustroso y de colgantes carrillos que, encuadrado por un pañuelo
  blanco semejante á toca monjil, asomaba por la boca de cueva abierta
  sobre el mostrador.
  Algunas ovejas sucias y flacas rumiaban la hierbecilla de las marismas
  inmediatas á la población; cantaban las ranas en los charcos
  confundiendo su monótono _rac-rac_ con la susurrante calma de la playa,
  y sobre las redes de color de vino, festoneadas de corcho y tendidas
  sobre la arena, picoteaban los gallos, que irisaban sus luminosas plumas
  despidiendo reflejos metálicos.
  Á la orilla de la acequia del Gas, las mujeres, en cuclillas, moviendo
  sus inquietas posaderas, lavaban la ropa ó fregaban los platos en un
  agua infecta que discurría sobre fango negruzco cargado de mortales
  emanaciones. Los calafates agitábanse mazo en mano en torno de un
  esqueleto de madera nueva, que parecía de lejos la osamenta de un
  monstruo prehistórico, y los cordeleros, arrolladas al busto las madejas
  de cáñamo, andaban de espaldas por la ribera de la acequia, formando
  entre sus ágiles dedos el hilo que se prolongaba sujeto al incansable
  torno.
  Llegaron al Cabañal, al barrio llamado de las Barracas, donde se
  albergaba la gente pobre sometida por la miseria á la servidumbre del
  mar.
  Las calles aparecían tan rectas y regulares como desiguales eran los
  edificios; las aceras de ladrillos rojos se escalonaban á capricho,
  según la altura de las puertas; y en el arroyo fangoso, negruzco, con
  profundas carrileras y charcos de la lluvia de semanas antes, dos
  hileras de olivos enanos golpeaban con las empolvadas ramas á los
  transeuntes, y veían unidos sus nudosos troncos por cuerdas en que se
  secaban las ropas, ondeando como banderas con la fresca brisa del mar.
  Las barracas blancas aparecían entre casas modernas de pisos altos,
  pintadas al barniz cual barcos nuevos con la fachada de dos colores,
  como si sus dueños no pudieran sustraerse en tierra al recuerdo de la
  línea de flotación. Sobre algunas puertas había adornos de talla
  semejantes á los mascarones de proa, y en toda la edificación se notaba
  el recuerdo de la antigua vida del mar, una amalgama de colores y de
  perfiles que daba á las casas el aspecto de buques en seco.
  Ante algunas puertas y subiendo hasta la altura del tejado, estaban
  plantados fuertes mástiles con garrucha, como signo de que allí vivían
  los dueños de las parejas del _bòu_. En lo alto del mástil se secaban
  los artefactos de pesca más delicados, ondeando con la majestad de un
  pabellón consular. _El Retor_ miraba estos palitroques con cierta
  envidia. ¿Cuándo querría el Santo Cristo del Grao que él le pudiese
  plantar á su Dolores un palo así frente á la puerta?
  Pasaron la acequia del Gas, entrando en el Cabañal, donde veranea la
  gente de Valencia. Las alquerías bajas, de panzudas rejas verdes,
  estaban cerradas y silenciosas; las anchas aceras repercutían los pasos
  con la sonoridad de una población abandonada; los copudos plátanos
  languidecían en la soledad, como si echasen de menos las alegres noches
  del estío con sus risas, sus correteos y su incesante sonar de alegres
  pianos. Sólo se veía de vez en cuando algún vecino del pueblo, que con
  la gorra puntiaguda, las manos en los bolsillos y la pipa en la boca,
  marchaba perezosamente hacia los cafés, únicos lugares que conservaban
  animación y vida.
  El de _Carabina_ estaba lleno. Bajo el toldo de la puerta veíase una
  aglomeración de chaquetas azules, rostros bronceados y gorras de seda
  negra; chocaban con sordo tableteo las fichas del dominó, y á pesar del
  aire libre, percibíase un fuerte olor de ginebra y tabaco picante.
  Bien conocía Tonet aquel sitio, donde había triunfado como hombre
  generoso en la primera época de su matrimonio. Allí estaba el tío
  Mariano solo en su mesa, aguardando, sin duda, la llegada del alcalde y
  otros de su clase, mientras fumaba la enorme pipa, oyendo con desdeñosa
  superioridad al _tío Gòri_, un viejo carpintero de ribera que durante
  veinte años iba al café todas las tardes á deletrear el periódico desde
  el título á la plana de anuncios ante unos cuantos pescadores que en los
  días de holganza le oían hasta el anochecer.
  --«_Se abre_... _la sisión_. _El siñor Segasta pide la palabra_.»
  Y se interrumpía para decir al que estaba más cerca:
  --_¿Veus? ¡Este Segasta es un pillo!_
  Y sin más aclaraciones afirmábase las gafas y volvía á deletrear por
  debajo del blanco y chamuscado bigote:
  --«_Siñores: contestando á lo que ayer dijo_...»
  Pero antes de llegar á quién era el que dijo, dejaba el periódico para
  mirar con superioridad á su embobado auditorio, afirmando con energía:
  --_¡Este es un embustero!_
  _El Retor_, que había pasado tardes enteras admirando la sabiduría de
  aquel hombre, no se fijó en él, atento y sumiso para su tío, que se
  dignó quitarse la pipa de los labios para saludarles con un _¡hola_,
  _chiquets!_ permitiéndoles sentarse en las sillas que reservaba á sus
  ilustres amigos.
  Tonet volvió la espalda para mirar á los jugadores de la mesa inmediata,
  que manejaban con entusiasmo los pedazos de hueso con puntos negros, y
  algunas veces sondeó con sus ojos el interior del café, lleno de humo,
  buscando tras el mostrador, bajo los cromos marítimos, á la hija de
  _Carabina_, aliciente principal del establecimiento.
  El señor Mariano (a) _el Callao_ (aunque todos se guardaban de darle en
  su presencia tal apodo) estaba ya cerca de los sesenta, á pesar de lo
  cual se mantenía fuerte y bien plantado, cobrizo, con las córneas de
  color de tabaco, el mostacho gris erizado como el de un gato cano y en
  toda su persona el aire de petulancia del necio que ha hecho cuatro
  cuartos.
  Llamábanle _el Callao_ porque cada día hablaba una docena de veces de
  aquella jornada gloriosa, á la que había asistido de joven como marinero
  de primera á bordo de la _Numancia_. Mentaba á cada paso á Méndez Núñez,
  á quien llamaba siempre don Casto, como si hubiera sido gran amigote del
  héroe, y los oyentes se entusiasmaban cuando se dignaba relatar lo
  ocurrido en el Pacífico, imitando el estrépito de las andanadas del
  glorioso navío: _¡Bum! ¡brurrrum!_
  Fuera de esto, era un pájaro de cuenta. Había hecho el contrabando en la
  feliz época en que todos eran ciegos, desde la comandancia al último
  carabinero; todavía, si se presentaba ocasión, entraba á la parte en
  algún alijo; su principal industria era hacer obras de caridad,
  prestando á los pescadores y sus mujeres al cincuenta por ciento
  mensual, lo que le valía la adhesión forzosa de un rebaño miserable que,
  después de despojado, hacía cuanto él le mandaba en las luchas políticas
  del pueblo.
  Sus sobrinos le veían con amiración tratarse de tú por tú con todos los
  alcaldes, y hasta algunas veces, vestido con la mejor ropa, ir á
  Valencia en comisión de prohombres para hablar con el gobernador.
  Avaro y cruel, sabía dar á tiempo una peseta; se familiarizaba con los
  pescadores, y sus sobrinos, que no le debían más que la esperanza de
  heredar algo el día en que muriese, teníanle por el hombre más
  respetable y bondadoso de toda la población, á pesar de que muy contadas
  veces habían entrado en su hermosa casa de la calle de la Reina, donde
  vivía sin otra sociedad que la de una criada madura, de buenas carnes,
  que le tuteaba y se permitía, al decir de la gente, una intimidad tan
  peligrosa como era saber dónde guardaba encerrado su _gato_ el señor
  Mariano.
  Oía éste á su sobrino con los ojos entornados y el entrecejo unido,
  ¡Hombre... hombre! No era malo el propósito. Así le gustaba á él la
  gente, trabajadora y atrevida.
  Y aprovechando la ocasión para halagar su propia vanidad de ignorante
  enriquecido, comenzó á hablar de su juventud, cuando acababa de llegar
  del servicio del rey sin un cuarto, y para librarse de ser pescador como
  sus abuelos, habíase lanzado camino de Gibraltar y de Argel para
  favorecer al comercio y que las gentes no fumasen la porquería del
  estanco.
  Gracias á sus _agallas_ y á Dios, que no le había abandonado, tenía con
  qué pasar bien la vejez. Pero aquellos tiempos eran otros, la gente iba
  recta á su negocio; mientras que ahora los guardacostas estaban mandados
  por oficialetes recién salidos de la escuadra de instrucción, con muchos
  humos y un palmo de orejas para escuchar las delaciones de _los moscas_,
  y no había quien parase la mano para recibir una docena de onzas á
  cambio de ser ciego por una hora.
  El mes pasado habían cogido cerca del cabo de Oropesa tres barcas que
  venían de Marsella con cargamento de telas; había que ir con cuidado; la
  gente estaba pervertida... abundaban los músicos de oreja... ¿Pero
  estaba él decidido? pues adelante; no sería su tío quien le quitase la
  idea, tanto más cuanto que le gustaba ver que los de la familia se
  cansaban de ser unos piojosos y deseaban hacer carrera. Mejor le hubiera
  ido á su padre, el pobre Pascual, siguiendo en el negocio y no volviendo
  á pescar.
  ¿Qué necesitaba de él? Podía hablar sin cuidado. Allí tenía un padre
  para ayudarle. Si fuese para la pesca ni un céntimo; le repugnaba aquel
  excomulgado oficio, en el que los hombres se mataban para mal comer;
  pero siendo para lo otro, todo lo que quisiera. No podía remediarlo; _le
  tiraba_ la afición al fardo prohibido.
  Y como _el Retor_ expusiera tímidamente sus pretensiones, balbuceando,
  como si creyera pedir demasiado, el tío le atajó con resolución.
  Ya que tenía barca, lo demás corría de su cuenta. Escribiría á sus
  amigos del _entrepôt_ de Argel, le darían un buen cargamento poniéndolo
  á su cuenta, y si era listo y llegaba á echarlo en tierra, le ayudaría á
  venderlo.
  --_Grasies_, _tío_--murmuraba _el Retor_ saltándosele las lágrimas--.
  _¡Qué bò es vosté!_...
  Bueno; menos palabras. Para eso estaba él en la familia. Además, se
  acordaba mucho del pobre tío Pascual. ¡Lástima de hombre! ¡Un marinero
  de tantas agallas!... ¡Ah! y á propósito. De las ganancias del alijo le
  daría el treinta por ciento, y lo demás para él. Porque ya era sabido.
  La familia era... la familia, y los negocios... los negocios. Y _el
  Retor_, todavía conmovido, aprobaba esta elocuencia convincente con
  sendas cabezadas.
  Quedaron en silencio. Tonet seguía de espaldas mirando á los jugadores,
  indiferente para aquella conversación que los dos hombres sostenían con
  la vista fija y sin menear apenas los labios.
  ¿Y cuándo iba á ser el viaje? ¿En seguida? Lo preguntaba para escribir á
  los del _entrepôt_.
  Pero _el Retor_ no podía salir hasta el sábado de Gloria. Bien quería él
  que fuese antes, pero la obligación es lo primero, y el viernes tenía
  que salir con su hermano en la procesión del Entierro al frente de la
  _côlla_ de los judíos. No así se abandona un puesto que venía ocupando
  la familia hacía no sé cuántos años, con gran envidia de muchas gentes.
  El traje de sayón era de su padre.
  El tío Mariano, á quien se tenía en el pueblo por incrédulo, porque
  jamás daba á ganar al cura una peseta, movía la cabeza con grave
  expresión. Hacía bien su sobrino: para todo hay tiempo. _El Retor_ y su
  hermano pusiéronse en pie al ver que se aproximaban los amigos del tío.
  Quedaban en que él ayudaría. Ya se avistaría de nuevo con su sobrino
  para ultimar el asunto. ¿Querían tomar algo?... ¿No habían comido aún?
  --Bueno; _pues á dinar y hasta la vista_, _chiquets_.
  Los dos hermanos se alejaron con paso lento por la desierta acera,
  volviendo al barrio de las Barracas.
  --_¿Qué t'ha dit el tío?_--preguntó Tonet con indiferencia.
  Pero al ver que su hermano movía la cabeza afirmativamente, se alegró.
  ¿De modo que el viaje era cosa hecha? Muy bien. Á ver si su hermano se
  hacía rico y á él le alcanzaba algo para pasar bien el verano.
  El bondadoso _Retor_ se conmovió ante los buenos deseos de su hermano y
  alegre por la conferencia con el tío, sentía deseos de abrazar á Tonet.
  Aquel diablo de muchacho tenía buen corazón. Había que reconocer que le
  quería mucho á él y también á su Dolores y á Pascualet.
  Lástima que sus dos mujeres se llevasen tan mal y hubiesen dado aquel
  escándalo en la Pescadería, del cual sólo vagas noticias habían llegado
  hasta él.
  
  V
  Tronaba en las calles del Cabañal, á pesar de que el día amaneció
  sereno.
  La gente echábase de la cama aturdida por el ruido sordo é incesante,
  igual al tableteo de lejanos truenos. Las buenas vecinas, desgreñadas,
  con los ojos turbios y ligeras de ropas, salían á las puertas para ver á
  la azulada luz del alba cómo pasaban los fieros judíos, autores de tanto
  estrépito, golpeando los parches de sus destemplados y fúnebres
  atabales.
  Los más grotescos figurones asomaban en las esquinas, como si,
  barajándose el almanaque, Carnaval hubiese caído en Viernes Santo.
  La chavalería del pueblo echábase á la calle disfrazada con los extraños
  trajes de una mascarada tradicional, que no otra cosa resultaba la
  procesión del Encuentro.
  Veíase á lo lejos, como pelotón de negras cucarachas, los encapuchados,
  _las vestas_, con la aguda y enorme caperuza de astrólogo ó juez
  inquisitorial, el antifaz de paño arrollado sobre la frente, una larga
  varilla de ébano en la mano, y caída sobre el brazo la larga cola del
  fúnebre ropón. Algunos, como suprema coquetería, llevaban enaguas de
  deslumbrante blancura, rizadas y encañonadas, y asomando por bajo de
  ellas los recogidos pantalones y las botas con elásticos, dentro de las
  cuales el enorme pie, acostumbrado á ensancharse con libertad sobre la
  arena, sufría indecibles angustias.
  Pasaban después los judíos, fieros mamarrachos que parecían arrancados
  de un escenario humilde donde se representasen dramas de la Edad Media
  con ropería pobre y convencional. Era su indumentaria la que el vulgo
  conoce con el nombre vago y acomodaticio de _traje de guerrero_;
  tonelete cuajado de lentejuelas, bordados y franjas, como la túnica de
  un _apache_; casco rematado por un escandaloso penacho de rabo de gallo
  y los miembros ceñidos por un tejido grueso de algodón que modestamente
  imitaba la malla de acero. Y como colmo de la caricatura y el
  despropósito, con las fúnebres _vestas_ y los imponentes judíos, pasaban
  los _granaderos de la Virgen_, buenos mozos, con enormes mitras
  semejantes á las gorras de los soldados del gran Federico y un uniforme
  negro adornado con galones de plata que parecían arrancados de algún
  ataúd.
  Era caso de reir ante tan extrañas cataduras; pero á ver quién era el
  guapo que se atrevía á ello ante el fervor profesional que se notaba en
  todos los rostros atezados y graves. Además, no tan impunemente puede
  uno reirse de los cuerpos armados; y judíos y granaderos, para la
  custodia de Jesús crucificado ó de su madre, llevaban desenvainadas
  todas las armas blancas conocidas de la edad primitiva al presente;
  desde el enorme sable de caballería hasta el espadín de músico mayor.
  Corrían tras ellos los muchachos, embobados por los vistosos uniformes;
  madres, hermanas y amigas admirábanles desde las puertas, lanzando un
  _¡Reina y siñora, qué guapos van!_ y la mascarada piadosa servía para
  recordar á la humanidad olvidadiza y pecaminosa que antes de una hora
  Jesús y su madre iban á encontrarse en mitad de la calle de San Antonio,
  casi á la puerta de la taberna del tío _Chulla_.
  Conforme avanzaba el día y la luz azulada del amanecer tomaba los tintes
  rosados y calientes de la mañana, aumentaba en las calles el ronquido
  estrepitoso de los tambores, el toque de cornetas y las marciales
  marchas de las músicas, como si un ejército invadiese el Cabañal.
  Las _còllas_ se habían reunido, y en filas de á cuatro marchaban tiesos,
  solemnes y admirados como vencedores. Iban á la casa de sus capitanes
  para recoger las banderas que ondeaban en el tejado, fúnebres
  estandartes de terciopelo negro que ostentaban bordados los
  horripilantes atributos de la Pasión.
  _El Retor_ era por herencia capitán de los judíos, y todavía de noche
  saltó de la cama para embutirse en el hermoso traje guardado en el arcón
  durante el resto del año y considerado por toda la familia como el
  tesoro de la casa.
  ¡Válgale Dios y qué angustias pasaba el pobre _Retor_, cada año más
  rechoncho y fornido, para embutirse en la apretada malla de algodón!
  Su mujer, en ropas menores, al aire la exuberante pechuga, zarandeábale
  tirando de un lado, apretando por otro, para ajustar dentro del mallón
  las cortas piernas y el vientre de su _Retor_, mientras que Pascualet,
  sentado en la cama, miraba con asombro á su padre, como si no le
  reconociera con aquel casco de indio bravo erizado de plumajes y el
  terrible sable de caballería que al menor movimiento chocaba contra los
  muebles y rincones, produciendo un estrépito de mil diablos.
  Por fin terminó el penoso tocado. Algo mal estaba, pero ya era hora de
  acabar. Las ropas interiores, arrolladas por la opresión de la malla,
  apelotonábanse, y las piernas del judío parecían plagadas de tumores;
  apretábale el vientre el maldito calzón hasta hacerle palidecer; la
  celada, por exceso de engrase, le caía sobre el rostro, lastimándole la
  nariz; pero ¡la dignidad ante todo! y tirando del sablote é imitando con
  voz sonora el redoble del tambor, púsose á dar majestuosas zancadas por
  la habitación, como si su hijo fuese un príncipe á quien hacía guardia.
  Dolores le miraba con sus ojos dorados y misteriosos ir de un lado á
  otro como un oso enjaulado. Tentábanla á la risa las piernas tortuosas;
  pero no; mejor estaba vestido así que cuando volvía a casa por la noche
  con el traje alquitranado y el aire de una bestia abrumada por el
  cansancio.
  Ya llegaban; oíase la música de los judíos que venían por su bandera.
  Dolores se vistió apresuradamente, mientras el capitán salía á la
  frontera de sus dominios a recibir el ejército.
  Sonaban acompasados los tambores, y el vistoso escuadrón agitaba los
  pies, el cuerpo y la cabeza con rítmico contoneo, sin moverse del sitio,
  mientras Tonet y dos más, con gravedad imperturbable, subían al balcón
  por el estandarte.
  Dolores vió á su cuñado en la escalera, y fué en ella instantáneo,
  fulminante el instinto de comparación. Parecía todo un militar, un
  general... algo que se separaba de la rudeza grotesca de los otros. No;
  Tonet no tenía las piernas tortuosas y tumefactas, sino esbeltas,
  ajustadas, elegantes, como aquellos señores tan simpáticos llamados don
  Juan Tenorio, el rey don Pedro ó Enrique Lagardere, que tanto la habían
  conmovido recitando quintillas ó dando estocadas en la escena del teatro
  de la Marina.
  Ya iban todas las _còllas_ camino de la iglesia, con la música al
  frente, ondeante la negra bandera y ofreciendo desde lejos el aspecto de
  un tropel de brillantes insectos arrastrándose con incesante contoneo.
  Comenzaba la ceremonia del encuentro. Marchaban por distintas calles dos
  procesiones; en la una la Virgen, dolorosa y afligida, escoltada por su
  guardia de sepulcrales granaderos, y en la otra Jesús, desmelenado y
  sudoroso, con la túnica morada hueca y cargada de oro, abrumado bajo el
  peso de la cruz, caído sobre los peñascos de corcho pintado que cubrían
  la peana, sudando sangre por todos los poros; y en torno de él, para que
  no se escapara, los inhumanos judíos que, para mayor _carácter_, ponían
  un gesto feroz de pocos amigos, y las _vestas_, con el capuchón calado y
  la cola arrastrando sobre los charcos, tan tétricas, tan sombrías, que
  los chicuelos rompían a llorar, refugiándose en los zagalejos de la
  madre.
  Y los sordos parches siempre tronando, las trompetas lanzando sonidos
  desgarradores, lamentos prolongados de ternerillo en el matadero; y en
  medio de la chusma armada y feroz, niñas talluditas con los carrillos
  cargados de colorete, vestidas de odaliscas de ópera cómica, con un
  cantarillo al brazo para demostrar que eran la bíblica _Samaritana_, en
  las orejas y el pecho el brillante aderezo tomado a préstamo por sus
  madres y al aire las robustas pantorrillas con polonesas y medias
  rayadas.
  Pero estos pequeños detalles no abrían paso a la impiedad.
  --_¡Siñor!_... _¡Ay Siñor, Deu meu!_--murmuraban con acento angustiado
  las viejas pescaderas, contemplando al ensangrentado Jesús en poder de
  la pillería excolmugada.
  Entre los espectadores veíanse caras pálidas y ojerosas, bocas
  sonrientes, gente alegre que, después de una noche tormentosa, había
  venido de Valencia para reír un poco; y cuando se burlaban demasiado
  fuerte de los grotescos figurones, no faltaba algún soldado de Pilatos
  que agitaba el espadón amenazante, rugiendo con santa indignación:
  --_¡Morrals!_... _¡Morrals! ¿Veniu á burlarse?_
  ¡Á burlarse de una fiesta tan antigua como el mismo Cabañal!... ¡Señor!
  de Valencia habían de ser para atreverse a tanto.
  La gente se agolpaba en el lugar del encuentro: una encrucijada de la
  calle de San Antonio, frente á los azulejos que marcaban con extrañas
  figuras las estaciones del Calvario. Allí se aglomeraban, empujándose
  por colocarse en primera fila, las inquietas pescaderas, rudas,
  agresivas, envueltas en sus mantones de cuadros y con el pañuelo sobre
  los ojos.
  Rosario estaba en un grupo de viejas, haciendo esfuerzos con codos y
  rodillas por mantenerse en primera fila sobre la acera, para ver en
  lugar preferente la procesión.
  La pobre mujer hablaba de su Tonet con entusiasmo. ¿Le habían visto?...
  Judío tan bien portado no se encontraba en toda la procesión. Y á la
  infeliz, hablando con tanto entusiasmo de su marido, todavía le escocían
  las bofetadas con que el brutal Tonet había acompañado al amanecer la
  empresa de su acicalamiento.
  Sintió sobre su pecho el rudo encontrón de un cuerpo macizo y poderoso
  que se colocaba ante ella, empujándola por conquistar su puesto. Miró y
  ¡habría mayor atrevimiento! era Dolores, su cuñada, con Pascualet de la
  mano, que se ahogaba en aquella aglomeración. La buena moza tenía el
  aire de soberana de siempre y avanzaba el desdeñoso labio inferior al
  mirar á la gente. ¡Ah, la _arrastrada!_... ¡Y cómo la respetaban y
  mimaban todos á pesar de su orgullo!
  Las dos cuñadas, con gran desesperación de la _tía Picores_, seguían
  mirándose hostilmente. Su reconciliación en la horchatería del Mercado
  había sido una tregua, y únicamente, como memoria de tantas promesas de
  amistad, saludábanse fríamente, pero con una expresión en los ojos que
  hacía presentir nuevas explosiones.
  Rosario, aturdida por el ímpetu del cuerpo robusto que la empujaba, se
  limitó á contestar á la mirada de Dolores con un gesto de desprecio. ¡La
  muy desvergonzada! ¡Venir con tanto aire á tirar á las gentes del sitio
  en que estaban! ¡Qué humos!... ¡Dejad paso á la reina! Bien se sabía
  quién era cada una. Las personas sin educación se dan á conocer al
  momento.
  Y la mujercilla débil y pálida iba coloreándose como si la embriagaran
  sus propias palabras. Reían sus amigas guiñando los ojos para animarla y
  comenzaba á girar sobre su canoso cuello la soberbia cabeza de Dolores
  con la expresión de una leona que oye zumbar un moscardón á sus
  espaldas, cuando la procesión desembocó en la calle por una travesía
  inmediata, y una ondulación de curiosidad agitó á la muchedumbre.
  Avanzaban en opuesta dirección las dos procesiones, moderando su paso,
  deteniéndose, calculando la distancia para llegar á la vez al lugar del
  encuentro.
  La morada túnica de Jesús centelleaba con los primeros rayos de sol por
  encima del bosque de plumajes, cascos y espadones en alto, que la luz
  erizaba de deslumbrantes reflejos, y por el otro lado avanzaba la
  Virgen, contoneándose al compás del paso de sus portadores, vestida de
  negro terciopelo y cubierta con una gasa fúnebre, al través de la cual
  brillaban sobre el rostro de cera las lágrimas, para las cuales llevaba
  sin duda en las inmóviles manos un pañuelo rizado y encañonado.
  Ella era la que atraía la atención de las mujeres. Muchas lloraban.
  _¡Ay, reina y soberana!_ Aquel encuentro partía el alma. ¡Ver una madre
  á su hijo en tal estado! Era lo mismo (aunque la comparación fuese mala)
  que si ellas encontraran á sus chicos, tan buenos y honradotes, camino
  del presidio.
  Y las pescaderas seguían gimoteando ante la madre dolorosa, lo que no
  les impedía fijarse en si llevaba algún adorno más que el año anterior.
  Llegó el instante del encuentro. Cesaron los tambores en sus
  destemplados redobles; apagaron las trompetas sus lamentables alaridos;
  callaron las fúnebres músicas; quedáronse las dos imágenes inmóviles
  frente á frente y sonó una vocecita quejumbrosa cantando con monótono
  
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