Flor de mayo - 02
Süzlärneñ gomumi sanı 4739
Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1687
30.2 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
43.9 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
49.8 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
Por encima del gentío asomaban los kepis de los municipales, pugnando
por abrirse paso... La vieja dio órdenes. Todas á sus puestos, y
_mutis_. No era cosa de dar gusto á aquellos vagos para que las
fastidiasen con citaciones y juicios. Allí no había pasado nada.
Dolores vió su cabeza cubierta con un pañuelo de seda que le tapaba la
ensangrentada oreja; las pescadoras ocuparon sus mesas con cómica
gravedad, pregonando el pescado á todo pulmón, y los municipales fueron
de puesto en puesto entre la algarabía infernal sin merecer otra
respuesta que airadas palabras.
¿Qué buscaban allí? En otra parte estaba su ocupación. Allí nada había
ocurrido. Siempre acudían donde no les llamaban.
Y tuvieron que salir de la Pescadería con las orejas gachas, perseguidos
por el vozarrón cascado de la _tía Picores_, indignada ante la
oficiosidad de tales mequetrefes y por el irónico retintín de las
balanzas, que parecían darles una cencerrada.
Se restableció la calma. Las pescaderas sólo pensaron en atraer
compradores. Rosario quedó erguida en su asiento, con los brazos
cruzados, la mirada torcida é inmóvil, sin preocuparse de vender, como
una esfinge irritada, marcándose cada vez más en sus mejillas las
huellas violáceas de las bofetadas recibidas, mientras Dolores,
volviéndole la espalda, hacia esfuerzos para contener las lágrimas que
le arrancaba el dolor.
La _tía Picores_ mostrábase preocupada; hablaba en voz alta, como si
sostuviera un diálogo con los yertos pescados que tenía delante... ¿Pero
iban á estar así las grandísimas arrastradas toda su vida? ¿Siempre
mátame ó te mataré?... Y todo por cuestión de hombres... ¡Animales! Como
si no los hubiera de sobra en este mundo. Ella debía evitarlo; vaya si
lo evitaría. Y si se resistían, las emprendería á bofetadas, pues le
sobraban agallas para ello.
A las once se zampó el almuerzo que le trajo la mandadera: un rollo de
pan moreno con dos chuletas chorreantes, que despachó en unos cuantos
bocados, y después, limpiándose con el mugriento delantal la profunda
estrella de arrugas, relucientes de grasa, fué á plantarse ante la mesa
de su sobrina, sermoneándola agriamente.
_Aquello_ se había de arreglar. No le gustaba que la familia fuese en
lenguas, dando que reír á toda la Pescadería. ¡Se había de arreglar!
¿Entiendes? Ella tenía empeño, y cuando ella se empeñaba en algo, se
hacía por encima de la cabeza de Dios, aunque tuviera que ir á bofetadas
con medio mundo. ¡Bonita era cuando se enfadaba! Lo de antes no valía
nada comparado con lo que ocurriría si ella se echaba el alma atrás.
--No, no--gimoteaba Dolores, cerrando los puños y moviendo la cabeza con
enérgica negativa.
¿Cómo que no?... Pues aunque su sobrina no quisiera, había de acabar una
enemistad tan escandalosa. Eran cuñadas, y lo que había ocurrido no
resultaba irremediable... ¿Que le había desgarrado la oreja? Anda, hija
mía, que buenas bofetadas la había largado ella antes. Váyase lo uno por
lo otro, y haya paz. Lo dicho; mucho _mutis_ y á obedecer á la tía.
Y de allí pasó á la mesa de Rosario, á la que habló aun más fuerte. Era
una fiera de mala baba, sí señor; una perra rabiosa. Y que no le
replicara ni la mirase con tanta cólera, porque le tiraría una libra á
la cabeza. Ya era sabido cómo las gastaba ella, y además, para haber
sido amiga de su madre, la tenía muy poco respeto. _Aquello_ había de
acabar. Lo decía ella, y basta. Allí estaba la pobre Dolores llorando de
dolor. ¿Era aquella manera de reñir? ¿Le parecía decente estirar así las
orejas? Eso era propio de un mal bicho. Para reñir se procedía con más
nobleza; pegar fuerte y donde no salta sangre. Allí estaba ella, que
había ido á la greña con todas las de su época. La que más podía le
remangaba los zagalejos á la otra, y allí... en lo blando, zurra que te
zurra, para que tuviera que sentarse de lado durante una semana; y
después, tan amigas, á jurar la paz en la chocolatería. Así procedían
las personas decentes, y así sería ahora, porque ella lo decía... ¿Que
no? ¿Que Dolores le quitaba el marido?... ¡Cordones con el marido! No
parecía sino que su sobrina era la que iba á buscarle.
Los hombres son los que buscan; y si ella quería tener seguro el suyo,
que no fuese boba y se pusiera bien las enaguas en su casa. Cuando se
quiere guardar un hombre hay que tener muchas agallas, ¡recordones! y
sobre todo arreglarlo de tal modo que antes que salga de casa no le
queden ganas de buscar nada en la del vecino. ¡Ay qué chicas las de
ahora! ¡Y qué poco saben! En la piel de Rosario debía estar ella, y ya
vería si su hombre cumplía la obligación... Nada; lo dicho. La cosa se
arreglaría. Ella y la otra tenían que obedecerla y respetarla, ó de lo
contrario...
Y mezclando amenazas con rudas expresiones de cariño, la _tía Picores_
volvió á su puesto á continuar la venta.
Aquél día terminó pronto. La gente deseaba pescado, y á mediodía
comenzaron á vaciarse las mesas. La pesca sobrante fue metida en toneles
entre capas de nieve y trapos mojados, y comenzaron los tartaneros á
recoger cuévanos y banastas, apilándolos en las traseras de sus
desvencijados carromatos.
La _tía Picores_ se arreglaba el mantón de cuadros en medio de la
Pescadería, rodeada de algunas amigachas de su época, fieles compañeras
que le ayudaban á pagar á escote al tartanero.
Había que arreglar lo de las chicas. Y cuando estuvieron ya en la
tartana todas las cestas, fué á las mesas de las dos rivales, sacándolas
á pellizcos y á empujones.
Dolores y Rosario, vencidas por la tenacidad terrible de la vieja,
estaban una junto á otra con la cabeza baja, como avergonzadas y
pesarosas por el contacto, pero sin atreverse á chistar.
--_Espéramos_ _en la chocolatería_--ordenó la vieja al tartanero.
Y el respetable grupo de mantones á cuadros y faldas de insufrible tufo
salió de la Pescadería, conmoviendo las losas con su rudo chancleteo.
Iban una tras otra á la desfilada por la plaza del Mercado, donde se
estaban realizando las últimas ventas. La _tía Picores_ al frente,
abriendo paso á empujones; detrás sus viejas amigas, de hocico arrugado
y ojos amarillentos; Rosario, que como había venido á pie iba cargada
con sus cestas vacías, y Dolores, que á pesar de su dolorida oreja
sonreía por costumbre al oir los chicoleos que provocaba su rostro
moreno asomando bajo el pañuelo de pita.
Tomaron posesión de la chocolatería, como antiguas parroquianas, dejando
sobre las mesitas de mármol las cestas de Rosario, que apestaban,
mezclando su olor de podredumbre con el perfume de chocolate barato que
salía de la cocina inmediata.
La _tía Picores_ bufaba de satisfacción al verse en la fresca sala que
constituía su mayor lujo, contemplando todos los detalles, que le eran
tan conocidos: el zócalo de pintarrajeada esterilla; las paredes de
blancos azulejos; la mampara de cristales helados con cortinillas rojas;
en la puerta las heladoras, inmóviles, con la panza enfundada en corcho
y puntiaguda caperuza de metal; más adentro el mostrador, con sus dos
urnas de cristal para los bizcochos y los azucarillos, y tras él la
dueña dormitando, moviendo perezosamente la caña con su cabellera de
rizados papeles para espantar el enjambre de moscas.
¿Qué iban á tomar? ¡Lo de siempre!... eso no se pregunta. Jícara de á
onza por barba y vaso de refresco.
Con este eran cuatro chocolates los que había engullido la _tía Picores_
en la mañana; pero su estómago y el de sus amigas estaban á prueba del
Caracas falsificado, que sorbían con sibarítico placer. ¿Había cosa
mejor en el mundo? Aquello alargaba la vida. Y las arrugadas narices de
las viejas contraíanse con expresión ansiosa, aspirando el humillo
azulado que exhalaban las blancas jícaras.
Salían los pedazos de ensaimada chorreando obscura pasta para sumirse en
las bocas desdentadas, mientras que las dos jóvenes apenas si comían,
permaneciendo con la cabeza baja para no cruzar sus miradas.
Pero como ya la jícara de la _tía Picores_ estaba casi vacía, intervino
su vozarrón en el penoso silencio.
¡Pero qué tontas eran! ¿Aun les duraba el disgusto? Había que reconocer
que las pescaderas de ahora eran muy diferentes á las de antes. ¡Qué
morros se ponían! ¡Qué rencores se guardaban! ¡Ni que fuesen señoritas!
Antes la gente tenía mejor corazón. Y si no, vamos á ver: ¿no se había
tirado ella del moño con todas las de su edad que estaban presentes?
(Aquí un movimiento afirmativo de las seis amigas de la vieja loba.) De
seguro que si se arremangasen los zagalejos, aun encontrarían tal vez
más abajo de la espalda la señal de algún taconazo traidor; y sin
embargo, tan amigas, tan dispuestas á hacerse un favor, á remediarse en
una desgracia. Y así debe ser la gente, ¡recordones! Todas tenemos un
pronto, pero después que nos pasa se olvida, como hacen las gentes de
buen corazón. Las rabietas se dejan á la puerta de la chocolatería, y
aquí dentro buenas amigas. Lo que decía su madre y se ha dicho siempre
en la Pescadería. Los pesares no han de pasar de la garganta.
_Pesar, d' así no has de pasar._ _Chocolate, bollet y gòt de quinset._
Y aunque el vaso no fuera de _quinset_, por no ser aún época de helados,
todas las viejas, aprobando la filosofía de su compañera, se sorbieron
los vasos de tisana dulce, expresando algunas su satisfacción con
ruidosos eructos.
Pero la _tía Picores_ iba indignándose ante la silenciosa reserva de las
dos rivales. ¡Qué! ¿Iban á estarse así toda la vida? ¿Es que sus
palabras no valían nada? Á ver: Rosario, que era la más culpable.
Y la mujercita, siempre con la cabeza baja, tirando de los flecos de su
mantón, masculló algo confusamente sobre su marido, y al fin dijo con
lentitud:
Yo... _si esta me promet_... _ferli mala cara_...
Dolores saltó inmediatamente, irguiendo su soberbia cabeza.
¡Hacer mala cara! ¿Era ella acaso algún coco, algún _butòni_ para
asustar á las personas? Además, Tonet, el dichoso marido de la otra, era
hermano de su hombre, y á un cuñado no se le puede cerrar la puerta ni
recibirlo con cara de vinagre. Pero al fin... ella era buena; ella no
tenía ganas de ruidos; ella quería vivir en santa paz y no le gustaba
tampoco que la llevaran en lenguas. Todo eran líos, mentiras de la gente
que no sabe cómo _enguerrar_ á los buenos matrimonios. ¡Que ella había
sido novia de Tonet antes de casarse con su hermano!... ¿y qué? ¿Era la
primera vez que ocurría esto? ¿Y qué otro motivo había para que la
_armasen_ tales calumnias?... Lo volvía á repetir: quería paz y
tranquilidad. Hacer mala cara, eso no; pero prometía que si alguna
confianza se tomaba con Tonet, como á cuñado que era, no volvería á
repetirla para que las malas lenguas no tuviesen donde agarrarse.
La _tía Picores_ estaba radiante. Así le gustaban á ella las personas.
Buen corazón ante todo. ¡Qué! ¿estaba contenta Rosario? ¿No era
bastante? Ahora un abrazo y todo se acabó.
Y de mala gana, casi empujadas por las viejas, las dos cuñadas se
abrazaron sin levantarse de las sillas.
La tía, satisfecha de su triunfo, hablaba por los codos. Era una locura
que las mujeres riñesen por un hombre. Lo que ella decía. ¿No había de
sobra hombres en el mundo? Eso es lo que querían los muy granujas; que
riñesen por ellos, para crecerse y hacer su santa voluntad.
La mujer debía tener _agallas_, sí señor; muchas _agallas_. Ser como
ella, que cuando su difunto le hacía una, sabía traerlo al orden, y
hasta si era preciso, obligarle á que le pidiese perdón.
Además, buenos eran ellos para tenerles celos. ¿Para qué mayor infierno?
¿Sabía una siempre dónde pasaba las horas el marido al salir de casa?
No; por lo mismo era una tontería enrabietarse por sus pilladas y no
darse buena vida. Cuanto más fiera es una, más la quieren. Lo que hacía
ella con el difunto cuando sospechaba algo. ¡Fuera de la cama; y donde
has pasado el verano pasa el invierno! Siempre la cara de perro; nada de
mimos ni _cucamonas_; así la respetan á una.
Dolores, seria y estirada, contraía los labios como si contuviera la
risa que le escarabajeaba en el paladar.
Rosario protestaba. No; ella no estaba conforme con la _tía Picores_.
Vivía honradamente con su marido y tenía derecho á que Tonet la imitara.
No le gustaban líos ni enredos.
La vieja la interrumpió. Todo aquello eran músicas, _hipocresías_ que la
daban asco. Había que tomar á los hombres tal como eran. ¿Verdad,
chicas?...
Y todas las amigachas afirmaban moviendo sus cabezas de indio viejo.
La _tía Picores_ continuó. Todos los hombres eran unos bestias, que
cuanto más mal los trata una, mejor la siguen como perros. Además, la
que quisiera tener seguro á su hombre, que lo atase á una pata de la
cama con las cintas de las enaguas... Y no decía más.
El tartanero había asomado su cabeza varias veces. Esperaba impaciente y
manifestaba su prisa con un gran acompañamiento de interjecciones contra
aquellas viejas que tomaban su tartana como una carroza propia.
--_¡Aguárdat, cara de palleta!_--gritó la ronca vieja--. _¿Qué no te
paguem?_...
Y al ver que sus amigachas rebuscaban en sus bolsas, extendió su brazo
majestuosamente. Allí no pagaba nadie, ¡recordones! La fiesta era cosa
suya. Había que celebrar la reconciliación de las chicas.
Poniéndose en pie, se arremangó falda y zagalejo, buscando sobre las
enaguas una gran bolsa ceñida á la cintura, de la que fue sacando unas
tijeras de destripar pescado cubiertas de escamas, una navaja mohosa, y
por fin un puñado de calderilla, que arrojó sobre la mesa.
Algunos minutos pasó contando y recontando las piezas pegajosas,
saturadas de olor de marisco, y por fin dejó el montoncito sobre el
mármol, saliendo de la chocolatería cuando ya todas las amigachas se
habían encaramado en la vieja tartana.
Rosario, con sus cestas vacías, estaba en la acera, frente á Dolores,
mirándose las dos y sin saber qué decirse.
La _tía Picores_ la invitó á subir en la tartana. Se apretarían un poco
y la llevarían hasta casa.... ¿Que no? Bueno, pues ya sabía lo dicho:
mucha paz y tranquilidad.
--_Adiós_, _Rosario_--dijo Dolores sonriendo graciosamente--. _Ya saps
que som amigues_.
Y saludándola con amistoso ademán, subió seguida de su tía, inclinándose
quejumbrosamente la tartana bajo el peso de las dos soberbias moles.
Se alejó el carromato con suspiros de desvencijamiento y chirridos de
hierro viejo, y la mujercita, con sus cestas al brazo, quedó inmóvil en
la acera, como si despertase asombrada, no creyendo en la realidad de
una reconciliación con su rival.
II
Habían pasado muchos años, y sin embargo, unos por referencia y otros
como testigos presenciales, todos se acordaban en el Cabañal de lo
ocurrido un martes de Cuaresma.
El día fué de los más hermosos. El mar estaba tranquilo, terso como un
espejo, sin la más ligera ondulación, reflejando el inquieto triángulo
de oro que formaba el sol sobre las muertas aguas.
Vendíase el pescado como una bendición de Dios. La demanda era mucha en
el mercado de Valencia, y las barcas arrastraban sus redes frente al
cabo de San Antonio sin la menor inquietud, fiadas en la calma y
deseando sus patrones llenar las cestas cuanto antes para regresar al
Cabañal, en cuya playa esperaban impacientes las pescaderas.
Á mediodía cambió el tiempo. Sopló el viento de Levante, tan terrible en
el golfo de Valencia; el mar se rizó levemente; avanzó el huracán,
arrugando la tersa superficie, que tomaba un color lívido, y un montón
de nubes corriéronse desde el horizonte, cubriendo al sol.
En la playa fué grande la alarma. Aquel viento anunciaba para las
pobres gentes, duchas en las desgracias del mar, una tempestad de las
que dejan rastro en los hogares de los pescadores.
Alborotábanse las pobres mujeres, y con las faldas azotadas por el
viento corrían por la playa sin saber dónde ir, dando espantosos
alaridos y encomendándose á todos los santos de su devoción, mientras
que los hombres, pálidos, ceñudos, chupando sus cigarrillos y poniéndose
al abrigo de las barcas varadas en la arena, examinaban el horizonte,
cada vez más obscuro, con la mirada concentrada y poderosa de las gentes
del mar, y se fijaban con inquietud en la entrada del puerto, en la
avanzada escollera de Levante, rojos pedruscos sobre los cuales
comenzaban á romperse las primeras moles de agua, cubriéndolos de
hirvientes espumarajos.
La suerte de tantos padres á quienes la tempestad habría sorprendido
ganándose el pan, hacía temblar á la gente de la playa; y á cada mugido
del viento, todos, bamboleándose sobre la arena, pensaban en los
robustos mástiles, en las triangulares velas que tal vez en el mismo
momento se hacían trizas.
Á media tarde en el horizonte, cada vez más obscuro, comenzó a marcarse
una línea de velas, como inquietos copos de espuma, que tan pronto se
remontaban como desaparecían.
Llegaban como rebaño asustado y en dispersión, dando tumbos sobre las
lívidas olas, perseguidas siempre por el mugido feroz, que parecía
divertirse arrancándolas en cada papirotazo una vela, un trozo de
mástil ó el timón, hasta que levantando una montaña de agua verdosa,
cogía de través á la desmantelada barca y se la sorbía.
La última y más terrible lucha fué á la entrada del puerto. En las
barcas que consiguieron entrar, los tripulantes, mojados de pies á
cabeza, recibían los abrazos de sus familias con ojos de idiota, como
resucitados que se asombran al verse de pronto en plena vida. Aquella
noche dejó memoria en el Cabañal.
Grupos de mujeres desmelenadas, frenéticas de dolor, roncas de gritar
sus aclamaciones al cielo, corrían por el muelle de Levante, expuestas á
ser devoradas por las olas que escalaban los peñascos, mojadas por el
polvo de amarga agua que escupía la furiosa marea, y miraban ansiosas el
horizonte, como si en la sombra pudieran distinguir la lenta y horrible
agonía de las últimas barcas.
Faltaban muchas á llegar. ¿Dónde estarían? ¡Ay Dios!... ¡qué felices
eran las mujeres que estaban en el puerto abrazando á sus maridos é
hijos, mientras los otros, más infortunados, corrían dentro de un ataúd
al través de la noche, saltando de ola en ola, rodando á lo más hondo de
hirvientes simas, sintiendo bajo los pies el crujir de las quebrantadas
tablas y sobre la cabeza la lívida montaña de agua próxima á
desplomarse!
Llovió durante toda la noche, y muchas mujeres esperaron el amanecer en
el muelle, combatido por el oleaje, envueltas en el calado mantón, en
cuclillas sobre el barro negruzco del carbón de piedra, rezando á gritos
para ser oídas mejor por los sordos de arriba, é interrumpiendo algunas
veces su oración para tirarse de los revueltos pelos, lanzando á lo
alto, en un arranque de odio y resentimiento, las terribles blasfemias
de la Pescadería.
¡Hermoso amanecer! El sol asomó su hipócrita cara tras la tranquila
línea del mar, matizada á trechos por las espumas de la noche anterior;
extendió sobre las aguas su ancha faja de reflejos dorados é inquietos,
embelleciéndolo todo; allí no había pasado nada; y lo primero que
doraron sus rayos en la playa de Nazaret, fué el casco destrozado de un
bergantín noruego encallado la noche anterior, hundido en la arena,
mostrando á flor de agua sus costados despanzurrados, hechos astillas, y
los palos rotos tremolando todavía jirones de velas.
Su cargamento era madera del Norte; y mansamente empujados por los
suaves estremecimientos del mar, iban hacia la playa las enormes vigas,
los aserrados tablones que, pescados por el revuelto enjambre de puntos
negros que pululaba en la playa, desaparecían como tragados por la
arena.
Bien trabajaban aquellas hormigas. Para ellas era la tempestad. Y por
los caminos de la huerta de Ruzafa deslizábanse arrastradas las hermosas
maderas del Norte, que habían de convertirse en techumbres de nuevas
barracas.
Los piratas de la playa arreaban alegremente sus caballerías como
legítimos poseedores del botín, sin pensar que tal vez estaba salpicado
con la sangre de los infelices extranjeros que dejaban á sus espaldas
tendidos sobre la arena.
En la playa, los carabineros y la muchedumbre inactiva formaban corros
más curiosos que aterrados en torno de unos cuantos cadáveres tendidos
entre el agua y la arena, hermosos mocetones rubios y fornidos,
mostrando por entre los jirones de sus ropas la carne dura, de blancura
femenil, mientras sus ojos azules, turbios é inmóviles, miraban al cielo
con misteriosa expresión.
El naufragio del bergantín noruego fué lo más notable de la tempestad.
Los periódicos hablaron de la catástrofe. Acudió la gente de Valencia
como en romería para ver de lejos el buque náufrago hundido hasta la
borda en la movediza arena, y todos olvidaron las barcas pescadoras,
acogiendo con gestos de extrañeza las lamentaciones de aquellas mujeres
que no veían volver á los suyos.
La desgracia no era tan grande como en un principio se creyó. Al
serenarse el mar fueron volviendo al puerto muchas barcas, á las que se
tenía por perdidas.
Habíanse refugiado huyendo de la tempestad en Denia, en Gandía ó en
Cullera, y cada una de ellas, al llegar al puerto, provocaba alaridos de
alegría, exclamaciones de gozo, votos de gracias á todos los santos
encargados de cuidar los hombres que se ganan en el mar la
subsistencia.
Una sóla no volvió: la barca del tío Pascualo, un vividor de los más
tenaces que se conocían en el Cabañal, siempre rabiando por conquistar
la peseta, pescador en invierno y contrabandista en verano, gran
marinero y constante visitador de las playas de Argel y Orán, á las que
llamaba con familiaridad la _còsta d'afòra_, como si se tratase de la
acera de enfrente.
Su mujer, Tona, pasó más de una semana esperándole en el puerto, siempre
con un arrapiezo al pecho y otro más talludo y gordinflón agarrado a sus
faldas. Esperaba á su Pascual, y á cada nuevo informe que la daban,
prorrumpía en lamentaciones y se mesaba los pelos, llamando á gritos á
María Santísima.
Los pescadores no se expresaban con claridad, pero al hablarla ponían el
gesto fosco. Habían visto la barca corriendo el temporal frente al cabo
de San Antonio; le faltaban las velas; no pudo ganar tierra, y hasta
alguno creía haberla visto al pie de una ola enorme, hinchada, verdosa,
que la cogió de lado, no pudiendo asegurar si reapareció ó fué engullida
por el agua.
Y la infeliz mujer, siempre esperando en el puerto con sus dos hijos,
tan pronto desesperada como animándose con extraña esperanza, hasta que
por fin, á los doce días, una escampavía que costeaba persiguiendo el
contrabando, condujo á la playa la barca del tío Pascualo con la quilla
al aire, negra, lustrosa con la viscosidad del mar, flotando
lúgu-bremente como gigantesco ataúd y rodeada de un enjambre de
extraños peces, pequeños monstruos que parecían atraídos por un cebo que
husmeaban á través de las quebrantadas tablas.
Sacaron la barca á la orilla. El mástil estaba roto á ras de la
cubierta, la cala llena de agua; y cuando los pescadores pudieron bajar
á ella para acabar de vaciarla á fuerza de cubos, sus pies hundidos
entre las cuerdas y cestones que aun estaban allí revueltos, tropezaron
con algo blando y viscoso que les hizo gritar con instintivo horror. Era
un muerto. Y hundiendo sus brazos en el agua que quedaba en el fondo de
la bodega, sacaron un cuerpo hinchado, verdoso, con el vientre enorme
próximo á estallar, la cabeza destrozada como repugnante masa, y en todo
el cuerpo mordeduras de voraces pececillos que, no soltando su presa,
erizábanse sobre el cadáver, comunicándole espeluznantes
estremecimientos.
Era el tío Pascualo; pero tan horrible, que la viuda prorrumpió en
lamentos, sin atreverse á tocar la masa repugnante. Algún golpe de mar
le había arrojado al fondo de la cala antes que la barca se perdiese, y
allí se quedó con la cabeza destrozada, sirviéndole de tumba el armazón
de tablas, ilusión de toda su vida, que representaba treinta años de
economías amasadas ochavo sobre ochavo.
Las comadres del Cabañal prorrumpían en lamentos al ver cómo dejaba el
mar á los hombres que tenían el valor de explotarlo, y con sus alaridos
de plañidera acompañaron al cementerio la caja que contenía el cadáver
roído y aplastado.
Durante una semana se habló mucho del tío Pascualo; después la gente
sólo se acordó de él al ver á su viuda, siempre suspirando, con un
arrapiezo de la mano y otro al pecho.
Algo más que la pérdida del marido lloraba la pobre Tona. Veía acercarse
la miseria; pero no una miseria tolerable, sino la que espanta á la
misma pobreza acostumbrada á privaciones; la carencia de hogar, la
necesidad de tender la mano en las calles para conseguir el ochavo ó el
mohoso mendrugo.
Cuando aun estaba reciente su desgracia encontró protección; y las
limosnas, las suscripciones entre el vecindario, pudieron sostenerla
durante tres ó cuatro meses; pero la gente es olvidadiza. Tona ya no fué
la viuda del náufrago, sino una pobre más que importunaba á todos con
lamentaciones pedigüeñas, y al fin vió cerrarse muchas puertas y
volverse con desvío caras amigas que siempre habían tenido para ella
cariñosas sonrisas.
Pero no era mujer para amilanarse ante el desvío general. ¡Ea! ya había
llorado bastante. Llegaba el momento de ganarse la vida como una buena
madre que tiene magníficos puños y dos bocas que la piden pan.
No la quedaba en el mundo otra fortuna que la barca rota donde murió su
marido, y que puesta en seco se pudría sobre la arena, unas veces
inundada su cala por las lluvias y otras resquebrajándose su madera con
los ardores del sol, anidando en sus grietas voraces enjambres de
mosquitos.
Tona tenía un plan. Donde estaba la barca podía plantear su industria.
La tumba del padre serviría de sustento para ella y los hijos.
Un primo hermano del difunto Pascual, el tío Mariano, solterón que iba
para rico y parecía tener algún cariño á los dos sobrinos, fue, a pesar
de su avaricia, el que ayudó á la viuda en los primeros gastos.
Un costado de la barca fué aserrado hasta el suelo, formando una puerta
con pequeño mostrador. En el fondo de la barca colocáronse algunos
tonelillos de aguardiente, ginebra y vino; la cubierta fué sustituida
por un tejado de tablones embreados que dejaba mayor espacio en el
lóbrego tabuco; á proa y popa, con los tablones sobrantes, formáronse
dos agujeros á modo de camarotes; el uno para la viuda y el otro para
los niños, y sobre la puerta extendióse un tinglado de cañas, bajo el
cual mostrábanse con cierta prosopopeya dos mesillas cojas y hasta media
docena de taburetes de esparto.
La fúnebre barca convirtióse en cafetín de la playa, cerca de la casa
donde están los toros para el arrastre de las embarcaciones, en el punto
en que se descarga el pescado y es mayor la afluencia de gente.
Las comadres del Cabañal estaban asombradas. Tona era el mismo demonio.
¡Miren qué bien sabía ganarse la vida! Toneles y botellas se vaciaban
que era una bendición de Dios; los pescadores sorbían allí sus copas sin
necesidad de atravesar toda la playa para ir á las tabernas del Cabañal,
y bajo el tinglado, en las cojas mesillas, echaban sus partidas de
_truque y flor_, esperando la hora de hacerse à la mar y amenizando el
juego con sendos tragos de caña que Tona recibía directamente de la
misma Cuba, según su formal juramento.
La barca en seco navegaba viento en popa. Cuando saltando de ola en ola
arrastraba las redes, jamás había producido tanto al tío Pascual como
ahora, que vieja y con el costillaje quebrantado, la explotaba la viuda.
Pruebas eran de esto las sucesivas transformaciones que iba
experimentando la original instalación. Los agujeros de los dos
camarotes cubríanse con vistosas cortinas de sarga; y cuando éstas se
levantaban, veíanse colchones nuevos y almohadas de blanca funda; sobre
el mostrador brillaba como un bloque de oro la reluciente cafetera; la
barca, pintada de blanco, había perdido el fúnebre aspecto de tumba que
recordaba la catástrofe, y junto á sus costados iban extendiéndose
cercas de cañas, conforme aumentaba la prosperidad del establecimiento.
por abrirse paso... La vieja dio órdenes. Todas á sus puestos, y
_mutis_. No era cosa de dar gusto á aquellos vagos para que las
fastidiasen con citaciones y juicios. Allí no había pasado nada.
Dolores vió su cabeza cubierta con un pañuelo de seda que le tapaba la
ensangrentada oreja; las pescadoras ocuparon sus mesas con cómica
gravedad, pregonando el pescado á todo pulmón, y los municipales fueron
de puesto en puesto entre la algarabía infernal sin merecer otra
respuesta que airadas palabras.
¿Qué buscaban allí? En otra parte estaba su ocupación. Allí nada había
ocurrido. Siempre acudían donde no les llamaban.
Y tuvieron que salir de la Pescadería con las orejas gachas, perseguidos
por el vozarrón cascado de la _tía Picores_, indignada ante la
oficiosidad de tales mequetrefes y por el irónico retintín de las
balanzas, que parecían darles una cencerrada.
Se restableció la calma. Las pescaderas sólo pensaron en atraer
compradores. Rosario quedó erguida en su asiento, con los brazos
cruzados, la mirada torcida é inmóvil, sin preocuparse de vender, como
una esfinge irritada, marcándose cada vez más en sus mejillas las
huellas violáceas de las bofetadas recibidas, mientras Dolores,
volviéndole la espalda, hacia esfuerzos para contener las lágrimas que
le arrancaba el dolor.
La _tía Picores_ mostrábase preocupada; hablaba en voz alta, como si
sostuviera un diálogo con los yertos pescados que tenía delante... ¿Pero
iban á estar así las grandísimas arrastradas toda su vida? ¿Siempre
mátame ó te mataré?... Y todo por cuestión de hombres... ¡Animales! Como
si no los hubiera de sobra en este mundo. Ella debía evitarlo; vaya si
lo evitaría. Y si se resistían, las emprendería á bofetadas, pues le
sobraban agallas para ello.
A las once se zampó el almuerzo que le trajo la mandadera: un rollo de
pan moreno con dos chuletas chorreantes, que despachó en unos cuantos
bocados, y después, limpiándose con el mugriento delantal la profunda
estrella de arrugas, relucientes de grasa, fué á plantarse ante la mesa
de su sobrina, sermoneándola agriamente.
_Aquello_ se había de arreglar. No le gustaba que la familia fuese en
lenguas, dando que reír á toda la Pescadería. ¡Se había de arreglar!
¿Entiendes? Ella tenía empeño, y cuando ella se empeñaba en algo, se
hacía por encima de la cabeza de Dios, aunque tuviera que ir á bofetadas
con medio mundo. ¡Bonita era cuando se enfadaba! Lo de antes no valía
nada comparado con lo que ocurriría si ella se echaba el alma atrás.
--No, no--gimoteaba Dolores, cerrando los puños y moviendo la cabeza con
enérgica negativa.
¿Cómo que no?... Pues aunque su sobrina no quisiera, había de acabar una
enemistad tan escandalosa. Eran cuñadas, y lo que había ocurrido no
resultaba irremediable... ¿Que le había desgarrado la oreja? Anda, hija
mía, que buenas bofetadas la había largado ella antes. Váyase lo uno por
lo otro, y haya paz. Lo dicho; mucho _mutis_ y á obedecer á la tía.
Y de allí pasó á la mesa de Rosario, á la que habló aun más fuerte. Era
una fiera de mala baba, sí señor; una perra rabiosa. Y que no le
replicara ni la mirase con tanta cólera, porque le tiraría una libra á
la cabeza. Ya era sabido cómo las gastaba ella, y además, para haber
sido amiga de su madre, la tenía muy poco respeto. _Aquello_ había de
acabar. Lo decía ella, y basta. Allí estaba la pobre Dolores llorando de
dolor. ¿Era aquella manera de reñir? ¿Le parecía decente estirar así las
orejas? Eso era propio de un mal bicho. Para reñir se procedía con más
nobleza; pegar fuerte y donde no salta sangre. Allí estaba ella, que
había ido á la greña con todas las de su época. La que más podía le
remangaba los zagalejos á la otra, y allí... en lo blando, zurra que te
zurra, para que tuviera que sentarse de lado durante una semana; y
después, tan amigas, á jurar la paz en la chocolatería. Así procedían
las personas decentes, y así sería ahora, porque ella lo decía... ¿Que
no? ¿Que Dolores le quitaba el marido?... ¡Cordones con el marido! No
parecía sino que su sobrina era la que iba á buscarle.
Los hombres son los que buscan; y si ella quería tener seguro el suyo,
que no fuese boba y se pusiera bien las enaguas en su casa. Cuando se
quiere guardar un hombre hay que tener muchas agallas, ¡recordones! y
sobre todo arreglarlo de tal modo que antes que salga de casa no le
queden ganas de buscar nada en la del vecino. ¡Ay qué chicas las de
ahora! ¡Y qué poco saben! En la piel de Rosario debía estar ella, y ya
vería si su hombre cumplía la obligación... Nada; lo dicho. La cosa se
arreglaría. Ella y la otra tenían que obedecerla y respetarla, ó de lo
contrario...
Y mezclando amenazas con rudas expresiones de cariño, la _tía Picores_
volvió á su puesto á continuar la venta.
Aquél día terminó pronto. La gente deseaba pescado, y á mediodía
comenzaron á vaciarse las mesas. La pesca sobrante fue metida en toneles
entre capas de nieve y trapos mojados, y comenzaron los tartaneros á
recoger cuévanos y banastas, apilándolos en las traseras de sus
desvencijados carromatos.
La _tía Picores_ se arreglaba el mantón de cuadros en medio de la
Pescadería, rodeada de algunas amigachas de su época, fieles compañeras
que le ayudaban á pagar á escote al tartanero.
Había que arreglar lo de las chicas. Y cuando estuvieron ya en la
tartana todas las cestas, fué á las mesas de las dos rivales, sacándolas
á pellizcos y á empujones.
Dolores y Rosario, vencidas por la tenacidad terrible de la vieja,
estaban una junto á otra con la cabeza baja, como avergonzadas y
pesarosas por el contacto, pero sin atreverse á chistar.
--_Espéramos_ _en la chocolatería_--ordenó la vieja al tartanero.
Y el respetable grupo de mantones á cuadros y faldas de insufrible tufo
salió de la Pescadería, conmoviendo las losas con su rudo chancleteo.
Iban una tras otra á la desfilada por la plaza del Mercado, donde se
estaban realizando las últimas ventas. La _tía Picores_ al frente,
abriendo paso á empujones; detrás sus viejas amigas, de hocico arrugado
y ojos amarillentos; Rosario, que como había venido á pie iba cargada
con sus cestas vacías, y Dolores, que á pesar de su dolorida oreja
sonreía por costumbre al oir los chicoleos que provocaba su rostro
moreno asomando bajo el pañuelo de pita.
Tomaron posesión de la chocolatería, como antiguas parroquianas, dejando
sobre las mesitas de mármol las cestas de Rosario, que apestaban,
mezclando su olor de podredumbre con el perfume de chocolate barato que
salía de la cocina inmediata.
La _tía Picores_ bufaba de satisfacción al verse en la fresca sala que
constituía su mayor lujo, contemplando todos los detalles, que le eran
tan conocidos: el zócalo de pintarrajeada esterilla; las paredes de
blancos azulejos; la mampara de cristales helados con cortinillas rojas;
en la puerta las heladoras, inmóviles, con la panza enfundada en corcho
y puntiaguda caperuza de metal; más adentro el mostrador, con sus dos
urnas de cristal para los bizcochos y los azucarillos, y tras él la
dueña dormitando, moviendo perezosamente la caña con su cabellera de
rizados papeles para espantar el enjambre de moscas.
¿Qué iban á tomar? ¡Lo de siempre!... eso no se pregunta. Jícara de á
onza por barba y vaso de refresco.
Con este eran cuatro chocolates los que había engullido la _tía Picores_
en la mañana; pero su estómago y el de sus amigas estaban á prueba del
Caracas falsificado, que sorbían con sibarítico placer. ¿Había cosa
mejor en el mundo? Aquello alargaba la vida. Y las arrugadas narices de
las viejas contraíanse con expresión ansiosa, aspirando el humillo
azulado que exhalaban las blancas jícaras.
Salían los pedazos de ensaimada chorreando obscura pasta para sumirse en
las bocas desdentadas, mientras que las dos jóvenes apenas si comían,
permaneciendo con la cabeza baja para no cruzar sus miradas.
Pero como ya la jícara de la _tía Picores_ estaba casi vacía, intervino
su vozarrón en el penoso silencio.
¡Pero qué tontas eran! ¿Aun les duraba el disgusto? Había que reconocer
que las pescaderas de ahora eran muy diferentes á las de antes. ¡Qué
morros se ponían! ¡Qué rencores se guardaban! ¡Ni que fuesen señoritas!
Antes la gente tenía mejor corazón. Y si no, vamos á ver: ¿no se había
tirado ella del moño con todas las de su edad que estaban presentes?
(Aquí un movimiento afirmativo de las seis amigas de la vieja loba.) De
seguro que si se arremangasen los zagalejos, aun encontrarían tal vez
más abajo de la espalda la señal de algún taconazo traidor; y sin
embargo, tan amigas, tan dispuestas á hacerse un favor, á remediarse en
una desgracia. Y así debe ser la gente, ¡recordones! Todas tenemos un
pronto, pero después que nos pasa se olvida, como hacen las gentes de
buen corazón. Las rabietas se dejan á la puerta de la chocolatería, y
aquí dentro buenas amigas. Lo que decía su madre y se ha dicho siempre
en la Pescadería. Los pesares no han de pasar de la garganta.
_Pesar, d' así no has de pasar._ _Chocolate, bollet y gòt de quinset._
Y aunque el vaso no fuera de _quinset_, por no ser aún época de helados,
todas las viejas, aprobando la filosofía de su compañera, se sorbieron
los vasos de tisana dulce, expresando algunas su satisfacción con
ruidosos eructos.
Pero la _tía Picores_ iba indignándose ante la silenciosa reserva de las
dos rivales. ¡Qué! ¿Iban á estarse así toda la vida? ¿Es que sus
palabras no valían nada? Á ver: Rosario, que era la más culpable.
Y la mujercita, siempre con la cabeza baja, tirando de los flecos de su
mantón, masculló algo confusamente sobre su marido, y al fin dijo con
lentitud:
Yo... _si esta me promet_... _ferli mala cara_...
Dolores saltó inmediatamente, irguiendo su soberbia cabeza.
¡Hacer mala cara! ¿Era ella acaso algún coco, algún _butòni_ para
asustar á las personas? Además, Tonet, el dichoso marido de la otra, era
hermano de su hombre, y á un cuñado no se le puede cerrar la puerta ni
recibirlo con cara de vinagre. Pero al fin... ella era buena; ella no
tenía ganas de ruidos; ella quería vivir en santa paz y no le gustaba
tampoco que la llevaran en lenguas. Todo eran líos, mentiras de la gente
que no sabe cómo _enguerrar_ á los buenos matrimonios. ¡Que ella había
sido novia de Tonet antes de casarse con su hermano!... ¿y qué? ¿Era la
primera vez que ocurría esto? ¿Y qué otro motivo había para que la
_armasen_ tales calumnias?... Lo volvía á repetir: quería paz y
tranquilidad. Hacer mala cara, eso no; pero prometía que si alguna
confianza se tomaba con Tonet, como á cuñado que era, no volvería á
repetirla para que las malas lenguas no tuviesen donde agarrarse.
La _tía Picores_ estaba radiante. Así le gustaban á ella las personas.
Buen corazón ante todo. ¡Qué! ¿estaba contenta Rosario? ¿No era
bastante? Ahora un abrazo y todo se acabó.
Y de mala gana, casi empujadas por las viejas, las dos cuñadas se
abrazaron sin levantarse de las sillas.
La tía, satisfecha de su triunfo, hablaba por los codos. Era una locura
que las mujeres riñesen por un hombre. Lo que ella decía. ¿No había de
sobra hombres en el mundo? Eso es lo que querían los muy granujas; que
riñesen por ellos, para crecerse y hacer su santa voluntad.
La mujer debía tener _agallas_, sí señor; muchas _agallas_. Ser como
ella, que cuando su difunto le hacía una, sabía traerlo al orden, y
hasta si era preciso, obligarle á que le pidiese perdón.
Además, buenos eran ellos para tenerles celos. ¿Para qué mayor infierno?
¿Sabía una siempre dónde pasaba las horas el marido al salir de casa?
No; por lo mismo era una tontería enrabietarse por sus pilladas y no
darse buena vida. Cuanto más fiera es una, más la quieren. Lo que hacía
ella con el difunto cuando sospechaba algo. ¡Fuera de la cama; y donde
has pasado el verano pasa el invierno! Siempre la cara de perro; nada de
mimos ni _cucamonas_; así la respetan á una.
Dolores, seria y estirada, contraía los labios como si contuviera la
risa que le escarabajeaba en el paladar.
Rosario protestaba. No; ella no estaba conforme con la _tía Picores_.
Vivía honradamente con su marido y tenía derecho á que Tonet la imitara.
No le gustaban líos ni enredos.
La vieja la interrumpió. Todo aquello eran músicas, _hipocresías_ que la
daban asco. Había que tomar á los hombres tal como eran. ¿Verdad,
chicas?...
Y todas las amigachas afirmaban moviendo sus cabezas de indio viejo.
La _tía Picores_ continuó. Todos los hombres eran unos bestias, que
cuanto más mal los trata una, mejor la siguen como perros. Además, la
que quisiera tener seguro á su hombre, que lo atase á una pata de la
cama con las cintas de las enaguas... Y no decía más.
El tartanero había asomado su cabeza varias veces. Esperaba impaciente y
manifestaba su prisa con un gran acompañamiento de interjecciones contra
aquellas viejas que tomaban su tartana como una carroza propia.
--_¡Aguárdat, cara de palleta!_--gritó la ronca vieja--. _¿Qué no te
paguem?_...
Y al ver que sus amigachas rebuscaban en sus bolsas, extendió su brazo
majestuosamente. Allí no pagaba nadie, ¡recordones! La fiesta era cosa
suya. Había que celebrar la reconciliación de las chicas.
Poniéndose en pie, se arremangó falda y zagalejo, buscando sobre las
enaguas una gran bolsa ceñida á la cintura, de la que fue sacando unas
tijeras de destripar pescado cubiertas de escamas, una navaja mohosa, y
por fin un puñado de calderilla, que arrojó sobre la mesa.
Algunos minutos pasó contando y recontando las piezas pegajosas,
saturadas de olor de marisco, y por fin dejó el montoncito sobre el
mármol, saliendo de la chocolatería cuando ya todas las amigachas se
habían encaramado en la vieja tartana.
Rosario, con sus cestas vacías, estaba en la acera, frente á Dolores,
mirándose las dos y sin saber qué decirse.
La _tía Picores_ la invitó á subir en la tartana. Se apretarían un poco
y la llevarían hasta casa.... ¿Que no? Bueno, pues ya sabía lo dicho:
mucha paz y tranquilidad.
--_Adiós_, _Rosario_--dijo Dolores sonriendo graciosamente--. _Ya saps
que som amigues_.
Y saludándola con amistoso ademán, subió seguida de su tía, inclinándose
quejumbrosamente la tartana bajo el peso de las dos soberbias moles.
Se alejó el carromato con suspiros de desvencijamiento y chirridos de
hierro viejo, y la mujercita, con sus cestas al brazo, quedó inmóvil en
la acera, como si despertase asombrada, no creyendo en la realidad de
una reconciliación con su rival.
II
Habían pasado muchos años, y sin embargo, unos por referencia y otros
como testigos presenciales, todos se acordaban en el Cabañal de lo
ocurrido un martes de Cuaresma.
El día fué de los más hermosos. El mar estaba tranquilo, terso como un
espejo, sin la más ligera ondulación, reflejando el inquieto triángulo
de oro que formaba el sol sobre las muertas aguas.
Vendíase el pescado como una bendición de Dios. La demanda era mucha en
el mercado de Valencia, y las barcas arrastraban sus redes frente al
cabo de San Antonio sin la menor inquietud, fiadas en la calma y
deseando sus patrones llenar las cestas cuanto antes para regresar al
Cabañal, en cuya playa esperaban impacientes las pescaderas.
Á mediodía cambió el tiempo. Sopló el viento de Levante, tan terrible en
el golfo de Valencia; el mar se rizó levemente; avanzó el huracán,
arrugando la tersa superficie, que tomaba un color lívido, y un montón
de nubes corriéronse desde el horizonte, cubriendo al sol.
En la playa fué grande la alarma. Aquel viento anunciaba para las
pobres gentes, duchas en las desgracias del mar, una tempestad de las
que dejan rastro en los hogares de los pescadores.
Alborotábanse las pobres mujeres, y con las faldas azotadas por el
viento corrían por la playa sin saber dónde ir, dando espantosos
alaridos y encomendándose á todos los santos de su devoción, mientras
que los hombres, pálidos, ceñudos, chupando sus cigarrillos y poniéndose
al abrigo de las barcas varadas en la arena, examinaban el horizonte,
cada vez más obscuro, con la mirada concentrada y poderosa de las gentes
del mar, y se fijaban con inquietud en la entrada del puerto, en la
avanzada escollera de Levante, rojos pedruscos sobre los cuales
comenzaban á romperse las primeras moles de agua, cubriéndolos de
hirvientes espumarajos.
La suerte de tantos padres á quienes la tempestad habría sorprendido
ganándose el pan, hacía temblar á la gente de la playa; y á cada mugido
del viento, todos, bamboleándose sobre la arena, pensaban en los
robustos mástiles, en las triangulares velas que tal vez en el mismo
momento se hacían trizas.
Á media tarde en el horizonte, cada vez más obscuro, comenzó a marcarse
una línea de velas, como inquietos copos de espuma, que tan pronto se
remontaban como desaparecían.
Llegaban como rebaño asustado y en dispersión, dando tumbos sobre las
lívidas olas, perseguidas siempre por el mugido feroz, que parecía
divertirse arrancándolas en cada papirotazo una vela, un trozo de
mástil ó el timón, hasta que levantando una montaña de agua verdosa,
cogía de través á la desmantelada barca y se la sorbía.
La última y más terrible lucha fué á la entrada del puerto. En las
barcas que consiguieron entrar, los tripulantes, mojados de pies á
cabeza, recibían los abrazos de sus familias con ojos de idiota, como
resucitados que se asombran al verse de pronto en plena vida. Aquella
noche dejó memoria en el Cabañal.
Grupos de mujeres desmelenadas, frenéticas de dolor, roncas de gritar
sus aclamaciones al cielo, corrían por el muelle de Levante, expuestas á
ser devoradas por las olas que escalaban los peñascos, mojadas por el
polvo de amarga agua que escupía la furiosa marea, y miraban ansiosas el
horizonte, como si en la sombra pudieran distinguir la lenta y horrible
agonía de las últimas barcas.
Faltaban muchas á llegar. ¿Dónde estarían? ¡Ay Dios!... ¡qué felices
eran las mujeres que estaban en el puerto abrazando á sus maridos é
hijos, mientras los otros, más infortunados, corrían dentro de un ataúd
al través de la noche, saltando de ola en ola, rodando á lo más hondo de
hirvientes simas, sintiendo bajo los pies el crujir de las quebrantadas
tablas y sobre la cabeza la lívida montaña de agua próxima á
desplomarse!
Llovió durante toda la noche, y muchas mujeres esperaron el amanecer en
el muelle, combatido por el oleaje, envueltas en el calado mantón, en
cuclillas sobre el barro negruzco del carbón de piedra, rezando á gritos
para ser oídas mejor por los sordos de arriba, é interrumpiendo algunas
veces su oración para tirarse de los revueltos pelos, lanzando á lo
alto, en un arranque de odio y resentimiento, las terribles blasfemias
de la Pescadería.
¡Hermoso amanecer! El sol asomó su hipócrita cara tras la tranquila
línea del mar, matizada á trechos por las espumas de la noche anterior;
extendió sobre las aguas su ancha faja de reflejos dorados é inquietos,
embelleciéndolo todo; allí no había pasado nada; y lo primero que
doraron sus rayos en la playa de Nazaret, fué el casco destrozado de un
bergantín noruego encallado la noche anterior, hundido en la arena,
mostrando á flor de agua sus costados despanzurrados, hechos astillas, y
los palos rotos tremolando todavía jirones de velas.
Su cargamento era madera del Norte; y mansamente empujados por los
suaves estremecimientos del mar, iban hacia la playa las enormes vigas,
los aserrados tablones que, pescados por el revuelto enjambre de puntos
negros que pululaba en la playa, desaparecían como tragados por la
arena.
Bien trabajaban aquellas hormigas. Para ellas era la tempestad. Y por
los caminos de la huerta de Ruzafa deslizábanse arrastradas las hermosas
maderas del Norte, que habían de convertirse en techumbres de nuevas
barracas.
Los piratas de la playa arreaban alegremente sus caballerías como
legítimos poseedores del botín, sin pensar que tal vez estaba salpicado
con la sangre de los infelices extranjeros que dejaban á sus espaldas
tendidos sobre la arena.
En la playa, los carabineros y la muchedumbre inactiva formaban corros
más curiosos que aterrados en torno de unos cuantos cadáveres tendidos
entre el agua y la arena, hermosos mocetones rubios y fornidos,
mostrando por entre los jirones de sus ropas la carne dura, de blancura
femenil, mientras sus ojos azules, turbios é inmóviles, miraban al cielo
con misteriosa expresión.
El naufragio del bergantín noruego fué lo más notable de la tempestad.
Los periódicos hablaron de la catástrofe. Acudió la gente de Valencia
como en romería para ver de lejos el buque náufrago hundido hasta la
borda en la movediza arena, y todos olvidaron las barcas pescadoras,
acogiendo con gestos de extrañeza las lamentaciones de aquellas mujeres
que no veían volver á los suyos.
La desgracia no era tan grande como en un principio se creyó. Al
serenarse el mar fueron volviendo al puerto muchas barcas, á las que se
tenía por perdidas.
Habíanse refugiado huyendo de la tempestad en Denia, en Gandía ó en
Cullera, y cada una de ellas, al llegar al puerto, provocaba alaridos de
alegría, exclamaciones de gozo, votos de gracias á todos los santos
encargados de cuidar los hombres que se ganan en el mar la
subsistencia.
Una sóla no volvió: la barca del tío Pascualo, un vividor de los más
tenaces que se conocían en el Cabañal, siempre rabiando por conquistar
la peseta, pescador en invierno y contrabandista en verano, gran
marinero y constante visitador de las playas de Argel y Orán, á las que
llamaba con familiaridad la _còsta d'afòra_, como si se tratase de la
acera de enfrente.
Su mujer, Tona, pasó más de una semana esperándole en el puerto, siempre
con un arrapiezo al pecho y otro más talludo y gordinflón agarrado a sus
faldas. Esperaba á su Pascual, y á cada nuevo informe que la daban,
prorrumpía en lamentaciones y se mesaba los pelos, llamando á gritos á
María Santísima.
Los pescadores no se expresaban con claridad, pero al hablarla ponían el
gesto fosco. Habían visto la barca corriendo el temporal frente al cabo
de San Antonio; le faltaban las velas; no pudo ganar tierra, y hasta
alguno creía haberla visto al pie de una ola enorme, hinchada, verdosa,
que la cogió de lado, no pudiendo asegurar si reapareció ó fué engullida
por el agua.
Y la infeliz mujer, siempre esperando en el puerto con sus dos hijos,
tan pronto desesperada como animándose con extraña esperanza, hasta que
por fin, á los doce días, una escampavía que costeaba persiguiendo el
contrabando, condujo á la playa la barca del tío Pascualo con la quilla
al aire, negra, lustrosa con la viscosidad del mar, flotando
lúgu-bremente como gigantesco ataúd y rodeada de un enjambre de
extraños peces, pequeños monstruos que parecían atraídos por un cebo que
husmeaban á través de las quebrantadas tablas.
Sacaron la barca á la orilla. El mástil estaba roto á ras de la
cubierta, la cala llena de agua; y cuando los pescadores pudieron bajar
á ella para acabar de vaciarla á fuerza de cubos, sus pies hundidos
entre las cuerdas y cestones que aun estaban allí revueltos, tropezaron
con algo blando y viscoso que les hizo gritar con instintivo horror. Era
un muerto. Y hundiendo sus brazos en el agua que quedaba en el fondo de
la bodega, sacaron un cuerpo hinchado, verdoso, con el vientre enorme
próximo á estallar, la cabeza destrozada como repugnante masa, y en todo
el cuerpo mordeduras de voraces pececillos que, no soltando su presa,
erizábanse sobre el cadáver, comunicándole espeluznantes
estremecimientos.
Era el tío Pascualo; pero tan horrible, que la viuda prorrumpió en
lamentos, sin atreverse á tocar la masa repugnante. Algún golpe de mar
le había arrojado al fondo de la cala antes que la barca se perdiese, y
allí se quedó con la cabeza destrozada, sirviéndole de tumba el armazón
de tablas, ilusión de toda su vida, que representaba treinta años de
economías amasadas ochavo sobre ochavo.
Las comadres del Cabañal prorrumpían en lamentos al ver cómo dejaba el
mar á los hombres que tenían el valor de explotarlo, y con sus alaridos
de plañidera acompañaron al cementerio la caja que contenía el cadáver
roído y aplastado.
Durante una semana se habló mucho del tío Pascualo; después la gente
sólo se acordó de él al ver á su viuda, siempre suspirando, con un
arrapiezo de la mano y otro al pecho.
Algo más que la pérdida del marido lloraba la pobre Tona. Veía acercarse
la miseria; pero no una miseria tolerable, sino la que espanta á la
misma pobreza acostumbrada á privaciones; la carencia de hogar, la
necesidad de tender la mano en las calles para conseguir el ochavo ó el
mohoso mendrugo.
Cuando aun estaba reciente su desgracia encontró protección; y las
limosnas, las suscripciones entre el vecindario, pudieron sostenerla
durante tres ó cuatro meses; pero la gente es olvidadiza. Tona ya no fué
la viuda del náufrago, sino una pobre más que importunaba á todos con
lamentaciones pedigüeñas, y al fin vió cerrarse muchas puertas y
volverse con desvío caras amigas que siempre habían tenido para ella
cariñosas sonrisas.
Pero no era mujer para amilanarse ante el desvío general. ¡Ea! ya había
llorado bastante. Llegaba el momento de ganarse la vida como una buena
madre que tiene magníficos puños y dos bocas que la piden pan.
No la quedaba en el mundo otra fortuna que la barca rota donde murió su
marido, y que puesta en seco se pudría sobre la arena, unas veces
inundada su cala por las lluvias y otras resquebrajándose su madera con
los ardores del sol, anidando en sus grietas voraces enjambres de
mosquitos.
Tona tenía un plan. Donde estaba la barca podía plantear su industria.
La tumba del padre serviría de sustento para ella y los hijos.
Un primo hermano del difunto Pascual, el tío Mariano, solterón que iba
para rico y parecía tener algún cariño á los dos sobrinos, fue, a pesar
de su avaricia, el que ayudó á la viuda en los primeros gastos.
Un costado de la barca fué aserrado hasta el suelo, formando una puerta
con pequeño mostrador. En el fondo de la barca colocáronse algunos
tonelillos de aguardiente, ginebra y vino; la cubierta fué sustituida
por un tejado de tablones embreados que dejaba mayor espacio en el
lóbrego tabuco; á proa y popa, con los tablones sobrantes, formáronse
dos agujeros á modo de camarotes; el uno para la viuda y el otro para
los niños, y sobre la puerta extendióse un tinglado de cañas, bajo el
cual mostrábanse con cierta prosopopeya dos mesillas cojas y hasta media
docena de taburetes de esparto.
La fúnebre barca convirtióse en cafetín de la playa, cerca de la casa
donde están los toros para el arrastre de las embarcaciones, en el punto
en que se descarga el pescado y es mayor la afluencia de gente.
Las comadres del Cabañal estaban asombradas. Tona era el mismo demonio.
¡Miren qué bien sabía ganarse la vida! Toneles y botellas se vaciaban
que era una bendición de Dios; los pescadores sorbían allí sus copas sin
necesidad de atravesar toda la playa para ir á las tabernas del Cabañal,
y bajo el tinglado, en las cojas mesillas, echaban sus partidas de
_truque y flor_, esperando la hora de hacerse à la mar y amenizando el
juego con sendos tragos de caña que Tona recibía directamente de la
misma Cuba, según su formal juramento.
La barca en seco navegaba viento en popa. Cuando saltando de ola en ola
arrastraba las redes, jamás había producido tanto al tío Pascual como
ahora, que vieja y con el costillaje quebrantado, la explotaba la viuda.
Pruebas eran de esto las sucesivas transformaciones que iba
experimentando la original instalación. Los agujeros de los dos
camarotes cubríanse con vistosas cortinas de sarga; y cuando éstas se
levantaban, veíanse colchones nuevos y almohadas de blanca funda; sobre
el mostrador brillaba como un bloque de oro la reluciente cafetera; la
barca, pintada de blanco, había perdido el fúnebre aspecto de tumba que
recordaba la catástrofe, y junto á sus costados iban extendiéndose
cercas de cañas, conforme aumentaba la prosperidad del establecimiento.
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Çirattagı - Flor de mayo - 03
- Büleklär
- Flor de mayo - 01Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.Süzlärneñ gomumi sanı 4337Unikal süzlärneñ gomumi sanı 177424.2 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.35.9 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.43.2 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
- Flor de mayo - 02Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.Süzlärneñ gomumi sanı 4739Unikal süzlärneñ gomumi sanı 168730.2 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.43.9 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.49.8 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
- Flor de mayo - 03Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.Süzlärneñ gomumi sanı 4869Unikal süzlärneñ gomumi sanı 166433.0 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.47.2 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.54.3 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
- Flor de mayo - 04Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.Süzlärneñ gomumi sanı 4805Unikal süzlärneñ gomumi sanı 170030.4 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.43.9 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.51.9 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
- Flor de mayo - 05Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.Süzlärneñ gomumi sanı 4705Unikal süzlärneñ gomumi sanı 177031.0 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.44.6 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.51.6 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
- Flor de mayo - 06Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.Süzlärneñ gomumi sanı 4716Unikal süzlärneñ gomumi sanı 170429.1 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.42.6 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.49.8 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
- Flor de mayo - 07Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.Süzlärneñ gomumi sanı 4833Unikal süzlärneñ gomumi sanı 167531.3 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.44.0 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.51.3 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
- Flor de mayo - 08Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.Süzlärneñ gomumi sanı 4896Unikal süzlärneñ gomumi sanı 165434.1 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.46.0 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.53.2 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
- Flor de mayo - 09Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.Süzlärneñ gomumi sanı 4715Unikal süzlärneñ gomumi sanı 166030.2 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.44.5 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.52.4 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
- Flor de mayo - 10Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.Süzlärneñ gomumi sanı 4775Unikal süzlärneñ gomumi sanı 149133.0 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.47.1 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.54.2 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
- Flor de mayo - 11Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.Süzlärneñ gomumi sanı 4742Unikal süzlärneñ gomumi sanı 152032.3 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.44.6 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.52.1 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
- Flor de mayo - 12Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.Süzlärneñ gomumi sanı 4732Unikal süzlärneñ gomumi sanı 162929.5 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.42.5 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.50.0 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
- Flor de mayo - 13Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.Süzlärneñ gomumi sanı 4659Unikal süzlärneñ gomumi sanı 180130.2 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.43.0 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.50.6 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
- Flor de mayo - 14Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.Süzlärneñ gomumi sanı 4722Unikal süzlärneñ gomumi sanı 167831.0 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.45.4 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.53.4 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
- Flor de mayo - 15Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.Süzlärneñ gomumi sanı 4223Unikal süzlärneñ gomumi sanı 151530.4 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.44.0 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.51.3 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.