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Flor de mayo - 01
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FLOR DE MAYO
OBRAS DEL AUTOR
CUENTOS VALENCIANOS.
LA CONDENADA (cuentos).
EN EL PAÍS DEL ARTE (viajes).
ARROZ Y TARTANA (novela).
FLOR DE MAYO (novela).
LA BARRACA (novela).
ENTRE NARANJOS (novela).
SÓNNICA LA CORTESANA (novela).
CAÑAS Y BARRO (novela).
LA CATEDRAL (novela).
EL INTRUSO (novela).
LA BODEGA (novela).
LA HORDA (novela).
LA MAJA DESNUDA (novela).
ORIENTE (viajes).
SANGRE Y ARENA (novela).
LOS MUERTOS MANDAN (novela).
LUNA BENAMOR (novelas).
ARGENTINA Y SUS GRANDEZAS (viajes).
LOS ARGONAUTAS (novela).
=EN PREPARACIÓN=
LA CIUDAD DE LA ESPERANZA (novela).
LA TIERRA DE TODOS (novela).
LOS MURMULLOS DE LA SELVA (novela).
ES PROPIEDAD--Reservados todos los derechos de reproducción, traducción
y adaptación.--Copyright 1914, by Blasco Ibáñez.
V. BLASCO IBÁÑEZ
FLOR DE MAYO
(NOVELA)
[Illustration]
PROMETEO
SOCIEDAD EDITORIAL
Germanías, F S.--VALENCIA
OBRAS TRADUCIDAS DEL AUTOR
TERRES MAUDITES (Traducción de G. Hérelle), París.
FLEUR DE MAI (Traducción de G. Hérelle), París.
BOUE ET ROSEAUX (Traducción de Maurice Bixio), París.
CONTES ESPAGNOLS (Traducción de G. Menetrier), París.
DANS L'OMBRE DE LA CATHÉDRALE (Traducción de G. Hérelle), París.
TERRAS MALDITAS (Traducción de Napoleão Toscano), Lisboa.
A CATHEDRAL (Traducción de Riveiro de Carvalho y Moraes Rosa), Lisboa.
DIE KATHEDRALE (Traducción de Josy Priems), Zurich.
FLOR DE MAYO (Traducción de Josy Priems), Zurich.
ERDFLUCH (Traducción de Wilhelm Thal), Berlín.
SCHILFUND SCHLAMM (Traducción de Wilhelm Thal), Berlín.
DER EINDRINGLING (Traducción de J. Broutá), Berlín.
DE VLOEK (Traducción del doctor A. A. Fokker), Haarlem.
WAAR ORANJEBOOMEN BLOEIEN (Traducción del Dr. A. A. Fokker), Amsterdán.
CHALUPA (Traducción de A. Pikhart), Praga.
MARNÁ CHLOUBA (Traducción de A. Pikhart), Praga.
AH, IL PANE!... (Traducción de F. Gelormini), Palermo.
HVAD EN MAND HAR AT GOVE (Traducción de Johanne Allen), Copenhague.
VINNYI SKLAD (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
BODEGA (Traducción de K. G.), Petersburgo.
PROKLIATAC POLE (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
SOBOR (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
DUOYÑOY VISTREL (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
GELEZNODOROGNOY ZAIAZ (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
NALOGUIZA OBNAGNENAIA (Traducción de M. Watson), Petersburgo.
ARÉNES SANGLANTES (Traducción de G. Hérelle), París.
LA HORDE (Traducción de G. Hérelle), París.
A CORTEZAN DE SAGUNTO (Traducción de Riveiro de Carvalho y Moraes Rosa),
Lisboa.
O INTRUSO (Traducción de Carvalho), Lisboa.
L'INTRUS (Traducción de Renée Lafont), París.
A ADEGA (Traducción de E. Sousa Costa), Lisboa-Río Janeiro.
SUR LES ORANGERS (Traducción de G. Menetrier), París.
LES MORTS COMMANDENT (Traducción de Berta Delaunay), París.
SONNICA (Traducción de Frances Douglas), Nueva York.
THE BLOOD OF THE ARENA (Traducción de Frances Douglas), Chicago.
THE SHADOW OF THE CATHEDRAL (Traducción de W. A. Guillespie),
Londres-Nueva York.
BLOOD AND SAND (Traducción de W. A. Guillespie), Londres.
OBRAS COMPLETAS DE BLASCO IBÁÑEZ (en ruso). Edición en 16 volúmenes con
un retrato del autor (Traducción de Taitiana Herzenstein y otros),
Moscou.
FLOR DE MAYO
I
Al amanecer cesó la lluvia. Los faroles de gas reflejaban sus inquietas
luces en los charcos del adoquinado, rojos como regueros de sangre, y la
accidentada línea de tejados comenzaba á dibujarse sobre el fondo
ceniciento del espacio.
Eran las cinco. Los vigilantes nocturnos descolgaban sus linternas de
las esquinas, y golpeando con fuerza los entumecidos pies se alejaban
después de saludar con perezoso _¡bòn día!_ á las parejas de agentes
encapuchados que aguardaban el relevo de las siete.
Á lo lejos, agrandados por la sonoridad del amanecer, desgarraban el
silencio los silbidos de los primeros trenes que salían de Valencia. En
los campanarios, los esquilones llamaban á la misa del alba, unos con
una voz cascada de vieja, otros con inocente balbuceo de niño, y
repetido de azotea en azotea vibraba el canto del gallo con su
estridente entonación de diana guerrera.
En las calles desiertas y mojadas, despertaban extrañas sonoridades los
pasos de los primeros transeuntes. Por las puertas cerradas escapábase,
al través de las rendijas, la respiración de todo un pueblo en las
últimas delicias de un sueño tranquilo.
Aclarábase el espacio lentamente, como si arriba fuesen rasgándose una
por una las innumerables gasas tendidas ante la luz. Penetraba en las
encrucijadas, hasta en los últimos rincones, una claridad gris y fría,
que sacaba de la sombra los pálidos contornos de la ciudad; y como un
esfumado paisaje de linterna mágica con el foco de luz fija lentamente
en sus perfiles, aparecían las fachadas mojadas por el aguacero, los
tejados brillantes como espejos, los aleros destilando las últimas gotas
y los árboles de los paseos, desnudos y escuetos como escobas,
sacudiendo el invernal ramaje, con el tronco musgoso destilando humedad.
La fábrica del gas lanzaba sus postreros estertores, cansada del trabajo
de toda la noche. Los gasómetros caían con desmayo entre sus férreos
tirantes como estómagos fatigados por la nocturna indigestión, y la
colosal chimenea de ladrillo lanzaba en lo alto sus últimas bocanadas
negras y densas, que se esparcían por el espacio con caprichoso
serpenteo, cual un borrón resbalando sobre una hoja de papel gris.
Junto al puente del Mar, los empleados de consumos paseaban para
librarse de la humedad, escondiendo la nariz en la bufanda; tras los
vidrios del fielato, los escribientes recién llegados mostraban sus
soñolientas cabezas.
Esperaban la entrada de los vendedores, chusma levantisca, educada en el
regateo y agriada por la miseria, que por un céntimo soltaba la
compuerta al caudal inagotable de injurias, y antes de llegar á sus
puestos del mercado sostenía un sinnúmero de riñas con los
representantes de los impuestos.
Ya habían pasado en la penumbra del amanecer los carros de las verduras
y las vacas de leche con su melancólico cencerreo. Sólo faltaban las
pescaderas, el rebaño revuelto, sucio y pingajoso que ensordecía con sus
gritos é impregnaba el ambiente con el olor de pescado podrido y el aura
salitrosa del mar, conservada entre los pliegues de sus zagalejos.
Llegaron cuando ya era de día, y la luz cruda y azulada de una mañana de
invierno recortaba vigorosamente todos los objetos sobre el fondo gris
del espacio.
Oíase, cada vez más próximo, un indolente cascabeleo, y una tras otra
fueron entrando en el puente del Mar cuatro tartanas, arrastradas por
horribles jamelgos, que parecían sostenerse por los tirones de riendas
de los tartaneros, encogidos en sus asientos y con el tapabocas
arrollado hasta los ojos.
Eran negros ataúdes, que saltaban sobre los baches como barcos viejos y
despanzurrados á merced de las olas. El toldo con cuero agrietado y
tremendos rasguños, por donde asomaba el armazón de cañas; pegotes de
pasta roja cubriendo las goteras; el herraje roto y chirriante, atado
con hilos; las ruedas, guardando en sus capas de suciedad el barro del
invierno anterior, y todo el carruaje, de arriba abajo, hecho una criba,
como si acabase de sufrir las descargas de una emboscada.
En la parte anterior lucían, como adorno coquetón, unas cortinillas de
rojo desteñido, y por la abertura trasera mostrábanse revueltas con los
cestos las señoras de la Pescadería, arrebujadas en sus mantones de
cuadros, con el pañuelo apretado á las sienes, apelotonadas unas con
otras, y dejando escapar un vaho nauseabundo de marisma corrompida que
alteraba el estómago.
Así iban adelantando las tartanas en perezosa fila, cabeceando,
inclinadas á un lado, como si hubiesen perdido el equilibrio, hasta que
de pronto, en el primer bache, se acostaban sobre la otra rueda con la
violencia de un enfermo fatigado que muda de posición.
Detuviéronse ante el fielato y fueron descendiendo por sus estribos
zapatos en chancla, medias rotas, mostrando el sucio talón, y faldas
recogidas que dejaban al descubierto los zagalejos amarillos con negros
arabescos.
Alineábanse ante la báscula los cestones de caña, cubiertos con húmedos
trapos, que dejaban entrever el plomo brillante de la sardina, el suave
bermellón de los salmonetes y los largos y sutiles tentáculos de las
langostas, estremecidas por el estertor de la agonía. Al lado de las
cestas, las piezas mayores: los meros de ancha cola, encorvados por la
postrera contracción, con fauces circulares desmesuradamente abiertas,
mostrando la obscura garganta y la lengua redonda y blancuzca como una
bola de billar, y las rayas, anchas y aplastadas, caídas en el suelo
como un trapo de fregar húmedo y viscoso.
La báscula estaba ocupada por unos panaderos de las afueras, guapos
mozos, con las cejas enharinadas, cuadrado mandil y brazos arremangados,
descargando sobre el peso sacos de pan caliente y oloroso que parecía
esparcir una fragancia de vida en el ambiente nauseabundo del pescado. Y
aguardando su turno, las pescaderas charlaban con los empleados y los
papanatas que contemplaban embobados los grandes peces. Otras iban
llegando á pie, con cestas en la cabeza y los brazos, engrosando el
grupo; la línea de banastas extendíase hasta cerca del puente. Los
empleados enfadábanse ante la insolente algarabía de aquellas malas
pécoras que les aturdían todas las mañanas.
Hablábanse á gritos, mezclando entre cada palabra ese inagotable
repertorio de interjecciones que únicamente se adquiere en un muelle de
Levante. Al verse juntas recrudecíanse los sentimientos del día
anterior, la cuestión sostenida al amanecer en la playa; contestábanse
los insultos con soeces ademanes; acompañábanse las palabras con
cadenciosas palmadas en los muslos ó enarbolando las manos con expresión
amenazante; y á lo mejor, estos furores trocábanse en risas, semejantes
al cloquear de todo un gallinero, si á alguna se le ocurría una frase
capaz de hacer mella en sus paladares fuertes.
Enardecíalas la tardanza de los panaderos en dejar libre la báscula;
llovían insultos sobre aquellos mocetones, que no se mordían la lengua;
y en el derroche de indecencias que se cruzaban con acompañamiento de
amigables risas, enviábanse á tocar lo otro y lo de más allá, barajando
con inocente tranquilidad las blasfemias más monstruosas con los
distintivos del sexo.
En este hervidero de risotadas é insultos, la que llamaba la atención
era Dolores la _del Retor_, una buena moza mejor vestida que las otras,
que se apoyaba con cierta negligencia en una pilastra del fielato, con
los brazos atrás, arqueando la robusta pechuga y sonriendo como un ídolo
satisfecho cuando los hombres se fijaban en sus zapatos de amarillo
cuero y el soberbio arranque de las pantorrillas, cubiertas con medias
rojas.
Era una morena cariancha, con el rubio y alborotado pelo como una
aureola en torno de la pequeña frente; ojos verdes que tenían la obscura
transparencia del mar, y en los cuales, en ciertos momentos, reflejábase
la luz, haciendo brillar un círculo de puntos dorados.
Reía como una loca, entreabriendo sus mandíbulas poderosas de muchacha
de sólida osamenta; y los labios carnosos, de un rojo tostado, mostraban
al separarse una dentadura igual, fuerte y tan brillante, que parecía
iluminar la cara con pálida claridad de marfil.
Guardábanla consideraciones como á moza de buenos puños é insolencia
agresiva. Influía además en tal respeto el ser mujer de Pascualo _el
Retor_, un buenazo que la obedecía en todo y no chistaba dentro de casa;
pero que fuera, en el mar, sabía ganarse la vida mejor que otros, y
tenía, según opinión general, un _gato_ enorme de duros oculto en los
pucheros de la cocina; todo ganado, peseta por peseta, en pescas
afortunadas.
Por esto se daba ella sus airecillos de reina entre la turba
desvergonzada, y miserable de la Pescadería, y apretaba los labios con
satisfacción cuando admiraban sus pendientes de perlas, los pañuelos de
Argel ó los refajos de Gibraltar regalados por _el Retor_.
Únicamente tratábase de igual á igual con cierta tía suya, la _agüela
Picores_, una veterana de la Pescadería, enorme, hinchada y bigotuda
como una ballena, que hacía cuarenta años tenía aterrados á los
alguaciles del Mercado con la mirada de sus ojillos insolentes y las
palabrotas de su boca hundida, centro al que convergían como rayos todas
las arrugas de su cara.
--_¡Recristo!_ _¿cuánt acabeu?_--gritó Dolores con los brazos en
jarras, dirigiéndose á los panaderos.
Y éstos, que ya retiraban de la báscula su último saco, contestaban con
soeces bromas á las mujeres que, con las manos cruzadas bajo el
delantal, aumentaban el volumen de sus vientres, presentando un aspecto
grotesco.
Comenzó el peso del pescado; surgieron las riñas de todos los días sobre
á cuál le tocaba ir delante. Amenazábanse sin llegar nunca á las manos;
la _tía Picores_ intervenía con su vozarrón cascado, que disparaba los
insultos como cañonazos; pero Dolores no atendía y dejaba pasar su
turno, mirando fijamente al puente, por encima de cuyas barandas veíase
avanzar el busto de una rezagada con los brazos en jarras, encorvada
bajo el peso de las cestas.
La buena moza reía con expresión diabólica, y cuando aquella mujer
estuvo cerca del fielato, rompió en una carcajada insolente, tocando en
un brazo á la _agüela Picores_.
¡Mírela, tía! ¡Siempre llegaba tarde! ¡Claro! ¡con aquella pachorra!...
Cualquier día iba á caérsele lo que llevaba bajo del delantal.
La mujer palideció, y con ademán de cansancio dejó en el suelo las
pesadas cestas. Miraba á Dolores con expresión de odio, como si á su
vista renaciesen terribles resentimientos, y las dos se midieron de
arriba abajo con ojos iracundos.
Dolores se pasaba una mano por bajo la nariz, aspirando con fuerza, como
si tomara rapé. Podía sentarse. Debía estar cansada y chorreando por la
caminata.
Estos insultos á media voz irritaron á la rezagada... ¿Sentarse?
¿Habráse visto desvergonzada? Ella no podía gastar tartana, pero iba á
pie con remuchísima honra; no era como otras que engañaban al marido,
dándose buena vida.
¿Por quién decía eso?... ¿Por ella?... Y la insolente pescadera, con los
hermosos ojos verdes moteados de oro por la ira, avanzó algunos pasos.
Pero allí estaba la tía para intervenir, agarrándola con sus arrugadas
manazas.
Acababan de pesar sus cestas. Ella no quería líos ni escándalos. ¡Á la
tartana! Que se matasen otro rato. Ahora era tarde, y en la Pescadería
aguardaban los pescadores. ¡Mirad que les estaba bien, siendo cuñadas!
Y empujando á Dolores con el blanducho vientre, la condujo á su tartana,
donde ya estaban las cestas y las otras pescaderas.
La buena moza se dejaba conducir como una niña, pero le temblaban los
labios, y al mover el destartalado carromato, lanzó la última amenaza:
--_Tú, Rosario, ya se vorem_.
¿Verse? Cuando ella quisiera. No tardarían mucho. Y Rosario, mujercita
flaca y nerviosa, temblaba también de ira; sus pobres brazos levantaron
como si fuesen una paja los pesados cestos que tanto la habían abrumado,
arrojándolos con fuerza sobre la báscula.
Comenzaba el día en la ciudad. Pasaban los tranvías repletos de
madrugadores; trotaban por parejas los caballos del relevo, dirigidos
por muchachos que los montaban en pelo, y por ambos lados del camino
desfilaban á la conquista del pan los rebaños de obreros, todavía
adormecidos, camino de las fábricas, con el saquito del almuerzo á la
espalda y la colilla en la boca.
Rasgábase en densos jirones el vapor gris que entoldaba el espacio, y el
sol hacía su aparición triunfal como deslumbrante custodia, casi á ras
del suelo, convirtiendo en oro líquido los charcos de lluvia y
reflejándose en las fachadas de las casas con rojizo fulgor de incendio.
En las calles comenzaba el movimiento. Iban por las aceras con paso
ligero las criadas con sus blancas cestas; los barrenderos amontonaban
el barro de la noche anterior; andaban por el arroyo con lento cencerreo
las vacas de leche; abríanse las puertas de las tiendas, empavesándose
con multicolores muestras, y en su interior sonaba el áspero roce de las
escobas arrojando á la calle nubes de polvo, que adquiría una
transparencia de oro al filtrarse entre los rayos del sol.
Cuando las tartanas llegaron á la Pescadería, acudieron solícitas las
viejas mandaderas á descargar las cestas, ayudando á bajar con servil
respeto á las que su miseria hacía considerar como señoras.
Fueron entrando una tras otra, arrebujadas en su mantón, por las puertas
angostas, obscuras como rastrillos de cárcel: bocas fétidas que
exhalaban el húmedo tufo de la Pescadería.
Ya estaba el mercadillo en movimiento; bajo los toldos de cinc, que
todavía goteaban la lluvia de la noche anterior, vaciaban las vendedoras
sus cestas en las mesas de mármol, alineando los peces sobre un lecho de
verdes espadañas. Las enormes rodajas de los grandes pescados mostraban
su carne sanguinolenta; salía de los toneles el _género_ del día
anterior, conservado entre hielo, con los ojos turbios y las escamas
flácidas, y la sardina amontonábase en democrática confusión junto al
orgulloso salmonete y á la langosta de obscura túnica, que agitaba sus
tentáculos como si diese bendiciones.
Otras vendedoras ocupaban el lado opuesto del mercadillo: mujeres
vestidas de igual modo que las del Cabañal, pero de aspecto más mísero,
de rostro más repulsivo.
Eran las pescaderas de la Albufera; las mujeres de un pueblo extraño y
degradado que vive en la laguna sobre las barcas chatas y negras como
ataúdes, entre espesos cañares, en chozas hundidas en los pantanos, y
que en las fangosas aguas encuentra la subsistencia. Eran las hembras de
la miseria, con el rostro curtido y terroso, los ojos animados por el
extraño fulgor de eternas tercianas y oliendo sus ropas, no al salobre
ambiente del mar, sino al tufo del légamo de las acequias, al barro
infecto de la laguna que al moverse despide la muerte.
Vaciaban sobre las mesas enormes sacos que palpitaban como seres
vivientes, arrojando por sus bocas la rebullente masa de las anguilas
contrayendo sus viscosos y negros anillos, enroscándose por la blancuzca
tripa é irguiendo su puntiaguda cabeza de culebra. Junto á ellas caían
inanimados y blanduchos los pescados de agua dulce: las tencas de
insufrible hedor, con extraños reflejos metálicos, semejantes á los de
esas frutas tropicales de obscuro brillo que encierran el veneno en sus
entrañas.
Entre estas míseras mujeres existían también categorías, y algunas más
infelices sentábanse en el suelo húmedo y resbaladizo, entre las filas
de mesas, ofreciendo largos juncos, en los que estaban ensartadas las
ranas, patiabiertas y con los brazos levantados como bailarinas
desnudas.
La Pescadería entraba en movimiento. Comenzaba la afluencia de los
compradores, y entre las vendedoras cruzábanse señas misteriosas, gritos
de un _caló_ especial que avisaban la llegada de los alguaciles y hacían
desaparecer con rapidez de prestidigitación, bajo los delantales y
zagalejos, las libras cortas de peso.
Con viejas y mohosas navajas iban abriendo el plateado vientre de los
pescados; caían las hediondas entrañas bajo los mostradores, y los
perros vagabundos, después de husmearlas, lanzaban un gruñido de asco,
huyendo hacia los inmediatos pórticos, donde estaban los puestos de los
carniceros.
Las pescaderas, que una hora antes se amontonaban amistosamente en la
misma tartana ó ante la báscula del fielato, mirábanse desde sus mesas
con hostilidad, cruzando provocativas ojeadas cada vez que se
arrebataban un parroquiano.
Una atmósfera de lucha, de ruda competencia, se extendía por el lóbrego
mercadillo, que rezumaba humedad y hedor por todas sus baldosas.
Gritaban las pescaderas con voces desgarradas; golpeaban sus sucias
balanzas por atraer compradores, invitándoles con palabras cariñosas,
con ofrecimientos maternales. Y momentos después, las bocas melosas
convertíanse con el regateo en orificios de retrete, que arrojaban la
inmundicia del lenguaje sobre el rebelde parroquiano, con acompañamiento
de insolentes carcajadas de todas las vendedoras, unidas con instintiva
solidaridad para insultar al comprador.
La _tía Picores_ mostrábase majestuosa en la alta poltrona, con su
blanducha obesidad de ballena vieja, contrayendo el arrugado y velloso
hocico y mudando de postura para sentir mejor la tibia caricia del
braserillo, que hasta muy entrado el verano tenía entre los pies, lujo
necesario para su cuerpo de anfibio, impregnado de humedad hasta los
huesos. Sus manos amoratadas no estaban un momento quietas. Una picazón
eterna parecía martirizar su arrugada epidermis, y los gruesos dedos
hurgaban en los sobacos, se deslizaban bajo el pañuelo, hundiéndose en
la maraña gris, y tan pronto hacía temblar con sus tremendos rascuñones
el enorme vientre que caía sobre las rodillas cual amplio delantal,
como con un impudor asombroso remangábase la complicada faldamenta de
refajos para pellizcarse en las hinchadas pantorrillas.
Tenía de antiguo sus parroquianos, y no se esforzaba gran cosa en atraer
nuevos compradores, pero gozaba diabólicamente cuando torciendo el ceño
podía escupir alguna terrible palabrota á las señoras regañonas que
acompañaban á sus criadas al mercado.
Su vozarrón cascado era siempre el que decía la última palabra en las
disputas de la Pescadería, y todas reían sus chistes horripilantes, las
sentencias de filosofía desvergonzada que pronunciaba con aplomo de
oráculo.
Frente á ella vendía su sobrina Dolores, arremangados los hermosos
brazos, jugueteando con los brillantes y dorados platos de su balanza,
mostrando su deslumbrante dentadura con sonrisa coquetona á todos los
parroquianos, buenos burgueses que hacían la compra por sí mismos y
acudían con el limpio capazo ribeteado de rojo, atraídos por la gracia
de la buena moza.
Separada de la _tía Picores_ por dos mesas, estaba Rosario, ocupada en
arreglar su pescado de modo que el más fresco quedase á la vista. Las
dos cuñadas se miraban frente á frente. Torcían el gesto afectando
desprecio; volvíanse las espaldas, pero sus miradas se buscaban para
cruzarse con expresión iracunda.
Faltaba el pretexto para entablar el diario combate, y pronto lo hubo,
cuando la soberbia moza, con sus sonrisas y repiqueteos de balanza, se
atrajo á un parroquiano que estaba en regateos con Rosario.
¿Podía sufrirse aquello? ¡Miren la mala piel! Á una mujer honrada le
quitaba sus más antiguos parroquianos. ¡Ladrona, más que ladrona!
Y Rosario, la mujercilla enjuta, nerviosa y enfermiza, encrespábase como
un gallo flaco, con las huesudas mejillas lívidas de rabia y los ojos
brillantes de fiebre.
¿Y la otra?... Había que verla haciéndose la reina, sorbiendo viento por
su nariz corta y graciosa... ¿Quién era la ladrona? ¿Ella?... No había
para irritarse tanto, hija mía. Allí todas se conocían; la gente sabía
quién era cada una.
La Pescadería se animaba. Las vendedoras comunicábanse su entusiasmo con
maliciosos guiños, y olvidando la venta avanzaban el busto sobre sus
pescados para ver mejor. Los compradores formaban grupos y sonreían
complacidos por el espectáculo; un alguacil que acababa de entrar en el
mercadillo, escurríase prudentemente como hombre experto, y la _tía
Picores_ miraba á lo alto, como escandalizada por aquella rivalidad que
no tenía término.
--Sí; una ladrona--continuaba Rosario--. Bien público era. Tenía la
manía de quitarle todo lo suyo. Se lo podía probar. En la Pescadería le
robaba los parroquianos, y allá en el Cabañal le robaba otra cosa...
otra cosa; ya lo entendía ella... ¡Como si la gran mala piel no tuviese
bastante con su _Retor_, un _lanudo_ más ciego que un topo, incapaz de
saber dónde tenía la frente!
Pero este vómito de insultos no conseguía desvanecer la calma desdeñosa
de Dolores. Veía cómo apretaban todos los labios para contener la risa
que les causaban las alusiones á ella y á su marido, y por lo mismo se
mostraba serena, no queriendo divertir á la Pescadería.
--_¡Calla, loca!_--decía con acento despreciativo--. _¡Calla,
envechosa!_
Pero Rosario replicaba.
¿Envidiosa ella? ¿Y de quién? ¿De una _tirada_ que tenía la peor fama en
el Cabañal? Muchas gracias; ella era una mujer honrada, incapaz de
quitarle á ninguna su hombre.
Y á continuación la desdeñosa respuesta de Dolores. «¿Qué has de quitar
tú?... ¿Con esa cara de sardina?... Eres demasiado fea para eso, hija
mía.»
Y así seguía el tiroteo de insultos; Rosario, cada vez más lívida,
enarbolando al hablar sus manos crispadas; y la otra, puesta en jarras,
soberbia y sonriente, como si por su fresca boca saliesen lindezas.
Una fiebre belicosa invadía el mercadillo. Habíanse formado grupos en
las puertas, y todas las vendedoras echaban fuera de las mesas sus
bustos de furias desgreñadas, chasqueando las lenguas como si azuzasen
perros, celebrando con carcajadas las cínicas respuestas de Dolores y
golpeando las balanzas con las pesas para acompañar con un metálico
_retintín_ la rociada de insultos.
La buena moza apeló á su supremo argumento de desprecio.
--_¡Mira!_... _¡parla en éste!_
Y volviéndose de espaldas con vigorosa rabotada, dióse un golpe en las
soberbias posaderas, temblando bajo el percal la enorme masa de robusta
carne con la firme elasticidad de los cuerpos duros.
Aquello tuvo un éxito loco. Las pescaderas caían en sus asientos,
sofocadas por la risa; los tripicalleros y atuneros de los puestos
cercanos, formados en grupo, sacaban las manos de los mandiles para
aplaudir, y los buenos burgueses, olvidando su capazo de compras,
admiraban aquellas curvas atrevidas de tan sonora robustez.
Pero su triunfo duró poco. Al volver el sonriente rostro recibió en los
ojos y las narices dos puñados de sardinas que le arrojó Rosario, ciega
de furor... ¿Á ella tal insulto? Que saliera aquel pendón; quería verle
la cara.
Y Dolores se echó fuera de su puesto, remangándose aun más los brazos,
con los ojos moteados por el extraño fulgor de sus puntos de oro.
Allá iba la otra: con la cabeza baja, mascullando las más atroces
palabrotas; temblando de pies á cabeza por la rabia y atropellando á
cuantos intentaron detenerla.
Se agarraron en medio del pasadizo húmedo y pegajoso, entre las dos
filas de mesas.
La mujercita nerviosa y débil chocó con ímpetu contra la buena moza sin
lograr abatirla. Eran el nervio chocando contra el músculo; la ira
azotando á la fuerza, sin causarla la menor emoción.
Dolores esperó á pie firme, acogiendo á su rival con una lluvia de
bofetadas que enrojecieron lívidamente las enjutas mejillas de Rosario;
pero de pronto lanzó un alarido, llevándose ambas manos á una oreja.
Por entre los dedos brotaban hilillos de sangre... ¡Ah, la grandísima
perra! La había desgarrado la oreja tirando de uno de aquellos
pendientes de gruesas perlas que admiraba la Pescadería entera.
¿Era este un modo digno de reñir? ¿No resultaba propio de quien tiene el
alma atravesada? ¡En la galera estaban muchas con menos motivo!
Y la hermosa pescadera lloriqueaba, agarrándose la oreja con graciosa
expresión de niña dolorida.
El choque sólo había durado unos segundos.
Dos manotadas de la _tía Picores_ bastaron para separar á las feroces
combatientes; y mientras la vieja increpaba á Rosario, pálida y asustada
por lo que había hecho, un grupo de pescaderas consolaba á Dolores y la
contenían, pues la gallarda moza, al sentir los agudos pinchazos del
desgarrado lóbulo, intentaba arrojarse de nuevo sobre su enemiga.
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