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El enemigo - 20

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36.5 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
49.1 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
55.4 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.
  acostumbrándome a la realidad; pero me parece absurdo lo que está
  pasando. Dice Millán que al otro día de salir yo de Madrid la mandó
  recado al convento, participándola dónde estaba mi padre, por si quería
  ir a verle, añadiendo que el pobre no hacía más que preguntar por ella:
  mamá repuso que ya se había curado de _cosas terrenales_ y que no tenía
  más familia que Cristo y su divina Madre, pero que no se olvidaría de
  nosotros en sus oraciones. Ni preguntó cómo seguía papá, ni qué
  medicinas tomaba; en fin, nada. Añade Millán que ha enflaquecido mucho y
  que está muy desmejorada. ¡Pobre madre mía! No me hago ilusiones; no
  abrigo la menor esperanza de que llegue el caso: pero, si fuera preciso;
  si a mi madre la tocara Dios en el corazón y resolviera volver al lado
  de mi padre, te ruego, por las promesas que me has hecho y por lo que
  más quieras en el mundo, que la prestes ayuda, que la ampares y la
  protejas. Basta de esto: se me oprime el corazón como si me lo
  estrujaran. De mi hermano no sé una palabra: ignoro por completo su
  paradero.
  ¿A quién dirás que tuve el alegrón de abrazar ayer? A nuestro cartero;
  al fiel y nunca bien alabado Pateta, que está hecho un veterano. Dos
  días ha andado perdido por los montes, con otro compañero, después de
  ser sorprendido y derrotado el destacamento de que formaba parte.
  Cuentan cosas horribles. Desde el pajar de una casa, donde les escondió
  una buena mujer, vieron fusilar a un telegrafista. ¡Figúrate la
  impresión que sufrirían! Crueldades tan inútiles y sanguinarias como
  ésta, se cometen aquí muchas: en Madrid no tenéis idea de lo que es la
  guerra.
  No creo que este ejército pueda tener grandes descalabros; pero lo que
  está sucediendo en otras partes, causa en nuestras filas un efecto
  tristísimo. El triunfo de Oristá, la victoria obtenida por Savalls en
  San Quintín de Besora, la muerte de Cabrinety, la toma de Igualada y el
  desastre de Albiol, en que nuestros prisioneros perecieron, muertos a
  bayonetazos, han envalentonado mucho al enemigo. Lo más irritante es que
  la guerra va tomando un carácter de ferocidad que espanta. Hay
  guerrilleros que entran a saco en los pueblos como en los tiempos
  bárbaros; que incendian, ultrajan a las mujeres y martirizan a los
  niños: uno ha rematado a los heridos con picos y azadas, y otro ha
  mandado arrancar a los jefes prisioneros tiras de carne en los brazos,
  simulando los galones del grado que tenían en el ejército. Asombra el
  número de curas que, hechos fieras, recorren los campos: los hay
  agregados a cuerpos o divisiones bien organizadas, y otros que, sin
  reconocer jefatura, van por donde quieren, cometiendo fechorías.
  Ahora dicen que anda por estos contornos una partida con un cabecilla al
  frente, también cura, que acaso sea el autor del fusilamiento
  presenciado por Pateta. Si le pillamos, se divierte.
  Basta de carta; no tengo tiempo para más. Escríbeme siempre que puedas y
  dime de mil maneras que me quieres: la última será la que me parezca más
  grata. Yo no dejo de pensar en tí, y si no me llamaras romántico, te
  diría que con tu amor llevo en el alma un amuleto. No tengo miedo a
  perderte. Hasta tu nombre me parece de buen agüero, y pienso, _Paz_ de
  mi vida, que por tí se está batiendo media España. Pese a quien pese,
  serás mía. Adiós y recibe el cariño de tu amantísimo,
  PEPE.»
  
  
  XXXVIII
  
  Fue una escena suelta que acaso no tenga jamás historiador, un episodio
  de aquel espantoso drama de la guerra, olvidado ante la magnitud de
  otras proezas.
  Amanecía: el sol, como amante presuroso, arrancaba a la tierra su túnica
  de nieblas, y de entre las sombras rasgadas por el claror del día iban
  surgiendo las formas de las cosas.
  Frente a los cerros que ocupaba la columna del ejército liberal
  aparecía, en una hondonada, el pueblecillo de Santa Cruz de Urquilezo,
  cerradas todas las puertas y ventanas de su miserable caserío de
  fachadas blancas, en cuyas vidrieras reverberaba la luz del alba,
  fingiendo llamaradas de incendio. Ningún hombre se veía por los pequeños
  espacios libres entre casa y casa que hacían el oficio de calles: todos
  eran voluntarios y estaban en el monte. En las cañadas cercanas no había
  ganado al regalo de la yerba.
  Algunas techumbres despedían el humo de los hogares encendidos,
  indicando que allí permanecían los viejos, los chicos y las mujeres. Del
  río, que regolfando en las riberas serpenteaba entre prados y huertas,
  se desprendía un vapor gris, deshecho al menor soplo del aire, y la
  corriente mansa y negruzca pasaba silenciosamente por las presas de los
  molinos abandonados, como mofándose de las ruedas paradas. No se oían
  más ruidos que el rápido rozar del viento contra los penachos de los
  maizales, y a ratos sonar estridente de cornetas lejanas.
  Como a un cuarto de legua detrás del pueblo se erguía Monte-Dalarza,
  impracticable a la derecha por una serie de ásperos peñascales y cortado
  a la izquierda por un tajo, con honores de sima, que lo separaba del
  resto de la sierra. Toda la ladera que hacía frente a los cerros
  aparecía surcada de trabajos de tierra, sin que desde la falda hasta
  cerca del picacho que coronaba la cumbre quedara en la vertiente un
  trecho de cien pasos en que no hubiera trinchera-abrigo, pozo de tirador
  o empalizada de cestones, para disparar a mansalva. En aquella posición,
  casi inexpugnable, se habían apostado varias partidas, fuertes de hasta
  cuatro mil hombres, decididas a defender el paso. Las quebraduras que
  tenían a su derecha eran inaccesibles, y el tajo de la izquierda
  absolutamente imposible de salvar. Aquella hendidura, labrada por la
  fuerza brutal de la Naturaleza, parecía angosta vista de lejos; mas de
  cerca, sus paredes, formadas por las aristas y angulosidades de las
  rocas, se apartaban, dejando en medio un vacío ancho y tenebroso, donde
  en confuso desorden iba hacinando el tiempo peñas rodadas, troncos
  caídos y malezas barridas por los vendavales. Nadie oyó nunca chocar
  contra el fondo del barranco la piedra allí lanzada, ni hubo jamás en la
  comarca quien se aventurase a explorar aquella cavidad oscura, más
  oscura según iba siendo más profunda, y de cuyos bordes el ganado se
  apartaba medroso.
  No había más remedio que forzar de frente las trincheras de la falda de
  la montaña. El plan de ataque consistía en cañonearlas primero, sin
  disparar un tiro de fusil, y tomarlas después a la bayoneta cuando
  fuera posible calcular que la artillería había destruido las defensas y
  desalentado a los combatientes.
  A poco de rayar el día comenzó la lucha, cuyos actores permanecían
  invisibles, unos tras las desigualdades de los montículos y otros tras
  los parapetos, construidos con tierra sacada de las zanjas donde se
  ocultaban. Primero se vio hacia la parte de los cerros, ocupados por los
  liberales, el humo de un fogonazo que rastreó como una nubecilla, y sonó
  un estampido: luego se oyó otro, y luego muchos más, hasta quedar las
  colinas cubiertas de un nublado espeso que tardaba largo rato en
  disiparse, mientras las cavidades de los montes devolvían en ecos
  temblorosos y roncos el tronar de la artillería. Las fuerzas carlistas
  contestaban débilmente al cañoneo: debían tener pocas piezas y de escaso
  alcance, porque sus tiros iban a estrellarse en un ribazo situado por
  bajo de los cerros, casi en la orilla del río, produciendo los cascos de
  granadas, al caer en el agua, anchos círculos de ondas que se
  estrellaban en las márgenes. Por fin, al cabo de una hora, comenzaron a
  notarse en la falda de Monte-Dalarza puntos negros e inquietos que
  semejaban hormiguero turbado: eran voluntarios carlistas que, viendo
  destruidas las trincheras bajas, subían apresuradamente a refugiarse en
  las altas. De pronto, cuando el cañoneo fue más recio, cayeron dos
  granadas por bajo de la sima, donde había una batería, y causaron tan
  horrible destrozo, que un instante después aquellos puntos negros fueron
  innumerables, distinguiéndose los grupos de hombres que ascendían a la
  desbandada por la vertiente, como reses perseguidas de cerca, en tanto
  que otros, menos, pero más tercos y valientes, arrastraban a brazo los
  cañoncejos para emplazarlos más arriba. Al poco rato sucedió lo mismo en
  el extremo opuesto, enmudeciendo las tres o cuatro piezas que hacían
  fuego desde la línea inferior de las trincheras. Los liberales siguieron
  disparando, y así trascurrió una hora. De pronto, de entre las
  quebraduras de los cerros, ocupados por el ejército, salieron dos
  columnas de tropa, destacándose las filas de pantalones rojos sobre el
  gris terroso del suelo. En seguida, dejando a su derecha el caserío de
  Urquilezo, bajaron a la carrera hasta la hondonada, y sin detenerse un
  momento emprendieron de frente la subida hacia las líneas de defensa,
  mientras la banda de cornetas tocaba paso de ataque.
  El general había pedido voluntarios; y como el coronel del batallón de
  Pepe fuese el primero en ofrecerse con su gente, se le confió la
  operación, lanzándose las compañías al peligro, con sus jefes al frente,
  sin que la artillería dejara de hostilizar el reducto próximo a la sima.
  Cuando los soldados comenzaron a subir la falda de Monte-Dalarza, cesó
  el fuego de los carlistas: no querían desperdiciar municiones. El sol,
  que ya picaba, el calor, lo áspero del terreno y el cansancio de las
  pasadas marchas, entorpecían el acceso; pero, al cabo de media hora, las
  dos columnas llegaron casi al mismo tiempo a la primera línea de
  trincheras abandonadas, siguiendo el movimiento de avance: nadie tomó
  punto de reposo. Continuó la embestida y, ya estaban los más delanteros
  a corta distancia del reducto, cuando la línea terrosa que señalaba las
  trincheras altas desapareció de pronto tras una nube estrecha y larga,
  sonando el estruendoso fragor de una descarga formidable. Más de veinte
  hombres quedaron tendidos en las breñas: los demás, volviendo las
  espaldas, corrieron precipitadamente a la hondonada. De los caídos nadie
  se cuidó. Unos pedían agua, otros murmuraban nombres de mujeres; pero
  sus gritos fueron acallados por el rápido pisar de los que huían,
  brincando entre las matas y removiendo pedruscos que bajaban rodando
  hasta el barranco. Entonces, una batería Plasencia, de las situadas en
  los cerros, avanzó hasta emplazarse casi al alcance de los tiros
  contrarios, y disparó sin descanso contra las trincheras altas. Los
  primeros proyectiles cayeron bajos: luego, rectificada la puntería, su
  efecto fue terrible. Al mismo tiempo los fugitivos, rehechos y animados
  por sus jefes en la hondonada, dieron principio a la segunda embestida,
  siendo tan bravo y rápido esta vez el avance que, a pesar de otras dos
  descargas, las compañías, poco mermadas, llegaron cerca del reducto
  inmediato a la sima.
  Merced a una quebradura del terreno, el ribazo donde estaba construido
  el reducto destacaba sobre el azul del cielo, y allí, por cima del
  parapeto de la obra de tierra, algunos soldados de los que subían vieron
  desde los primeros momentos de la acometida un hombre de elevada
  estatura y barba negra que, sable en mano, animaba a los suyos, yendo de
  un lado para otro, gesticulando y dando enérgicas voces, como si
  quisiera comunicarles su valor heroico. Pepe no le vio; pero Pateta se
  fijó en él y hubo un momento en que, interrumpidos los disparos
  carlistas, el _gatera_ madrileño, que iba trepando cuesta arriba como
  una alimaña del monte, oyó clara y distinta la voz de aquel hombre que,
  agitando furiosamente el sable, gritaba a los de la trinchera:
  --¡Quietos ahora! ¡quietos, y luego tirar a los oficiales!
  Su figura sobresalía del parapeto, destacándose sola y arrogante.
  Llevaba zamarra larga con cordonaje negro, faja morada y gorra
  pellejera. Pateta, según iba subiendo, le miraba con mayor tenacidad: de
  pronto, al reconocerle, soltó una palabrota y murmuró con ira:
  --¡El del fusilamiento!
  Y rápidamente el pensamiento le señaló su verdadero enemigo. Por aquel y
  otros tales estaba él en la guerra, lejos de su novia. Se acordó del
  pobre telegrafista, no pudo contenerse y, afirmando bien los pies en
  tierra, se echó el _remingthon_ a la cara e hizo fuego: sonó el tiro, y
  el cabecilla cayó, doblándose por las rodillas. Convencerse de quién
  era, sentir la tentación y disparar, todo fue uno.
  --¡Abur, amigo!--gritó al verle caer--y redoblando sus esfuerzos, llegó
  al reducto entre los primeros que lo asaltaron.
  El carlista estaba tendido encima de un montón de alforjas. Sin duda se
  arrastró hasta allí para morir. Tenía el cuello atravesado por el
  balazo, y los dos agujeros abiertos por el proyectil manaban sangre: el
  sable estaba caído a pocos pasos, y él, con la mano izquierda, crispada
  y sucia, conservaba agarrado un trapito rectangular y blanco, sujeto a
  una cinta que le salía de entre las ropas del pecho. Pateta se acercó
  con medrosa curiosidad; pero al fijar en él los ojos, lanzó un grito de
  espanto y tendió en torno la mirada, horrorizado ante la idea de que se
  aproximara Pepe.
  El muerto era Tirso.
  Sus facciones no conservaban contracción de ira ni gesto de dolor; pero
  los ojos, vidriados por la muerte, indicaban todavía el tesón indomable
  de su alma, sin que bastaran a desfigurarle la barba crecida ni el
  semblante pálido por la hemorragia. Las líneas duras y angulosas de su
  rostro parecían suavizadas por la muerte, que imprimió en ellas una
  serenidad admirable, reflejo acaso de la conciencia satisfecha por el
  deber cumplido. No parecía caído entre los escombros de un reducto, sino
  sacrificado ante las gradas de un altar...
  Lo primero que se le ocurrió a Pateta fue cubrirlo con arena, yerbajos
  y cuanto hallase a mano, porque Pepe, si se acercaba, no le conociera;
  mas le pareció escasa precaución. Entonces, desconcertado por la prisa,
  mientras las cornetas seguían llamándole con sus sonidos estridentes,
  soltó el fusil y, agarrando el cadáver por las manos, lo arrastró
  penosamente hasta dejarlo en el cercano extremo del reducto que daba
  junto al borde del tajo; luego volvió en busca del arma y, empuñándola
  por el cañón, empujó con la culata el cuerpo inanimado, que cayó al
  barranco arrastrando piedras y rebotando contra las aristas salientes de
  las rocas.
  Un instante después, Pateta seguía trepando jadeante hacia la última
  línea de trincheras, ya vencidas, donde Pepe había entrado con su
  compañía.
  Al rodear las tropas vencedoras el picacho de Monte-Dalarza, los
  facciosos huían cuesta abajo por la vertiente opuesta: ya no se
  escuchaban cornetas ni se oían disparos, turbando sólo el augusto
  silencio de los campos el triste relincho de un caballo herido y
  abandonado en la hondonada.
   * * * * *
  Por la tarde, mucho después de haber cesado el peligro, cuantos chicos
  había en el vecino pueblo de Urquilezo subieron a Monte-Dalarza,
  ansiosos de ver el sitio del combate, resonando su vocerío de rapaces
  traviesos donde poco antes tronaron los cañones. Los mayores miraban con
  semblante serio las huellas de la lucha; los pequeños, riendo
  alegremente, triscaban como cabritillos; todos iban buscando vestigios
  del paso de la tropa y mostrándose mutuamente las peñas donde chocó una
  granada, la tierra removida en el piso de las zanjas y el musgo manchado
  por la sangre; pero lo que más les regocijaba era recoger cartuchos
  vacíos. Uno se encontró en una trinchera un morralillo con un cantero de
  pan y medio chorizo envuelto en una carta. Por último, subieron todos
  hasta el reducto inmediato al precipicio, y con grande algazara
  inventaron otro juego. Reunidos en grupos, empezaron a tirar cantos a la
  sima. Unos escarbaban con palos para arrancar los pedruscos de sus
  terrosos alvéolos; otros, a fuerza de empujones, los iban acercando a la
  sima y, cuando conseguían dejarlos junto al borde del tajo, los impelían
  al abismo, gozándose en verlos desgajar raíces y partirse en mil trozos
  contra las paredes de roca. Se divirtieron mucho y, como ignoraban que
  en el fondo del barranco había un muerto, estuvieron largo rato
  acarreando piedras y terruños, que tiraban al precipicio con inocente
  furia. Hasta la puesta del sol no tornaron al pueblo.
  Parecían el símbolo del porvenir enterrando el cadáver del pasado.
   * * * * *
  Cerró la noche, negra como un luto por las tristezas humanas; silbó el
  viento entre los maizales del valle, y el río, emblema de la fuerza
  inmortal de la Naturaleza, siguió pasando silencioso y lento entre las
  ruedas del molino, paradas por la mano de la guerra.
  
  FIN
  Madrid, Junio a Diciembre de 1886.
  
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