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Dafnis y Cloe; leyendas del antiguo Oriente (fragmentos) - 14

Süzlärneñ gomumi sanı 4917
Unikal süzlärneñ gomumi sanı 1583
33.7 süzlär 2000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
46.2 süzlär 5000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
53.1 süzlär 8000 iñ yış oçrıy torgan süzlärgä kerä.
Härber sızık iñ yış oçrıy torgan 1000 süzlärneñ protsentnı kürsätä.
  estezado, revestidas de escamas como la túnica, y ajustadas al tobillo,
  por cima de los borceguíes, con broches de oro primorosos. Cubrían, por
  último, los muslos del rey, y llegaban hasta por bajo de las rodillas,
  unos calzones anchos de lana, que usaron los pueblos del Norte del Asia,
  según Heródoto, y que los griegos y romanos designaron con el nombre de
  _sarabaras_.
  Amrafel, á caballo al lado del rey, no vestía ya su traje áulico, sino
  un traje militar, casi idéntico al del rey, aunque menos rico. Del mismo
  modo iban los guerreros de la escolta. Sin embargo, en vez del yelmo,
  en forma de tiara recta, que ornaba la cabeza del rey, tenían capacetes
  cónicos, sin cresta ni penacho. Todos, por último, llevaban rodelas, y
  para guarecerse del frío, capas, mantos, ó como quieran llamarse, que
  cuando no se abrigaban con ellos, iban suspendidos á las ancas de los
  caballos.
  Todos los objetos que habían venido á lomo de las mulas y pasado el río
  en las balsas, estaban amontonados en la orilla. El rey, Amrafel y los
  dieciocho guerreros, que ya también habían pasado, formaban un lucido,
  aunque pequeño escuadrón, y aguardaban á pie firme á que el resto de la
  caravana pasase.
  Las balsas en tanto se alejaron de la orilla del Sur y se encaminaron
  lentamente á la otra en busca de los que allí quedaban.
  Amrafel casi había ya perdido el recelo de un mal encuentro, cuando los
  perros ladraron otra vez con más ahinco y furor que en un principio.
  Oyóse entonces un silbido agudo, y cual si fuera convenida señal, vieron
  el rey y su gente una nube de flechas y de piedras que caían sobre
  ellos.
  --Son bandidos de Iberia y de Albania, como yo temía;--dijo Amrafel al
  rey.
  En efecto, de entre los juncos y retamas por donde habían venido
  recatándose acababan de salir como unos cincuenta hombres, que con
  arcos y hondas, á una distancia de mucho más de cien varas, hicieron
  aquel disparo. Los bandidos vestían trajes de pieles y cubrían las
  cabezas con sombreros de fieltro, semejantes á los que usaron en Roma
  los gladiadores tracios. Una pluma de águila adornaba la punta de cada
  sombrero. El aspecto de los bandidos era feroz y bárbaro.
  --¡Á ellos!--exclamó el Rey Tihur, y lanzó su caballo á galope. Amrafel,
  Samec y los demás le seguían.
  Las primeras flechas y piedras no habían herido á ninguno de los
  vesilianos, los cuales, cubiertos con las rodelas y defendidos por sus
  armaduras, avanzaban hacia el enemigo. El disparar de las flechas y de
  las piedras no cesaba un instante; pero Tihur y los suyos no tiraban
  flechas, sino que con las espadas desnudas iban á dar caza á los
  bandidos.
  Como éstos vieron á los caballos á menos de treinta pasos dispararon con
  más tino que nunca, y al punto se pusieron en fuga. Á Amrafel le deshizo
  una enorme piedra parte de la armadura de un hombro. Al rey le tocaron
  dos flechas, y una se rompió en la rodela, y otra se embotó en las
  _sarabaras_. Tres caballos, atravesados por otras tantas flechas,
  cayeron muertos á poco, haciendo rodar en el polvo á sus jinetes.
  En aquel momento, la gente de Vesila-Tefeh se hallaba ya en el mismo
  lugar donde los bandidos se habían mostrado. Los bandidos, huyendo,
  habíanse puesto á bastante distancia.
  Al caer muertos los tres caballos, pararon un instante los demás del
  escuadrón. Entonces resonó, á un paso de donde estaban, un alarido
  salvaje, y de un lado y otro, de entre el taraje y la maleza, salieron
  de improviso otros treinta ó cuarenta bandidos que allí estaban en
  acecho. Unos traían largos escudos cuadrangulares y convexos; otros, el
  brazo izquierdo envuelto en un paño que les servía de escudo; todos
  empuñaban cuchillos corvos, con el filo hacia dentro y con aguzada
  punta, semejantes en la forma á los colmillos de jabalí. Era el arma que
  usaron posteriormente los tracios y otros pueblos bárbaros del Norte.
  Los romanos la llamaron _sica_, de donde proviene el nombre de
  _sicario_. Agachándose con esta arma, el que sabía manejarla asestaba á
  su contrario el golpe de abajo arriba, á fin de abrirle el vientre.
  El Rey Tihur, con más rapidez que lo que podemos tardar en decirlo,
  comprendió el gravísimo peligro en que se hallaba. Él y los suyos
  estaban cercados de enemigos. Los que habían ido huyendo, para traerlos
  hasta aquel sitio, iban también á caer sobre ellos. Aguardar á caballo á
  los bandidos, que se deslizarían y meterían hasta entre las piernas de
  los caballos y los matarían con sus terribles cuchillos, era exponerse á
  morir sin gloria y sin completa venganza. Abrirse camino por entre los
  bandidos y salir á escape de aquel trance, no era difícil, pero era
  deslucidísimo. Para el Rey Tihur era insufrible la idea sola de huir
  ante aquellos miserables. Parecíale ver á todos sus gloriosos
  antepasados, á todos los espíritus de los héroes de su estirpe,
  empezando por el ilustre Cayumor, que se levantaban airados á fin de
  atajarle en la fuga. Creía oir las voces de todos ellos que le gritaban:
  --Es preferible la muerte.
  Todo este razonamiento fué instantáneo; pasó veloz como un relámpago por
  la mente del Rey Tihur. Pasó tan veloz, que los bandidos que no tenían
  más que dar un salto para estar encima, no le habían dado aún, cuando el
  Rey Tihur exclamó con voz serena é imperativa:
  --¡Todos á pié, agrupados en torno mío!
  No había terminado de pronunciar estas palabras, cuando ya estaba pié á
  tierra. Golpeó entonces de plano con la espada en la grupa de su
  caballo, y el caballo dió dos ó tres botes y saltó por medio de los
  sicarios, derribando á dos que se le opusieron y no lograron herirle.
  Amrafel y los demás de la banda del Rey hicieron lo mismo con prontitud
  maravillosa. Sueltos los caballos todos, se lanzaron á galope hacia el
  punto, en la orilla del río, donde las vituallas y riquezas, el carro,
  las zebras y algunas mulas estaban bajo la custodia de ocho esclavos,
  excelentes flecheros.
  Algunos, aunque pocos bandidos, se dirigieron en pos de los caballos;
  pero los ocho esclavos acababan de levantar con los sacos ó cargas una
  especie de parapeto, y desde allí, resguardados, disparaban sus flechas.
  Cuatro bandidos cayeron mal heridos por ellas; otros seis ó siete se
  volvieron á donde estaban sus camaradas, que ya combatían contra el Rey
  Tihur.
  Éste había colocado rápidamente á sus compañeros en una sola línea,
  quedándose él en medio. Á su derecha Amrafel, Samec á su izquierda. La
  línea se doblaba ó formaba un ángulo, en cuyo vértice estaba el Rey. Los
  lados del ángulo ya se abrían, ya se cerraban hasta juntarse, según lo
  requerían los accidentes de la batalla. Así presentaban siempre la cara
  al enemigo, el cual no podía herirlos ni por la espalda ni por los
  costados.
  De los tres guerreros que habían caído al caer sus caballos muertos, dos
  habían logrado salvarse, y habían venido á ser parte en aquella
  formación. El otro, cogida una pierna bajo el cuerpo del caballo, no
  tuvo tiempo para levantarse, y estando caído, uno de los bandidos le
  segó la garganta.
  Lo más recio de la pelea era en el vértice del ángulo, donde estaba el
  Rey. Por ambos lados se precipitaban sobre él los sicarios. Cuando
  paraba Tihur un golpe por un lado, por el opuesto le descargaban otro
  golpe. Éstos le tiraban á la cara; aquellos, en tanto, se bajaban y
  pugnaban por herirle en el vientre. Tihur se defendía y ofendía con
  esfuerzo incansable y ligereza sobrehumana. Á tres había ya derribado de
  otras tantas cuchilladas. El macizo y artístico puño de oro de su espada
  tremenda se había hundido ya en el cráneo de otros dos, que agachados
  habían venido á herirle. El puño de su espada y su homicida diestra
  ponían grima con la sangre y las vísceras trituradas.
  El ataque primero de los bandidos duró dos ó tres minutos. Este tiempo
  bastó para que, según hemos dicho, el Rey pusiese á cinco fuera de
  combate. Amrafel, Samec y los demás guerreros habían muerto ó herido á
  otros seis. Sólo dos de los guerreros vesilianos habían perecido; el que
  cayó con la pierna bajo el caballo, y otro en la formación, junto á
  Samec. Uno de los bandidos, poniéndose de rodillas delante de él, y
  antes de que acudiera á defenderse, le rasgó el vientre con el cuchillo,
  destrozándole y sacándole las entrañas.
  Sin embargo, las dos hileras de los vesilianos parecían un muro de
  bronce, que se movía sin romperse y daba la muerte á cuantos á él se
  acercaban.
  Los bandidos rechazados, retrocedieron, exhalando gritos roncos como el
  rugir de las fieras, y pronunciando palabras bárbaras é incomprensibles
  para los de Vesila-Tefeh. El ángulo que éstos formaban, se abrió
  entonces hasta reducirse á una sola línea, la cual se adelantó sin
  deshacerse hacia los fugitivos.
  Los bandidos, que se habían retirado después de tirar las flechas para
  atraer á la emboscada á los guerreros del Rey Tihur, habían vuelto
  durante la corta lucha que hemos descrito, y estaban ya á pocos pasos.
  Los vió Tihur con mirada de águila, y en el momento en que dispararon,
  ordenó á su gente que cejase, formando el ángulo de nuevo. La descarga
  apenas halló blanco en que dar. Sólo sobre las rodelas de Tihur, de
  Amrafel y de Samec, vino á chocar con estruendo una granizada de flechas
  y de piedras.
  Al ver los de los cuchillos ó _sicas_ que sus compañeros, con los arcos
  y hondas, les daban tan oportuno auxilio, arremetieron otra vez á los
  vesilianos con brío descomunal y con furioso ímpetu. Otros dos guerreros
  de Tihur cayeron muertos en este segundo ataque; pero también murieron
  los matadores. Las sombras de los guerreros vesilianos no quedaron
  inultas.
  En silencio admirable, sin una voz, sin una queja, sin una imprecación,
  seguían todos combatiendo. Los sicarios acudían más que sobre ningún
  otro sobre el Rey Tihur; pero Samec y Amrafel combatían á su lado, y le
  ayudaban á rechazar al enemigo. Tihur, con todo, se vió en un momento
  acometido por tal turba, que apenas tenía vagar sino para herir con la
  espada y parar las puñaladas con la rodela de triple cuero de buey y
  doble plancha de bronce. Estando en esta lucha con los del cuchillo, los
  arqueros y honderos no cesaban de disparar. Distraído el Rey Tihur, no
  pudo precaverse ni presentar el escudo contra una piedra enorme, que
  disparada de muy cerca con mano robusta y certera, partió zumbando de la
  honda, y vino á dar de lleno en la refulgente tiara, abollando el limpio
  bronce de que estaba hecha, y desligándola de las carrilleras que la
  sostenían. La tiara rodó por el suelo, y la cabeza del Rey quedó
  desnuda, brillando al sol, más que el bronce de las armas, su lustrosa y
  luenga cabellera rubia.
  No quedó gota de sangre en las venas y arterias del Rey Tihur que no
  sirviese entonces de ira. En aquella ofensa hecha á su persona sagrada,
  vió el Rey una ofensa hecha á toda la raza divina de que descendía. Los
  manes todos de los reyes gloriosos de Ariana Vaega ó tenían que ayudarle
  en tan espantosa cuita ó le renegaban por descendiente. El Rey Tihur
  creyó sentir entonces que penetraban en su ser, y llegaban filtrándose
  hasta su corazón los espíritus de los héroes de su raza, infundiéndole
  un ánimo sobrenatural y un coraje indómito.
  --No ha de quedar bandido vivo;--exclamó.--Es menester que todos mueran.
  Yo sólo basto á matarlos. Sus viles cuchillos no llegarán á tocarme. No
  es posible ¡oh Cayumor! que tú consientas en que muera tu nieto á manos
  de ladrones.
  Diciendo estas palabras, se pensaría que el Rey Tihur habíase
  transfigurado; que un fuego aterrador brotaba de sus ojos; que un nimbo
  deslumbrante, que una llama eléctrica ardía en torno de sus sienes,
  alzándose larga y horrible sobre la desnuda cabeza. Todos los guerreros
  del Rey Tihur imaginaron ver ó vieron en realidad, aquella portentosa
  llama, efecto acaso de los espíritus; obra tal vez de un magnetismo
  extraordinario, ingénito y propio de aquella naturaleza privilegiada,
  exaltada entonces por una pasión inmensa y vehemente. El ardor de
  aquella llama encendió los corazones de los guerreros del Rey Tihur. La
  fuerza y el aliento de cada uno de ellos redoblaron desde aquel
  instante.
  Y sin duda, un prodigio era necesario para poder salvarse de los
  bandidos. Á pesar de los muertos, la malvada tropa se había aumentado
  con muchos de los arqueros y honderos, los cuales, juntos ya con los
  otros, habían también puesto mano al cuchillo y cargaban
  desesperadamente sobre Tihur y los suyos, brincando como panteras ó
  arrastrándose como serpientes.
  El rey, Amrafel, Samec, cada uno de los guerreros vesilianos dió muerte
  por lo menos á un bandido en aquella feroz pelea; pero también mordieron
  el polvo cinco vesilianos más.
  Por tercera ó cuarta vez retrocedían llenos de terror los bandidos,
  cuando los arqueros y honderos todos, sin que faltase uno, vinieron á
  reforzarlos. También el Rey Tihur tuvo un pequeño refuerzo. Los ocho
  esclavos, abandonando los sacos, las mulas, el carro y los demás
  objetos, llegaron en su socorro. La última lucha, más recia, más cruda,
  más desesperada que las anteriores, se emprendió ya sin que nadie
  combatiese desde lejos, sino cerrando unos contra otros con sed de morir
  ó matar.
  Los bandidos caían muertos ó heridos, pero su número era seis veces
  mayor que el de los vesilianos, y éstos empezaron á perder terreno,
  aunque sin abandonar la formación ni emprender la fuga.
  Es cierto que el que hubiera emprendido la fuga hubiera muerto al punto.
  Con el peso de las armas nunca hubiera podido sustraerse á sus ligeros
  perseguidores. Aun así, aun conservando la serenidad, el orden y la
  formación prescripta, pronto murieron dos guerreros más de los
  vesilianos y dos de los esclavos que habían acudido á socorrerlos.
  Quedaban sólo el Rey Tihur, Amrafel, Samec, siete guerreros de la
  guardia y seis esclavos. Trece de los del Rey Tihur habían ya perecido.
  Los que habían quedado en la orilla opuesta venían navegando en las
  balsas, veían la lucha desigual y ansiaban llegar en auxilio del rey;
  pero la corriente los alejaba del combate y dilataba el tiempo de tocar
  el borde Sur del Djan-Deria, donde el combate ocurría.
  Á milagro pudiera atribuirse que el Rey Tihur, más atacado que ninguno
  otro, se conservase aún incólume, sin herida ni lesión alguna. Tal vez
  su mirada tenía fuerza de matar como la mirada del basilisco; tal vez el
  resplandor de sus ojos turbaba, aterraba, cegaba á sus contrarios; tal
  vez su majestad tranquila y como celeste, en medio de aquel sangriento
  tumulto, les hacía perder el tino.
  Con todo, el capitán de los bandidos, ó el que parecía serlo como el más
  audaz y más diestro de todos, se arrojó tan súbito sobre el Rey Tihur,
  que éste no tuvo tiempo de herirle con la espada, ni de contenerle con
  la rodela. El bandido, soltando el escudo, echó el brazo izquierdo al
  cuello del Rey Tihur, le hizo vacilar sobre sus piernas robustas y
  estuvo á punto de derribarle. Al propio tiempo, y con no vista presteza,
  le tiró á la garganta una puñalada con toda la pujanza y el encono de
  que era capaz. Por dicha, el Rey Tihur, aunque cedió un instante á la
  fuerza de aquel bárbaro, é inclinó la cabeza de suerte que la garganta
  estuvo á punto de que en ella se clavase el cuchillo, todavía se repuso
  y echó el cuerpo atrás en ocasión que el cuchillo del caucasiano vino á
  herirle. El cuchillo, en vez de dar en la garganta descubierta, dió con
  tal violencia en el pecho del rey, que, rompiendo y destrozando varias
  de las escamas de bronce, resbaló y llegó á clavarse en un costado. La
  noble sangre de los héroes del primitivo imperio de Ariana-Vaega y de
  los reyes de Escitia brotó impetuosa por la herida; pero, casi
  simultáneamente, el Rey Tihur dió con el pomo áureo de su espada tan
  rudo golpe en el hombro izquierdo de su contrario, que le volcó de
  espaldas sobre la dura tierra. Un ruido temeroso hizo aquel bárbaro al
  caer, como el ruido que hace un roble fortísimo cuando el huracán le
  arranca de cuajo y le derrumba. Antes de que el bárbaro pudiera
  levantarse vino sobre él Tihur, con la celeridad del rayo, y con el
  tacón de bronce de su coturno le acertó tan certera y violentamente en
  una sién, que la machacó y aplastó como quien aplasta una víbora.
  Muerto ya el capitán de los bandidos, todos iban á desbandarse y á
  emprender la fuga; pero una nube sombría cubrió los ojos del Rey Tihur,
  y hubiera caído desmayado al suelo, con la pérdida de la sangre, si
  Amrafel no hubiese acudido á sostenerle en sus brazos.
  Los bandidos, al ver que el rey caía, recobraron el aliento y se
  revolvieron contra él y contra Amrafel. Los vesilianos cercaron al rey
  para defenderle hasta morir.
  Toda esperanza parecía ya locura ó sueño. Amrafel, Samec y los otros
  vesilianos tenían la perdición por segura é inminente. No les quedaba
  otro recurso ni otro consuelo que vender caras sus vidas y morir
  matando.
  El Rey Tihur no había perdido el sentido, aunque sí la voz y las
  fuerzas. No hablaba ni combatía, pero pensaba.
  Un pensamiento, tan generoso como amargo, se fijó entonces en su mente
  causándole más dolor que la herida. Todos aquellos hombres, sus amigos,
  sus leales servidores, iban á morir ó habían muerto ya por su culpa, por
  un capricho suyo.
  Quizás hallen anacrónico mis lectores este pensamiento, ó mejor dicho,
  este sentimiento filantrópico del Rey Tihur; pero créanme, no hay ni ha
  habido jamás anacronismo en esto de sentimientos. Y así como hoy, en
  pleno siglo XIX, hay reyes que ven impasibles que mueran millares y
  millares de hombres por su culpa, bien pudo haber entonces un rey tan
  humano que se afligiese de que unos pocos muriesen por él. Ello es, que
  Tihur no lamentó su herida ni su posible muerte, sino las heridas y la
  muerte de los otros, y no consideró que en su época era indispensable
  exponerse á casos tan crueles, ó permanecer siempre sin salir del
  alcázar.
  Entre tanto, la misma energía de aquel sentimiento de piedad hacia sus
  compañeros fué como un bálsamo en la herida, é hizo que el Rey Tihur se
  recobrase un poco. Desprendióse de los brazos de Amrafel y le dijo:
  --Defiéndete y déjame.
  Á pesar de la sangre que perdía, Tihur no soltó ni el escudo ni la
  espada, y quedó en pie, después de apartarse de los brazos de su
  favorito, pero quedó retraído é inerte.
  Delante de él combatían Amrafel, Samec y los demás guerreros. Los
  bandidos, sin embargo, los obligaban á cejar y á irse retirando, aunque
  sin poder romper fila. El rey cejaba, harto á disgusto, y á pesar de lo
  débil que se sentía, entraba ya en deseo de volver á ponerse delante y
  de pelear como los otros, ó más que los otros.
  Solicitado por este deseo y por la contraria convicción de la debilidad
  que le aquejaba, alzó las manos al cielo y evocó con fe profunda los
  espíritus de sus mayores.
  De repente, y como si fuera en respuesta de su evocación, silbó una
  flecha que vino á clavarse en el pecho de uno de los bandidos y le hizo
  caer en seguida al suelo, revolcándose en su sangre; un instante después
  silbó otra flecha y mató á otro bandido. La tercera y la cuarta flecha
  no tardaron en llegar, causando idéntico destrozo. Quizás una sombra
  inteligente, un espíritu invisible las disparaba.
  Así los bandidos como los guerreros vesilianos atribuyeron á prodigio
  aquella inesperada intervención. Los guerreros vesilianos volvieron á
  confiar en la fortuna y pelearon con más denuedo.
  Entonces apareció á deshora el arquero diestro y milagroso. Salió de
  entre las matas cercanas como si del centro de la tierra saliese. Una
  extraña hermosura resplandecía en todo su ser. Su mirada era dulce y
  zahareña al propio tiempo. Sus negros ojos eran suaves y terribles, como
  si á la vez anidasen en ellos el amor y la muerte. Su traje era casi
  igual al de los guerreros vesilianos, sólo que, en vez de capacete
  llevaba un gorro colorado en la cabeza. Su talle era esbelto y gallardo;
  su estatura elevada; marcial su apostura, y su rostro bello y juvenil;
  negra y sedosa la barba; la tez morena, y todo él agraciado, noble y
  simpático. Sus cabellos le caían en rizos sobre la espalda.
  Con rápidos pasos vino á lanzarse sobre los bandidos. Mientras caminaba,
  echó á la espalda el arco y sacó de la vaina la espada y el puñal,
  armadas así ambas manos, y sin escudo. Al mismo tiempo, y arrojándose
  ya sobre los bandidos, dijo con voz sonora, en el mismo lenguaje ariano
  que hablaba el Rey Tihur:
  --El cielo te protege, ¡oh Rey Tihur!, y me envía aquí para que te
  salve. ¡Sus y á ellos, oh valeroso Amrafel! ¡Oh fuerte y leal Samec!
  ¡Oh, vosotros, clarísimos vesilianos!
  Al oírse nombrar por aquel desconocido, se corroboraron todos en creer
  su celestial ó sobrenatural procedencia. Sólo se atrevió á contestarle
  Tihur:
  --¡Bien venido seas y bendito! Tú eres sin duda un _ized_, un genio, un
  enviado de Ahura-Mazda.
  Aún no había terminado el rey esta frase, cuando ya el desconocido, en
  medio de los bandoleros, revolviéndose á un lado y á otro, é hiriendo y
  parando á la vez con la espada y el puñal, causaba más estragos y
  muertes que un fiero león en un rebaño de tímidas ovejas.
  Los bandidos, aterrados, se pusieron pronto en precipitada fuga, en
  dirección hacia el mar, donde estaban, sin duda, los barcos en que
  habían venido, junto á la desembocadura del Djan-Deria; pero el resto de
  la caravana del Rey Tihur acababa de desembarcar y les cortó la
  retirada.
  En tanto, el desconocido, el Rey Tihur, á pesar de su herida, y todos
  los guerreros vesilianos, empuñaron los arcos y acosaron é hirieron con
  sus flechas á los que huían. Hasta los perros, que habían estado
  medrosos é inertes durante la refriega, y sólo cuando fué herido el Rey
  Tihur habían dado muestra de sí, prorrumpieron en lastimeros aullidos,
  cobraron valor entonces, y ladrando y corriendo, como en la caza, se
  pusieron á perseguir á los bandoleros.
  El dicho del Rey Tihur casi vino á cumplirse.
  --No ha de quedar ninguno vivo--había dicho,--y efectivamente, parecía
  que no había quedado vivo ni uno solo. Aun los que trataron de
  esconderse entre la maleza fueron descubiertos por los perros y muertos
  á flechazos ó á cuchilladas por los vesilianos.
  
  VII.
  Todavía andaban los guerreros vesilianos dando caza á los fugitivos
  ladrones, cuando el Rey Tihur, conducido en brazos de Amrafel y de
  Samec, había llegado á la orilla del río, donde estaban los sacos y
  cargas.
  Allí, extendido en un lecho que le habían preparado al aire libre,
  porque las tiendas estaban aún por desembarcar, el rey se dejó curar la
  herida por Amrafel, que era hombre docto en aquel arte. Amrafel conoció
  al punto que la herida, aunque ancha, era poco profunda y nada grave ni
  peligrosa. El puñal había resbalado en vez de ahondar, y había dejado
  ilesa toda entraña. La causa del desmayo del rey había sido la gran
  pérdida de sangre, aumentada por los esfuerzos que hizo combatiendo
  después de herido.
  Un personaje singular estaba al lado de Amrafel y le ayudaba en la cura.
  Nadie había reparado, durante la batalla, en aquel personaje que, sin
  embargo, se había mostrado en pos del guerrero desconocido; pero, fijas
  en éste todas las miradas y la atención toda, no había sido vista una
  vieja, alta y delgada hasta el extremo de asemejar á un esqueleto, la
  cual seguía al guerrero misterioso.
  En el momento de ir á curar la herida al rey, la vieja se ofreció á
  hacerlo, jactándose de su ciencia. El guerrero misterioso aseguró que de
  ella podían fiarse.
  Iba la vieja con una ropa talar desgarrada, pero que se conocía haber
  sido rica y elegante. Un manto negro de lana le cubría la espalda,
  prendido al hombro por un broche dorado. Sus cabellos, blancos como la
  plata, aunque sostenidos en parte por un cordón, dejaban flotar muchos
  mechones en desorden y á merced del viento. Sus manos eran tan flacas y
  tan descarnados los dedos, que parecían transparentes. Sus ojos,
  pequeños y vivos, lanzaban de sí miradas escudriñadoras; su nariz era
  aguileña y fina; su boca, sumida y sin dientes, mostraba los colmillos
  afilados y largos, que asomaban por entre los labios sutiles y
  fruncidos. Llevaba la vieja un zurrón ancho de piel de tejón, atado al
  cinto sobre la cadera, y en la diestra un báculo, que más que para
  apoyarse, aparentaba ser signo de autoridad y dominio, ó vara mágica y
  de virtudes. La vieja andaba á grandes pasos, firme y derecha como una
  moza de veinte primaveras, ó más bien como un granadero prusiano de
  nuestros días, que esté muy ducho en lo que llaman la marcha gimnástica.
  En suma, todo el continente de la vieja era raro por demás, y hubiera
  podido servir de modelo á un hábil artista para pintar ó esculpir la
  Sibila pérsica ó la Sibila eritrea.
  Mientras duró la operación de curar la herida, la vieja hizo visajes y
  signos con las manos, y murmuró ó rezó en voz sumisa ensalmos
  ininteligibles. De su zurrón sacó hierbas para restañar la sangre, que
  Amrafel reconoció, aceptó y aplicó.
  Y por último, cubierta ya y vendada la herida, la vieja dió al rey un
  licor, también con permiso y beneplácito de Amrafel, el cual licor
  infundió en el rey un sueño grato y delicioso.
  Cuando el rey despertó del sueño, se sintió tan aliviado y fortalecido,
  que pensó en continuar la peregrinación al día siguiente. Ni Amrafel ni
  la vieja se opusieron, con tal de que fuese el rey en el carro y no á
  caballo.
  Durante la cura terminó la persecución y exterminio de los ladrones, y
  se acabó de poner en tierra cuanto habían dejado en las balsas los
  últimos que pasaron el río, á fin de acudir con más presteza al lugar
  del combate.
  Guerreros, esclavos, caballos y acémilas, todo, en suma, se reunió en el
  mismo lugar. Allí se desplegaron las tiendas y se formó el campamento
  para reposar aquella noche.
  Una comida abundante restauró las fuerzas de todos.
  Después de la comida, el rey Tihur llamó á su tienda al guerrero
  desconocido, y estando á solas con él le habló de esta manera:
  --Valeroso joven, tú me has salvado hoy de una muerte vergonzosa. Mi
  gratitud será eterna. Díme quién eres para que sepa yo á quién estoy tan
  obligado.
  --Mi nombre, ilustre príncipe, es Tidal.
  --Sin duda,--añadió el Rey,--que eres de sangre de héroes; de antigua y
  clara estirpe. No parece que guarde tan soberano esfuerzo el corazón de
  un hombre plebeyo y obscuro.
  --En verdad,--replicó Tidal,--yo me inclino á creer, como tú, que la
  grandeza de ánimo y la virtud se heredan. De esta suerte se explica que
  los hombres todos se mejoren, añadiendo los que nacen después á la
  nobleza heredada de otros la por ellos adquirida. Si nada heredásemos,
  si ninguna virtud se trasmitiese por herencia y con la sangre, los
  hombres de hoy no valdrían más que los de ayer, ni jamás ganaría nada el
  humano linaje, como yo entiendo que gana. Así, pues, no atribuyo á
  preocupación de casta tu idea de que debo ser noble de nacimiento,
  porque me he mostrado fuerte de cuerpo y de alma. Sin embargo, la ley no
  es general. Castas hay que degeneran y otras que se levantan y
  magnifican. La virtud que en una familia ilustre se extingue y se
  pierde, renace en otra familia. Tal vez esta virtud, trasmitida por
  algún héroe, progenitor mío, ha estado latente ú obscurecida largo
  tiempo por la bajeza en que había caído mi familia, ó por otras causas
  que no acierto á exponer, y ahora renace en mí; que no tengo nombre, ni
  antecedentes, ni gloria heredada. Yo, Rey Tihur, no soy más que un
  humilde mercader, hijo de otro mercader humilde.
  --¿Eres iraniense ó escita, ó de qué raza ó nación eres? Yo me complazco
  en suponer y supongo que eres escita por la perfección con que te oigo
  hablar mi idioma.
  --Ignoro si soy ó si puedo decir que soy escita ó iraniense; pero creo
  que soy ario. Nací y me crié en Nimrud, á las orillas del río Tigris. Mi
  padre y mi madre, de familia ariana ambos, vivían allí sujetos al
  dominio de los caldeos-cushitas. Por las conquistas de los hijos de Asur
  y del poderoso Nino, no consiguieron más que mudar de amo. Antes de
  salir de la niñez me quedé huérfano de padre y madre. Un fiel servidor
  cuidó de mí y de mi hacienda hasta que tuve dieciocho años. Entonces
  aquel fiel servidor me hizo dueño de todos mis bienes, que consistían en
  un gran tesoro de piedras y metales preciosos, y me dijo que mi destino
  
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