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El doncel de don Enrique el doliente, Tomo IV (de 4) - 3

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  la mas apreciada entonces en Europa, conversaban tranquilamente uno
  enfrente de otro, y separados por la mesa como si hubieran necesitado
  de un cuerpo intermedio para no reñir. Asi parecia indicarlo su gesto
  displicente. El uno era Ferrus. En su rostro brillaba la satisfaccion
  petulante de un hombre que ha llegado á ocupar un destino superior á
  sus méritos y esperanzas. El otro era Rui Pero. Su continente era el
  de un hombre por el contrario herido en lo mas delicado de su amor
  propio por un disfavor no merecido, y habíaselas con el emancipado
  juglar, como podria habérselas un general acreditado por sus
  servicios y conocimientos con un guerrillero á quien hubiese igualado
  con él la fortuna.
  Una lámpara suspendida del techo iluminaba los rostros de entrambos,
  y los iluminaba mejor una alta vasija, cuyo preñado vientre vaciaba
  de cuando en cuando en dos anchas copas cierto jugo vivificador que
  embaulaban nuestros dos interlocutores á tragos repetidos en su
  cuerpo como en un cubo desfondado.
  —¿Cuando pensais partir, señor Rui Pero? preguntó Ferrus despues de
  uno de estos tragos, paladeando todavia el licor de Baco.
  —¿Habeis tomado ya, señor juglar, repuso Rui Pero, es decir, señor
  Ferrus, alcaide del castillo de Arjonilla, las instrucciones que
  habiais menester?
  —Estoy tan apto, señor Rui Pero, para desempeñar la alcaidía de este
  famoso castillo, como el mejor camarero de Castilla, contestó Ferrus
  picado.
  —En ese caso, señor tal alcaide, pasado mañana al lucir el alba
  me pondré en camino para la corte, si no manda otra cosa vuestra
  señoría.
  —Gracias, señor Rui Pero.
  —¿Habeis mandado relevar las centinelas esteriores de la muralla, y
  las dos de las torres, y de la galería interior del preso?
  —Bien sabeis, contestó Ferrus, que no es ese cargo mio mientras
  esteis vos en el castillo. Y espero que no me comprometereis con mi
  amo el señor conde, ni querreis faltar al deber...
  —No acostumbro á faltar á mis deberes, señor Ferrus; yo voy por lo
  tanto á disponer...
  —Esperad. Supongo que seguís con el cuidado de emplear en el servicio
  de centinelas los ballesteros que ignoran completamente la calidad de
  los prisioneros. De otra suerte...
  —No habeis menester suponerlo, dijo apurando su copa Rui Pero;
  bastará con que lo creais á pies juntillas. Ademas, ya habreis
  conocido que necesita habilidad para escaparse el preso que tal
  intente hallándose encerrado en la prision de la zanja.
  —Sí, segun me habeis dicho, no conociendo el secreto del rastrillo,
  solo la muerte seria el resultado de la menor tentativa de evasion.
  Admirable construccion la de este calabozo. ¿Y quién construyó...?
  —¡Silencio! dijo Rui Pero al ver entrar un tercero en la sala, y
  gozoso de poder dar una leccion de prudencia al inesperto Ferrus.
  ¿Qué quereis vos? añadió dirigiéndose al estraño.
  —Señor alcaide, respondió el faccionario que acababa de entrar, han
  llamado al castillo dos caminantes fatigados...
  —A nadie se da hospedage, repuso Rui Pero mal humorado.
  —Lo sé, señor alcaide. Pero advierta vuestra merced que no son
  caballeros ni hombres de guerra. Son dos reverendos padres, que piden
  albergue por esta noche.
  —¿Y por qué no lo buscan en Arjonilla?
  —Parece, señor, que van estraviados, y pasan á estas horas por el
  castillo ignorantes del camino que guia á la poblacion. La copiosa
  lluvia que ha engruesado el torrente les obliga á pedir albergue.
  —¡Voto va! dijo Rui Pero. Lo mas que por ellos podemos hacer es que
  les enseñe el camino un hombre del castillo.
  —Pero ese, señor, no los pasará en hombros á través del torrente,
  repuso el ballestero, temeroso de ser él elegido para aquella
  comision.
  —Por otra parte, añadió Ferrus, á quien los vapores del vino daban
  confianza y determinacion, ¿qué peligro hay en albergar dos frailes?
  Dios sabe de dónde serán. Esos padres suelen venir de lejos é ir de
  paso; muy forasteros deben de ser, pues ignoran que el castillo es
  encantado y nada hospitalario. Van de paso.
  —Sin embargo, si pudiesen pasar el arroyo... replicó Rui Pero.
  —¿Y quereis, dijo Ferrus acercándose al oido del camarero, que nos
  espongamos á que pase un hombre del castillo la noche fuera de él, y
  suelte la lengua mas de lo preciso? Eso es peor...
  —Peor, peor... refunfuñó entre dientes el camarero.
  —Si gustais, señor alcaide, dijo el ballestero, se les contestará que
  vayan á buscar albergue á otra parte. Ello la noche es terrible.
  —¿Terrible decís? repuso Rui Pero asomándose á una ventana. Sí;
  parece que el cielo se derrite en agua. Seria una inhumanidad por
  cierto.
  —No podemos consentir, añadió Ferrus, que dos ministros del Altísimo
  queden á la intemperie en una noche...
  —En buena hora; que entren, dijo Rui Pero al ballestero, quien se fue
  á cumplir la orden.
  —¡Voto va! añadió Ferrus; eramos dos y seremos cuatro. Aun queda
  vino en esa vasija para otros tantos, y los padres no se desdeñarán
  de hacernos un rato de compañía, yendo sobre todo de camino. Todo el
  peligro que podemos recelar de los santos varones, señor camarero es
  que nos echen algun sermon en latin que no entendamos: y asi como
  asi, dentro de un rato ya no nos íbamos á entender nosotros dos segun
  la faena que damos á nuestras copas.
  Una carcajada de Ferrus al concluir estas palabras probó que todavia
  no habia perdido la costumbre, que se habia hecho en él naturaleza,
  de decir bufonadas á todo trance, á pesar de su nueva dignidad.
  De alli á poco entraron humildemente en el salon dos reverendísimos
  padres, cuyos hábitos derramaban á hilos el agua, como un paraguas
  espuesto por gran rato á la lluvia, y que se arrima á un rincon á
  medio cerrar.
  Saludáronlos cortesmente nuestros dos amigos, y despues de los
  primeros cumplimientos los invitaron á que se acercasen para secar
  sus hábitos al hogar, donde quedaron mirándose unos á otros largo
  espacio los dos opuestos alcaides y los dos bien avenidos frailes.
  [Ilustración]
  
  
  CAPITULO XXXV.
   Mentides, fraile, mentides,
   que no decís la verdad.
   . . . . . . . . . . .
   Mató el fraile al caballero,
   á la infanta va á librar:
   en ancas de su caballo
   consigo la fué á llevar.
   _Rom. del conde Claros._
  
  Al entrar los dos modestos frailes en la sala, no habia dejado de
  llamar su atencion el agradable pasatiempo en que entretenian sus
  ratos perdidos el antiguo y el nuevo alcaide. Habíanse mirado uno á
  otro como inspirados de la misma idea, y este movimiento hubiera sido
  notado de los defensores del castillo, á no ser porque no habiendo
  creido estos que tendrian ya visitas con quien guardar ceremonia,
  habian menudeado en realidad del tinto mas de lo que á su prudencia
  convenia; su misma posicion les habia escitado á beber, y aun hay
  cronistas que aseguran que deseosos uno y otro de no tener compañero
  en el mando, y demasiado confiado cada cual en su propia resistencia,
  se habian animado recíprocamente á beber por ver si conseguian privar
  al cólega; plan que, merced á la igualdad de sus fuerzas, habia
  resultado en detrimento de la razon de entrambos.
  —¡Por San Francisco! perdonen vuestras reverencias, dijo Ferrus, si
  les han hecho esperar á la intemperie mas de lo que ese hábito que
  visten merece. Pero sepan que á él solo deben esta acogida, porque el
  castillo á que han llamado no es en realidad de los mas hospitalarios
  que pudieran haber encontrado en su camino.
  —_Pax vobiscum_, dijo el menos corpulento de los padres con voz grave.
  —Como gusteis, padres, repuso Ferrus, segun el estribillo de mi
  huésped de ayer; porque han de saber sus reverencias que de dos
  dignos alcaides que tienen en su presencia ahora, ninguno sabe latin.
  —En ese caso, _Te Deum laudamus_, repuso el padre respirando como
  aquel á quien le quitasen de encima una montaña.
  —Gracias contestó de nuevo Ferrus, no queriendo ser tachado de poco
  político por dejar sin respuesta una lengua que no entendia. Dos
  cosas debemos suplicar á vuestras reverencias, prosiguió; primera,
  que se quiten esos hábitos que traen tan mojados...
  —_Et super flumina Babilonis_, dice el salmista: _vetat regula_, la
  regla nos lo impide.
  —Sea en buen hora; pero la regla no impedirá á vuestras reverencias
  que hagan lo que vieren adonde quiera que fueren; primera regla
  de hospitalidad entre caballeros, añadió Ferrus derramando vino
  nuevamente en las copas, y ofreciendo una al padre que habia llevado
  hasta entonces la palabra.
  Miráronse los padres uno á otro como para consultar entre sí lo que
  deberian hacer.
  —¡Voto va! aqui se ofrece de buena voluntad, añadió Ferrus viendo su
  indecision: ¿no es cierto, señor camarero?
  —Vos lo habeis dicho, repuso el camarero tomando una copa. Pero si
  sus reverencias no se atreven por respetos al cielo, nosotros, viles
  gusanos de la tierra...
  —_Vinum lætificat cor hominis_, interrumpió el padre. Nosotros
  agradecemos á vuestras mercedes la buena voluntad; pero solo
  beberemos en la refaccion, si teneis por bien hacérnosla servir:
  vuestras mercedes beban, y mientras, nosotros _exultemus_, _et
  lætemur_.
  —A la buena de Dios, dijo Ferrus vaciando su copa. ¿Y este padre que
  nada dice, es que no sabe latin, como si fuera alcaide?
  Miraban los dos frailes á Ferrus, como buscando en sus ojos si
  encerraria alguna intencion ó sospecha aquella pregunta hecha de
  aquel modo, ó si seria meramente casual é hija de la poca aprension
  del que la hacia. Parecióles en conclusion, que no se podia leer
  en los ojos de Ferrus sino la espresion del mosto, y no dudó en
  responder con cierta serenidad el mismo padre.
  —Mi superior está achacoso; es sordo ademas _tanquam tabula_...
  —Sí, que es gran sordera, repuso Ferrus, presumiendo que asi se
  llamaba la enfermedad del padre.
  —Y un tanto tierno de ojos, que es la razon de verle la capucha tan
  sobre ellos como notarán vuesas mercedes. La humedad, sobre todo, de
  esta noche debe de haberle perjudicado mucho. _Benedictus qui venit._
  Venga ó no venga, añadió para sí el padre.
  Efectivamente, no se le veía apenas rostro al padre que habia
  permanecido callado. Ocultábale el medio de abajo una larga barba
  blanca, y su capucha le envolvia todo el medio de arriba.
  —¿Y viajan siempre vuesas reverencias con esos mozos de estribo?
  preguntó Ferrus, reparando en un hermoso alano que casi detras del
  padre silencioso reposaba, y que habia entrado sin ser antes de ellos
  sentido.
  —¡Ah! repuso el padre. Dios nos perdone esos medios mundanos de
  defensa. Aunque _manet nobiscum dominus_, bueno es llevar ademas
  un amigo consigo. Es el perro del convento: nuestro reverendo abad
  no quiso que en estos tiempos de salteadores, ni el padre Juan, ni
  yo, padre Modesto, como me llaman, para servir á Dios y á vuesas
  mercedes, nos viniesemos sin ese corto ausilio siquiera para nuestra
  seguridad, si bien _Deus vigilat_.
  —¿Y de dónde, bueno padre mio? preguntó Ferrus con audaz curiosidad.
  —De Jaen, hijo, repuso con estremada serenidad el padre; sí, hijo, de
  Jaen. Llevamos una comision secreta, que bajo la fé de la obediencia
  no podemos revelar, para el reverendo prior del convento de Andujar
  de nuestra misma orden, que es como veis de San Francisco, hijos
  mios; pensábamos haber caminado toda la noche, y haber llegado alli
  antes de la mañana; empero Dios que nos ha enviado esta agua, y
  los achaques de mi compañero, nos han obligado á pedir hospedage.
  _Introibo_, dijimos, _ad altare_.
  —Y bien dicho, habló por fin el camarero, que habia estado hasta
  entonces observando al silencioso fraile, muy bien dicho, aunque
  nosotros no lo entendamos. Pero lo dijo vuestra reverencia, y basta:
  si les parece á sus reverencias, que vendrán cansados, prosiguió
  el cortesano camarero, harémosles servir la refaccion para que se
  retiren, señor Ferrus.
  —_Amen_, repuso el padre: tanto mas cuanto que mañana hemos de
  salir á la madrugada, si dais orden de que nos abran temprano en el
  castillo.
  —Daránse las órdenes todas que fueren necesarias, repuso Ferrus,
  apartándose y hablando al oido al camarero. Pero ved que las
  centinelas no se han relevado aun.
  —Pudierais vos mudarlas, le contestó Rui Pero, mientras yo hago
  disponer la cena; estos buenos padres nos dispensarán si los dejamos
  solos un instante por su propio servicio.
  —_Ite, misa est_, replicó el padre echando una bendicion gravísima á
  entrambos alcaides, que se dieron el brazo mutuamente á pesar de sus
  interiores rencillas, sin duda olvidándolo todo en momentos en que
  necesitaban tanto de recíproco apoyo, y salieron de la sala.
  —¡Cuerpo de Cristo! Por vida de Diego Gil y Martin Bravo, los mas
  famosos monteros de Castilla, que Dios perdone, esclamó el padre
  silencioso soltando una carcajada algo reprimida por la prudencia.
  ¡Voto va! que nunca hubiera dicho, fray Juan ó fray Peransurez,
  que tañeseis de ladradura con tal primor. Por mi venablo que se os
  entiende de cazar en latin á las mil maravillas.
  —¡Prudencia, Hernando! Sepamos lo que nos hacemos, ya que yo no sé
  lo que me digo. ¿No os previne de que fuí monacillo y sacristan en
  cierto tiempo, durante el cual, si mucho escatimé el rastro de las
  vinagreras de la Almudena, no por eso dejé de oir las vocinas de los
  padres en el coro? aprendí á tañer la mia en latin como habeis visto,
  y alguna palabra entiendo voto á tal de cada ciento que digo.
  —Pobre venado es este, Peransurez: es nuestro, dijo Hernando.
  Hace la señal del pezuño chica, y va en la reduña, ¡voto á tal! No
  tardarémos en tañer de oscisa. ¿Pondrémosle canes?
  —Ved no nos obliguen á tañer de traspuesta: mirad que se levanta ya
  el venado á la ceba. Yo os avisaré el momento.
  —Los tiempos nos dirán, conforme vengan...
  —Sí; pero ved, Hernando, que no es lo dificil la entrada; mirad por
  la salida...
  —Dios proveera, y mi venablo, repuso Hernando componiendo sus
  hábitos, y echando de nuevo su capucha. Ya vienen hácia el buitron.
  Volvian en esto ya los dos alcaides. No tardó mucho tiempo en
  cubrirse la mesa, á la cual se sentaron los cuatro con la mayor
  armonía y fraternidad. Poco tiempo hacia que cenaban, con imprudente
  abandono Rui Pero y Ferrus, con mas reserva y comedimiento los dos
  frailes, cuando llamó á las puertas del castillo un espreso que
  enviaba el conde de Cangas y Tineo. Abriéronle inmediatamente, é
  introducido en la sala echóse de ver en su traza que habia corrido
  mucho, y que debia de ser en gran manera interesante su mensage.
  Tomó Rui Pero el pliego cerrado que para él traía, y apartándose un
  poco leyóle rápidamente, manifestando bien á las claras en su rostro
  cuánta sorpresa le infundia.
  —Señor Ferrus, grandes novedades, dijo despues de haberle recorrido.
  —¿Qué decís? preguntó Ferrus tartamudeando.
  —Nuestro señor el ilustre conde de Cangas y Tineo, maestre de
  Calatrava, se halla á pocas leguas de aqui...
  —¿Cómo? esclamó Ferrus levantándose.
  —Sí, parece que el dia despues de vuestra salida de Madrid llegó
  á la corte la nueva de los disturbios de Sevilla. Las cartas y
  pesquisidores que envió su alteza á esa ciudad el mes pasado
  para poner en paz los bandos que han estallado entre el conde de
  Niebla, su primo, y el conde don Pedro Ponce y otros caballeros
  y veinticuatros, no surtieron efecto, y el mal se acrecienta por
  momentos. Temeroso su alteza de los resultados de tan grave daño,
  hizo suspender su viage á Otordesillas: háse contentado con espedir
  pliegos anunciando á la reyna doña Catalina que irá allá desde
  Sevilla, y mandando disponer para entonces las funciones reales y
  torneos que se preparaban en solemnidad del nacimiento del príncipe
  don Juan. Háse traido consigo á los principales señores de la corte,
  y esta noche debe dormir en Andujar.
  —Gran novedad, por cierto, dijo Ferrus.
  —Añádeme su señoría que en ese pueblo permanecerán tres dias, por
  hallarse señalada para mañana la prueba del combate. Encárganos con
  este motivo, añadió Rui Pero al oido de Ferrus, la mayor vigilancia.
  —¡Voto á tal! no hay cuidado, dijo Ferrus dando una carcajada. No
  vencerá el doncel. ¿Y piensa venir su grandeza por aqui?
  —Parece que no, pues de Andujar pasa su alteza á Córdoba; desde
  alli irá en la barca grande, el Guadalquivir abajo, á Sevilla, pues
  que está su alteza muy doliente, y no le deja caminar á caballo su
  físico Abenzarsal. Pero en atencion á todo esto, yo partiré mañana de
  madrugada.
  —Sea en buen hora, como gusteis, repuso Ferrus. Esto entre tanto
  no altera el orden de nuestra cena. Podeis retiraros, buen hombre,
  añadió Ferrus al emisario.
  —Que os den de cenar, dijo Rui Pero al mismo, y disponeos mañana á
  venir conmigo á la corte.
  Retiróse el emisario, y siguieron cenando nuestros cuatro paladines,
  y conversando acerca de la determinacion del rey, y del singular
  acaecimiento que los habia acercado tanto á la corte.
  —Bueno fuera, señor alcaide, dijo Peransurez dirigiéndose á Ferrus,
  que era el mas afectado del licor, bueno fuera que hubieseis de
  hospedar en este castillo á la corte...
  —¡Ba! dijo Ferrus; no pasa por aqui, y ademas en un castillo
  encantado...
  —¡Encantado! Dios nos perdone, dijo con afectado escrúpulo el padre.
  —¿No ha oido hablar nunca el padre de la mora Zelindaja, Zelindaja la
  mora...? siguió Ferrus con dificultad, y riéndose á cada palabra con
  la estúpida espresion de la embriaguez.
  —¡Hola!
  —¡Voto va! pues la mora... rico vino es este, padre; ¿no bebeis?
  —Proseguid, dijo el padre haciendo con su mano un ademan de agradecer
  el ofrecimiento.
  —La mora, pues... vaya otro trago, señor Rui Pero.
  —¿Y la mora? preguntó el padre.
  —La mora... Zelindaja quereis decir, la que está encantada en la
  torre...
  —¿En la torre?
  —Sí; aqui arriba sobre nosotros. ¡Pero qué vino! ¡qué paladar! ¿os
  dormís, señor Rui Pero? ¡voto va!
  —¿Con que arriba? preguntó el padre.
  —Por ahí la llaman la mora, y dicen que aparece, y que... ¡ah!
  ¡ah! ¡ah! añadió Ferrus soltando una carcajada, y mirando el vino
  que contenia aun la copa. ¿Qué haceis vos ahí, prosiguió vuelto en
  seguida á los que le servian la mesa, escuchando, espiando, á ver
  si se me escapa alguna imprudencia? Belitres. Si esperais á que yo
  os diga donde está el preso... larga la llevais. Fuera de aqui;
  llamaremos cuando os hayamos menester.
  Diciendo y haciendo, se levantó Ferrus con trabajo, y cerró la
  puerta despues que hubieron salido los sirvientes, espantados de las
  palabras del alcaide.
  —¿Con que el preso...? señor alcaide de... prosiguió Peransurez, que
  asi como su compañero no perdia una palabra ni una accion de las que
  se le escapaban al imprudente mancebo.
  —El preso no se escapará mientras pendan de mi cintura las llaves
  todas del alcázar. ¡Ah! ¡ah! ¡ah! notad, padres mios, la figura que
  hace un camarero dormido, prosiguió Ferrus riéndose á carcajadas, y
  señalando con el dedo la boca abierta del buen Rui Pero, á quien la
  hora, el sueño, el vino y el cansancio tenian cabeceando sobre su
  poltrona. ¡Ah! ¡ah! ¡ah!
  Al llegar aqui tocó Peransurez por bajo de la mesa el pie de
  Hernando, que de puro impaciente no hacia ya mas que moverse habia
  gran rato. Levantándose á un tiempo los dos, precipitóse cada uno
  sobre el que tenia al lado. Tocóle á Peransurez el dormido Rui
  Pero, que se halló ya maniatado y tapada la boca antes de acabar de
  despertar: á Hernando Ferrus, cuyo asombro fue tal al ver levantarse
  de repente, y en aquella tan inesperada forma, á los dos reverendos,
  que no fue dueño de gritar ni de oponer la menor resistencia al
  montero, el cual asi lo fajaba con sus poderosas manos como si fuese
  un niño. Pusieron nuestros dos amigos á cada uno de los alcaides
  un palo de hogar atravesado en la boca, y sugeto con cordel que
  preparado llevaban, á manera de mordaza, y atáronlos en seguida
  fuertemente de pies y manos á sus mismas poltronas, dejándolos
  conforme se hallaban colocados, es decir, uno enfrente de otro con
  la mesa en medio y sus copas delante. Era cosa de ver la figura
  que hacian sin poderse mover ni remover ambos con la boca abierta,
  y mirándose con ojos aun mas abiertos, sin acabar de comprender
  si estaban encantados por el moro del castillo, ó si habrian dado
  hospedage á dos diablos del otro mundo que venian á castigar su
  descompuesta vida.
  Hecho esto por nuestros dos reverendos, y apoderados ya del manojo
  de llaves que pendian del cinto de Ferrus, fue su primer cuidado
  recapacitar lo que acababan de oir al ébrio alcaide.
  Parecia por el misterio de sus palabras que la torre era el lugar
  del castillo destinado al prisionero. Estaban en ella, pero era
  indispensable hallar una subida, y si habia dos, aquella en que
  estuviesen menos espuestos á ser notados, ó á encontrar importunas
  centinelas. En punto á esto convinieron que era preciso ponerse
  en manos de Dios, que veía sus intenciones, y no dejaria de
  favorecerlas; y echáronse á buscar una subida, que no tardaron en
  encontrar. Probando llaves lograron abrir una puertecita encubierta
  detras del hogar por un tapiz viejo: empujáronla, y una escalera
  oscura les probó que habian dado con lo que necesitaban. Armado cada
  uno de un agudo venablo, y llevando en la mano izquierda Hernando,
  que iba delante, una linterna sorda de metal, diéronse á subir con la
  mayor confianza en Dios, donde los dejaremos, ora trepando escaleras,
  ora recorriendo largas y oscuras galerías, ora, en fin, probando
  llaves en cada puerta que encontraban, todo con el mayor silencio
  posible por no dar la alarma en el castillo.
  Hallábase colocado el cuarto, donde se divisaba la misteriosa luz
  desde los alrededores de la fortaleza, en el estremo de una galería,
  y como quiera que las puertas fuesen todas de la mayor seguridad,
  no se creía prudente establecer centinelas demasiado inmediatas. Al
  único que hácia aquella parte se ponia, preveníasele de antemano
  que no se separase del estremo de la galería mas distante de la
  prision. El que se hallaba á la sazon en aquel punto era un mancebo
  profundamente ignorante acerca de las circunstancias de los presos
  que parecian custodiarse con tanto interes en la fortaleza, pero que
  habia oido hablar lo bastante del encantamiento del castillo, y de
  la voz nocturna, para no tenerlas todas consigo en aquella incómoda
  faccion.
  —Por Santiago, decia apoyándose en su partesana, que no entré yo al
  servicio del señor conde para habérmelas con brujas y hechiceros;
  este instrumento que bastaria para matar millones de moros, unos
  despues de otros se entiende, acaso no seria suficiente á hacer un
  ligero rasguño en la mano del moro que fundó este maldito castillo.
  Dicen que la señal de la cruz es grande arma contra las artes del
  demonio, añadia en otro paseo de los que daba, sin apartarse mucho de
  su puesto como el que tiene miedo ó frio; y siendo esto cierto, ¿cómo
  es que hay cristianos hechizados? Cuerpo de Cristo, si me hechizasen
  tengo para mí que lo que mas habia de sentir habia de ser aquello del
  no comer y del no dormir; ¡voto va!
  En estas y otras reflexiones cogió entretenido al mancebo cierto
  profundo gemido que salió del estremo opuesto de la galería.
  —¡Santa María! esclamó dando diente con diente el faccionario.
  Asunto concluido. ¿Si será la mora que viene á pedirme su esposo,
  segun dicen las gentes que lo pide todas las noches á los ecos?
  Sin embargo, yo no soy eco, añadió lastimeramente como si quisiese
  conjurar el encanto con esta lógica observacion.
  Otro gemido mas prolongado resonó de alli á poco, y el ruido de una
  cadena arrastrada por el suelo se prolongó hasta el infinito en el
  oido del infeliz.
  —¡Santo Dios! decia el soldado, y persignábase tan de prisa como
  si fuese la última vez que habia de persignarse en su vida, y sin
  apartar los ojos del punto de donde él se figuraba que salia el ruido.
  En esto estaba á la orilla de la escalera, y vuelto de espaldas á
  ella, cuando dos manos de hierro, apoderándose de sus piernas, le
  levantaron en alto.
  —¡Perdon, señora Zelindaja, perdon! clamó con voz medio ahogada el
  miserable, y pasando por encima de la cabeza de un padre Francisco, á
  quien no tuvo siquiera tiempo de observar, cayó rodando de espaldas
  por la escalera, hasta una puerta que habian cerrado tras sí nuestros
  aventureros, donde quedó casi exánime y sin sentido.
  —¿Hay mas? dijo Peransurez mirando á todas partes.
  —No, repuso Hernando: aquella debe ser su prision: ¿no oís una cadena?
  —Él es; apresurémonos. Sacando en seguida el manojo y llegando á la
  puerta comenzaron á probar llaves en la cerradura. Abrió, por fin,
  una de las mas gruesas, y entrambos se precipitaron dentro de la
  prision, igualmente impacientes de dar libertad al encadenado doncel.
  Una lámpara mortecina lucia siniestramente sobre un pedestal.
  —¡Basta, crueles, basta ya! esclamó una voz penetrante, arrojándose
  á sus pies al mismo tiempo, con todo el desorden del dolor y de la
  desesperacion, una figura cadavérica vestida de negras ropas.
  Dificil fuera pintar el asombro de nuestros dos reverendos al ver
  venir sobre ellos aquella estraña sombra, que no era otra cosa lo que
  á su vista se ofrecia, y el sobrecogimiento de la víctima luego que
  paró la atencion en sus nuevos huéspedes; de tan distinta especie que
  los dos hombres que hasta entonces habian solido visitar su encierro
  para traerla el alimento.
  —Religiosos, Santo Dios, religiosos, esclamó ésta. Habeis oido,
  señor, por fin mis oraciones, y el bárbaro me envia estos emisarios
  de vuestra palabra divina para ausiliarme en los últimos momentos de
  esta vida miserable. Lo acepto, señor, lo acepto.
  Un mar de lágrimas corrió de los ojos hundidos de la encarcelada,
  que abrazaba con religioso fervor el hábito de Hernando: éste,
  inmóvil en su puesto no sabia qué interpretacion dar á aquella
  horrible escena. Todo el valor de Peransurez le habia abandonado;
  creíase efectivamente delante de la encantadora mora, y estaba ya
  á dos líneas de maldecir en su corazon su osadía y su malhadada
  incredulidad.
  Repuesto algun tanto Hernando de su primera sorpresa, hízose atras
  cuanto pudo, desviando su hábito del contacto de la infeliz. Ésta,
  levantando entonces la cabeza, y sacudiendo sobre los hombros una
  larga cabellera, único resto de su antigua hermosura, quedó mirando
  largo rato á nuestros amigos sin atreverse á proferir una palabra.
  —Quien quiera que seais, dijo por fin animándose Hernando, y
  descubriendo su rostro, ser de este mundo ó del otro, mora ó
  cristiana, hablad: ¿qué nos quereis?
  —Hernando, ¿sois vos? esclamó la víctima levantándose, despues de
  haber mirado largo rato con la mayor duda y agitacion al montero
  espantado. ¡Ah! no, continuó, ¡Hernando era montero! y volvió á caer
  en el mismo estupor.
  No pudo menos Hernando al oirse nombrar por la fantasma, como un
  antiguo conocido, de fijar mas en ella la atencion; y agarrando
  con una mano á Peransurez, que á su derecha y un poco detras de él
  estaba,—¡Cielos! esclamó sin apartar los ojos de la figura negra.
  Dejadme; ¿seria posible?
  —¡Ah! conocedme, sí, gritó levantándose y asiendo la lámpara la
  infeliz, conocedme si me habeis visto alguno vez; hé aqui en mi
  rostro los efectos de su barbarie; no soy la misma ya: no soy
  hermosa... el llanto, el dolor me han afeado. Miradme bien, miradme,
  prosiguió acercando la luz á su semblante.
  —¡Ella, ella es! Peransurez, salvemonos, gritó Hernando retrocediendo.
  —¿Adónde? no: ¿adónde? Deteneos. Yo saldré tambien con vosotros.
  —¡Vivís aun, señora! esclamó Hernando al sentirse detenido por la
  víctima ¿vivís?
  —Vivo; sí, vivo para llorar y padecer: tocadme aun si lo dudais.
  —¿Es falsa vuestra muerte? ¿Sois vos, señora?
  —¿Mi muerte decís? preguntó la desdichada. El bárbaro la ha
  propalado. ¡Justicia, señor; misericordia! añadió levantando los ojos
  al cielo. Por piedad continuó, ¿quién sois el que tanto os pareceis
  al montero de don Enrique? ¿Qué os trae á esta prision?
  Hernando, sumido en el mas profundo letargo, apenas reconocia debajo
  
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