🕥 30-minute read

Tristana - 11

Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
Total number of words is 3932
Total number of unique words is 1459
33.9 of words are in the 2000 most common words
46.3 of words are in the 5000 most common words
51.7 of words are in the 8000 most common words
  muy terrestre, muy práctico, y ella muy soñadora, con unas alas de
  extraordinaria fuerza para subirse a los espacios sin fin.
  --Ya, ya... (_estrechándole las manos_). Pues venga usted cuando bien
  le cuadre, caballero Díaz. Y sabe que...
  Despidiole en la puerta; se metió después en su cuarto, muy gozoso,
  y restregándose las manos, decía para su sayo: «Incompatibilidad de
  caracteres..., incompatibilidad absoluta, diferencias irreductibles.»
  
  
  XXVII
  
  Notó el buen Garrido en su inválida cierta estupefacción después de la
  entrevista. Interrogada paternalmente por el astuto viejo, Tristana le
  dijo sin rebozo:
  --¡Cuánto ha cambiado ese hombre, pero cuánto! Paréceme que no es el
  mismo, y no ceso de representármele como antes era.
  --Y qué, ¿gana o pierde en la transformación?
  --Pierde... al menos hasta ahora.
  --Parece buen sujeto, sí. Y te estima. Me propuso abonar los gastos de
  tu enfermedad. Yo lo rechacé... Figúrate...
  A Tristana se le encendió el rostro.
  --No es de estos --añadió D. Lope-- que al dejar de amar a una mujer,
  se despiden a la francesa. No, no; paréceme atento y delicado. Te
  regala un órgano expresivo de lo mejor, y toda la música que puedas
  necesitar. Esto lo acepté: no creí prudente rechazarlo. En fin, el
  hombre es bueno, y te tiene lástima; comprende que tu situación social,
  después de esa pérdida de la patita, exige que se te mime y se te rodee
  de distracciones y cuidados; y él empieza por prestarse, como amigo
  sincero y bondadoso, a darte leccioncitas de pintura.
  Tristana no dijo nada, y todo el día estuvo muy triste. Al siguiente,
  la entrevista con Horacio fue bastante fría. El pintor se mostró
  muy amable; pero sin decir ni una palabra de amor. Introdújose D.
  Lope en la habitación cuando menos se pensaba, metiendo su cucharada
  en el coloquio, que versó exclusivamente sobre cosas de arte. Como
  pinchara después a Horacio para que hablase de los encantos de la vida
  en Villajoyosa, el pintor se explayó en aquel tema, que, contra la
  creencia de D. Lope, parecía del agrado de Tristana. Con vivo interés
  oía esta las descripciones de aquella vida placentera y de los puros
  goces de la domesticidad en pleno campo. Sin duda, por efecto de una
  metamorfosis verificada en su alma después de la mutilación de su
  cuerpo, lo que antes desdeñó era ya para ella como risueña perspectiva
  de un mundo nuevo.
  En las visitas que se sucedieron, Horacio rehuía con suma habilidad
  toda referencia a la deliciosa vida que era ya su pasión más ardiente.
  Mostró también indiferencia del arte, asegurando que la gloria y los
  laureles no despertaban entusiasmo en su alma. Y al decir esto, fiel
  reproducción de las ideas expresadas en sus cartas de Villajoyosa,
  observó que a Tristana no le causaba disgusto. Al contrario, en
  ocasiones parecía ser de la misma opinión, y mirar con desdén las
  empresas y victorias artísticas, con gran estupor de Horacio, en
  cuya memoria subsistían indelebles los exaltados conceptos de la
  correspondencia de su amante.
  Por fin, la levantaron, y el estrecho gabinete en que la pobre inválida
  pasaba las horas, embutida en un sillón, fue convertido en taller de
  pintura. La paciencia y la solicitud con que Horacio hacía de maestro
  no son para dichas. Mas sucedió una cosa muy rara, y fue que, no
  solo mostraba la señorita poca afición al arte de Apeles, sino que
  sus aptitudes, claramente manifestadas meses antes, se oscurecían y
  eclipsaban, sin duda por falta de fe. No volvía el pintor de su asombro
  recordando la facilidad con que su discípula entendía y manejaba el
  color, y asombrados los dos de semejante cambio, concluían por desmayar
  y aburrirse, difiriendo las lecciones o haciéndolas muy cortas. A los
  tres o cuatro días de estas tentativas apenas pintaban ya; pasaban
  las horas charlando; y solía suceder que también la conversación
  languidecía, como entre personas que ya se han dicho todo lo que tienen
  que decirse, y solo tratan de las cosas corrientes y regulares de la
  vida.
  El primer día que probó Tristana las muletas, fueron ocasión de risa y
  chacota sus primeros ensayos en tan extraño sistema de locomoción.
  --No hay manera --decía con buena sombra-- de imprimir al paso de
  muletas un aire elegante. No, por mucho que yo discurra, no inventaré
  un bonito andar con estos palitroques. Siempre seré como las mujeres
  lisiadas que piden limosna a la puerta de las iglesias. No me importa.
  ¡Qué remedio tengo más que conformarme!
  Propúsole Horacio enviarle un carrito de mano para que paseara, y
  no acogió mal la niña este ofrecimiento, que se hizo efectivo dos
  días después, aunque no se utilizó sino a los tres o cuatro meses de
  regalado el vehículo. Lo más triste de todo cuanto allí ocurría era que
  Horacio dejó de ser asiduo en sus visitas. La retirada fue tan lenta y
  gradual, que apenas se notaba. Empezó por faltar un día, excusándose
  con ocupaciones imprescindibles; a la siguiente semana hizo novillos
  dos veces, luego tres, cinco..., y por fin, ya no se contaron los días
  que faltaba, sino los que iba. No parecía Tristana muy contrariada de
  estas faltillas; recibíale siempre afectuosa, y le veía partir sin
  aparente disgusto. Jamás le preguntaba el motivo de sus ausencias, ni
  menos le reñía por ellas. Otra circunstancia digna de notarse era que
  jamás hablaban de lo pasado: uno y otro parecían acordes en dar por
  fenecida y rematada definitivamente aquella novela, que sin duda les
  resultaba inverosímil y falsa, produciendo efecto semejante al que nos
  causan en la edad madura los libros de entretenimiento que nos han
  entusiasmado y enloquecido en la juventud.
  Del marasmo espiritual en que se encontraba, salió Tristana casi
  bruscamente, como por arte mágico, con las primeras lecciones de
  música y de órgano. Fue como una resurrección súbita, con alientos de
  vida, de entusiasmo y pasión que confirmaban en su verdadero carácter
  a la señorita de Reluz, y que despertaron en ella, con el ardor de
  aquel nuevo estudio, maravillosas aptitudes. Era el profesor un
  hombre chiquitín, afable, de una paciencia fenomenal, tan práctico en
  la enseñanza y tan hábil en la transmisión de su método, que habría
  convertido en organista a un sordomudo. Bajo su inteligente dirección,
  venció Tristana las primeras dificultades en brevísimo tiempo, con
  gran sorpresa y alborozo de cuantos aquel milagro veían. D. Lope
  estaba verdaderamente lelo de admiración, y cuando Tristana pulsaba
  las teclas, sacando de ellas acordes dulcísimos, el pobre señor se
  ponía chocho, como un abuelo que ya no vive más que para mimar a su
  descendencia menuda y volverse todo babas ante ella. A las lecciones
  de mecanismo, digitación y lectura, añadió pronto el profesor algunas
  nociones de armonía, y fue una maravilla ver a la joven asimilarse
  estos árduos conocimientos. Diríase que le eran familiares las reglas
  antes que se las revelaran; adelantábase a la propia enseñanza, y
  lo que aprendía quedaba profundamente grabado en su espíritu. El
  minúsculo profesor, hombre muy cristiano, que se pasaba la vida de
  coro en coro y de capilla en capilla, tocando en misas solemnes,
  funerales y novenas, veía en su discípula un ejemplo del favor de Dios,
  una predestinación artística y religiosa.
  --Es un genio esta niña --afirmaba admirándola con efusión
  contemplativa--, y a ratos paréceme una santa.
  --¡Santa Cecilia! --exclamaba D. Lope con entusiasmo que le ponía
  ronco--, ¡qué hija, qué mujer, qué divinidad!
  No le era fácil a Horacio disimular su emoción oyendo a Tristana
  modular en el órgano acordes de carácter litúrgico, en estilo fugado,
  escalonando los miembros melódicos con pasmosa habilidad; y trabajillo
  le costaba al artista ocultar sus lágrimas, avergonzándose de
  verterlas. Cuando la señorita, inflamada por religiosa inspiración,
  se engolfaba en su música, convirtiendo el grave instrumento en
  lenguaje de su alma, a nadie veía, ni se cuidaba de su reducido y
  fervoroso público. El sentimiento, así como el estilo para expresarlo,
  absorbíanla por entero; su rostro se transfiguraba, adquiriendo
  celestial belleza, su alma se desprendía de todo lo terreno para
  mecerse en el seno vaporoso de una idealidad dulcísima. Un día,
  el bueno del organista llegó al colmo de la admiración, oyéndola
  improvisar con gallardo atrevimiento, y se pasmó de la soltura con
  que modulaba, enlazando los tonos, y añadiendo a sus conocimientos
  de armonía otros que nadie supo de dónde los había sacado, obra
  de un misterioso poder de adivinación, solo concedido a las almas
  privilegiadas, para quienes el arte no tiene ningún secreto. Desde
  aquel día, el maestro asistió a las lecciones con interés superior al
  que la pura enseñanza puede infundir, y puso sus cinco sentidos en
  la discípula, educándola como a un hijo único y adorado. El anciano
  músico y el anciano galán se extasiaban junto a la inválida, y mientras
  el uno le mostraba con paternal amor los arcanos del arte, el otro
  dejaba traslucir su acendrada ternura con suspiros y alguna expresión
  fervorosa. Concluida la lección, Tristana daba un paseíto por la
  estancia, con muletas, y a D. Lope y al otro viejo se les figuraba,
  contemplándola, que la propia Santa Cecilia no podía moverse ni andar
  de otra manera.
  Por este tiempo, es decir, cuando los adelantos de la joven se marcaron
  de un modo tan notable, Horacio volvió a menudear sus visitas, y de
  pronto estas escasearon notoriamente. Al llegar el verano, transcurrían
  hasta dos semanas sin que el pintor aportara por allí, y cuando iba,
  Tristana, por agradarle y entretenerle, le obsequiaba con una sesión
  de música; sentábase el artista en lo más oscuro de la estancia para
  seguir con abstracción profunda la hermosa salmodia, como en éxtasis,
  mirando vagamente a un punto indeterminado del espacio, mientras su
  alma divagaba suelta por las regiones en que el ensueño y la realidad
  se confunden. Y de tal modo absorbió a Tristana el arte con tanto
  anhelo cultivado, que no pensaba ni podía pensar en otra cosa. Cada
  día ansiaba más y mejor música. La perfección embargaba su espíritu,
  teniéndolo como fascinado. Ignorante de cuanto en el mundo ocurría, su
  aislamiento era completo, absoluto. Día hubo en que fue Horacio y se
  retiró, sin que ella se enterara de que había estado allí.
  Una tarde, sin que nadie lo hubiese previsto, despidiose el pintor para
  Villajoyosa, pues según dijo, su tía, que allá continuaba residiendo,
  se hallaba en peligro de muerte. Así era la verdad, y a los tres días
  de llegar el sobrino, doña Trini cerró las pesadas compuertas de sus
  ojos para no volverlas a abrir más. Poco después, a la entrada de
  otoño, cayó Díaz enfermo, aunque no de gravedad. Cruzáronse cartas
  amistosas entre él y Tristana, y el mismo D. Lope, las cuales en todo
  el año siguiente continuaron yendo y viniendo cada dos, cada tres
  semanas, por el mismo camino por donde antes corrían las incendiarias
  cartas de _señó Juan_ y de _Paquita de Rímini_. Tristana escribía
  las suyas deprisa y corriendo, sin poner en ellas más que frases de
  cortés amistad. Por una de esas inspiraciones que llevan al ánimo
  un conocimiento profundo y certero de las cosas, la inválida creía
  firmemente, como se cree en la luz del sol, que no vería más a Horacio.
  Y así era, así fue... Una mañana de noviembre entró D. Lope con cara
  grave en el cuarto de la joven, y sin expresar alegría ni pena, como
  quien dice la cosa más natural del mundo, le soltó la noticia con este
  frío laconismo:
  --¿No sabes?... Nuestro D. Horacio se casa.
  
  
  XXVIII
  
  Creyó notar el viejo galán que Tristana se desconcertaba al recibir
  el jicarazo; pero tan rápidamente y con tanto tesón volvió sobre sí
  misma, que no le era fácil a D. _Lepe_ conocer a ciencia cierta el
  estado de ánimo de su cautiva, después del acabamiento definitivo
  de sus locos amores. Como quien se arroja a un piélago tranquilo,
  zambullose la señorita en el _maremagnum_ musical, y allí se pasaba las
  horas, ya sumergiéndose en lo profundo, ya saliendo graciosamente a la
  superficie, incomunicada realmente con todo lo humano, y procurando
  estarlo con algunas ideas propias que aún la atormentaban. A Horacio
  no le volvió a mentar, y aunque el pintor no cortó relaciones con
  ella, y alguna que otra vez escribía cartas amistosas, Garrido era
  el encargado de leerlas y contestarlas. Guardábase bien el viejo de
  hablar a la niña del que fue su adorador, y con toda su sagacidad
  y experiencia, nunca supo fijamente si la actitud triste y serena
  de Tristana ocultaba una desilusión, o el sentimiento de haberse
  equivocado profundamente al creerse desilusionada en los días de la
  vuelta de Horacio. ¿Pero cómo había de saber esto D. Lope, si ella
  misma no lo sabía?
  En las buenas tardes de invierno, salía a la calle en el carrito,
  que empujaba Saturna. La ausencia de toda presunción fue uno de los
  accidentes más característicos de aquella nueva metamorfosis de la
  señorita de Reluz: cuidaba poco de embellecer su persona; ataviábase
  sencillamente con mantón y pañuelo de seda en la cabeza; pero no perdió
  la costumbre de calzarse bien, y de continuo bregaba con el zapatero
  por si ajustaba con más o menos perfección la bota... única. ¡Qué raro
  le parecía siempre el no calzarse más que un pie! Transcurrirían los
  años sin que acostumbrarse pudiera a no ver en parte alguna la bota y
  el zapato del pie derecho.
  Al año de la operación, su rostro había adelgazado tanto, que muchos
  que en sus buenos tiempos la trataron apenas la conocían ya, al verla
  pasar en el cochecillo. Representaba cuarenta años, cuando apenas tenía
  veinticinco. La pierna de palo que le pusieron a los dos meses de
  arrancada la de carne y hueso, era de lo más perfecto en su clase; mas
  no podía la inválida acostumbrarse a andar con ella, ayudada solo de
  un bastón. Prefería las muletas, aunque estas le alzaran los hombros,
  destruyendo la gallardía de su cuello y de su busto. Aficionose a
  pasar las horas de la tarde en la iglesia, y para facilitar esta
  inocente inclinación, mudose D. Lope desde lo alto del paseo de Santa
  Engracia al del Obelisco, donde tenían muy a mano cuatro o cinco
  templos, modernos y bonitos, y además la parroquia de Chamberí. Y el
  cambio de domicilio le vino bien a D. Lope por el lado económico, pues
  en el alquiler de la nueva casa ahorraba una corta cantidad, que no
  venía mal para otros gastos en tiempos tan calamitosos. Pero lo más
  particular fue que la afición de Tristana a la iglesia se comunicó a
  su viejo tirano, y sin que este notara la gradación, llegó a pasar
  ratos placenteros en las Siervas, en las Reparatrices y en San Fermín,
  asistiendo a novenas y manifiestos. Cuando D. Lope notó esta nueva
  fase de sus costumbres seniles, ya no se hallaba en condiciones para
  poder apreciar lo extraño de tal cambio. Anublose su entendimiento; su
  cuerpo envejeció con terrible presteza; arrastraba los pies como un
  octogenario, y la cabeza y manos le temblaban. Al fin, el entusiasmo de
  Tristana por la paz de la iglesia, por la placidez de las ceremonias
  del culto y la comidilla de las beatas llegó a ser tal, que acortaba
  las horas dedicadas al arte músico para aumentar las consagradas
  a la contemplación religiosa. Tampoco se dio cuenta de esta nueva
  metamorfosis, a la que llegó por gradaciones lentas; y si al principio
  no había en ella más que pura afición, sin verdadero celo, si sus
  visitas a la iglesia eran al principio actos de lo que podría llamarse
  _dilettantismo_ piadoso, no tardaron en ser actos de piedad verdadera,
  y por etapas insensibles vinieron las prácticas católicas, el oír misa,
  la penitencia y comunión.
  Y como el buen D. _Lepe_, no viviendo ya más que para ella y por
  ella, reflejaba sus sentimientos, y había llegado a ser plagiario
  de sus ideas, resultó que también él se fue metiendo poco a poco en
  aquella vida, en la cual su triste vejez hallaba infantiles consuelos.
  Alguna vez, volviendo sobre sí en momentos lúcidos, que parecían las
  breves interrupciones de un inseguro sueño, se echaba una mirada
  interrogativa, diciéndose:
  --¿Pero soy yo de verdad, Lope Garrido, el que hace estas cosas? Es que
  estoy lelo... sí, lelo... Murió en mí el hombre... ha ido muriendo en
  mí todo el ser, empezando por lo presente, avanzando en el morir hacia
  lo pasado; y por fin, ya no queda más que el niño... Sí, soy un niño, y
  como tal pienso y vivo. Bien lo veo con el cariño de esa mujer. Yo la
  he mimado a ella. Ahora ella me mima...
  En cuanto a Tristana, ¿sería, por ventura, aquella su última
  metamorfosis? ¿O quizás tal mudanza era solo exterior, y por dentro
  subsistía la unidad pasmosa de su pasión por lo ideal? El ser hermoso
  y perfecto que amó, construyéndolo ella misma con materiales tomados
  de la realidad, se había desvanecido, es cierto, con la reaparición
  de la persona que fue como génesis de aquella creación de la mente;
  pero el tipo, en su esencial e intachable belleza, subsistía vivo en
  el pensamiento de la joven inválida. Si algo pudo variar esta en la
  manera de amarle, no menos varió en su cerebro aquella cifra de todas
  las perfecciones. Si antes era un hombre, luego fue Dios, el principio
  y fin de cuanto existe. Sentía la joven cierto descanso, consuelo
  inefable, pues la contemplación mental del ídolo érale más fácil en la
  iglesia que fuera de ella, las formas plásticas del culto le ayudaban
  a sentirlo. Fue la mudanza del hombre en Dios tan completa al cabo de
  algún tiempo, que Tristana llegó a olvidarse del primer aspecto de
  su ideal, y no vio al fin más que el segundo, que era seguramente el
  definitivo.
  Tres años habían pasado desde la operación realizada con tanto acierto
  por Miquis y su amigo, cuando la señorita de Reluz, sin olvidar
  completamente el arte musical, mirábalo ya con desdén, como cosa
  inferior y de escasa valía. Las horas de la tarde pasábalas en la
  iglesia de las Siervas, en un banco, que por la fijeza y constancia con
  que lo ocupaba, parecía pertenecerle. Las muletas, arrimadas a un lado,
  le hacían lúgubre compañía. Las hermanitas, al fin, entablaron amistad
  con ella, resultando de aquí ciertas familiaridades eclesiásticas:
  en algunas funciones solemnes tocaba Tristanita el órgano, con gran
  regocijo de las religiosas y de todos los concurrentes. La _señora
  coja_ hízose popular entre los que asiduamente asistían a los oficios
  mañana y tarde, y los acólitos la consideraban ya como parte integrante
  del edificio y aun de la institución.
  
  
  XXIX
  
  No tuvo la vejez de D. Lope toda la tristeza y soledad que él se
  merecía, como término de una vida disipada y viciosa, porque sus
  parientes le salvaron de la espantosa miseria que le amenazaba. Sin
  el auxilio de sus primas, las señoras de Garrido Godoy, que en Jaén
  residían, y sin el generoso desprendimiento de su sobrino carnal el
  arcediano de Baeza, D. Primitivo de Acuña, el galán en decadencia
  hubiera tenido que pedir limosna o entregar sus nobles huesos a San
  Bernardino. Pero aunque las tales señoras, solteronas, histéricas
  y anticuadas, muy metidas en la iglesia y de timoratas costumbres,
  veían en su egregio pariente un monstruo, más bien un diablo que
  andaba suelto por el mundo, la fuerza de la sangre pudo más que la
  mala opinión que de él tenían, y de un modo discreto le ampararon
  en su pobreza. En cuanto al buen arcediano, en un viaje que hizo a
  Madrid trató de obtener de su tío ciertas concesiones del orden moral:
  conferenciaron; oyole D. Lope con indignación, partió el clérigo muy
  descorazonado, y no se habló más del asunto. Pasado algún tiempo,
  cuando se cumplieron cinco años de la enfermedad de Tristana, el
  clérigo volvió a la carga en esta forma, ayudado de argumentos en cuya
  fuerza persuasiva confiaba.
  --Tío, se ha pasado usted la vida ofendiendo a Dios, y lo más infame,
  lo más ignominioso es ese amancebamiento criminal...
  --Pero hijo, si ya... no...
  --No importa; se irán ella y usted al infierno, y de nada les valdrán
  sus buenas intenciones de hoy.
  Total, que el buen arcediano quería casarles. ¡Inverosimilitud,
  sarcasmo horrible de la vida, tratándose de un hombre de ideas
  radicales y disolventes, como D. Lope!
  --Aunque estoy lelo --dijo este empinándose con trabajo sobre las
  puntas de los pies--, aunque estoy hecho un mocoso y un bebé... no
  tanto, Primitivo, no me hagas tan imbécil.
  Expuso el buen sacerdote sus planes sencillamente. No pedía, sino que
  secuestraba. Véase cómo.
  --Las tías --dijo--, que son muy cristianas y temerosas de Dios, le
  ofrecen a usted, si entra por el aro y acata los mandamientos de la
  ley divina..., ofrecen, repito, cederle en escritura pública las dos
  dehesas de Arjonilla, con lo cual no solo podrá vivir holgadamente los
  días que el Señor le conceda, sino también dejar a su viuda...
  --¡A mi viuda!
  --Sí; porque las tías, con mucha razón, exigen que usted se case.
  Don Lope soltó la risa. Pero no se reía de la extravagante proposición,
  ¡ay!, sino de sí mismo... Trato hecho. ¿Cómo rechazar la propuesta, si
  aceptándola aseguraba la existencia de Tristana cuando él faltase?
  Trato hecho... ¡Quién lo diría! D. Lope, que en aquellos tiempos había
  aprendido a hacer la señal de la cruz sobre su frente y boca, no
  cesaba de persignarse. En suma; que se casaron... y cuando salieron
  de la iglesia, todavía no estaba D. Lope seguro de haber abjurado y
  maldecido su queridísima doctrina del celibato. Contra lo que él creía,
  la señorita no tuvo nada que oponer al absurdo proyecto. Lo aceptó
  con indiferencia, había llegado a mirar todo lo terrestre con sumo
  desdén... Casi no se dio cuenta de que la casaron, de que unas breves
  fórmulas hiciéronla legítima esposa de Garrido, encasillándola en un
  hueco honroso de la sociedad. No sentía el acto, lo aceptaba, como un
  hecho impuesto por el mundo exterior, como el empadronamiento, como la
  contribución, como las reglas de policía.
  Y el señor de Garrido, al mejorar de fortuna, tomó una casa mayor en
  el mismo paseo del Obelisco, la cual tenía un patio con honores de
  huerta. Revivió el anciano galán con el nuevo estado; parecía menos
  chocho, menos lelo, y sin saber cómo ni cuándo, próximo al acabamiento
  de su vida, sintió que le nacían inclinaciones que nunca tuvo, manías y
  querencias de pacífico burgués. Desconocía completamente aquel ardiente
  afán que le entró por plantar un arbolito, no parando hasta lograr su
  deseo, hasta ver que el plantón arraigaba y se cubría de frescas hojas.
  Y el tiempo que la señora pasaba en la iglesia rezando, él, un tanto
  desilusionado ya de su afición religiosa, empleábalo en cuidar las
  seis gallinas y el arrogante gallo que en el patinillo tenía. ¡Qué
  deliciosos instantes! ¡Qué grata emoción... ver si ponían huevo, si
  este era grande, y, por fin, preparar la echadura para sacar pollitos,
  que al fin salieron, ¡ay!, graciosos, atrevidos y con ánimos para vivir
  mucho! Don Lope no cabía en sí de contento, y Tristana participaba de
  su alborozo. Por aquellos días, entrole a la cojita una nueva afición:
  el arte culinario en su rama importante de repostería. Una maestra muy
  hábil enseñole dos o tres tipos de pasteles, y los hacía tan bien, tan
  bien, que don Lope, después de catarlos, se chupaba los dedos, y no
  cesaba de alabar a Dios. ¿Eran felices uno y otro...? Tal vez.
  
  FIN DE LA NOVELA
You have read 1 text from Spanish literature.