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Tristana - 02
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_pecata minuta_, fueron un pegote añadido por Moisés a la obra de Dios,
obedeciendo a razones puramente políticas; que estas razones de estado
continuaron influyendo en las edades sucesivas, haciendo necesaria
la policía de las pasiones; pero que con el curso de la civilización
perdieron su fuerza lógica, y solo a la rutina y a la pereza humanas se
debe que aún subsistan los efectos después de haber desaparecido las
causas. La derogación de aquellos trasnochados artículos se impone, y
los legisladores deben poner la mano en ella sin andarse en chiquitas.
Bien demuestra esta necesidad la sociedad misma, derogando de hecho
lo que sus directores se empeñan en conservar contra el empuje de las
costumbres y las realidades del vivir. ¡Ah! si el buenazo de Moisés
levantara la cabeza, él y no otro corregiría su obra, reconociendo que
hay tiempos de tiempos.
Inútil parece advertir que cuantos conocían a Garrido, incluso el que
esto escribe, abominaban y abominan de tales ideas, deplorando con
toda el alma que la conducta del insensato caballero fuese una fiel
aplicación de sus perversas doctrinas. Debe añadirse que a cuantos
estimamos en lo que valen los grandes principios sobre que se asienta
_etcétera, etcétera..._ se nos ponen los pelos de punta solo de pensar
cómo andaría la máquina social si a sus esclarecidos manipulantes les
diese la ventolera de apadrinar los disparates de D. Lope, y derogaran
los articulitos o mandamientos cuya inutilidad este de palabra y obra
proclamaba. Si no hubiera infierno, solo para D. Lope habría que crear
uno, a fin de que en él eternamente purgase sus burlas de la moral,
y sirviese de perenne escarmiento a los muchos que, sin declararse
sectarios suyos, vienen a serlo de hecho en toda la redondez de esta
tierra pecadora.
Contento estaba el caballero de su adquisición, porque la chica era
linda, despabiladilla, de graciosos ademanes, fresca tez, y seductora
charla. «Dígase lo que se quiera --argüía para su capote, recordando
sus sacrificios por sostener a la madre y salvar de la deshonra al
papá--, bien me la he ganado. ¿No me pidió Josefina que la amparase?
Pues más amparo no cabe. Bien defendida la tengo de todo peligro; que
ahora nadie se atreverá a tocarla al pelo de la ropa.» En los primeros
tiempos, guardaba el galán su tesoro con precauciones exquisitas y
sagaces; temía rebeldías de la niña, sobresaltado por la diferencia
de edad, mayor sin duda de lo que el interno canon de amor dispone.
Temores y desconfianzas le asaltaban; casi casi sentía en la conciencia
algo como un cosquilleo tímido, precursor de remordimiento. Pero esto
duraba poco, y el caballero recobraba su bravía entereza. Por fin, la
acción devastadora del tiempo amortiguó su entusiasmo hasta suavizar
los rigores de su inquieta vigilancia, y llegar a una situación
semejante a la de los matrimonios que han agotado el capitalazo de
las ternezas, y empiezan a gastar, con prudente economía, la rentita
del afecto reposado y un tanto desabrido. Conviene advertir que ni
por un momento se le ocurrió al caballero desposarse con su víctima,
pues aborrecía el matrimonio; teníalo por la más espantosa fórmula de
esclavitud que idearon los poderes de la tierra para meter en un puño a
la pobrecita humanidad.
Tristana aceptó aquella manera de vivir casi sin darse cuenta de su
gravedad. Su propia inocencia, al paso que le sugería tímidamente
medios defensivos que emplear no supo, le vendaba los ojos, y solo
el tiempo y la continuidad metódica de su deshonra le dieron luz
para medir y apreciar su situación triste. La perjudicó grandemente
su descuidada educación, y acabaron de perderla las hechicerías y
artimañas que sabía emplear el tuno de D. Lope, quien compensaba lo
que los años le iban quitando, con un arte sutilísimo de la palabra,
y finezas galantes de superior temple, de esas que apenas se usan ya,
porque se van muriendo los que usarlas supieron. Ya que no cautivar
el corazón de la joven, supo el maduro galán mover con hábil pulso
resortes de su fantasía, y producir con ellos un estado de pasión
falsificada, que para él, ocasionalmente, a la verdadera se parecía.
Pasó la señorita de Reluz por aquella prueba tempestuosa, como quien
recorre los períodos de aguda dolencia febril, y en ella tuvo momentos
de corta y pálida felicidad, como sospechas de lo que las venturas
de amor pueden ser. Don Lope le cultivaba con esmero la imaginación,
sembrando en ella ideas que fomentaran la conformidad con semejante
vida; estimulaba la fácil disposición de la joven para idealizar las
cosas, para verlo todo como no es, o como nos conviene o nos gusta que
sea. Lo más particular fue que Tristana, en los primeros tiempos, no
dio importancia al hecho monstruoso de que la edad de su tirano casi
triplicaba la suya. Para expresarlo con la mayor claridad posible,
hay que decir que no vio la desproporción, a causa sin duda de las
consumadas artes del seductor, y de la complicidad pérfida con que la
naturaleza le ayudaba en sus traidoras empresas, concediéndole una
conservación casi milagrosa. Eran sus atractivos personales de tan
superior calidad, que al tiempo le costaba mucho trabajo destruirlos. A
pesar de todo, el artificio, la contrahecha ilusión de amor no podían
durar: un día advirtió D. Lope que había terminado la fascinación
ejercida por él sobre la muchacha infeliz, y en esta, el volver en
sí produjo una terrible impresión de la que había de tardar mucho en
recobrarse. Bruscamente vio en D. Lope al viejo, y agrandaba con su
fantasía la ridícula presunción del anciano que, contraviniendo la ley
de Naturaleza, hace papeles de galán. Y no era D. Lope aún tan viejo
como Tristana lo sentía, ni había desmerecido hasta el punto de que se
le mandara recoger como un trasto inútil. Pero como en la convivencia
íntima, los fueros de la edad se imponen, y no es tan fácil el disimulo
como cuando se gallea fuera de casa, en lugares elegidos y a horas
cómodas, surgían a cada instante mil motivos de desilusión, sin que el
degenerado galanteador, con todo su arte y todo su talento, pudiera
evitarlo.
Este despertar de Tristana no era más que una fase de la crisis
profunda que hubo de sufrir a los ocho meses próximamente de su
deshonra, y cuando cumplía los veintidós años. Hasta entonces, la
hija de Reluz, atrasadilla en su desarrollo moral, había sido toda
irreflexión y pasividad muñequil, sin ideas propias, viviendo de
las proyecciones del pensar ajeno, y con una docilidad tal en sus
sentimientos, que era muy fácil evocarlos en la forma y con la
intención que se quisiera. Pero vinieron días en que su mente floreció
de improviso, como planta vivaz a la que le llega un buen día de
primavera, y se llenó de ideas, en apretados capullos primero, en
espléndidos ramilletes después. Anhelos indescifrables apuntaron en
su alma. Se sentía inquieta, ambiciosa, sin saber de qué, de algo muy
distante, muy alto que no veían sus ojos por parte alguna; ansiosos
temores la turbaban a veces, a veces risueñas confianzas; veía con
lucidez su situación, y la parte de humanidad que ella representaba
con sus desdichas; notó en sí algo que se le había colado de rondón
por las puertas del alma, orgullo, conciencia de no ser una persona
vulgar; sorprendiose de los rebullicios, cada día más fuertes, de su
inteligencia que le decía: «Aquí estoy. ¿No ves cómo pienso cosas
grandes?» Y a medida que se cambiada en sangre y médula de mujer la
estopa de la muñeca, iba cobrando aborrecimiento y repugnancia a la
miserable vida que llevaba, bajo el poder de D. Lope Garrido.
V
Y entre las mil cosas que aprendió Tristana en aquellos días, sin que
nadie se las enseñara, aprendió también a disimular, a valerse de
las ductilidades de la palabra, a poner en el mecanismo de la vida
esos muelles que la hacen flexible, esos apagadores que ensordecen
el ruido, esas desviaciones hábiles del movimiento rectilíneo, casi
siempre peligroso. Era que D. Lope, sin que ninguno de los dos se diese
cuenta de ello, habíala hecho su discípula, y algunas ideas de las que
con toda lozanía florecieron en la mente de la joven, procedían del
semillero de su amante y por fatalidad maestro. Hallábase Tristana en
esa edad y sazón en que las ideas se pegan, en que ocurren los más
graves contagios del vocabulario personal, de las maneras y hasta del
carácter.
La señorita y la criada hacían muy buenas migas. Sin la compañía y
los agasajos de Saturna, la vida de Tristana habría sido intolerable.
Charlaban trabajando, y en los descansos charlaban más todavía. Refería
la criada sucesos de su vida, pintándole el mundo y los hombres con
sincero realismo, sin ennegrecer ni poetizar los cuadros; y la
señorita, que apenas tenía pasado que contar, lanzábase a los espacios
del suponer y del presumir, armando castilletes de vida futura como
los juegos constructivos de la infancia con cuatro tejuelos y algunos
montoncitos de tierra. Eran la historia y la poesía asociadas en feliz
maridaje. Saturna enseñaba, la niña de D. Lope creaba, fundando sus
atrevidos ideales en los hechos de la otra.
--Mira, tú --decía Tristana a la que, más que sirviente, era para ella
una fiel amiga--, no todo lo que este hombre perverso nos enseña es
disparatado, y algo de lo que habla tiene mucho intríngulis... Porque
lo que es talento, no se puede negar que le sobra. ¿No te parece a ti
que lo que dice del matrimonio es la pura razón? Yo... te lo confieso
aunque me riñas, creo como él que eso de encadenarse a otra persona por
toda la vida, es invención del diablo... ¿No lo crees tú? Te reirás
cuando te diga que no quisiera casarme nunca, que me gustaría vivir
siempre libre. Ya, ya sé lo que estás pensando; que me curo en salud,
porque después de lo que me ha pasado con este hombre, y siendo pobre
como soy, nadie querrá cargar conmigo. ¿No es eso mujer, no es eso?
--Ay, no, señorita, no pensaba tal cosa --replicó la doméstica
prontamente--. Siempre se encuentran unos pantalones para todo,
inclusive para casarse. Yo me casé una vez, y no me pesó; pero no
volveré por agua a la fuente de la Vicaría. Libertad, tiene razón
la señorita, libertad, aunque esta palabra no suena bien en boca de
mujeres. ¿Sabe la señorita cómo llaman a las que sacan los pies del
plato? Pues las llaman, por buen nombre, _libres_. De consiguiente,
si ha de haber un poco de reputación, es preciso que haya dos pocos
de esclavitud. Si tuviéramos oficios y carreras las mujeres, como los
tienen esos bergantes de hombres, anda con Dios. Pero, fíjese, solo
tres carreras pueden seguir las que visten faldas: o casarse, que
carrera es, o el teatro..., vamos, ser cómica, que es buen modo de
vivir, o..., no quiero nombrar lo otro. Figúreselo.
--Pues mira tú, de estas tres carreras, únicas de la mujer, la
primera me agrada poco, la tercera menos, la de enmedio la seguiría
yo si tuviera facultades; pero me parece que no las tengo... Ya sé,
ya sé que es difícil eso de ser libre... y honrada. ¿Y de qué vive
una mujer no poseyendo rentas? Si nos hicieran médicas, abogadas,
siquiera boticarias o escribanas, ya que no ministras y senadoras,
vamos, podríamos... Pero cosiendo, cosiendo... Calcula las puntadas
que hay que dar para mantener una casa... Cuando pienso lo que será de
mí, me dan ganas de llorar. ¡Ay, pues si yo sirviera para monja, ya
estaba pidiendo plaza en cualquier convento! Pero no valgo, no, para
encerronas de toda la vida. Yo quiero vivir, ver mundo y enterarme de
por qué y para qué nos han traído a esta tierra en que estamos. Yo
quiero vivir y ser libre... Di otra cosa: ¿y no puede una ser pintora,
y ganarse el pan pintando cuadros bonitos? Los cuadros valen muy
caros. Por uno que solo tenía unas montañas allá lejos, con cuatro
árboles secos más acá, y en primer término un charco y dos patitos,
dio mi papá mil pesetas. Conque ya ves. ¿Y no podría una mujer meterse
a escritora y hacer comedias..., libros de rezo, o siquiera fábulas,
Señor? Pues a mí me parece que esto es fácil. Puedes creerme que estas
noches últimas, desvelada y no sabiendo cómo entretener el tiempo, he
inventado no sé cuantos dramas de los que hacen llorar, y piezas de las
que hacen reír, y novelas de muchísimo enredo y pasiones tremendas, y
qué sé yo. Lo malo es que no sé escribir..., quiero decir, con buena
letra, cometo la mar de faltas de Gramática, y hasta de Ortografía.
Pero ideas, lo que llamamos ideas, cree que no me faltan.
--¡Ay, señorita --dijo Saturna sonriendo y alzando sus admirables ojos
negros de la media que repasaba--, qué engañada vive si piensa que
todo eso puede dar de comer a una señora honesta en libertad! Eso es
para hombres, y aun ellos... ¡vaya, lucido pelo echan los que viven
de cosas de leyenda! Echarán plumas, pero lo que es pelo... Pepe Ruiz,
el hermano de leche de mi difunto, que es un hombre muy sabido en la
materia, como que trabaja en la fundición donde hacen las letras de
plomo para imprimir, nos decía que entre los de pluma todo es hambre y
necesidad, y que aquí no se gana el pan con el sudor de la frente, sino
con el de la lengua; más claro: que solo sacan tajada los políticos,
que se pasan la vida echando discursos. ¿Trabajitos de cabeza?...
¡quítese usted de ahí! ¿Dramas, cuentos y libros para reírse o llorar?
Conversación. Los que los inventan no sacarían ni para un cocido si
no intrigaran con el Gobierno para afanar los destinos. Así anda la
Ministración.
--Pues yo te digo (_con viveza_) que hasta para eso del Gobierno y
la política me parece a mí que había de servir yo. No te rías. Sé
pronunciar discursos. Es cosa muy fácil. Con leer un poquitín de las
sesiones de Cortes, en seguida te enjareto lo bastante para llenar
medio periódico.
--¡Vaya por Dios! Para eso hay que ser hombre, señorita. La maldita
enagua estorba para eso, como para montar a caballo. Decía mi difunto
que si él no hubiera sido tan corto de genio, habría llegado a donde
llegan pocos, porque se le ocurrían cosas tan gitanas como las que le
echan a usted Castelar y Cánovas en las Cortes, cosas de salvar al país
verdaderamente; pero el hijo de Dios, siempre que quería desbocarse en
el Círculo de Artesanos, o en los metingues de los _compañeros_, se
sentía un tenazón en el gaznate, y no acertaba con la palabra primera,
que es la más difícil... vamos, que no rompía. Claro, no rompiendo, no
podía ser orador ni político.
--¡Ay qué tonto! Pues yo rompería, vaya si rompería. (_Con
desaliento._) Es que vivimos sin movimiento, atadas con mil
ligaduras... También se me ocurre que yo podría estudiar lenguas. No
sé más que las raspaduras de francés que me enseñaron en el colegio,
y ya las voy olvidando. ¡Qué gusto hablar inglés, alemán, italiano!
Me parece a mí que si me pusiera, lo aprendería pronto. Me noto... no
sé cómo decírtelo... me noto como si supiera ya un poquitín antes de
saberlo, como si en otra vida hubiera sido yo inglesa o alemana, y me
quedara un dejo...
--Pues eso de las lenguas --afirmó Saturna, mirando a la señorita con
maternal solicitud--sí que le convenía aprenderlo, porque la que da
lecciones lo gana, y además es un gusto poder entender todo lo que
parlan los extranjeros. Bien podría el amo ponerle un buen profesor.
--No me nombres a tu amo. No espero nada de él. (_Meditabunda, mirando
la luz._) No sé, no sé cuándo ni cómo concluirá esto; pero de alguna
manera ha de concluir.
La señorita calló, sumergiéndose en una cavilación sombría. Acosada
por la idea de abandonar la morada de D. Lope, oyó en su mente el
hondo tumulto de Madrid, vio la polvareda de luces que a lo lejos
resplandecía, y se sintió embelesada por el sentimiento de su
independencia. Volviendo de aquella meditación como de un letargo,
suspiró fuerte. ¡Cuán sola estaría en el mundo fuera de la casa de su
pobre y caduco galán! No tenía parientes, y las dos únicas personas a
quienes tal nombre pudiera dar, hallábanse muy lejos: su tío materno
D. Fernando, en Filipinas, el primo Cuesta, en Mallorca, y ninguno
de los dos había mostrado nunca malditas ganas de ampararla. Recordó
también (y a todas estas Saturna la observaba con ojos compasivos)
que las familias que tuvieron visiteo y amistad con su madre, la
miraban ya con prevención y despego, efecto de la endiablada sombra
de don Lope. Contra esto, no obstante, hallaba Tristana en su orgullo
defensa eficaz, y despreciando a quien la ofendía, se daba una de esas
satisfacciones ardientes que fortifican por el momento como el alcohol,
aunque a la larga destruyan.
--¡Dale! No piense cosas tristes --le dijo Saturna, pasándole la mano
por delante de los ojos, como si ahuyentara una mosca.
VI
--¿Pues en qué quieres que piense, en cosas alegres? Dime dónde están,
dímelo pronto.
Para amenizar la conversación, Saturna echaba mano prontamente de
cualquier asunto jovial, sacando a relucir anécdotas y chismes de la
gárrula sociedad que las rodeaba. Algunas noches se entretenían en
poner en solfa a D. Lope, el cual, al verse en tan gran decadencia,
desmintió los hábitos espléndidos de toda su vida, volviéndose algo
roñoso. Apremiado por la creciente penuria, regateaba los míseros
gastos de la casa, educándose, ¡a buenas horas!, en la administración
doméstica, tan disconforme con su caballería. Minucioso y cominero,
intervenía en cosas que antes estimaba impropias de su decoro señoril,
y gastaba un genio y unos refunfuños que le desfiguraban más que
los hondos surcos de la cara y el blanquear del cabello. Pues de
estas miserias, de estas prosas trasnochadas de la vida del D. Juan
caído, sacaban las dos hembras materia para reírse y pasar el rato.
Lo gracioso del caso era que, como D. Lope ignoraba en absoluto la
economía doméstica, mientras más se las echaba de financiero y de buen
mayordomo, más fácilmente le engañaba Saturna, consumada maestra en
sisas y otras artimañas de cocinera y compradora.
Con Tristana fue siempre el caballero todo lo generoso que su pobreza
cada vez mayor le permitía. Iniciada con tristísimos caracteres la
escasez, en el costoso renglón de ropa fue donde primero se sintió el
doloroso recorte de las economías; pero D. Lope sacrificó su presunción
a la de su esclava, sacrificio no flojo en hombre tan devoto admirador
de sí mismo. Llegó día en que la escasez mostró toda la fealdad seca
de su cara de muerte, y ambos quedaron iguales en lo anticuado y
traído de la ropa. La pobre niña se quemaba las cejas, haciendo con
sus trapitos, ayudada de Saturna, mil refundiciones que eran un primor
de habilidad y paciencia. En los fugaces tiempos, que bien podríamos
llamar felices o dorados, Garrido la llevaba al teatro alguna vez;
mas la necesidad, con su cara de hereje, decretó al fin la absoluta
supresión de todo espectáculo público. Los horizontes de la vida se
cerraban y ennegrecían cada día más delante de la señorita de Reluz,
y aquel hogar desapacible, frío de afectos, pobre, vacío en absoluto
de ocupaciones gratas, le abrumaba el espíritu. Porque la casa, en la
cual lucían restos de instalaciones que fueron lujosas, se iba poniendo
de lo más feo y triste que es posible imaginar: todo anunciaba
penuria y decaimiento: nada de lo roto o deteriorado se componía ni
se reparaba. En la salita desconcertada y glacial solo quedaba, entre
trastos feísimos, un bargueño estropeado por las mudanzas, en el cual
tenía D. Lope su archivo galante. En las paredes veíanse los clavos de
donde pendieron las panoplias. En el gabinete observábase hacinamiento
de cosas que debieron de tener hueco en local más grande, y en el
comedor no había más mueble que la mesa y unas sillas cojas con el
cuero desgarrado y sucio. La cama de D. Lope, de madera con columnas
y pabellón airoso, imponía por su corpulencia monumental; pero las
cortinas de damasco azul no podían ya con más desgarrones. El cuarto de
Tristana, inmediato al de su dueño, era lo menos marcado por el sello
del desastre, gracias al exquisito esmero con que ella defendía su
ajuar de la descomposición y de la miseria.
Y si la casa declaraba, con el expresivo lenguaje de las cosas, la
irremediable decadencia de la caballería sedentaria, la persona del
galán iba siendo rápidamente imagen lastimosa de lo fugaz y vano de
las glorias humanas. El desaliento, la tristeza de su ruina, debían
de influir no poco en el _bajón_ del menesteroso caballero, ahondando
las arrugas de sus sienes más que los años, y más que el ajetreo que
desde los veinte se traía. Su cabello, que a los cuarenta empezó a
blanquear, se había conservado espeso y fuerte; pero ya se le caían
mechones, que él habría repuesto en su sitio si hubiera alguna alquimia
que lo consintiese. La dentadura se le conservaba bien en la parte
más visible; pero sus hasta entonces admirables muelas empezaban a
insubordinarse, negándose a masticar bien, o rompiéndosele en pedazos,
cual si unas a otras se mordieran. El rostro de soldado de Flandes
iba perdiendo sus líneas severas, y el cuerpo no podía conservar su
esbeltez de antaño sin el auxilio de una férrea voluntad. Dentro de
casa la voluntad se rendía, reservando sus esfuerzos para la calle,
paseos y casino.
Comúnmente, si al entrar de noche encontraba despiertas a las dos
mujeres, echaba un parrafito con ellas, corto con Saturna, a quien
mandaba que se acostara, largo con Tristana. Pero llegó un tiempo en
que casi siempre entraba silencioso y de mal talante, y se metía en su
cuarto, donde la cautiva infeliz tenía que oír y soportar sus clamores
por la tos persistente, por el dolor reumático, o la sofocación del
pecho. Renegaba D. Lope y ponía el grito en el cielo, cual si creyese
que la Naturaleza no tenía ningún derecho a hacerle padecer, o si se
considerara mortal predilecto, relevado de las miserias que afligen
a la humanidad. Y para colmo de desdichas, veíase precisado a dormir
con la cabeza envuelta en un feo pañuelo, y su alcoba apestaba de los
menjurjes que usar solía para el reuma o el romadizo.
Pero estas menudencias, que herían a D. Lope en lo más vivo de su
presunción, no afectaban a Tristana tanto como las fastidiosas mañas
que iba sacando el pobre señor, pues al derrumbarse tan lastimosamente
en lo físico y en lo moral dio en la flor de tener celos. El que jamás
concedió a ningún nacido los honores de la rivalidad, al sentir en
sí la vejez del león se llenaba de inquietudes, y veía salteadores y
enemigos en su propia sombra. Reconociéndose caduco, el egoísmo le
devoraba, como una lepra senil, y la idea de que la pobre joven le
comparase, aunque solo mentalmente, con soñados ejemplares de belleza
y juventud, le acibaraba la vida. Su buen juicio, la verdad sea dicha,
no le abandonaba enteramente, y en sus ratos lúcidos, que por lo común
eran por la mañana, reconocía toda la importunidad y sinrazón de su
proceder, y procuraba adormecer a la cautiva con palabras de cariño y
confianza.
Poco duraban estas paces, porque al llegar la noche, cuando el viejo y
la niña se quedaban solos, recobraba el primero su egoísmo semítico,
sometiéndola a interrogatorios humillantes, y una vez, exaltado por
aquel suplicio en que le ponía la desproporción alarmante entre su
flacidez enfermiza y la lozanía de Tristana, llegó a decirle:
--Si te sorprendo en algún mal paso, te mato, cree que te mato.
Prefiero terminar trágicamente a ser ridículo en mi decadencia.
Encomiéndate a Dios antes de faltarme. Porque yo lo sé, lo sé; para
mí no hay secretos; poseo un saber infinito de estas cosas, y una
experiencia y un olfato... que no es posible pegármela, no, no es
posible.
VII
Algo se asustaba Tristana, sin llegar a sentir terror, ni a creer al
pie de la letra en las fieras amenazas de su dueño, cuyos alardes
de olfato y adivinación estimaba como ardid para dominarla. La
tranquilidad de su conciencia dábale valor contra el tirano, y ni
aun se cuidaba de obedecerle en sus infinitas prohibiciones. Aunque
le había ordenado no salir de paseo con Saturna, se escabullía casi
todas las tardes: pero no iban a Madrid, sino hacia Cuatro Caminos, al
Partidor, al Canalillo o hacia las alturas que dominan el Hipódromo:
paseo de campo, con merienda las más veces, y esparcimiento saludable.
Eran los únicos ratos de su vida en que la pobre esclava podía
dar de lado a su tristeza, y gozaba de ellos con abandono pueril,
permitiéndose correr y saltar, y jugar a las cuatro esquinas con la
chica del tabernero, que solía acompañarla, o alguna otra amiguita
del vecindario. Los domingos, el paseo era de muy distinto carácter.
Saturna tenía a su hijo en el Hospicio, y según costumbre de todas las
madres que se hallan en igual caso, salía a encontrarle en el paseo.
Comúnmente, al llegar la caterva de chiquillos a un lugar convenido
en las calles nuevas de Chamberí, les dan el rompan-filas, y se ponen
a jugar. Allí les aguardan ya las madres, abuelas o tías (del que las
tiene), con el pañuelito de naranjas, cacahuetes, avellanas, bollos
o mendrugos de pan. Algunos corretean y brincan jugando a la _toña_;
otros se pegan a los grupos de mujeres. Los hay que piden cuartos al
transeúnte, y casi todos rodean a las vendedoras de caramelos largos,
avellanas y piñones. Mucho gustaban a Tristana tales escenas, y ningún
domingo, como hiciera buen tiempo, dejaba de compartir con su sirviente
la grata ocupación de obsequiar al hospicianillo, el cual se llamaba
Saturno, como su madre, y era rechoncho, patizambo, con unos mofletes
encendidos y carnosos que venían a ser como certificación viva del buen
régimen del Establecimiento provincial. La ropa de paño burdo no le
consentía ser muy elegante en sus movimientos, y la gorra con galón no
ajustaba bien a su cabezota, de cabello duro y cerdoso como los pelos
de un cepillo. Su madre y Tristana le encontraban muy salado; pero hay
que confesar que de salado no tenía ni pizca; era, sí, dócil, noblote y
aplicadillo, con aficiones a la tauromaquia callejera. La señorita le
obsequiaba siempre con alguna naranja, y le llevaba además una perra
chica para que comprase cualquier chuchería de su agrado; y por más que
su madre le incitaba al ahorro, sugiriéndole la idea de ir guardando
todo el numerario que obtuviera, jamás pudo conseguir poner diques a su
despilfarro, y cuarto adquirido era cuarto lanzado a la circulación.
Así prosperaba el comercio de molinitos de papel, de banderillas para
torear, y de torrados y bellotas.
Tras importunas lluvias, trajo el año aquel una apacible quincena de
octubre, con sol picón, cielo despejado, aire quieto; y aunque por
las mañanas amanecía Madrid enfundado de nieblas, y por las noches
la radiación enfriaba considerablemente el suelo, las tardes, de dos
a cinco, eran deliciosas. Los domingos no quedaba bicho viviente en
casa, y todas las vías de Chamberí, los altos de Maudes, las avenidas
del Hipódromo y los cerros de Amaniel, hormigueaban de gente. Por
la carretera no cesaba el presuroso desfile hacia los merenderos de
Tetuán. Un domingo de aquel hermoso octubre, Saturna y Tristana fueron
a esperar a los hospicianos en la calle de Ríos Rosas, que enlaza los
altos de Santa Engracia con la Castellana, y en aquella hermosa vía,
bien asoleada, ancha y recta, que domina un alegre y extenso campo,
fue soltada la doble cuerda de presos. Unos se pegaron a las madres,
que les habían venido siguiendo desde lejos; otros armaron al instante
la indispensable corrida de novillos de puntas, con presidencia,
chiqueros, apartado, callejones, barrera, música del Hospicio, y demás
perfiles. A la sazón pasaron por allí, viniendo de la Castellana,
los sordomudos, en grupos de mudo y ciego, con sus gabanes azules y
galonada gorra. En cada pareja, los ojos del mudo valían al ciego
para poder andar sin tropezones; se entendían por el tacto con tan
endiabladas garatusas, que causaba maravilla verles hablar. Gracias a
la precisión de aquel lenguaje, enteráronse pronto los ciegos de que
allí estaban los hospicianos, mientras los muditos, todos ojos, se
deshacían por echar un par de _verónicas_. ¡Como que para esto maldita
falta les hacía el don de la palabra! En alguna pareja de sordos,
las garatusas eran un movimiento o vibración rapidísima, tan ágil y
flexible como la humana voz. Contrastaban las caras picarescas de los
mudos, en cuyos ojos resplandecía todo el verbo humano, con las caras
obedeciendo a razones puramente políticas; que estas razones de estado
continuaron influyendo en las edades sucesivas, haciendo necesaria
la policía de las pasiones; pero que con el curso de la civilización
perdieron su fuerza lógica, y solo a la rutina y a la pereza humanas se
debe que aún subsistan los efectos después de haber desaparecido las
causas. La derogación de aquellos trasnochados artículos se impone, y
los legisladores deben poner la mano en ella sin andarse en chiquitas.
Bien demuestra esta necesidad la sociedad misma, derogando de hecho
lo que sus directores se empeñan en conservar contra el empuje de las
costumbres y las realidades del vivir. ¡Ah! si el buenazo de Moisés
levantara la cabeza, él y no otro corregiría su obra, reconociendo que
hay tiempos de tiempos.
Inútil parece advertir que cuantos conocían a Garrido, incluso el que
esto escribe, abominaban y abominan de tales ideas, deplorando con
toda el alma que la conducta del insensato caballero fuese una fiel
aplicación de sus perversas doctrinas. Debe añadirse que a cuantos
estimamos en lo que valen los grandes principios sobre que se asienta
_etcétera, etcétera..._ se nos ponen los pelos de punta solo de pensar
cómo andaría la máquina social si a sus esclarecidos manipulantes les
diese la ventolera de apadrinar los disparates de D. Lope, y derogaran
los articulitos o mandamientos cuya inutilidad este de palabra y obra
proclamaba. Si no hubiera infierno, solo para D. Lope habría que crear
uno, a fin de que en él eternamente purgase sus burlas de la moral,
y sirviese de perenne escarmiento a los muchos que, sin declararse
sectarios suyos, vienen a serlo de hecho en toda la redondez de esta
tierra pecadora.
Contento estaba el caballero de su adquisición, porque la chica era
linda, despabiladilla, de graciosos ademanes, fresca tez, y seductora
charla. «Dígase lo que se quiera --argüía para su capote, recordando
sus sacrificios por sostener a la madre y salvar de la deshonra al
papá--, bien me la he ganado. ¿No me pidió Josefina que la amparase?
Pues más amparo no cabe. Bien defendida la tengo de todo peligro; que
ahora nadie se atreverá a tocarla al pelo de la ropa.» En los primeros
tiempos, guardaba el galán su tesoro con precauciones exquisitas y
sagaces; temía rebeldías de la niña, sobresaltado por la diferencia
de edad, mayor sin duda de lo que el interno canon de amor dispone.
Temores y desconfianzas le asaltaban; casi casi sentía en la conciencia
algo como un cosquilleo tímido, precursor de remordimiento. Pero esto
duraba poco, y el caballero recobraba su bravía entereza. Por fin, la
acción devastadora del tiempo amortiguó su entusiasmo hasta suavizar
los rigores de su inquieta vigilancia, y llegar a una situación
semejante a la de los matrimonios que han agotado el capitalazo de
las ternezas, y empiezan a gastar, con prudente economía, la rentita
del afecto reposado y un tanto desabrido. Conviene advertir que ni
por un momento se le ocurrió al caballero desposarse con su víctima,
pues aborrecía el matrimonio; teníalo por la más espantosa fórmula de
esclavitud que idearon los poderes de la tierra para meter en un puño a
la pobrecita humanidad.
Tristana aceptó aquella manera de vivir casi sin darse cuenta de su
gravedad. Su propia inocencia, al paso que le sugería tímidamente
medios defensivos que emplear no supo, le vendaba los ojos, y solo
el tiempo y la continuidad metódica de su deshonra le dieron luz
para medir y apreciar su situación triste. La perjudicó grandemente
su descuidada educación, y acabaron de perderla las hechicerías y
artimañas que sabía emplear el tuno de D. Lope, quien compensaba lo
que los años le iban quitando, con un arte sutilísimo de la palabra,
y finezas galantes de superior temple, de esas que apenas se usan ya,
porque se van muriendo los que usarlas supieron. Ya que no cautivar
el corazón de la joven, supo el maduro galán mover con hábil pulso
resortes de su fantasía, y producir con ellos un estado de pasión
falsificada, que para él, ocasionalmente, a la verdadera se parecía.
Pasó la señorita de Reluz por aquella prueba tempestuosa, como quien
recorre los períodos de aguda dolencia febril, y en ella tuvo momentos
de corta y pálida felicidad, como sospechas de lo que las venturas
de amor pueden ser. Don Lope le cultivaba con esmero la imaginación,
sembrando en ella ideas que fomentaran la conformidad con semejante
vida; estimulaba la fácil disposición de la joven para idealizar las
cosas, para verlo todo como no es, o como nos conviene o nos gusta que
sea. Lo más particular fue que Tristana, en los primeros tiempos, no
dio importancia al hecho monstruoso de que la edad de su tirano casi
triplicaba la suya. Para expresarlo con la mayor claridad posible,
hay que decir que no vio la desproporción, a causa sin duda de las
consumadas artes del seductor, y de la complicidad pérfida con que la
naturaleza le ayudaba en sus traidoras empresas, concediéndole una
conservación casi milagrosa. Eran sus atractivos personales de tan
superior calidad, que al tiempo le costaba mucho trabajo destruirlos. A
pesar de todo, el artificio, la contrahecha ilusión de amor no podían
durar: un día advirtió D. Lope que había terminado la fascinación
ejercida por él sobre la muchacha infeliz, y en esta, el volver en
sí produjo una terrible impresión de la que había de tardar mucho en
recobrarse. Bruscamente vio en D. Lope al viejo, y agrandaba con su
fantasía la ridícula presunción del anciano que, contraviniendo la ley
de Naturaleza, hace papeles de galán. Y no era D. Lope aún tan viejo
como Tristana lo sentía, ni había desmerecido hasta el punto de que se
le mandara recoger como un trasto inútil. Pero como en la convivencia
íntima, los fueros de la edad se imponen, y no es tan fácil el disimulo
como cuando se gallea fuera de casa, en lugares elegidos y a horas
cómodas, surgían a cada instante mil motivos de desilusión, sin que el
degenerado galanteador, con todo su arte y todo su talento, pudiera
evitarlo.
Este despertar de Tristana no era más que una fase de la crisis
profunda que hubo de sufrir a los ocho meses próximamente de su
deshonra, y cuando cumplía los veintidós años. Hasta entonces, la
hija de Reluz, atrasadilla en su desarrollo moral, había sido toda
irreflexión y pasividad muñequil, sin ideas propias, viviendo de
las proyecciones del pensar ajeno, y con una docilidad tal en sus
sentimientos, que era muy fácil evocarlos en la forma y con la
intención que se quisiera. Pero vinieron días en que su mente floreció
de improviso, como planta vivaz a la que le llega un buen día de
primavera, y se llenó de ideas, en apretados capullos primero, en
espléndidos ramilletes después. Anhelos indescifrables apuntaron en
su alma. Se sentía inquieta, ambiciosa, sin saber de qué, de algo muy
distante, muy alto que no veían sus ojos por parte alguna; ansiosos
temores la turbaban a veces, a veces risueñas confianzas; veía con
lucidez su situación, y la parte de humanidad que ella representaba
con sus desdichas; notó en sí algo que se le había colado de rondón
por las puertas del alma, orgullo, conciencia de no ser una persona
vulgar; sorprendiose de los rebullicios, cada día más fuertes, de su
inteligencia que le decía: «Aquí estoy. ¿No ves cómo pienso cosas
grandes?» Y a medida que se cambiada en sangre y médula de mujer la
estopa de la muñeca, iba cobrando aborrecimiento y repugnancia a la
miserable vida que llevaba, bajo el poder de D. Lope Garrido.
V
Y entre las mil cosas que aprendió Tristana en aquellos días, sin que
nadie se las enseñara, aprendió también a disimular, a valerse de
las ductilidades de la palabra, a poner en el mecanismo de la vida
esos muelles que la hacen flexible, esos apagadores que ensordecen
el ruido, esas desviaciones hábiles del movimiento rectilíneo, casi
siempre peligroso. Era que D. Lope, sin que ninguno de los dos se diese
cuenta de ello, habíala hecho su discípula, y algunas ideas de las que
con toda lozanía florecieron en la mente de la joven, procedían del
semillero de su amante y por fatalidad maestro. Hallábase Tristana en
esa edad y sazón en que las ideas se pegan, en que ocurren los más
graves contagios del vocabulario personal, de las maneras y hasta del
carácter.
La señorita y la criada hacían muy buenas migas. Sin la compañía y
los agasajos de Saturna, la vida de Tristana habría sido intolerable.
Charlaban trabajando, y en los descansos charlaban más todavía. Refería
la criada sucesos de su vida, pintándole el mundo y los hombres con
sincero realismo, sin ennegrecer ni poetizar los cuadros; y la
señorita, que apenas tenía pasado que contar, lanzábase a los espacios
del suponer y del presumir, armando castilletes de vida futura como
los juegos constructivos de la infancia con cuatro tejuelos y algunos
montoncitos de tierra. Eran la historia y la poesía asociadas en feliz
maridaje. Saturna enseñaba, la niña de D. Lope creaba, fundando sus
atrevidos ideales en los hechos de la otra.
--Mira, tú --decía Tristana a la que, más que sirviente, era para ella
una fiel amiga--, no todo lo que este hombre perverso nos enseña es
disparatado, y algo de lo que habla tiene mucho intríngulis... Porque
lo que es talento, no se puede negar que le sobra. ¿No te parece a ti
que lo que dice del matrimonio es la pura razón? Yo... te lo confieso
aunque me riñas, creo como él que eso de encadenarse a otra persona por
toda la vida, es invención del diablo... ¿No lo crees tú? Te reirás
cuando te diga que no quisiera casarme nunca, que me gustaría vivir
siempre libre. Ya, ya sé lo que estás pensando; que me curo en salud,
porque después de lo que me ha pasado con este hombre, y siendo pobre
como soy, nadie querrá cargar conmigo. ¿No es eso mujer, no es eso?
--Ay, no, señorita, no pensaba tal cosa --replicó la doméstica
prontamente--. Siempre se encuentran unos pantalones para todo,
inclusive para casarse. Yo me casé una vez, y no me pesó; pero no
volveré por agua a la fuente de la Vicaría. Libertad, tiene razón
la señorita, libertad, aunque esta palabra no suena bien en boca de
mujeres. ¿Sabe la señorita cómo llaman a las que sacan los pies del
plato? Pues las llaman, por buen nombre, _libres_. De consiguiente,
si ha de haber un poco de reputación, es preciso que haya dos pocos
de esclavitud. Si tuviéramos oficios y carreras las mujeres, como los
tienen esos bergantes de hombres, anda con Dios. Pero, fíjese, solo
tres carreras pueden seguir las que visten faldas: o casarse, que
carrera es, o el teatro..., vamos, ser cómica, que es buen modo de
vivir, o..., no quiero nombrar lo otro. Figúreselo.
--Pues mira tú, de estas tres carreras, únicas de la mujer, la
primera me agrada poco, la tercera menos, la de enmedio la seguiría
yo si tuviera facultades; pero me parece que no las tengo... Ya sé,
ya sé que es difícil eso de ser libre... y honrada. ¿Y de qué vive
una mujer no poseyendo rentas? Si nos hicieran médicas, abogadas,
siquiera boticarias o escribanas, ya que no ministras y senadoras,
vamos, podríamos... Pero cosiendo, cosiendo... Calcula las puntadas
que hay que dar para mantener una casa... Cuando pienso lo que será de
mí, me dan ganas de llorar. ¡Ay, pues si yo sirviera para monja, ya
estaba pidiendo plaza en cualquier convento! Pero no valgo, no, para
encerronas de toda la vida. Yo quiero vivir, ver mundo y enterarme de
por qué y para qué nos han traído a esta tierra en que estamos. Yo
quiero vivir y ser libre... Di otra cosa: ¿y no puede una ser pintora,
y ganarse el pan pintando cuadros bonitos? Los cuadros valen muy
caros. Por uno que solo tenía unas montañas allá lejos, con cuatro
árboles secos más acá, y en primer término un charco y dos patitos,
dio mi papá mil pesetas. Conque ya ves. ¿Y no podría una mujer meterse
a escritora y hacer comedias..., libros de rezo, o siquiera fábulas,
Señor? Pues a mí me parece que esto es fácil. Puedes creerme que estas
noches últimas, desvelada y no sabiendo cómo entretener el tiempo, he
inventado no sé cuantos dramas de los que hacen llorar, y piezas de las
que hacen reír, y novelas de muchísimo enredo y pasiones tremendas, y
qué sé yo. Lo malo es que no sé escribir..., quiero decir, con buena
letra, cometo la mar de faltas de Gramática, y hasta de Ortografía.
Pero ideas, lo que llamamos ideas, cree que no me faltan.
--¡Ay, señorita --dijo Saturna sonriendo y alzando sus admirables ojos
negros de la media que repasaba--, qué engañada vive si piensa que
todo eso puede dar de comer a una señora honesta en libertad! Eso es
para hombres, y aun ellos... ¡vaya, lucido pelo echan los que viven
de cosas de leyenda! Echarán plumas, pero lo que es pelo... Pepe Ruiz,
el hermano de leche de mi difunto, que es un hombre muy sabido en la
materia, como que trabaja en la fundición donde hacen las letras de
plomo para imprimir, nos decía que entre los de pluma todo es hambre y
necesidad, y que aquí no se gana el pan con el sudor de la frente, sino
con el de la lengua; más claro: que solo sacan tajada los políticos,
que se pasan la vida echando discursos. ¿Trabajitos de cabeza?...
¡quítese usted de ahí! ¿Dramas, cuentos y libros para reírse o llorar?
Conversación. Los que los inventan no sacarían ni para un cocido si
no intrigaran con el Gobierno para afanar los destinos. Así anda la
Ministración.
--Pues yo te digo (_con viveza_) que hasta para eso del Gobierno y
la política me parece a mí que había de servir yo. No te rías. Sé
pronunciar discursos. Es cosa muy fácil. Con leer un poquitín de las
sesiones de Cortes, en seguida te enjareto lo bastante para llenar
medio periódico.
--¡Vaya por Dios! Para eso hay que ser hombre, señorita. La maldita
enagua estorba para eso, como para montar a caballo. Decía mi difunto
que si él no hubiera sido tan corto de genio, habría llegado a donde
llegan pocos, porque se le ocurrían cosas tan gitanas como las que le
echan a usted Castelar y Cánovas en las Cortes, cosas de salvar al país
verdaderamente; pero el hijo de Dios, siempre que quería desbocarse en
el Círculo de Artesanos, o en los metingues de los _compañeros_, se
sentía un tenazón en el gaznate, y no acertaba con la palabra primera,
que es la más difícil... vamos, que no rompía. Claro, no rompiendo, no
podía ser orador ni político.
--¡Ay qué tonto! Pues yo rompería, vaya si rompería. (_Con
desaliento._) Es que vivimos sin movimiento, atadas con mil
ligaduras... También se me ocurre que yo podría estudiar lenguas. No
sé más que las raspaduras de francés que me enseñaron en el colegio,
y ya las voy olvidando. ¡Qué gusto hablar inglés, alemán, italiano!
Me parece a mí que si me pusiera, lo aprendería pronto. Me noto... no
sé cómo decírtelo... me noto como si supiera ya un poquitín antes de
saberlo, como si en otra vida hubiera sido yo inglesa o alemana, y me
quedara un dejo...
--Pues eso de las lenguas --afirmó Saturna, mirando a la señorita con
maternal solicitud--sí que le convenía aprenderlo, porque la que da
lecciones lo gana, y además es un gusto poder entender todo lo que
parlan los extranjeros. Bien podría el amo ponerle un buen profesor.
--No me nombres a tu amo. No espero nada de él. (_Meditabunda, mirando
la luz._) No sé, no sé cuándo ni cómo concluirá esto; pero de alguna
manera ha de concluir.
La señorita calló, sumergiéndose en una cavilación sombría. Acosada
por la idea de abandonar la morada de D. Lope, oyó en su mente el
hondo tumulto de Madrid, vio la polvareda de luces que a lo lejos
resplandecía, y se sintió embelesada por el sentimiento de su
independencia. Volviendo de aquella meditación como de un letargo,
suspiró fuerte. ¡Cuán sola estaría en el mundo fuera de la casa de su
pobre y caduco galán! No tenía parientes, y las dos únicas personas a
quienes tal nombre pudiera dar, hallábanse muy lejos: su tío materno
D. Fernando, en Filipinas, el primo Cuesta, en Mallorca, y ninguno
de los dos había mostrado nunca malditas ganas de ampararla. Recordó
también (y a todas estas Saturna la observaba con ojos compasivos)
que las familias que tuvieron visiteo y amistad con su madre, la
miraban ya con prevención y despego, efecto de la endiablada sombra
de don Lope. Contra esto, no obstante, hallaba Tristana en su orgullo
defensa eficaz, y despreciando a quien la ofendía, se daba una de esas
satisfacciones ardientes que fortifican por el momento como el alcohol,
aunque a la larga destruyan.
--¡Dale! No piense cosas tristes --le dijo Saturna, pasándole la mano
por delante de los ojos, como si ahuyentara una mosca.
VI
--¿Pues en qué quieres que piense, en cosas alegres? Dime dónde están,
dímelo pronto.
Para amenizar la conversación, Saturna echaba mano prontamente de
cualquier asunto jovial, sacando a relucir anécdotas y chismes de la
gárrula sociedad que las rodeaba. Algunas noches se entretenían en
poner en solfa a D. Lope, el cual, al verse en tan gran decadencia,
desmintió los hábitos espléndidos de toda su vida, volviéndose algo
roñoso. Apremiado por la creciente penuria, regateaba los míseros
gastos de la casa, educándose, ¡a buenas horas!, en la administración
doméstica, tan disconforme con su caballería. Minucioso y cominero,
intervenía en cosas que antes estimaba impropias de su decoro señoril,
y gastaba un genio y unos refunfuños que le desfiguraban más que
los hondos surcos de la cara y el blanquear del cabello. Pues de
estas miserias, de estas prosas trasnochadas de la vida del D. Juan
caído, sacaban las dos hembras materia para reírse y pasar el rato.
Lo gracioso del caso era que, como D. Lope ignoraba en absoluto la
economía doméstica, mientras más se las echaba de financiero y de buen
mayordomo, más fácilmente le engañaba Saturna, consumada maestra en
sisas y otras artimañas de cocinera y compradora.
Con Tristana fue siempre el caballero todo lo generoso que su pobreza
cada vez mayor le permitía. Iniciada con tristísimos caracteres la
escasez, en el costoso renglón de ropa fue donde primero se sintió el
doloroso recorte de las economías; pero D. Lope sacrificó su presunción
a la de su esclava, sacrificio no flojo en hombre tan devoto admirador
de sí mismo. Llegó día en que la escasez mostró toda la fealdad seca
de su cara de muerte, y ambos quedaron iguales en lo anticuado y
traído de la ropa. La pobre niña se quemaba las cejas, haciendo con
sus trapitos, ayudada de Saturna, mil refundiciones que eran un primor
de habilidad y paciencia. En los fugaces tiempos, que bien podríamos
llamar felices o dorados, Garrido la llevaba al teatro alguna vez;
mas la necesidad, con su cara de hereje, decretó al fin la absoluta
supresión de todo espectáculo público. Los horizontes de la vida se
cerraban y ennegrecían cada día más delante de la señorita de Reluz,
y aquel hogar desapacible, frío de afectos, pobre, vacío en absoluto
de ocupaciones gratas, le abrumaba el espíritu. Porque la casa, en la
cual lucían restos de instalaciones que fueron lujosas, se iba poniendo
de lo más feo y triste que es posible imaginar: todo anunciaba
penuria y decaimiento: nada de lo roto o deteriorado se componía ni
se reparaba. En la salita desconcertada y glacial solo quedaba, entre
trastos feísimos, un bargueño estropeado por las mudanzas, en el cual
tenía D. Lope su archivo galante. En las paredes veíanse los clavos de
donde pendieron las panoplias. En el gabinete observábase hacinamiento
de cosas que debieron de tener hueco en local más grande, y en el
comedor no había más mueble que la mesa y unas sillas cojas con el
cuero desgarrado y sucio. La cama de D. Lope, de madera con columnas
y pabellón airoso, imponía por su corpulencia monumental; pero las
cortinas de damasco azul no podían ya con más desgarrones. El cuarto de
Tristana, inmediato al de su dueño, era lo menos marcado por el sello
del desastre, gracias al exquisito esmero con que ella defendía su
ajuar de la descomposición y de la miseria.
Y si la casa declaraba, con el expresivo lenguaje de las cosas, la
irremediable decadencia de la caballería sedentaria, la persona del
galán iba siendo rápidamente imagen lastimosa de lo fugaz y vano de
las glorias humanas. El desaliento, la tristeza de su ruina, debían
de influir no poco en el _bajón_ del menesteroso caballero, ahondando
las arrugas de sus sienes más que los años, y más que el ajetreo que
desde los veinte se traía. Su cabello, que a los cuarenta empezó a
blanquear, se había conservado espeso y fuerte; pero ya se le caían
mechones, que él habría repuesto en su sitio si hubiera alguna alquimia
que lo consintiese. La dentadura se le conservaba bien en la parte
más visible; pero sus hasta entonces admirables muelas empezaban a
insubordinarse, negándose a masticar bien, o rompiéndosele en pedazos,
cual si unas a otras se mordieran. El rostro de soldado de Flandes
iba perdiendo sus líneas severas, y el cuerpo no podía conservar su
esbeltez de antaño sin el auxilio de una férrea voluntad. Dentro de
casa la voluntad se rendía, reservando sus esfuerzos para la calle,
paseos y casino.
Comúnmente, si al entrar de noche encontraba despiertas a las dos
mujeres, echaba un parrafito con ellas, corto con Saturna, a quien
mandaba que se acostara, largo con Tristana. Pero llegó un tiempo en
que casi siempre entraba silencioso y de mal talante, y se metía en su
cuarto, donde la cautiva infeliz tenía que oír y soportar sus clamores
por la tos persistente, por el dolor reumático, o la sofocación del
pecho. Renegaba D. Lope y ponía el grito en el cielo, cual si creyese
que la Naturaleza no tenía ningún derecho a hacerle padecer, o si se
considerara mortal predilecto, relevado de las miserias que afligen
a la humanidad. Y para colmo de desdichas, veíase precisado a dormir
con la cabeza envuelta en un feo pañuelo, y su alcoba apestaba de los
menjurjes que usar solía para el reuma o el romadizo.
Pero estas menudencias, que herían a D. Lope en lo más vivo de su
presunción, no afectaban a Tristana tanto como las fastidiosas mañas
que iba sacando el pobre señor, pues al derrumbarse tan lastimosamente
en lo físico y en lo moral dio en la flor de tener celos. El que jamás
concedió a ningún nacido los honores de la rivalidad, al sentir en
sí la vejez del león se llenaba de inquietudes, y veía salteadores y
enemigos en su propia sombra. Reconociéndose caduco, el egoísmo le
devoraba, como una lepra senil, y la idea de que la pobre joven le
comparase, aunque solo mentalmente, con soñados ejemplares de belleza
y juventud, le acibaraba la vida. Su buen juicio, la verdad sea dicha,
no le abandonaba enteramente, y en sus ratos lúcidos, que por lo común
eran por la mañana, reconocía toda la importunidad y sinrazón de su
proceder, y procuraba adormecer a la cautiva con palabras de cariño y
confianza.
Poco duraban estas paces, porque al llegar la noche, cuando el viejo y
la niña se quedaban solos, recobraba el primero su egoísmo semítico,
sometiéndola a interrogatorios humillantes, y una vez, exaltado por
aquel suplicio en que le ponía la desproporción alarmante entre su
flacidez enfermiza y la lozanía de Tristana, llegó a decirle:
--Si te sorprendo en algún mal paso, te mato, cree que te mato.
Prefiero terminar trágicamente a ser ridículo en mi decadencia.
Encomiéndate a Dios antes de faltarme. Porque yo lo sé, lo sé; para
mí no hay secretos; poseo un saber infinito de estas cosas, y una
experiencia y un olfato... que no es posible pegármela, no, no es
posible.
VII
Algo se asustaba Tristana, sin llegar a sentir terror, ni a creer al
pie de la letra en las fieras amenazas de su dueño, cuyos alardes
de olfato y adivinación estimaba como ardid para dominarla. La
tranquilidad de su conciencia dábale valor contra el tirano, y ni
aun se cuidaba de obedecerle en sus infinitas prohibiciones. Aunque
le había ordenado no salir de paseo con Saturna, se escabullía casi
todas las tardes: pero no iban a Madrid, sino hacia Cuatro Caminos, al
Partidor, al Canalillo o hacia las alturas que dominan el Hipódromo:
paseo de campo, con merienda las más veces, y esparcimiento saludable.
Eran los únicos ratos de su vida en que la pobre esclava podía
dar de lado a su tristeza, y gozaba de ellos con abandono pueril,
permitiéndose correr y saltar, y jugar a las cuatro esquinas con la
chica del tabernero, que solía acompañarla, o alguna otra amiguita
del vecindario. Los domingos, el paseo era de muy distinto carácter.
Saturna tenía a su hijo en el Hospicio, y según costumbre de todas las
madres que se hallan en igual caso, salía a encontrarle en el paseo.
Comúnmente, al llegar la caterva de chiquillos a un lugar convenido
en las calles nuevas de Chamberí, les dan el rompan-filas, y se ponen
a jugar. Allí les aguardan ya las madres, abuelas o tías (del que las
tiene), con el pañuelito de naranjas, cacahuetes, avellanas, bollos
o mendrugos de pan. Algunos corretean y brincan jugando a la _toña_;
otros se pegan a los grupos de mujeres. Los hay que piden cuartos al
transeúnte, y casi todos rodean a las vendedoras de caramelos largos,
avellanas y piñones. Mucho gustaban a Tristana tales escenas, y ningún
domingo, como hiciera buen tiempo, dejaba de compartir con su sirviente
la grata ocupación de obsequiar al hospicianillo, el cual se llamaba
Saturno, como su madre, y era rechoncho, patizambo, con unos mofletes
encendidos y carnosos que venían a ser como certificación viva del buen
régimen del Establecimiento provincial. La ropa de paño burdo no le
consentía ser muy elegante en sus movimientos, y la gorra con galón no
ajustaba bien a su cabezota, de cabello duro y cerdoso como los pelos
de un cepillo. Su madre y Tristana le encontraban muy salado; pero hay
que confesar que de salado no tenía ni pizca; era, sí, dócil, noblote y
aplicadillo, con aficiones a la tauromaquia callejera. La señorita le
obsequiaba siempre con alguna naranja, y le llevaba además una perra
chica para que comprase cualquier chuchería de su agrado; y por más que
su madre le incitaba al ahorro, sugiriéndole la idea de ir guardando
todo el numerario que obtuviera, jamás pudo conseguir poner diques a su
despilfarro, y cuarto adquirido era cuarto lanzado a la circulación.
Así prosperaba el comercio de molinitos de papel, de banderillas para
torear, y de torrados y bellotas.
Tras importunas lluvias, trajo el año aquel una apacible quincena de
octubre, con sol picón, cielo despejado, aire quieto; y aunque por
las mañanas amanecía Madrid enfundado de nieblas, y por las noches
la radiación enfriaba considerablemente el suelo, las tardes, de dos
a cinco, eran deliciosas. Los domingos no quedaba bicho viviente en
casa, y todas las vías de Chamberí, los altos de Maudes, las avenidas
del Hipódromo y los cerros de Amaniel, hormigueaban de gente. Por
la carretera no cesaba el presuroso desfile hacia los merenderos de
Tetuán. Un domingo de aquel hermoso octubre, Saturna y Tristana fueron
a esperar a los hospicianos en la calle de Ríos Rosas, que enlaza los
altos de Santa Engracia con la Castellana, y en aquella hermosa vía,
bien asoleada, ancha y recta, que domina un alegre y extenso campo,
fue soltada la doble cuerda de presos. Unos se pegaron a las madres,
que les habían venido siguiendo desde lejos; otros armaron al instante
la indispensable corrida de novillos de puntas, con presidencia,
chiqueros, apartado, callejones, barrera, música del Hospicio, y demás
perfiles. A la sazón pasaron por allí, viniendo de la Castellana,
los sordomudos, en grupos de mudo y ciego, con sus gabanes azules y
galonada gorra. En cada pareja, los ojos del mudo valían al ciego
para poder andar sin tropezones; se entendían por el tacto con tan
endiabladas garatusas, que causaba maravilla verles hablar. Gracias a
la precisión de aquel lenguaje, enteráronse pronto los ciegos de que
allí estaban los hospicianos, mientras los muditos, todos ojos, se
deshacían por echar un par de _verónicas_. ¡Como que para esto maldita
falta les hacía el don de la palabra! En alguna pareja de sordos,
las garatusas eran un movimiento o vibración rapidísima, tan ágil y
flexible como la humana voz. Contrastaban las caras picarescas de los
mudos, en cuyos ojos resplandecía todo el verbo humano, con las caras
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