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Tristana - 02

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  _pecata minuta_, fueron un pegote añadido por Moisés a la obra de Dios,
  obedeciendo a razones puramente políticas; que estas razones de estado
  continuaron influyendo en las edades sucesivas, haciendo necesaria
  la policía de las pasiones; pero que con el curso de la civilización
  perdieron su fuerza lógica, y solo a la rutina y a la pereza humanas se
  debe que aún subsistan los efectos después de haber desaparecido las
  causas. La derogación de aquellos trasnochados artículos se impone, y
  los legisladores deben poner la mano en ella sin andarse en chiquitas.
  Bien demuestra esta necesidad la sociedad misma, derogando de hecho
  lo que sus directores se empeñan en conservar contra el empuje de las
  costumbres y las realidades del vivir. ¡Ah! si el buenazo de Moisés
  levantara la cabeza, él y no otro corregiría su obra, reconociendo que
  hay tiempos de tiempos.
  Inútil parece advertir que cuantos conocían a Garrido, incluso el que
  esto escribe, abominaban y abominan de tales ideas, deplorando con
  toda el alma que la conducta del insensato caballero fuese una fiel
  aplicación de sus perversas doctrinas. Debe añadirse que a cuantos
  estimamos en lo que valen los grandes principios sobre que se asienta
  _etcétera, etcétera..._ se nos ponen los pelos de punta solo de pensar
  cómo andaría la máquina social si a sus esclarecidos manipulantes les
  diese la ventolera de apadrinar los disparates de D. Lope, y derogaran
  los articulitos o mandamientos cuya inutilidad este de palabra y obra
  proclamaba. Si no hubiera infierno, solo para D. Lope habría que crear
  uno, a fin de que en él eternamente purgase sus burlas de la moral,
  y sirviese de perenne escarmiento a los muchos que, sin declararse
  sectarios suyos, vienen a serlo de hecho en toda la redondez de esta
  tierra pecadora.
  Contento estaba el caballero de su adquisición, porque la chica era
  linda, despabiladilla, de graciosos ademanes, fresca tez, y seductora
  charla. «Dígase lo que se quiera --argüía para su capote, recordando
  sus sacrificios por sostener a la madre y salvar de la deshonra al
  papá--, bien me la he ganado. ¿No me pidió Josefina que la amparase?
  Pues más amparo no cabe. Bien defendida la tengo de todo peligro; que
  ahora nadie se atreverá a tocarla al pelo de la ropa.» En los primeros
  tiempos, guardaba el galán su tesoro con precauciones exquisitas y
  sagaces; temía rebeldías de la niña, sobresaltado por la diferencia
  de edad, mayor sin duda de lo que el interno canon de amor dispone.
  Temores y desconfianzas le asaltaban; casi casi sentía en la conciencia
  algo como un cosquilleo tímido, precursor de remordimiento. Pero esto
  duraba poco, y el caballero recobraba su bravía entereza. Por fin, la
  acción devastadora del tiempo amortiguó su entusiasmo hasta suavizar
  los rigores de su inquieta vigilancia, y llegar a una situación
  semejante a la de los matrimonios que han agotado el capitalazo de
  las ternezas, y empiezan a gastar, con prudente economía, la rentita
  del afecto reposado y un tanto desabrido. Conviene advertir que ni
  por un momento se le ocurrió al caballero desposarse con su víctima,
  pues aborrecía el matrimonio; teníalo por la más espantosa fórmula de
  esclavitud que idearon los poderes de la tierra para meter en un puño a
  la pobrecita humanidad.
  Tristana aceptó aquella manera de vivir casi sin darse cuenta de su
  gravedad. Su propia inocencia, al paso que le sugería tímidamente
  medios defensivos que emplear no supo, le vendaba los ojos, y solo
  el tiempo y la continuidad metódica de su deshonra le dieron luz
  para medir y apreciar su situación triste. La perjudicó grandemente
  su descuidada educación, y acabaron de perderla las hechicerías y
  artimañas que sabía emplear el tuno de D. Lope, quien compensaba lo
  que los años le iban quitando, con un arte sutilísimo de la palabra,
  y finezas galantes de superior temple, de esas que apenas se usan ya,
  porque se van muriendo los que usarlas supieron. Ya que no cautivar
  el corazón de la joven, supo el maduro galán mover con hábil pulso
  resortes de su fantasía, y producir con ellos un estado de pasión
  falsificada, que para él, ocasionalmente, a la verdadera se parecía.
  Pasó la señorita de Reluz por aquella prueba tempestuosa, como quien
  recorre los períodos de aguda dolencia febril, y en ella tuvo momentos
  de corta y pálida felicidad, como sospechas de lo que las venturas
  de amor pueden ser. Don Lope le cultivaba con esmero la imaginación,
  sembrando en ella ideas que fomentaran la conformidad con semejante
  vida; estimulaba la fácil disposición de la joven para idealizar las
  cosas, para verlo todo como no es, o como nos conviene o nos gusta que
  sea. Lo más particular fue que Tristana, en los primeros tiempos, no
  dio importancia al hecho monstruoso de que la edad de su tirano casi
  triplicaba la suya. Para expresarlo con la mayor claridad posible,
  hay que decir que no vio la desproporción, a causa sin duda de las
  consumadas artes del seductor, y de la complicidad pérfida con que la
  naturaleza le ayudaba en sus traidoras empresas, concediéndole una
  conservación casi milagrosa. Eran sus atractivos personales de tan
  superior calidad, que al tiempo le costaba mucho trabajo destruirlos. A
  pesar de todo, el artificio, la contrahecha ilusión de amor no podían
  durar: un día advirtió D. Lope que había terminado la fascinación
  ejercida por él sobre la muchacha infeliz, y en esta, el volver en
  sí produjo una terrible impresión de la que había de tardar mucho en
  recobrarse. Bruscamente vio en D. Lope al viejo, y agrandaba con su
  fantasía la ridícula presunción del anciano que, contraviniendo la ley
  de Naturaleza, hace papeles de galán. Y no era D. Lope aún tan viejo
  como Tristana lo sentía, ni había desmerecido hasta el punto de que se
  le mandara recoger como un trasto inútil. Pero como en la convivencia
  íntima, los fueros de la edad se imponen, y no es tan fácil el disimulo
  como cuando se gallea fuera de casa, en lugares elegidos y a horas
  cómodas, surgían a cada instante mil motivos de desilusión, sin que el
  degenerado galanteador, con todo su arte y todo su talento, pudiera
  evitarlo.
  Este despertar de Tristana no era más que una fase de la crisis
  profunda que hubo de sufrir a los ocho meses próximamente de su
  deshonra, y cuando cumplía los veintidós años. Hasta entonces, la
  hija de Reluz, atrasadilla en su desarrollo moral, había sido toda
  irreflexión y pasividad muñequil, sin ideas propias, viviendo de
  las proyecciones del pensar ajeno, y con una docilidad tal en sus
  sentimientos, que era muy fácil evocarlos en la forma y con la
  intención que se quisiera. Pero vinieron días en que su mente floreció
  de improviso, como planta vivaz a la que le llega un buen día de
  primavera, y se llenó de ideas, en apretados capullos primero, en
  espléndidos ramilletes después. Anhelos indescifrables apuntaron en
  su alma. Se sentía inquieta, ambiciosa, sin saber de qué, de algo muy
  distante, muy alto que no veían sus ojos por parte alguna; ansiosos
  temores la turbaban a veces, a veces risueñas confianzas; veía con
  lucidez su situación, y la parte de humanidad que ella representaba
  con sus desdichas; notó en sí algo que se le había colado de rondón
  por las puertas del alma, orgullo, conciencia de no ser una persona
  vulgar; sorprendiose de los rebullicios, cada día más fuertes, de su
  inteligencia que le decía: «Aquí estoy. ¿No ves cómo pienso cosas
  grandes?» Y a medida que se cambiada en sangre y médula de mujer la
  estopa de la muñeca, iba cobrando aborrecimiento y repugnancia a la
  miserable vida que llevaba, bajo el poder de D. Lope Garrido.
  
  
  V
  
  Y entre las mil cosas que aprendió Tristana en aquellos días, sin que
  nadie se las enseñara, aprendió también a disimular, a valerse de
  las ductilidades de la palabra, a poner en el mecanismo de la vida
  esos muelles que la hacen flexible, esos apagadores que ensordecen
  el ruido, esas desviaciones hábiles del movimiento rectilíneo, casi
  siempre peligroso. Era que D. Lope, sin que ninguno de los dos se diese
  cuenta de ello, habíala hecho su discípula, y algunas ideas de las que
  con toda lozanía florecieron en la mente de la joven, procedían del
  semillero de su amante y por fatalidad maestro. Hallábase Tristana en
  esa edad y sazón en que las ideas se pegan, en que ocurren los más
  graves contagios del vocabulario personal, de las maneras y hasta del
  carácter.
  La señorita y la criada hacían muy buenas migas. Sin la compañía y
  los agasajos de Saturna, la vida de Tristana habría sido intolerable.
  Charlaban trabajando, y en los descansos charlaban más todavía. Refería
  la criada sucesos de su vida, pintándole el mundo y los hombres con
  sincero realismo, sin ennegrecer ni poetizar los cuadros; y la
  señorita, que apenas tenía pasado que contar, lanzábase a los espacios
  del suponer y del presumir, armando castilletes de vida futura como
  los juegos constructivos de la infancia con cuatro tejuelos y algunos
  montoncitos de tierra. Eran la historia y la poesía asociadas en feliz
  maridaje. Saturna enseñaba, la niña de D. Lope creaba, fundando sus
  atrevidos ideales en los hechos de la otra.
  --Mira, tú --decía Tristana a la que, más que sirviente, era para ella
  una fiel amiga--, no todo lo que este hombre perverso nos enseña es
  disparatado, y algo de lo que habla tiene mucho intríngulis... Porque
  lo que es talento, no se puede negar que le sobra. ¿No te parece a ti
  que lo que dice del matrimonio es la pura razón? Yo... te lo confieso
  aunque me riñas, creo como él que eso de encadenarse a otra persona por
  toda la vida, es invención del diablo... ¿No lo crees tú? Te reirás
  cuando te diga que no quisiera casarme nunca, que me gustaría vivir
  siempre libre. Ya, ya sé lo que estás pensando; que me curo en salud,
  porque después de lo que me ha pasado con este hombre, y siendo pobre
  como soy, nadie querrá cargar conmigo. ¿No es eso mujer, no es eso?
  --Ay, no, señorita, no pensaba tal cosa --replicó la doméstica
  prontamente--. Siempre se encuentran unos pantalones para todo,
  inclusive para casarse. Yo me casé una vez, y no me pesó; pero no
  volveré por agua a la fuente de la Vicaría. Libertad, tiene razón
  la señorita, libertad, aunque esta palabra no suena bien en boca de
  mujeres. ¿Sabe la señorita cómo llaman a las que sacan los pies del
  plato? Pues las llaman, por buen nombre, _libres_. De consiguiente,
  si ha de haber un poco de reputación, es preciso que haya dos pocos
  de esclavitud. Si tuviéramos oficios y carreras las mujeres, como los
  tienen esos bergantes de hombres, anda con Dios. Pero, fíjese, solo
  tres carreras pueden seguir las que visten faldas: o casarse, que
  carrera es, o el teatro..., vamos, ser cómica, que es buen modo de
  vivir, o..., no quiero nombrar lo otro. Figúreselo.
  --Pues mira tú, de estas tres carreras, únicas de la mujer, la
  primera me agrada poco, la tercera menos, la de enmedio la seguiría
  yo si tuviera facultades; pero me parece que no las tengo... Ya sé,
  ya sé que es difícil eso de ser libre... y honrada. ¿Y de qué vive
  una mujer no poseyendo rentas? Si nos hicieran médicas, abogadas,
  siquiera boticarias o escribanas, ya que no ministras y senadoras,
  vamos, podríamos... Pero cosiendo, cosiendo... Calcula las puntadas
  que hay que dar para mantener una casa... Cuando pienso lo que será de
  mí, me dan ganas de llorar. ¡Ay, pues si yo sirviera para monja, ya
  estaba pidiendo plaza en cualquier convento! Pero no valgo, no, para
  encerronas de toda la vida. Yo quiero vivir, ver mundo y enterarme de
  por qué y para qué nos han traído a esta tierra en que estamos. Yo
  quiero vivir y ser libre... Di otra cosa: ¿y no puede una ser pintora,
  y ganarse el pan pintando cuadros bonitos? Los cuadros valen muy
  caros. Por uno que solo tenía unas montañas allá lejos, con cuatro
  árboles secos más acá, y en primer término un charco y dos patitos,
  dio mi papá mil pesetas. Conque ya ves. ¿Y no podría una mujer meterse
  a escritora y hacer comedias..., libros de rezo, o siquiera fábulas,
  Señor? Pues a mí me parece que esto es fácil. Puedes creerme que estas
  noches últimas, desvelada y no sabiendo cómo entretener el tiempo, he
  inventado no sé cuantos dramas de los que hacen llorar, y piezas de las
  que hacen reír, y novelas de muchísimo enredo y pasiones tremendas, y
  qué sé yo. Lo malo es que no sé escribir..., quiero decir, con buena
  letra, cometo la mar de faltas de Gramática, y hasta de Ortografía.
  Pero ideas, lo que llamamos ideas, cree que no me faltan.
  --¡Ay, señorita --dijo Saturna sonriendo y alzando sus admirables ojos
  negros de la media que repasaba--, qué engañada vive si piensa que
  todo eso puede dar de comer a una señora honesta en libertad! Eso es
  para hombres, y aun ellos... ¡vaya, lucido pelo echan los que viven
  de cosas de leyenda! Echarán plumas, pero lo que es pelo... Pepe Ruiz,
  el hermano de leche de mi difunto, que es un hombre muy sabido en la
  materia, como que trabaja en la fundición donde hacen las letras de
  plomo para imprimir, nos decía que entre los de pluma todo es hambre y
  necesidad, y que aquí no se gana el pan con el sudor de la frente, sino
  con el de la lengua; más claro: que solo sacan tajada los políticos,
  que se pasan la vida echando discursos. ¿Trabajitos de cabeza?...
  ¡quítese usted de ahí! ¿Dramas, cuentos y libros para reírse o llorar?
  Conversación. Los que los inventan no sacarían ni para un cocido si
  no intrigaran con el Gobierno para afanar los destinos. Así anda la
  Ministración.
  --Pues yo te digo (_con viveza_) que hasta para eso del Gobierno y
  la política me parece a mí que había de servir yo. No te rías. Sé
  pronunciar discursos. Es cosa muy fácil. Con leer un poquitín de las
  sesiones de Cortes, en seguida te enjareto lo bastante para llenar
  medio periódico.
  --¡Vaya por Dios! Para eso hay que ser hombre, señorita. La maldita
  enagua estorba para eso, como para montar a caballo. Decía mi difunto
  que si él no hubiera sido tan corto de genio, habría llegado a donde
  llegan pocos, porque se le ocurrían cosas tan gitanas como las que le
  echan a usted Castelar y Cánovas en las Cortes, cosas de salvar al país
  verdaderamente; pero el hijo de Dios, siempre que quería desbocarse en
  el Círculo de Artesanos, o en los metingues de los _compañeros_, se
  sentía un tenazón en el gaznate, y no acertaba con la palabra primera,
  que es la más difícil... vamos, que no rompía. Claro, no rompiendo, no
  podía ser orador ni político.
  --¡Ay qué tonto! Pues yo rompería, vaya si rompería. (_Con
  desaliento._) Es que vivimos sin movimiento, atadas con mil
  ligaduras... También se me ocurre que yo podría estudiar lenguas. No
  sé más que las raspaduras de francés que me enseñaron en el colegio,
  y ya las voy olvidando. ¡Qué gusto hablar inglés, alemán, italiano!
  Me parece a mí que si me pusiera, lo aprendería pronto. Me noto... no
  sé cómo decírtelo... me noto como si supiera ya un poquitín antes de
  saberlo, como si en otra vida hubiera sido yo inglesa o alemana, y me
  quedara un dejo...
  --Pues eso de las lenguas --afirmó Saturna, mirando a la señorita con
  maternal solicitud--sí que le convenía aprenderlo, porque la que da
  lecciones lo gana, y además es un gusto poder entender todo lo que
  parlan los extranjeros. Bien podría el amo ponerle un buen profesor.
  --No me nombres a tu amo. No espero nada de él. (_Meditabunda, mirando
  la luz._) No sé, no sé cuándo ni cómo concluirá esto; pero de alguna
  manera ha de concluir.
  La señorita calló, sumergiéndose en una cavilación sombría. Acosada
  por la idea de abandonar la morada de D. Lope, oyó en su mente el
  hondo tumulto de Madrid, vio la polvareda de luces que a lo lejos
  resplandecía, y se sintió embelesada por el sentimiento de su
  independencia. Volviendo de aquella meditación como de un letargo,
  suspiró fuerte. ¡Cuán sola estaría en el mundo fuera de la casa de su
  pobre y caduco galán! No tenía parientes, y las dos únicas personas a
  quienes tal nombre pudiera dar, hallábanse muy lejos: su tío materno
  D. Fernando, en Filipinas, el primo Cuesta, en Mallorca, y ninguno
  de los dos había mostrado nunca malditas ganas de ampararla. Recordó
  también (y a todas estas Saturna la observaba con ojos compasivos)
  que las familias que tuvieron visiteo y amistad con su madre, la
  miraban ya con prevención y despego, efecto de la endiablada sombra
  de don Lope. Contra esto, no obstante, hallaba Tristana en su orgullo
  defensa eficaz, y despreciando a quien la ofendía, se daba una de esas
  satisfacciones ardientes que fortifican por el momento como el alcohol,
  aunque a la larga destruyan.
  --¡Dale! No piense cosas tristes --le dijo Saturna, pasándole la mano
  por delante de los ojos, como si ahuyentara una mosca.
  
  
  VI
  
  --¿Pues en qué quieres que piense, en cosas alegres? Dime dónde están,
  dímelo pronto.
  Para amenizar la conversación, Saturna echaba mano prontamente de
  cualquier asunto jovial, sacando a relucir anécdotas y chismes de la
  gárrula sociedad que las rodeaba. Algunas noches se entretenían en
  poner en solfa a D. Lope, el cual, al verse en tan gran decadencia,
  desmintió los hábitos espléndidos de toda su vida, volviéndose algo
  roñoso. Apremiado por la creciente penuria, regateaba los míseros
  gastos de la casa, educándose, ¡a buenas horas!, en la administración
  doméstica, tan disconforme con su caballería. Minucioso y cominero,
  intervenía en cosas que antes estimaba impropias de su decoro señoril,
  y gastaba un genio y unos refunfuños que le desfiguraban más que
  los hondos surcos de la cara y el blanquear del cabello. Pues de
  estas miserias, de estas prosas trasnochadas de la vida del D. Juan
  caído, sacaban las dos hembras materia para reírse y pasar el rato.
  Lo gracioso del caso era que, como D. Lope ignoraba en absoluto la
  economía doméstica, mientras más se las echaba de financiero y de buen
  mayordomo, más fácilmente le engañaba Saturna, consumada maestra en
  sisas y otras artimañas de cocinera y compradora.
  Con Tristana fue siempre el caballero todo lo generoso que su pobreza
  cada vez mayor le permitía. Iniciada con tristísimos caracteres la
  escasez, en el costoso renglón de ropa fue donde primero se sintió el
  doloroso recorte de las economías; pero D. Lope sacrificó su presunción
  a la de su esclava, sacrificio no flojo en hombre tan devoto admirador
  de sí mismo. Llegó día en que la escasez mostró toda la fealdad seca
  de su cara de muerte, y ambos quedaron iguales en lo anticuado y
  traído de la ropa. La pobre niña se quemaba las cejas, haciendo con
  sus trapitos, ayudada de Saturna, mil refundiciones que eran un primor
  de habilidad y paciencia. En los fugaces tiempos, que bien podríamos
  llamar felices o dorados, Garrido la llevaba al teatro alguna vez;
  mas la necesidad, con su cara de hereje, decretó al fin la absoluta
  supresión de todo espectáculo público. Los horizontes de la vida se
  cerraban y ennegrecían cada día más delante de la señorita de Reluz,
  y aquel hogar desapacible, frío de afectos, pobre, vacío en absoluto
  de ocupaciones gratas, le abrumaba el espíritu. Porque la casa, en la
  cual lucían restos de instalaciones que fueron lujosas, se iba poniendo
  de lo más feo y triste que es posible imaginar: todo anunciaba
  penuria y decaimiento: nada de lo roto o deteriorado se componía ni
  se reparaba. En la salita desconcertada y glacial solo quedaba, entre
  trastos feísimos, un bargueño estropeado por las mudanzas, en el cual
  tenía D. Lope su archivo galante. En las paredes veíanse los clavos de
  donde pendieron las panoplias. En el gabinete observábase hacinamiento
  de cosas que debieron de tener hueco en local más grande, y en el
  comedor no había más mueble que la mesa y unas sillas cojas con el
  cuero desgarrado y sucio. La cama de D. Lope, de madera con columnas
  y pabellón airoso, imponía por su corpulencia monumental; pero las
  cortinas de damasco azul no podían ya con más desgarrones. El cuarto de
  Tristana, inmediato al de su dueño, era lo menos marcado por el sello
  del desastre, gracias al exquisito esmero con que ella defendía su
  ajuar de la descomposición y de la miseria.
  Y si la casa declaraba, con el expresivo lenguaje de las cosas, la
  irremediable decadencia de la caballería sedentaria, la persona del
  galán iba siendo rápidamente imagen lastimosa de lo fugaz y vano de
  las glorias humanas. El desaliento, la tristeza de su ruina, debían
  de influir no poco en el _bajón_ del menesteroso caballero, ahondando
  las arrugas de sus sienes más que los años, y más que el ajetreo que
  desde los veinte se traía. Su cabello, que a los cuarenta empezó a
  blanquear, se había conservado espeso y fuerte; pero ya se le caían
  mechones, que él habría repuesto en su sitio si hubiera alguna alquimia
  que lo consintiese. La dentadura se le conservaba bien en la parte
  más visible; pero sus hasta entonces admirables muelas empezaban a
  insubordinarse, negándose a masticar bien, o rompiéndosele en pedazos,
  cual si unas a otras se mordieran. El rostro de soldado de Flandes
  iba perdiendo sus líneas severas, y el cuerpo no podía conservar su
  esbeltez de antaño sin el auxilio de una férrea voluntad. Dentro de
  casa la voluntad se rendía, reservando sus esfuerzos para la calle,
  paseos y casino.
  Comúnmente, si al entrar de noche encontraba despiertas a las dos
  mujeres, echaba un parrafito con ellas, corto con Saturna, a quien
  mandaba que se acostara, largo con Tristana. Pero llegó un tiempo en
  que casi siempre entraba silencioso y de mal talante, y se metía en su
  cuarto, donde la cautiva infeliz tenía que oír y soportar sus clamores
  por la tos persistente, por el dolor reumático, o la sofocación del
  pecho. Renegaba D. Lope y ponía el grito en el cielo, cual si creyese
  que la Naturaleza no tenía ningún derecho a hacerle padecer, o si se
  considerara mortal predilecto, relevado de las miserias que afligen
  a la humanidad. Y para colmo de desdichas, veíase precisado a dormir
  con la cabeza envuelta en un feo pañuelo, y su alcoba apestaba de los
  menjurjes que usar solía para el reuma o el romadizo.
  Pero estas menudencias, que herían a D. Lope en lo más vivo de su
  presunción, no afectaban a Tristana tanto como las fastidiosas mañas
  que iba sacando el pobre señor, pues al derrumbarse tan lastimosamente
  en lo físico y en lo moral dio en la flor de tener celos. El que jamás
  concedió a ningún nacido los honores de la rivalidad, al sentir en
  sí la vejez del león se llenaba de inquietudes, y veía salteadores y
  enemigos en su propia sombra. Reconociéndose caduco, el egoísmo le
  devoraba, como una lepra senil, y la idea de que la pobre joven le
  comparase, aunque solo mentalmente, con soñados ejemplares de belleza
  y juventud, le acibaraba la vida. Su buen juicio, la verdad sea dicha,
  no le abandonaba enteramente, y en sus ratos lúcidos, que por lo común
  eran por la mañana, reconocía toda la importunidad y sinrazón de su
  proceder, y procuraba adormecer a la cautiva con palabras de cariño y
  confianza.
  Poco duraban estas paces, porque al llegar la noche, cuando el viejo y
  la niña se quedaban solos, recobraba el primero su egoísmo semítico,
  sometiéndola a interrogatorios humillantes, y una vez, exaltado por
  aquel suplicio en que le ponía la desproporción alarmante entre su
  flacidez enfermiza y la lozanía de Tristana, llegó a decirle:
  --Si te sorprendo en algún mal paso, te mato, cree que te mato.
  Prefiero terminar trágicamente a ser ridículo en mi decadencia.
  Encomiéndate a Dios antes de faltarme. Porque yo lo sé, lo sé; para
  mí no hay secretos; poseo un saber infinito de estas cosas, y una
  experiencia y un olfato... que no es posible pegármela, no, no es
  posible.
  
  
  VII
  
  Algo se asustaba Tristana, sin llegar a sentir terror, ni a creer al
  pie de la letra en las fieras amenazas de su dueño, cuyos alardes
  de olfato y adivinación estimaba como ardid para dominarla. La
  tranquilidad de su conciencia dábale valor contra el tirano, y ni
  aun se cuidaba de obedecerle en sus infinitas prohibiciones. Aunque
  le había ordenado no salir de paseo con Saturna, se escabullía casi
  todas las tardes: pero no iban a Madrid, sino hacia Cuatro Caminos, al
  Partidor, al Canalillo o hacia las alturas que dominan el Hipódromo:
  paseo de campo, con merienda las más veces, y esparcimiento saludable.
  Eran los únicos ratos de su vida en que la pobre esclava podía
  dar de lado a su tristeza, y gozaba de ellos con abandono pueril,
  permitiéndose correr y saltar, y jugar a las cuatro esquinas con la
  chica del tabernero, que solía acompañarla, o alguna otra amiguita
  del vecindario. Los domingos, el paseo era de muy distinto carácter.
  Saturna tenía a su hijo en el Hospicio, y según costumbre de todas las
  madres que se hallan en igual caso, salía a encontrarle en el paseo.
  Comúnmente, al llegar la caterva de chiquillos a un lugar convenido
  en las calles nuevas de Chamberí, les dan el rompan-filas, y se ponen
  a jugar. Allí les aguardan ya las madres, abuelas o tías (del que las
  tiene), con el pañuelito de naranjas, cacahuetes, avellanas, bollos
  o mendrugos de pan. Algunos corretean y brincan jugando a la _toña_;
  otros se pegan a los grupos de mujeres. Los hay que piden cuartos al
  transeúnte, y casi todos rodean a las vendedoras de caramelos largos,
  avellanas y piñones. Mucho gustaban a Tristana tales escenas, y ningún
  domingo, como hiciera buen tiempo, dejaba de compartir con su sirviente
  la grata ocupación de obsequiar al hospicianillo, el cual se llamaba
  Saturno, como su madre, y era rechoncho, patizambo, con unos mofletes
  encendidos y carnosos que venían a ser como certificación viva del buen
  régimen del Establecimiento provincial. La ropa de paño burdo no le
  consentía ser muy elegante en sus movimientos, y la gorra con galón no
  ajustaba bien a su cabezota, de cabello duro y cerdoso como los pelos
  de un cepillo. Su madre y Tristana le encontraban muy salado; pero hay
  que confesar que de salado no tenía ni pizca; era, sí, dócil, noblote y
  aplicadillo, con aficiones a la tauromaquia callejera. La señorita le
  obsequiaba siempre con alguna naranja, y le llevaba además una perra
  chica para que comprase cualquier chuchería de su agrado; y por más que
  su madre le incitaba al ahorro, sugiriéndole la idea de ir guardando
  todo el numerario que obtuviera, jamás pudo conseguir poner diques a su
  despilfarro, y cuarto adquirido era cuarto lanzado a la circulación.
  Así prosperaba el comercio de molinitos de papel, de banderillas para
  torear, y de torrados y bellotas.
  Tras importunas lluvias, trajo el año aquel una apacible quincena de
  octubre, con sol picón, cielo despejado, aire quieto; y aunque por
  las mañanas amanecía Madrid enfundado de nieblas, y por las noches
  la radiación enfriaba considerablemente el suelo, las tardes, de dos
  a cinco, eran deliciosas. Los domingos no quedaba bicho viviente en
  casa, y todas las vías de Chamberí, los altos de Maudes, las avenidas
  del Hipódromo y los cerros de Amaniel, hormigueaban de gente. Por
  la carretera no cesaba el presuroso desfile hacia los merenderos de
  Tetuán. Un domingo de aquel hermoso octubre, Saturna y Tristana fueron
  a esperar a los hospicianos en la calle de Ríos Rosas, que enlaza los
  altos de Santa Engracia con la Castellana, y en aquella hermosa vía,
  bien asoleada, ancha y recta, que domina un alegre y extenso campo,
  fue soltada la doble cuerda de presos. Unos se pegaron a las madres,
  que les habían venido siguiendo desde lejos; otros armaron al instante
  la indispensable corrida de novillos de puntas, con presidencia,
  chiqueros, apartado, callejones, barrera, música del Hospicio, y demás
  perfiles. A la sazón pasaron por allí, viniendo de la Castellana,
  los sordomudos, en grupos de mudo y ciego, con sus gabanes azules y
  galonada gorra. En cada pareja, los ojos del mudo valían al ciego
  para poder andar sin tropezones; se entendían por el tacto con tan
  endiabladas garatusas, que causaba maravilla verles hablar. Gracias a
  la precisión de aquel lenguaje, enteráronse pronto los ciegos de que
  allí estaban los hospicianos, mientras los muditos, todos ojos, se
  deshacían por echar un par de _verónicas_. ¡Como que para esto maldita
  falta les hacía el don de la palabra! En alguna pareja de sordos,
  las garatusas eran un movimiento o vibración rapidísima, tan ágil y
  flexible como la humana voz. Contrastaban las caras picarescas de los
  mudos, en cuyos ojos resplandecía todo el verbo humano, con las caras
  
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